Leer libros online, de manera gratuita!!

Estimados lectores nos hemos renovado a un nuevo blog, con más libros!!, puede visitarlo aquí: eroticanovelas.blogspot.com

Últimos libros agregados

Últimos libros agregados:

¡Ver más libros!

Grey - (1) Lunes, 9 de Mayo de 2011

Ahora desde la perspectiva de Christian Grey! El libro "Grey" Online!

Volver a Capítulos

Lunes, 9 de Mayo de 2011

Tengo tres autos. Van rápido por todo el piso. Muy rápido. Uno es rojo. Otro es verde. Otro es amarillo. Me gusta el verde. Es el mejor. A mami también le gustan. Me gusta cuando mami juega conmigo y los autos. El rojo es el mejor para ella. Hoy, está sentada en el sofá mirando a la pared. El auto verde vuela por la alfombra. El rojo le sigue. Luego el Amarillo. ¡Crash! Pero mami no ve. Lo hago de nuevo. ¡Crash! Pero Mami no ve. Señalo el auto verde a sus pies. Pero el auto verde se va por debajo del sofá. No puedo alcanzarlo. Mi mano es demasiado grande para el agujero. Mami no ve. Quiero mi auto verde. Pero Mami se queda en el sofá mirando a la pared. Mami. Mi auto. Ella no me escucha. Mami. Empujo su mano y ella se recuesta y cierra los ojos. No ahora, Maggot. No ahora, dice. Mi auto verde permanece bajo el sofá. Siempre está bajo el sofá. Puedo verlo. Pero no puedo alcanzarlo. Mi auto verde está borroso. Cubierto de pelaje gris y suciedad. Lo quiero de regreso. Pero no puedo alcanzarlo. Nunca puedo alcanzarlo. Mi auto verde está perdido. Perdido. Y no puedo jugar con él de nuevo nunca más.
Abro mis ojos y mi sueño se desvanece a la luz de la mañana. ¿De qué diablos iba eso? Agarro los fragmentos mientras se desvanecen, pero fallo en atrapar cualquiera de ellos.
Descartándolo, como lo hago la mayoría de las mañanas, me bajo de la cama y encuentro una sudadera recién lavada en mi vestidor. Afuera, un cielo grisáceo promete lluvia y no estoy de humor para recibirla durante mi carrera de hoy. Me dirijo arriba, al gimnasio, enciendo el televisor para las noticias de negocios de la mañana y me subo en la cinta.
Mis pensamientos divagan sobre el día. No tengo más que reuniones, aunque veré a mi entrenador personal más tarde para una rutina en mi oficina, Bastille siempre es un desafío bienvenido.
¿Quizá debería llamar a Elena?
Sí. Quizá. Podemos cenar en el transcurso de esta semana.
T
Página 7
Detengo la cinta, sin aliento, y me dirijo hacia la ducha para empezar otro monótono día.
~ * ~
—Mañana —murmuro, despachando a Claude Bastille cuando está de pie en el umbral de mi oficina.
—¿Grey, jugamos golf esta semana? —Bastille sonríe con una relajada arrogancia, sabiendo que su victoria en el campo de golf está asegurada.
Le frunzo el ceño mientras se da vuelta y se va. Sus palabras de despedida son como sal en mis heridas porque, a pesar de mis heroicos intentos durante nuestra rutina de hoy, mi entrenador personal me ha pateado el trasero. Bastille es el único que puede vencerme, y ahora quiere otro pedazo de carne en el campo de golf. Detesto el golf, pero muchos negocios se hacen en las calles, de modo que tengo que padecer sus lecciones ahí también… y, aunque odio admitirlo, jugar contra Bastille sí mejora mi juego.
Mientras miro por la ventana al horizonte de Seattle, el familiar tedio se filtra sin permiso en mi subconsciente. Mi humor es tan plano y gris como el clima. Mis días se están mezclando sin distinción y necesito alguna clase de diversión. He trabajado todo el fin de semana y, ahora, en los confines contiguos de mi oficina, estoy inquieto. No debería sentirme así, no después de varios encuentros con Bastille. Pero así me siento.
Frunzo el ceño. La aleccionadora verdad es que la única cosa que ha capturado mi interés recientemente ha sido mi decisión de enviar dos buques de carga a Sudán. Esto me recuerda que se supone que Ros regresará a mí con números y logística. ¿Qué rayos la está haciendo tardar? Reviso mi agenda y alcanzo el teléfono.
Maldita sea. Tengo que aguantar una entrevista con la persistente señorita Kavanagh para la revista estudiantil de la Universidad Estatal de Washington. ¿Por qué diablos accedí a eso? Detesto las entrevistas… vanas preguntas de personas desinformadas y envidiosas dirigidas a investigar sobre mi vida privada. Y ella es una estudiante. El teléfono vibra.
—Sí —le grito a Andrea, como si pudiera culparla. Al menos puedo hacer que esta entrevista sea corta.
Página 8
—La señorita Anastasia Steele está aquí para verlo, Sr. Grey.
—¿Steele? Estaba esperando a Katherine Kavanagh.
—Es la señorita Steele quien está aquí, señor.
Odio lo inesperado.
—Hágala pasar.
Bueno, bueno… la Señorita Kavanagh no está disponible. Conozco a su padre, Eamon, el dueño de Kavanagh Media. Hemos hecho negocios juntos y él parece un operador astuto y un ser humano racional. Esta entrevista es un favor hacia él, una que pretendo cobrar después, cuando me convenga. Y, tengo que admitir que estaba vagamente curioso por su hija, interesado en ver la manzana que ha caído lejos del árbol.
Una conmoción en la puerta me hace ponerme de pie mientras una maraña de largo cabello castaño, pálidas extremidades y botas marrones se zambulle en mi oficina. Reprimiendo mi molestia natural por tal torpeza, me apresuro hacia la chica que ha aterrizado sobre sus manos y rodillas en el piso. Sujetando unos hombros delgados, la ayudo a ponerse de pie.
Claros y avergonzados ojos encuentran los míos y detienen mis movimientos. Son del color más extraordinario, azul pulverizado, inocentes y, por un horrible momento, creo que puede ver a través de mí y estoy… expuesto. El pensamiento es desconcertante, así que lo descarto inmediatamente.
Ella tiene una pequeña y dulce cara que se está sonrojando ahora, de un inocente rosa pálido. Me pregunto brevemente si toda su piel es así de perfecta y cómo luciría rosa y cálida por el azote de una vara.
Maldición.
Detengo mis caprichosos pensamientos, alarmado por su dirección. ¿En qué demonios estás pensando, Grey? Esta chica es demasiado joven. Se queda boquiabierta y resisto la urgencia de poner los ojos en blanco. Sí, sí, nena, es solo un rostro y es solo piel. Necesito dispersar esa mirada admirativa de aquellos ojos pero, ¡tengamos algo de diversión en el proceso!
Página 9
—Señorita Kavanagh. Soy Christian Grey. ¿Está bien? ¿Quiere sentarse?
Ahí está ese sonrojo de nuevo. A cargo una vez más, la estudio. Es bastante atractiva… ligera, pálida, con una melena de cabello oscuro apenas contenido por un moño.
Una morena.
Sí, es atractiva. Extiendo mi mano mientras tartamudea el inicio de una mortificada disculpa y pone su mano en la mía. Su piel es fría y suave, pero su apretón es sorprendentemente firme.
—La señorita Kavanagh está indispuesta, así que me ha enviado a mí. Espero que no le importe, señor Grey. —Su voz es calmada con una musicalidad dudosa y parpadea erráticamente, largas pestañas agitándose.
Incapaz de evitar la diversión en mi voz mientras recuerdo su entrada poco elegante a mi oficina, le pregunto quién es.
—Anastasia Steele. Estudio literatura inglesa con Kate, digo… Katherine… bueno… la Señorita Kavanagh, en la Estatal de Washington, Campus Vancouver.
¿Del tipo tímida y estudiosa, eh? Lo parece: mal vestida, su ligera silueta escondida bajo un suéter sin forma, una falda acampanada color marrón y botas funcionales. ¿Tiene algún sentido del estilo? Mira nerviosamente alrededor de mi oficina, a cualquier parte menos a mí, noto, con divertida ironía.
¿Cómo puede ser periodista esa jovencita? No tiene una sola señal de asertividad en su cuerpo. Es nerviosa, dócil… sumisa. Desconcertado por mis pensamientos inapropiados, sacudo la cabeza y me pregunto si las primeras impresiones son confiables. Dejando de lado el cliché, le pido que se siente, luego noto su perspicaz mirada evaluando los cuadros de mi oficina. Antes de que pueda detenerme, me encuentro explicándolas:
—Un artista de aquí. Trouton.
—Son muy bonitos. Elevan lo cotidiano a extraordinario —dice soñadoramente, perdida en la exquisita y fina destreza del trabajo de Trouton. Su perfil es delicado, una nariz respingona y suaves y carnosos labios, y en sus palabras ha capturado mis sentimientos exactos. Elevan
Página 10
lo cotidiano a extraordinario. Es una astuta observación. La señorita Steele es brillante.
Concuerdo y observo, fascinado, mientras el rubor trepa lentamente por su piel una vez más. Mientras me siento al otro lado de ella, intento frenar mis pensamientos. Saca algunas arrugadas hojas de papel y una grabadora digital de su gran bolso. Es torpe, dejando caer la maldita cosa dos veces en mi mesa para café Bauhaus. Es obvio que nunca ha hecho esto antes pero, por alguna razón que no puedo comprender, lo encuentro divertido. Bajo circunstancias normales, su torpeza me irritaría como el infierno pero, ahora, escondo una sonrisa bajo mi dedo índice y resisto la urgencia de acomodarla por mí mismo.
Mientras hurga y se pone más y más nerviosa, se me ocurre que podría refinar sus habilidades motoras con la ayuda de una fusta. Expertamente manejada, puede controlar al más inquieto. El errante pensamiento me hace cambiar de posición en mi silla. Me mira y se muerde su carnoso labio superior.
¡Joder! ¿Cómo no me di cuenta de lo provocadora que es esa boca?
—Pe… perdón. No suelo utilizarla.
Puedo verlo, nena, pero justo ahora me importa un carajo porque no puedo apartar mis ojos de tu boca.
—Tómese todo el tiempo que necesite, señorita Steele. —Necesito otro momento para poner en orden mis obstinados pensamientos.
Grey… detén esto, ahora.
—¿Le importa que grabe sus respuestas? —pregunta, su rostro cándido y expectante.
Quiero reírme.
—¿Me lo pregunta ahora, después de lo que le ha costado preparar la grabadora?
Parpadea, sus ojos grandes y perdidos por un momento y soy derrotado por el poco familiar sentimiento de culpa.
Deja de ser una mierda, Grey.
Página 11
—No, no me importa. —No quiero ser responsable por esa mirada.
—¿Le explicó Kate, digo, la señorita Kavanagh, para qué era la entrevista?
—Sí. Para el último número de este curso de la revista de la facultad, porque yo entregaré los títulos de la ceremonia de graduación de este año. —Por qué demonios he accedido a hacer eso, no lo sé. Sam de Relaciones Publicas me ha dicho que el departamento de ciencias ambientales de la Estatal de Washington necesita la publicidad para poder atraer fondos adicionales que complementen lo que les he dado, y Sam haría cualquier cosa por exposición ante la prensa.
La señorita Steele parpadea una vez más, como si esto fuera una noticia para ella, y parece desaprobarla. ¿No ha hecho ningún estudio previo para esta entrevista? Debería saberlo. El pensamiento me hiela la sangre. Es… desagradable, no algo que espero de alguien que está aprovechándose de mi tiempo.
—Bien. Tengo algunas preguntas, Señor Grey. —Se pone un mechón de cabello tras la oreja, distrayéndome de mi molestia.
—Sí, creo que debería preguntarme algo —digo secamente. Hagámosla estremecerse. Juiciosamente, lo hace, luego se endereza y acomoda sus pequeños hombros. Está en modo profesional. Inclinándose hacia adelante, presiona el botón de inicio en la grabadora y frunce el ceño mientras mira sus arrugadas notas.
—Es usted muy joven para haber amasado este imperio. ¿A qué se debe su éxito?
Seguramente puede hacer algo mejor que esto. Qué pregunta tan tonta. Ni una pizca de originalidad. Es decepcionante. Lanzo mi respuesta usual sobre tener a personas excepcionales trabajando para mí. Personas en las que confío, si es que confío en alguien, y les pago bien, blablablá… pero, señorita Steele, el simple hecho es que soy brillante en lo que hago. Para mí, es como desprender un tronco. Comprar descompuestas y mal dirigidas compañías y arreglarlas, conservando algunas o, si están realmente en quiebra, desarmando sus activos y vendiéndolos al mejor postor. Es simplemente una cuestión de saber la diferencia entre los dos e, invariablemente, se resume a las personas a cargo. Para tener éxito en los negocios, necesitas buenas personas y yo puedo juzgar a una persona mejor que la mayoría.
Página 12
—Quizá solo ha tenido suerte —dice calladamente.
¿Suerte? Un escalofrío de molestia me atraviesa. ¿Suerte? ¿Cómo se atreve? Parece modesta y calmada, ¿pero esta pregunta? Nadie ha sugerido jamás que he tenido suerte. Trabajo duro, traigo personas conmigo, las vigilo de cerca y las estudio si necesito hacerlo y, si no son buenas para el trabajo, las descarto. Esto es lo que hago y lo hago bien. ¡No tiene nada que ver con la suerte! Bueno, al diablo con eso. Presumiendo mi erudición, cito las palabras de Andrew Carnegie, mi industrial favorito.
—El crecimiento y desarrollo de las personas es la labor más importante de los directivos.
—Parece un maniático del control —dice, y habla perfectamente en serio.
¿Qué demonios? Quizá ella sí puede ver a través de mí.
“Control” es mi segundo nombre, cariño.
La miro fijamente, esperando intimidarla.
—Oh, bueno, lo controlo todo, señorita Steele. —Y me gustaría controlarla a usted, justo aquí y ahora.
Ese atractivo rubor atraviesa su rostro y se muerde aquel labio de nuevo. Divago, intentando distraerme de su boca.
—Además, decirte a ti mismo, en tu fuero más íntimo, que has nacido para ejercer el control te concede un inmenso poder.
