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Pídeme lo que quiera o dejame - Cap.27 y 28


27

El día de Reyes con mi familia aquí, vuelve a ser todo como yo lo recordaba. Risas, jaleo y regalos.
Todos nos damos uno y al abrir el de mi hermana y encontrarme un conjuntito para Medusa me emociono.
Es de color amarillo y ella dice:
—Como no sabemos lo que es, ¡amarillo!
Todos ríen y yo lloro, ¡faltaría más!
Cuando creo que ya no hay más regalos, Eric me sorprende. ¡Tiene regalos para todos! Para mi padre,
Juan Alberto y Norbert, unos relojes, para las niñas, ropa y juguetes, y para mi hermana y Simona, unas
bonitas pulseras de oro blanco. Tras entregar todos los regalos, nos mira a Flyn y a mí y, dejándonos
boquiabiertos, nos da dos sobres. ¿Otra vez sobres?
Flyn y yo nos miramos. Resignación. Pero al abrirlos nuestra expresión cambia.
Para ver el regalo, id al garaje.
Entre risas, nos cogemos de la mano y corremos hacia allí. Todos nos siguen y, al abrir la puerta, los
dos soltamos un chillido. ¡Motos!
Dos Ducatis preciosas y relucientes.
Flyn se vuelve loco al ver una moto de su altura y yo lloro. ¡Ante mí está mi moto! ¡Mi Ducati! La
reconocería entre doscientas mil.
Eric, al ver mi reacción, me abraza y dice:
—Sé lo importante que es para ti. Han respetado todo lo que han podido de ella, pero otras cosas han
sido reemplazadas. Tu padre le ha echado un ojo y dice que ahora está mucho mejor.
Lo abrazo, me lo como a besos y mi padre, que nos observa encantado, dice:
—Morenita, si antes tu moto era buena, ahora es mejor. Eso sí, hasta que tengas al bebé no te quiero
cerca de ella, ¿entendido?
Asiento emocionada y Eric afirma:
—Tranquilo, Manuel. De que no se acerque me ocupo yo.
El 7 de enero, tras unas estupendas fiestas navideñas, mi familia y Juan Alberto regresan a España en
el avión de Eric. Como siempre, cuando me despido de ellos la tristeza me embarga y en esta ocasión por
ración doble. Eric me consuela, pero esta vez no se lo pongo fácil y lloro, lloro y lloro.
Dos días después volvemos a ir al aeropuerto para despedir a Frida, Andrés y el pequeño Glen.
—Te voy a echar mucho de menos —lloriqueo.
Mi amiga me abraza con una encantadora sonrisa.
—Yo a ti también. Pero tranquila, en cuanto nazca Medusa aquí me tienes.
Asiento. Andrés me coge por la cintura.
—Llorona, tienes que venir a vernos a Suiza. ¿Me lo prometes?
—Se intentará —asiente Eric.
Björn, que en ese instante se despide de Frida, al ver que ella se emociona, comenta divertido:
—Oh… oh… otra llorando. ¿No estarás embarazada?
Yo suelto una carcajada y Frida, dándole un manotazo, responde:
—¡No digas eso ni en broma!
Tras despedirnos de nuestros buenos amigos y verlos pasar por el arco de seguridad, Eric y Björn me
agarran cada uno de un brazo y nos marchamos hacia el coche. Durante el camino no puedo dejar de
llorar. Ellos se ríen y yo grito desconsolada:
—¡Odio mis hormonas!
Al día siguiente, aburrida, me pongo a guardar los adornos navideños y veo los papelitos de los
deseos. Sonrío al recordar que los leímos entre risas la mañana de Reyes y, sin poder evitarlo, los releo
y me emociono con los de Flyn, que dicen «Quiero que Jud deje de vomitar», «Quiero que el tío se ponga
bueno de los ojos» y «Quiero que Simona aprenda a hacer salmorejo».
Sonrío y soy feliz. Nunca leí los que el pequeño escribió el año anterior, pero estoy segura de que no
eran tan maravillosos como éstos. Casi mejor no haberlos leído.
Me encuentro bien. Hoy de momento no he vomitado. Cuando acabo de recoger los adornos, decido
dar un paseíto por el campo con Susto y Calamar. Los perros, al ver que cojo las correas, saltan locos de
felicidad.
¿Cuánto tiempo llevo sin hacer esto?
El campo está precioso. Ha nevado y es una maravilla mirar a mi alrededor. Durante un buen rato,
cojo piedras y las tiro. Susto y Calamar corren como dos descosidos tras ellas. Después de pasar un
ratito muy agradable, los tres regresamos a casa. Hace un frío que pela y tengo las manos amoratadas y
muy mojadas.
Por la tarde, cuando regresa Eric, se enfada al enterarse de que he salido sola a dar un paseo con los
perros.
—No me enfado porque hayas salido, Jud, sino porque hayas ido sola.
—¿Y qué querías que hiciera? —grito—. Simona no estaba y a mí me apetecía dar un paseo.
Eric me mira y finalmente dice:
—¿Y si te hubieras encontrado mal de pronto, qué?
Estamos en plena confrontación en su despacho, cuando se abre la puerta y aparecen Flyn y Björn.
Nosotros nos callamos y el pequeño corre hacia mí, me abraza y, mirando a su tío, le suelta:
—¿Por qué siempre te enfadas con la tía?
—¿Cómo dices? —pregunta Eric.
Flyn, con su característica voz de enfado, tan igual a la de su tío, responde:
—¿No ves que no se encuentra bien? No le grites.
Eric lo mira y, molesto, responde:
—Flyn, no te metas donde no te llaman, ¿entendido?
—Pues no le grites a Jud.
—Flyn… —advierte Eric, mirando a su sobrino.
El pequeño me mira a mí. Lo conozco y sé que va a saltar, por lo que, antes de que suelte nada más, le
digo:—
Anda, cariño, ve con Simona y dile que hoy quiero merendar contigo, ¿te parece?
El crío asiente, mira a su tío con una de sus gélidas miradas y se va. Una vez nos quedamos los tres
solos, Björn se acerca y, tras darme un cariñoso beso en la mejilla, dice, mirando a su amigo:
—Vaya, vaya, veo que ahora el apoyo lo tiene Jud.
Eric sonríe y asiente.
—Flyn ha decidido sobreproteger a su tía mamá Jud. No hay cosa que no diga a la que él no tenga que
decir la última palabra. Es más, estoy seguro de que hoy por hoy prefiere que me vaya yo de casa antes
que ella.
