19
A las nueve, me despierto. Bueno,
me despierta el despertador. Lo pongo porque yo soy de dormir hasta las doce si
nadie me avisa. Como siempre, estoy sola en la cama, pero sonrío al saber que es
la mañana de Reyes.
¡Qué bonita mañana!
Ataviada con el pijama y la bata,
saco mis regalos, que están guardados en el armario, y bajo la escalera
dispuesta a repartirlos.
¡Vivan los Reyes Magos!
Paso por la cocina e invito a
Simona y Norbert a unirse a nosotros. Tengo regalos para ellos también. Cuando
entro en el comedor, Eric y Flyn juegan con la Wii. El crío, en cuanto me ve,
tuerce el gesto, y yo, dichosa como una niña, paro la música desde el mando de
Eric, los miro y anuncio feliz:
—Los Reyes Magos me han dejado
regalos para vosotros.
Eric sonríe y Flyn dice:
—Espera a que terminemos la
partida.
¡La madre que parió al niño!
Su falta de ilusión me deja K. O.
Vamos ¡igualito que mi sobrina Luz, que con seguridad estará gritando y
saltando de felicidad al ver los regalos bajo el árbol! Pero dispuesta a no
hacerle ni puñetero caso, levanto a Eric del sillón cuando Norbert y Simona
entran.
—Venga, vamos a sentarnos junto
al árbol. Tengo que daros vuestros regalos.
Flyn vuelve a protestar, pero
esta vez Eric lo regaña. El crío se calla, se levanta y se sienta con nosotros
junto al árbol. Entonces, Eric se saca cuatro sobres del bolsillo de su
pantalón y nos da uno a cada uno.
—¡Feliz Navidad!
Simona y Norbert se lo agradecen
y, sin abrirlos, los guardan en sus bolsillos. Yo no sé qué hacer con el sobre
mientras observo que Flyn lo abre.
—¡Dos mil euros! ¡Gracias, tío!
Incrédula, alucinada, patitiesa y
boquiabierta, miro a Eric y le pregunto:
—¿Le estás dando un cheque de dos
mil euros a un niño el día de Reyes?
Eric asiente.
—No hace falta que haga la
tontería de los regalos —opina el niño—. Ya sé quiénes son los Reyes Magos.
Esa explicación no me convence y,
mirando a mi Iceman, protesto.
—¡Por el amor de Dios, Eric!
¿Cómo puedes hacer eso?
—Soy práctico, cielo.
En este instante, Simona le
entrega a Flyn una pequeña caja. El niño la abre y grita con entusiasmo al
encontrarse un nuevo juego de la Wii. Encantada con su felicidad, aunque sea
por otro jueguecito que lo mantendrá enganchado a la televisión, le doy a
Simona y Norbert mis regalos. Son una chaqueta de lana para ella y un juego de
guantes y bufanda para él. Ambos los miran con gozo y no paran de agradecérmelo
mientras se disculpan por no tener ningún regalo para mí. ¡Pobres, qué mal rato
están pasando!
Continúo sacando paquetes de mi
enorme bolsa. Le entrego a Eric uno, y varios a Flyn. Eric rápidamente abre el
suyo y sonríe al ver la bufanda azulona que le he comprado y la camisa de
Armani. ¡Le encanta! Flyn nos observa con sus paquetes en la mano. Dispuesta a
firmar la pipa de la paz con el niño, lo miro con cariño.
—Vamos, cielo —lo animo—.
Ábrelos. ¡Espero que te gusten!
Durante unos instantes, el niño
contempla los paquetes y la caja que he dejado ante él. Se centra en la enorme
caja envuelta en papel rojo. Me mira a mí y a la caja alternativamente, pero no
la toca.
—Te prometo que no muerde —suelto
al final en tono cómico.
Receloso como siempre, Flyn coge
la caja. Simona y Norbert lo alientan a que la abra. Durante unos segundos la
requetemira como si no supiera qué hacer con ella.
—Rompe el papel. Vamos, tira de
él —le digo.
Inmediatamente hace lo que le
pido y comienza a desenvolver el regalo ante la sonrisa de Eric y la mía. Una
vez que le quita el bonito papel, la caja está cerrada.
—Vamos, ¡ábrela!
Cuando el crío abre la caja y ve
lo que hay en ella, de su boca sale un «¡Oh!».
Sí, sí, sí... ¡Le ha gustado!
Lo sé. Se le nota.
Yo sonrío triunfal y miro a Eric.
Pero su gesto ha cambiado. Ya no sonríe. Simona y Norbert tampoco. Todos miran
el skateboard verde con gesto serio.
—¿Qué ocurre? —pregunto.
Eric le quita al niño el skate
de las manos y lo mete en la caja.
