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Pídeme lo que quieras, ahora y siempre Cap.31 y 32


Con el transcurrir de los días, mi cara vuelve a ser lo que era, y cuando el doctor me quita los puntos de la barbilla ante la atenta mirada de Eric, sonríe al ver la obra de arte que ha hecho. No se notan, y eso me hace feliz.
La casa, tras la llegada de Susto y Calamar, se ha vuelto una casa llena de risas, ladridos y locura. Eric, los primeros días, protesta. Encontrarse meadas de Calamar en el suelo le pone de mal humor, pero al final claudica. Susto y Calamar lo adoran, y él los adora a ellos.
Muchas mañanas cuando me levanto me gusta asomarme a la ventana y ahí está mi Iceman, lanzándole un palo a Susto, para que éste corra tras él. El animal lo ha tomado como costumbre. Antes de que él se vaya a trabajar, le lleva un palo a sus pies, y Eric juega y sonríe. Algunos fines de semana convenzo a Eric y a Flyn para pasear por el campo nevado con los animales. Susto lo agradece, y Eric juega con él mientras Flyn corretea a nuestro alrededor con su mascota. Me emociona todo. En especial, cuando veo cómo Eric se agacha y abraza a Susto. Mi frío y duro Iceman se va descongelando a cada día que pasa, y cada día me enamora más.
También he acompañado en varias ocasiones a Eric al campo de tiro olímpico. Sigue sin gustarme el rollito de las armas, pero disfruto al ver lo bien que él lo hace. Me siento orgullosa. Una de las mañanas que estamos ahí me presenta a unos amigos, y uno de ellos pregunta si soy española. Directamente, niego con la cabeza e indico: «¡Brasileña!». De inmediato el hombre dice: «Samba, caipirinha». Yo asiento y me río. Está visto que, dependiendo de dónde seas, te persigue un sambenito. Eric me mira sorprendido y al final sonríe. Esa noche, cuando me hace el amor, cuchichea con sorna en mi oído:
—Vamos, brasileña, baila para mí.
Flyn ha avanzado mucho con el skate y los patines. El tío es listo y aprende rápidamente. Lo hacemos a escondidas, cuando Eric no está. Si nos viera, ¡nos mataría! Simona sonríe y Norbert refunfuña. Me advierte que el señor se enfadará cuando lo sepa. Sé que tiene razón, pero ya no puedo parar mis enseñanzas con el crío. Su trato conmigo ha cambiado, y ahora me busca y pide mi ayuda continuamente.
Eric, en ocasiones, nos observa, y sabe que entre nosotros ha ocurrido algo para que se haya obrado ese cambio en el pequeño. Cuando pregunta, lo achaco a la llegada de los animales a la casa. Él asiente, pero sé que no lo convence. No pregunta más.
El primer día que puedo salir a escondidas con Jurgen a desfogarme con la moto es una pasada. Tantos días de inactividad en casa casi me vuelven loca, por lo que salto, derrapo y grito con Jurgen y los amigos de éste por los caminos de cabras de las afueras de Múnich. Pienso en Eric. Debo contárselo. El problema es que no encuentro nunca el
momento oportuno. Eso me comienza a martirizar. Nuestra base es la confianza, y esta vez yo estoy fallando.
Una tarde cuando estoy liada con mi moto en el garaje llega Flyn del colegio. El niño me busca, y cuando me encuentra, alucinado, mira la moto. La recuerda. Y cuando le indico que es la moto de su madre y que me tiene que guardar el secreto ante su tío, pregunta:
—¿Sabes utilizarla?
—Sí —respondo con las manos sucias de grasa.
—El tío Eric se enfadará.
La frase me hace gracia. Todos, absolutamente todos, saben que Eric se enfadará. Y respondo, mirándolo:
—Lo sé, cariño. Pero el tío Eric, cuando me conoció, ya sabía que yo hacía motocross. Lo sabe y tiene que entender que a mí me gusta practicar este deporte.
—¿Lo sabe?
—Sí —afirmo, y sonrío al recordar cómo se enteró.
—¿Y te deja?
Esa pregunta no me sorprende, y mirándolo, le aclaro:
—Tu tío no me tiene que dejar. Soy yo la que decido si quiero o no hacer motocross. Los adultos decidimos, cariño.
El crío, no muy convencido, asiente, y vuelve a preguntar:
—¿Sonia te regaló la moto de mi madre?
Lo miro, y antes de contestar, pregunto:
—¿Te molestaría si fuera así?
Flyn lo piensa y, dejándome de piedra, contesta:
—No. Pero tienes que prometerme que me enseñarás.
Sonrío, suelto una carcajada y digo mientras él ríe:
—Tú qué quieres, ¿que tu tío me mate?
Una hora después, Eric me llama por teléfono. Tiene un partido de baloncesto y quiere que vaya al polideportivo. Encantada, acepto. Me pongo unos vaqueros, mis botas negras y una camiseta de Armani. Me abrigo, llamo a un taxi y, cuando llego a la dirección que él me ha dado, sonrío al verle esperándome apoyado en su coche.
Eric paga el taxi, y mientras caminamos hacia los vestuarios, murmuro:
—¿Cómo no me habías dicho lo del partido?
Mi chico sonríe, me besa y susurra:
—Lo creas o no, se me olvidó. Si no es por Andrés, que me ha llamado a la oficina, ¡ni lo recuerdo!
Cuando llegamos a los vestuarios, me besa.
—Ve a las gradas. Seguro que allí está Frida.
Encantada de la vida y del amor, camino hacia la cancha. Allí está Frida junto a Lora y Gina. Mi trato con ellas ha cambiado. Me aceptan como la novia de Eric y se lo agradezco. Lora, la rubia, al verme aparecer, sonríe y dice:
—Llegó mi heroína.
Sorprendida, la miro, y cuchichea:
—Ya me he enterado de que le diste a Betta su merecido.
Miro a Frida en actitud de reproche por habérselo contado, y ésta indica:
—A mí no me mires, que yo no he sido.
Lora sonríe y, acercándose de nuevo a mí, me comenta:
—Me lo ha contado la mujer que iba con Betta.