—No lo dudes —me mofo, ganándome una mirada azulada.
Björn sonríe y, tras dejar una carpeta sobre la mesa de Eric, dice:
—Si vais a empezar a discutir, me voy.
—La que se va soy yo. Tengo hambre y quiero merendar.
Sorprendido por mi apetito, Eric se acerca a mí y pregunta:
—¿Tienes hambre?
Asiento. Es la primera vez en mucho tiempo que afirmo eso y, feliz, contesta:
—Come todo lo que te apetezca, cariño.
El doble sentido que le doy yo a esa frase me hace reír, pero sin decir nada, salgo del despacho y voy
hasta la cocina. Allí, Simona está preparando un bocadillo para Flyn y, al verme, me pregunta:
—¿Es cierto que quieres merendar?
Asiento, cojo el plum cake de chocolate y vainilla que ella hace y, poniéndolo sobre la mesa,
murmuro:
—Me muero por comerlo.
Simona y Flyn sonríen y yo me pongo morada de plum cake.
Los días pasan y mis náuseas desaparecen.
¡Soy feliz!
De pronto comienzo a recobrar fuerzas y todo lo que me daba asco meses atrás ahora me parece rico
y colosal. Vuelvo a escuchar música y vuelvo a bailar.
Eric no cabe en sí de alegría al verme bien y yo ni te cuento. Por fin soy capaz de desayunar y que me
siente bien. Día a día, me atrevo a comer más cosas y de pronto soy consciente de que engullo como un
verdadero animal. ¡Soy un saco sin fondo!
Me abono al plum cake de Simona y al helado. Todo el rato me apetece comerlos y Eric, con tal de
darme el gusto, llena el congelador de todos los sabores, mientras que Simona se pasa el día entero
haciendo plum cake. Me miman cantidad.
Eric y Flyn vuelven a las andadas. En cuanto me descuido, se tiran en el sofá y juegan durante horas
con la Wii. Eso a mí me pone enferma. Aunque ya los he acostumbrado a no tener a todo trapo la música
del juego en cuestión.
Mientras ellos juegan, yo leo los libros que me he comprado sobre bebés y partos. En ocasiones leo
cosas que me ponen la carne de gallina, pero he de ser fuerte y continuar. Debo estar informada. ¡Voy a
ser mamá!
Una tarde de sábado, tras convencerlos de dar una vuelta por el campo con los perros, al llegar
estamos todos congelados. Hace un frío de mil demonios y si nos ponemos malos tendré que asumir que
la culpa fue mía. Los he obligado a salir aunque ellos no querían.
Cuando llegamos, tío y sobrino hacen lo de siempre, cogen la Wii y se ponen a jugar. No sé quién es
más niño de los dos. Durante más de una hora, juego con ellos, pero cuando ya me duelen los dedos de
tanto darle al mando, decido retirarme y darme un bañito en el precioso jacuzzi que tenemos.
Subo a mi habitación, me llevo un zumito, preparo el jacuzzi, enciendo unas velas que huelen a
melocotón y pongo mi CD de música chill out para relajarme. ¡Perfecto! Cuando el jacuzzi está lleno, me
meto con cuidado en él y, una vez dentro, murmuro:
—Oh, sí…, esto es vida.
Cierro los ojos y me relajo.
La música suena y noto cómo mi cuerpo libera tensiones segundo a segundo. Disfruto de este
momento de paz. Me lo merezco. Pero la puerta del baño se abre y entra Flyn.
¡Se acabo la paz!
Lo miro y, divertida, veo que se pone una mano en los ojos para no verme los pechos y dice:
—Me voy con la tía Marta a su casa.
—¿Ha venido Marta?
—Sí, ¡aquí estoy!
Tras ella entra Eric y mi relajante baño se ha ido al garete.
—¿Cómo es que has venido? ¿Pasa algo? —pregunto.
Mi cuñada sonríe y, guiñándome un ojo, contesta:
—Resulta que he estado con mi amiga Tatiana, hemos pasado por su casa y me ha dejado aquel
vestidito que le pediste hace tiempo. Ya sabes, el azul. Por cierto, lo he dejado en tu armario. —Me entra
la risa al pensar en el vestidito azul—. Y como mañana voy a ir a montar en globo con Arthur, he pensado
que quizá a Flyn le guste venir.
—Sí, sí, sí, quiero ir. ¡Guayyyyy! —grita el niño.
Miro a Eric. Está serio. Como siempre, valora los pros y los contras de montar en globo y cuando
veo que duda, digo:
—Me parece perfecto, Flyn. Pásatelo bien, cariño.
—Gracias, mamá.
Cada vez que me llama así, el corazón me salta de felicidad.
Eric me mira. Yo sonrío y, cuando el niño me da un beso y corre hacia su tío, lo mira y dice:
—Te prometo que haré caso en todo a la tía Marta…, papá.
Me río. Anda que no es listo mi pitufo gruñón.
Al final, mi Iceman se descongela. Sonríe, abraza al pequeño y, tras darle un beso en la cabeza,
contesta:
—Pásatelo, bien. —Y mirando a su hermana, añade—: Vigílalo, por favor. No quiero que pase nada.
Marta, divertida por sus palabras, pone los ojos en blanco y grita mientras se marcha:
—Vamos, Flyn. Ven que te ponga el collar y el bozal.
Cuando todos salen del cuarto de baño, me vuelvo a tumbar. Vuelvo a cerrar los ojos e intento
relajarme otra vez.
Musiquita…
Tranquilidad…
Casi lo consigo, cuando la puerta se abre de nuevo y Eric entra. Antes de que diga nada, al ver su
mirada lo tranquilizo:
—No va a pasar nada, cielo. Marta cuida muy bien de Flyn.
Mi chico no responde, pero se acerca al jacuzzi. Sé que mira mis pezones. Con el embarazo se me
están poniendo oscuros y enormes y, tentándolo, murmuro, mientras señalo lo que mira:
—¿Me das un besito aquí?
Eric sonríe, se acerca y, cuando me está besando el pezón, tiro de él y lo hago caer vestido en el
jacuzzi. Con su caída, el agua rebosa y todo el suelo del baño se encharca. Yo me río y, cuando él va a
protestar, al verme reír hace lo mismo.
Pero el rostro se le contrae al apoyarse y quemarse con una de las velas encendidas.
—¿Te has quemado? —me preocupo.