—Jud, devuelve esto.
Al momento recuerdo lo que Marta
me dijo. ¡Problemas! Pero me niego a querer entender nada y replico:
—¿Que lo devuelva? ¿Por qué?
Ninguno contesta. Saco de nuevo
el skate verde de la caja y se lo enseño a Flyn.
—¿No te gusta?
El crío, por primera vez desde
que lo conozco, me mira expectante. Ese regalo lo ha impresionado. Sé que el skate
le ha gustado. Me lo dicen sus ojos, pero soy consciente de que no quiere
decir nada ante el gesto duro de Eric. Dispuesta a batallar, dejo el skate a
un lado e insto a que el niño abra los otros regalos. Tras abrirlos, tiene ante
él un casco, unas rodilleras y las coderas. Después, cojo de nuevo el skate y
me dirijo a mi Iceman:
—¿Qué le ocurre al skate?
Eric, sin mirar lo que tengo en
las manos, dice:
—Es peligroso. Flyn no sabe
utilizarlo y, más que pasarlo bien con él, lo que se hará será daño.
Norbert y Simona asienten con la
cabeza, pero yo, incapaz de dar mi brazo a torcer, insisto:
—He comprado todos los accesorios
para que el daño sea mínimo mientras aprende. No te agobies, Eric. Ya verás
cómo en cuatro días lo domina.
—Jud —dice con voz muy tensa—,
Flyn no montará en ese juguete.
Incrédula, respondo:
—Venga ya, pero si es un juguete
para pasarlo bien. Yo le puedo enseñar.
—No.
—Enseñé a Luz a utilizarlo y
tendrías que ver cómo lo monta.
—He dicho que no.
—Escucha, cielo —sigo a pesar de
sus negativas—, no es difícil aprender. Es sólo cogerle el truco y mantener el
equilibrio. Flyn es un niño listo, y estoy segura de que aprenderá rápidamente.
Eric se levanta, me quita el skateboard
de las manos y puntualiza alto y claro:
—Quiero esto lejos de Flyn,
¿entendido?
¡Dios, cuando se pone así, lo
mataría! Me levanto, le quito el skate de las manos y gruño:
—Es mi regalo para Flyn. ¿No
crees que debería ser él quien dijera si lo quiere o no?
El niño no habla. Sólo nos
observa. Pero finalmente dice:
—No lo quiero. Es peligroso.
Simona, con la mirada, me pide
que me calle. Que lo deje estar. Pero no, ¡me niego!
—Escucha, Flyn...
—Jud —interviene Eric, quitándome
de nuevo el skate—, te acaba de decir que no lo quiere. ¿Qué más
necesitas escuchar?
Malhumorada, le vuelvo a arrancar
el puñetero skateboard de las manos.
—Lo que he oído es lo que ¡tú!
querías que dijera. Déjale a él que responda.
—No lo quiero —insiste el crío.
Con el skate en las manos
me acerco a él y me agacho.
—Flyn, si tu quieres, yo te puedo
enseñar. Te prometo que no te vas a hacer daño, porque yo no lo voy a permitir
y...
—¡Se acabó! ¡He dicho que no y es
que no! —grita Eric—. Simona, Norbert, llévense a Flyn del salón; tengo que
hablar con Judith.
Cuando los otros salen del salón
y nos quedamos solos, Eric sisea:
—Escucha, Jud, si no quieres que
discutamos delante del niño o del servicio, ¡cállate! He dicho que no al skate.
¿Por qué insistes?
—Porque es un niño, ¡joder! ¿No
has visto sus ojos cuando lo ha sacado de la caja? Le ha gustado. Pero ¿no te
has dado cuenta?
—No.
Deseosa de llamarle de todo menos
bonito, protesto.
—No puede estar todo el día
enganchado a la Wii, a la Play o a la... Pero ¿qué clase de niño estás criando?
No te das cuenta de que el día de mañana va a ser un niño retraído y miedoso.
—Prefiero que sea así a que le
pueda pasar algo.
—Desde luego, algo le pasará con
la educación que le estás dando. ¿No has pensado que llegará un momento en el
que él quiera salir con los amigos o con una chica, y no sabrá hacer nada, a
excepción de jugar con la Wii y obedecer a su tío? ¡Vaya dos!, desde luego sois
tal para cual.
Eric me mira, me mira y me mira,
y al final responde:
—Que vivas conmigo y el niño en
esta casa es lo más bonito que me ha ocurrido en muchos años, pero no voy a
poner en peligro a Flyn porque tú creas que él deba ser
diferente. He aceptado que
metieras en casa este horrible árbol rojo, he obligado al niño a que escriba
tus absurdos deseos para decorarlo, pero no voy a claudicar en cuanto a lo que
a la educación de Flyn concierne. Tú eres mi novia, me has propuesto acompañar
a mi sobrino cuando yo no esté, pero Flyn es mi responsabilidad, no la tuya; no
lo olvides.
