Tres días después llega una
furgoneta del aeropuerto con las cosas de mi pequeña mudanza de Madrid.
Sólo veinte cajas, pero ¡estoy
pletórica! El resto sigue en mi casa. ¡Nunca se sabe!
Tener mis cosas es importante, y
durante días me dedico a colocarlas por toda la casa. Eric y yo estamos bien.
Tras la esplendorosa noche de sexo que tuvimos el día de la discusión, no
podemos parar de besarnos. Lo sorprendí. Lo tenté y lo volví loco. Es vernos y
desear tocarnos. Es estar solos y desnudarnos con mayor pasión.
A estas alturas, puedo asegurar
que estoy enganchada a «Locura esmeralda». ¡Vaya con el culebrón! En cuanto
comienza, Simona me avisa, y las dos nos sentamos juntitas en la cocina para
ver sufrir a Esmeralda Mendoza. ¡Pobre chica!
Una mañana suena el teléfono.
Simona me lo pasa. Es mi padre.
—¡Papá! —grito, encantada.
—¡Hola, morenita! ¿Cómo estás?
—Bien, pero echándote mucho de
menos.
Hablamos durante un rato y le
cuento el problema que tengo con Flyn.
—Paciencia, cariño —me indica—.
Ese niño necesita paciencia y calorcito humano. Obsérvalo e intenta
sorprenderlo. Seguro que si lo sorprendes, ese niño te adorará.
—La única manera de sorprenderlo
es marchándome de esta casa. Créeme, papá, ese niño es...
—Un niño, hija. Con nueve años es
un niño.
Resoplo y suspiro.
—Papá, Flyn es un viejo
prematuro. Nada que ver con nuestra Luz. Protesta por todo, ¡me odia! Para él
soy un grano en el culo. Tendrías que ver cómo me mira.
—Morenita..., ese crío, para lo
pequeño que es, ha sufrido mucho. Paciencia. Ha perdido a su madre, y aunque su
tío se ocupa de él, estoy segura de que se encuentra perdido.
—Eso no te lo niego. Intento
acercarme a él, pero no me deja. Únicamente lo veo feliz cuando está enganchado
a la Wii o a la Play, solo o con su tío.
Mi padre ríe.
—Es porque todavía no te conoce.
Estoy seguro de que en cuanto conozca a mi morenita no podrá vivir sin ti.
Al colgar lo hago con una
tremenda sonrisa en los labios. Mi padre es el mejor. Nadie como él para subir
mi autoestima y darme fuerzas para todo.
Es domingo, y Eric propone que lo
acompañe al campo de tiro. Flyn y yo vamos con él. Me presenta a todos sus
amigos y, como siempre, cuando se enteran de que soy
española, me toca oír las
palabras «olé», «toro» y «paella», cómo no. ¡Qué pesaditos!
Observo que Eric es un tirador
certero y me sorprende. Con su problema en la vista nunca habría pensado que
pudiera practicar un deporte así. No me gustan las armas. Nunca me han
agradado, y cuando Eric me propone tirar, me niego.
—Eric, ya te he dicho que no me
gusta.
Sonríe. Me mira y murmura,
dándome un beso en los labios:
—Pruébalo. Quizá te sorprenda.
—No. He dicho que no. Si a ti te
gusta, ¡adelante! No seré yo quien te quite este placer. Pero no pienso hacerlo
yo, ¡me niego! Es más, ni siquiera me parece aceptable que Flyn las vea con
tanta naturalidad. Las armas son peligrosas, aunque sean olímpicas.
—En casa, están bajo llave. Él no
las toca. Lo tiene prohibido —se defiende.
—Es lo mínimo que puedes hacer.
Tenerlas bajo llave.
Mi alemán sonríe y desiste. Ya me
va conociendo, y si digo no, es no.
Pasan unos cuantos días más y
decido dar alegría a la casa. Me llevo de compras a Simona. La mujer me
acompaña encantada y se ríe cuando ve las cortinas color pistacho que he
comprado para el salón junto a los visillos blancos. Según ella, al señor no le
gustarán, pero según yo, le tienen que gustar. Sí o sí. Trato infructuosamente
de que Norbert y Simona me llamen Judith, pero es imposible. El «señorita»
parece mi primer nombre, y al final dejo de intentarlo.