Eric se mira la mano y responde:
—No, cariño, pero cuidado con tanta vela o al final nos visitarán los bomberos.
Ese comentario me hace reír y, cuando consigo quitarle la ropa y dejarlo desnudo en el jacuzzi a
pesar de sus protestas, salgo del agua y, con cuidado de no resbalar en el suelo mojado, tiro doscientas
toallas en él y digo, mientras las pisoteo:
—Tengo una sorpresa para ti.
—¿Una sorpresa?
Asiento divertida, mientras abro la puerta para salir.
—Dame dos minutos y no te muevas de ahí.
Feliz por encontrarme tan bien, voy hasta el armario donde Marta me ha dejado ¡el vestidito azul! ¡Lo
voy a sorprender!
Ataviada con un traje de bombero que me queda algo grande, entro en el baño y, ante la cara de
sorpresa de mi alemán favorito, digo:
—¿El caballero ha llamado a los bomberos?
Eric suelta una carcajada.
—Pero ¿de dónde has sacado ese traje?
—Me lo ha dejado una amiga de tu hermana.
—¿Para qué?
Ay, qué poca imaginación tienen a veces los hombres. Mirándolo, respondo:
—Para hacerte un striptease, chatungo.
—¿Un striptease? —pregunta boquiabierto.
Yo digo que sí con la cabeza y añado:
—Nunca te he hecho uno en condiciones.
Mi chico sube las cejas, se repanchinga en el jacuzzi y asiente encantado.
Feliz por el efecto causado, voy hasta el equipo de música, saco el CD que suena y meto otro.
Instantes después, una música comienza a sonar y Eric, al identificarla da una palmada y ríe a carcajadas.
Madre…, madre…, ¡me lo como cuando ríe así!
¡Empieza el espectáculo!
La voz sugerente de Tom Jones comienza a cantar Sex bomb y yo, sin un ápice de vergüenza, me
contoneo al compás de la música. Me quito la enorme chaqueta con sensualidad y la tiro a un lado. Eric
silba. Después el casco y muevo el pelo al más puro estilo Hollywood. Eric aplaude, vuelve a silbar y yo
me animo mientras canto:
Sex bomb, sex bomb you´re a sex bomb.
You can give it to me when I need to come along.
Sex bomb, sex bomb, you´re a sex bomb.
And baby you can turn me on.
Pieza a pieza, me voy despojando del traje de bombero mientras mi amorcito me mira como a mí me
gusta, con deseo. Sé que esto le está gustando. Me lo dice su expresión y la intensidad de su mirada.
Bailo, me contoneo y me siento una stripper para él. Cuando desnuda me meto en el jacuzzi, Eric me besa
y murmura:
—Me encanta tu tripita pequeña.
Sonrío y, cuando llega a mis pechos, murmura:
—Tienes los pechos más bonitos que nunca.
Eso me da risa. Realmente, el embarazo me hace tener unos pechos increíbles. Cada vez que me los
miro en el espejo me encantan, pero sé que cuando nazca Medusa desaparecerán y volveré a tener mis
pechos normalitos.
Eric me besa…
Eric me toca…
Eric me mima…
Excitado por el espectáculo que le he ofrecido, mi amor me agarra por la cintura y, sentándome sobre
él en el jacuzzi, me penetra con delicadeza, mientras murmura con voz cargada de sensualidad:
—Eres realmente una bomba sexual, pequeña.
—Sí… y esa bomba está a punto de explotar.
Eric sonríe y, cuando voy a agarrarme al jacuzzi para empalarme más en él, me para y dice:
—Déjame a mí, cariño. No quiero hacerte daño.
—No me lo haces.
—Con cuidado, cariño… Así… despacito.
Pero yo no quiero ni cuidado ni despacito. Quiero pasión y fuerza.
—Jud… —me regaña.
—Eric… —le reto.
Mi alemán me mira, se para y dice, estropeando el bonito momento:
—Jud, o lo haces con cuidado para no dañarte o no hacemos nada.
Lo miro. Tengo dos opciones, enfadarme y mandarlo a paseo o aceptar pulpo como animal de
compañía.
Al final me decido por la segunda opción. ¡Quiero sexo!
Permito que sea él quien marque el ritmo. Dejo que se limite y me limite y, aunque lo pasamos bien,
cuando llegamos al clímax sé que a ambos nos ha faltado nuestro rollito animal.
Por la noche, cuando nos acostamos, me besa y, cuando me abraza con ternura, murmura:
—Te adoro, bomba sexual.
En febrero entro en mi quinto mes y mi cuerpo ha experimentado muchos cambios. El primero, noto
cómo Medusa se mueve. El segundo, mi tripita se está convirtiendo en una tripota. Como siga así, al final
no ando, ¡ruedo!
Todo lo que adelgacé los primeros meses lo estoy engordado en un abrir y cerrar de ojos.
—Judith —dice mi ginecóloga al pesarme—, debes empezar a controlar tu dieta. En este último mes
has engordado tres kilos y medio.
—Vale, lo haré —asiento.
Eric me mira y sonríe. Intuye que miento y, cuando va a hablar, digo:
—Dame una dieta y la seguiré.
La ginecóloga abre una carpeta y, tras mirar varias, me entrega una y dice:
—Será lo mejor.
Yo sonrío, Eric sonríe y creo que hasta Medusa sonríe. Las dietas y yo no somos buenas amigas.
Hablamos con la doctora sobre las necesidades que tiene mi cuerpo y me informa que al mes
siguiente, el sexto de mi embarazo, debo comenzar mis clases preparto. Asiento, escucho todo lo que me
tiene que decir y finalmente pregunto:
—¿Puedo tener relaciones sexuales completas?
Eric me mira. Sabe por qué lo pregunto y la ginecóloga contesta:
—Por supuesto que sí. Vuestra vida sexual debe ser normal.
—Normal de normal —insisto.
La doctora mira a Eric, luego me mira a mí y asiente:
—Totalmente normal.
Voy a preguntar si pueden ser algo más intensas que normales, pero la mirada de Eric me pide que me
calle. Le hago caso. No quiero incomodarlo con mis preguntas tan directas.
Cuando llega el momento de hacer la ecografía, casi no puedo mirar a la pantalla. La cara de Eric es
tan expresiva con lo que ve, que me dan ganas de comérmelo allí mismo a besos.
—Mirad, ¡está comiendo! —dice la ginecóloga.
Un «¡ohhhh!» algodonoso como los que suelta mi hermana sale de mi boca. ¡Qué maruja me estoy
volviendo!