Asiento, sonriendo.
—Por favor, que no se entere Eric. No me gustaría darle otro disgusto más.
Todas se muestran de acuerdo y poco después los chicos salen a la cancha. Como es de esperar, el mío me vuelve loca. Verle ágil y activo mientras corre por la pista me pone a cien. Pero esta vez, a pesar de su empeño, pierden el partido por tres puntos.
Cuando termina, bajamos hasta la pista, y Eric, al verme, me besa. Está sudoroso.
—Voy a ducharme, cariño. En seguida vuelvo.
En la salita donde solemos esperarlos sólo estamos Frida y yo. Lora y Gina se han marchado. Cotilleamos, divertidas, hasta que Eric y Andrés salen, y este último dice:
—Preciosa, cambio de planes. Regresamos a casa.
Frida, sorprendida, protesta.
—Pero si hemos quedado con Dexter en su hotel.
Andrés asiente con la cabeza, pero indica:
—Anularé la cita. Me ha surgido algo que tengo que solucionar.
Veo que Frida refunfuña.
—¿Quién es Dexter? —pregunto.
La joven me mira, y ante los atentos ojos de mi Iceman, responde:
—Un amigo con el que jugamos cuando viene a Múnich. Eric le conoce también, ¿verdad?
Mi chico asiente.
—Es un tipo genial.
¿Jugar? ¿Sexo? Mi cuerpo se excita y, acercándome a Eric, sondeo:
—¿Por qué no vamos nosotros a esa cita?
Me mira sorprendido, e insisto:
—Me apetece jugar. Venga..., vamos.
Mi Iceman sonríe y mira a Frida; después, me mira a mí y señala:
—Jud, no sé si el juego de Dexter te va a gustar.
Alucinada, lo miro y, al ver que no dice nada, pregunto a Frida:
—¿Le va el sado?
—No y sí —responde Andrés ante la risa de Eric.
Frida se encoge de hombros.
—A Dexter le gusta dominar, jugar con las mujeres y ordenar. No es sado lo suyo. Es exigente, morboso e insaciable. Yo me lo paso genial cuando nos vemos.
Eric saluda con la mano a uno de sus compañeros que se marcha y dice, cogiéndome de la cintura:
—Venga, vámonos a casa.
Yo lo miro, lo paro e insisto:
—Eric, quiero conocer a Dexter.
Mi Iceman me mira, me mira y me mira, y al final claudica.
—De acuerdo, Jud. Iremos.
Andrés lo llama y comenta el cambio de planes. Dexter acepta, encantado.
Entre risas, llegamos a nuestros respectivos coches, nos despedimos y cada pareja toma su camino. Mi chico y yo nos sumergimos en el tráfico de Múnich. Está callado. Pensativo. Yo canturreo una canción de la radio y, de pronto, veo que se para en una calle. Me mira y pregunta:
—¿Tan deseosa estás de jugar?
Su pregunta me sorprende, y respondo:
—Oye..., si te molesta, no vamos. He pensado que te podía apetecer.
—Te dije que para mí el juego en el sexo es un suplemento, Jud, y...
—Y para mí lo es también, cariño —afirmo. Y mirándole de frente, aclaro—: Tú me has enseñado que esto es una cosa de dos. Cuando tú lo propones, a mí me parece bien. ¿Por qué no te puede parecer bien a ti que lo proponga yo?
No responde; sólo me mira. Y encogiéndome de hombros, añado:
—Al fin y al cabo, es un suplemento que los dos disfrutamos, ¿no?
Tras un silencio en el que Eric respira, dice con voz más dulce.
—Dexter es un buen tío. Nos conocemos desde hace años y cuando viene a Múnich solemos vernos.
—¿Para jugar? —pregunto con sarcasmo.
Eric asiente.
—Para jugar, cenar, tomar algo o simplemente hacer negocios.
—¿Te excita que yo haya pedido jugar con él?
Mi alemán clava sus impresionantes ojos en mí y, tras hacerme arder, murmura:
—Mucho.
Asiento, y Eric me indica que baje del coche. Hace un frío pelón. Me encojo en el interior de mi plumón rojo y comienzo a caminar de la mano con Eric. Me sujeta con seguridad. Su mano se acopla a la mía tan bien que sonrío, encantada. En seguida, veo que vamos directos a un hotel y leo NH Munchën Dornach.
Cuando entramos, Eric pregunta por la habitación del señor Dexter Ramírez. Nos indican el número, y tras llamarlo para confirmar nuestra llegada, Eric y yo nos introducimos en el ascensor. Estoy nerviosa. ¿Tan especial es este Dexter? Eric, agarrado a mi cintura, sonríe, me besa y murmura:
—Tranquila, todo irá bien. Te lo prometo.
Llegamos ante una puerta que está entornada. Eric toca con los nudillos y oigo decir en español:
—Eric, pasa.
Mi vagina comienza a lubricarse. Eric me coge del brazo y entramos. Cierra la puerta y escuchamos:
—Ahorita salgo.
Entramos en un amplio y bonito salón. A la derecha, hay una puerta abierta desde donde veo la cama. Eric me observa. Sabe que lo estoy mirando todo con curiosidad. Se acerca a mí y pregunta:
—¿Excitada?
Lo miro y asiento. No voy a mentir. En ese momento, aparece un hombre de la edad de Eric sentado en una silla de ruedas.
—Eric, ¡cuate! ¿Cómo estás?
Choca su mano con la de él, y después el hombre dice mientras pasea sus ojos por mi cuerpo:
—Y tú debes de ser Judith, la diosa que tiene a mi amigo atontado, por no decir enamorado, ¿verdad?
Eso me hace sonreír, aunque estoy sorprendida de verlo en aquella silla.
—Exacto —respondo—. Y que conste que me encanta tenerlo atontado y enamorado.
El hombre, tras cruzar una divertida mirada con Eric, coge mi mano, la besa y
murmura con galantería:
—Diosa, soy Dexter, un mexicano que cae rendido a tus pies.
