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Pídeme lo que quieras, ahora y siempre Cap.21 y 22

Tres días después llega una furgoneta del aeropuerto con las cosas de mi pequeña mudanza de Madrid.
Sólo veinte cajas, pero ¡estoy pletórica! El resto sigue en mi casa. ¡Nunca se sabe!
Tener mis cosas es importante, y durante días me dedico a colocarlas por toda la casa. Eric y yo estamos bien. Tras la esplendorosa noche de sexo que tuvimos el día de la discusión, no podemos parar de besarnos. Lo sorprendí. Lo tenté y lo volví loco. Es vernos y desear tocarnos. Es estar solos y desnudarnos con mayor pasión.
A estas alturas, puedo asegurar que estoy enganchada a «Locura esmeralda». ¡Vaya con el culebrón! En cuanto comienza, Simona me avisa, y las dos nos sentamos juntitas en la cocina para ver sufrir a Esmeralda Mendoza. ¡Pobre chica!
Una mañana suena el teléfono. Simona me lo pasa. Es mi padre.
—¡Papá! —grito, encantada.
—¡Hola, morenita! ¿Cómo estás?
—Bien, pero echándote mucho de menos.
Hablamos durante un rato y le cuento el problema que tengo con Flyn.
—Paciencia, cariño —me indica—. Ese niño necesita paciencia y calorcito humano. Obsérvalo e intenta sorprenderlo. Seguro que si lo sorprendes, ese niño te adorará.
—La única manera de sorprenderlo es marchándome de esta casa. Créeme, papá, ese niño es...
—Un niño, hija. Con nueve años es un niño.
Resoplo y suspiro.
—Papá, Flyn es un viejo prematuro. Nada que ver con nuestra Luz. Protesta por todo, ¡me odia! Para él soy un grano en el culo. Tendrías que ver cómo me mira.
—Morenita..., ese crío, para lo pequeño que es, ha sufrido mucho. Paciencia. Ha perdido a su madre, y aunque su tío se ocupa de él, estoy segura de que se encuentra perdido.
—Eso no te lo niego. Intento acercarme a él, pero no me deja. Únicamente lo veo feliz cuando está enganchado a la Wii o a la Play, solo o con su tío.
Mi padre ríe.
—Es porque todavía no te conoce. Estoy seguro de que en cuanto conozca a mi morenita no podrá vivir sin ti.
Al colgar lo hago con una tremenda sonrisa en los labios. Mi padre es el mejor. Nadie como él para subir mi autoestima y darme fuerzas para todo.
Es domingo, y Eric propone que lo acompañe al campo de tiro. Flyn y yo vamos con él. Me presenta a todos sus amigos y, como siempre, cuando se enteran de que soy
española, me toca oír las palabras «olé», «toro» y «paella», cómo no. ¡Qué pesaditos!
Observo que Eric es un tirador certero y me sorprende. Con su problema en la vista nunca habría pensado que pudiera practicar un deporte así. No me gustan las armas. Nunca me han agradado, y cuando Eric me propone tirar, me niego.
—Eric, ya te he dicho que no me gusta.
Sonríe. Me mira y murmura, dándome un beso en los labios:
—Pruébalo. Quizá te sorprenda.
—No. He dicho que no. Si a ti te gusta, ¡adelante! No seré yo quien te quite este placer. Pero no pienso hacerlo yo, ¡me niego! Es más, ni siquiera me parece aceptable que Flyn las vea con tanta naturalidad. Las armas son peligrosas, aunque sean olímpicas.
—En casa, están bajo llave. Él no las toca. Lo tiene prohibido —se defiende.
—Es lo mínimo que puedes hacer. Tenerlas bajo llave.
Mi alemán sonríe y desiste. Ya me va conociendo, y si digo no, es no.
Pasan unos cuantos días más y decido dar alegría a la casa. Me llevo de compras a Simona. La mujer me acompaña encantada y se ríe cuando ve las cortinas color pistacho que he comprado para el salón junto a los visillos blancos. Según ella, al señor no le gustarán, pero según yo, le tienen que gustar. Sí o sí. Trato infructuosamente de que Norbert y Simona me llamen Judith, pero es imposible. El «señorita» parece mi primer nombre, y al final dejo de intentarlo.