Durante días compramos todo lo
que se me antoja. Eric está feliz por verme tan motivada y da carta blanca a
todo lo que yo quiera hacer en la casa. Sólo quiere que yo sea dichosa y se lo
agradezco.
Tras meditarlo conmigo misma, sin
decir nada, meto a Susto en el garaje. Hace mucho frío y su tos perruna
me preocupa. El garaje es enorme, y el pobre animal no pasará tanto frío. Le
cambio la bufanda por otra que he confeccionado en azul y está para comérselo.
Simona, al verlo, protesta. Se lleva las manos a la cabeza. «El señor se
enfadará. Nunca ha querido animales en casa.» Pero yo le digo que no se
preocupe. Yo me ocupo del señor. Sé que la voy a liar como se entere, pero ya
no hay marcha atrás.
Susto es buenísimo. El
animal no ladra. No hace nada, excepto dormitar sobre la limpia y seca manta
que le he puesto en un discreto lugar del garaje. Incluso cuando Eric llega con
el coche, cotilleo y sonrío al ver que Susto es muy listo y que sabe que
no se debe mover. Con la ayuda de Simona, lo sacamos fuera de la parcela para
que haga sus necesidades, y pocos días después, Simona adora al perro tanto o
más que yo.
Una mañana, tras desayunar, Eric
por fin me propone que le acompañe a la oficina. Encantada, me pongo un traje
oscuro y una camisa blanca, dispuesta a dar una imagen profesional. Quiero que
los trabajadores de mi chico se lleven una buena opinión de mí.
Nerviosa llego hasta la empresa
Müller. Un enorme edificio y dos anexos componen las oficinas centrales en
Múnich. Eric va guapísimo con su abrigo azulón de ejecutivo y su traje oscuro.
Como siempre, es una delicia mirarlo. Desprende sensualidad por sus poros, y
autoridad. Eso último me pone. Cuando entramos en el impresionante hall, la
rubia de recepción nos mira, y los vigilantes jurados saludan al jefazo. ¡Mi
chico! A mí me miran con curiosidad, y cuando voy a entrar por el torniquete,
me paran. Eric, rápidamente, con voz de ordeno y mando, aclara que soy su
novia, y me dejan pasar sin la tarjetita con la V de visitante.
¡Olé mi chicarrón!
Yo sonrío. El rostro de Eric es
serio. Profesional. En el ascensor, coincidimos con una guapa chica morena.
Eric la saluda, y ella responde al saludo. Con disimulo observo
cómo lo mira esa mujer y por sus
ojos sé que lo desea. Estoy por pisotearle un pie, pero me contengo. No debo ser
así. Me tengo que controlar. Cuando salimos del ascensor y llegamos a la planta
presidencial, un «¡oh!» sale de mi boca. Esto nada tiene que ver con las
oficinas de Madrid. Moqueta negra. Paredes grises. Despachos blancos.
Modernidad absoluta. Mientras camino al lado de mi Iceman, observo el gesto
serio de la gente. Todos me miran y especulan; en especial, las mujeres, que me
escanean en profundidad.
Estoy algo intimidada. Demasiados
ojos y expresiones serias me contemplan y, cuando nos paramos ante una mesa,
Eric dice a una rubia muy elegante y guapa:
—Buenos días, Leslie, te presento
a mi novia, Judith. Por favor, pasa a mi despacho y ponme al día.
La joven me mira y, sorprendida,
me saluda.
—Encantada, señorita Judith. Soy
la secretaria del señor Zimmerman. Cuando necesite algo, no dude en llamarme.
—Gracias, Leslie —contesto,
sonriendo.
Los sigo y entramos en el
impresionante despacho de Eric. Como era de esperar, es como el resto de la
oficina, moderno y minimalista. Boquiabierta, me siento en la silla que él me
ha indicado y, durante un buen rato, escucho la conversación.
Eric firma varios papeles que
Leslie le entrega y, cuando por fin nos quedamos solos en el despacho, me mira
y pregunta:
—¿Qué te parecen las oficinas?
—La bomba. Son preciosas si las
comparas con las de España.
Eric sonríe y, moviéndose en su
silla, susurra:
—Prefiero las de allí. Aquí no
hay archivo.
Eso me hace reír. Me levanto. Me
acerco a él y cuchicheo:
—Mejor. Si yo no estoy aquí, no
quiero que tengas archivo.
