33
Llega mi cumpleaños, el 4 de
marzo. Veintiséis añazos. Hablo con mi familia, y todos me felicitan con
alegría. Los añoro. Tengo ganas de verlos y achucharlos, y prometo ir pronto a
visitarlos. Sonia, la madre de Eric, da una cena en su casa por mi cumpleaños.
Ha invitado a Frida, Andrés y a los amigos que conoce. Estoy feliz.
Flyn me ha regalado un colgante
muy bonito de cristal que luzco con orgullo. Que el pequeño me haya buscado y
me haya dado ese regalo ha sido especial. Muy especial. Eric me regala una
preciosa pulsera de oro blanco. En ella está grabado su nombre y el mío, y me
emociona. Es maravillosa. Pero el regalo que me pone la carne de gallina es
cuando mi amor me dice que me quite el anillo que me regaló y me obliga a leer
lo que hay en su interior: «Pídeme lo que quieras, ahora y siempre».
—Pero ¿cuándo has puesto esto?
—pregunto boquiabierta.
Eric ríe. Está feliz.
—Una noche mientras dormías. Te
lo quité. Norbert lo llevó a un joyero amigo y cuando lo trajo en un par de
horas te lo puse. Sabía que no te lo quitarías y que no lo verías.
Lo abrazo. Ese tipo de sorpresas
son las que me gustan, las que no me espero, y más cuando con voz ronca me besa
y murmura sobre mi boca:
—No lo olvides, pequeña, ahora y
siempre.
Una hora después, tras
arreglarme, me miro en el espejo. Me gusta mi imagen. El vestido de gasa negro
que Eric me compró me encanta. Observo mi pelo. Decido dejármelo suelto. A Eric
le gusta mi pelo. Le gusta tocarlo, olerlo, y eso me excita.
La puerta de la habitación se
abre y el dueño de mis deseos aparece. Está guapísimo con su esmoquin oscuro y
su pajarita.
«¡Mmm!, ¡¿pajarita?! Qué sexy.
Cuando regresemos le quiero desnudo con la pajarita», pienso, pero mirándole
pregunto:
—¿Qué te parezco?
Eric recorre mi cuerpo con su
mirada y en su escaneo siento el ardor de lo que le parezco. Finalmente, ladea
la boca y, con una peligrosa sonrisa, murmura:
—Sexy. Excitante. Maravillosa.
Por favor..., ¡¡¡que me lo
como!!!
Acalorada, dejo que me abrace.
Sus manos tocan mi desnuda espalda y yo sonrío cuando su boca encuentra la mía.
Ardor. Durante unos segundos, nos besamos, nos disfrutamos, nos excitamos, y
cuando estoy a punto de arrancarle el esmoquin, se separa de mí.
—Vamos, morenita. Mi madre nos
espera.
Miro el reloj. Las cinco.
—¿Tan pronto vamos a ir a la casa
de tu madre?
—Mejor pronto que tarde, ¿no
crees?
Cuando me suelta, sonrío.
¡Malditas prisas alemanas!
—Dame cinco minutos y bajo.
Eric asiente. Vuelve a darme otro
beso en los labios y desaparece de la habitación dejándome sola. Sin tiempo que
perder, me pongo los zapatos de tacón, me vuelvo a mirar en el espejo y me
retoco los labios. Una vez que termino, sonrío, cojo el bolsito que hace juego
con el vestido y, encantada y dispuesta a pasarlo bien, salgo de la habitación.
Cuando bajo la bonita escalera,
Simona acude a mi encuentro.
—Está usted bellísima, señorita
Judith.
Contenta, sonrío y le doy un
achuchón. Necesito achucharla. Susto y Calamar vienen a
saludarme. Una vez que suelto a Simona, con una candorosa sonrisa, me mira y
dice mientras se lleva a los perros:
—El señor y el pequeño Flyn la
esperan en el salón.
Encantada de la vida y con una
gran sonrisa en los labios, me dirijo hacia allí. Cuando abro la puerta, una
corriente eléctrica recorre todo mi cuerpo y, contrayéndoseme la cara, me llevo
la mano a la boca y, emocionada como pocas veces en mi vida, me pongo a llorar.
—¡Cuchufletaaaaaaaaaaa! —grita mi
hermana.
Ante mí están mi padre, mi
hermana y mi sobrina.
No puedo hablar. No puedo andar.
Sólo puedo llorar mientras mi padre corre hacia mí y me abraza. Calidez. Eso
siento al tenerlo cerca. Finalmente, sólo puedo decir:
—¡Papá! ¡Papá, qué bien que estés
aquí!
—¡Titaaaaaaaaaaaa!
Mi sobrina corre a besuquearme
junto a mi hermana. Todos me abrazan y durante unos minutos un caos de risas,
lloros y gritos impera en el salón, en tanto observo el gesto serio de Flyn y
la emoción de Eric.