¡Vaya, mexicano! Como el culebrón de «Locura esmeralda». Eso me hace sonreír, aunque me apena verlo en silla de ruedas. ¡Es tan joven! Pero tras cinco minutos de charla con él, soy consciente de la vitalidad y buen rollo que desprende.
—¿Qué queréis beber?
Se lo decimos y Dexter abre un minibar y lo prepara. Me observa. Me mira con curiosidad, y Eric me besa. Cuando nos da las bebidas, sedienta, doy un gran trago a mi cubata.
—Me gustan las botas de tu mujer.
Sorprendida por aquel comentario, toco mis botas. Eric sonríe y me indica, tras besarme en el cuello:
—Cariño, desnúdate.
¿Así? ¿En frío?
¡Joder, qué fuerte!
Pero dispuesta a ello y sin ningún pudor, lo hago. Quiero jugar. Yo lo he pedido. Dexter y Eric no me quitan ojo mientras me desprendo de la ropa, y yo me recreo en excitarlos. Una vez que estoy completamente desnuda, Dexter dice:
—Quiero que te pongas las botas de nuevo.
Eric me mira. Recuerdo lo que ha dicho Frida de que a éste le gusta ordenar. Entro en su juego, cojo las botas y me las pongo. Desnuda y con las botas negras que me llegan hasta la mitad de los muslos, me siento sexy, perversa.
—Camina hacia el fondo de la habitación. Quiero verte.
Hago lo que él me pide. Mientras camino sé que los dos me miran el trasero; lo muevo. Llego hasta el final de la habitación y regreso. El hombre clava la mirada en mi monte de Venus.
—Bonito tatuaje. Como decimos en mi país, ¡muy padre!
Eric asiente. Da un trago a su whisky y responde sin apartar sus ojazos de mí:
—Maravilloso.
Dexter alarga su mano, la pasa por mi tatuaje y, mirando a Eric, señala:
—Llévala a la cama, güey. Me muero por jugar con tu mujer.
Eric me coge de la mano, se levanta y me lleva hasta la habitación contigua. Me hace poner a cuatro patas en la cama y, tras abrirme las piernas, dice mientras se desnuda:
—No te muevas.
Excitante. Todo esto me parece excitante.
Miro hacia atrás, y veo que Dexter se acerca a nosotros en su silla. Llega hasta la cama. Toca mis muslos, la cara interna de mis piernas y sus manos alcanzan las cachas de mi trasero. Las estruja y da un azote. Después otro, otro y otro, y dice:
—Me gustan los traseros enrojecidos.
Después, pasea su mano por mi hendidura y juguetea con mis humedecidos labios.
—Siéntate en la cama y mírame.
Obedezco.
—Diosa..., mi aparatito no funciona, pero me excito y disfruto tocando, ordenando y mirando. Eric sabe lo que me gusta. —Ambos sonríen—. Soy un poco mandón, pero espero que los tres lo pasemos bien, aunque ya me ha advertido tu novio que tu boca es sólo suya.
—Exacto. Sólo suya —asiento.
El mexicano sonríe, y antes de que diga nada, añado:
—Eric sabe lo que te gusta, pero yo quiero saber cómo te gustan las mujeres.
—Calientes y morbosas. —Y sin dejar de mirarme, pregunta—: Eric, ¿tu mujer es así?
Mi Iceman pasea su lujuriosa mirada sobre mí y asiente.
—Sí, lo es.
Su seguridad me hace jadear y, dispuesta a ser todo eso que él afirma que soy, lo animo:
—¿Qué es lo que deseas de mí, Dexter?
El hombre mira a Eric, y tras éste asentir, puntualiza:
—Quiero tocarte, atarte, chuparte y masturbarte. Dirigiré los juegos, os pediré posturas y lo pasaré chévere con lo que hacéis. ¿Estás dispuesta?
—Sí.
Dexter coge una bolsa que cuelga de la silla y dice, tendiéndomela:
—Tengo ciertos juguetitos sin estrenar que quiero probar contigo.
Abro la bolsa. Veo una nueva joya anal. Esta vez con el cristal rosa. Me sorprendo y sonrío. ¿Estará de moda eso en Alemania? Con curiosidad abro una cajita donde hay una cadenita con una especie de pinza en cada extremo, y cuando la cierro, observo un par de consoladores. Son suaves y rugosos. Uno de ellos es un arnés con vibración. Los toco, y Dexter explica:
—Quiero introducirlos dentro de ti; si me dejas, claro.
Eric me aprieta contra él y afirma con voz ronca:
—Te dejará, ¿verdad, Jud?
Asiento.
Calor..., tengo mucho calor.
Dexter coge la bolsa, saca la cajita que he abierto segundos antes, me enseña la cadena y murmura:
—Dame tus pechos. Voy a ponerles estos clamps.
No sé qué es eso. Miro a Eric, y éste me indica tras tocarlos:
—Tranquila, no dolerá. Estas pinzas son suaves.
Acerco mis pechos a aquel hombre, y entonces la carne se me pone de gallina cuando con aquella especie de pinza oscura agarra un pezón y después, con la otra pinza, el otro. Mis pechos quedan unidos por una cadenita y, cuando tira de ella, mis pezones se alargan, y yo jadeo mientras siento un hormigueo excitante.
Dexter sonríe. Disfruta, y sin apartar sus oscuros ojos de mí, susurra en voz baja:
—Quiero verte atada a la cama para masturbarte y después quiero ver cómo Eric te folla.
Jadeo y, dispuesta a todo, me levanto, saco las cuerdas que hay en la bolsa y, ofreciéndoselas a mi amor, murmuro:
—Átame.
Eric me mira, coge las cuerdas y, sobre mi boca, susurra:
—¿Estás segura?
Lo miro a los ojos, y totalmente excitada por lo que allí está ocurriendo, asiento:
—Sí.
Me tumbo en la cama. Mis pezones, al estirarme, se contraen. Eric ata mis manos y pasa la cuerda por el cabecero. Después, me anuda un tobillo, que ata a un lado de la cama y, finalmente, al otro. Estoy totalmente abierta de piernas e inmovilizada para ellos.