—Increíble —murmura Eric, emocionado.
Divertida, los miro y digo:
—Es que a Medusa lo alimento muy bien.
Eric y yo miramos la ecografía 3D como dos bobos y sonreímos.
—¿Se puede ver si es niño o niña? —pregunto.
La doctora mueve el aparato, pero nada. No se deja ver y, sonriendo, explica:
—Lo siento. Tiene las piernas cruzadas de tal manera que no se puede.
—No importa —dice Eric—. Lo importante es que esté bien.
La mujer asiente y murmura:
—Será un bebé bastante grande.
¡Stop!
¿Ha dicho grande?
¿Cómo de grande?
Eso me asusta. Cuanto más grande, más dolor para expulsarlo.
Pero no quiero jorobar ese momento y me lo callo. Durante varios minutos, la mujer nos deja mirar la
pantalla y, cuando finaliza la sesión, Eric y yo nos miramos y nos besamos. ¡Todo va bien!
Cuando regresamos a casa, emocionados con el vídeo que la doctora nos ha dado, se lo enseñamos a
Flyn, a Norbert y a Simona. Todos miramos el televisor como tontos y nos ponemos el vídeo varias
veces. Que mi humor vuelva a ser el de antes a todos congratula. Las risas han vuelto a la casa y todos
están más dicharacheros.
Vuelvo a reír, a gastar bromas y a ser la Judith alocada de siempre y esa noche, cuando estamos en
nuestra habitación, me siento junto a Eric en la cama y pregunto:
—¿Has pensado algún nombre para Medusa?
Él me mira y dice:
—Si fuera una morenita, me gustaría que se llamara Hannah, como mi hermana.
Asiento. Me gusta el nombre y me parece una idea preciosa.
—¿Y si fuera niño? —pregunto.
Mi alemán me mira, me besa y contesta:
—Si es niño lo eliges tú. ¿Cuál te gusta?
Pienso, pienso, y pienso y al final respondo:
—No lo sé. Quizá Manuel, como mi padre.
Eric asiente. Yo me acurruco contra él y le susurro al oído:
—Te deseo.
Él me mira y, tumbándome sobre la cama, murmura mientras me besa:
—Y yo a ti preciosa.
Oh, sí… Oh, sí…
Se acabaron los meses de sequía y malestar.
Deseo a mi Iceman y él me desea a mí. Sin parar de besarme, Eric me quita las bragas, se mete entre
mis piernas y, sin preliminares, introduce lentamente su pene en mí.
Jadeo…
Me vuelvo loca…
Dios mío, cuánto tiempo sin sentir este placer.
Y cuando enrosco las piernas alrededor de su cuerpo, Eric murmura:
—No, cariño… A ver si le vas a hacer daño al bebé.
Me paro, lo miro y, divertida, pregunto:
—¿Qué es lo que has dicho?
Aún dentro de mí, insiste:
—No quiero apretar en exceso, no le vayamos a hacer daño.
Me entra la risa.
¡Ay, que me meo!
Cree que le va a dar con el pene en la cabeza a Medusa. Cuando ve que me río, frunce el cejo y dice:
—No sé qué te da tanta risa. No creo estar diciendo nada del otro mundo.
Agarrando con fuerza su trasero, me empalo en él y, cuando jadea, murmuro:
—Esto es lo que necesito. Dámelo.
Eric se resiste y de nuevo repito la misma operación. Fuerza. Esta vez somos los dos los que
jadeamos.
Esa profundidad es lo que necesito, lo que anhelo. La respiración de Eric se acelera. Lucha contra su
instinto animal. Yo lo provoco restregándome contra él y al final pasa lo que tiene que pasar.
Eric está tan caliente, tan ardoroso, tan excitado, que agarrándome las manos me las pone sobre la
cama y sin pensar en nada más comienza a bombear dentro de mí con pasión terrenal y deleite. No lo
paro. Sus embestidas me hacen sentir viva. Lo necesito. Oh, sí.
Rota las caderas para darme más profundidad y yo chillo. Lo muerdo en el hombro y Eric rechina los
dientes mientras una y otra vez se hunde en mí y yo me vuelvo loca.
Disfruta. Disfruto. Disfrutamos. Nuestro instinto animal aflora y gozamos como locos nuestro caliente
encuentro.
Cuando acabamos, los dos estamos jadeantes. Llevábamos mucho tiempo sin hacerlo así y yo
murmuro con una gran sonrisa:
—Quiero repetir.
De un salto, Eric se levanta y, antes de entrar en el cuarto de baño, contesta:
—No, pequeña. No podemos hacerlo como lo hemos hecho.
Boquiabierta, voy a protestar cuando me mira y dice:
—Piensa en lo que pasó la última vez.
—Pero, Eric…
—He dicho que no.
—Pero lo necesito. Tengo las hormonas revolucionadas y…
—No, cariño. Por hoy basta.
Me entra calor.
Los ojos se me llenan de lágrimas y, como un osito llorón, comienzo a sollozar sentada en la cama.
Menuda llorona me he vuelto. Me tapo la cara con las manos y Eric dice, acercándose a mí:
—Cariño, cariño, no llores. Enfádate conmigo, grítame, pero no llores.
Me quita las manos de la cara y, sin cortarme un pelo a pesar de lo horrorosa que me pongo cuando
lloro, lo miro y gimoteo con cara de chimpancé:
—Ya no te gustoooooooooooo.
—No digas eso, tesoro.
—Ya no te pongo nadaaaaaaaaaaaa. Tengo los pezones grandes y oscuros y… y… estoy gorda… y
fea y por eso no quieres hacer el amor conmigoooooooooooo.
Con paciencia, Eric me seca las lágrimas.
—No, pequeña. Nada de eso es verdad.
—Sí… es verdad —insisto—. Tú eres un hombre sexualmente muy activo y… y… yo una
vacaaaaaaaaaaaaa lecheraaaaaaa.
Sonríe, se sienta a mi lado en la cama y, abrazándome, dice:
—Escucha, preciosa…
Pero yo no escucho y, entre hipos y lloros de lo más ridículos, continúo:
—Tengo miedo de que no me pidas lo que quieras y al final te aburras de mí y me dejesssssssssssss.
Eric me mira y, sorprendido, pregunta:
—Pero ¿por qué te voy a dejar, cariño?