—¿Le parece a usted que su poder es inmenso? —pregunta con una suave y tranquilizadora voz, pero enarca una delicada ceja con una mirada que expresa su censura. ¿Está, deliberadamente, tratando de provocarme? ¿Son sus preguntas, su actitud o el hecho de que la encuentro atractiva, lo que me está molestando? Mi irritación crece.
—Tengo más de cuarenta mil empleados. Eso me otorga un cierto sentido de la responsabilidad… poder, si lo prefiere. Si decidiera que ya no me interesa el negocio de las telecomunicaciones y lo vendiera todo, veinte mil personas pasarían apuros para pagar la hipoteca en poco más de un mes.
Su boca se abre por mi respuesta. Eso es más como debe ser. Chúpate esa, nena. Siento mi equilibrio retornar.
Página 13
—¿No tiene que responder ante una junta directiva?
—Soy dueño de mi empresa. No tengo que responder ante ninguna junta directiva. —Debería saber esto.
—¿Y cuáles son sus intereses aparte del trabajo? —continúa apresuradamente, midiendo correctamente mi reacción. Sabe que estoy enojado y, por alguna inexplicable razón, esto me complace.
—Me interesan cosas muy diversas, señorita Steele. Muy diversas. —Imágenes de ella en varias posiciones en mi cuarto de juegos destellan en mi mente: encadenada a la cruz, extendida en la cama con dosel, extendida en el banco de azotes. Y, miren, ahí está ese rubor de nuevo. Es como un mecanismo de defensa.
—Pero si trabaja tan duro, ¿qué hace para relajarse?
—¿Relajarme? —Esas palabras saliendo de su boca inteligente suenan raras, pero divertidas. Además, ¿cuándo tengo tiempo para relajarme? Ella no tiene idea de lo que hago. Pero me mira de nuevo con aquellos grandes e ingeniosos ojos y, para mi sorpresa, me encuentro considerando su pregunta. ¿Qué hago para relajarme? Navegar, volar, follar… probar los límites de atractivas morenas como ella y hacerlas obedecer... el pensamiento me hace mover en mi silla, pero le respondo suavemente, omitiendo unos cuantos pasatiempos favoritos.
—Invierte en fabricación. ¿Por qué, específicamente?
—Me gusta construir. Me gusta saber cómo funcionan las cosas, cuál es su mecanismo, cómo se montan y se desmotan. Y me encantan los barcos. ¿Qué puedo decirle? —Transportan comida alrededor del planeta.
—Parece que el que habla es su corazón, no la lógica o los hechos.
¿Corazón? ¿Yo? Oh, no, nena.
Mi corazón fue destrozado sin poder ser reconocido hace mucho tiempo.
—Es posible. Aunque algunos dirían que no tengo corazón.
—¿Por qué dirían algo así?
Página 14
—Porque me conocen bien. —Le muestro una irónica sonrisa. De hecho, nadie me conoce tan bien, excepto quizá Elena. Me pregunto qué haría ella con la pequeña señorita Steele aquí. Esta chica es una masa de contradicciones: tímida, torpe, obviamente brillante y excitante como el infierno.
Sí, de acuerdo, lo admito. La encuentro seductora.
Ella recita la próxima pregunta por repetición.
—¿Dirían sus amigos que es fácil conocerlo?
—Soy una persona muy reservada, señorita Steele. Hago todo lo posible por proteger mi vida privada. No suelo ofrecer entrevistas. —Haciendo lo que hago, viviendo la vida que he elegido, necesito mi privacidad.
—¿Por qué aceptó esta?
—Porque soy mecenas de la universidad y, porque, por más que lo intenté, no podía sacarme de encima a la señorita Kavanagh. No dejaba de dar lata a mis relaciones públicas y admiro esa tenacidad. —Pero me alegra que fuera usted quien viniera y no ella.
—También invierte en tecnología agrícola. ¿Por qué le interesa este ámbito?
—El dinero no se come, señorita Steele, y hay demasiada gente en el mundo que no tiene qué comer. —La miro fijamente, con cara de póker.
—Suena muy filantrópico. ¿Le apasiona la idea de alimentar a los pobres del mundo? —Me considera con una mirada perpleja y como si yo fuera un enigma, pero no hay manera de que la deje ver en mi oscura alma. Esta no es una zona de discusión abierta. Pasa la página, Grey.
—Es un buen negocio —murmuro, fingiendo aburrimiento, e imagino follar esa boca para distraerme de todos los pensamientos de hambre. Sí, su boca necesita entrenamiento y la imagino sobre sus rodillas ante mí. Bien, ese pensamiento es interesante.
Ella recita la próxima pregunta, arrastrándome fuera de mi fantasía.
—¿Tiene una filosofía? Y si la tiene, ¿en qué consiste?
Página 15
—No tengo una filosofía como tal. Quizá un principio que me guía… de Carnegie: ―Un hombre que consigue adueñarse absolutamente de su mente, puede adueñarse de cualquier otra cosa para la que esté legalmente autorizado‖. Soy muy peculiar, muy tenaz. Me gusta el control… de mí mismo y de los que me rodean.
—¿Entonces quiere poseer cosas?
Sí, nena. A ti, por ejemplo. Frunzo el ceño, sorprendido por el pensamiento.
—Quiero merecer poseerlas, pero sí, en el fondo es eso.
—Parece usted el paradigma del consumidor. —Su voz está teñida de desaprobación, irritándome de nuevo.
—Lo soy.
Suena como una niña rica que ha tenido todo lo que siempre ha deseado, pero cuando miro de cerca su ropa, está vestida con prendas de alguna tienda barata como Old Navy o H&M, así que sé que no es eso. Ella no ha crecido en un entorno pudiente.
Podría cuidar de ti.
¿De dónde diablos vino eso?
Aunque, ahora que lo considero, sí que necesito una nueva sumisa. ¿Han pasado qué, dos meses desde Susannah? Y aquí estoy, salivando por esta mujer. Intento mostrar una sonrisa agradable. No hay nada malo con el consumo, después de todo, conduce lo que queda de la economía americana.
—Fue un niño adoptado. ¿Hasta qué punto cree que ha influido en su manera de ser?
¿Qué tiene esto que ver con el precio del petróleo? Qué pregunta tan ridícula. Si me hubiera quedado con la perra drogadicta, probablemente estaría muerto. La descarto con una ―no respuesta‖, tratando de mantener el tono de mi voz, pero ella me presiona, demandando saber qué edad tenía cuando fui adoptado.
¡Cállala, Grey!
Mi tono es frío.
—Todo el mundo lo sabe, señorita Steele.
Página 16
Debería saber esto también. Ahora parece contrita mientras se pone un mechón de cabello tras la oreja. Bien.
—Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo.
—Eso no es una pregunta —espeto.
Se sorprende, claramente avergonzada, pero tiene la gracia de disculparse mientras reformula la pregunta.
—¿Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo?
¿Qué quiero con una familia?
—Tengo familia. Un hermano, una hermana y unos padres que me quieren. Pero no me interesa seguir hablando mi familia.
—¿Es usted gay, señor Grey?
¡¿Qué demonios?!
¡No puedo creer que ella haya dicho eso en voz alta! Irónicamente, es una pregunta que incluso mi propia familia no haría. ¡Cómo se atreve! Tengo una repentina urgencia de arrastrarla fuera del asiento, ponerla sobre mi rodilla, palmearla y luego follarla sobre mi escritorio con sus manos atadas tras su espalda. Eso respondería su ridícula pregunta. Tomo un profundo aliento para tranquilizarme. Para mi vengativo goce, ella parece mortificada por su propia pregunta.
—No, Anastasia, no soy gay. —Enarco las cejas, pero mantengo mi expresión impasible. Anastasia. Es un nombre adorable. Me gusta la forma en que se enrolla mi lengua al pronunciarlo.
—Le pido disculpas. Está…. Bueno... Está aquí escrito. —Ella hace de nuevo aquella cosa con su cabello tras su oreja. Obviamente es un hábito nervioso.
¿No son estas sus preguntas? Le pregunto, y palidece. Maldita sea, es realmente atractiva, de una manera discreta.
—Bueno… no. Kate… la señorita Kavanagh… me ha pasado una lista.
—¿Son compañeras de la revista de la facultad?
—No. Es mi compañera de piso.
Página 17
No hay duda de por qué está tan nerviosa. Me rasco la barbilla, debatiéndome entre hacerla o no hacerla pasar un mal rato.
—¿Se ha ofrecido usted para hacer esta entrevista? —pregunto, y soy recompensado con su mirada sumisa: está nerviosa por mi reacción. Me gusta el efecto que tengo sobre ella.
—Me lo ha pedido ella. No se encuentra bien. —Su voz es suave.
—Esto explica muchas cosas.
Hay un golpe en la puerta y Andrea aparece.
—Señor Grey, perdone que lo interrumpa, pero su próxima reunión es dentro de dos minutos.
—No hemos terminado, Andrea. Cancele mi próxima reunión, por favor.
Andrea se queda boquiabierta por lo que he dicho, confundida. La miro fijamente. ¡Fuera! ¡Ahora! Estoy ocupada con la pequeña señorita Steele aquí.
—Muy bien, señor Grey —dice, recuperándose con rapidez y girando sobre sus talones para dejarnos nuevamente a solas.
Vuelvo mi atención a la intrigante y frustrante criatura sobre mi sofá.
—¿Por dónde íbamos, señorita Steele?
—No quisiera interrumpir sus obligaciones.
Oh, no, nena. Es mi turno ahora. Quiero saber si hay secretos que revelar bajo ese adorable rostro.
—Quiero saber de usted. Creo que es lo justo. —Mientras me recuesto y presiono mis dedos contra mis labios, sus ojos destellan hacia mi boca y traga saliva. Oh, sí, el efecto de siempre. Y es gratificante saber que no es completamente ajena a mis encantos.
—No hay mucho que saber —dice, su rubor regresando.
Estoy intimidándola.
—¿Qué planes tiene después de graduarse?
Página 18
—No he hecho planes, señor Grey. Tengo que aprobar los exámenes finales.
—Aquí tenemos un excelente programa de prácticas.
¿Qué me ha poseído para decir esto? Es contra las reglas, Grey. Nunca folles al personal…. Pero no estás follando a esta chica.
Parece sorprendida y sus dientes saltan sobre aquel labio de nuevo. ¿Por qué es eso tan excitante?
—Oh, lo tendré en cuenta —responde—. Aunque no creo que encajara aquí.
—¿Por qué lo dice? —pregunto. ¿Qué hay de malo con mi empresa?
—Es obvio, ¿no?
—Para mí no. —Estoy confundido por su respuesta. Está nerviosa una vez más mientras alcanza la grabadora.
Mierda, se va. Mentalmente, reviso mi agenda para esta tarde. No hay nada que no pueda esperar.
—¿Le gustaría que le enseñara el edificio?
—Seguro que está muy ocupado, señor Grey, y yo tengo un largo camino.
—¿Vuelve en auto a Vancouver? —Miro por la venta. Es tremendo camino, y está lloviendo. Ella no debería estar conduciendo con este clima, pero no puedo prohibírselo. El pensamiento me irrita—. Bueno, conduzca con cuidado. —Mi voz es más severa de lo que pretendo. Ella se enreda con la grabadora. Quiere salir de mi oficina y, para mi sorpresa, no quiero que se vaya.
—¿Me ha preguntado todo lo que necesita? —le pregunto en un transparente esfuerzo de prologar su estadía.
—Sí, señor —dice tranquilamente. Su respuesta me deja pasmado, la forma en que aquellas palabras suenan saliendo de aquella boca inteligente, y por un momento imagino esa boca a mi entera disposición.
—Gracias por la entrevista, señor Grey.
Página 19
—Ha sido un placer —respondo, muy en serio, porque no he estado así de fascinado por nadie en un tiempo. El pensamiento es desconcertante. Ella se pone de pie y yo extiendo la mano, ansioso de tocarla.
—Hasta la próxima, señorita Steele. —Mi voz es baja cuando pone su mano sobre la mía. Sí, quiero azotar y follar a esta chica en mi cuarto de juegos. Tenerla atada y necesitada… necesitándome, confiando en mí. Trago saliva.
No va a pasar, Grey.
—Señor Grey. —Asiente y retira su mano rápidamente, muy rápidamente.
No puedo dejarla ir así. Es obvio que está desesperada por partir. Es irritante, pero la inspiración me golpea cuando abro la puerta de mi oficina.
—Asegúrese de cruzar la puerta con buen pie, señorita Steele —bromeo.
Sus labios forman una dura línea.
—Muy amable, señor Grey —espeta.
¡La señorita Steele es respondona! Sonrío detrás de ella cuando sale y la sigo afuera. Andrea y Olivia, ambas, levantan la mirada con sorpresa. Sí, sí. Solo veo salir a la chica.
—¿Ha traído abrigo? —pregunto.
—Chaqueta.
Le lanzo una mirada a Olivia e inmediatamente se levanta de un salto para recuperar una chaqueta azul marino, pasándomela con su usual expresión atontada. Cristo, Olivia es fastidiosa, soñando despierta conmigo todo el tiempo.
Hmm. La chaqueta está usada y es barata. La señorita Anastasia Steele debería estar mejor vestida. La sostengo para ella mientras la acomodo en sus delgados hombros, toco su piel en la base del cuello. Ella se queda quieta por el contacto y palidece.
Página 20
¡Sí! Está afectada por mí. El conocimiento es inmensamente placentero. Acercándome al ascensor, presiono el botón de llamada mientras ella se mueve nerviosamente a mi lado.
Oh, yo podría detener tus movimientos, nena.
Las puertas se abren y ella se escabulle, luego se da vuelta para enfrentarme. Es más que atractiva. Iría muy lejos en decir que es hermosa.
—Anastasia —digo, a manera de despedida.
—Christian —responde, su voz suave. Y las puertas del ascensor se cierran, dejando mi nombre colgando en el aire entre nosotros, sonando raro y poco familiar, pero sensual como el infierno.
Necesito saber más sobre esta chica.
—Andrea —ladro mientras regreso a mi oficina—. Ponga a Welch en la línea ahora.
Mientras me siento en mi escritorio y espero la llamada, miro los cuadros en la pared de mi oficina y las palabras de la señorita Steele regresan a mí. ―Elevan lo cotidiano a lo extraordinario‖. Ella podría haber estado describiéndose a sí misma, fácilmente.
Mi teléfono suena.
—Tengo al Sr. Welch en la línea para usted.
—Páselo.
—Sí, señor.
—Welch, necesito un estudio de antecedentes.


