23
Como ya imaginaba, durante el
tratamiento Eric se ha vuelto todavía más insoportable. Un auténtico tirano con
todos. No le hace gracia nada de lo que tiene que hacer y protesta día sí, día
también. Como lo conozco, no le hago ni caso, aunque a veces sienta unas
irrefrenables ganas de meter su cabeza en la piscina y no sacarla.
Marta ha hablado con varios
especialistas durante estos días. Como es lógico, quiere lo mejor para su
hermano y me mantiene informada de todo. Las gotas que Eric se tiene que echar
en los ojos lo destrozan. Le duele la cabeza, le revuelven el estómago y no le
dejan ver bien. Se agobia.
—¿Otra vez? —protesta Eric.
—Sí, cariño. Toca echarlas de
nuevo —insisto.
Maldice, blasfema, pero, cuando
ve que no me muevo, se sienta y, tras resoplar, me permite hacerlo.
Sus ojos están enrojecidos.
Demasiado. Su color azul está apagado. Me asusto. Pero no dejo que vea el miedo
que tengo. No quiero que se agobie más. Él también está asustado. Lo sé. No
dice nada, pero su furia me hace ver el temor que tiene a su enfermedad.
Es de noche y estamos envueltos
por la oscuridad de nuestra habitación. No puedo dormir. Él, tampoco.
Sorprendiéndome, pregunta:
—Jud, mi enfermedad avanza. ¿Qué
vas a hacer?
Sé a lo que se refiere. Me
acaloro. Deseo machacarle por permitirse pensar tonterías. Pero, volviéndome
hacia él en la oscuridad, respondo:
—De momento, besarte.
Lo beso, y cuando mi cabeza
vuelve a estar sobre la almohada, añado:
—Y, por supuesto, seguir
queriéndote como te quiero ahora mismo, cariño.
Permanecemos callados durante un
rato, hasta que insiste:
—Si me quedo ciego, no voy a ser
un buen compañero.
La carne se me pone de gallina.
No quiero pensar en ello. No, por favor. Pero él vuelve al ataque.
—Seré un estorbo para ti, alguien
que limitará tu vida y...
—¡Basta! —exijo.
—Tenemos que hablarlo, Jud. Por
mucho que nos duela, tenemos que hablarlo.
Me desespero. No tengo nada de
que hablar con él. Da igual lo que le pase. Yo le quiero y le voy a seguir
queriendo. ¿Acaso no se da cuenta de ello? Pero, al final, sentándome en la
cama, siseo:
—Me duele oírte decir eso. ¿Y
sabes por qué? Porque me haces sentir que si alguna
vez a mí me pasa algo debo
dejarte.
—No, cariño —murmura, atrayéndome
hacia él.
—Sí..., sí, cariño —insisto—.
¿Acaso yo soy diferente a ti? No. Si yo tengo que plantearme tener que dejarte,
tú deberás plantearte tener que dejarme a mí ante una enfermedad. —Con cierta
sensación de agitación, continúo hablando—: ¡Oh, Dios!, espero que nunca me
pase nada, porque, si encima de que me pasa algo, tengo que vivir sin ti,
sinceramente, no sabría qué hacer.
Tras un silencio que me da a
entender que Eric ha comprendido lo que he dicho, me acerca a él y besa mi
frente.
—Eso nunca ocurrirá porque...
No le dejo continuar. Me levanto
de la cama. Abro mi cajón. Saco varias cosas, entre ellas una media negra, y
sentándome a horcajadas sobre él, digo:
—¿Me dejas hacer algo?
—¿El qué? —pregunta, sorprendido
por el giro de la conversación.
—¿Confías en mí?
Pese a la oscuridad de nuestra
habitación, veo que asiente.
—Levanta la cabeza.
Me hace caso. Con delicadeza,
paso la media negra alrededor de su cabeza, sobre sus ojos, y hago un nudo
atrás.
—Ahora no ves absolutamente nada,
¿verdad?