Cuando me repongo de esa estupenda
sorpresa, me retiro los lagrimones de las mejillas y pregunto:
—Pero..., pero ¿cuándo habéis
llegado?
Mi padre, más emocionado que yo,
responde:
—Hace una hora. Menudo frío hace
en Alemania.
—¡Aisss, cuchu, estás preciosa
con ese vestido!
Me doy una vueltecita ante mi
hermana y, divertida, respondo:
—Es un regalo de Eric. ¿A que es
precioso?
—Alucinante.
Al no ver a mi cuñado en el
salón, pregunto:
—¿Jesús no ha venido?
—No, cuchu...Ya sabes, el
trabajo.
Asiento y mi hermana sonríe. La
beso. La quiero. Mi sobrina, que está como loca agarrada a mi cintura, grita:
—¡No veas cómo mola el avión del
tito Eric! La azafata me ha dado chocolatinas y batidos de vainilla.
Eric se acerca a nosotros y,
tomándome de la mano, dice tras besármela:
—Hablé con tu padre y tu hermana
hace un par de días y les pareció estupendo venir a pasar el cumpleaños
contigo. ¿Estás contenta?
Me lo como.
¡Yo me lo como a besos!
Y como una niña chica, sonrío y
respondo:
—Mucho. Es el mejor regalo.
Durante unos instantes, nos
miramos a los ojos. Amor. Eso es lo que Eric me da. Pero el momento se rompe
cuando Flyn exige:
—¡Quiero ir ya a casa de Sonia!
Sorprendida, lo miro. ¿Qué le
pasa? Pero al ver su ceño fruncido lo entiendo. Está celoso. Tanta gente
desconocida para él de golpe no es bueno. Eric, conocedor del estado de su
sobrino, se aleja de mí, le toca la cabeza y murmura:
—En seguida iremos. Tranquilo.
El crío se da la vuelta y se
sienta en el sofá, dándonos a todos la espalda. Eric resopla, y mi hermana,
para desviar la atención, interviene:
—Esta casa es una preciosidad.
Eric sonríe.
—Gracias, Raquel. —Y mirándome,
dice—: Enséñales la casa e indícales cuáles son sus habitaciones. En dos horas
tenemos que salir todos para la casa de mi madre.
Sonrío, encantada de la vida, y
junto a mi familia, salgo del salón. En grupo vamos a la cocina, les presento a
Simona, Norbert y a Susto y Calamar. Después vamos al garaje,
donde silban al ver los cochazos que tenemos allí aparcados.
Cuando salimos del garaje les
enseño los baños, los despachos, y mi hermana, como es de esperar, no para de
soltar grititos de satisfacción mientras lo observa todo. Y ya cuando abro una
puerta y aparece la enorme piscina cubierta, se vuelve loca.
—¡Aisss, cuchuuuuuuuuuuuuu, esto
es una pasada!
—¡Cómo molaaaaaaaaaaaaa! —grita
Luz—. Ostras, tita, ¡tienes piscina y todo!
La pequeña va hasta el borde y
toca el agua. Su abuelo, divertido, la avisa:
—Luz de mi vida..., aléjate del
borde que te vas a caer.
Con rapidez mi padre la agarra de
la mano, pero la pequeña se suelta y, poniéndose junto a mi hermana y a mí,
cuchichea con cara de pilla:
—¿A que os tiro a la pisci?
—¡Luz! —grita mi hermana, mirando
mi vestido.
—Esta niña es ver un charco con
agua y volverse loca —se mofa mi padre.
De todos es bien conocido que
estar con la pequeña cerca del agua es acabar empapado. Me entra la risa. Si me
moja el precioso vestido será un drama, por ello miro a mi sobrina con
complicidad y murmuro:
—Si me tiras con el vestido que
Eric me regaló, me enfadaré. Y si no me tiras, prometo que mañana estaremos
mucho tiempo en la piscina. ¿Qué prefieres?
Rápidamente mi sobrina pone su
dedo frente al mío. Es nuestra manera de estar de acuerdo. Pongo mi dedo junto
al de ella, y ambas guiñamos un ojo y nos sonreímos.
—Vale, tita, pero mañana nos
bañaremos, ¿vale?
—Prometido, cariño —sonrío,
encantada.
Levantamos nuestros pulgares, los
unimos, y después nos damos una palmada. Ambas sonreímos.
—Recuerda, Luz, que mañana por la
tarde regresamos a casa —insiste mi hermana.
Una vez que salimos de la zona de
la piscina, subo con mi familia a la primera planta de la casa. Tengo que
reprimir mis ganas de reír a carcajadas ante los gestos de admiración de mi
hermana por todo lo que ve. Flipa hasta con el papel de las paredes,
¡increíble!
Tras acomodarlos en las
habitaciones, les apremio para que se vistan. En una hora tenemos que salir
hacia la cena en casa de la madre de Eric. Cuando regreso sola al salón, Eric y
Flyn juegan con la PlayStation, como siempre a todo volumen. Al entrar ninguno
de los dos me oye, y acercándome a ellos, escucho al niño decir:
—No me gusta esa niña
parlanchina.