Dexter, con pericia, se pasa de la silla a la cama y me mira. Tira de la cadenita de
mis pezones, y yo gimo.
—Eric..., tienes una mujer muy caliente.
—Lo sé —asiente mientras me mira.
Mi vagina se lubrica sola, y Dexter añade:
—¿Te gusta el sado, diosa?
Eric sonríe, y yo contesto:
—No.
Dexter asiente y vuelve a preguntar:
—¿Te excita que utilicemos tu cuerpo en busca de nuestro propio placer?
—Sí —respondo.
Vuelve a tirar de la cadenita, y mis pezones se endurecen como nunca. Jadeo, grito, y pregunta de nuevo:
—Te pone cachonda lo que hago.
—Sí.
Pasa uno de los consoladores por mi húmeda vagina.
—¿Deseas que te utilice, te use y te disfrute?
Con los ojos viciados por el momento, miro a Eric. Su mirada lo dice todo. Disfruta. Y con voz sensual, susurro:
—Utilízame, úsame y disfrútame.
De la boca de Eric sale un gemido. Ha enloquecido con lo que he dicho. Coge la cadenita de mis pechos y tira de ella. Yo jadeo, y me besa. Mete su lengua hasta el fondo de mi boca mientras mis pezones cosquillean a cada tirón.
Encantado con lo que ve, el mexicano acaricia la parte interna de mis muslos con sus suaves manos. Eric para sus besos y nos observa. Sus preguntas me han excitado cuando veo que se acerca a mi boca y dice:
—Ábrela.
Hago lo que me pide y mete el consolador color celeste en mi boca.
—Chúpalo —exige.
Durante unos minutos, Dexter disfruta de mis lametazos, hasta que lo saca de mi boca.
—Eric..., ahora quiero que te chupe a ti.
Mi alemán, encantado, dirige su duro pene a mi boca. Lo introduce en mí, y yo lo chupo, lo degusto. Dejo que me folle la boca, hasta que vuelvo a escuchar.
Stop.
Me siento desolada. Mi Iceman retira su maravillosa erección de mi boca. Dexter moja la punta del consolador en abundante lubricante y comenta mientras lo pone en mi mojada hendidura:
—Ahorita por aquí.
Eric se sienta en el otro lado de la cama, abre mi vagina con sus dedos para facilitarle el acceso, y Dexter lentamente lo introduce.
—¿Te agrada esto? —pregunta Dexter.
Jadeo, me muevo y asiento, mientras Eric, mi amor, me mira y sé que me ofrece.
—¡Qué buena onda! —murmura el mexicano.
Durante unos segundos aquel extraño mueve el consolador en mi interior. Lo mete..., lo saca..., lo gira..., tira de la cadenita de mis pezones, y yo jadeo. Cierro los ojos y me dejo llevar por el momento. Mi cuerpo atado se resiente. Se mueve y grito. Excitada por estar atada, abro los ojos y miro a mi amor. Sonríe y se toca su pene. Lo tiene duro.
Preparado para jugar.
—Me gusta tu olor a sexo —murmura Dexter, y mete el consolador de tal manera en mi cuerpo que yo vuelvo a gritar y me arqueo—. Así..., vamos, diosa, ¡córrete para mí!
El consolador entra y sale de mí, arrancándome gemidos incontrolados, y cuando mi vagina tiembla y succiona el consolador, Dexter lo saca. Eric se mete entre mis piernas y con su dura erección me empala, y grito de placer.
Dexter se vuelve a sentar en su silla. Tira de la cadena de mis pezones y me muevo como puedo. Estoy atada de pies y manos, y sólo puedo jadear, gemir y recibir las estocadas de mi amor, mientras Dexter quita los clamps de mis doloridos pezones y susurra:
—Diosa, levanta las caderas...Vamos..., recíbelo. Sí..., así.
Hago lo que me pide. Disfruto de las estocadas cuando le oigo susurrar entre dientes.
—Eric, güey. Fuerte..., dale fuerte.
Eric me besa. Devora mi boca y, hundiéndose en mí con fuerza, me hace gritar. Dexter pide. Exige. Nosotros le damos. Disfrutamos de aquel momento y, cuando no podemos más, nos corremos.
Con las respiraciones entrecortadas, Eric me desata las manos, mientras siento que Dexter me desata los pies. Eric me abraza y sonríe. Yo hago lo mismo cuando el tercero murmura:
—Diosa, eres recaliente. Estoy seguro de que me vas a hacer disfrutar mucho. Ven. Levántate.
Hago lo que me pide. Dexter me agarra por el culo, me lo aprieta y acerca su boca a mi chorreante monte de Venus. Lo muerde. Sus ojos miran mi tatuaje y sonríe. Eric se levanta, se pone detrás de mí y con sus dedos me abre para su amigo. Dios, ¡todo es tan caliente!
Dexter desliza su lengua por el interior de mis labios internos y exige que me mueva sobre su boca. Lo hago. Me subo a sus hombros para darle mayor acceso, mientras Eric me sujeta por la espalda. Mis caderas oscilan hacia adelante y hacia atrás, mientras Dexter, con intensidad, me aprieta contra su boca y me presiona las nalgas, enrojeciéndomelas. Le gustan rojas, y yo me dejo.
Durante varios minutos en silencio me hacen suya. No hay música. Sólo se escuchan nuestros cuerpos, nuestros jadeos y el sonido de los gustosos lametazos de Dexter. Eric, enloquecido por lo que ve, toca mis pezones mientras Dexter se deleita con mi clítoris, y yo murmuro, gozosa:
—Sí..., ahí..., ahí.
Morbo...Esto es morbo en estado puro.
Mis jadeos aumentan. Voy a correrme de nuevo, pero entonces Dexter para, y tras dar un beso a mi monte de Venus, me hace bajarme de sus hombros y susurra mientras echa la silla de ruedas hacia atrás.
—Aún no, diosa..., aún no.
Estoy acalorada. Muy acalorada. Eric se sienta en la cama y, tras besarme en el cuello, dice, tomando el mando de la situación:
—Apóyate en mí y ábrete de piernas como cuando te entrego a un hombre.