Durante días compramos todo lo que se me antoja. Eric está feliz por verme tan motivada y da carta blanca a todo lo que yo quiera hacer en la casa. Sólo quiere que yo sea dichosa y se lo agradezco.
Tras meditarlo conmigo misma, sin decir nada, meto a Susto en el garaje. Hace mucho frío y su tos perruna me preocupa. El garaje es enorme, y el pobre animal no pasará tanto frío. Le cambio la bufanda por otra que he confeccionado en azul y está para comérselo. Simona, al verlo, protesta. Se lleva las manos a la cabeza. «El señor se enfadará. Nunca ha querido animales en casa.» Pero yo le digo que no se preocupe. Yo me ocupo del señor. Sé que la voy a liar como se entere, pero ya no hay marcha atrás.
Susto es buenísimo. El animal no ladra. No hace nada, excepto dormitar sobre la limpia y seca manta que le he puesto en un discreto lugar del garaje. Incluso cuando Eric llega con el coche, cotilleo y sonrío al ver que Susto es muy listo y que sabe que no se debe mover. Con la ayuda de Simona, lo sacamos fuera de la parcela para que haga sus necesidades, y pocos días después, Simona adora al perro tanto o más que yo.
Una mañana, tras desayunar, Eric por fin me propone que le acompañe a la oficina. Encantada, me pongo un traje oscuro y una camisa blanca, dispuesta a dar una imagen profesional. Quiero que los trabajadores de mi chico se lleven una buena opinión de mí.
Nerviosa llego hasta la empresa Müller. Un enorme edificio y dos anexos componen las oficinas centrales en Múnich. Eric va guapísimo con su abrigo azulón de ejecutivo y su traje oscuro. Como siempre, es una delicia mirarlo. Desprende sensualidad por sus poros, y autoridad. Eso último me pone. Cuando entramos en el impresionante hall, la rubia de recepción nos mira, y los vigilantes jurados saludan al jefazo. ¡Mi chico! A mí me miran con curiosidad, y cuando voy a entrar por el torniquete, me paran. Eric, rápidamente, con voz de ordeno y mando, aclara que soy su novia, y me dejan pasar sin la tarjetita con la V de visitante.
¡Olé mi chicarrón!
Yo sonrío. El rostro de Eric es serio. Profesional. En el ascensor, coincidimos con una guapa chica morena. Eric la saluda, y ella responde al saludo. Con disimulo observo
cómo lo mira esa mujer y por sus ojos sé que lo desea. Estoy por pisotearle un pie, pero me contengo. No debo ser así. Me tengo que controlar. Cuando salimos del ascensor y llegamos a la planta presidencial, un «¡oh!» sale de mi boca. Esto nada tiene que ver con las oficinas de Madrid. Moqueta negra. Paredes grises. Despachos blancos. Modernidad absoluta. Mientras camino al lado de mi Iceman, observo el gesto serio de la gente. Todos me miran y especulan; en especial, las mujeres, que me escanean en profundidad.
Estoy algo intimidada. Demasiados ojos y expresiones serias me contemplan y, cuando nos paramos ante una mesa, Eric dice a una rubia muy elegante y guapa:
—Buenos días, Leslie, te presento a mi novia, Judith. Por favor, pasa a mi despacho y ponme al día.
La joven me mira y, sorprendida, me saluda.
—Encantada, señorita Judith. Soy la secretaria del señor Zimmerman. Cuando necesite algo, no dude en llamarme.
—Gracias, Leslie —contesto, sonriendo.
Los sigo y entramos en el impresionante despacho de Eric. Como era de esperar, es como el resto de la oficina, moderno y minimalista. Boquiabierta, me siento en la silla que él me ha indicado y, durante un buen rato, escucho la conversación.
Eric firma varios papeles que Leslie le entrega y, cuando por fin nos quedamos solos en el despacho, me mira y pregunta:
—¿Qué te parecen las oficinas?
—La bomba. Son preciosas si las comparas con las de España.
Eric sonríe y, moviéndose en su silla, susurra:
—Prefiero las de allí. Aquí no hay archivo.
Eso me hace reír. Me levanto. Me acerco a él y cuchicheo:
—Mejor. Si yo no estoy aquí, no quiero que tengas archivo.