No habla; sólo niega con la
cabeza. Me tumbo sobre él.
—Aunque algún día no me veas,
adoro tu boca —la beso—, adoro tu nariz —la beso—, adoro tus ojos —los beso por
encima de la media— y adoro tu bonito pelo y, sobre todo, tu manera de gruñir y
enfadarte conmigo.
Me siento sobre él, y cogiéndole
las manos, las pongo sobre mi cuerpo.
—Aunque algún día no me veas
—prosigo—, tus fuertes manos me podrán seguir tocando. Mis pechos se seguirán
excitando ante tu roce y tu pene. ¡Oh, Dios, tu duro, alucinante, morboso y
enloquecedor pene! —musito, excitada, mientras me aprieto contra él—. Será el
que me haga jadear, enloquecer y decirte eso de «Pídeme lo que quieras».
Las comisuras de sus labios se
curvan. ¡Bien! Estoy consiguiendo que sonría. Con ganas de seguir, pongo en sus
manos la joya anal y murmuro, llevándola a su boca.
—Chúpala.
Hace lo que le pido y después
guío su mano hasta mi trasero y susurro cerca de su cara:
—Aunque algún día no me veas,
seguirás introduciendo la joya en, como dices tú, «mi bonito culito». Y lo
harás porque te gusta, porque me gusta y porque es nuestro juego, cariño.
Vamos, hazlo.
Eric, a tientas, toca mi trasero,
y cuando localiza el agujero de mi ano, hace lo que le pido. Mete la joya anal,
mi cuerpo la recibe, y ambos jadeamos.
Excitada por lo que estoy
haciendo, paseo mi boca por su oreja.
—¿Te gusta lo que has hecho,
cariño?
—Sí..., mucho —ronronea mientras
me aprieta con sus manos las nalgas.
Su deseo sexual crece por
segundos. Esto lo excita mucho, y mientras mueve la joya en mí, digo, deseosa
de volverlo loco:
—Aunque algún día no me veas,
podrás seguir devorándome a tu antojo. Abriré mis piernas para ti y para quien
tú me digas, y te juro que disfrutaré y te haré disfrutar de ello como lo haces
siempre. Y lo harás porque tú guiarás. Tú tocarás. Tú ordenarás. Soy tuya,
cariño, y sin ti, nada de nuestro
juego es válido porque a mí no me vale. —Eric gime, y yo añado—: Vamos, hazlo.
Juega conmigo.
Me bajo de su cuerpo y me tumbo a
su lado. Tiro de su mano y la coloco sobre mí. A tientas, me toca; su boca,
desesperada, pasea por mi cuerpo, por mi cuello, mis pezones, mi ombligo, mi
monte de Venus, y le guío hasta dejarlo justo entre mis piernas. Sin necesidad
de que me lo pida, las abro para él.
—¿Más abiertas? —pregunto.
Eric me toca.
—Sí.
Sonrío, y me abro más.
En décimas de segundo me devora.
Su lengua entra y busca mi clítoris. Juega con él. Tira de él con los labios, y
cuando lo tiene hinchado, da toquecitos que me hacen gritar y arquearme,
enloquecida. Me muevo. Jadeo. Él mueve mi joya anal al mismo tiempo que tira de
mi clítoris, y yo me vuelvo loca. Con fogosidad me agarra con sus manos los
muslos y me menea a su antojo sobre su boca mientras yo, con mi mano, le toco
el pelo y murmuro, gustosa:
—No necesitas ver para darme
placer. Para hacerme feliz. Para volverme loca. Así..., cariño..., así.
Durante unos minutos, mi loco
amor prosigue con su asolador ataque.
Calor..., calor..., tengo mucho
calor, y él me lo provoca.
En la oscuridad de la habitación,
yo lo observo. Con movimientos elegantes y felinos se mueve como un tigre sobre
mí, devorando a su presa. Él a mí no me puede ver. La oscuridad y la media que
le he puesto alrededor de los ojos se lo impiden. Su respiración se acelera. Su
boca busca la mía y me besa. Instantes después, y sin hablar, con una de sus
manos, coge su erección mientras con la otra toca la humedad de mi vagina.