Mi estómago se contrae. Estoy acalorada, empapada, húmeda y deseosa de correrme. Una vez que me tiene como él quiere, apoya su barbilla en mi hombro derecho, toca uno de mis pezones con el pulgar y pregunta, ante la atenta mirada de Dexter:
—¿Te gusta ser nuestro juguete?
Mi respuesta es clara y contundente, incluso con un hilo de voz.
—Sí.
La risa de Eric en mi oído me excita, y más cuando dice tras besarme el hombro:
—La próxima vez te compartiré con un hombre o quizá sean dos, ¿qué te parece?
Mi mirada se clava en Dexter. Sonríe. Hiperventilo, pero respondo, excitada:
—Me parece bien. Lo deseo.
Eric asiente, y exponiéndome totalmente a su amigo, murmura:
—Cuando estemos con ellos, abriré tus piernas así...
Hace con mis piernas lo que dice, y yo jadeo, mientras Dexter nos mira con lujuria.
—Te ofreceré. Los invitaré a que te saboreen. Ellos tomarán de ti lo que yo les deje y tú obedecerás. —Asiento—. Cuando tus orgasmos me satisfagan, te follaré mientras ellos miran, y una vez termine, ordenaré que ellos te follen. Te follarán, te poseerán, y tú gritarás de placer. ¿Quieres jugar a eso, Jud?
Voy a responder, pero no puedo. Un nudo en mi garganta apenas deja salir mis palabras, y lo oigo repetir:
—¿Quieres o no jugar a eso?
—Sí —consigo responder.
Un zumbido me pone la carne de gallina. Eric en sus manos tiene el vibrador en forma de pintalabios que yo llevo en el bolso. ¿Cuándo lo ha cogido? Después, me enseña la joya anal de cristal rosa y el lubricante, y murmura:
—Ahora vas a ir hasta Dexter —dice, entregándome la joya y el lubricante—. Y le vas a pedir que te introduzca la joya en tu bonito culito y después regresarás de nuevo aquí.
Cojo lo que me da y, excitada, hago lo que me pide. Desnuda y vestida sólo con las botas, camino hacia un colorado Dexter. Le entrego la joya y el lubricante. Alucinado, veo que mira mi monte de Venus. Le excita mi tatuaje.
—Quiero tocarlo. Se ve tan chévere...
Me acerco a él, y con deseo, pasa su mano por mi monte de Venus mientras lo devora con la mirada. Una vez que lo hace, me doy la vuelta, pongo mi culo en pompa ante él y, sin hablar, escucho como él destapa el lubricante para segundos después notar una presión en el agujero de mi ano, hasta que introduce la joya anal.
—Precioso —le oigo murmurar.
Cuando me incorporo, Dexter me sujeta por las caderas y dice, mientras mueve la joya en mi interior:
—Tu tatuaje me hará pedir mil cosas, diosa; no lo olvides.
Regreso junto a Eric. Me sienta sobre él, y Dexter murmura con voz ronca:
—Ofrécemela, Eric.
Mi Iceman pasa sus brazos por debajo de mis piernas y las abre. Mi húmeda vagina queda abierta y palpitante ante la cara de Dexter. El hombre respira con dificultad y no aparta sus ojos. Mi entrega lo vuelve loco.
También yo respiro con dificultad. Estoy muy excitada. Exaltada. Estoy al borde del orgasmo. Jadeo y meneo las caderas en busca de algo, de alguien, y es mi dedo el que al final pasa por mi chorreante sexo. Sin ningún pudor, yo misma lo introduzco en mi vagina mientras Eric me anima a seguir con el juego y sé que Dexter disfruta. Lo veo en su cara. Abierta y expuesta como él quiere, siento que retira mi dedo para introducir uno de los consoladores.
Grito de excitación mientras Dexter entra y saca aquello con celeridad de mi
interior. Pero yo quiero más. Necesito más, y cuando además del consolador posa el vibrador en mi hinchado clítoris como un maestro, me hace gritar. Con pericia, mientras Eric me sujeta las piernas, Dexter aleja y acerca el vibrador al punto exacto de mi placer, y como si de latigazos se tratara, convulsiono, jadeo y le escucho decir:
—Diosa..., córrete ahorita mismo para nosotros.
—Sí... —grito, enloquecida.
Con su dedo toca mi hinchado clítoris y chillo. Estoy húmeda, tremendamente húmeda, y sorprendiéndole le pido:
—Dexter..., chúpame, por favor.
Mi ruego le activa. Eric se echa hacia adelante para facilitar la acción a su amigo, que instantes después posa su boca sobre mi humedad. Enloquecida, vuelvo a estar sobre su boca. Dexter chupa, lame, rodea y estimula mi vulva hasta llegar al clítoris. Es tocarlo, y yo jadear. Es tirar de él con los labios, y yo gemir. Me vuelve loca, y cuando me corro en su boca, murmura:
—Eres exquisita.
Agotada, sonrío cuando Eric me agarra con fuerza, me pone a cuatro patas sobre la cama y, con brusquedad y sin hablar, me penetra.
Superexcitado por lo que ha visto, enloquecido, se mete en mí, mientras yo, desgarrada, me abro y lo recibo gustosa. Una, dos, tres..., mil veces profundiza, en tanto me agarra por la cintura y, desde atrás, me penetra sin compasión. Un azote, dos, tres. Grito. Me agarra del pelo, tira de él hacia atrás y sisea:
—Arquea las caderas.
Hago lo que me pide.
—Más —exige en mi oído.
Me siento como una yegua montada mientras Eric me empala una y otra vez ante la atenta mirada de Dexter. De pronto, Eric se para, saca la joya de mi ano y mete su erección. Caigo sobre la cama y jadeo agarrándome a las sábanas. Sin lubricante cuesta..., duele..., pero ese dolor me gusta. Me incita a pedir más. Eric me aprieta contra él, me vuele a dar otro azote y pide:
—Muévete, Jud... Muévete.
Me muevo. Sus acometidas son devastadoras. Enardecidas. Sexuales. Me empalo una y otra vez en él, hasta que Eric me coge por la cintura y me da tal estocada que me hace gritar mientras un orgasmo asolador nos enloquece a los dos.