Divertidos, reímos, y Eric me sienta en sus piernas. Intento levantarme, pero me sujeta con fuerza.
—Nadie entrará sin avisar. Es una norma importantísima.
Me río y lo beso, pero de pronto mi ceño se frunce.
—¿Importantísima desde cuándo? —quiero saber.
—Desde siempre.
Toc... Toc... ¡¡Llamando los celos!! Y antes de que yo pregunte, Eric confiesa:
—Sí, Jud, lo que piensas es cierto. He mantenido alguna que otra relación en este despacho, pero eso se acabó hace tiempo. Ahora sólo te deseo a ti.
Intenta besarme. Me retiro.
—¿Me acabas de hacer la cobra? —inquiere, divertido.
Asiento. Estoy celosa. Muy celosa.
—Cariño... —murmura Eric—, ¿quieres dejar de pensar tonterías?
Me deshago de sus manos. Rodeo la mesa.
—Con Betta, ¿verdad?
Un instante después de mencionar ese nombre, me doy cuenta de que no tenía que haberlo hecho. ¡Maldigo! Pero Eric responde con sinceridad:
—Sí.
Tras un incómodo silencio, pregunto:
—¿Has tenido algo con Leslie, tu secretaria?
Eric se repanchinga en la silla y suspira.
—No.
—¿Seguro?
—Segurísimo.
Pero aguijoneada por los celos insisto mientras el cuello comienza a picarme y me rasco.
—¿Y con la chica morena que subía con nosotros en el ascensor?
Piensa, y finalmente responde:
—No.
—¿Y con la rubia que estaba en recepción?
—No. Y no te toques el cuello, o los ronchones irán a peor.
No le hago caso y, no contenta con sus respuestas, pregunto:
—Pero ¿tú has dicho que has tenido sexo en este despacho?
—Sí.
¡Qué picor de cuello! No doy crédito y cuchicheo fuera de mí:
—Me estás diciendo que has jugado con alguien que trabaja en tu empresa.
—No.
Eric se levanta y se acerca.
—Pero si acabas de decir que...
—Vamos a ver —me corta, quitándome la mano del cuello—, no he sido un monje y sexo he tenido con varias mujeres de la empresa y fuera de ella. Sí, cariño, no lo voy a negar. Pero jugar, lo que tú y yo llamamos jugar, no he jugado con ninguna en este despacho, a excepción de Betta y Amanda.
Al recordar a esas arpías, mi corazón bombea de forma irregular.
—Claro..., Amanda, la señorita Fisher.
—Que por cierto —aclara Eric mientras me sopla el cuello— Se ha trasladado a Londres para desarrollar Müller en aquella ciudad.
Eso me congratula. Tenerla lejos me agrada, y Eric, divirtiéndose con mis preguntas, me abraza y me besa en la frente.
—Para mí, hoy por hoy, la única mujer que existe eres tú, pequeña. Confía en mi cariño. Recuerda, entre nosotros no hay secretos ni desconfianzas. Necesitamos que todo sea así para que lo nuestro funcione.
Nos miramos.
Nos retamos, y finalmente, Eric se acerca a mi boca.
—Si intento besarte, ¿me harás la cobra de nuevo?
No contesto a su pregunta.
—¿Tú confías en mí? —digo.
—Totalmente —responde—. Sé que no me ocultas nada.
Asiento, pero lo cierto es que le oculto cosas. Me azota un sentimiento de culpa. ¡Qué mal me siento! Nada que tenga que ver con sexo, pero le oculto cosas, entre ellas que escondo un perro en casa, que he saltado con la moto de Jurgen, y que su madre y Marta están apuntadas a un curso de paracaidismo.
¡Dios, cuántas cosas le oculto!
Eric me mira. Yo sonrío y, al final, resoplo y cuchicheo:
—¡Mira cómo se me ha puesto el cuello por tu culpa!
Eric ríe y me coge entre sus brazos.
—Creo que voy a ordenar que hagan un archivo en mi despacho para cuando me vengas a visitar, ¿qué te parece?
Suelto una carcajada, lo beso y, olvidándome de mis culpabilidades y mis celos,
musito:
—Es una excelente idea, señor Zimmerman.