Sus duras palabras en una mañana
tan bonita como es la de Reyes me retuercen el corazón. ¡Será capullo! Su casa.
Su sobrino. Pero no dispuesta a llorar como una imbécil, saco mi mal genio y
siseo mientras recojo con premura todos los regalos del niño y los meto en la
bolsa original:
—Muy bien. Le haré un cheque a tu
sobrino. Seguro que eso le gusta más.
Sé que mis palabras y en especial
mi tono de voz molestan a Eric, pero estoy dispuesta a molestarle mucho, mucho
y mucho.
—Dijiste que la habitación vacía
de esta planta era para mí, ¿verdad?
Eric asiente, y yo me encamino
hacia ella. Abro la puerta del salón y me encuentro con Simona, Norbert y Flyn.
Miro al pequeño y digo con sus regalos en la mano:
—Ya puedes entrar. Lo que tu tío
y yo teníamos que hablar ya está hablado.
Con premura me encamino hacia esa
habitación, abro la puerta y dejo caer en el suelo el skate y todos sus
accesorios. Con el mismo brío, regreso al salón. Simona y Norbert han
desaparecido y sólo están Eric y Flyn, que me miran al entrar. Con el gesto
desencajado le digo al pequeño, que me observa:
—Luego, te doy un cheque. Eso sí,
no esperes que sea tan abultado como el de tu tío, pues punto uno: no estoy de
acuerdo con darte tanto dinero y punto dos: ¡yo no soy rica!
El crío no responde. El mal rollo
está instalado en el comedor y no estoy dispuesta a ser yo quien lo cambie. Por
ello, saco el sobre que Eric me ha entregado, lo abro y, al ver un cheque en
blanco, se lo devuelvo.
—Gracias, pero no. No necesito tu
dinero. Es más, ya me di por regalada con todas las cosas que me compraste el
otro día.
No responde. Me mira. Ambos me
miran, y como un huracán asolador, señalo el árbol, dispuesta a rematar el
momentito «Navidad».
—Vamos, chicos, continuemos con
esta bonita mañana. ¿Qué tal si leemos los deseos de nuestro árbol? Quizá
alguno se ha cumplido.
Sé que los estoy llevando al
límite. Sé que lo estoy haciendo mal, pero no me importa. Ellos, en pocos días,
me han sacado de mis casillas. De pronto, el niño grita:
—¡No quiero leer los tontos
deseos!
—¿Y por qué?
—Porque no —insiste.
Eric me mira. Comprende que estoy
muy cabreada y le desconcierta no saber cómo pararme. Pero yo estoy embravecida,
enloquecida de rabia por estar aquí con estos dos obtusos y tan lejos de mi
familia.
—Venga, ¿quién es el primero en
leer un deseo del árbol?
Ninguno habla, y al final,
cómicamente cojo yo un deseo.
—Muy bien..., ¡yo seré la primera
y leeré uno de Flyn!
Le quito la cinta verde y, cuando
lo estoy desenrollando, el pequeño se lanza contra mí y me lo quita de las
manos. Le miro sorprendida.
—¡Odio esta Navidad, odio este
árbol y odio tus deseos!—exclama—. Has enfadado a mi tío y por tu culpa el día
de hoy está siendo horrible.
Miro a Eric en busca de ayuda,
pero nada, no se mueve.
Deseo gritar, montar la tercera
guerra mundial en el salón, pero al final hago lo único que puedo hacer. Agarro
el puñetero árbol de Navidad rojo y a rastras lo saco del salón para meterlo en
la habitación donde he dejado anteriormente el skateboard.
—Señorita Judith, ¿está usted
bien? —pregunta Simona, descolocada.
¡Pobre mujer! ¡Vaya mal rato que
está pasando!
—Relájese —añade antes de que yo
le pueda responder, y me coge de las manos—. El señor, en ocasiones, es algo
recto con las cosas del niño, pero lo hace por su bien. No se enfade usted,
señorita.
Le doy un beso en la mejilla.
¡Pobre!, y mientras camino escaleras arriba murmuro:
—Tranquila, Simona. No pasa nada.
Pero voy a refrescarme, o esto va a terminar peor que «Locura esmeralda».
Ambas sonreímos. Cuando llego a
la habitación y cierro la puerta, me pica el cuello. ¡Dios, los ronchones! Me
miro en el espejo y tengo el cuello plagado de ellos. ¡Malditos!