Agotados por lo que acabamos de hacer, Dexter nos observa desde su silla. Disfruta. Le gusta lo que ve. Eric propone darnos una ducha y, cuando estamos solos, pregunta con mimo:
—¿Todo bien, pequeña?
—Sí.
Me encanta que siempre se preocupe por mí en cuanto estamos solos. El agua resbala por nuestros cuerpos y reímos. Le pregunto a Eric por qué Dexter está en silla de ruedas y me comenta que fue a raíz de un accidente con su parapente. Eso me apena. Es tan joven... Pero Eric, exigente, me besa. No quiere hablar de eso y me hace regresar a la realidad cuando introduce de nuevo la joya en mi culo. Cuando salimos del baño, Dexter sigue donde lo hemos dejado, con el vibrador en la mano. Lo está oliendo y, cuando me ve, comenta:
—Me encanta el olor a sexo.
Sus ojos me indican lo mucho que me desea, y sin pensarlo, acerco mi cara a la suya
y murmuro al recordar una palabra de «Locura esmeralda».
—Ahora me vas a coger tú, Dexter.
Eric me mira, sorprendido. Dexter me mira, boquiabierto. ¿De qué hablo?
Ninguno de los dos entiende lo que digo. A Dexter no le funciona su aparatito. ¿Cómo lo va a hacer? Tras explicarle a Eric mi propósito, sonríe. Con su ayuda, sentamos a Dexter en una silla sin brazos, y le atamos uno de los penes vibratorios con arnés a la cintura. Divertido, Dexter mira el pene que ha quedado erecto ante él y se mofa.
—¡Dios, cuánto tiempo sin verme así!
Sin más, beso a Eric. Mi culo queda a la altura de Dexter, y Eric me abre las cachas y le tienta para que mueva mi joya anal. Lo hace. Dexter entra en el juego y me pellizca las nalgas para enrojecérmelas. Eric me besa, y susurra en mi boca:
—Me vuelves loco, cariño.
Sonrío. Eric sonríe. Mira a su amigo y le pide:
—Dexter, ofréceme a mi mujer.
El hombre me coge de la mano, me sienta sobre él y me abre las piernas. Toca con su mano mi joya y murmura en mi oreja:
—Diosa..., eres caliente. Me encanta tu entrega.
Sonrío, y cuando la boca de Eric se posa en mi vagina, me contraigo. Dexter me sujeta, y yo me muevo mientras jadeo y grito por las maravillosas cosas que mi amor me hace. Pero dispuesta a calentarlos aún más a los dos, susurro:
—Sí... Ahí... Sigue... Sigue... Más... ¡Oh, sí!... Me gusta... Sí...Sí.
Eric toca con su lengua mi clítoris una y otra vez. Lo rodea, lo coge con sus labios y tira de él, mientras Dexter me ofrece y toca mis pechos. Con la punta de sus dedos los endurece, los pellizca. Mi Iceman se ocupa de mi vagina y de arrancarme locos gemidos de placer. La respiración de Dexter se acelera por momentos, y cuando Eric me coge en volandas y me penetra, los tres jadeamos. Mi amor me apoya contra la pared para hundirse en mí una y otra vez con fuerza, hasta que los dos finalmente nos corremos. Gustosa y altamente excitada, miro a Dexter, que está acalorado. Y acercándome a él, musito:
—Ahora tú.
A horcajadas me siento sobre él y me introduzco el pene del arnés. Le doy al mando a distancia, y éste vibra. Sonrío. Dexter sonríe. Como una diosa del cine porno, me muevo una y otra vez en busca de mi propio disfrute, mientras me restriego contra él y mis pechos bambolean y le tientan cerca de su boca. Dexter, con sus manos, me sujeta la cintura y comienza a bailar al mismo son que yo. Con fuerza me empala una y otra vez en el arnés mientras yo chillo gustosa y enloquecida por la dureza de eso.
Eric, pendiente de nosotros, está a nuestro lado. No dice nada. Sólo nos observa mientras Dexter con fuerza me agarra y me clava una y otra vez en él. Deseosa y excitada, grito:
—Así... Cógeme así... ¡Oh, sí!
Mi vagina está totalmente abierta alrededor del arnés y jadeo, mirándole a los ojos.
—Vamos, Dexter, demuéstrame cuánto me deseas.
Mis palabras le avivan. Su deseo crece y siento que se le nubla la mente. Dexter, acalorado, me empala sobre el arnés. Lo disfruta. Lo veo en sus ojos. El aire escapa de su boca.
—No te detengas... ¡No pares! —grito.
Dexter no podría haberse detenido aunque lo hubiera querido, y cuando me aprieta una última vez contra el arnés y suelta un gruñido de satisfacción, sé que he conseguido mi

objetivo. Dexter ha disfrutado tanto como Eric y como yo.

32
Una tarde en la que Flyn y yo patinamos en el garaje cogidos de la mano, de pronto, la puerta mecánica comienza a abrirse. Eric llega antes de su hora. Los dos nos quedamos paralizados.
¡Menuda pillada, y menuda bronca que nos va a caer!
Rápidamente, reacciono, tiro del muchacho y salimos del garaje. Pero Eric nos pisa los talones y no sé qué hacer. No nos da tiempo a quitarnos los patines ni a llegar a ningún sitio.
Como una loca, abro la puerta que lleva a la piscina cubierta. El niño me mira, y yo pregunto:
—¿Bronca, o piscina?
No hay nada que pensar. Vestidos y con patines nos tiramos a la piscina. Según sacamos nuestras cabezas del agua, la puerta se abre, y Eric nos mira. Con disimulo, los dos nos apoyamos en el borde de la piscina. Nuestros pies con los patines sumergidos no se ven.
Asombrado, Eric se acerca hasta nosotros y pregunta:
—¿Desde cuándo uno se mete en la piscina con ropa?
Flyn y yo nos miramos, reímos, y respondo:
—Ha sido una apuesta. Hemos jugado a la Play, y el perdedor lo tenía que hacer.
