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Pídeme lo que quiera o dejame - Cap.23 y 24

Cuando Björn y yo llegamos a la puerta del hospital St. Thomas me encuentro fatal. En el trayecto de
avión he vomitado varias veces y el pobre ya no sabe qué hacer para que yo esté bien. Lo achaca a los
nervios y a mi inquietud y yo no lo saco de su error.
En el vestíbulo del hospital, resoplo y Björn, con seguridad y aplomo, agarrándome por la cintura
para tranquilizarme, pregunta:
—¿Te encuentras mejor?
Asiento. Es mentira, pero no quiero decirle que no.
Él me mira con una triste sonrisa y, dándome la mano, afirma:
—Tranquila, estará bien y todo se resolverá.
Digo que sí con la cabeza y doy gracias al cielo por tener un amigo como él. Cuando lo llamé, en
menos de veinte minutos ya estaba en mi casa dispuesto a ayudarme en todo lo que necesitara. Incluso,
cuando le conté lo ocurrido, dejó a un lado la furia que pudiera sentir hacia Laila y por las acusaciones
de su amigo y se centró en consolarme y en decirme que todo iba a salir bien.
No llamo ni a la madre, ni a la hermana de Eric. Primero quiero ver lo que me encuentro y después lo
haré. Pero una cosa tengo clara, no permitiré que nadie le toque los ojos sin que Marta lo sepa antes.
Asustada, pienso en sus ojos. Sus bonitos ojos. Cómo algo tan precioso puede tener siempre tantos
problemas.
Al abrirse el ascensor en la quinta planta, mi corazón bombea con fuerza.
Me asusto. Creo que me va a dar un paro cardiaco mientras Björn le pregunta a una enfermera en qué
pasillo está la habitación de Eric Zimmerman.
Caminamos en silencio e, inconscientemente, busco de nuevo la mano de Björn y la agarro. Él me la
aprieta, me da fuerza.
Cuando llegamos ante la 507, nos miramos y, tras un silencio más que significativo, digo:
—Quiero entrar sola.
Björn asiente.
—Te doy tres minutos. Después entraré yo también.
Con las pulsaciones a mil, abro la puerta y entro. Todo está en silencio. Hasta que mi corazón de
pronto salta al ver a Eric con los ojos cerrados. Está dormido. Con sigilo, me acerco y lo observo. Tiene
la cara amoratada, el labio partido y una pierna enyesada. Su pinta es desastrosa. Pero yo le quiero, me
da igual cómo esté.
Necesito tocarlo…
Quiero besarlo…
Pero no me atrevo. Temo que abra los ojos y me eche de su lado.
—¿Qué haces aquí?
Su ronca voz me hace dar un salto y, cuando lo miro, creo que me voy a marear.
Oh, Dios…, sus ojos.
Sus bonitos ojos están encharcados de sangre y su aspecto es atroz. Mi respiración se acelera y,
levantando la voz, pregunta:
—¿Quién te ha avisado? ¿Qué narices haces aquí?
No respondo. Sólo lo miro y él grita:
—¡Fuera! ¡He dicho que te vayas de aquí!
La respiración se me acelera y, sin decir nada, me doy la vuelta, salgo de la habitación y echo a
correr por el pasillo. Björn corre tras de mí y me para. Al ver en qué estado me encuentro, me calma.
Quiero vomitar. Se lo digo y, rápidamente, coge una papelera y me la da. Cuando mi estado se
normaliza, mi buen amigo se levanta y, con una seriedad que no le conocía, dice:
—No te muevas de aquí, ¿entendido?
Asiento y veo que se dirige a la habitación de Eric.
Abre con ímpetu la puerta. Oigo sus voces. Discuten. Varias enfermeras, al oír el jaleo, entran para
ver qué ocurre e, instantes después, Björn sale con gesto contrariado y, cogiéndome del brazo, dice:
—Vámonos. Regresaremos mañana.
Estoy aterida y asustada y me dejo guiar.
No me quiero ir de allí, pero sé que en el pasillo no hago nada.
Esa noche dormimos en un hotel de Londres. Yo apenas puedo pegar ojo. Sólo puedo pensar en mi
amor, en su soledad en aquella habitación de hospital.
A la mañana siguiente, Björn pasa por mi habitación a buscarme. Se preocupa por mi estado. Estoy
pálida. Cuando llegamos de nuevo al hospital, se me revuelve el estómago. Eric está allí y, con
seguridad, me pedirá que me vaya. Pero esta vez no le voy a hacer caso. Esta vez tiene que escuchar lo
que le tengo que decir.
Cuando llego de nuevo ante la habitación 507, miro a Björn y le vuelvo a pedir que me deje entrar
sola. Él niega con la cabeza, no lo convence lo que digo, pero ante mi mirada, finalmente acepta mi
decisión.
Con mano temblorosa y la tensión por las nubes, abro la puerta. Esta vez, Eric está despierto y, al
verme, su gesto, ya huraño, se descompone y sisea:
—Vete de aquí, por el amor de Dios.
Entro y, sin la impotencia del día anterior, me acerco hasta él y pido:
—Dime al menos que estás bien.
No me mira y responde:
—Estaba bien hasta que has llegado tú.
Sus palabras me hacen daño, me matan, y al ver que no digo nada, insiste:
—Vete de aquí. No te he llamado porque no te quiero ver.
—Pero yo a ti sí. Me preocupo por ti y…
—¿Te preocupas? —grita, clavando sus impactantes ojos ensangrentados en mí—. Venga ya, por
favor… Vete con tu amante y no vuelvas a aparecer en mi vida.
La puerta de la habitación se abre y Björn entra hecho una furia. El rostro de Eric se endurece todavía
más y masculla:
—Lo vuestro es demasiado. Fuera de la habitación los dos ahora mismo.
Ninguno nos movemos y Eric, gritando, insiste:
—¡Quiero que os marchéis! ¡Fuera!
Su voz, su dura voz, me hace reaccionar y, olvidándome de lo maltrecho que lo veo, lo miro a esos
ojos que no reconozco como los de mi amor y suelto:
—He venido a decírtelo en vivo y en directo: ¡gilipollas!
Mi contestación lo desconcierta y Björn apostilla:
—¿Cómo eres tan capullo? ¿Cómo puedes pensar algo así de Jud y de mí?
—Tú y yo ha hablaremos cuando me encuentre bien —gruñe Eric—. Ahora, marchaos. No quiero
hablar.
—Por supuesto que hablaremos —replica Björn—. Pero mientras tanto, deja de ser un idiota y
compórtate como el hombre que siempre he creído que eres.
—Björn… —sisea Eric.