Dispuesta a salir de esta casa
como sea, me quito el pijama. Me visto y, abrigada, regreso al salón, donde
esos dos ya están jugando con la Wii ¡Qué majos! A grandes zancadas me acerco
hasta ellos. Tiro del cable de la Wii y la desconecto. La música se para; ambos
me miran.
—Me voy a dar una vuelta. ¡La
necesito! —Y cuando Eric va a decir algo, lo señalo y siseo—: Ni se te ocurra
prohibírmelo. Por tu bien, ¡ni se te ocurra!
Salgo de la casa. Nadie me sigue.
La pobre Simona intenta
convencerme de que me quede, pero sonriéndole le indico que estoy bien, que no
se preocupe. Cuando llego a la verja y salgo por la pequeña puerta lateral, Susto
viene a saludarme. Durante un rato camino por la urbanización con el perro
a mi lado. Le cuento mis problemas, mis frustraciones, y el pobre animal me
mira con sus ojos saltones como si entendiera algo.
Tras un largo paseo, cuando
vuelvo a estar de nuevo frente a la verja de la casa, no quiero entrar y llamo
a Marta. Veinte minutos después, cuando casi no siento los pies, Marta me recoge
con su coche y nos marchamos. Me despido de Susto. Necesito hablar con
alguien que me conteste, o me volveré loca.
20
Con la tensión a tropecientos
mil, me bebo una cerveza ante la cara seria de Marta. Por mis palabras y mi
enfado, se hace una idea de lo que ha pasado.
—Tranquila, Jud. Ya verás como
cuando regreses todo está más tranquilo.
—¡Oh, claro..., claro que estará
más tranquilo! No pienso dirigirles la palabra a ninguno de los dos. Son tal
para cual. Pitufo gruñón y pitufo enfadica. Si uno es cabezón, el otro lo es
aún más. Pero por Dios, ¿cómo puede tu hermano darle un cheque de regalo de
Navidad a un niño de nueve años? ¿Y cómo puede un niño de nueve años ser un
viejo prematuro?
—Ellos son así —se mofa Marta.
Entonces, le suena el móvil.
Habla con alguien y cuando cuelga dice:
—Era mamá. Me ha comentado que mi
primo Jurgen la ha llamado y le ha dicho que hoy tiene una carrera de motocross
no muy lejos de aquí, por si te lo quería decir a ti. ¿Quieres que vayamos?
—Por supuesto —asiento, interesada.
Tres cuartos de hora después, en
medio de un descampado nevado, estamos rodeadas de motos de motocross. Yo tengo
las revoluciones a mil. Deseo saltar, brincar y correr, pero Marta me frena.
Animada, veo la carrera. Aplaudo como una loca, y cuando acaba, nos acercamos a
saludar a Jurgen. El joven, al verme, me recibe encantado.
—He llamado a la tía Sonia porque
no tenía tu teléfono. No quería llamar a casa de Eric. Sé que este deporte no
le gusta.
Yo asiento. Le entiendo, y le doy
mi móvil. Él me da el suyo. Después, miro la moto.
—¿Qué tal se conduce con las
ruedas llenas de clavos?
Jurgen no lo piensa. Me entrega
el casco.
—Compruébalo tú misma.
Marta se niega. Le preocupa que
me pase algo, pero yo insisto. Me pongo el casco de Jurgen y arranco la moto.
¡Guau! Adrenalina a mil.
Feliz, salgo a la helada pista,
me doy una vuelta con la moto y me sorprendo gratamente al notar el agarre de
las ruedas con clavos a la nieve. Pero no me desfogo. No voy con las
protecciones necesarias y sé que si me caigo me haré daño. Una vez que regreso
al lado de Marta, ésta respira y, cuando le doy a Jurgen el casco, murmuro:
—Gracias. Ha sido una pasada.
Jurgen me presenta a varios
corredores, y todos ellos me miran sorprendidos. Rápidamente todos dicen eso de
«olé, toros y sangría» al saber que soy española. Pero
bueno, ¿qué concepto tienen los
guiris de los españoles?
Tras la carrera, nos despedimos,
y Marta y yo nos vamos a tomar algo. Ella decide dónde ir. Cuando nos sentamos,
todavía estoy emocionada por la vueltecita que me he dado con la moto. Sé que
si Eric se entera, pondrá el grito en el cielo, pero me da igual. Yo lo he
disfrutado. De pronto, soy consciente de cómo Marta mira con disimulo al
camarero. Ese rubio ya ha venido varias veces a traernos las consumiciones y,
por cierto, es muy amable.
—Vamos a ver, Marta, ¿qué hay
entre el camarero buenorro ese y tú? —indago, riendo.
Sorprendida por la pregunta,
responde:
—Nada. ¿Por qué dices eso?
Segura de que mi intuición no me
engaña, me repanchingo en la silla.