—Porque me estoy convirtiendo en un ser llorón, horrible, gruñón y deforme y no te gustoooooo. Ya
no me buscas. Ni quieres jugar conmigo, ni me aprietas contra la pared para hacerme el amorrrrrrrrrrrr.
Mi chico me abraza. Me acuna y, cuando los hipos parece que se calman, pide:
—Bésame.
Lo miro y, con un precioso gesto, dice:
—Te estoy pidiendo lo que quiero. Quiero que me beses ahora mismo.
Escuchar eso me hace llorar más. Pero ¿cómo soy tan tonta?
¿Realmente me estoy volviendo loca?
Berreo y me rasco el cuello. Con cariño, Eric me tumba en la cama, me coge la mano para que no me
rasque más y susurra, besándome:
—Eres lo más bonito y lo que más quiero y deseo en el mundo. Eres preciosa. La mujer más bonita
que para mí existe sobre la faz de la Tierra. Eres tan especial que tengo miedo de hacerte daño, ¿no lo
entiendes?
—Pero ¿por qué me vas a hacer daño?
Él clava sus impresionantes ojos en mí y contesta:
—Porque tú y yo somos unos salvajes cuando hacemos el amor.
En eso tiene razón, ¡somos tremendos! Pero insisto:
—Pero podemos seguir haciéndolo como siempre. Tendremos cuidado y…
—No, cariño, no podemos dejarnos llevar por el deseo.
—Pero si no vas a hacerle daño a Medusa.
Eric sonríe y, besándome la punta de la nariz, responde:
—Lo sé. Pero no te quiero hacer daño a ti. Tu cuerpo está experimentado demasiados cambios y
tengo miedo. Ponte un instante en mi situación, por favor, cielo.
—Lo hago, Eric, pero mis hormonas están totalmente enloquecidas y te necesito.
Vuelve a sonreír. Me da un beso, dos… seiscientos y, tras muchos besos calientes y morbosos,
murmura:
—Ahora te voy a sentar sobre mí y vamos a repetir pero con cuidado, ¿entendido?
Asiento y sonrío. Lo he conseguido.
¡Vamos a repetir!
Qué caprichosa que soy.
Cuando me sienta sobre él, dejo que su pene entre en mí lentamente y, gustosa, cierro los ojos. ¡Oh,
sí! Sus manos rodean mi redonda cintura y, al estar de nuevo uno dentro del otro, Eric murmura con voz
cargada de tensión:
—Dios… cómo me gusta tenerte así.
Abro los ojos y lo miro. Su cara está frente a la mía y agarrándolo del cuello lo empujo para que me
chupe un pezón. Los tengo ultrasensibles, pero me encanta que lo haga.
—Oh, sí… no pares.
No lo hace. Me complace mientras yo muevo las caderas en busca de mi placer.
Sí… Oh, sí… No quiero parar.
De pronto, aprieto las caderas contra él y doy un respingo. Eric para y pregunta al ver mi gesto.
—Te ha dolido, ¿verdad?
No quiero mentir y asiento. Se le descompone el semblante y, besándolo, murmuro:
—Déjame continuar.
—Pequeña…
—Te necesito —susurro.
Como siempre, él valora la situación y finalmente dice:
—Con cuidado, ¿de acuerdo?
Asiento. Apenas nos movemos.
Estar yo encima me da una profundidad extrema y cuando Eric no puede más, se levanta conmigo en
brazos, me tumba sobre la cama y, conteniendo sus impulsos animales, juntos llegamos al clímax.
Esa noche, cuando apagamos la luz y nos abrazamos, me da un beso en los labios y dice:
—Nunca te voy a dejar, cabecita loca. Yo no sé ya vivir sin ti.
28
Los días pasan y nuestras confrontaciones en nuestra habitación continúan.
Sigo demandando sexo y Eric lo dosifica. Odio cuando hace eso.
Intento entenderle, pero mis hormonas no me lo ponen fácil.
¡Se rebelan!
En ocasiones, para evitar la discusión, Eric se queda hasta tarde en su despacho, trabajando. Lo sé.
Sé que lo hace por eso, aunque me lo niegue. Sabe que cuando llega a la habitación estoy dormida como
un tronco y no me despierto.
Comienzo mis clases preparto. Son dos días a la semana durante dos horas. Eric me acompaña. No se
salta ni una. Rodeados por otras parejas, hacemos todo lo que la profesora nos indica sobre la colchoneta
y luego sobre unas enormes pelotas. Nos divertimos y aprendemos a respirar para cuando llegue el
momento. Yo me troncho. Ver a Eric soltar bufidos ¡es lo más!
En esos días comienzo a sentir pequeños latigazos dentro de mi cuerpo. Lo consulto con la ginecóloga
y ella me comenta que son pequeñas contracciones, pero que no me tengo que preocupar. Es normal.
Pero yo me preocupo…
Me inquieto…
Me muero de miedo…
Cada vez que siento una, y eso que no me duele, me paralizo totalmente y Eric se pone blanco al
verlo. No sé quién se asusta más si él o yo.
Algunas tardes voy a buscar a Flyn al colegio. Allí veo a mi nueva amiga María y me divierto con
ella hablando de España y sus costumbres. Ambas añoramos nuestros orígenes, nuestra familia, pero
reconocemos que somos felices en Alemania.
El grupo de las cacatúas no ha vuelto a hablar de mí y lo sé de buena tinta. Una de ellas resultó ser
amiga de María y ésta me comentó que, tras lo ocurrido, el colegio les envió una circular a cada una de
ellas, donde Laila desmentía lo dicho y donde se advertía que cualquier nuevo comentario difamatorio
sería demandado.
Sorprendida, lo hablo con Björn, y me confiesa que fue él quien envió esa carta desde su bufete para
solucionar el tema del colegio.
Y, oye, hizo efecto. Hablar seguirán hablando entre ellas, pero el rumor murió.
Una tarde, cuando Eric llega de trabajar me sorprende. Tras besarme, pide que me ponga guapa y me
invita a cenar.
Me miro al espejo y no me gusto.
No soy sexy. Estoy ceporra. Tengo los tobillos hinchados y mi tripa despunta. Pero ante eso nada
puedo hacer. No puedo esconderla. Al final, me pongo un vestido premamá modernito y mis botas altas, y
cuando Eric y Flyn me ven bajar, ambos exclaman:
—¡Qué guapa!
Sonrío y pienso que me lo dicen para hacerme sentir bien. ¡Qué monos!