Él lo mira y, sin cambiar su expresión de enfado, afirma:
—Me da igual tu estado, tu pierna, tu cara magullada o tus ojos, de aquí no me muevo hasta ver esas
pruebas que tan gratuitamente dices que tienes contra nosotros. ¡Gilipollas!
Oír esa palabra de la boca de Björn en este momento de máxima tensión me hace gracia, aunque el
momento de gracioso no tiene nada. Menuda tensión.
Eric maldice. Dice cientos de palabrotazas en alemán, pero nosotros no nos movemos. No nos asusta.
No nos iremos sin aclarar las cosas de una vez.
Tengo fatiguita de nuevo.
Miro alrededor en busca del baño. Cuando lo localizo, entro rápidamente en él y vomito. Me
encuentro fatal. Me siento en la taza hasta que Björn entra y murmura con cariño:
—Si estás mal, nos vamos.
Niego con la cabeza.
—Estoy bien, no te preocupes. Sólo necesito que Eric nos crea.
—Lo hará, preciosa. Te prometo que lo hará.
Minutos después, salimos los dos del baño y Eric nos mira con gesto serio. Me siento en una de las
sillas y observo en silencio como Björn y él se enzarzan en otra discusión. Se dicen de todo y yo me
mantengo al margen. No tengo fuerzas ni para hablar.
Eric no me mira. Evita hacerlo.
Sabe que cuando lo hace me descompongo. Sus ojos de vampiro de Transilvania asustan y sé que
intenta no mostrármelos.
Una enfermera entra para ver qué ocurre. Eric le pide que nos eche, pero Björn, tirando de su
encanto, se camela a la mujer y la saca con zalamerías de la habitación.
Eric y yo estamos solos. Me armo de valor y, ante su cara de alucine total, me levanto y declaro:
—No me voy a marchar a ningún sitio si no es contigo. Y ahora mismo voy a llamar a tu madre y a tu
hermana para que sepan lo que te ocurre.
—Maldita sea, Judith. No te metas en esto.
—Me meto porque eres mi marido y te quiero, ¿entendido?
Iceman en su versión más siniestra y devastadora me mira y masculla con furia:
—Jud…
Bien…, me ha llamado por mi diminutivo. La cosa va bien. La fiera se va aplacando e insisto:
—Cuando yo estuve en el hospital, tú me acompañaste. No me dejaste ni un minuto sola y ahora…
—Ahora tú te vas a marchar —me corta.
—Pues, mira, va a ser que no. —Y retándolo con la mirada, me siento de nuevo en el sillón que hay
al lado de su cama y mientras saco mi móvil del bolso, digo—: Si quieres, levántate y échame. Mientras
tanto, seguiré aquí.
Me mira… me mira… y me mira.
Lo miro… lo miro… y lo miro.
España contra Alemania, ¡comienza el partido!
Sabe que no puede hacer nada y yo no me voy a marchar. La puerta se abre y entra Björn de nuevo, se
acerca a la cama y dice:
—Vamos, colega, me muero por ver esas pruebas. Enséñamelas.
Con gesto incómodo, Eric indica que cojamos el portátil. Björn se lo entrega, él lo abre, teclea y,
dándole la vuelta, ordena:
—Os quiero fuera de mi vista en cuanto las veáis.
Rápidamente me levanto.
Björn abre un vídeo. En seguida reconozco el Guantanamera. Björn y yo estamos hablando en la barra
y se nos oye decir:
—Y si no es mucho cotilleo, ¿cómo te gustan a ti las mujeres?
—Como tú. Listas, guapas, sexys, tentadoras, naturales, alocadas, desconcertantes y me encanta
que me sorprendan.
—¿Yo soy todo eso?
—Sí, preciosa, ¡lo eres!
Alucinados, Björn y yo nos miramos. Visto así, realmente parece lo que no es.
En el siguiente vídeo estamos los dos bailando en la pista y pasándolo bien. Y tras eso, se ven una
serie de fotografías de nosotros dos caminando por la calle cogidos del brazo o sentados en un
restaurante, brindando con vino.
Incrédulos, nos volvemos a mirar. Eric, al vernos, se irrita más y pregunta:
—Ahora ¿qué? ¿Quién miente aquí?
La furia, la rabia y la desesperación me corroen y, cerrando el portátil de golpe, siseo:
—¡Serás gilipollas!
En mi arranque he cerrado tan fuerte el portátil que Eric se encoge de dolor al darle en la pierna.
Maldice mientras me mira y susurra:
—No vuelvas a insultarme o…
—¿O qué, maldito cabezón? —Furiosa, le tiro mi móvil al pecho—. ¿O me echarás de tu vida? Mira,
guapo, ¡vete a paseo!
Björn me mira. Intenta calmarme, pero yo ya estoy como una hidra y, agarrando mi bolso, salgo de la
habitación. Camino hacia el ascensor hasta que Björn me para y pregunta:
—¿Adónde vas?
—Lejos de aquí. Lejos de él y lejos de… de…
—Jud…
Me paro. ¿Qué estoy haciendo? ¿Adónde voy?
Me abrazo a Björn y éste dice:
—Lo que hemos visto ambos sabemos que ocurrió, pero sin ningún tipo de malicia. Ahora sólo se lo
tenemos que explicar al cabezota de tu marido y mi amigo y hacerle entender el sucio juego de Laila.
Me dejo convencer y, cuando entro en la habitación, el gesto de Eric es irritado, más contrariado que
segundos antes, y, acercándome, digo:
—Laila nos graba, hace un montaje con las grabaciones ¿y tú te lo crees? Ésa es la confianza que
tienes en mí, ¿en tu mujer?
Dejo el bolso sobre la cama y vuelvo a darle un golpe a Eric sin querer. Él me mira y yo digo:
—Te jodes.
Resopla y Björn, al ver que vamos a empezar a discutir, interviene:
—Las fotos son del día que Jud vino al despacho para firmar los papeles que tú querías que firmara.
Después la invité a comer, como otras veces he hecho contigo, con Frida y con cualquiera de mis amigos.
¿Qué te hace presuponer y creer que no es así?
Eric no contesta y Björn, molesto, insiste:
—Somos amigos desde hace muchos años y siempre he confiado en ti al cien por cien. Me duele que
pienses que yo, tu amigo, voy a jugar sucio en cuanto a tu mujer. ¿Acaso crees que por un polvo con
Judith voy a echar a perder nuestra amistad? —Su voz enfadada me hace mirarlo cuando prosigue—: Te
recuerdo, amigo, que eres tú el que me ofrece a tu mujer y el que disfruta con lo que hacemos los tres.
¡Los tres! Y, sí, me encanta. Me gusta Judith. Te lo dije la primera vez que me la presentaste y
posteriormente cada vez que habéis discutido. Pero también te dije que sois el uno para el otro y que no
debes permitir que nada ni nadie se interponga en vuestras vidas. Ambos sois muy importantes para mí.