El infierno de Gabriel - Cap.1 y 2


Volver a Capítulos

—¿Señorita Mitchell?
La voz del profesor Gabriel Emerson atravesó el aula en dirección a la atractiva joven de cabello castaño sentada en las últimas filas. Perdida en sus pensamientos, o en la traducción, tenía la cabeza gacha, mientras tomaba notas frenéticamente en su cuaderno.
Diez pares de ojos se volvieron hacia ella y contemplaron su cara pálida, sus largas pestañas y sus delgados dedos, que sostenían un bolígrafo. Luego, esos mismos diez pares de ojos se volvieron hacia el profesor, que permanecía inmóvil y había empezado a fruncir el cejo.
Su actitud mordaz contrastaba vivamente con la atractiva simetría de sus rasgos: con sus ojos, grandes y expresivos, y su boca de labios gruesos. Era uno de esos hombres guapos de aspecto duro, pero en esos momentos su gesto amargo y severo estropeaba el efecto.
—Ejem.
Una tos discreta a su derecha llamó la atención de la joven, que levantó la vista hacia el estudiante de anchos hombros sentado a su lado. Sonriendo, éste señaló con la mirada hacia el profesor.
Ella siguió el recorrido de su mirada y se encontró con unos ojos azules y muy enfadados. Tragó saliva audiblemente.
—Estoy esperando una respuesta, señorita Mitchell. Si le apetece unirse a la clase —añadió, con una voz tan glacial como su mirada.
El resto de alumnos del seminario se revolvieron inquietos en sus asientos y se dirigieron miradas furtivas. En éstas se leían preguntas del tipo «¿Qué mosca le ha picado?», pero ninguno dijo nada. (Porque es de sobra conocido que los licenciados odian enfrentarse a sus profesores sobre el tema que sea, no digamos ya por una falta de educación.)
La joven abrió la boca para contestar, pero cambió de opinión en seguida y la cerró, sin apartar la vista en ningún momento de aquellos imperturbables ojos azules. Los de ella estaban tan abiertos que le daban aspecto de conejito asustado.
—¿Habla nuestro idioma, señorita Mitchell? —se burló el profesor.
A una chica morena sentada a la derecha de él se le escapó la risa, aunque trató de disimularla con una tos poco convincente. Todos los ojos volvieron a dirigirse hacia el conejito asustado, que se había ruborizado furiosamente y que agachó la cabeza, apartando la vista del profesor.
—Dado que la señorita Mitchell parece estar asistiendo a un seminario paralelo en un idioma distinto, ¿tal vez alguien sería tan amable de responder a mi pregunta?
La belleza morena sentada a su lado estuvo encantada de hacerlo. Se volvió hacia él y le dirigió una sonrisa deslumbrante, mientras respondía a su pregunta con todo detalle, gesticulando mucho con las manos mientras citaba a Dante en italiano. Al terminar, dedicó una sonrisa ácida a la recién llegada, se volvió de nuevo hacia el señor Emerson y suspiró. Lo único que le faltó fue rodar un poco por el suelo y frotarse contra su pierna para demostrarle que nada la haría más feliz que ser su mascota. (Aunque a él no le habría gustado nada que lo hiciera.)
El profesor frunció el cejo de manera casi imperceptible a nadie en particular y se volvió para escribir en la pizarra. El conejito asustado parpadeó con fuerza varias veces mientras seguía tomando apuntes, pero gracias a Dios no lloró.
Más tarde, mientras el señor Emerson seguía hablando sin parar sobre el conflicto entre güelfos y gibelinos, un trozo de papel doblado apareció sobre el diccionario de italiano del conejito asustado. Al principio ella no se dio cuenta, pero un nuevo «ejem» hizo que se volviera hacia el guapo joven sentado a su lado. Esta vez él le dedicó una sonrisa más amplia y le señaló la nota con los ojos.
Al verla, ella parpadeó sorprendida. Vigilando la espalda del profesor, que no dejaba de rodear con círculos palabras italianas, se llevó la nota al regazo y la abrió discretamente.
Emerson es un asno.
Aunque nadie que no hubiera estado observándola se habría dado cuenta, al leer la nota se ruborizó de un modo distinto. Le aparecieron dos nubes de color rosa en las mejillas mientras sonreía. No fue una sonrisa de las que dejan los dientes al descubierto, ni de las que hacen aparecer arrugas de expresión ni hoyuelos, pero era una sonrisa.
Se volvió hacia su vecino, que le sonrió a su vez, franco y
amistoso.
—¿Algo divertido que quiera compartir con nosotros, señorita Mitchell?
Los ojos de la nueva alumna se abrieron aterrorizados y la sonrisa de su nuevo amigo desapareció de su cara al volverse para mirar al profesor.
Sin atreverse a enfrentarse al señor Emerson, ella bajó la cabeza y se quedó inmóvil, mordisqueándose el labio inferior.
—Ha sido culpa mía, profesor. Le estaba preguntando por qué página íbamos —dijo el chico, tratando de protegerla.
—Una pregunta poco apropiada para un estudiante que está preparando el doctorado, Paul. Pero ya que lo preguntas, estamos empezando el primer canto. Espero que seas capaz de encontrarlo sin la ayuda de la señorita Mitchell. Ah, y ¿señorita Mitchell?
La cola del conejito asustado tembló un poco al levantar la vista hacia él.
—La espero en mi despacho después de clase.
2
Al acabar el seminario, Julia Mitchell guardó apresuradamente el trozo de papel dentro del diccionario de italiano, junto a la entrada de la palabra asino, asno.
—Siento lo que ha pasado. Soy Paul Norris —la saludó su amable compañero, tendiéndole una enorme mano.
La joven se la estrechó y Paul se maravilló de lo pequeña que era la de ella comparada con la suya. Podría rompérsela con sólo doblar la muñeca.
—Hola, Paul. Yo soy Julia. Julia Mitchell.
—Encantado de tenerte por aquí, Julia. Siento que Emerson se haya comportado como un gilipollas. Ahora entenderás por qué su apodo es El Profesor, con mayúscula —dijo él, con no poco sarcasmo.
Ella se ruborizó levemente y volvió a centrarse en sus libros.
—Eres nueva, ¿no? —continuó Paul, ladeando la cabeza para mirarla.
—Acabo de llegar de la Universidad de Saint Joseph.
Él asintió como si la conociera.
—¿Has venido a hacer un curso de doctorado?
—Sí. —Señalando hacia las primeras filas, añadió—: Ya sé que no lo parece, pero teóricamente estoy estudiando para especializarme en Dante.
El chico soltó un silbido de admiración.
—Entonces, ¿estás aquí por Emerson?
Ella asintió y, al fijarse en su cuello, Paul se dio cuenta de que el pulso se le aceleraba. Como no encontraba una explicación para ello, se olvidó del tema, aunque más tarde volvería a acordarse.
—Tiene un carácter difícil, por lo que no tiene demasiados alumnos, pero es mi director de tesis. Y también el de Christa Peterson, ya la conoces.
—¿Christa?
—La coqueta de la primera fila. Es su otra alumna de doctorado, aunque su auténtico objetivo es convertirse en la futura señora Emerson. Acaba de llegar y ya le hace galletas, se deja caer por su despacho, le envía mensajes telefónicos. Es increíble.
Julia asintió, pero no dijo nada.
—Christa no parece consciente de la estricta política de no
confraternización de la Universidad de Toronto —explicó Paul, que fue recompensado con una sonrisa preciosa.
Se dijo que iba a tener que hacer sonreír a Julia Mitchell más a menudo. Pero eso tendría que esperar, de momento.
—Será mejor que vayas. Quería verte después de clase y te estará esperando.
Julia guardó sus cosas a toda prisa en la vieja mochila L. L. Bean que la había acompañado desde su primer año en la universidad.
—Ejem, no sé dónde está su despacho.
—Cuando salgas, gira a la izquierda y luego gira otra vez a la izquierda. El suyo es el último, al final del pasillo. Buena suerte y, si no nos vemos antes, hasta la próxima clase.
Ella le dedicó una sonrisa agradecida y salió del aula.
Al doblar la esquina, vio que El Profesor había dejado la puerta del despacho abierta. Se quedó delante, nerviosa, dudando sobre si llamar primero o asomar la cabeza directamente. Tras unos segundos de duda, se decidió por la primera opción. Armándose de valor, respiró hondo, contuvo el aliento y levantó el puño. Justo entonces, oyó:
—Siento no haberte devuelto la llamada. ¡Estaba en clase! —exclamó la voz enfadada que ya empezaba a resultarle familiar. Se hizo un breve silencio antes de que volviera a hablar—: ¡Porque era el primer seminario de este curso, idiota, y porque la última vez que hablé con ella me dijo que estaba bien!
Julia se apartó de la puerta. Al parecer, el señor Emerson estaba hablando por teléfono, gritándole a alguien. No quería ser su siguiente víctima, así que decidió huir y afrontar las consecuencias más tarde. Pero justo entonces lo oyó sollozar. Fue un sonido ronco, desgarrador, que le llegó al alma, impidiéndole marcharse.
—¡Claro que habría querido estar allí! La quería. Claro que habría querido estar allí. —Le llegó otro sollozo desde detrás de la puerta—. No sé a qué hora llegaré. Diles que voy de camino. Iré al aeropuerto y tomaré el primer avión que salga, pero no sé cuándo llegaré.
Otra pausa.
—Lo sé. Diles que lo siento. Que lo siento mucho... —Su voz se perdió entre sollozos y Julia lo oyó colgar el teléfono.
Sin pensar, se asomó.
El hombre, de treinta y pico años, tenía la cabeza apoyada en las manos y lloraba con los codos apoyados en el escritorio. Julia vio
cómo le temblaban los hombros. Percibió la angustia y el dolor que brotaban de su pecho. Y sintió compasión.
Quería acercarse a él, rodearle el cuello con los brazos y ofrecerle consuelo. Quería acariciarle la cabeza y decirle que lo sentía mucho. Por un momento, se imaginó cómo sería secar las lágrimas de aquellos expresivos ojos azules como zafiros y verlos volverse hacia ella con amabilidad. Se imaginó dándole un casto beso en la mejilla, sólo para confortarlo.
Pero verlo llorar de esa manera, como si acabaran de romperle el corazón, la dejó clavada en el suelo, por lo que no hizo nada de lo que se había imaginado. Al darse cuenta de dónde estaba, volvió a esconderse detrás de la puerta, a ciegas sacó un trozo de papel de la mochila y escribió:
Lo siento.
Julia Mitchell
Luego, sin saber qué hacer, colocó la nota en la jamba de la puerta y la cerró silenciosamente.
La timidez no era el rasgo más característico de Julia. Su mayor cualidad, la que la definía como persona, era la compasión, algo que no había heredado de sus padres. Su padre, aunque era un hombre decente, tenía tendencia a ser rígido e inflexible. Su madre, ya fallecida, no había mostrado compasión hacia nadie en toda su vida, ni siquiera hacia su única hija.
Tom Mitchell era hombre de pocas palabras, pero bastante popular y, en general, apreciado por sus vecinos. Era conserje en la Universidad de Susquehanna y jefe de bomberos de Selinsgrove, Pensilvania. Dado que el departamento de bomberos estaba formado íntegramente por voluntarios, Tom y el resto de sus compañeros estaban de guardia permanente. Se sentía orgulloso de su responsabilidad y le dedicaba mucho tiempo y energía, lo que implicaba que no paraba mucho en casa, ni siquiera cuando no había ninguna emergencia. La noche del primer seminario de Julia, la llamó por teléfono desde el parque de bomberos, contento al ver que por fin respondía al móvil.
—¿Cómo van las cosas, Jules? —le preguntó. Su voz, poco dada a sentimentalismos, la confortó igualmente, como si fuera una manta.
Julia suspiró.
—Bien. El primer día ha sido... interesante, pero bien.
—¿Cómo te tratan esos canadienses?
—Muy bien, son muy amables. «Son los americanos los que son unos desgraciados. Bueno, un americano para ser más exactos.»
Tom se aclaró la garganta un par de veces y Julia contuvo el aliento. Gracias a sus años de experiencia, sabía que su padre se estaba preparando para decir algo serio. Se preguntó qué habría pasado.
—Cariño, Grace Clark ha muerto hoy.
Julia se incorporó en la cama y se quedó mirando el vacío.
—¿Me has oído?
—Sí, sí, te he oído.
—El cáncer volvió con fuerza. Todos pensaban que estaba bien, pero la enfermedad volvió sin avisar y, cuando se dieron cuenta, ya se le había extendido a los huesos y al hígado. Richard y los chicos están muy afectados.
Julia se mordió el labio inferior y ahogó un sollozo.
—Sabía que te dolería. Era como una madre para ti, y Rachel y tú siempre fuisteis tan buenas amigas... ¿Te ha dicho algo?
—No... no me ha llamado. ¿Por qué no me dijo nada?
—No sé cuándo se enteró la familia de que había vuelto a recaer. He pasado por su casa hace un rato y Gabriel ni siquiera había llegado. Estaban enfadados con él. No sé cómo lo recibirán cuando llegue. Hay mucho rencor en esa familia —añadió su padre, renegando en voz baja.
—¿Vas a mandar flores?
—Sí, supongo. No se me dan bien estas cosas, pero puedo pedirle a Deb que me ayude.
Deb Lundy era su novia. Julia puso los ojos en blanco al oír su nombre, pero se guardó su opinión.
—Dile que envíe alguna cosa de mi parte, por favor. A Grace le encantaban las gardenias. Y pídele que firme la nota en mi nombre.
—Descuida, lo haré. ¿Necesitas algo?
—No, estoy bien.
—¿Dinero?
—No, papá. Con la beca me basta si voy con cuidado.
Tom guardó silencio. Antes de que volviera a hablar, Julia ya sabía qué iba a decir.
—Siento lo de Harvard. Tal vez el año que viene...
Julia enderezó la espalda y se obligó a sonreír, aunque su padre no pudiera verla.
—Tal vez. Hasta pronto, papá.
—Adiós, cariño.
A la mañana siguiente, Julia se dirigió a la universidad un poco más despacio que el día anterior. El iPod la aislaba del exterior y en su cabeza iba redactando un correo electrónico de pésame y de disculpas para su amiga Rachel, escribiéndolo y corrigiéndolo mentalmente mientras caminaba.
La brisa de setiembre era cálida en Toronto. A Julia eso le gustaba. Le gustaba estar tan cerca del lago. Le gustaba la luz del sol y la amabilidad de la gente. Le gustaba estar en Toronto en vez de en Selinsgrove o Filadelfia. Y, sobre todo, le gustaba la sensación de estar a cientos de kilómetros de distancia de él. Sólo esperaba seguir así mucho tiempo.
Cuando entró en el Departamento de Estudios Italianos para ver si había recibido alguna carta, seguía redactando en su mente el correo para Rachel. Alguien le dio un golpecito en el codo y entró en su campo de visión.
Julia se quitó los auriculares.
—Paul..., hola.
Él sonrió desde las alturas. Julia era menuda, sobre todo cuando llevaba zapatillas deportivas, y apenas le llegaba al pecho.
—¿Qué tal fue la reunión con Emerson? —le preguntó el joven, cambiando la sonrisa por una mirada de preocupación.
Ella se mordió el labio inferior, una costumbre de cuando estaba nerviosa. Debería dejar de hacerlo, pero no podía, básicamente porque no era consciente de ello.
—Ah..., al final no fui.
Paul cerró los ojos y negó con la cabeza.
—Eso no es bueno.
Julia trató de justificarse.
—La puerta de su despacho estaba cerrada. Creo que estaba hablando por teléfono... No estoy segura. Le dejé una nota.
Paul vio que sus delicadas cejas se unían con preocupación. Le dio lástima y maldijo a El Profesor por ser tan cáustico. Julia aparentaba ser una persona frágil a la que era fácil lastimar y Emerson no parecía darse cuenta del efecto que causaba en sus alumnos, así que decidió ayudarla.
—Si estaba hablando por teléfono, hiciste bien en no interrumpirlo. Esperemos que así fuera. Si no, diría que te has metido en un lío. —Enderezó la espalda y cruzó los brazos—. Si la cosa va a peor, avísame y veré qué puedo hacer. A mí no me importa que me grite, pero no quiero que te grite a ti. «Porque, a juzgar por tu aspecto, te morirías del susto, conejito asustado.»
Le pareció que Julia iba a decir algo, pero finalmente guardó silencio. Con una débil sonrisa, la joven asintió y se dirigió a los casilleros en busca del correo.
Casi todo era propaganda. Había algunos comunicados internos del departamento, entre ellos, uno de una conferencia pública del profesor Gabriel O. Emerson titulada «La lujuria en el Infierno de Dante: el pecado capital contra el Yo». Julia leyó el título varias veces antes de ser capaz de asimilarlo. Luego empezó a canturrear en voz baja.
Lo siguió haciendo mientras leía una segunda circular que avisaba de que la conferencia del profesor Emerson había sido aplazada. Y no dejó su canturreo al ver una tercera nota, en la que se avisaba de que todos los seminarios, citas y reuniones del profesor Emerson quedaban cancelados hasta nuevo aviso.
Finalmente, alargó la mano para alcanzar una nota doblada que estaba al final del casillero. La desdobló y leyó:
Lo siento.
Julia Mitchell
Sin dejar de canturrear, se preguntó por qué el profesor le habría devuelto la nota que le dejó en la puerta del despacho. Pero su canturreo se detuvo en seco, igual que su corazón, al darle la vuelta al papel y ver lo siguiente:
Emerson es un asno.