—¿Y por qué estáis los dos en el agua? —insiste, divertido, Eric.
—Porque Jud es una tramposa —se queja Flyn—. Y como yo la he ganado, cuando se ha tirado ella, me ha tirado a mí.
Eric ríe. Le encanta ver el buen rollo que hay últimamente entre su sobrino y yo. Con dulzura, dejo que me bese sin mostrar mis pies. Le doy un beso en los labios.
—¿Cómo está el agua? —pregunta.
—¡Estupenda! —decimos al unísono Flyn y yo.
Encantado, toca la cabeza mojada de su sobrino y, antes de salir por la puerta, indica:
—Poneos un bañador si queréis seguir en el agua.
—Vamos, cariño. ¡Anímate y ven!
Iceman me mira, y antes de desaparecer por la puerta, contesta con gesto cansado:
—Tengo cosas que hacer, Jud.
En cuanto Eric cierra la puerta, nos sentamos en el borde de la piscina. Rápidamente, nos quitamos los patines y los escondemos en un armario que hay al fondo.
—Ha faltado poco —murmuro, empapada.
El pequeño ríe, yo también, y sin más nos volvemos a tirar a la piscina. Cuando
salimos una hora después de ella, Flyn se agarra a mi cintura.
—No quiero que te vayas nunca, ¿me lo prometes?
Emocionada por el cariño que el niño me demuestra, le beso en la cabeza.
—Prometido.
Esa tarde, Flyn se marcha a casa de Sonia. Según él, tiene cosas que hacer. Su secretismos me hacen gracia. Eric está serio. No está enfadado, pero su gesto me demuestra que le ocurre algo. Intento hablar con él y al final consigo saber que le duele la cabeza. Eso me alarma. ¡Sus ojos! Sin decir nada se va a descansar a nuestra habitación. No lo sigo. Quiere estar solo.
Sobre las seis de la tarde, Susto, aburrido porque Flyn se ha llevado a Calamar, me pide a su manera que vayamos a dar su paseo. Eric ya ha salido de nuestra habitación y está en su despacho. Tiene mejor aspecto. Sonríe. Eso me tranquiliza. Intento que me acompañe, que le dé el aire. Pero se niega. Al final, desisto.
Abrigada con mi plumón rojo, gorro, guantes y bufanda, salgo al exterior de la casa. No hace frío. Susto corre, y yo corro tras él. Cuando traspasamos la verja negra, comienzo a tirarle bolas de nieve. El perro, divertido, corre y corre mientras da vueltas a mi alrededor.
Durante un buen rato, paseamos por la carretera. La urbanización donde vivimos es enorme y decido disfrutar de la tarde y caminar aunque ya ha anochecido. De pronto, veo un coche parado en la cuneta. Con curiosidad me acerco. Un hombre trajeado de unos cuarenta años habla por teléfono con el cejo fruncido.
—Llevo esperando la jodida grúa más de una hora. Mándela ¡ya!
Dicho esto cuelga y me mira. Yo sonrío y pregunto:
—¿Problemas?
El trajeado asiente y, sin muchas ganas de hablar, contesta:
—Las luces del coche.
Curiosa, miro el coche. Un Mercedes.
—¿Puedo echarle un ojo a su automóvil?
—¿Usted?
Ese «¿usted?» con sonrisita de superioridad no me gusta, pero suspiro, lo miro y respondo:
—Sí, yo. —Y al ver que no se mueve, insisto—. No tiene nada que perder, ¿no cree?
Boquiabierto, asiente. Susto está a mi lado. Le pido que abra el capó, y lo hace desde el interior del coche. Una vez abierto, cojo la varilla y lo aseguro para que no se cierre. Mi padre siempre me ha dicho que lo primero que tengo que mirar cuando me fallan las luces del coche son los fusibles. Con la mirada, busco dónde está la caja de fusibles en ese modelo de coche, y cuando la localizo, la abro. Miro un par de ellos y encuentro lo que pasa.
—Tiene un fusible fundido.
El hombre me mira como si le estuviera explicando la teoría del calamar adobado.
—¿Ve esto? —digo, enseñándole el fusible de color azul. El hombre asiente—. Si se fija, verá que está fundido. No se preocupe, la luz de su coche está bien. Sólo hay que cambiar el fusible para que la bombilla del coche vuelva a funcionar.
—Increíble —asiente el hombre, mirándome.
¡Oh, Dios!, cómo me gusta dejar a los hombres boquiabiertos por estas cosas. ¡Gracias, papá! Cuánto agradezco que mi padre me enseñara a ser algo más que una princesa.
Separándome de él, que se ha acercado más de la cuenta, pregunto:
—¿Tiene fusibles?
Vuelvo a darme cuenta de que no tiene ni idea de lo que le pregunto y, divertida, insisto:
—¿Sabe dónde tiene la caja de herramientas del coche?
El guapo trajeado abre el portón trasero del vehículo y me entrega lo que le pido. Bajo su atenta mirada, busco el fusible del amperaje que necesito y, tras encontrarlo, lo introduzco donde corresponde, y dos segundos después la luz delantera del coche vuelve a funcionar.
La cara del tipo es increíble. Le acabo de dejar alucinado. Que una desconocida, una mujer, se le acerque y le arregle el coche en un pispás le ha dejado totalmente descolocado. Y acercándose a mí, dice:
—Muchas gracias, señorita.
—De nada —sonrío.
Me mira con sus ojos claros y, tendiéndome la mano, dice:
—Mi nombre es Leonard Guztle, ¿y usted es?
Le doy la mano, y respondo:
—Judith. Judith Flores.
—¿Española?
—Sí —sonrío, encantada.
—Me encantan los españoles, sus vinos y la tortilla de patatas.
Asiento y suspiro. Éste, al menos, no ha dicho «¡olé!».
—¿Puedo tutearla?
—Por supuesto, Leonard.
Durante unos segundos, siento que recorre con sus claros ojos mi cara, hasta que pregunta:
—Me gustaría invitarte a una copa. Después de lo que has hecho por mí, es lo mínimo que puedo hacer para agradecértelo.