22
Los fines de semana consigo despegar al pitufo gruñón y al enfadica del sofá. Ellos estarían todo el santo día pegados a la Wii y a la televisión. ¡Vaya dos! Vamos al cine, al teatro, a comer hamburguesas, y veo que se lo pasan bien. ¿Por qué siempre les cuesta tanto arrancar de casa? Alguna noche Eric me sorprende y me invita a cenar a un restaurante. Después me lleva a una impresionante sala de fiestas, y ahí tomamos algo mientras nos divertimos besándonos y hablando.
No ha vuelto a comentar nada sobre nuestro suplemento sexual. Cuando hacemos el amor en nuestra cama, nos susurramos fantasías calientes al oído que nos ponen como una moto, pero de momento no hemos compartido sexo con nadie. ¿Tanto me quiere para él?
Un domingo logro que salgan a pasear. Aparcamos el coche en un parking y caminamos hasta el Jardín Inglés, una maravilla de lugar en el centro de Múnich. Flyn no habla conmigo, pero yo intervengo continuamente en la conversación. Le joroba, pero al final no le queda más remedio que aceptarlo.
Por tarde los obligo a entrar en el campo de fútbol del Bayern de Múnich. Les horroriza la idea. Ellos son más de baloncesto. El sitio es enorme, grandioso, y, como si yo fuera alemana, les explico que ese equipo es el que más veces ha ganado la Bundesliga. Me escuchan, asienten, pero pasan de mí. Al final sonrío al ver sus caras de aburrimiento y, sobre las siete y media de la tarde, proponen ir a cenar. Me río. Yo a esta hora meriendo. Pero, consciente de que en especial Flyn lleva horario alemán, me amoldo.
Me llevan a un restaurante típico y aquí pruebo distintos tipos de cerveza. La Pilsen es rubia, la Weissbier es blanca y la Rauchbier, ahumada. Eric me mira, yo las paladeo y al final digo, haciéndole reír:
—Como la Mahou cinco estrellas, ¡ninguna!
La base en los platos alemanes es la harina. La emplean para hacer absolutamente de todo. Eso me explica Eric mientras devoro una weissburst o salchicha blanca. Está hecha de fino picado de ternera, especies y manteca. ¡Está de muerte! Flyn, divertido por la atención que le prestamos su tío y yo, mordisquea una rosquilla salada en forma de ocho llamada brenz. Su buen rollo y el mío es latente, y Eric simplemente lo disfruta. Durante un buen rato nos traen distintos platos. Aunque los alemanes cenan ligero, yo tengo hambre y pido rábano cortado en finas rodajas y espolvoreado con sal. Me dicen que eso se llama radi. Después nos sirven obatzda, que es un queso preparado a base de camembert, mantequilla, cebolla y pimentón dulce. Y en el postre, me vuelvo loca con el germknödel, un pastel relleno de mermelada de ciruela, elaborado con azúcar, levadura, harina y leche caliente, y servido con azúcar glas y semillas de amapolas. Vamos..., todo muy light.
Por la noche, cuando regresamos a casa, estamos molidos. Hemos andado una
barbaridad, y Flyn cae en la cama como un ceporro. Tumbados en el sofá del comedor mientras vemos una película propongo bañarnos en la piscina. Eric tiene los ojos cerrados y se niega.
—¿Te pasa algo, cielo?
—No —responde rápidamente.
—¿Te duele la cabeza? —pregunto, preocupada.
Lo miro. Él me mira. De pronto, divertido, me coge como a un saco de patatas y me lleva hasta ella. Al llegar sólo encendemos la luz del interior de la piscina y, cuando no lo espera, lo empujo y cae vestido al agua. Cuando saca la cabeza, me mira, yo levanto las cejas y pregunto, risueña:
—¿No me digas que te vas a enfadar?
Mi risa lo hace reír a él, y más cuando vestida me tiro el agua a su lado. Eric me agarra y, mientras me hace cosquillas, murmura:
—Morenita, eres una chica muy traviesa.
Sé que mis carcajadas por las cosquillas le llenan el alma y lo hacen feliz. Durante un rato, jugamos a hacernos ahogadillas mientras nos vamos quitando la ropa hasta quedar desnudos. Nos besamos. Nos tentamos y, finalmente, nos hacemos el amor.