—Estoy empapada por ti, cariño
—le susurro al oído—. Sólo por ti.
Con desespero, guía su dura
erección por mi hendidura, hasta que con un certero movimiento se introduce en
mí. Los dos jadeamos. Eric me agarra, se aprieta contra mí mientras menea sus
caderas y yo apenas me puedo mover. Su peso me inmoviliza. Me chupa el cuello.
Yo a él le muerdo el hombro.
—Aunque algún día no me veas,
seguirás poseyéndome con pasión, con fuerza y con vitalidad, y yo te recibiré
siempre, porque soy tuya. Tú eres mi fantasía. Yo soy la tuya. Y juntos,
disfrutaremos ahora y siempre, cariño.
Eric no habla. Sólo se deja
llevar por el momento. Y, cuando los dos llegamos al clímax, me abraza y
afirma:
—Sí, cariño. Ahora y siempre.
24
Durante los días del tratamiento
no va a trabajar. No puede. Desde casa yo le ayudo con los e-mails y
respondo como una buena secretaria a todo lo que él me pide. Cuando recibe
algún correo de Amanda, siento ganas de degollarla. ¡Bruja! Con curiosidad
cotilleo los mensajes entre ellos dos y me parto de risa al leer uno de meses
atrás en el que Eric le exige que cambie su actitud en cuanto a él. Le explica
que es un hombre con pareja y que su pareja para él es lo primero. ¡Olé y olé
mi Iceman! Me gusta ver que le ha dejado las cosas claras a esa lagarta.
En varias ocasiones, deseo
meterle la cabeza en la papelera o graparle las orejas a la mesa cuando se pone
tonto y gruñón. ¡Es insoportable! Pero, cuando se le pasa, ¡lo adoro y me lo
como a besos!
Sonia, su madre, viene a
visitarlo y, cuando Eric no está pendiente de nosotros, me anima para que vaya
a por la moto de Hannah. Decididamente, voy a ir a por ella. Tras los días de
tensión que estoy pasando con Eric, necesito desfogarme. Y saltar con una moto
de motocross, para mí, es la mejor opción.
El día de la operación se acerca.
A Eric le sube la tensión y yo intento relajarlo de la mejor manera que sé.
¡Con sexo! Una de las noches en las que mi Iceman está tumbado en la cama con
un antifaz de gel frío sobre los ojos para que le descanse la vista, decido
sorprenderle para que no piense en la operación. Cariñosa, me tumbo sobre él y
susurro sobre su boca:
—¡Hola, señor Zimmerman!
Eric se va a quitar el antifaz y
yo le sujeto las manos.
—No..., no te lo quites.
—No te veo, cariño.
Acercando mi boca a su oído,
musito para ponerle la carne de gallina:
—Para lo que voy a hacer, no me
tienes que ver.
Sonríe, y yo también.
—Vamos a jugar a varios juegos
quieras o no quieras.
—Vale..., pues quiero —dice con
humor.
Lo beso. Me besa, y paladeo su
pasión.
—Te explico cómo se juega, ¿te
parece? —Eric asiente—. El primer juego se llama «La pluma». Yo la paso por tu
cuerpo, y si estás más de dos minutos sin reírte, sin hablar y sin quejarte,
haré lo que me pidas, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, pequeña.
—El segundo juego se llama «La
caja de los deseos y los castigos».
—Sugerente nombre. Éste creo que
me va a gustar —asevera, riendo mientras me
agarra por la cintura
posesivamente.
Divertida, le quito las manos de
mi cintura.
—Céntrate, cariño. En una cajita
he metido cinco deseos y cinco castigos. Tú eliges uno, lo leo, y si no me
concedes ese deseo, te impongo un castigo. —Eric ríe, y prosigo—: Y el tercer
juego trata de que tú te dejes hacer. Por lo tanto, quietecito que yo te hago.