Volver a Capítulos

Cora Carmack - Finding It (3)


Al fín la continuación, el tercer libro de esta inesperada saga:
Empieza a leer Finding It 


      
   A veces, hay que perderse para encontrar el lugar   al que
  realmente perteneces...
  La mayoría de chicas matarían por pasar meses    viajando por  Europa después de graduarse de la  Universidad, sin  responsabilidad, sin padres, y  tarjetas de crédito sin  límites. Kelsey Summers no es  una excepción. Vive el  mejor momento de su  vida… o eso es lo que se  sigue repitiendo a sí  misma.
  Tratar de averiguar quién eres es una tarea  solitaria,
 especialmente cuando tienes miedo de que no te  guste lo que descubrirás.
 Ninguna cantidad de bebidas o bailes puede  ahuyentar la soledad de Kelsey, pero quizás  Jackson Hunt sí pueda. Después de
 algunos encuentros casuales, él la convence de optar por un viaje de
 aventura en lugar de por alcohol. Con cada nueva ciudad, y
 experiencia, la mente de Kelsey se vuelve un poco más clara, y su
 corazón un poco menos suyo. Jackson la ayuda a desentrañar sus
 propios sueños y deseos. Pero cuanto más aprende Kelsey acerca de sí
 misma, más se da cuenta de lo poco que sabe sobre Jackson. 

Empieza a leer Finding It !