Tú porque eres como mi hermano y ella porque es tu mujer y una excelente persona. Os quiero a los dos y
me duele saber que dudas de mí.
Eric no contesta. Lo escucha y Björn prosigue:
—Nuestra amistad es especial y yo sólo he tocado a tu mujer cuando tú lo has permitido. ¿Cuándo te
he fallado en algo así? ¿Cuándo me has reprochado o yo te he reprochado un juego sucio? Si antes,
cuando no estabas casado, siempre te he respetado, ¿por qué no lo iba a hacer ahora? ¿Acaso lo que diga
una estúpida como Laila cuenta más que lo que decimos Jud o yo?
Eric lo mira. Sus palabras le están doliendo, pero Björn insiste:
—Eres lo suficientemente inteligente como para pensar y darte cuenta de quién te quiere y quién no.
Si decides que Jud y yo mentimos, vas a salir perdiendo, amigo, porque si alguien te quiere y te respeta
en este mundo, somos ella y yo. Y para que este entuerto se aclare, quiero que sepas que Norbert va a
traer a Laila al hospital. Llegará hecha una furia, pero quiero que delante de Jud, de ti y de mí aclare esto
de una vez por todas.
Sin más, el bueno de Björn me mira y, antes de marcharse, dice:
—Estaré fuera.
Dicho esto, se va, dejándonos a solas en la habitación. Las palabras le han salido directamente del
corazón y sé que Eric lo sabe. Con gesto malhumorado, cierra los ojos y veo que niega con la cabeza.
—Él ha dicho la verdad. Laila nos la ha jugado a todos —insisto.
Eric me mira. Sus ojos me ponen los pelos como escarpias y, cansada de guardar el secreto de Björn,
digo:—
Sabes que Björn y yo nunca te fallaríamos, ¿por qué lo cuestionas? ¿Acaso no te has dado cuenta
de que yo te quiero más que a mi vida y él también? —Y al ver que no responde, continúo—: Te voy a
contar una cosa que no sabes y que Laila seguro que no te ha contado, en referencia a Björn. Y después
me marcharé y dejaré que pienses en ello. Tú confías en ella porque era amiga de Hannah, ¿verdad? —Él
afirma con la cabeza y yo prosigo—: Pues quiero que sepas que, mientras tú sufrías por lo ocurrido con
tu hermana, esa mujer se lo pasaba muy bien con Leonard.
—¿Cómo?
—¿Sabías que Leonard vivió en el mismo edificio de Björn?
—Sí.
—Pues él los pilló en el garaje, muy entretenidos en el asiento de atrás de un Mercedes que tú tenías,
a la semana de morir Hannah. —El gesto de sorpresa de mi amor es tremendo cuando añado—: Al
pillarlos, tuvo una fuerte discusión con ella y le dijo que o desaparecía de tu vida o te lo contaba. Laila
decidió desaparecer, pero antes les fue con el rollo a Simona y Norbert de que Björn intentó
sobrepasarse y le rompió el vestido. Simona fue a pedirle explicaciones y la suerte para Björn fue que en
su garaje hay cámaras y quedó grabado quién estaba realmente con ella y quién le rompió el vestido ese
día.
—Yo… yo no sabía que…
—Tú no sabías nada porque Norbert, Simona y Björn decidieron guardar el secreto. No querían que
sufrieras más de lo que ya estabas sufriendo por la muerte de Hannah. Pero ahora Laila ha querido
vengarse de Björn grabándolo conmigo. Él la alejó de tu lado y ella nos aleja a los dos del tuyo.
Lo que le acabo de contar lo deja sin palabras. En ese momento se abre la puerta y entran Björn,
Norbert y Laila de muy malas maneras.
Cuando la veo, camino directamente hacia ella y le suelto un bofefón. Ella intenta devolvérmelo, pero
Björn la sujeta y yo siseo:
—Veamos a quién se le desmorona ahora su bonita vida.
Eric nos observa desde la cama. Su expresión es indescifrable y cuando Björn, como buen abogado,
intenta hacerla hablar, ella procura escabullirse, pero al sentirse presionada y acorralada, al final canta
casi La Traviata. Alucinado, Eric la escucha y, cuando aquélla se marcha con Björn y Norbert, maldice.
Está tremendamente desconcertado, furioso y dolido.
Deseosa de abrazarlo, doy un paso adelante, pero él me frena con un gesto duro. Eso me desconcierta.
No me quiere cerca. Durante unos minutos lo miro en silencio a la espera de una mirada, un gesto, ¡algo!
Pero no me mira.
¡Maldito cabezón!
Espero y espero, pero el tiempo pasa y me desespero. Finalmente, no puedo más y digo:
—Hace días, cuando supe que venías a Londres y me encelé por la presencia de Amanda, tú me
hiciste ver que no debía preocuparme, porque sólo me querías y me deseabas a mí. Yo te creí y confié en
ti. Ahora sólo falta que tú nos creas y, sobre todo, que confíes en mí.
Silencio…
No dice nada…
No me mira y, nerviosa y con ganas de llorar, continúo, jugándomelo todo:
—Llevo un tatuaje en mi cuerpo que pone «Pídeme lo que quieras» y que me hice por ti. Llevo un
anillo en el dedo que dice «Pídeme lo que quieras, ahora y siempre», que tú me regalaste. —Sigue sin
mirarme—. Te quiero. Te adoro. Sabes que por ti soy capaz de poner el mundo patas arriba, pero
llegados a este punto en que no quieres que te abrace, y que me siento fatal porque veo que no me quieres
ni mirar, me lo voy a jugar todo y te voy a decir sólo una frase: «Pídeme lo que quieras o déjame». —Mi
voz se rompe y, sin mirarlo, añado—: Me voy. Te dejaré que pienses. Si quieres que regrese a tu lado
porque me quieres y me necesitas, ya sabes mi número de móvil.
Cojo mi bolso, me doy la vuelta y, sin mirar atrás, salgo de la habitación.
Björn está fuera, sentado en una de las sillas. Al ver en el estado en que salgo, se levanta y me
abraza.
Me falta el aire…
La angustia me puede…
Acabo de decirle al hombre al que quiero más que a mi vida que me deje…
Las lágrimas de nuevo salen a borbotones por mis ojos y Björn susurra:
—Tranquila, Judith.
—No puedo…, no puedo…
Él asiente. Intenta consolarme y, cuando lo hace, murmuro desesperada:
—¿Y sus ojos? ¿Has visto sus ojos?
—Sí… —responde preocupado e, intentando desviar el tema, dice—: Lo de la pierna es una simple
fisura. Me lo acaba de confirmar una de las enfermeras.