—Flyn..., basta.
Sin hacer ruido me paro para
escucharlos mientras ellos siguen:
—Pero yo no quiero que ella...
—Flyn...
El pequeño resopla mientras
maneja el mando de la Play e insiste:
—Las chicas son un rollo, tío.
—No lo son —responde mi Iceman.
—Son torpes y lloronas. Sólo
quieren que les digas cosas bonitas y que las besuquees, ¿no lo ves?
Incapaz de contener la risa, me
acerco con precaución hasta la oreja de Flyn y murmuro:
—Algún día te encantará besuquear
a una chica y decirle cosas bonitas, ¡ya lo verás!
Eric suelta una carcajada,
mientras Flyn deja ir el mando de la Play enfadado y se va del salón. Pero ¿qué
le pasa? ¿Dónde está todo nuestro buen rollo? Una vez que nos quedamos solos,
apago la música del juego, me acerco a mi chico y, sentándome en sus piernas
con cuidado de no arrugar mi bonito vestido, murmuro feliz:
—Te voy a besar.
—Perfecto —asiente mi Iceman.
Enredo mis dedos entre su pelo y
susurro con pasión:
—Te voy a dar un beso ¡explosivo!
—¡Mmm!, me gusta la idea —sonríe.
Arrimo mis labios a su boca, lo
tiento y murmuro:
—Hoy me has hecho muy feliz
trayendo a mi familia a tu casa.
—Nuestra casa, pequeña —corrige.
No digo más. Con mis manos,
agarro su nuca y lo beso. Introduzco mi lengua en su boca con posesión. Él
responde. Y tras un increíble, maravilloso, sabroso y excitante beso, lo
suelto. Me mira.
—¡Guau!, me encantan tus besos
explosivos.
Ambos reímos y, llena de
sensualidad, digo:
—Tú nunca has oído eso de que
cuando la española besa es que besa de verdad.
Eric vuelve a reír.
Me encanta verlo tan feliz y,
cuando vamos a besarnos de nuevo, aparece Flyn ante nosotros con los brazos
cruzados. Parece enfadado. Tras él asoma mi sobrina con un vestido de
terciopelo azul y, mirándome, pregunta:
—¿Por qué el chino no me habla?
¡Uisss, lo que acaba de decir!
¡Le ha llamado chino!
Flyn frunce más el ceño y
resopla. ¡Aisss, pobre! Con rapidez me levanto de las piernas de Eric y regaño
a mi sobrina.
—Luz, se llama Flyn. Y no es
chino, es alemán.
La cría lo mira. Después mira a
Eric, que se ha levantado y está junto a su sobrino, luego me mira a mí y,
finalmente, con su característico pico de oro insiste:
—Pero si tiene los ojos como los
chinos. ¿Tú lo has visto, tita?
¡Oh, Dios!, me quiero morir.
Qué situación más embarazosa. Al
final, Eric se agacha, mira a mi sobrina a los ojos y le dice:
—Cielo, Flyn nació en Alemania y
es alemán. Su papá era coreano y su mamá alemana como yo, y...
—Y si es alemán, ¿por qué no es
rubio como tú? —insiste la jodía.
—Te lo acaba de explicar, Luz
—intercedo yo—. Su papá era coreano.
—¿Y los coreanos son chinos?
—No, Luz —respondo mientras la
miro para que se calle.
Pero no. Ella es preguntona.
—¿Y por qué tiene los ojos así?
Estoy a punto de matarla. ¡La
mato! Entonces, entran en el salón mi padre y mi hermana con sus mejores galas.
¡Qué guapos están!
Mi padre, al ver mi mirada de
¡socorro!, rápidamente intuye que pasa algo con la niña. La coge entre sus
brazos y la incita a mirar por la ventana. Yo respiro, aliviada. Miro a Flyn, y
éste sisea en alemán:
—Esa niña no me gusta.
Eric y yo nos miramos. Pongo cara
de horror, y él me guiña un ojo con complicidad. Diez minutos después, todos en
el Mitsubishi de Eric, nos dirigimos a la casa de Sonia.
Cuando llegamos, la casa está
iluminada y hay varios coches aparcados en un lateral. Mi padre, sorprendido
por la grandiosidad de la vivienda, me mira y susurra:
—Estos alemanes, ¡qué bien se lo
montan!
Eso me hace sonreír, pero la
sonrisa se me corta cuando veo el gesto de Flyn. Está muy incómodo.
Una vez que entramos en la casa,
Sonia y Marta saludan a mi familia con cariño, y ambas me dicen lo guapa que
estoy con ese vestido. Flyn se aleja y veo que mi sobrina va tras él. No es
nadie la canija. Diez minutos después, encantada, sonrío mientras me siento la
mujer más dichosa del planeta rodeada por las personas que más me quieren y me
importan en el mundo. Soy feliz.