Somos Uno - Sylvia Day - Cap.12


Volver a Capítulos
12
–Señor Cross. —Scott se levantó de
su escritorio—. ¿Estará hoy en su
despacho al final?
Negué con la cabeza y abrí la
puerta, cediéndole el paso a Angus.
—Sólo he venido a ocuparme de un
asunto. Mañana sí estaré.
Había cancelado la agenda y había
distribuido reuniones y citas para el
resto de la semana. Había pensado
tomarme el día libre y no ir para nada al
Crossfire, pero la información que había
encargado a Angus que reuniese era
demasiado sensible para arriesgarme a
que se revelara en cualquier otro lugar.
Cerré la puerta y oscurecí la pared
de cristal. Luego seguí a Angus a la zona
de estar y me dejé caer en un sillón.
—Ha estado muy ocupado estos
últimos días, amigo — dijo torciendo
los labios con ironía.
—Ni un momento de aburrimiento.
—Exhalé bruscamente, combatiendo la
fatiga—. Dime que tienes algo.
Angus se inclinó hacia adelante.
—Algo más de lo que tenía cuando
empecé: una licencia matrimonial en una
ciudad falsa y el certificado de
defunción de Jackson Tramell, en el que
figuraba Lauren Kittrie como esposa.
Murió antes de cumplirse el año de
casados.
Me concentré en la información
más importante.
—¿Lauren mintió respecto a su
lugar de origen?
Angus asintió.
—No es algo difícil de hacer.
—Pero ¿por qué?
Me fijé en que tenía tensa la
mandíbula.
—Hay algo más —dije.
—No se especifica cómo murió —
respondió en voz baja—. Jackson tenía
un disparo en la sien derecha.
Me puse rígido.
—¿No pudieron determinar si
había sido suicidio u homicidio?
—Eso es. No pudo precisarse de
manera concluyente si fue una cosa o la
otra.
Más preguntas sin respuestas, y la
cuestión más importante era si Lauren
desempeñaba un papel importante en
todo aquello o no. Puede que únicamente
estuviéramos dando vueltas en círculo.
—¡Joder! —Me pasé una mano por
la cara—. Sólo quiero una foto, por el
amor de Dios.
—Ha pasado mucho tiempo,
Gideon. Un cuarto de siglo. Puede que
alguien de su ciudad la recordara, pero
ignoramos de qué ciudad se trata.
Dejé caer la mano y lo miré.
Conocía las inflexiones en su tono y lo
que significaban.
—¿Tú crees que alguien se ha
encargado de atar las cosas?
—Es posible. Como también es
posible que el informe policial de la
muerte de Jackson se traspapelara con
los años.
—Eso no te lo crees ni tú —
repliqué.
Confirmó mi afirmación con un
gesto de la cabeza.
—Contraté a una joven para que se
hiciera pasar por una funcionaria de
Hacienda que buscaba a Lauren Kittrie
Tramell. Interrogó a Monica Dieck, que
dijo que no había visto a su excuñada
desde hacía muchos años y que tenía
entendido que Lauren había fallecido.
Moví la cabeza, intentando
comprender todo aquello sin
conseguirlo.
—Monica se asustó, amigo.
Cuando oyó el nombre de Lauren se
quedó blanca como la pared.
Me levanté y empecé a caminar de
un lado a otro.
—¿Qué cojones significa eso? Eso
no aclara nada.
—Hay alguien que podría tener las
respuestas.
Me paré en seco.
—La madre de Eva —dije.
Él asintió.
—Podría preguntarle.
—¡Joder! —Me quedé mirándolo
—. Lo único que quiero saber es que mi
esposa está a salvo, que nada de esto
supone ningún peligro para ella.
A Angus se le suavizó la expresión.
—Por lo que sabemos de la madre
de Eva, proteger a su hija ha sido
siempre una prioridad para ella. No la
imagino poniéndola en peligro.
—Su exceso de protección es
exactamente lo que me preocupa. Ha
estado siguiendo los pasos de Eva desde
Dios sabe cuándo. Suponía que era por
Nathan Barker, pero tal vez él sólo fuera
parte de la razón. Quizá haya otros
motivos.
—Raúl y yo estamos trabajando ya
en la revisión de los protocolos de
seguridad.
Me pasé los dedos por el pelo.
Además de sus obligaciones con
respecto a la seguridad, ambos se
ocupaban también del problema de Anne
y de encontrar cualquier documento que
su hermano pudiera haber guardado, así
como de identificar al fotógrafo que me
había hecho la foto y de aclarar el
misterio de la madre de Eva. Era
consciente de que, a pesar del equipo
con el que contaban, no daban abasto
con tanto trabajo.
Mis guardaespaldas antes se
encargaban sólo de mis asuntos. Ahora
Eva formaba parte de mi vida, lo que
efectivamente duplicaba sus
obligaciones. Angus y Raúl estaban
acostumbrados a turnarse, pero
últimamente ambos trabajaban casi las
veinticuatro horas del día. Tenían
libertad para contratar refuerzos, pero lo
que se necesitaba era otro jefe de
seguridad, puede que dos, unos expertos
cuya única responsabilidad sería Eva y
en quienes pudiera tener la confianza
incondicional que tenía en mi equipo
actual. Tendría que buscar tiempo para
hacer eso. Cuando Eva y yo volviéramos
de la luna de miel, quería que todo
estuviera en su sitio.
—Gracias, Angus —dije, y exhalé
bruscamente—. Vamos a casa. Ahora
quiero estar con Eva. Cuando haya
dormido un poco, pensaré qué hacer a
continuación.
—¿Por qué no me lo dijiste?
Miré a Eva mientras me desnudaba.
—Creí que te gustaría la sorpresa
—repuse.
—Ya, bueno. Pero aun así...
Menuda ha sido.
Sabía que estaba contenta con la
entrevista. La forma en que me había
abordado cuando había llegado a casa
había sido una buena señal. Hablaba
muy deprisa también y no paraba quieta
en ningún sitio. Lo cual, bien pensado,
no se diferenciaba mucho de lo que
hacía Lucky, que tan pronto corría a
meterse debajo de la cama como volvía
a salir, dando grititos de puro contento.
Salí del vestidor en calzoncillos y
caí en la cama rendido. Qué cansado
estaba. Tan cansado que ni siquiera
podía darle un buen repaso a mi
preciosa mujercita, que estaba adorable
con un mono corto sin tirantes, o como
se llamara. Sin embargo, eso no quería
decir que no me viera capaz de estar a la
altura de las circunstancias en caso de
que me hiciera proposiciones
deshonestas.
Eva se sentó en su lado de la cama,
luego se inclinó por el borde para
ayudar a Lucky, que intentaba trepar sin
conseguirlo. Instantes después, lo tenía
encima de mí, gañendo mientras lo
sujetaba para que no me llenara de
babas.—
Que sí, que te entiendo. A mí
también me caes bien, pero yo no te
lamo la cara.
Me soltó un ladrido. Eva se recostó
en la cama riendo.
Entonces caí en la cuenta de que
era eso. Eso era lo que se entendía por
hogar. Y no podía ser mejor. Desde que
murió mi padre, en ningún lugar me
había sentido en casa, y ahora había
recuperado esa sensación.
Sujetando a Lucky contra mi
estómago, me volví hacia mi mujer.
—¿Qué tal te ha ido con tu madre?
—Bien, supongo. Estamos
preparadas para el domingo.
—¿Supones?
Ella se encogió de hombros.
—Empezó a dolerle la cabeza
durante tu entrevista. Pareció flipar un
poco.
Me quedé mirándola.
—¿Por qué?
—Porque estuvieras hablando de
nuestra vida privada en televisión. No
sé. No la entiendo a veces.
Me acordé de cuando Eva me contó
que había hablado del libro de Corinne
con Monica y de la utilización de los
medios de comunicación en beneficio
propio. Monica la había prevenido
contra ello y le había aconsejado que
valorase nuestra intimidad. En aquel
momento coincidía con la madre de Eva,
y —dejando aparte la entrevista de hoy
— seguiría coincidiendo con ella. Pero
a la luz de lo poco que sabía respecto de
la identidad de Monica, parecía
probable que a la madre de Eva le
preocupara también su propia intimidad.
Una cosa era que su nombre apareciera
mencionado en la prensa de sociedad
local, y otra muy diferente atraer la
atención de todo el mundo.
Eva tenía los rasgos faciales de su
madre y algunos gestos. Y también el
apellido Tramell, lo cual no dejaba de
ser un extraño error. Mejor tapadera
habría sido darle a Eva el apellido de
Victor. Alguien podría estar buscando a
Monica. Si quienquiera que fuese sabía
por lo menos lo que sabía yo, el haber
visto la cara de Eva en la televisión
nacional lo habría puesto sobre la pista.
El corazón empezó a latirme con
fuerza. ¿Corría peligro mi mujer? No
tenía ni idea de lo que Monica podría
estar escondiendo.
—¡Oh! —Eva se incorporó de
repente—. No te lo he dicho... ¡Ya tengo
vestido!
—¡Joder! Me has dado un susto de
muerte. —Aprovechando el momento de
confusión, Lucky dio un brinco y empezó
a lamerme como un loco.
—Perdona. —Eva cogió al
cachorro y me rescató, poniéndoselo en
el regazo cuando se sentó a mi lado con
las piernas cruzadas—. He llamado a mi
padre hoy. Mi abuela le preguntó si me
gustaría ponerme su vestido de boda. Él
me ha enviado una foto de ella del día
de su boda, ¡y es perfecto! ¡Es
exactamente lo que no sabía que quería!
Me toqué el pecho y sonreí con
ironía. ¿Cómo no iba a cautivarme ver a
mi mujer tan emocionada ante la
perspectiva de casarse conmigo otra
vez?
—Me alegro, cielo.
Le centelleaban los ojos de
entusiasmo.
—Se lo hizo mi bisabuela, con la
ayuda de sus hermanas. Es una reliquia
de familia, ¿a que es de lo más guay?
—Sí que lo es.
—¿Verdad? Y somos más o menos
de la misma altura. El trasero y las tetas
me vienen de ese lado de la familia. Es
posible que no haya que hacer ningún
arreglo.
—A mí me encantan tu trasero y tus
tetas.
—Obseso. —Movió la cabeza a un
lado y a otro—. Creo que será bueno
que los parientes de esa rama de la
familia vean que me lo he puesto. Me
preocupaba que se sintieran fuera de
lugar, pero llevaré el vestido y de
alguna manera se sentirán plenamente
incluidos. ¿No te parece?
—Estoy de acuerdo. —Le hice un
gesto con un dedo—. Ven aquí.
Ella me observó.
—Tienes esa mirada tuya.
—¿Ah, sí?
—¿Sigues pensando en mi trasero y
en mis tetas?
—Siempre. Pero de momento me
valdrá con un beso.
—Mmm. —Se inclinó y me ofreció
la boca.
Le rodeé la nuca con una mano y
tomé lo que necesitaba.
—Es impresionante, hijo mío.
Estoy mirando el Crossfire desde
la calle, pero el sonido de la voz de mi
padre hace que vuelva la cabeza.
—Papá.
Va vestido como yo, con un traje
oscuro de tres piezas. La corbata es de
color burdeos, al igual que el pañuelo
que le sobresale del bolsillo superior
de la chaqueta. Somos de la misma
altura y, por un momento, eso me
sobresalta. ¿Por qué me sorprende? La
respuesta me ronda por la cabeza, pero
no consigo dar con ella.
Me pasa un brazo por los
hombros.
—Has construido un imperio.
Estoy orgulloso de ti.
Respiro profundamente. No me
había dado cuenta de cuánto
necesitaba oírle decir eso.
—Gracias.
Se gira para mirarme.
—Y estás casado. Enhorabuena.
—Deberías venir a casa conmigo
y conocer a mi mujer.
Estoy nervioso. No quiero que me
diga que no. Hay muchas cosas que me
gustaría contarle y nunca tenemos
tiempo. Sólo unos minutos de cuando
en cuando, fragmentos de
conversaciones que se quedan en lo
superficial. Y, con Eva allí, tendría el
valor de decir lo que tuviera que decir.
—Te encantará. Es increíble.
Mi padre esboza una sonrisa.
—Muy guapa, también. Me
gustaría tener un nieto. Y una nieta.
—¡Hala! —Me echo a reír—. No
vayamos tan deprisa.
—La vida pasa deprisa, hijo.
Cuando quieras darte cuenta, se habrá
acabado. No la desperdicies.
Consigo tragar el nudo que se me
ha formado en la garganta.
—Tú podrías haber tenido más
tiempo.
No es eso lo que quiero decir.
Quiero preguntarle por qué se rindió,
por qué decidió quitarse de en medio.
Pero temo la respuesta.
—Yo no habría construido algo
así ni con todo el tiempo del mundo. —
Vuelve a levantar la vista hacia el
Crossfire. Desde el suelo parece
alargarse hasta el infinito, una ilusión
óptica que crea la pirámide de lo alto
—. Habrá que trabajar mucho para
mantener esto en pie. Ocurre lo mismo
con un matrimonio. Con el tiempo,
tendrás que anteponer una cosa a la
otra.
Pienso en ello. ¿Es verdad? Niego
con la cabeza.
—Lo mantendremos en pie juntos.
Me da una palmada en el hombro
y el suelo reverbera bajo mis pies.
Empieza débilmente, luego se
intensifica, hasta que comienzan a
llovernos cristales por todos lados.
Horrorizado, veo cómo la lejana aguja
de la torre estalla y luego se proyecta
hacia abajo, las ventanas reventando
por la presión.
Me desperté con un grito ahogado,
respirando con dificultad. Empujé el
peso que notaba en el pecho y palpé un
cálido pelaje. Parpadeé y me encontré a
Lucky trepándome por encima,
emitiendo tenues gemidos.
—¡Pero bueno...! —Me senté y me
eché el pelo hacia atrás.
Eva dormía a mi lado, hecha un
ovillo con las manos bajo la barbilla. A
través de las ventanas advertí que el sol
se ponía deprisa. Eché un rápido vistazo
al reloj y vi que eran poco más de las
cinco de la tarde. Había puesto la
alarma del despertador a y cuarto, así
que alcancé mi móvil y la quité.
Lucky metió la cabeza debajo de
mi antebrazo. Lo sostuve en alto a la
altura de los ojos.
—Has vuelto a hacerlo.
Me había despertado de una
pesadilla. ¿Quién demonios sabía si lo
hacía conscientemente o no? Yo se lo
agradecía de todas maneras. Lo froté de
arriba abajo y salí de la cama sin hacer
ruido.—
¿Te estás levantando? —
preguntó Eva.
—Tengo que ir a ver al doctor
Petersen.
—Ah, sí. Se me había olvidado.
Había considerado la posibilidad