Lloro de impotencia e, hipando, explico:
—No… no… me ha dejado abrazarlo, ni me ha mirado. No ha dicho nada.
Björn maldice, pero afirma:
—Eric no es tonto y te quiere.
Niego con la cabeza. ¿Y si realmente no me quiere?
Björn parece leer mis pensamientos. Me sujeta la cara con las manos y dice:
—Te quiere. Sé que es así. Sólo hay que ver cómo te mira para saber que el tonto de mi amigo no
puede vivir sin ti.
—Es un gilipollas.
Ambos sonreímos y Björn añade:
—Un gilipollas que te quiere con locura. Ojalá algún día yo encuentre a una mujer tan loca, cariñosa
y divertida como tú, que me haga sentir lo que tú le haces sentir a él.
—La encontrarás, Björn. La encontrarás y luego te quejarás de ella como hace Eric de mí. —Ambos
volvemos a sonreír y murmuro—: Gracias por solucionar lo de Laila.
Mi buen amigo asiente y pregunto:
—¿Dónde está Norbert?
—Se ha ido con su sobrina. Tenía que hablar con ella.
Asiento. Pobre hombre, qué disgusto se ha llevado también.
Finalmente, Björn me agarra y dice:
—Venga, vamos a comer algo. Lo necesitas.
Me niego. No quiero comer y, con el corazón roto, susurro:
—Quiero volver a casa.
—¿Cómo dices?
—Quiero regresar a Alemania. Le he dicho que decida qué quiere hacer con nuestra relación y que
me llame con lo que sea. Pero no llama, ¿no lo ves?
—Pero ¿qué estás diciendo? —gruñe Björn—. ¿Ahora te has vuelto loca tú? ¿Cómo te vas a marchar?
Trago el nudo de emociones que pugna por salir de mi interior y digo:
—Me lo he jugado todo por él, Björn. Le he dicho que me pida lo que quiera o me deje. Ahora sólo
falta ver si realmente desea que me quede con él. Pero no quiero agobiarlo. Quiero que piense y decida
qué quiere hacer.
Mi buen amigo intenta convencerme para que no me vaya y deje a Eric, pero me niego. Estoy cansada,
muy cansada, y no me encuentro bien. La frialdad de mi marido y su rechazo me han tocado directamente
el corazón.
Al final, Björn se da por vencido, cogemos el ascensor, llegamos al vestíbulo y, cuando vamos a salir
del hospital, oímos gritos y jaleo. Al volverme para mirar, el corazón se me paraliza y me quedo sin
habla al ver a Eric luchando con dos enfermeras mientras grita:
—Jud…, espera…, Jud…
El corazón se me acelera mientras Björn y yo miramos el espectáculo.
A pocos metros de nosotros está Iceman en su versión cabreo total, vestido con el ridículo camisón
del hospital, soltando improperios a diestro y siniestro, mientras intenta soltarse de dos enfermeras que
parecen dos armarios empotrados.
Como si me hubieran pegado los pies al suelo, no me puedo mover. Björn dice:
—Por lo que veo, Eric ha decidido lo que quiere.
Mi loco amor de pronto ve que lo miro y, levantando una mano, grita que no me mueva de donde
estoy. Después se quita a las enfermeras de encima y, arrastrando la pierna enyesada, llega hasta
nosotros.
—Te he llamado, cariño —dice, enseñándome mi móvil— .Te he llamado al móvil para que
regresaras, pero te lo has dejado en la habitación.
El corazón se me sale del pecho.
De nuevo mi amor, mi rubio, mi Iceman me demuestra que me quiere y, acercándose a mí, lo oigo
decir:—
Lo siento, pequeña… Lo siento.
No me muevo…
No digo nada…
Eric se tensa. Está nervioso. Quiere que yo hable. Que diga algo e insiste:
—Soy un gilipollas.
—Lo eres, colega, lo eres —afirma Björn.
Mi chico le tiende la mano a su buen amigo e, instantes después, se abrazan y oigo a Eric decir:
—Lo siento, Björn. Perdóname.
Emocionada, los observamos medio hospital y yo, cuando Björn susurra:
—Estás perdonado, gilipollas.
Ambos sonríen.
Se sueltan y las enfermeras vuelven a tirar de Eric. Le piden que regrese a la habitación. En su estado
no puede estar allí.
Tensión.
Todo el mundo en el vestíbulo del hospital nos observa. Esto es surrealista. Un tipo de casi dos
metros, con un camisón del hospital que enseña más que tapa, vuelve a luchar con las enfermeras y,
cuando se las quita de encima, me mira, me mira y me mira.
Clava su impactante mirada en mí y, sin importarle quién nos vea u oiga, dice:
—Te quiero. Dime algo, cariño.
Pero no lo hago e insiste, acercándose más a mí:
—No te voy a dejar, pequeña. Eres mi vida, la mujer que quiero y necesito que me perdones y que no
me dejes tú a mí por haber sido tan…
—… gilipollas —acabo la frase.
Eric asiente. Veo en su mirada la necesidad de que lo abrace. Pero sorprendentemente no lo hago.
Estoy tan paralizada que no puedo casi ni parpadear. Entonces, apretando un botón de mi móvil, hace
sonar el tono de llamada. Es la canción Si nos dejan y murmura:
—Te prometí que te iba a cuidar toda la vida y eso pienso hacer.
¡Punto para Alemania!
Nos miramos…
Nos retamos…
Y deseosa de abrazarlo por lo que acaba de hacer y decir, digo, dando un paso adelante:
—Punto uno, que te quede claro que, para que yo te deje y quiera vivir sin ti, algo muy… muy… muy
malo tiene que pasar. Punto dos, sigo queriendo que me cuides toda la vida, pero nunca más vuelvas a
dudar de mí ni de Björn. Y punto tres, ¿qué haces enseñándole el culo a todo el hospital, cariño?
Sonríe, yo sonrío y todos a nuestro alrededor sonríen.
Cuando me tiro en sus brazos y siento que me abraza, cierro los ojos y soy feliz, mientras la gente
aplaude y sonríe y Björn se pone tras su amigo y cuchichea:
—Colega, tira para la habitación y deja de enseñar el trasero.
Mis hormonas revolucionadas hacen de las suyas y, cuando mis lágrimas mojan el pecho de Eric,
apretándome más contra él, murmura:
—Chis… no llores, cariño. Por favor, no llores.
Pero estoy tan emocionada…
Tan feliz…
Y tan preocupada por él…
Que lloro y río descontroladamente.
Cinco minutos después, acompañada por Björn y las enfermeras, regresamos a la habitación. Eric se
ha arrancado el suero y tienen que volver a pinchárselo. Las enfermeras lo regañan y él no para de
mirarme y sonreír.