Nunca lo he hecho hasta ahora en una piscina, pero es excitante, morboso. Y con Eric cuchicheándome al oído cosas que sabe que me ponen cardíaca todavía más.
Tras reponernos le propongo echar carreras en la piscina, pero es imposible. Eric sólo quiere besarme y disfrutar de mí. Veinte minutos después, salimos del agua. Me dirijo hacia donde sé que hay toallas, cojo dos y vuelvo a su lado. Arropados no sentamos en una bonita hamaca color café. La cómoda hamaca es como las que suelen estar sujetas a dos árboles, pero, en su defecto, aquí está enganchada a dos columnas.
Eric se deja caer a mi lado, y abrazada a él, nos movemos y parece que estamos flotando. Besos, caricias, y cuando me quiero dar cuenta, estoy sobre él devorándole el pene. Tumbado boca arriba disfruta de mis atenciones, mientras jugueteo con él y le doy besos pícaros y ardientes. Adoro su pene. Adoro la sensación de tenerlo en mi boca. Adoro su suavidad y adoro cómo Eric me toca el pelo y me anima a chupárselo. Pero la impaciencia le puede. No se sacia nunca. Se levanta, planta los pies en el suelo a ambos lados de la hamaca y, dándome la vuelta, murmura en mi oreja mientras me penetra:
—Esto por tirarme a la piscina.
—Te voy a volver a tirar —susurro mientras lo recibo.
—Pues te volveré a follar una y otra vez por ser una chica tan mala.
Sonrío. Me muerde el costado mientras con pasión sus manos aprietan mi cintura y me hace suya una y otra vez.
—Arquea las caderas para mí... Más..., más... —exige, agarrándome del pelo.
Me da un azote que resuena en toda la piscina. Yo jadeo. Hago lo que me pide. Me arqueo y profundiza más en mí. Gustosa de lo que me hace, mis jadeos retumban en la sala mientras, suspendida en la hamaca, voy y vengo ante las fuertes y maravillosas acometidas de mi amor. Una hora después, saciados de sexo, nos vamos a nuestra habitación. Tenemos que descansar.
Por la mañana, cuando me levanto y bajo a la cocina, Simona me informa de que Eric no ha ido a trabajar y que está en su despacho. Sorprendida, voy hasta donde está él y nada más abrir la puerta y ver su rostro sé que está mal. Me asusto, pero, cuando me acerco a él, dice:
—Jud, no me agobies, por favor.
Nerviosa, no sé qué hacer. Lo miro, me siento frente a él y me retuerzo las manos.
—Llama a Marta —me pide finalmente.
Con rapidez, hago lo que ha dicho.
Tiemblo.
Estoy asustada.
Eric, mi fuerte y duro Iceman, sufre. Lo veo en su rostro. En la crispación de su gesto. En sus ojos enrojecidos. Quiero acercarme a él. Quiero besarlo. Mimarlo. Quiero decirle que no se preocupe. Pero Eric no desea nada de eso. Eric sólo desea que lo deje en paz. Respeto lo que necesita y me mantengo en un segundo plano.
Media hora después, llega Marta. Trae su maletín. Al ver mi estado, con la mirada me pide que me tranquilice. Intento hacerlo mientras examina a su hermano con cuidado ante mi atenta mirada. Eric no es un buen paciente y protesta todo el rato. Está insoportable.
Marta, sin inmutarse por sus gruñidos, se sienta frente él.
—El nervio óptico está peor. Hay que meterte de nuevo en quirófano.
Eric maldice. Protesta. No me mira. Sólo blasfema.
—Te dije que esto podía pasar —indica Marta con calma—. Lo sabes. Necesitas comenzar el tratamiento para poder hacerte el microbypass trabecular.
Oír tal cosa me enfada. No me ha comentado en todo este tiempo absolutamente nada de nada. Pero no quiero discutir. No es momento. Bastante tiene él ya con esto. Pero, dispuesta a sumarme a lo que hablan, pregunto:
—¿Cuál es el tratamiento?
Marta lo explica. Eric no me mira, y cuando finaliza, afirmo con seguridad:
—Muy bien, Eric. Tú dirás cuándo lo comenzamos.

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