de no acudir a la cita, pero Eva y yo nos
marcharíamos pronto de luna de miel y
no vería al buen doctor durante un mes.
Imaginaba que podría aguantar el tipo
hasta entonces.
Dejé a Lucky en el suelo y me
dirigí al baño.
—¡Oye! —me llamó—. Esta noche
he invitado a Chris a cenar.
Di un paso en falso y me paré en
seco. Me volví.
—No me mires así —dijo al
tiempo que se sentaba y se frotaba los
ojos con los puños—. Se siente solo,
Gideon. Está solo, sin su familia. Lo
está pasando mal. He pensado que
podría preparar algo sencillo de cena y
ver una película. Para que se olvide del
divorcio durante un rato.
Suspiré. Así era mi esposa.
Siempre protegiendo a los extraviados y
los heridos. ¿Cómo iba a criticarla por
ser la mujer de la que me había
enamorado?
—Vale —dije.
Ella sonrió. Merecía la pena
seguirle la corriente con tal de verla
sonreír.
—Acabo de ver la entrevista —dijo
el doctor Petersen, cuando se sentaba en
su sillón—. Mi mujer me lo dijo hace un
rato y he podido seguirla en internet.
Bien hecho. Me ha gustado.
Tirándome de las perneras de los
pantalones, me senté en el sofá.
—Un mal necesario, pero estoy de
acuerdo, salió bien.
—¿Qué tal está Eva?
—¿Me está preguntando que cómo
reaccionó al ver la foto?
El doctor Petersen sonrió.
—Me imagino su reacción. ¿Qué
tal está ahora?
—Está bien. —Aún me entraban
escalofríos con el recuerdo de lo mal
que se había puesto—. Estamos bien.
Lo que no evitaba que me hirviera
la sangre cada vez que pensaba en ello.
Esa foto existía desde hacía meses. ¿Por
qué guardarla y sacarla a la luz en estos
momentos? Habría sido noticia en mayo.
La única respuesta que se me
ocurría era que querían hacerle daño a
Eva. Tal vez abrir una brecha entre
nosotros. Querían humillarnos a los dos.
Alguien pagaría por ello. Cuando
me hubiera tomado la revancha, sabrían
lo que era bueno. Y sufrirían, como
habíamos sufrido Eva y yo.
—Eva y tú decís que las cosas van
bien. ¿Qué significa eso?
Giré los hombros hacia atrás para
eliminar tensión.
—Tenemos una relación... sólida.
Ahora hay una estabilidad que no había
antes.
El terapeuta dejó la tableta en el
reposabrazos y me miró a los ojos.
—Ponme un ejemplo.
—La foto es uno bueno. Hubo un
tiempo en nuestra relación que nos
habría jodido de verdad.
—Y esta vez es diferente.
—Muy diferente. Eva y yo
discutimos porque mi despedida de
soltero fuera a celebrarse en Río. Es
muy celosa. Siempre lo ha sido y no me
importa. En realidad, me gusta. Pero no
me gusta que se torture con ello.
—Los celos hunden sus raíces en la
inseguridad.
—Cambiemos las palabras,
entonces. Es territorial. No volveré a
tocar a otra mujer en lo que me resta de
vida y ella lo sabe. Pero tiene una
imaginación muy viva, y en esa foto
están todos sus temores a todo color.
El doctor Petersen estaba dejando
que hablara yo, pero por un momento no
pude. Tuve que sacarme esa imagen —y
toda la ira que me provocaba— de la
cabeza para poder continuar.
—Eva se encontraba a miles de
kilómetros de distancia cuando esa
mierda explotó en internet y yo no tenía
ninguna prueba de que era falso. Sólo mi
palabra, y ella me creyó. Sin preguntas.
Sin dudas. Me expliqué como pude y lo
aceptó. —Y eso te sorprende.
—Sí, me... —Hice una pausa—. En
realidad, ahora que hablo de ello, me
doy cuenta de que no me sorprendió.
—¿No?
—Los dos tuvimos un momento
difícil, pero no la cagamos. Fue como si
supiéramos cómo arreglar las cosas
entre nosotros. Y sabíamos que lo
haríamos. Tampoco había ninguna duda.
Él sonrió con delicadeza.
—Estás siendo muy franco. En la
entrevista y ahora.
Me encogí de hombros.
—Es sorprendente lo que es capaz
de hacer un hombre cuando se enfrenta a
la posibilidad de perder a la mujer sin
la que no puede vivir.
—Te cabreaste mucho con su
ultimátum. Le guardabas rencor. ¿Aún se
lo guardas?
—No. —La respuesta me salió sin
dudar, aunque nunca olvidaría lo mal
que me había sentido cuando ella se
empeñó en que nos separásemos—. Si
quiere que hable, hablaré. Da igual lo
que le suelte, el humor en el que me
encuentre, lo mal que se sienta ella
cuando lo oiga... Eva puede soportarlo.
Y me ama más.
Me eché a reír, sorprendido por la
oleada de dicha que me invadió de
repente.
El doctor Petersen enarcó las cejas
con una sonrisa en los labios.
—Nunca te había oído reír de esa
manera.
Yo negué con la cabeza
desconcertado.
—No se acostumbre.
—No sé yo. Hablar más, reír más...
Ambas cosas van de la mano, ¿sabes?
—Depende de quién hable.
Su mirada era cálida y compasiva.
—Dejaste de hablar cuando tu
madre dejó de escuchar.
Mi sonrisa se desvaneció.
—Hay quien piensa que los hechos
dicen más que las palabras —continuó
—, pero aun así necesitamos palabras.
Necesitamos hablar y necesitamos que
se nos oiga.
Me quedé mirándolo,
acelerándoseme el pulso de manera
inexplicable.
—Tu mujer te escucha, Gideon. Te
cree. —Se echó hacia adelante—. Yo te
escucho y te creo. Así que vuelves a
hablar y obtienes una respuesta diferente
de la que te habías acostumbrado a
esperar. Abre posibilidades, ¿verdad?
—Me abre a mí, querrá decir.
Asintió.
—Cierto. Al amor y la aceptación.
A la amistad. A la confianza. A un
mundo nuevo, en realidad.
Me froté el cogote.
—Y ¿qué se supone que debo
hacer? —Para empezar, reír más. —El
doctor Petersen se echó hacia atrás con
una sonrisa en los labios y volvió a
coger su tableta—. Luego ya veremos.
Entré en el vestíbulo de casa con
Nina Simone y Lucky como sonidos de
fondo, sintiéndome bien. El cachorro
ladraba al otro lado de la puerta,
arañándola como un loco. Sonriendo a
pesar de mí mismo, giré el pomo y me
agaché para coger aquel cuerpecillo
inquieto cuando se lanzó hacia mí por la
abertura.
—Me has oído llegar, ¿a que sí? —
Cuando me puse de pie, lo mecí contra
mi pecho y dejé que me lamiera la
mejilla mientras yo le acariciaba el
lomo.
Entré en el salón a tiempo para ver
a mi padrastro levantarse de donde
había estado sentado en el suelo. Me
saludó con una cálida sonrisa y una
mirada aún más cálida, hasta que se
moderó un poco y corrigió la expresión.
—Hola —me saludó, acortando la
distancia que nos separaba. Vestía unos
vaqueros y un polo, pero se había
quitado los zapatos, dejando ver unos
calcetines rojos remendados con hilo
rojo en las punteras. El pelo, ondulado,
del color de un penique desgastado, lo
tenía más largo de lo que nunca le había
visto, y una barba de varios días le
oscurecía la mandíbula.
Me quedé inmóvil, los
pensamientos se me agolpaban en la
cabeza. Por un momento, Chris me había
mirado como hacía el doctor Petersen.
Como hacía Angus.
Como me miraba mi padre en
sueños.
Incapaz de sostenerle la mirada, me
tomé unos segundos para dejar a Lucky
en el suelo e inspirar profundamente.
Cuando me enderecé, me encontré con
que Chris me tendía la mano.
Con ese hormigueo que me era tan
familiar, fui consciente de su presencia
antes de verla y, cuando miré detrás de
él, descubrí a Eva en la entrada de la
cocina. Su mirada se cruzó con la mía,
suave, tierna y llena de amor.
Algo en él había cambiado
radicalmente. Aquel saludo tan natural
me recordó a cómo eran las cosas entre
nosotros hacía unos años. Hubo un
tiempo en que Chris no había sido tan
formal conmigo, un tiempo en que me
había mirado con afecto. Había dejado
de hacerlo porque yo se lo pedí. Él no
era mi padre. Nunca sería mi padre. No
se me ocultaba que yo era sólo la carga
que venía con el hecho de que se hubiera
enamorado de mi madre. No hacía falta
que fingiera que yo le importaba una
mierda.
Pero, por lo visto, había fingido
que yo no le importaba.
Le estreché la mano y le di un
rápido abrazo, palmeándole la espalda
firmemente pero con suavidad. Él no me
soltaba, y yo me quedé petrificado; los
ojos se me fueron a Eva.
Ella hizo como que me servía algo
de beber, y luego se retiró para servirme
una copa de verdad.
Chris me soltó, retrocediendo y
aclarándose la garganta. Detrás de sus
gafas de montura dorada, tenía los ojos
brillantes y húmedos.
—¿Un martes informal? —preguntó
bruscamente, mirándome los vaqueros y
la camiseta—. Trabajas demasiado.
Sobre todo teniendo a esa monada de
perro y a tu preciosa mujer esperándote
en casa.
«Tu mujer te escucha, Gideon. Te
cree. Yo te escucho y te creo.»
Mi padrastro también me creía. Y
le estaba costando. Me daba cuenta de
lo que estaba ocurriendo, lo reconocía
de los tiempos en que yo mismo me
había sentido así. Separarme de Eva
había sido casi como la muerte en vida,
y nuestra relación seguía siendo nueva.
Chris había estado casado con mi madre
más de dos décadas.
—Tenía cita con mi terapeuta —le
dije. Esas palabras, tan normales,
sonaron ajenas a mis oídos, como si
fueran más propias de una persona
inestable mentalmente que cuenta
demasiadas cosas íntimas.
Él tragó saliva.
—Estás viendo a alguien... Eso es
bueno, Gideon. Me alegra oírlo.
Eva apareció con una copa de vino
en la mano. Me la tendió, levantando la
barbilla para ofrecerme la boca. La
besé, sellando nuestros labios durante un
largo y dulce momento.
—¿Tienes hambre? —preguntó
cuando la solté.
—Canina —dije.
—Vamos, entonces.
La miré de arriba abajo mientras
nos precedía camino de la cocina,
admirando cómo sus pantalones piratas
le ceñían el exuberante trasero. Iba
descalza y el pelo le caía con suavidad
sobre los hombros. Con la cara lavada y
algo de brillo en los labios, estaba
deslumbrante.
Eva había dispuesto que
comiéramos en la isla de la cocina,
poniéndonos a Chris y a mí en el lado de
los taburetes, mientras que ella estaba
enfrente y comía de pie. Era así de
espontánea y relajada, como la
atmósfera que había creado.
Tres velas aromatizaban el
ambiente con una fragancia de cítricos y
especias. La cena consistía en ensalada
de bistec a la plancha con queso
gorgonzola, rodajas de cebolla roja,
pimientos rojo y amarillo y una
vinagreta picante. En un cestillo forrado
con tela se mantenía caliente pan de ajo
tostado, y una botella de vino tinto,
decantado, iba a servirse en copas sin
pie.
No dejaba de mirar a Eva mientras
se movía al ritmo de la música a la vez
que comía y charlaba con Chris sobre la
casa de la playa de los Outer Banks. De
pronto me acordé de cómo era el ático
antes de que ella empezara a mudarse.
Era la casa donde vivía yo, pero no
podía decir que fuera un hogar. De
alguna manera debía de saber que ella
estaba a punto de aparecer en mi vida
cuando lo compré. Ese lugar la
esperaba, al igual que yo, la necesitaba
para darle vida.
—Tu hermana va a venir conmigo a
la cena de mañana, Gideon —dijo Chris
—. Está entusiasmada.
Eva frunció el ceño.
—¿Qué cena?
Él enarcó las cejas.
—A tu marido se le va a hacer un
homenaje por su generosidad.
—¿En serio? —Eva abrió mucho
los ojos y dio un saltito—. Y ¿vas a dar
un discurso?
—Eso es lo que se espera siempre,
sí —respondí divertido.
—¡Yupi! —Se puso a saltar y a
aplaudir como si fuera una animadora—.
Me encanta oírte hablar.
Por una vez, pensé que a lo mejor
hasta me gustaba hacerlo, dado que la
sola idea le ponía a Eva aquel
provocativo brillo en los ojos.
—Me apetece muchísimo ver a
Ireland —añadió—. ¿Es de etiqueta?
—Sí.
—¡Doble yupi! Tú vestido de
esmoquin, dando un discurso. —Se frotó
las manos.
Chris se reía.
—Está claro que tu mujer es tu
mayor admiradora.
Ella le hizo un guiño.
—Y que lo digas.
Saboreé el vino antes de tragarlo.
—Nuestra agenda social debería
estar sincronizada con tu teléfono, cielo
—dije.
La sonrisa de Eva se convirtió en
un ceño fruncido.
—Creo que no lo está.
—Lo miraré.
Apoyándose en el respaldo de la
silla, Chris se llevó la copa al pecho y
suspiró.
—Una cena estupenda, Eva.
Gracias.
Ella le restó importancia con un
gesto de la mano.
—No era más que una ensalada,
pero me alegra que te haya gustado.
Pasé de mirarla a ella a mirar a mi
padrastro. Me debatía entre decir algo o
no, devanándome los sesos. Las cosas
estaban bien como estaban. A veces los
cambios fastidiaban asuntos que antes
iban bien.
—Deberíamos hacer esto más a
menudo. —Las palabras me salieron de
la boca sin que me diera cuenta.
Él se me quedó mirando un
momento, luego bajó la vista a su copa y
carraspeó.
—Me encantaría, Gideon. —
Volvió a mirarme—. Te acepto el
ofrecimiento cuando quieras.
Hice un gesto con la cabeza.
Bajándome del taburete, recogí su plato
y el mío y los llevé al fregadero.
Eva me siguió y me dio el suyo.
Cruzamos la mirada y ella sonrió. Luego
volvió con Chris.
—Vamos a abrir otra botella de
vino.
—Llevamos dos semanas de
adelanto. A menos que suceda algún
imprevisto, deberíamos terminar
enseguida.
—Excelente. —Me levanté y
estreché la mano al gestor de proyectos
—. Estás haciendo un buen trabajo, Leo.
Abrir el nuevo complejo
Crosswinds antes de lo previsto
reportaba innumerables beneficios, y no
era el menor de ellos hacer coincidir las
necesarias inspecciones finales con un
tiempo de recreo en compañía de mi
mujer.—
Gracias, señor Cross. —Recogió
el material y se enderezó. Leo Aigner
era un hombre robusto, con el pelo