¡Sólo le importo yo!
Björn, al ver que todo está en orden, baja a la cafetería por algo de comida. Se empeña en que tengo
que comer algo y, rápidamente, Eric lo apoya. ¡Vaya dos!
Cuando nos quedamos solos en la habitación, Eric pide que me tumbe a su lado en la cama. Lo hago.
Me abraza y yo le pregunto preocupada:
—¿Estás bien, cariño?
Eric mueve el cuello y responde:
—He estado mejor, pero me recuperaré.
Sus ojos me asustan. No puedo dejar de mirarlos y murmura:
—Tranquila, se solucionará.
—¿Te ha dolido la cabeza?
Asiente y yo me preocupo más hasta que dice:
—Pero todo está controlado.
Con un cariñoso gesto, sonríe, me pasa la mano por la barbilla y añade:
—Como dices tú, te quiero más que a mi vida.
Me lanzo a su boca y él da un respingo de dolor.
—Ay, cariño, lo siento, lo siento.
Sonríe y dice:
—Más lo siento yo, morenita. No poder besarte es una tortura.
Vuelve a abrazarme y, cuando me separo de él, le digo:
—A pesar del aspecto siniestro que te dan esos ojos de vampiro furioso, sigues siendo el hombre más
guapo, sexy y gilipollas del mundo. —Eric sonríe y añado—: Y ahora que medio hospital te ha visto el
culo y lo que no es el culo, sé que soy la mujer más envidiada.
Sonríe y su sonrisa me llena el alma. Luego susurra:
—Dios, pequeña…, perdóname por desconfiar de ti. Te quiero tanto, que cuando vi esas malditas
imágenes, me bloqueé y perdí la razón.
—Estás perdonado y espero que no vuelvas a desconfiar.
—No lo haré. Te lo prometo.
—Ah, y por cierto, fue Amanda quien me avisó. Tenías razón, ella me respeta.
Deseosa de contarle lo que llevo varios días ocultándole al resto del mundo, lo miro y digo:
—Tengo algo que contarte, pero tienes que soltarme primero.
Eric me mira, se hace el remolón y responde:
—Cuéntamelo luego. Ahora quiero seguir abrazándote.
Me río y, espachurrándome contra él, murmuro:
—Vale, pero cuando te lo cuente te arrepentirás de no haberlo sabido antes.
—¿Seguro?
—Segurísimo.
La curiosidad le puede y, besándome en la cabeza, pregunta:
—Es algo bueno, ¿verdad?
—Creo que sí, aunque con el momento que acabamos de pasar, ¡no sé yo cómo te lo vas a tomar!
—No me asustes.
—No te asusto.
—Jud…
Me encojo de hombros y no me muevo. El calorcito de su cuerpo me encanta. Y su voz en mi oído aún
más. Comienza a tocarme el cuero cabelludo con sus dedos. Oh, Dios, ¡qué gustirrinín! Dos minutos
después no puede más y, soltándome, me apremia:
—Venga, quiero saberlo.
Mimosa, suspiro, me levanto de la cama y camino hacia mi bolso. La noticia que le voy a dar lo va a
volver loco. Abro el bolso, cojo un sobre abultado y, sacándolo, se lo enseño. Eric lo mira y levanta una
ceja. Con comicidad le indico que espere y, quitándome el pañuelo que llevo enrollado al cuello, lo miro
y digo:
—Mira cómo estoy.
Al ver mi cuello enrojecido y casi en carne viva, se incorpora de la cama alarmado.
—Pero, cariño, ¿qué te ha ocurrido?
—Los ronchones y los nervios han podido conmigo.
Boquiabierto, me vuelve a mirar y, frunciendo el cejo, murmura:
—Yo tengo la culpa.
—En parte sí —asiento—. Ya sabes lo que me pasa cuando me pongo nerviosa.
Sin entender nada, le entrego el abultado sobre y, divertida, le digo:
—Ábrelo.
Cuando lo hace, los cuatro test de embarazo caen sobre la cama.
Boquiabierto, sorprendido y sin saber qué decir, me mira y, acercándome a él, saco la foto de
Medusa que me dio la ginecóloga y murmuro:
—Felicidades, señor Zimmerman, vas a ser papá.
Su cara es un poema y, divertida al ver que no reacciona, añado:
—Eso sí, prepárate, porque yo, desde que sé que Medusa está dent…
—¡¿Medusa?!
—Así lo llamo —respondo, señalando la imagen de la foto.
Bloqueado, entiende a lo que me refiero y continúo:
—Pues eso, que desde que sé que Medusa está dentro de mí, ni duermo, ni como y tengo una mala
leche que no te quiero ni contar, porque estoy asustada. ¡Muy asustada! Voy a ser mamá y no estoy
preparada.
Aturdido como pocas veces lo he visto en su vida, Eric hace ademán de levantarse.
Pero ¿qué va a hacer?
Rápidamente lo paro. Si se vuelve a arrancar el suero, las enfermeras nos matan.
Nos miramos. Yo sonrío y cogiéndome de nuevo entre sus brazos, me abraza de tal manera que tengo
que decir.
—Cariño…, cariño…, que me ahogas.
Me suelta, me besa y se encoge de dolor. Me abraza. Me vuelve a mirar. Mira los test y, emocionado,
pregunta con voz temblorosa:
—¿Vamos a tener un bebé?
—Eso parece.
—¿Una morenita?
—¿O un rubito?
Sonríe. Está nervioso. Me mira. Me observa y vuelve a sonreír.
Durante un rato, Eric no me suelta y juntos miramos la ecografía y reímos, reímos y reímos hasta que
de pronto pregunta:
—Pequeña, ¿estás bien?
Su alegría es mi alegría.
Y dispuesta a ser sincera, respondo:
—Pues no, cariño. Estoy hecha una mierda. Llevo días sin parar de vomitar, sin parar de llorar, sin
parar de rascarme el cuello. Sin parar de estar asustada por Medusa. Y si a todo eso le sumas que, de
pronto, mi marido no me quería y me acusaba de estársela pegando con su mejor amigo, ¿cómo quieres
que esté? —Y antes de que él pueda decir nada, añado—: Perooooooo… ahora, en este instante, en este
momento y estando a tu lado, estoy bien, muy… muy bien.
Eric me vuelve a abrazar.
Está tan sorprendido con la noticia que casi no puede hablar y en un tono íntimo que sé que lo vuelve
loco, murmuro:
—Que conste que, a pesar de mi embarazo, tendrás tu castigo por desconfiar de mí.
Sonríe. En ese momento se abre la puerta y, al aparecer Björn, Eric lo mira y, pletórico de felicidad,
pregunta:
—¿Quieres ser el padrino de mi Medusa?