¡Vaya!, ¿está ligando conmigo?
Pero dispuesta a cortar eso de raíz, sonrío y respondo:
—Gracias, pero no. Llevo algo de prisa.
—¿Puedo llevarte donde me digas? —insiste.
En ese momento, Susto da un ladrido y corre hacia un coche que se acerca a nosotros. Es Eric. Su mirada y la mía se cruzan, y ¡guau!, está serio. Para el coche, se baja y, acercándose a mí, murmura tras besarme y agarrarme por la cintura.
—Estaba preocupado. Tardabas demasiado. —Después, mira al hombre, que nos observa, y dice, tendiéndole la mano—. ¡Hola, Leo!, ¿qué tal?
¡Vaya, se conocen!
Sorprendido por la presencia de Eric, el hombre nos mira y mi chico aclara:
—Veo que has conocido a mi novia.
Un silencio tenso toma el lugar, y yo no entiendo nada, hasta que Leonard, repuesto por encontrarse con Eric, asiente y da un paso atrás.
—No sabía que Judith fuera tu novia. —Ambos cabecean, y Leonard prosigue—: Pero quiero que sepas que ella solita me acaba de arreglar el coche.
—Venga, ya..., si sólo te he cambiado un fusible.
Leonard sonríe, y murmura mientras toca con su dedo la congelada punta de mi nariz:
—Has sabido hacer algo que yo no sabía, y eso, jovencita, me ha sorprendido.
Tensión. Eric no sonríe.
—¿Cómo está tu madre? —pregunta el hombre.
—Bien.
—¿Y el pequeño Flyn?
—Perfecto —responde Eric con sequedad.
¿Qué ocurre? ¿Qué les pasa? No entiendo nada. Al final nos despedimos. Leornard arranca su Mercedes, encience las luces y se va. Eric, Susto y yo nos montamos en el coche. Arranca, pero sin moverse de su sitio, pregunta:
—¿Qué hacías con Leo a solas?
—Nada.
—¿Cómo que nada?
—Venga, va..., estaba sin luces en el coche y le he cambiado un fusible. Sólo he hecho eso, no te enfades.
—¿Y por qué has tenido que hacerlo?
Atónita por esa absurda pregunta, murmuro:
—Pues, Eric..., porque me ha salido así. Mi padre me ha educado de esta manera. Por cierto, ¿de qué lo conoces?
Eric me mira.
—Ese imbécil al que le has arreglado el coche es Leo, el que era el novio de Hannah cuando ocurrió todo y el que se desprendió de Flyn sin pensar en él.
¡Las carnes se me abren!
¿Ese idiota es quien no quiso saber de Flyn cuando Hannah murió? Si lo sé, le arregla el fusible a ese estúpido su tía la del pueblo.
Los ojos de Eric escupen fuego. Está muy enfadado. Con frustración por los recuerdos que esto le trae, da un golpe al volante con las manos.
—Parecías muy a gusto con él.
No quiero discutir e, intentando mantener el control, murmuro:
—Oye, cariño, yo no sabía quién era ese hombre. Solamente he sido simpática y...
—Pues no lo seas —me corta—. A ver cuándo te das cuenta de que aquí, si eres tan simpática con un hombre, se creen que estás ligando.
Eso me hace sonreír. Los alemanes son algo particulares en muchas cosas, y ésa es una de ellas.
—¿Estás celoso?
Eric no responde. Me mira con esos ojazos que me tienen loca. Al final, sisea:
—¿He de estarlo?
Niego con la cabeza mientras le doy al botón de los CD del coche y me sorprendo al ver que Eric escucha mi música. Mientras Eric protesta y yo sonrío, Luis Miguel canta:
Tanto tiempo disfrutamos de este amor, nuestras almas se acercaron tanto así,
que yo guardo tu sabor, pero tú llevas también, sabor a mí.
¡Oh, Dios, qué bolero más romántico!
Miro a Eric. Su ceño fruncido me hace suspirar, y sin dejarle continuar con sus quejas, pregunto:
—¿Estás mejor de tu dolor de cabeza?
—Sí.
Tengo que hacer algo. Tengo que relajarlo y hacerlo sonreír. Por ello, digo:
—Sal del coche.
Sorprendido, me mira y pregunta:
—¿Cómo?
Abro la puerta del coche y repito:
—Sal del coche.
—¿Para qué?
—Sal del coche, y lo sabrás —insisto.
Cuando lo hace, da un portazo. En su línea. Antes de salir yo subo la música a tope y dejo mi puerta abierta. Susto sale también. Después, camino hacia donde está mi gruñón preferido y, abrazándolo, digo ante su cara de mosqueo:
—Baila conmigo.
—¡¿Qué?!
—Baila conmigo —insisto.
—¿Aquí?
—Sí.
—¿En medio de la calle?
—Sí... Y bajo la nieve. ¿No te parece romántico e ideal?
Eric maldice. Yo sonrío. Va a darse la vuelta, pero dándole un tirón del brazo, le exijo tras propinarle un fuerte azote:
—¡Baila conmigo!
Duelo de titanes. Alemania contra España. Al final, cuando arrugo la nariz y sonrío, claudica.
¡Olé la fuerza española!
Me abraza. Es un momento mágico. Un instante irrepetible. Baila conmigo. Se relaja. Cierro los ojos en los brazos de mi amor mientras la voz de Luis Miguel dice:
Pasarán más de mil años, muchos más.
Yo no sé si tendrá amor la eternidad.
Pero allá, tal como aquí, en la boca llevarás
sabor a mí.
—Tiene su puntillo verte celoso, cariño, pero no has de estarlo. Tú para mí eres único e irrepetible —murmuro sin mirarlo, abrazada a él.
Noto que sonríe. Yo lo hago también. Bailamos en silencio, y cuando la canción termina, lo miro y pregunto:
—¿Más tranquilo? —No responde. Sólo me observa, y añado mientras le pongo caritas—: Te quiero, Iceman.
Eric me besa. Devora mis labios y murmura sobre mi boca:
—Yo sí que te quiero, cuchufleta.
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