Conozco al hombre con el que
Sonia sale. ¡Vaya con Trevor! No es guapo. Ni siquiera atractivo. Pero cinco
minutos con él me hacen ver el magnetismo que tiene. Hasta mi hermana, que no
sabe alemán, le sonríe como tonta. Eric, por el contrario, lo observa. Lo mira
y saca sus conclusiones. Que su madre tenga un nuevo novio no le hace mucha
gracia, pero lo respeta.
Frida y mi hermana hablan. Se
recuerdan de cuando se vieron en la carrera de motocross. Ambas son madres y
hablan de niños. Yo las escucho durante un rato, y cuando mi hermana se aleja,
Frida me dice al oído:
—Pronto habrá una fiestecita
privada en el Natch.
—¡Guau, qué interesante!
—Muy..., muy interesante —se mofa
Frida, divertida.
Sonrío mientras la sangre se me
sube a la cabeza. ¡Sexo!
Diez minutos después, me estoy
partiendo de risa con mi hermana. Es una criticona incansable y las
valoraciones que me hace en referencia a algunas cosas son dignas de escuchar.
Sonia, encantada de organizar esa fiesta para mí, en un momento dado me lleva a
un lateral del salón.
—Hija, qué alegría poder celebrar
la fiesta de cumpleaños en mi casa con tu familia.
—Gracias, Sonia. Has sido muy
amable por recibirnos a todos.
La mujer sonríe y, señalando al
pequeño Flyn, murmura:
—¿Te ha gustado su regalo?
Me toco el cuello y se lo enseño.
—Es precioso.
Sonia sonríe y cuchichea:
—Quiero que sepas que el otro
día, cuando mi nieto me llamó por teléfono para pedirme que lo llevara a un
centro comercial y le ayudara a comprarte un regalo de cumpleaños, no me lo
podía creer. ¡Salté de alegría! Me emocionó que me llamara y me pidiera ayuda.
Es la primera vez que lo hace. Y en el camino, conversó conmigo como no lo
había hecho nunca. Incluso me preguntó por su madre y si quería que me llamara
«abuela».
La mujer se emociona, y tras
mover la cabeza en señal de «¡no quiero llorar!», prosigue:
—También me dijo lo feliz que
está porque tú estás viviendo con él.
—¿En serio?
—Sí, cielo. No me caí de culo
porque estaba sentada.
Ambas nos reímos, y Sonia,
emocionada, indica:
—Te lo dije una vez cuando te
conocí: eres lo mejor que le ha podido ocurrir a Eric.
—Y tu hijo es lo mejor que me ha
podido ocurrir a mí —insisto.
Sonia cabecea. Asiente y
cuchichea.
—Este hijo mío, con lo cabezota y
mandón que es, ha tenido mucha suerte por encontrarte. Y Flyn, ya ni te cuento.
Eres perfecta para ellos. —Sonrío, y dice—: Por cierto, Jurgen me ha dicho que
eres una maravillosa corredora de motocross. Estoy deseando ir un día a verte.
¿Cuándo te apuntarás a una carrera?
Me encojo de hombros. De momento,
no me he apuntado a nada. No quiero que Eric se entere.
—Cuando lo haga, te avisaré. Y
gracias por la moto. ¡Es estupenda!
Ambas nos reímos.
—A riesgo de la bronca que me
caerá cuando Eric se entere y del enfado que se cogerá conmigo, me alegra saber
que te lo pasas genial. Estoy segura de que Hannah estará sonriendo al ver que
su querida moto vuelve a tener vida y que está bien cuidada en tu casa.
«Mi casa». Qué bien suenan esas
palabras. No he discutido de nuevo con Eric por aquello. Tras la última
discusión nunca más ha vuelto a referirse a su casa como tal, y ahora Sonia
hace lo mismo. Emocionada, le doy un beso.
—Ya sabes, si tu hijo me echa
cuando se entere, necesitaré una habitación.
—Tienes la casa entera, cariño.
Mi casa es tu casa.
—Gracias. Es bueno saberlo.
Las dos nos reímos, y Eric se acerca
a nosotras.
—¿Qué planean las dos mujeres más
importantes de mi vida?
Sonia le da un beso en la mejilla
y, divertida, se mofa mientras se aleja:
—Conociéndote, cariño, un
disgusto para ti.
Eric la mira descolocado; después
clava sus impactantes ojos en mí y, encogiéndome de hombros, respondo con voz
angelical:
—No entiendo por qué ha dicho
eso. —Y para cambiar de tema, susurro—: Frida me ha comentado que se está
organizando otra fiestecita privada en el Natch.
Mi amor sonríe, acerca su boca a
la mía y murmura:
—Sí, pequeña.