rubio, que empezaba a perder, y una
gran sonrisa. Era muy trabajador, se
ajustaba estrictamente a los plazos y se
adelantaba siempre que podía—.
Enhorabuena, por cierto. He oído que se
ha casado hace poco —añadió.
—Sí, es cierto. Gracias.
Lo acompañé hasta la puerta de mi
despacho y, cuando se marchó, miré el
reloj. Eva iba a venir al Crossfire a
mediodía para almorzar con Mark y su
prometido Steven. Quería verla.
Deseaba saber su opinión antes de
seguir adelante con algo en lo que
llevaba pensando todo el día.
—Señor Cross. —Scott estaba en
la puerta, interceptándome cuando me
dirigía a mi escritorio.
Lo miré interrogante.
—Deanna Johnson lleva media
hora aguardando en recepción. ¿Qué
quiere que le diga a Cheryl?
Pensé en Eva.
—Dile que haga pasar a la señorita
Johnson.
Mientras esperaba, envié un
mensaje de texto a mi mujer.
Concédeme un rato antes de irte del
Crossfire. Tengo que preguntarte algo.
¿Una reunión en persona? —
respondió—. ¿Estás pensando en mi
trasero y en mis tetas otra vez?
Siempre, contesté.
Así me encontró Deanna Johnson,
sonriéndole al teléfono. Levanté la vista
cuando entró y toda mi diversión
desapareció al instante. Iba vestida con
un traje pantalón blanco, con una
gargantilla de oro alrededor del cuello;
era evidente que había cuidado mucho
su aspecto. El pelo, oscuro, le caía
ondulado hasta los hombros, y se había
maquillado con intención dramática.
Se acercó a mi mesa.
—Señorita Johnson. —Dejé el
teléfono a un lado y me acomodé en el
sillón antes de que ella se sentara—. No
dispongo de mucho tiempo.
Ella tensó la boca. Tiró el bolso en
la silla más cercana y permaneció de
pie.
—¡Me prometiste una exclusiva de
tus fotos de boda!
—Es cierto. —Y, como recordaba
lo que había obtenido a cambio, me hice
con el mando que cerraba la puerta de
mi despacho.
Plantó las manos encima de mi
mesa y se inclinó sobre ella.
—Te di toda la información sobre
el vídeo sexual de Eva y Brett Kline.
Cumplí con mi parte del acuerdo.
—Mientras convencías a Corinne
para que te entregara lo que necesitabas
para escribir un libro sobre mí.
Algo le cruzó la mirada.
—¿Acaso crees que me estaba
tirando un farol durante la entrevista? —
pregunté sin alterarme, echándome hacia
atrás y juntando las yemas de los dedos
—. ¿Que no sabía que la escritora
fantasma eras tú?
—¡Eso no tiene nada que ver con el
trato que habíamos hecho!
—¿Ah, no?
Deanna se apartó de la mesa en una
violenta explosión de movimiento.
—¡Maldito cabrón hijo de puta! A
ti no te importa nadie excepto tú mismo.
—Eso ya lo habías dicho. Lo que
me lleva a preguntarme: ¿por qué te
fiaste de mí?
—Estupidez total. Creí que eras
sincero cuando te disculpaste.
—Era sincero. Lamento mucho
haberte follado.
La cara se le tiñó de furia y
vergüenza.
—Te odio —dijo entre dientes.
—Lo sé. Desde luego, eres muy
libre de hacerlo, pero te sugiero que,
antes de llevar a cabo una campaña
contra mí o mi mujer, lo pienses dos
veces. —Me levanté—. Vas a salir por
esa puerta y me olvidaré de que
existes... otra vez. No te gustaría que
pensara en ti, Deanna. Ni te imaginas
por dónde irían mis pensamientos.
—¡Podría haber hecho una fortuna
con ese vídeo! —exclamó en tono
acusador—. E iban a pagarme mucho
dinero por escribir ese libro. Tus fotos
de boda habrían sido muy valiosas. Y
ahora, ¿qué tengo? Me lo has quitado
todo. Estás en deuda conmigo.
Enarqué una ceja.
—¿Ya no quieren que escribas ese
libro? Qué interesante.
Ella se enderezó, intentando
recobrar la compostura.
—Corinne no lo sabía. No sabía lo
nuestro.
—Aclarémoslo de una vez por
todas: «lo nuestro» no ha existido nunca.
—Me sonó el móvil con un mensaje de
Raúl, que me hacía saber que estaba
llegando al Crossfire con Eva. Me
acerqué al perchero—. Querías follar y
follamos. Pero si me querías a mí,
bueno..., yo no soy responsable de tus
exageradas expectativas.
—¡No te responsabilizas de nada!
Utilizas a la gente.
—Tú también me utilizaste a mí.
Para echar un polvo. Para engordar tu
cuenta bancaria. —Me enfundé la
chaqueta—. Y, en cuanto a lo que te
debo por tus pérdidas económicas, mi
mujer me ha sugerido que te ofrezca un
trabajo.
Sus ojos negros se abrieron como
platos.—
¿Bromeas?
—Ésa fue mi respuesta también. —
Cogí el móvil y me lo guardé en el
bolsillo—. Pero lo decía muy en serio,
así que he preparado una oferta. Si te
interesa, Scott te pondrá en contacto con
alguien de recursos humanos.
Me dirigí a la puerta.
—Ya conoces la salida —terminé.
No era necesario que bajara al
vestíbulo. Eva tenía planes para
almorzar y lo que tenía que decirle no
daría ni para una breve conversación.
Pero quería verla. Tocarla aunque
sólo fuera un momento. Recordarme a
mí mismo que el hombre que era cuando
follaba con mujeres como Deanna ya no
existía. Nunca más el olor a sexo
volvería a revolverme el estómago ni
haría que me desollara vivo bajo la
ducha.
Pasaba por los torniquetes de
seguridad del vestíbulo cuando vi que
Raúl entraba detrás de Eva por la puerta
giratoria y volvía luego a su puesto
fuera. Mi mujer llevaba un mono color
vino con unos tacones de vértigo, tan
delicados que no sé cómo no se
rompían. Los finos tirantes dejaban al
descubierto sus hombros bronceados, y
de las orejas le colgaban unos aros
dorados. Las gafas de sol que lucía le
ocultaban parcialmente la cara, y los
ojos se me fueron a aquella boca que
horas antes me había anillado la verga.
Llevaba un bolso de mano, y cruzaba el
suelo de mármol estriado con un
seductor contoneo de caderas.
La gente volvía la cabeza al verla
pasar. Algunas de esas miradas se
detenían a admirarle el trasero.
¿Qué pensarían esas personas si
supieran que, en lo más profundo de su
ser, seguía bañada en mi leche? Que
tenía los pezones tiernos de mis
succiones e hinchados los regordetes
labios de su perfecto coñito del roce de
mi polla entre ellos.
Sabía lo que pensaba yo: «Mío.
Todo mío».
Como si ella sintiera el ardor de
esa silenciosa reivindicación, volvió la
cabeza de repente y me vio. Separó los
labios. Pude ver cómo le subía y le
bajaba el pecho con una rápida
inhalación.
«Aquí lo mismo, cielo. Como si me
dieran un puñetazo en el estómago cada
vez.»
—Campeón.
Poniéndole las manos en su esbelta
cintura, la acerqué a mí y la besé en la
frente, aspirando el aroma de su
perfume.
—Cielo.
—Qué grata sorpresa —musitó,
venciéndose hacia mí—. ¿Vas a salir?
—Sólo quería verte.
Se apartó un poco, con un brillo de
placer en los ojos.
—Te ha dado fuerte, ¿eh?
—Es muy contagioso. Me lo has
pegado tú.
—¡No me digas! —Su risa era
como un cálido torrente de amor que lo
inundaba todo.
—Ahí está el gran hombre en
persona —dijo Steven Ellison al llegar
a nuestro lado—. Enhorabuena, a los
dos.
—Steven. —Eva se giró y dio un
abrazo a aquel fornido pelirrojo.
Él la apretó hasta separarle los
pies del suelo.
—El matrimonio te sienta bien.
La soltó y me estrechó la mano.
—A ti también —me dijo.
—Sienta bien —repuse.
Steven sonrió.
—Yo lo estoy deseando. Mark
lleva años haciéndome esperar.
—No puedes seguir dándome la
lata con eso —dijo Mark, apareciendo
de repente. Él también me estrechó la
mano—. Enhorabuena, señor Cross.
—Gracias.
—¿Vienes con nosotros a
almorzar? —preguntó Steven.
—No lo había pensado.
—Estaríamos encantados. Cuantos
más seamos, mejor. Vamos a ir al Bryant
Park Grill.
Miré a Eva. Se había colocado las
gafas en lo alto de la cabeza y me
observaba expectante. Con un gesto, me
animó a acompañarlos.
—Tengo que ponerme al día —
respondí, lo que no era mentira.
Llevaba dos días de retraso. Como
debía adelantar el trabajo antes de
marcharnos de luna de miel, tenía
pensado quedarme a comer y trabajar.
—Tú eres el jefe —dijo Eva—.
Podrías hacer novillos si quisieras.
—Es usted una mala influencia,
señora Cross.
Me agarró del brazo y me llevó
hacia la puerta.
—Te encanta.
Eché el freno y miré a Mark.
—Sé que está ocupado —dijo—.
Pero sería muy agradable que nos
acompañara. Me gustaría hablarle de
algo.
Me dejé convencer. Salimos a la
calle, e inmediatamente sentimos el
bofetón del calor del día y los ruidos de
la ciudad. Raúl esperaba junto al
bordillo con la limusina, cruzando la
mirada con la mía antes de abrir la
puerta a Eva. Un resplandor hizo que
volviera la cabeza, atrayendo mi
atención hacia el teleobjetivo de una
cámara con el que nos acechaban desde
un coche aparcado al otro lado de la
calle.
Le planté a Eva un beso en la sien
antes de que entrara en la parte de atrás.
Ella me miró, toda contenta y
sorprendida. No le di explicaciones. Me
había pedido más fotos nuestras para
combatir la publicación del libro de
Corinne. No me costaba nada mostrarle
mi afecto, tanto si el maldito libro
llegaba a ver la luz como si no.
El Bryant Park quedaba cerca. Al
cabo de unos momentos nos
encontrábamos ante los escalones de la
calle, y yo estaba volviendo atrás en el
tiempo al acordarme de cuando Eva y yo
nos peleamos en ese mismo lugar. Ella
había visto una foto mía con Magdalene,
una mujer a la que yo consideraba amiga
de la familia desde hacía mucho tiempo
pero de la que se rumoreaba que era mi
amante. Yo había visto una foto de Eva
con Cary, un hombre al que ella quería
como a un hermano pero de quien se
rumoreaba que era su amante y
compañero de piso.
A ambos nos corroían los celos,
con una relación recién estrenada y
atrofiada ya por los muchos secretos que
había entre nosotros. Estaba
obsesionado con ella, mi mundo se
tambaleaba para darle cabida. Incluso
llena de furia, me había mirado con
amor y acusado de no saberlo cuando lo
veía. Pero sí lo sabía. Sí lo veía. Me
aterrorizaba como nada en el mundo. Y
me dio esperanza, por primera vez en la
vida.
Eva me miró cuando nos
acercábamos a la entrada cubierta de
hiedra del restaurante, y me di cuenta de
que ella también se acordaba. Habíamos
vuelto después a ese lugar, cuando Brett
Kline intentó reconquistarla. Ella ya me
pertenecía entonces, en sus dedos
llevaba mis anillos, estábamos
comprometidos. Éramos más fuertes que
nunca, pero ahora... Ahora nada nos
haría tambalear. Estábamos firmemente
anclados.
—Te quiero —dijo cuando
entrábamos detrás de Mark y Steven.
El bullicio del concurrido
restaurante nos asaltó. El sonido
metálico de los cubiertos en la vajilla,
el zumbido de las múltiples
conversaciones, el apenas perceptible
hilo musical y el ajetreo de una cocina
con mucho movimiento.
Curvé los labios en una sonrisa.
—Lo sé —dije.
Nos sentamos inmediatamente y un
camarero vino enseguida a tomar nota de
las bebidas.
—¿Pedimos champán? —preguntó
Steven.—
¡Venga ya! Sabes que tengo que
volver a trabajar —respondió Mark.
Seguía agarrando a mi mujer de la
mano por debajo de la mesa.
—Vuelve a preguntarlo cuando
trabaje para mí. Entonces lo
celebraremos.
Steven sonrió.
—Hecho.
Pedimos las bebidas —agua con y
sin gas y una limonada—, y el camarero
se marchó a por ellas.
—La cuestión es la siguiente —
empezó Mark, irguiéndose en la silla—.
Una de las razones por las que Eva dejó
el trabajo fue por la propuesta de
LanCorp...
Ella se le adelantó, sonriendo como
el gato que se comió al canario:
—Ryan Landon te ha ofrecido un
trabajo.
Mark abrió los ojos
desmesuradamente.
—¿Cómo lo sabes?
Eva me miró y luego a él otra vez.
—No irás a aceptarlo, ¿verdad?
—No. —Mark se nos quedó
mirando a los dos—. Habría sido un
paso lateral. Nada parecido al empujón
hacia adelante que me supondrá Cross
Industries. Y, además, recordé lo que me
dijiste acerca de que había animosidad
entre Landon y Cross. Lo comprobé
cuando te marchaste. Conociendo los
antecedentes, el asunto no me parecía
bien: que declinara trabajar con
nosotros y que luego tratara de cazarme.
—Puede que sólo te quiera a ti, sin
la agencia —dijo Eva.
—Eso es lo que dije yo —
coincidió Steven.
Naturalmente, pensé, porque él
creía en su pareja. Pero, al parecer,
Mark tenía mejor criterio.
Eva me miró. En sus ojos vi
claramente el «ya te lo dije». Le apreté
la mano.
—Tú no lo crees —replicó Mark,
dándonos la razón a los dos.
—No —respondió ella—. No lo
creo. Voy a serte sincera, les tendí una
trampa. Les dije que Gideon y yo te
apreciamos mucho y que estábamos
deseando volver a trabajar contigo.
Quería ver si mordían el anzuelo.
Supuse que, si era una buena oferta,
estaba haciéndote un favor. Y, si no lo
era, pues todos tan contentos.
Mark frunció el ceño.
—Pero ¿por qué lo hiciste? ¿No
quieres que me quede en Cross
Industries?
—Por supuesto que sí, Mark —
tercié yo—. Eva fue sincera con ellos.
—Estaba tanteando el terreno —
dijo ella—. Dudé si decírtelo o no, pero
no quería que te sintieras incómodo si él
te ofrecía un trabajo tan estupendo que
podrías plantearte seriamente aceptar.
—Entonces ¿qué haces ahora? —
preguntó Steven.
—¿Ahora? —Eva se encogió de
hombros—. Gideon y yo estamos
organizando una ceremonia para renovar
nuestros votos matrimoniales y después
nos vamos de luna de miel. Ryan Landon
es un problema que no va a desaparecer