¿Qué te parece?
—Perfecto —dice, alegre.
—Genial. Si veo que no te estás
quietecito, te ataré, ¿entendido?
Eric suelta una carcajada y
asiente.
—Muy bien, señor Zimmerman, lo
primero que voy a hacer es desnudarlo.
Con mimo, le quito la camiseta
blanca y el pantalón de algodón negro que lleva. Cuando le voy a quitar los
calzoncillos, ¡guau!, ya está empalmado, y la boca se me reseca inmediatamente.
Eric es tentador; muy, muy tentador. Sin decirle nada, enciendo la cámara de
vídeo; quiero que luego se vea en los juegos. Estoy segura de que le gustará y
le hará reír.
Una vez que lo tengo desnudo,
cojo una pluma que he encontrado en la cocina. Comienzo a pasársela por el
cuerpo. Delicadamente le rozo el cuello, y luego bajo la pluma hasta los
pezones, y éstos se ponen duros ante el contacto. Sonrío. La pluma continúa por
sus abdominales, rodeo su ombligo, y cuando llego a su pene, un jadeo hueco
sale de su boca. Continúo divirtiéndome y los minutos pasan mientras sigo
moviendo la pluma por su maravilloso cuerpo. Finalmente, coge mi mano.
—Señorita Flores, creo que he
ganado. Ya han pasado más de dos minutos. No sea tramposa.
Miro el reloj y, sorprendida, me
doy cuenta de que han pasado siete. ¡Cómo se me pasa el tiempo mientras
disfruto de mi adicción! Sonrío y suelto la pluma.
—Tiene razón, señor. ¿Qué desea
que haga por usted?
Con un dedo dice que me acerque a
él. Sonrío y me agacho.
—Quiero que te desnudes, del
todo.
Lo hago. Me quito el pijama y las
bragas y, cuando estoy totalmente desnuda, le informo:
—Deseo cumplido, señor.
Sin que pueda verme a causa del
antifaz, me busca con las manos, hasta que me encuentra. Su mano toca mi
estómago y después sube lentamente hasta mi pecho. Lo rodea y aprieta un pezón
con sus dedos.
—Muy bien. Ya he cumplido su
deseo. Pasemos al juego siguiente.
—¿El de deseo o castigo?
—pregunta.
—¡Ajá!
Cojo la cajita donde he metido
varios papelitos y la pongo ante él. Tomo su mano y la introduzco en la caja.
—Coge un deseo, y yo lo leeré.
Eric hace lo que le pido. Suelto
la caja e, inventándome lo que pone, digo:
—Deseo una moto. ¿Le importa
señor que me traiga la mía de España?
Su gesto cambia.
—Sí, me importa. No quiero que te
mates.
Eso me hace soltar una carcajada.
Y como no quiero discutir con él, digo rápidamente:
—Muy bien, señor Zimmerman. Como
no va a satisfacer mi deseo, le toca coger un
papelito de castigo.
Sonríe. Vuelve a hacer lo que le pido
y leo:
—Su castigo por no querer cumplir
mi deseo es estarse quieto y no tocarme mientras yo hago lo que quiero con su
cuerpo.
Asiente. Sé que lo de la moto le
ha cortado un poco el rollo, pero así sé yo por dónde cogerlo para cuando me
traiga la moto de su hermana.
Con un pincel y chocolate
líquido, comienzo a pintarle el cuerpo. La cámara graba, y Eric sonríe mientras
yo rodeo sus pezones con chocolate. Luego, hago un camino que rodea sus
abdominales, pasa por su ombligo y acaba en sus oblicuos. Mojo el pincel en más
chocolate y ahora llego hasta su duro pene. Sonríe y se mueve. Lo pinto con
delicadeza y noto su inquietud. Su impaciencia. Una vez que dejo el pincel
llevo mi boca hasta sus pezones y los chupo. Paladeo el gusto a chocolate junto
a su delicioso sabor. Me deleito. Sigo el sendero que he marcado. Bajo mi
lengua por sus abdominales, y Eric hace ademán de tocarme. Cojo sus manos y las
retiro de mí mientras me quejo:
—No..., no..., no..., no puede
usted tocarme. ¡Recuérdelo!