Nos dirigimos a la mesa y Eric,
con galantería, retira la silla para que me siente, y cuando lo hago, me besa
el hombro desnudo. Ambos sonreímos, y toma asiento frente a mí, justo al lado
de mi padre y Flyn.
De pronto, mi hermana, que está
sentada a mi lado, cuchichea:
—Cuchufleta, ¿te puedo hacer una
pregunta?
—Y cincuenta —contesto.
Raquel mira con disimulo a su
izquierda y, aproximándose de nuevo a mí, murmura:
—Estoy perdida con tanto tenedor,
tanto cuchillo y tanta gaita. Lo de los cubiertos, ¿cómo se usaba?, ¿de fuera
adentro o de dentro afuera?
La entiendo perfectamente. Yo
aprendí el protocolo en las comidas de empresa. En nuestra casa, como en la
gran mayoría de las casas del mundo, sólo utilizamos un cuchillo y un tenedor para
toda la comida. Sonrío y respondo:
—De fuera adentro.
Con rapidez observo que se lo
indica a mi padre, y éste, aliviado, asiente. ¡Qué mono es! Yo sonrío cuando mi
hermana vuelve al ataque:
—¿Y cuál es mi pan?
Miro los cacitos que hay frente a
nosotras y respondo:
—El de la izquierda.
Raquel sonríe de nuevo. Eric se
da cuenta de todo, me mira con complicidad, y yo me pongo bizca. Su carcajada
me toca el alma tanto como sé que mi gesto a él el corazón.
Por la noche, tras una velada
estupenda, en la que me cantan el cumpleaños feliz y me hacen preciosos
regalos, cuando regresamos a casa, todos estamos encantados y agotados. Sonia
es una estupenda organizadora de fiestas y lo ha dejado patente.
Todos se acuestan, y Eric y yo
entramos en nuestra habitación y cerramos la puerta. Sin encender las luces,
nos miramos. La luz de la farola que entra por la ventana es lo único que nos
deja ver nuestros rostros. Incapaz de permanecer más tiempo sin tocarlo, me
acerco a él y, mimosa, le paso mis brazos por el cuello mientras le susurro:
—Pídeme lo que quieras, ahora y
siempre.
Eric me besa, asiente y, sobre mi
boca, repite:
—Ahora y siempre.
34
Tras una estupenda mañana en la
piscina como le prometí a mi sobrina, por la tarde mi familia debe regresar a
España. Lo hacen en el avión privado de Eric. Verlos marchar me apena, me
entristece, pero estoy feliz por haber estado esas horas con ellos.
—Venga, pequeña, sonríe —murmura
Eric, cogiéndome el moflete cuando para en un semáforo—. Ellos están bien. Tú
estás bien. No tienes por qué estar triste.
—Lo sé. Pero los echo mucho de
menos —murmuro.
El semáforo se pone verde, y Eric
arranca. Miro por la ventanilla y, de pronto, la música suena a todo volumen.
Alucinada, observo a mi chico y lo veo cantando a pleno pulmón Highway to
Hell de los AC/DC:
Living easy,
living free,
Season ticket on
a on-way ride
Asking nothing
leave me be
Taking
everything in my stride...
Sorprendida, pestañeo.
Es la primera vez que lo veo
cantar así. Me río y exagera los movimientos de malote. ¡Me encanta su lado
salvaje! Eric mueve la cabeza al compás de la música y me incita con la mano
para que cante y haga lo mismo. Divertida, comienzo a cantar con él a voz en
grito. Nos miramos y reímos. De pronto, aparca el coche. Continuamos cantando,
y cuando la canción acaba, ambos soltamos una carcajada.
—Siempre me ha gustado esta
canción —dice Eric.
Me quedo boquiabierta porque esa
cañera canción le guste.
—¿Te gustaban los AC/DC?
Sonríe, sonríe..., baja el
volumen de la música y confiesa:
—Por supuesto. No siempre he sido
tan serio.
Durante unos minutos, me explica
su roquera vida de jovencito, y yo lo escucho sorprendida. ¡Vaya con Iceman!
Pero cuando finaliza su relato, mi sonrisa ha desaparecido. Eric me mira. Sabe
que pienso de nuevo en mi familia. Ve el dolor que tengo en la mirada por su
marcha y dice:
—Sal del coche.
—¿Qué?
—Sal del coche —insiste.
Cuando lo hago, sonrío. Sé lo que
va a hacer. Suena en la radio You are the sunshine of my life de Stevie
Wonder. Eric sube el volumen a tope, sale del coche y camina hacia mí.
Dios, ¿
lo va a
hacer?
¿Va a bailar conmigo en medio de
la calle?
¡Increíble!
Con decisión, se para frente a mí
y murmura:
—Baila conmigo.
Me tiro a sus brazos. Esto me
hace feliz. Ver que es capaz de parar el coche en medio de una calle muy
transitada y bailar conmigo sin ningún pudor es maravilloso.