Divertidos, reímos, y Eric me
sienta en sus piernas. Intento levantarme, pero me sujeta con fuerza.
—Nadie entrará sin avisar. Es una
norma importantísima.
Me río y lo beso, pero de pronto
mi ceño se frunce.
—¿Importantísima desde cuándo?
—quiero saber.
—Desde siempre.
Toc... Toc... ¡¡Llamando los
celos!! Y antes de que yo pregunte, Eric confiesa:
—Sí, Jud, lo que piensas es
cierto. He mantenido alguna que otra relación en este despacho, pero eso se
acabó hace tiempo. Ahora sólo te deseo a ti.
Intenta besarme. Me retiro.
—¿Me acabas de hacer la cobra?
—inquiere, divertido.
Asiento. Estoy celosa. Muy
celosa.
—Cariño... —murmura Eric—,
¿quieres dejar de pensar tonterías?
Me deshago de sus manos. Rodeo la
mesa.
—Con Betta, ¿verdad?
Un instante después de mencionar
ese nombre, me doy cuenta de que no tenía que haberlo hecho. ¡Maldigo! Pero
Eric responde con sinceridad:
—Sí.
Tras un incómodo silencio,
pregunto:
—¿Has tenido algo con Leslie, tu
secretaria?
Eric se repanchinga en la silla y
suspira.
—No.
—¿Seguro?
—Segurísimo.
Pero aguijoneada por los celos
insisto mientras el cuello comienza a picarme y me rasco.
—¿Y con la chica morena que subía
con nosotros en el ascensor?
Piensa, y finalmente responde:
—No.
—¿Y con la rubia que estaba en
recepción?
—No. Y no te toques el cuello, o
los ronchones irán a peor.
No le hago caso y, no contenta
con sus respuestas, pregunto:
—Pero ¿tú has dicho que has
tenido sexo en este despacho?
—Sí.
¡Qué picor de cuello! No doy
crédito y cuchicheo fuera de mí:
—Me estás diciendo que has jugado
con alguien que trabaja en tu empresa.
—No.
Eric se levanta y se acerca.
—Pero si acabas de decir que...
—Vamos a ver —me corta,
quitándome la mano del cuello—, no he sido un monje y sexo he tenido con varias
mujeres de la empresa y fuera de ella. Sí, cariño, no lo voy a negar. Pero
jugar, lo que tú y yo llamamos jugar, no he jugado con ninguna en este
despacho, a excepción de Betta y Amanda.
Al recordar a esas arpías, mi
corazón bombea de forma irregular.
—Claro..., Amanda, la señorita
Fisher.
—Que por cierto —aclara Eric
mientras me sopla el cuello— Se ha trasladado a Londres para desarrollar Müller
en aquella ciudad.
Eso me congratula. Tenerla lejos
me agrada, y Eric, divirtiéndose con mis preguntas, me abraza y me besa en la
frente.
—Para mí, hoy por hoy, la única
mujer que existe eres tú, pequeña. Confía en mi cariño. Recuerda, entre
nosotros no hay secretos ni desconfianzas. Necesitamos que todo sea así para
que lo nuestro funcione.
Nos miramos.
Nos retamos, y finalmente, Eric
se acerca a mi boca.
—Si intento besarte, ¿me harás la
cobra de nuevo?
No contesto a su pregunta.
—¿Tú confías en mí? —digo.
—Totalmente —responde—. Sé que no
me ocultas nada.
Asiento, pero lo cierto es que le
oculto cosas. Me azota un sentimiento de culpa. ¡Qué mal me siento! Nada que tenga
que ver con sexo, pero le oculto cosas, entre ellas que escondo un perro en
casa, que he saltado con la moto de Jurgen, y que su madre y Marta están
apuntadas a un curso de paracaidismo.
¡Dios, cuántas cosas le oculto!
Eric me mira. Yo sonrío y, al final,
resoplo y cuchicheo:
—¡Mira cómo se me ha puesto el
cuello por tu culpa!
Eric ríe y me coge entre sus
brazos.
—Creo que voy a ordenar que hagan
un archivo en mi despacho para cuando me vengas a visitar, ¿qué te parece?
Suelto una carcajada, lo beso y, olvidándome
de mis culpabilidades y mis celos,
musito:
—Es una excelente idea, señor
Zimmerman.