—Punto uno: el camarero sabe cómo
te llamas, y tú sabes cómo se llama él. Punto dos: a mí me ha preguntado qué
clase de cerveza quiero, y a ti te ha traído una sin preguntarte. Y punto tres,
y de vital importancia: me he dado cuenta de cómo os miráis y os sonreís.
Marta ríe. Vuelve a mirarlo y,
acercándose a mí, murmura:
—Nos hemos visto un par de veces.
Arthur es muy majo. Hemos tomado algo y...
—¡Guau! Aquí hay tema que te
quemas —me mofo, y Marta suelta una carcajada.
Sin disimulo, miro al tal Arthur.
Es un joven de mi edad, alto, con gafitas y guapete. Él, al ver que lo miro, me
sonríe, pero su mirada de nuevo vuela hacia Marta mientras recoge unos vasos de
la mesa de al lado.
—Le gustas mucho —canturreo.
—Me consta, pero no puede ser
—contesta riendo Marta.
—¿Y por qué no puede ser?
—pregunto, curiosa.
Marta toma primero un trago de su
cerveza.
—Salta a la vista, ¿no? Es más
joven que yo. Arthur sólo tiene veinticinco años. ¡Es un niño!
—Oye..., pues tiene la misma edad
que yo. Por cierto, ¿cuántos años tienes tú?
—Veintinueve.
La carcajada que suelto provoca
que varias personas nos miren.
—¿Y por cuatro años piensas eso?
Venga ya, Marta, por favor: te consideraba más moderna para no preocuparte por
la chorrada de la edad. ¿Desde cuándo el amor tiene edad? Y antes de que digas
nada, quiero que sepas que si tu hermano fuera más pequeño que yo y a mí me
gustara, no me pararía nada. Absolutamente nada. Porque, como dice mi padre, la
vida... ¡es para vivirla!
Nos reímos las dos, y cuando va a
responder, escuchamos a nuestras espaldas:
—Marta, qué bueno verte por aquí.
Ambas nos volvemos y nos
encontramos a dos hombres y una mujer. Ellos, muy monos, por cierto. Marta
sonríe, se levanta y los abraza. Segundos después, mirándome a mí, dice:
—Judith, te presento a Anita, Reinaldo
y Klaus. Ellos trabajan conmigo en el hospital y Anita tiene una maravillosa y
exclusiva tienda de moda.
Se sientan con nosotras y,
olvidándome de mis problemas, me centro en conocer a esos muchachos, que
rápidamente nos hacen reír. Reinaldo es cubano y sus expresiones tan latinas me
encantan. Mi móvil suena. Es Eric. Sin querer evitarlo, lo cojo, y todo lo
seria que puedo contesto:
—Dime, Eric.
—¿Dónde estás?
Como no sé realmente dónde estoy,
al observar a Marta reír con los muchachos, se me ocurre responder:
—Estoy con tu hermana y unos
amigos tomando algo.
—¿Qué amigos? —pregunta Eric con
impaciencia.
—Pues no lo sé, Eric... Unos. ¡Yo
qué sé!
Oigo que resopla. Eso de no
controlar dónde y en especial con quién estoy le enfada, pero me muestro dispuesta
a que me deje disfrutar del momento.
—¿Qué quieres?
—Regresa a casa.
—No.
—Jud, no sé dónde estás ni con
quién estás —insiste, y noto la tensión en su voz—. Estoy preocupado por ti.
Por favor, dime dónde estás e iré a buscarte, pequeña.
Silencio..., silencio sepulcral,
y antes de que él vuelva a decir algo que me ablande, añado:
—Voy a colgar. Quiero disfrutar
del bonito día de Reyes y creo que con esta gente lo voy a hacer. Por cierto,
espero que tú también lo disfrutes en compañía de tu sobrino. Sois tal
para cual. Adiós.
Dicho esto, cuelgo.
¡Madre mía, lo que acabo de
hacer!
¡He colgado a Iceman!
Esto le habrá enfadado muchísimo.
El móvil vuelve a sonar. Eric. Corto la llamada, y cuando insiste, directamente
lo apago. Me da igual que se enoje. Por mí como si se da de cabezazos contra la
pared. Me integro en la conversación e intento olvidarme de mi alemán.
Los amigos de Marta son
divertidísimos, y al salir del local vamos a comer algo a un restaurante. Como
siempre, todo buenísimo. O como siempre, mi hambre es atroz. Tras salir del
restaurante, Reinaldo propone ir a un establecimiento cubano, y de cabeza
vamos.
Cuando entramos en Guantanamera,
Reinaldo nos presenta a muchos paisanos que como él viven en Múnich. ¡Madre
mía, qué cantidad de cubanos viven aquí! Media hora después, ya soy cubana y
digo eso de «ya tú sabes mi amol».