Una vez en el coche, Eric y yo estamos contentos. La noche promete y yo canturreo una canción de la
radio llamada Ja, de un grupo alemán que me gusta mucho, Silbermond.
Und ja ich atme dich, Ja ich brenn für dich.
Ja ich leb für dich, Jeden Tag.
Und Ja ich liebe dich.
Und ja ich Schwör aur dich und jede meiner Fasern.
Sagt ja.
—Me gusta oírte cantar en alemán.
Apoyo la cabeza en el respaldo y digo:
—Es una canción muy bonita.
—Y romántica —afirma él.
Cuando llegamos a la puerta de un precioso restaurante, el aparcacoches rápidamente se hace cargo
de nuestro vehículo. Eric baja y, cuando llega a mi altura, me coge con fuerza la mano y entramos en el
local. El maître lo saluda y nos guía hasta una bonita mesa.
La cena es maravillosa, y con el apetito que tengo me como lo mío y, si Eric se descuida, lo de él.
Hablamos, reímos y volvemos a ser los de siempre, cuando de pronto me pregunta:
—¿Por qué no me dijiste lo de Máximo y mi madre?
Lo miro y flipo. ¡Ya la hemos liado!
¿Cómo se ha enterado de eso?
—¿A qué te refieres?
Eric ladea la cabeza y contesta:
—¿Crees que no me iba a enterar de que mi madre fue a una fiesta con tu amiguito del Guantanamera?
Me entra la risa. A él no.
Recordar ese gran momento de Sonia pidiendo un mulatazo me hace reír.
Vaya mal rollo. Con lo bien que lo estábamos pasando.
Mi cara debe de ser un poema. Bebo un poco de agua y digo:
—Mira, Eric, tu madre es una mujer joven y soltera que sólo quiere pasarlo bien.
—¿Y tiene que ser con Máximo?
Lo entiendo. Máximo y mi suegra es lo más descabellado del mundo y decido ser sincera.
—Cariño, ¡lo confieso!, lo sabía. Y antes de que montes un pollo de los tuyos y Iceman nos jorobe la
noche con sus quejas, déjame decirte que tu madre nos llamó a tu hermana y a mí. Quería ir acompañada a
la fiesta con alguien que dejara a Trevor a la altura del betún y nosotras simplemente le buscamos con
quién ir. Eso sí, Máximo fue un caballero. No se propasó lo más mínimo con ella. La acompañó a la
fiesta y luego la llevó a su casa. Fin de la cita.
De pronto suelta una carcajada. Eso me descoloca y dice, cogiéndome la mano para besármela:
—Mi hermana, mi madre y tú vais a acabar conmigo.
Flipo y reflipo.
¡No se ha enfadado!
Me alegra ver que comienza a entender la filosofía de vida de su madre.
De pronto, Medusa se mueve. Creo que se ha emocionado al ver que su padre no se ha enfadado.
Rápidamente, hago que me ponga la mano sobre la barriga. Eric nota el movimiento y nos besamos.
Cuando terminamos de cenar, me sorprende al preguntarme si quiero ir a tomar una copa. Yo acepto.
Y cuando llegamos al Sensations, el local de los espejos, al ver mi cara, Eric aclara:
—Sólo hemos venido a tomar una copa, ¿entendido?
Asiento, pero la libido se me desmelena. Paso de tríos y orgías, sólo deseo a Eric. ¿Habrá sexo del
calentito esa noche en casa?
Al entrar en la primera sala, veo a Björn en la barra. Al vernos, se acerca a nosotros y, tras darme un
abrazo cariñoso, dice mientras saluda a Eric:
—Qué alegría que os hayáis animado a venir. Hoy estás guapísima, gordita.
Eric sonríe y yo, feliz, también.
Björn me presenta a unos amigos que no conozco y observo que Eric sí. Las dos mujeres que hay son
encantadoras y rápidamente se preocupan por mi estado. Una de ellas ha sido madre y sonríe al
escucharme. Durante una hora, todos charlamos y soy consciente de que algún hombre me mira, mientras
Eric no me suelta. Eso me excita.
Mi perturbada mente se nubla y casi resoplo al pensar lo que Eric y Björn me pueden hacer sentir en
cualquiera de esos reservados. De pronto veo que nuestro amigo saluda a alguien, miro y me quedo
boquiabierta al ver al caniche estreñido.
Cuando llega a nuestro lado, Fosqui me ladra con su vocecita. Yo la saludo y me sorprendo cuando
dice ante Björn:
—Estás increíble, Judith. Más guapa que nunca.
Sé que lo hace por cumplir, pero oye, ¡a nadie le amarga un dulce!
Durante una hora hablamos y el local se va llenando de gente. Bostezo sin darme cuenta y, al hacerlo,
Eric se acerca y, besándome en el cuello, dice:
—Nos vamos a casa, preciosa.
—Un poquito más —le pido—. Llevamos mucho tiempo sin salir.
Pero cuando lee mis pensamientos, murmura:
—Jud, sólo hemos venido a tomar una copa.
Lo sé, pero me joroba que me lo tenga que recordar. ¿Acaso cree que estoy pidiendo otra cosa?
Mi cara de desconcierto debe de ser tal que Björn se acerca a nosotros y pregunta:
—¿Qué ocurre?
Eric lo mira.
—Jud y yo nos vamos.
Miro a Björn en busca de ayuda, pero éste dice:
—Sí, es mejor que os vayáis ya. Es tarde para ella.
¿Cómo que es tarde para mí?
Pero ¿qué se creen, mi padre?
Quiero protestar, pero no lo hago. Me niego. No servirá de nada.
Una vez me despido de todos con la mejor de mis sonrisas, salgo del local con Eric y, cuando vamos
a subir en nuestro coche, digo:
—Quiero conducir.
Eric me mira y contesta:
—Estás cansada, cariño. Deja que conduzca yo.
—No.
La negación ha sido tan rotunda que claudica sin protestar y soy yo la que se pone al volante.
Conduzco en silencio. Observo con el rabillo del ojo que Eric me mira y dice:
—Pequeña, sólo hemos ido al local a tomar una copa.
Asiento. No digo nada. Conduzco.
Eric, al ver mi entrecejo fruncido, resopla. Ya me conoce y sabe que tengo las espadas levantadas.
Observo que abre la guantera, saca el CD de música que yo le grabé y lo pone. Instantes después, suena
nuestra canción. Blanco y negro, de Malú. Intenta aplacarme. Pero en ese momento mis hormonas y mi
mala leche se han juntado y soy lo peor de lo peor.