—Como dice la canción eres el sol
de mi vida y, si te veo triste, yo no puedo ser feliz —susurra en mi oído—. Te
prometo, pequeña, que iremos a España siempre que quieras, que tu familia vendrá
a nuestra casa siempre que quiera, pero, por favor, sonríe; si yo no te veo
sonreír, no puedo ser feliz.
Sus palabras me tocan de lleno el
corazón. Me emocionan. Lo abrazo y asiento. Bailo con él y disfruto de ese
momento mágico. La gente que pasa por nuestro lado nos mira. No entiende que
hagamos eso. Sonrío. No importa lo que piensen, y sé que a Eric tampoco le
importa. Cuando la canción acaba, lo miro y susurro, dichosa y feliz:
—Te quiero con toda mi alma,
tesoro.
Asiente. Disfruta con mis palabras.
—Sigo esperando que quieras
casarte conmigo.
Eso me hace sonreír. Y aclaro.
—Cariño..., eso fue un impulso.
¿No lo habrás tomado en serio?
Mi Iceman me mira..., me mira y,
finalmente, dice:
—Sí.
—Pero, Eric, ¿de qué hablas? Yo
no soy de casarme ni esas cosas.
Mi loco amor me besa.
—En casa tenemos en el
frigorífico una estupenda botella de Moët Chandon rosado. ¿Qué te parece si nos
la bebemos y hablamos de ese impulso?
Calor. Emoción. Nerviosismo.
¿De verdad está hablando de
matrimonio?
Pero conteniendo mis nervios,
sonrío y pregunto mimosa:
—¿Moët Chandon rosado?
—¡Ajá! —sonríe.
—Ese de las pegatinas rosas que
huele a fresas silvestres —me mofo al recordar la primera vez que llevó esa
botella a mi casa de Madrid.
—Sí, pequeña.
Suelto una carcajada y murmuro,
sin separarme de él:
—De momento, vayamos a por la
botella
De pronto, suena el móvil de
Eric. Ha recibido un mensaje. Me besa. Devora mi boca y, cuando ambos nos damos
por satisfechos, entramos en el coche. Hace frío. Mira su móvil y dice:
—Cielo, tengo que pasar un
momento por la oficina, ¿te importa?
Enamorada hasta las trancas de
ese hombre, niego con la cabeza y sonrío. Veinte minutos después, llegamos
hasta la mismísima puerta. Son las diez de la noche y poca gente se ve en la
calle. Cuando entramos en el hall, los guardias de seguridad nos saludan. Me
miran con sorpresa y sonrío. Ellos no sonríen.
¡Aisss, madre!, lo que les cuesta
a los alemanes sonreír.
Cuando llegamos a la planta
presidencial, observo que no hay nadie. La oficina está completamente vacía.
Tengo que ir al baño.
—Eric, ¿dónde están los baños
aquí?
Señala a mi derecha y corro hacia
ellos, mientras él dice:
—Te espero en mi despacho.
Una vez que hago lo que tengo que
hacer, me miro al espejo y me coloco el pelo. Mi aspecto es dulce y jovial.
Vestida con aquel jersey rosa que me ha regalado mi padre y los vaqueros
parezco más joven de lo que soy.
Pienso en lo que Eric me ha dicho
minutos antes. ¿Boda? ¿Realmente deberíamos casarnos?
Sonrío, sonrío, sonrío.
Con una esplendorosa sonrisa salgo
del baño y me encamino hacia el despacho de Eric. Cuando abro la puerta me
quedo con la boca abierta y mi sonrisa desaparece al ver a Amanda frente a Eric
ataviada con un sexy y sugerente vestido rojo. ¡Lagarta!
Durante unos segundos, ellos no
me ven. Observo cómo se agacha hacia Eric mientras le enseña unos papeles. Sus
pechos están demasiado cerca de él e intuyo que busca algo más que trabajo.
Eric sonríe. Ella le toca el hombro, y él no dice nada. ¡Los mato!
Sigo observándolos unos minutos.
Hablan. Miran papeles. Al final, Amanda, con coquetería, se sienta en la mesa y
cruza las piernas ante mi Iceman. Mis celos son intensos. Demasiado intensos.
Peligrosos. Cuando no puedo más cierro con fuerza la puerta del despacho, y
ambos me miran.
Mi cara ya no es la de la dulce
jovencita del baño. Estoy por gritar como Shakira. ¡Rabiosa! Lo que acabo de
ver me subleva. Esa mujer y sus artimañas sacan lo peor de mí. La cara de
sorpresa de Amanda lo dice todo. No me esperaba aquí. Con decisión y cierta
chulería me acerco hasta donde ellos están. Eric me mira. Tiene una ceja
arqueada.
—Hombre, Amanda, ¡cuánto tiempo
sin verte!
Ella se baja de la mesa, se
recompone el vestido y se aleja unos pasos de Eric. Se toca su cuidadísimo pelo
rubio, clava su impersonal mirada en mí y responde con una prefabricada
sonrisa:
—Querida Judith, qué alegría
verte.