Marta y yo nos ponemos hasta
arriba de mojitos. Menuda es Marta. Es todo lo opuesto a su hermano tratándose
de diversión. Es más española que la tortilla de patatas, y eso me lo demuestra
por la marcha que tiene. La tía es de las mías, y juntas hacemos buena
camarilla. Anita tampoco se queda atrás. Cuando suena la canción Quimbara de
la maravillosa Celia Cruz, Reinaldo me invita a bailar, y yo acepto.
Quimbara
quimbara quma quimbambá.
Quimbara
quimbara quma quimbambá
Ay, si quieres
gozar, quieres bailar. ¡Azúcar!
Quimbara
quimbara quma quimbambá.
Quimbara
quimbara quma quimbambá.
¡Madre míaaaaaaa, qué marcha!
Reinaldo baila maravillosamente
bien, y yo me dejo llevar. Muevo caderas. Subo brazos. Pasito para adelante.
Pasito para atrás. Doy vueltas. Muevo hombros y
¡azúcarrrrrrrrrrrrr!
Las horas pasan y yo cada vez
estoy de mejor humor. ¡Viva Cuba!
Sobre las once de la noche,
Marta, algo desconchada por la marcha que llevamos, me mira y dice entregándome
su móvil:
—Es Eric. Tengo mil llamadas
perdidas suyas y quiere hablar contigo.
Resoplo y, ante la mirada de la
joven, lo cojo.
—Dime, pesadito, ¿qué quieres?
—¿Pesadito? ¿Me acabas de llamar
pesadito?
—Sí, pero si quieres te puedo
llamar otra cosa —respondo mientras suelto una risotada.
—¿Por qué has apagado el móvil?
—Para que no me molestes. En
ocasiones, eres peor que Carlos Alfonso Halcones de San Juan cuando tortura a
la pobre Esmeralda Mendoza.
—¿Has bebido? —pregunta sin
entender bien de lo que hablo.
Consciente de que en este momento
llevo más mojitos que sangre en mi cuerpo, exclamo:
—¡Ya tú sabes mi amol!
—Jud, ¿estás borracha?
—¡Noooooooooooooo! —me mofo.
Deseando seguir con la juerga, pregunto—: Venga Iceman, ¿qué quieres?
—Jud, quiero que me digas dónde
estás para ir a recogerte.
—Ni lo pienses, que me cortas el
rollo —respondo, divertida.
—¡Por el amor de Dios! Te has ido
esta mañana y son las once de la noche, y...
—Corto y cambio, guaperas.
Le paso el móvil a Marta, que tras
escuchar algo que su hermano le dice, lo cierra. Apartándome del grupo,
cuchichea:
—Que sepas que mi hermano me ha
dado dos opciones. La primera: que te lleve de regreso a casa. La segunda:
cabrearle más y, cuando regresemos, el mundo temblará.
Escuchar eso me hace reír, y
respondo dispuesta a pasarlo bien:
—¡Qué tiemble el mundo, mi amol!
Marta suelta una risotada y, sin
más, las dos salimos a bailar la Bemba Colorá mientras gritamos:
«¡Azúcar!».
De madrugada regresamos, más
ebrias que sobrias. Cuando para en la verja negra susurro:
—¿Quieres pasar? Seguro que el
pitufo gruñón tiene algo que decir.
—Ni lo pienses —responde riendo
Marta—. Ahora mismo voy a hacer las maletas y a huir del país. Cuando me pille
Eric, me va a despellejar.
—¡Que no me entere yo que me lo
cargo! —exclamo riendo, y me bajo del coche.
Pero antes de que pueda decir
nada más, se abre la verja negra y aparece Eric con la cara totalmente
descompuesta. A grandes zancadas, se dirige hacia el coche y, asomándome para
mirar a su hermana, sisea:
—Ya hablaré contigo...,
hermanita.
Marta asiente y, sin más, arranca
y se va. Nos quedamos solos, uno frente al otro en medio de la calle. Eric me
agarra del brazo, apremiándome.
—Vamos..., regresemos a la casa.
De pronto, un gruñido desgarra el
silencio de la calle, y antes de que ocurra algo que podamos lamentar, me
suelto de Eric y, mirando al emisor de aquel gruñido, murmuro con
calma:
—Tranquilo, Susto, no pasa
nada.
El animal se acerca a mí y me
rodea cuando Eric pregunta:
—¿Conoces a ese chucho?
—Sí. Es Susto.
—¿Susto? ¿Le has llamado Susto?
—Pues sí. ¿A que es muy
monoooooo?
Sin dar crédito a lo que ve, Eric
arruga la cara.