22
Los fines de semana consigo
despegar al pitufo gruñón y al enfadica del sofá. Ellos estarían todo el santo
día pegados a la Wii y a la televisión. ¡Vaya dos! Vamos al cine, al teatro, a
comer hamburguesas, y veo que se lo pasan bien. ¿Por qué siempre les cuesta
tanto arrancar de casa? Alguna noche Eric me sorprende y me invita a cenar a un
restaurante. Después me lleva a una impresionante sala de fiestas, y ahí
tomamos algo mientras nos divertimos besándonos y hablando.
No ha vuelto a comentar nada
sobre nuestro suplemento sexual. Cuando hacemos el amor en nuestra cama, nos
susurramos fantasías calientes al oído que nos ponen como una moto, pero de
momento no hemos compartido sexo con nadie. ¿Tanto me quiere para él?
Un domingo logro que salgan a
pasear. Aparcamos el coche en un parking y caminamos hasta el Jardín Inglés,
una maravilla de lugar en el centro de Múnich. Flyn no habla conmigo, pero yo
intervengo continuamente en la conversación. Le joroba, pero al final no le
queda más remedio que aceptarlo.
Por tarde los obligo a entrar en
el campo de fútbol del Bayern de Múnich. Les horroriza la idea. Ellos son más
de baloncesto. El sitio es enorme, grandioso, y, como si yo fuera alemana, les
explico que ese equipo es el que más veces ha ganado la Bundesliga. Me
escuchan, asienten, pero pasan de mí. Al final sonrío al ver sus caras de
aburrimiento y, sobre las siete y media de la tarde, proponen ir a cenar. Me río.
Yo a esta hora meriendo. Pero, consciente de que en especial Flyn lleva horario
alemán, me amoldo.
Me llevan a un restaurante típico
y aquí pruebo distintos tipos de cerveza. La Pilsen es rubia, la Weissbier es
blanca y la Rauchbier, ahumada. Eric me mira, yo las paladeo y al final digo,
haciéndole reír:
—Como la Mahou cinco estrellas,
¡ninguna!
La base en los platos alemanes es
la harina. La emplean para hacer absolutamente de todo. Eso me explica Eric
mientras devoro una weissburst o salchicha blanca. Está hecha de fino
picado de ternera, especies y manteca. ¡Está de muerte! Flyn, divertido por la
atención que le prestamos su tío y yo, mordisquea una rosquilla salada en forma
de ocho llamada brenz. Su buen rollo y el mío es latente, y Eric
simplemente lo disfruta. Durante un buen rato nos traen distintos platos.
Aunque los alemanes cenan ligero, yo tengo hambre y pido rábano cortado en
finas rodajas y espolvoreado con sal. Me dicen que eso se llama radi.
Después nos sirven obatzda, que es un queso preparado a base de
camembert, mantequilla, cebolla y pimentón dulce. Y en el postre, me vuelvo
loca con el germknödel, un pastel relleno de mermelada de ciruela,
elaborado con azúcar, levadura, harina y leche caliente, y servido con azúcar
glas y semillas de amapolas. Vamos..., todo muy light.
Por la noche, cuando regresamos a
casa, estamos molidos. Hemos andado una
barbaridad, y Flyn cae en la cama
como un ceporro. Tumbados en el sofá del comedor mientras vemos una película
propongo bañarnos en la piscina. Eric tiene los ojos cerrados y se niega.
—¿Te pasa algo, cielo?
—No —responde rápidamente.
—¿Te duele la cabeza? —pregunto,
preocupada.
Lo miro. Él me mira. De pronto,
divertido, me coge como a un saco de patatas y me lleva hasta ella. Al llegar
sólo encendemos la luz del interior de la piscina y, cuando no lo espera, lo
empujo y cae vestido al agua. Cuando saca la cabeza, me mira, yo levanto las
cejas y pregunto, risueña:
—¿No me digas que te vas a
enfadar?
Mi risa lo hace reír a él, y más
cuando vestida me tiro el agua a su lado. Eric me agarra y, mientras me hace
cosquillas, murmura:
—Morenita, eres una chica muy
traviesa.
Sé que mis carcajadas por las
cosquillas le llenan el alma y lo hacen feliz. Durante un rato, jugamos a
hacernos ahogadillas mientras nos vamos quitando la ropa hasta quedar desnudos.