¡Será mentirosa...!
Se acerca para saludarme, pero yo
prefiero las cosas claritas. La detengo y digo con voz de enfado:
—Ni se te ocurra tocarme,
¿entendido?
Eric se levanta. Prevé problemas,
y antes de que abra la boca, digo señalándole:
—Tú, cállate. Estoy hablando con
Amanda. Después hablaré contigo.
La mujer sonríe. Se siente bien
ante el gesto de disgusto de Eric. Nos miramos con odio. Está claro que nunca
seremos amigas. Soy consciente de que en ese momento nuestras pintas nada
tienen que ver. Ella va vestida con un sexy y rojo vestido ceñido y unos
taconazos de infarto, y yo voy con jersey rosita, vaqueros y botas planas.
Vamos..., imposible competir.
Ella es consciente de esto. Lo sé
por cómo me mira. Pero estoy dispuesta a dejar claro lo que pasa por mi cabeza,
así que digo con seguridad:
—No necesito ir vestida de fulana
para volver loco a un hombre. Empezando porque ya tengo pareja, que, mira por
dónde, ¡qué casualidad!, es la misma a la que te estabas insinuando, ¡so perra!
Amanda va a protestar cuando,
levantando un dedo, la hago callar.
—Trabajas para Eric. Para mi
novio. Limítate a eso, a trabajar, y no busques nada más.
—Jud... —gruñe Eric.
Pero, sin hacerle caso, continúo:
—Si vuelvo a ver que intentas con
él cualquier otra cosa, te juro que lo vas a lamentar. Esta vez no va a ocurrir
como la última en que nos vimos. En esta ocasión, yo no me voy a ir. Si alguien
se va a marchar, vas a ser tú, ¿me has entendido?
Eric se mueve de su silla. Amanda
nos mira y responde:
—Creo..., creo que te estás
equivocando, querida.
Dispuesta a marcar mi territorio,
le doy con el dedo en el prominente canalillo, y siseo:
—Déjate de «querida» y de
gilipolleces. Aléjate de Eric, pedazo de zorra, ¿de acuerdo?
—Jud... —me regaña Eric,
incrédulo.
Amanda, humillada, recoge sus
cosas y se va, aunque antes mira hacia atrás y dice:
—Mañana te llamaré.
Eric asiente. Ella se va, y yo,
enfadada, siseo:
—Como me digas que no te has dado
cuenta de cómo esa tiparraca se te insinuaba hace unos segundos, te juro que
cojo esa estatuilla que hay encima de tu mesa y te abro la cabeza. —No
responde, y prosigo—: Me acabas de decepcionar, ¡imbécil! Esta idiota te estaba
poniendo las tetas en la cara, y tú lo estabas permitiendo.
—Te equivocas.
—No, no me equivoco. Entre Amanda
y tú hay tal familiaridad que no te das cuenta, ¿verdad? Pues genial...
¡sigamos por ese camino! Cuando vea a Fernando la próxima vez, como hay
familiaridad entre nosotros, sin importarme lo que tú pienses o sientas, me voy
a sentar en sus piernas para hablar con él, o le voy a poner mis tetas en la
cara, ¿te parece bien?
—Te estás pasando, Jud —sisea
furioso.
—¡Y una mierda! —grito—. Te has
pasado tú.
Su cara de cabreo es un poema. Sé
que estoy exagerando; lo que he visto ha sido tonteo por parte de Amanda y no
de Eric, pero ya no puedo parar.
—Tú deberías haber cortado ya el
rollo con Amanda. Os he visto. ¡Joder! He visto cómo te miraba ella, y..., y...
si yo no te hubiera acompañado, habrías terminado tirándotela sobre la mesa
como otras veces, ¿no crees?
—Yo que tú no continuaría por ese
camino... —insiste con frialdad.
—¿A cuento de qué te tiene que
hacer venir a la oficina a estas horas? —No contesta—. Pero ¿no has visto cómo
iba vestida? Simplemente buscaba sexo. Ni más ni menos. Y tú eres tan idiota
que no te das cuenta, ¿verdad?
Eric no contesta. Mis palabras lo
molestan. Recoge los papeles que Amanda ha dejado sobre la mesa y dice:
—Entre Amanda y yo no existe absolutamente
nada. No te voy a negar que ella continúa su seducción, pero yo no le hago caso
y...
—¡Serás gillipollas! —grito,
descompuesta—. Tú sabes que ella lo sigue intentando, pero no le haces caso.
¡Genial, Eric! El próximo día que vea al tal Leonard ese al que arreglé el
coche, aunque intente seducirme, lo voy a dejar. Eso sí, tranquilo, que no le
voy a hacer caso aunque lo intente. Total, a ti no te importa, ¿verdad?