—Pero ¿qué lleva en el cuello?
—Está resfriado y le he hecho una
bufanda para él —aclaro, encantada.
El perro posa su huesuda cabeza
en mi pierna y lo toco.
—No lo toques. ¡Te morderá!
—grita Eric, enfadado.
Eso me hace reír. Estoy segura de
que Eric lo mordería antes a él.
—No toques a ese sucio chucho,
Jud, ¡por el amor de Dios! —insiste.
Un ruidito sale de la garganta
del animal y, divertida, me agacho.
—Ni caso de lo que éste diga,
¿vale, Susto? Y venga, ve a dormir. No pasa nada.
El perro, tras echar una última
ojeada a un descolocado Eric, se aleja y veo que se mete en la destartalada
caseta. Eric, sin decir nada más, comienza a andar y yo le pregunto:
—¿Puedo llevar a Susto a
casa?
—No, ni lo pienses.
¡Lo sabía! Pero insisto:
—Pobrecito, Eric. ¿No ves el frío
que hace?
—Ese chucho no entrará en mi
casa.
¡Ya estamos con su casa!
—Anda, mi amol.
¡Porfapleaseeee!
No contesta, y al final, decido
seguirlo. Ya insistiré en otro momento. Mientras camino tras él, poso mi mirada
en su trasero y en sus fuertes piernas.
¡Guau! Ese culo apretado y esas
fuertes piernas me hacen sonreír y, sin que pueda remediarlo, ¡zas!, le doy un
azote.
Eric se para, me mira con una
mala leche que para qué, no dice nada y continúa andando. Yo sonrío. No me da
miedo. No me asusta y estoy juguetona. Me agacho, cojo nieve con las manos y se
la tiro al centro de su bonito trasero. Eric se para. Maldice en alemán y sigue
andando.
¡Aisss, qué poco sentido del
humor!
Vuelvo a coger más nieve, y esta
vez se la tiro directamente a la cabeza. El proyectil le impacta en toda la
coronilla. Suelto una carcajada. Eric se da la vuelta. Clava sus fríos ojos en
mí y sisea:
—Jud..., me estás enfadando como
no te puedes ni imaginar.
¡Dios...! ¡Dios, qué sexy! ¡Cómo
me pone!
Continúa su camino y yo lo sigo.
No puedo apartar mis ojos de él a pesar del frío que tengo, y sonrío al
imaginar todo lo que le haría en ese instante. Cuando entramos en la casa, él
se marcha a su despacho sin hablarme. Está muy enfadado. Un calorcito
maravilloso toma todo mi cuerpo. Ahora soy consciente del frío que hace en el
exterior. Pobre Susto. Cuando me despojo del abrigo, decido seguirlo al
despacho. Le deseo. Pero antes de entrar me quito las empapadas botas y los
vaqueros. Me estiro la camiseta, que me llega hasta la mitad de los muslos, y
abro la puerta. Cuando entro, Eric está sentado a su mesa ante el ordenador. No
me mira.
Camino hacia él, y cuando llego a
su altura, sin importarme su gesto incómodo, me siento a horcajadas sobre él.
En este momento, es consciente de que no llevo pantalones. Sus ojos me dicen
que no quiere ese contacto, pero yo sí quiero. Exigente, le beso en los labios.
Él no se mueve. No me devuelve el beso. Me castiga. Mi frío Iceman es un
témpano de hielo, pero yo con mi furia española he decidido descongelarlo.
Vuelvo a besarlo, y cuando siento que él no colabora, murmuro cerca de su boca:
—Te voy a follar y lo voy a hacer
porque eres mío.
Sorprendido, me mira. Pestañea y
vuelvo a besarlo. Esta vez su lengua está más receptiva, pero sigue sin querer
colaborar. Le muerdo el labio de abajo, tiro de él y, mirándolo a los ojos, se
lo suelto. Después, enredo mis dedos en su cabello y me contoneo sobre sus
piernas.
—Te deseo, cariño, y vas a
cumplir mis fantasías.
—Jud..., has bebido.
Me río y asiento.
—¡Oh, sí!, me he tomado unos
mojitos, mi amol, que estaban de muelte. Pero escucha, sé muy
bien lo que hago, por qué lo hago y a quién se lo hago, ¿entendido?
No habla. Sólo me mira. Me
levanto de sus piernas. Estoy por hacer lo que hacen en las películas, tirar
todo lo que hay sobre la mesa al suelo, pero lo pienso y no. Creo que eso le va
a enfadar más. Al final, echo a un lado el portátil y me siento en la mesa.
Eric me observa. Se le ha comido la lengua el gato, y yo, dispuesta a conseguir
mi propósito, cojo una de sus manos y la paso por encima de mis braguitas. Mi
humedad es latente y siento que traga con dificultad.