24
Al día siguiente, Björn y Norbert regresan a Alemania. Björn tiene un par de juicios y no puede faltar.
Llamo por teléfono a Marta y Sonia y, al saber lo ocurrido se asustan y vuelan rápidamente a Londres.
Marta, al ver el estado de los ojos de su hermano, se reúne con los médicos del hospital. Al final
decide esperar para ver si el tiempo o la medicación lo resuelven. De no ser así, una vez en Alemania
programará una operación para drenar la sangre. Aclarado este punto, el médico nos da el alta para dos
días después.
¡Bien, podemos regresar a casita!
Sonia se vuelve loca al saber que va a tener otro nieto y Marta aplaude contenta. Que la familia
aumente los llena a todos de felicidad. Frida y Andrés llaman y se tranquilizan al hablar directamente con
Eric, y ni que decir tiene lo alegres que se ponen al saber de mi embarazo.
Cuando llamamos a Flyn para que éste hable con su tío, no le decimos nada del embarazo ni a él ni a
Simona. Norbert nos guarda el secreto hasta que regresemos.
Una de las tardes en que estoy con Eric en la habitación aparece Amanda.
Su presencia me sigue incomodando, pero reconozco que lo que hizo por mí me permitió ver que no
era la persona que yo pensaba. Durante una hora, habla con Eric de trabajo y yo decido aprovechar el
ratito para llamar a mi padre. Quiero darle la noticia.
Emocionada a la par que nerviosa, salgo de la habitación y marco el teléfono de Jerez. Tras dos
timbrazos, es la voz de mi sobrina Luz la que me saluda:
—¡Titaaaaaaaaaaaaa!
—Hola, maestra Pokémon, ¿cómo estás?
—Pues, como diría el abuelo, jodida pero contenta.
—¡Luz!, esa boquita —la regaño.
Es tan natural, tan auténtica, que no puedo evitar sonreír.
—Hoy la profe, la Colines, me ha puesto un cuatro en un trabajo que se merecía al menos un siete.
Me río. Recuerdo quién es la Colines y respondo.
—Bueno, cariño, quizá te tienes que esforzar más.
—Esa bruja con cara de rata me tiene manía. Tita, me he esforzado mucho, pero es que en este cole
son mu tiquismiquis.
—Bueno, cariño, yo creo que…
Pero de pronto hace eso que tan bien se le da a mi hermana, cambia de tema y pregunta:
—¿Cómo está el tito? ¿Está mejor?
—Sí, cariño, está cogiendo fuerzas y en unos días regresaremos a Alemania.
—¡Qué guay! ¿Y Flyn?
—En Múnich con Simona y Norbert. Por cierto, está deseando que lleguen las navidades para volver
a verte.
—Qué enrollao que es el tío —suelta con su habitual desparpajo—. Dile que me voy a llevar los
juegos que le dije para la Wii y que se prepare, que le voy a dar una paliza, ¿vale?
—Por supuesto, se lo diré.
—Tita, te dejo que mi madre quiere hablar contigo. ¡Qué pesada! Un beso grande, grande.
—Otro para ti, mi amor.
Sonrío. ¡Qué linda que es mi Luz!
—Cuchufleta, ¿cómo está Eric? —pregunta mi hermana, preocupada.
Cuando llamé a mi padre y a ella para contarles que Eric estaba en el hospital, querían viajar a
Londres. Los paré. Sé que tanta gente a Eric lo agobiaría.
—Bien. Pasado mañana regresamos a casa. Estoy agotada.
—Ay, cuchu…, qué pena que estés tan lejos. Me encantaría espachurrearte y darte ánimos.
—Lo sé. Ya me gustaría a mí teneros cerquita. ¿Qué tal Lucía?
—Ceporra. Esta niña come mucho. Cualquier día nos come a nosotros.
Ambas reímos y canturreo:
—A que no sabes una cosaaaaaaaaaa…
—¿El qué?
—Adivina.
—¿Os venís a vivir a España?
—Nooooooo.
—¿Te has teñido de rubia?
—No.
—¿Mi cuñadísimo te ha regalado un Ferrari rojo?
—No.
—¿Qué es, cuchuuuuuu?
Divertida, me carcajeo y, deseosa de decirlo, suelto ya:
—Creo que a alguien la van a llamar tita Raquel dentro de poco.
El grito de mi hermana es ensordecedor.
Ni Tarzán en sus mejores momentos lo hubiera podido hacer mejor.
Empieza a aplaudir como loca y oigo cómo se lo dice a mi sobrina Luz. Las dos gritan y aplauden.
Me río sin poderlo remediar y entonces oigo la voz de mi padre que dice:
—¿Es cierto, morenita? ¿Es cierto que me vas a dar otro nietecito?
—Sí, papá, es cierto.
—Ojú, mi arma, me acabas de alegrar la vida. ¿Tienes fatiguita, mi niña?
—Sí, papá, una poquilla.
Su risa y su felicidad, como siempre, me hinchan el corazón. Hablo con él y con Raquel al mismo
tiempo. Los dos quieren hablar conmigo y mostrarme su alegría. Mi hermana le quita el teléfono y dice:
—Cuchu…, en cuanto llegues a casa, llámame y hablamos. Tengo mogollón de cositas de Lucía que te
pueden servir para los primeros meses. Oh, Dios…, oh, Dios… Tú embarazada. ¡No me lo puedo creer!
—Ni yo, Raquel, ni yo —murmuro.
Oigo un ruido y, de pronto, mi sobrina pregunta:
—Tita, ¿te puedo hacer una pregunta?
—Claro, cariño.
—¿El bebé va a salir con los ojos de Flyn?
Me entra la risa y oigo reír también a mi padre y a mi hermana. Divertida por su comentario,
respondo:
—No lo sé, pichurri. Cuando nazca, lo primero que haré será mirárselos.
De nuevo ruido y forcejeos. Es mi padre.
—Morenita, ¿comes bien?
—Sí, papá. No te preocupes.
—¿Has ido ya al médico?
—Sí.
—Tu hermana me dice que si te tomas nosequé de folclórico.
Suelto una carcajada.
—Sí, papá. Dile que me tomo el ácido fólico.
—Ojú, morenita, qué contento estoy. ¡Otro nietecito!
—Sí, papá, otro nietecito.
—Ojalá sea un chicote.
Eso me hace gracia y pregunto:
—¿Y si es una niña, qué?
Mi padre suelta una carcajada y responde:
—Pues tendré otra mujercita más a la que querer y mimar, mi vida.
Ambos nos reímos y entonces dice:
—¿Eric está mejor?
—Sí, papá, está mucho mejor. En un par de días le dan el alta.
—Bien…, bien y, oye, ¿está feliz por lo del bebé?