Eso lo enfurece. Mete los papeles
en su maletín y sin mirarme sale del despacho. Lo sigo. Bajamos en el ascensor
en silencio. Lo sigo hasta el coche. Nos montamos y hacemos todo el camino en
silencio. Los celos y las inseguridades nos matan, y cuando llegamos a la casa
y mete el coche en el garaje, nos bajamos y cada uno toma diferente camino. Él
se mete en su despacho, y yo me voy a mi cuartito. Doy un portazo y me siento
sobre la mullida alfombra.
¡Echo humo por las orejas!
Miro hacia el ventanal. Sólo se
ve oscuridad. Enciendo mi portátil, miro mis correos, hablo con mis amigas de
Facebook y su charla me relaja.
Pasan las horas, y ninguno de los
dos busca al otro. Ninguno quiere hablar. Ninguno piensa en esa conversación
ante la botella de Moët Chandon rosado. El reloj marca las dos de la madrugada
y nuestros orgullos están heridos. De pronto, la lucecita de mis e-mails parpadea.
He recibido un mensaje.
¡Eric! Con el corazón a mil, lo
abro y leo:
De: Eric Zimmerman
Fecha: 6 de marzo de
2013 02.11
Para: Judith Flores
Asunto: No puedo
continuar sin hablarte
Cariño, soy consciente de que tienes
razón en todo lo que has dicho, pero NUNCA te engañaría ni con Amanda ni con
ninguna otra.
Te quiero loca y apasionadamente.
Eric. El gilipollas.
Cuando lo leo, una sonrisita
tonta se me instala en la cara.
¿Por qué ya me ha ganado con este
e-mail?
Durante un rato me tienta el
contestarle. Sé que lo espera. Pero no. No pienso hacerlo. Me niego. Diez
minutos después, llega otro e-mail.
De: Eric Zimmerman
Fecha: 6 de marzo de
2013 02.21
Para: Judith Flores
Asunto: Pídeme lo que
quieras
Pequeña, la sinceridad y la
confianza entre nosotros es primordial. Las palabras «Pídeme lo que quieras,
AHORA Y SIEMPRE» engloban absolutamente todo entre nosotros.
Piénsalo.
Te quiero.
Eric. Un atormentado gilipollas.
Vuelvo a sonreír.
Desde luego no puedo negar que en
esos meses Eric se ha vuelto más chispeante y divertido. Voy a contestar, pero
mis dedos parecen no querer hacerlo, cuando llega otro e-mail.
De: Eric Zimmerman
Fecha: 6 de marzo de
2013 02.30
Para: Judith Flores
Asunto: Dime que sí
¿Te apetece una copa de Moët
Chandon rosado? Te espero en el despacho.
Eric. Un loco, apasionado y
atormentado gilipollas.
Suelto una carcajada. Adoro que
me haga reír.
Pasa más de media hora. Leo los e-mails
como cien veces y cien veces sonrío. No vuelve a enviar ninguno más. Las
tripas me rugen. Tengo hambre. Camino hacia la cocina y al entrar me encuentro
a Eric sentado a la mesa ante la botella de Möet Chandon rosado junto a Susto.
El perro se acerca a mí y me saluda. Yo le toco su huesuda cabecita y Eric me
mira. Sabe que he leído los e-mails y espera que yo dé el segundo paso.
Yo retiro la vista. No quiero mirarlo o le abrazaré.
Camino hacia el frigorífico y,
cuando voy a abrirlo, noto el cuerpo de mi amor detrás de mí. Se me eriza todo
el vello del cuerpo. No me muevo. No respiro. Siento cómo pasa sus fuertes
manos por mi cintura; me pega a su cuerpo y, cuando cierro los ojos y apoyo mi
nuca en su pecho, murmura en mi oído:
—No quiero. No puedo. No deseo
estar enfadado contigo.
—Yo tampoco.
Silencio. Estoy tan emocionada
porque me abrace que no puedo hablar. Eric mordisquea el lóbulo de mi oreja.
—Nunca caería en el juego de
Amanda. Te quiero demasiado como para perderte.
Sus palabras me enloquecen. Sigo
sin moverme, y entonces me da la vuelta. Con sus manos coge mi rostro y besa mi
frente, mis ojos, las mejillas, la punta de la nariz, la barbilla, y cuando va
a besarme la boca, hace eso que tanto me gusta. Chupa mi labio superior,
después el inferior, me da un mordisquito, y luego asalta mi boca. Con su mano
me coge por la nuca mientras yo salto para estar a su altura. Me agarra con sus
fuertes brazos y no me suelta. Cuando separa su boca de la mía, me mira y
murmura:
—Ahora y siempre. No lo olvides
pequeña.
Asiento y lo beso. Lo deseo. Sin
más y en sus brazos, llegamos hasta nuestra habitación. Allí mi amor, mi loco
amor, echa el pestillo en tanto yo me desnudo sin dejar de mirarle. Sobre la
cama, instantes después, hacemos el amor como nos gusta. Fuerte y salvaje.
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