Sé que faltaron razones, sé que sobraron motivos.
Contigo porque me matas, y ahora sin ti ya no vivo.
Tú dices blanco, yo digo negro.
Tú dices voy, yo digo vengo.
Su mano va a mi cabeza. Me toca el pelo con cariño y murmura:
—¿Más tranquila?
No respondo. Vuelve a recordarme eso de que la música amansa las fieras y me enfada más.
—¿No vas a contestarme?
En silencio, conduzco mientras la voz de Malú suena en el coche y no digo nada. Es lo mejor. Sé que
si lo hago voy a decir algo inapropiado y la voy a liar.
Eric se da por vencido. Asiente y apoya la cabeza en el respaldo, mientras la preciosa canción
continúa. Cuando acaba y comienza la de Convénceme, de Ricardo Montaner, y oigo que Eric la tararea,
me entra un nosequé por el cuerpo. Doy un volantazo a la derecha, paro y digo:
—Baja del coche.
Eric me mira. Yo lo miro.
Subo el volumen de la canción.
Meses de cinco semanas.
Y años de cuatro febreros.
Hacer agostos en tu piel.
Un sábado de enero.
De pronto, mi alemán sonríe al entender qué significa eso y yo sonrío.
Pero ¡qué mala pécora soy!
Se quita el cinturón, abre la puerta, baja del coche y, cuando está fuera del vehículo, me estiro, cierro
la puerta del y arranco como una furia.
Por el retrovisor veo que Eric se queda parado y bloqueado. No se esperaba eso. Pero la misma furia
que me hace arrancar, cuando me he alejado y casi no lo veo, me hace frenar.
¿Qué estoy haciendo?
De nuevo me he dejado llevar por mis impulsos y lo que acabo de hacer está mal. Muy mal. Miro que
no venga nadie por la calle y cambio de sentido. Siento una contracción y maldigo. Seguro que me la he
provocado yo solita con los nervios. Voy a buscarle. Veo a Eric caminando por la acera. Él me ve y se
para. Su cara es de Iceman total.
¡Guauuu, qué miedoooooo!
Vuelvo a cambiar de sentido y, cuando estoy a su lado, sus ojos me taladran. Camina hacia mi puerta
con decisión y, abriéndola con fiereza, grita:
—¡Sal del coche!
Está furioso. No me muevo y repite lentamente:
—Sal-del-co-che.
Hago lo que me pide y, al acercarme a él, intento besarlo para pedirle perdón, pero me hace la cobra.
Normal. En un momento así, yo también se la haría.
Está muy…, muy…, muy enfadado.
Hace un frío de mil demonios e imagino que me va a pagar con la misma moneda.
Arrancará y se marchará. Me lo merezco.
Sin moverme, observo cómo sube al coche y, tras resoplar y dar un manotazo al volante, me mira y
sisea:—
¿A qué esperas para subir?
Mientras camino hacia la otra puerta, espero que arranque y se vaya. Pero no lo hace. Espera a que
me meta en el coche y, una vez me he puesto el cinturón de seguridad, baja el volumen de la música me
mira y grita:
—¡¿Se puede saber por qué has hecho eso?!
—Las hormonas.
—Déjate de tonterías, Jud. Estoy harto de tus jodidas hormonas —sisea.
Tiene razón. No puedo echarles la culpa de todo a las hormonas y respondo:
—Estaba furiosa.
Eric cabecea y, sin bajar su tono de voz, dice:
—Y como estabas furiosa, me haces bajar en plena noche del coche y te vas, ¿verdad?
—He vuelto. Estoy aquí, ¿no?
Los ojos se me llenan de lágrimas. La he liado gorda y la culpa es sólo mía.
Eric me mira una y otra vez y, finalmente, moderando su tono de voz, dice:
—Jud, estoy intentando tener toda la paciencia del mundo contigo. Entiendo que tus hormonas te
jueguen malas pasadas, entiendo que me reproches todos los días mil cosas y que te enfades por cosas
absurdas conmigo. Entiendo que parte de todo eso es culpa del embarazo. Pero ahora quiero que
entiendas que mi paciencia comienza a resquebrajarse y temo perder los nervios contigo.
No respondo. Tiene más razón que un santo. Su paciencia conmigo es infinita. Me siento fatal cuando
añade:
—En tu estado, no quiero que te toque nadie. Quiero cuidarte. ¡Lo necesito! Igual que disfruto
compartiéndote en otros momentos, ahora no. Ahora sólo te quiero para mí y…
—¿Y has pensado en lo que yo quiero?
Iceman me mira, me taladra con los ojos y, al entender su frustración, aclaro:
—Yo no necesito que me compartas con nadie, yo no quiero estar con otros. Sólo quiero que hagas el
amor conmigo como nos gusta. A nuestro modo. A nuestra manera. Te necesito. Te lo llevo diciendo
meses y tú no me quieres escuchar.
Eric maldice de nuevo y vuelve a dar otro golpe al volante.
—Te he dicho mil veces que no quiero hacerte daño. ¿No me escuchas tú a mí? ¿Acaso crees que yo
no deseo poseerte como tú exiges? ¿Que no deseo tenerte entre mis brazos y hacerte el amor contra la
pared como nos gusta? ¡Joder, Jud! Lo deseo con todas mis fuerzas y no veo el momento de volver a
hacerlo.
—Pero…
—¡No hay peros! Ahora no podemos. ¡Entiéndelo ya de una vez!
No hablo, no puedo. Tiene razón. Y añade.
—Te quiero, me quieres. Hemos salido a cenar y a tomar una copa con los amigos. ¿Tan difícil
resulta entenderlo? Tu embarazo y nuestro bebé es algo importante para los dos, ¿o acaso para ti no lo
es?
Asiento. Cada día quiero más a Medusa, pero lo necesito también a él.
Eric arranca el coche y conduce en silencio hasta nuestra casa, mientras siento que necesito, como
dice Alejandro Sanz, «tiritas para mi corazón».
Los días pasan y nuestra salida no hizo más que empeorar nuestra comunicación. Es tal la situación
que en el momento en que Eric llega a casa, hasta Susto y Calamar se quitan de en medio. ¡Huyen!
El sexo entre nosotros es raro. Yo lo comparo a comer unas patatas fritas sin sal. Las disfrutas porque
te gustan, pero sabes que pueden estar más ricas con un poquito más de aderezo.