Sonrío. Eric casi no duerme desde que lo sabe. Está continuamente preocupándose de que coma y
descanse y cuando ve que vomito se pone enfermo, pero respondo:
—Eric está como tú…, encantado.
Hablamos varios minutos más y, cuando veo salir a Amanda de la habitación, me despido
rápidamente de mi familia. Ella me mira y digo:
—Te acompaño hasta la puerta del hospital.
Asiente y las dos echamos a andar hacia el ascensor. Sabemos que tenemos una conversación
pendiente y, cuando paramos, digo:
—Gracias por avisarme.
Amanda me mira y, retirándose su sedoso pelo de la cara, cuando entramos en el ascensor, responde:
—Enhorabuena por lo del bebé.
—Gracias, Amanda.
Entonces, mirándome, dice:
—No te avisé antes porque Eric me lo prohibió. Pero al tercer día me salté sus órdenes y lo hice. Tú
tenías que saber lo que ocurría.
Asiento y sonrío. Es de agradecer el detallazo.
La tensión entre nosotras se corta con un cuchillo y, cuando llegamos a la puerta del hospital, me mira
y dice:
—Judith, quiero que sepas que las cosas me quedaron muy claras hace tiempo. Eric es un hombre
felizmente casado y yo ahí no entro.
—Me alegra saber lo que piensas —respondo—. Eso nos facilitará la convivencia a las dos.
Sonríe y, señalando a un hombre trajeado que la espera en un impresionante Audi A8, dice:
—Te dejo. Me esperan.
Moviéndome rápidamente, me acerco a ella y le planto un beso en cada mejilla. Nos miramos y sé
que el gesto que hemos tenido cada una, ella avisándome de lo de Eric y yo dándole dos besos, nos hace
firmar la paz.
Después, sin moverme de la puerta del hospital, veo cómo esa tigresa rubia contonea sus caderas
hasta el hombre del Audi, se sube al coche y, tras besarle en los labios, se van.
Cuando regreso a la habitación, Eric trabaja con su ordenador y sonríe al verme entrar.
Su aspecto ha mejorado y, acercándome, lo beso y murmuro:
—Te quiero.
Dos días después, regresamos a Múnich.
¡Hogar, dulce hogar!
Tener todas mis cosas a mano, mi cama y mi baño es lo que más necesito.
Cuando Flyn y Simona ven a Eric, sus caras lo dicen todo.
¡Se asustan!
Eric sonríe y yo también, mientras acaricio la cabeza de Calamar.
—Tranquilos, aunque parezca el vampiro malvado de Crepúsculo con esos ojos, ¡juro que es Eric! Y
no muerde cuellos.
Mi comentario distiende un poco el ambiente. Veo la alarma en sus caras y lo entiendo, sus ojos son
como para asustarse.
Flyn, como niño que es, se acerca a su tío y, tras abrazarlo, pregunta:
—¿Se te van a poner bien o ya se te quedan así para siempre?
—Se le pondrán bien —afirmo, deseosa de recuperar su mirada.
—Eso espero —murmura Eric, abrazando a su sobrino.
Lo miro y no digo más. Sé que, aunque no diga nada, mi alemán está preocupado con el tema. Sólo
hay que ver cómo él mismo se mira al espejo para percatarse de ello. No hemos hablado del asunto. No
quiero atosigarlo. Sólo espero que la medicación consiga drenar la sangre y todo se solucione.
Como dice siempre mi padre, la positividad llama a la positividad. Por lo tanto, ¡positiva!
Observo a Simona, que no puede dejar de mirar los ojos de Eric.
La entiendo.
Esto es lo que impresiona más a todos. Verlo con la pierna enyesada te hace mirarlo, pero
verdaderamente lo que impacta son sus ojos completamente ensangrentados. Sin un ápice de blancura.
Rojos y azules, una extraña combinación.
Por la noche, cuando nos sentamos a cenar, les pedimos a Norbert y Simona que se sienten con
nosotros en los postres. Necesitamos hablar con ellos. Y cuando les damos la buena nueva del embarazo,
Flyn grita:
—¡Voy a tener un primo! ¡Cómo mola!
Eric y yo nos miramos y digo:
—Vas a ser el hermano mayor y necesitaremos que le enseñes muchas cosas.
Todos me miran. El comentario en cierto modo los sorprende y aclaro, totalmente convencida:
—Flyn es mi niño y Medusa también lo será…
—¡¿Medusa?! —preguntan al unísono Simona y Flyn.
Norbert sonríe. Eric también y yo aclaro, señalando mi plano vientre.
—Lo llamo Medusa hasta que sepa si es niña o niño. —Ellos asienten y, mirando a Flyn, que no me
quita ojo, pregunto—: Tú quieres ser su hermano mayor, ¿verdad?
Él asiente y murmura con gesto asombrado:
—Guayyyyyyyyyy, mamá.
En ocasiones me llama mamá, en otras, tía, en otras, Jud. Aún no ha decidido cómo hacerlo, pero a mí
eso no me importa. Lo único que quiero es que me llame.
Simona, muy emocionada por todo, coge la mano de Norbert y exclama:
—¡Qué alegría! Otro niño correteando por la casa. ¡Qué alegría!
Los miro con cariño. Ellos no han tenido hijos. Meses atrás, Simona me confesó que lo intentaron
durante años, pero que el destino nunca se los concedió. Sé que la noticia a ella particularmente le llega
al corazón y que Medusa será como su nietecillo.
—Entonces no compramos la moto para mis clases, ¿verdad? —pregunta Flyn.
Al oírlo, suspiro. ¡La moto de Flyn! No había vuelto a pensar en ello.
Eric me mira, luego mira a su sobrino y dice:
—Ahora Jud no puede enseñarte. Con el embarazo no puede montar en moto, pero si tú quieres, este
fin de semana la compramos y el primo Jurgen te enseñará.
Eric tiene razón. Ahora, ni debo ni puedo. Pero su buena disposición hacia el niño me encanta. Me
parece una fantástica solución lo que propone, pero me sorprendo cuando Flyn responde.
—No. Yo quiero que me enseñe Jud.
Mirándolo con cariño le explico:
—Ahora no puedo montar en moto ni correr mucho detrás de ti.
El crío me mira y pregunta:
—Pero después de tener a Medusa si podrás, ¿verdad?
Asiento. Está claro que, para él, es importante que sea yo quien le enseñe. Miro a Eric, que sonríe y,
besando a mi pequeñajo en la cabeza, respondo segura de mí misma:
—Pues no se hable más. Las clases y la moto llegarán cuando Medusa ya esté durmiendo en su cuna.
Por la noche, cuando Eric y yo llegamos a nuestra habitación estamos agotados. Con cuidado, se
sienta en la cama y deja la muleta a un lado. Se siente feliz por estar en casa y mirándole pregunto:
—¿Te ayudo a desnudarte?