así como así. Seguirá por ahí, haciendo
de las suyas. Yo no lo subestimaría. Y
Mark va a empezar un magnífico nuevo
trabajo en Cross Industries.
Eva me miró y lo supe. Como todas
las demás batallas, la de Landon ya no
tendría que librarla yo solo. Mi mujer
estaría ahí, haciendo lo que pudiera por
mí, peleando la buena batalla.
Mark esbozó una blanca sonrisa
enmarcada por su perilla.
—Suena bien.
—¿Quieres jugar a la secretaria
traviesa otra vez? —susurró Eva.
Mientras entrábamos en mi
despacho, me agarró de una mano y con
la otra me rodeó el bíceps. La miré de
reojo, disfrutando de la insinuación, y vi
una cálida risa en sus ojos.
—Hoy tengo que trabajar un poco
—dije secamente.
Me hizo un guiño y me soltó,
sentándose sumisamente en una de las
sillas que había frente a mi mesa.
—¿En qué puedo ayudarlo, señor
Cross?
Yo sonreía mientras colgaba la
chaqueta en el perchero.
—¿Qué te parece si le pido a Chris
que esté a mi lado en nuestra boda?
Me volví justo a tiempo para ver su
sorpresa.
—¿En serio?
—¿Opiniones?
Se apoyó en el respaldo y cruzó las
piernas.
—Primero me gustaría oír las
tuyas.
Me senté en la silla que había al
lado de la suya en lugar de hacerlo en la
de mi escritorio. Eva era mi compañera,
mi mejor amiga. Afrontaríamos ese
asunto y todo lo demás hombro con
hombro.
—Después del fin de semana en
Río, iba a pedírselo a Arnoldo, una vez
que lo hubiera hablado contigo.
—Me parecería bien —dijo, y
comprendí lo que quería decir—. Es una
decisión que deberías tomar por ti
mismo, no por mí.
—Él entiende lo que hay entre
nosotros, y eso es bueno para los dos.
Eva sonrió.
—Me alegro.
—Yo también. —Me froté la
mandíbula—. Pero después de lo de
anoche...
—¿Qué parte de anoche?
—La cena con Chris. Me hizo
pensar. Las cosas han cambiado. Y hay
algo que me dijo el doctor Petersen.
Yo...
Eva me agarró de la mano.
No sabía cómo expresarlo.
—Quiero que a mi lado haya
alguien que lo sepa todo cuando vengas
camino del altar. No quiero
fingimientos, no para algo tan
importante. Cuando nos miremos el uno
al otro y pronunciemos nuestras
promesas, quiero que sea... verdadero.
—Oh, Gideon. —Se levantó de la
silla y se puso en cuclillas junto a mis
rodillas. Sus ojos se iluminaron y se
humedecieron, como el cielo tormentoso
después de la lluvia—. Eres una
hermosura de hombre —susurró—. Ni
siquiera sabes lo romántico que eres.
Le rodeé la cara con las manos,
secándole con los pulgares las lágrimas
que le corrían por las mejillas.
—No llores. No lo soporto.
Me agarró de las muñecas y se
levantó, apretando la boca contra la mía.
—No puedo creer que sea tan feliz
—dijo susurrando las palabras contra mi
piel—. A veces no parece real. Como si
estuviera soñando y fuera a despertarme
y a darme cuenta de que sigo en el suelo
del vestíbulo, viéndote por primera vez
e imaginando todo esto porque estoy
loca por ti.
La ayudé a levantarse y la senté en
mi regazo, hundiendo la cara en su
cuello. Ella siempre veía lo que yo no.
Me pasó las manos por el pelo y
por la espalda.
—Chris estará encantado.
Cerré los ojos y la estreché con
fuerza.—
Ha sido obra tuya.
Eva hacía que todo fuera posible,
que yo fuera posible.
—¿Ah, sí? —Rio suavemente,
echándose hacia atrás para tocarme la
cara con dulzura.
—Eres tú, campeón. Yo sólo soy la
afortunada que consigue un asiento en
primera fila.
De pronto, el matrimonio no me
parecía suficiente para salvaguardar lo
que ella significaba para mí. ¿Por qué no
existía algo más vinculante que un mero
trozo de papel que me diera el derecho
de llamarla mi esposa? Los votos eran
una promesa, pero lo que yo necesitaba
era la garantía de que la tendría todos
los días de mi vida. Quería que el
corazón me latiera al ritmo del suyo y
que se detuviera cuando lo hiciera el
suyo.
Volvió a besarme, con delicadeza.
Con dulzura. Sus labios eran todo
suavidad.
—Te quiero.
Nunca me cansaría de oírlo.
Siempre necesitaría oírlo. Palabras que,
como había dicho el doctor Petersen,
necesitaban ser dichas y oídas.
—Te quiero.
Más lágrimas.
—Vaya, estoy hecha un desastre.
—Volvió a besarme—. Y tú tienes que
trabajar. Pero no puedes quedarte mucho
tiempo. Me voy a divertir ayudándote a
ponerte el esmoquin... y a quitártelo.
La dejé ir cuando se deslizó y se
levantó, pero no podía quitarle los ojos
de encima.
Cruzó el despacho y desapareció
en el baño. Yo me quedé allí sentado,
sin saber si tendría fuerzas para
levantarme. Eva conseguía que me
temblaran las piernas, que el pulso se
me desbocara.
—Gideon. —Mi madre entró en el
despacho, con Scott pisándole los
talones—. Tengo que hablar contigo.
Me levanté y con un gesto le dije a
Scott que no pasaba nada. Se retiró,
cerrando la puerta. La emotividad de
Eva se diluyó, dejándome vacío y frío
en su presencia.
Mi madre vestía unos vaqueros
oscuros que se le ceñían como una
segunda piel y una camisa amplia que se
sujetaba a la cintura. Llevaba el pelo,
negro y largo, recogido en una cola de
caballo, y la cara lavada. La mayoría de
la gente habría visto en ella a una mujer
imponente que aparentaba menos años
de los que tenía. Pero yo sabía que
estaba tan cansada y hastiada como
Chris. Sin maquillaje, sin joyas... No era
propio de ella.
—¡Qué sorpresa! —exclamé,
poniéndome en mi sitio detrás de la
mesa—. ¿Qué te trae a la ciudad?
—Acabo de dejar a Corinne. —Se
acercó hasta mi escritorio y permaneció
de pie, igual que Deanna unas horas
antes—. Está hecha polvo por esa
entrevista que diste ayer.
Completamente destrozada. Tienes que
ir a verla y hablar con ella.
Me quedé mirándola, incapaz de
comprender de qué iba.
—Y ¿por qué tendría que hacerlo?
—Por el amor de Dios —saltó,
mirándome como si me hubiera vuelto
loco—. Tienes que disculparte. Dijiste
algunas cosas hirientes...
—Dije la verdad, que
probablemente es más de lo que puede
decirse del libro que quiere publicar.
—Ella ignoraba que hubieras
tenido una historia con esa mujer..., la
que iba a escribirlo. En cuanto se enteró,
le dijo al editor que no podría trabajar
con esa persona.
—Me da igual quién escriba el
libro. Otro autor no cambiará el hecho
de que Corinne está violando mi
intimidad y sacando a la luz algo que
podría hacer daño a mi mujer.
Ella alzó el mentón.
—No puedo ni hablar de tu mujer,
Gideon. Estoy dolida. No, estoy furiosa
porque te has casado sin tu familia, sin
tus amigos. ¿Eso no te dice nada? ¿Que
tuviste que hacer algo tan importante sin
la bendición de la que gente que te
quiere?—
¿Estás insinuando que nadie
habría dado su aprobación? —Crucé los
brazos—. Desde luego, eso no es verdad
pero, aunque lo fuera, elegir a la
persona con la que quieres pasar el resto
de tu vida no se decide por mayoría.
Eva y yo nos casamos en privado porque
era íntimo y personal y no teníamos por
qué hacer partícipes a nadie más.
—¡Pero si se lo has contado a todo
el mundo! ¡Antes de decírselo a tu
familia! No puedo creer que pudieras
ser tan desconsiderado e insensible.
Tienes que arreglar las cosas —dijo con
vehemencia—. Tienes que
responsabilizarte del dolor que causas a
los demás. No te he educado para que te
comportes de esta manera. No sabes lo
decepcionada que estoy.
Capté movimiento a sus espaldas y
vi a Eva ocupando la entrada del cuarto
de baño, con expresión de ira y los
puños apretados a ambos lados. Le hice
un gesto cortante con la cabeza para que
se mantuviera al margen. Bastante había
luchado ya esa batalla por mí. Ahora me
tocaba a mí, y por fin estaba preparado.
Cogí el mando y oscurecí la pared
de cristal.
—No vengas a darme lecciones
sobre infligir dolor o sentirse
decepcionado, madre.
Ella echó la cabeza hacia atrás
como si le hubiera dado una bofetada.
—No emplees ese tono conmigo.
—Tú sabías lo que me estaba
sucediendo y no hiciste nada para
evitarlo.
—No pensarás hablar de eso otra
vez. —Golpeó el aire con la mano.
—¿Cuándo hemos hablado de ello?
—repliqué—. Te lo dije, pero nunca
estuviste dispuesta a discutirlo.
—¡No me eches a mí la culpa!
—Me violó.
Las palabras sonaron como un
latigazo y quedaron suspendidas en el
aire, afiladas como una cuchilla, con
toda su crudeza.
Mi madre dio un respingo.
Eva buscó a tientas el marco de la
puerta y se agarró con fuerza.
Respirando profundamente para
recuperar un mínimo de control, saqué
fuerzas de la presencia de mi mujer.
—Me violó —repetí en un tono
más calmado, más firme—. Durante casi
un año, todas las semanas. El hombre al
que metiste en casa me toqueteaba. Me
sodomizaba. Una y otra vez.
—No sigas. —Respiraba con
dificultad, agitadamente—. No digas
esas cosas tan feas y horribles.
—Sucedió. Repetidamente.
Mientras tú estabas en otra habitación
cercana. Aún jadeaba de excitación
cuando aparecía. Me miraba con aquel
nauseabundo brillo en los ojos. Y tú no
lo veías. Te negabas a verlo.
—¡Eso es mentira!
La furia me consumía, hacía que
necesitara moverme, pero me mantuve
firme y volví a mirar a Eva. Esta vez,
afirmó con la cabeza.
—¿Cuál es la mentira, madre?
¿Que me violó? ¿O que decidiste mirar
para otro lado?
—¡Deja de decir eso! —exclamó
irguiéndose—. Te llevé a que te
examinaran. Traté de encontrar la
prueba...
—¿No te bastaba mi palabra?
—¡Eras un niño con problemas
emocionales! Mentías respecto a todo.
Sobre cualquier cosa. De las cosas más
evidentes.
—Eso me proporcionaba algún
control. No tenía poder sobre nada...,
salvo de las palabras que salían de mi
boca.
—Y ¿se suponía que yo tenía que
adivinar qué era verdad y qué era
mentira? —Se inclinó hacia adelante,
tomando la ofensiva—. Te vieron dos
médicos. A uno no le dejaste ni que se
acercara...
—Y ¿que otro hombre me tocara?
¿Te imaginas lo que me aterraba la
idea?
—Dejaste al doctor Lucas...
—Ah, sí, el doctor Lucas. —Sonreí
fríamente—. ¿Quién te habló de él,
madre? ¿El hombre que abusaba de mí?
¿O tu médico, que le supervisaba la
tesis? En cualquier caso, él te condujo
derecha hacia su cuñado, a sabiendas de
que el muy respetado doctor Lucas diría
cualquier cosa para proteger la
reputación de su familia.
Ella retrocedió, tambaleándose
hasta chocar contra la silla que tenía
detrás. —Él me sedó —proseguí,
recordándolo todavía. El pinchazo de la
aguja. La fría mesa. La vergüenza
mientras hurgaba en esa parte de mi
cuerpo que me hacía temblar de asco—.
Él me examinó. Y luego mintió.
—Y ¿cómo iba yo a saber eso? —
susurró con aquellos ojos tan azules que
contrastaban con su pálido semblante.
—Lo sabías —afirmé de manera
inexpresiva—. Recuerdo la cara que
pusiste después, cuando me dijiste que
Hugh no volvería y que nunca más
volviera a sacar el tema. No te atrevías
a mirarme pero, cuando lo hiciste, lo vi
en tus ojos.
Miré a Eva. Estaba llorando,
abrazándose a sí misma. Me escocían
los ojos, pero fue ella la que lloró por
mí.
—¿Creías que Chris te dejaría? —
me pregunté en voz alta—. ¿Creías que
sería demasiado para que lo aceptara tu
nueva familia? Durante años, creí que se
lo habías dicho, te oí mencionarle al
doctor Lucas, pero Chris no lo sabía.
Dime qué razón hay para que una esposa
tenga que ocultar a su marido algo así.
Mi madre no hablaba, sólo
meneaba la cabeza una y otra vez, como
si esa silenciosa negación fuera la
respuesta a todo.
Di con el puño en la mesa,
sacudiendo todo lo que había encima de
ella.
—¡Di algo!
—Te equivocas. Te equivocas. Lo
tienes todo embarullado. Tú no... —
Volvió a negar con la cabeza—. No
sucedió de esa manera. Estás
confundido...
Eva miraba a mi madre desde atrás
con una rabia evidente, intensa. Tenía la
boca y la mandíbula tensas a causa de la
repugnancia que sentía. Se me ocurrió
entonces que podía dejar que ella
llevara esa carga. Tenía que deshacerme
de ella. Ya no la necesitaba. No la
quería.
En cierto sentido yo había hecho lo
mismo por ella, con Nathan. Lo que
había llevado a cabo le había apartado
las sombras de los ojos. Ahora vivían en
mí, como tenía que ser. Ya la habían
rondado bastante a ella.
Henchí el pecho con una aspiración
lenta y profunda. Cuando expulsé el aire,
toda la ira y el asco se fueron con él.
Permanecí allí parado durante un largo
momento, absorbiendo la vertiginosa
ligereza que sentí. En mi pecho quedaba
una pena infinita, una profunda congoja.
Resignación. Una aceptación terrible,
clarificadora. Pero me pesaba mucho
menos que la disparatada esperanza que
albergaba: la de que algún día mi madre
me querría lo suficiente para aceptar la
verdad.
Esa esperanza había muerto.
Me aclaré la garganta.
—Acabemos con esto —dije—. No
voy a ir a ver a Corinne. Y no pediré
perdón por decir la verdad. Se acabó.
Durante un buen rato mi madre no
se movió.
Luego se alejó de mí sin decir una
palabra y se dirigió hacia la puerta.
Unos instantes después, ya no estaba;
había desaparecido al otro lado del
cristal esmerilado.
Miré a Eva. Echó a andar hacia mí
y yo hacia ella, rodeando la mesa para
encontrarnos a medio camino. Me
abrazó con tanta fuerza que casi no
podía respirar.
Pero no necesitaba aire. La tenía a
ella.


Ir a todos los Libros