Como cada noche, me despierto por las ganas de hacer pis. ¡Soy una meona! Miro el reloj, las 02.12
y me sorprendo al no ver a Eric en la cama.
Voy al baño y después, con sigilo, lo busco y lo encuentro en su despacho. Mientras se masturba, está
viendo en el televisor el vídeo que me grabó con Frida aquel día en el hotel. Regreso a la cama y lloro al
no verme incluida en su juego.
¡Malditas hormonas!
Quiero a mi Medusa, pero ¡no quiero volverme a quedar embarazada nunca más!
Cuando regresa a la habitación, me hago la dormida. Eric se mete en la cama y, cuando me abraza por
detrás y siento su enorme erección, me relamo. Hummm, ¡qué rico! Pero me contengo. No pienso pedir
nada. Ya me he cansado.
Sorprendida, noto que me da besos en el hombro, el cuello y la cabeza y sonrío cuando susurra:
—Sé que no estás dormida, tramposa. Te he oído subir la escalera.
Mi respuesta es no decir nada. Pero cuando siento que me quita las bragas, me dejo. Sin apenas
moverme, noto sus manos en mi sexo. Oh, sí… juega con él y, cuando me tiene mojada, acerca su pene y
lo introduce.
Un gemido sale de mí y él murmura:
—Cuando tengas al bebé, te voy a encerrar un mes en una habitación y no voy a parar de follarte
contra la pared, en el suelo, sobre la mesa y en cualquier parte.
Sus palabras me excitan, mi columna se arquea y siento cómo el pene profundiza más.
—Te desnudaré, te follaré, te ofreceré, te miraré y tú aceptarás, ¿verdad?
—Sí —jadeo.
Con cuidado, Eric me penetra una y otra vez. Sus acometidas aumentan de ritmo y yo me acoplo a él
en busca de más. El sonido seco de nuestros cuerpos al chocar es electrizante. Una y otra vez, me posee
con cuidado y yo disfruto hasta que él no puede más y se deja llevar.
Cuando acaba, me besa el cuello y musita:
—Te echo de menos, pequeña.
—Y yo a ti —respondo.
Durante unos minutos, permanecemos sin movernos, hasta que Eric sale de mí y, volviéndome hacia
él, murmuro:
—Perdóname, cariño.
—¿Por qué?
—Por lo del otro día con el coche.
No veo sus ojos, la oscuridad me lo impide, pero tras darme un beso en los labios, dice mientras me
abraza:
—No te preocupes. No pasa nada, pero no lo vuelvas a hacer.
—Te lo prometo.
Noto cómo su cuerpo se mueve al sonreír y, abrazándolo, busco su boca y lo beso. Hago eso que tanto
me gusta que él me haga. Le chupo el labio superior, después el inferior y, tras darle un mordisquito, lo
beso con pasión.
Eric acepta mi beso de buen grado. Lo devora e, instantes después, me deja sin aire, pero no importa.
Necesito esa pasión. Anhelo esa exigencia. Beso a beso, nuestros cuerpos se calientan y, cuando siento su
pene de nuevo erecto y juguetón, lo toco y pregunto:
—¿Repetimos?
Eric me besa y susurra:
—No.
—¿Por qué?
—Es tarde y por hoy creo que ha sido bastante.
Escuchar eso es un mazazo para mí. No ha sido bastante e insisto:
—Eric…
Sin decir nada, se aleja de mí, se levanta y enciende la luz de la habitación. Nos miramos a los ojos y
pide:—
Jud, no empieces, por favor.
Sin más, se mete en el baño y cierra la puerta. Me levanto. Como una hidra, camino hacia el cuarto de
baño, pero al poner la mano en el pomo, me paro y regreso a la cama.
Estoy enfadada y excitada.
¿Cómo me puede dejar así?
Necesito sexo y, sin pensármelo, abro el cajón. Hago como mi hermana en su época de sequía y saco
a mi Superman particular. El pintalabios que Eric me regaló meses atrás. Sin demora, lo pongo sobre mi
hinchado y húmedo clítoris y me masturbo.
¡Oh, sí!
Esto es lo que necesito.
Sin pausa, el aparatito me da lo que busco. ¡Qué maquinote!
Cierro los ojos y lo muevo apretándolo sobre mí. Encuentro mi placer y me dejo llevar mientras
jadeo y me muevo en la cama.
Cuando abro los ojos, Eric está enfrente de mí, con cara de muy mala leche.
¡Vaya pillada!
Nos miramos como rivales. Paseo mi mirada por su cuerpo y veo su pene duro y erecto. Ha visto mi
juego y se ha excitado todavía más. Su mirada es salvaje y eso me vuelve loca. Sé lo que haría conmigo
en ese instante y lo deseo. Lo deseo con toda mi alma.
Aún con la respiración entrecortada por lo que acabo de hacer, me abro de piernas para él. Me
muestro. Lo invito a continuar jugando conmigo. Lo tiento a que me posea como quiere. Pero él no está
por la labor y, sin decir nada, se da la vuelta y se mete en el baño de nuevo, dando un portazo.
Enfadada, maldigo. Me muevo en la cama y me siento rechazada. Eso me enfurece más y más. Cuando
sale, diez minutos más tarde, está mojado. Se ha duchado. Lleva un bóxer puesto y observo que su
erección ha desaparecido. Imagino lo que ha pasado en el cuarto de baño y, sin hablarle, cojo el
pintalabios y entro en él yo también.
Cierro la puerta, por supuesto con portazo. Yo no voy a ser menos.
Una vez dentro, me miro al espejo y susurro al ver mis pelos de loca.
—Me cago en ti, Eric Zimmerman.
Sin más, me lavo. Después lavo el pintalabios y cuando regreso a la cama, bajo su atenta mirada me
pongo unas bragas. Guardo el juguetito en el cajón y, sin darle un beso, murmuro:
—Buenas noches.
Él no responde. Me arropo.
Pero el acaloramiento que llevo en mi cuerpo es tal que al final, me destapo, me siento en la cama y,
con cara de enfado, siseo:
—Odio que hagas lo que has hecho.
—¿Y qué se supone que he hecho? —responde con voz dura.
—Te has masturbado.
—¿No has hecho tú lo mismo?
Con ganas de coger la lámpara y estampársela en la cabeza, digo:
—La diferencia es que yo lo he hecho porque tú no querías nada conmigo.
Dicho esto, con toda la dignidad que tengo, me doy la vuelta y me tapo.

No quiero hablar más con él.

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