Nos besamos. Nos tentamos y, finalmente, nos hacemos el amor.
Nunca lo he hecho hasta ahora en
una piscina, pero es excitante, morboso. Y con Eric cuchicheándome al oído
cosas que sabe que me ponen cardíaca todavía más.
Tras reponernos le propongo echar
carreras en la piscina, pero es imposible. Eric sólo quiere besarme y disfrutar
de mí. Veinte minutos después, salimos del agua. Me dirijo hacia donde sé que
hay toallas, cojo dos y vuelvo a su lado. Arropados no sentamos en una bonita
hamaca color café. La cómoda hamaca es como las que suelen estar sujetas a dos
árboles, pero, en su defecto, aquí está enganchada a dos columnas.
Eric se deja caer a mi lado, y
abrazada a él, nos movemos y parece que estamos flotando. Besos, caricias, y
cuando me quiero dar cuenta, estoy sobre él devorándole el pene. Tumbado boca
arriba disfruta de mis atenciones, mientras jugueteo con él y le doy besos
pícaros y ardientes. Adoro su pene. Adoro la sensación de tenerlo en mi boca.
Adoro su suavidad y adoro cómo Eric me toca el pelo y me anima a chupárselo.
Pero la impaciencia le puede. No se sacia nunca. Se levanta, planta los pies en
el suelo a ambos lados de la hamaca y, dándome la vuelta, murmura en mi oreja
mientras me penetra:
—Esto por tirarme a la piscina.
—Te voy a volver a tirar —susurro
mientras lo recibo.
—Pues te volveré a follar una y
otra vez por ser una chica tan mala.
Sonrío. Me muerde el costado
mientras con pasión sus manos aprietan mi cintura y me hace suya una y otra vez.
—Arquea las caderas para mí...
Más..., más... —exige, agarrándome del pelo.
Me da un azote que resuena en
toda la piscina. Yo jadeo. Hago lo que me pide. Me arqueo y profundiza más en
mí. Gustosa de lo que me hace, mis jadeos retumban en la sala mientras,
suspendida en la hamaca, voy y vengo ante las fuertes y maravillosas acometidas
de mi amor. Una hora después, saciados de sexo, nos vamos a nuestra habitación.
Tenemos que descansar.
Por la mañana, cuando me levanto
y bajo a la cocina, Simona me informa de que Eric no ha ido a trabajar y que
está en su despacho. Sorprendida, voy hasta donde está él y nada más abrir la
puerta y ver su rostro sé que está mal. Me asusto, pero, cuando me acerco a él,
dice:
—Jud, no me agobies, por favor.
Nerviosa, no sé qué hacer. Lo
miro, me siento frente a él y me retuerzo las manos.
—Llama a Marta —me pide
finalmente.
Con rapidez, hago lo que ha
dicho.
Tiemblo.
Estoy asustada.
Eric, mi fuerte y duro Iceman,
sufre. Lo veo en su rostro. En la crispación de su gesto. En sus ojos
enrojecidos. Quiero acercarme a él. Quiero besarlo. Mimarlo. Quiero decirle que
no se preocupe. Pero Eric no desea nada de eso. Eric sólo desea que lo deje en
paz. Respeto lo que necesita y me mantengo en un segundo plano.
Media hora después, llega Marta.
Trae su maletín. Al ver mi estado, con la mirada me pide que me tranquilice.
Intento hacerlo mientras examina a su hermano con cuidado ante mi atenta
mirada. Eric no es un buen paciente y protesta todo el rato. Está insoportable.
Marta, sin inmutarse por sus
gruñidos, se sienta frente él.
—El nervio óptico está peor. Hay
que meterte de nuevo en quirófano.
Eric maldice. Protesta. No me
mira. Sólo blasfema.
—Te dije que esto podía pasar
—indica Marta con calma—. Lo sabes. Necesitas comenzar el tratamiento para
poder hacerte el microbypass trabecular.
Oír tal cosa me enfada. No me ha
comentado en todo este tiempo absolutamente nada de nada. Pero no quiero
discutir. No es momento. Bastante tiene él ya con esto. Pero, dispuesta a
sumarme a lo que hablan, pregunto:
—¿Cuál es el tratamiento?
Marta lo explica. Eric no me
mira, y cuando finaliza, afirmo con seguridad:
—Muy bien, Eric. Tú dirás cuándo
lo comenzamos.
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