—Quiero que me devores. Anhelo
que metas tu lengua dentro de mí y me hagas chillar porque mi placer es tu
placer, y ambos los dueños de nuestros cuerpos.
Cuando termino de decir eso ya
respira de forma algo entrecortada. ¡Hombres! Lo estoy excitando, pero decidida
a volverlo loco continúo mientras me quito la camiseta.
—Tócame. Vamos, Iceman, lo deseas
tanto como yo. ¡Hazlo! —exijo.
Mi Iceman se descongela por
segundos. ¡Bien! Acerca su boca a mi pecho derecho y, en décimas de segundo, me
devora el pezón.
¡Oh, sí! Colosal.
¡Me gusta!
Sus ojos fríos ahora son salvajes
y retadores. Sigue enfadado, pero el deseo que siente por mí es igual al que yo
siento por él. Cuando abandona mi pezón, se reclina en su asiento. El morbo se
instala en su cuerpo.
—Levántate de la mesa y date la
vuelta —murmura.
Hago lo que me pide. Poso mis
pies en el suelo y, vestida sólo con mi tanga, me vuelvo. Él retira la silla
hacia atrás, se levanta y acerca su erección a mi trasero, mientras sus manos
vuelan a mi cintura y me aprieta contra él. Yo jadeo. Me da un azote. Pica.
Después me da otro, y cuando voy a protestar, acerca su boca a mi oreja y dice:
—Has sido una chica muy mala y
como mínimo te mereces unos azotes.
Eso me hace sonreír. Vale..., si
quiere jugar, ¡jugaremos!
Me doy la vuelta y, sin dejar de
mirarle a los ojos, meto mi mano en el interior de sus pantalones, le agarro
los testículos y, mientras se los toco, le pregunto:
—¿Quieres que te demuestre lo que
le hago yo a los chicos malos? Tú también has sido malo esta mañana, cielo. Muy...,
muy malo.
Eso lo paraliza. Que yo tenga en
mis manos sus testículos no le hace mucha gracia. Estoy segura de que piensa
que le puedo hacer daño.
—Jud...
De un tirón, le bajo el pantalón
seguido de los calzoncillos, y su enorme erección queda esplendorosa ante mí.
¡Guau, madre mía! Lo empujo y cae sobre la silla. Vuelvo a sentarme a
horcajadas sobre él y le pido:
—Arráncame el tanga.
Dicho y hecho. Eric tira de él,
rompiéndolo, y mi húmeda vagina descansa sobre su dura erección. No le doy
tiempo a que piense; me alzo y lo meto dentro de mí. Estoy tan mojada..., tan
excitada..., que su erección entra totalmente, y cuando me encuentro encajada
en él, exijo:
—Mírame.
Lo hace. ¡Dios, es todo tan
morboso!
—Así..., así quiero tenerte. Así
siempre estamos de acuerdo.
Mis caderas se contraen y mi
vagina lo succiona mientras siento que se quita los pantalones y éstos quedan
tendidos de cualquier manera en el suelo. Eric jadea ante una nueva acometida
mía y le beso. Esta vez su boca me devora y me exige que continúe haciéndolo.
Yo paro mis movimientos. No nos movemos. Sólo estamos encajados el uno en el
otro y disfrutamos del morbo que nos ocasiona la situación. La excitación es
máxima. Es plena, y entonces mi alemán se levanta conmigo encajada en él, me
lleva hasta la escalera de la librería y me empotra contra ella.
—Agárrate a mi cuello.
Sin demora, le hago caso. Él se
coge a una de las tablas de la escalera que hay por encima de mi cabeza y se
hunde totalmente en mí, y yo grito.
Una..., dos..., tres... Tensión.
Cuatro..., cinco..., seis...
Jadeos.
Mi Iceman me hace suya mientras
yo le hago mío. Ambos disfrutamos. Ambos jadeamos. Ambos nos poseemos.
Una y otra vez, me empala, y yo
lo recibo, hasta que mi grito de placer le hace saber que el clímax me ha
llegado, y él se deja ir mientras se hunde en una última y poderosa ocasión en
mí.
Durante unos segundos, los dos
permanecemos en esta posición, contra la escalera y apretados el uno contra el
otro, hasta que se suelta de la barandilla, me coge de la cintura y regresamos
a la silla. Cuando se sienta, aún dentro de mí, me besa.
—Sigo enfadado contigo —asegura.
Eso me hace sonreír.
—¡Bien!
—¿Bien? —pregunta, sorprendido.
Lo beso. Lo miro. Le guiño un
ojo.
—¡Mmm! Tu enfado hace que tenga
una interesante noche por delante.
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