Eric se mueve nervioso. Le estoy
provocando. Rodeo con mi lengua su ombligo, y después, ansiosa, chupo sus
oblicuos. Y cuando mi lengua llega a su pene y lo chupo, finalmente jadea. Paso
mi lengua con deleite por donde sé que le vuelve loco una y otra vez. Se
contrae. Rodeo con mimo su pene y muerdo con delicadeza el aparatito que me
hace locamente feliz. Así estoy durante un buen rato, hasta que no puede más y,
aún con el antifaz puesto, me exige:
—Fin del juego, pequeña. Ahora
fóllame.
Encantada de la vida, hago lo que
me pide. Me siento a horcajadas sobre él y, mientras me empalo en su duro,
ardiente y maravilloso pene, suspiro; el olor a chocolate y sexo nos rodea.
Subo y bajo en busca de nuestro placer con mimo en tanto me abro poco a poco
para recibirlo. Pero la impaciencia de mi Iceman puede con él. Se quita el
antifaz, lo tira al suelo y, antes de que me dé cuenta, me ha tumbado sobre la
cama y, mirándome a los ojos, murmura:
—Ahora el mando lo tomo yo.
Pasamos al tercer juego. Ya sabes, amor: estate quietecita o te tendré que
atar.
Sonrío. Me besa. Me abre las
piernas con sus piernas y sin piedad me vuelve a penetrar, y yo jadeo. Intento
moverme, pero su peso me tiene inmovilizada mientras se aprieta con fuerza
dentro de mí.
—Una grabación muy excitante
—susurra al ver la cámara frente a nosotros.
No puedo hablar. No me deja.
Vuelve a meter su lengua en mi boca y me hace suya mientras mueve sus caderas
una y otra vez, y yo jadeo enloquecida. El juego le ha sobreexcitado, le ha
hecho olvidar la operación y, subiendo mis piernas a sus hombros, comienza a
bombear dentro de mí con pasión. Con deleite.
Esa noche Eric duerme abrazado a
mí. Hemos visto la grabación y nos hemos reído. Lo he sorprendido con mis
juegos y, antes de dormirme, me dice al oído:
—Me debes la revancha.
Dos días después, lo operan.
Marta y su equipo le hacen en los
ojos el microbypass trabecular. Sólo decir el nombre me da miedo. Junto a su
madre, aguardo en la sala de espera del hospital. Estoy nerviosa. Mi corazón
late acelerado. Mi amor, mi chico, mi novio, mi alemán, está sobre la mesa de
un quirófano y sé que no lo está pasando bien. No lo dice, pero sé que está
asustado.
Sonia me toma las manos, me da
fuerzas y yo se las doy a ella. Ambas sonreímos.
Espero..., espero..., espero...
El tiempo pasa lentamente, y yo espero.
Cuando para mí ha transcurrido
una eternidad, Marta sale del quirófano y nos mira con una amplia sonrisa. Todo
ha ido estupendamente bien, y aunque el alta es inmediata, ella ha mentido a
Eric y le ha dicho que tiene que pasar la noche allí. Yo asiento. Sonia se
relaja, y las tres nos abrazamos.
Insisto en quedarme esta noche
con él en el hospital. En la oscuridad de la habitación lo miro. Lo observo.
Eric está dormido, y yo no puedo dormir. No me imagino una vida sin él. Estoy
tan enganchada a mi amor que pensar en que algún día lo nuestro pueda terminar
me rompe el corazón. Cierro los ojos, y finalmente, agotada, me duermo.
Cuando despierto, me encuentro
directamente con la mirada de mi chico. Postrado en la cama me observa y, al
ver que abro los ojos, sonríe. Yo lo imito.
Esa mañana le dan el alta y
regresamos a nuestra casa. A nuestro hogar.
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