Con una ardiente sonrisa, mi chico asiente y yo procedo.
Primero le desabrocho la camisa, se la quito y, con mimo, le toco los hombros. Madre mía, cómo me
gusta. Después de eso, lo hago levantar y, sin rozarle la pierna enyesada, le bajo el pantalón del chándal
negro que lleva. Al ver su prominente erección bajo el calzoncillo, murmuro:
—Oh, sí…, justo lo que necesito.
Eric se ríe y yo añado:
—Llevo demasiados días sin… y quiero… quiero… quiero.
Deseosa, acerco mi boca a la suya. Ya nos podemos besar con tranquilidad. La herida del labio ha
sanado y por fin puedo ser devorada y devorar a mi marido con deleite y pasión. Acelerada en segundos
por la cercanía del hombre que me tiene locamente enamorada, con cuidado me siento en sus piernas a
horcajas y pregunto:
—¿Te molesta si me siento aquí? —Él niega con la cabeza y, mimosa, susurro—: Pues entonces de
aquí no me muevo.
Eric besa mis labios y, colocando sus ardientes manos en mis caderas, dice:
—Seguro que no te vas a mover.
Sonrío. ¡Qué ladrón! Y, mordisqueándole los labios, respondo:
—Voy a moverme tanto que tus gemidos los van a oír hasta en Australia.
—Qué tentador —ronronea.
Dichosa por tenerlo de nuevo entre mis brazos, lo miro y digo:
—Aunque, ahora que lo pienso, creo recordar que te dije que te castigaría.
Eric se para, me mira con el semblante descompuesto y aclaro:
—Te portaste muy mal conmigo. Desconfiaste de mí y…
—Lo sé, cariño. Nunca me lo perdonaré.
No sonrío. Quiero que crea que lo voy a castigar e insiste:
—Te necesito, Jud… por favor. Castígame otro día sin ti, pero hoy…
—Tú me has castigado sin ti muchos días, Eric, ¿lo has pensado?
—Sí… —Y acercando su boca a mí, implora—: Por favor, Jud…
Oírlo rogar es música para mis oídos.
Lo tengo a mi merced.
Me necesita tanto como yo a él y respondo:
—El castigo debe ser acorde a tu delito.
No se mueve. Sé que eso lo está amargando. Me mira a la espera de mi siguiente comentario e,
incapaz de seguir torturándolo así, digo:
—Por ello, tu castigo será satisfacerme hasta que caiga rendida.
Eric suelta una carcajada y yo sonrío. ¡Paso de castigos!
Me tienta con su boca.
Pasea sus labios por los míos y, cuando abro mi boca dispuesta a que la tome, hace eso que tanto me
gusta. Saca la lengua, me chupa el labio superior, después el inferior, luego me lo mordisquea y
finalmente me besa. Me devora. Me vuelve loca.
Su duro pene late bajo mi cuerpo y, poseída por el deseo, susurro:
—Rómpeme el tanga.
—Hum…, pequeña, esto se pone interesante. —Y, sin demora, hace lo que le pido.
Da un tirón seco a ambos lados de mis caderas y el tanga se desintegra.
¡Sí!
Deseosa de tenerlo dentro de mí, me incorporo. Cojo el tentador pene de mi marido y, llevándolo al
centro de mi deseo, lo introduzco poco a poco y murmuro:
—Te echaba de menos.
Las manos de Eric van directas a mi trasero y me da un azote. Dos. Tres. Y, sin hablar, exige que me
mueva. Obedezco y, cuando lo hago, él da un respingo, echa la cabeza hacia atrás y cierra los ojos.
Oh, sí…, disfruta…, disfruta, mi amor.
Me agarro a su cuello y, mordiéndole la barbilla con cuidado, muevo las caderas de atrás adelante y
me uno a sus jadeos. Me empalo una y otra vez en la verga de mi alemán, sin resuello, mientras mi cuerpo
se eriza por lo que esto me hace sentir.
Mis hormonas, mi cuerpo y yo pedimos más. Eric, consciente de lo que quiero, a pesar de que no se
puede mover con su pierna escacharrada, me agarra por las caderas y, parando mi ritmo, murmura:
—Déjame cumplir mi castigo, pequeña.
Eso me desconcierta, no quiero parar. De pronto, da un giro seco a mis caderas que me empala más
en él y me hace gritar. Sonríe. Sabe que me gusta y repite la operación. Esta vez gritamos los dos. Su
seco movimiento profundiza más en mi cuerpo. Siete, ocho, nueve veces lo repite y, cuando el éxtasis nos
llega, tras tantos días de sequía, nos dejamos llevar.
Una hora después, abrazada a él en la cama, me estoy quedando dormida cuando dice:
—Jud…
—¿Qué?
—Fóllame.
Abro los ojos de golpe y, volviéndome hacia él, lo miro y explica:
—Te lo haría yo a ti cariño, pero mi pierna no me deja y quiero continuar con mi castigo.
Miro el reloj, las 00.45.
Es tardísimo para los alemanes y, divertida, pregunto:
—¿Estás juguetón?
Mi chico sonríe y, tocándome las caderas, contesta:
—Te he añorado mucho estos días y necesito recuperar el tiempo perdido.
Sonrío y rápidamente me reactivo. Abro la mesilla, cojo el neceser donde hay varios de nuestros
juguetitos y digo:
—Me quitaré el tanga antes de que me lo rompas. Dos en una noche son muchos. —Oigo la risa de
Eric cuando pide:
—No enciendas la luz.
—¿Por qué?
—Quiero oscuridad para fantasear.
Sonrío, me quito el tanga y me siento sobre él en la cama. Le bajo el pijama y, al ver en la oscuridad
cómo está aquello de revolucionado, murmuro:
—Vaya… vaya… vaya, señor Zimmerman, está usted muy pero que muy necesitado.
Eric sonríe.
—Demasiados días sin ti, señora Zimmerman.
—¿Ah, sí? —Y, tras empalarme totalmente en el erecto miembro de mi marido, susurro, acercando mi
boca a la suya—: Tu culpa fue no confiar en mí.
El cachete que Eric me da en el trasero suena sordo y seco. Después, con sus grandes manos me
aprieta el culo y murmura:
—Pídeme lo que quieras, pequeña, pero fóllame.
El momento tan íntimo…
Su voz…
Y la oscuridad de la habitación… nos enloquecen más…
Tumbado en la cama, lo tengo a mi merced y deseosa de jugar con él. Quiere fantasear. Yo también y,
acercándome a su oído, murmuro:
—Una pareja nos observa. Quiere vernos jugar.
—Sí.
—A la mujer le gusta ver cómo me chupas los pezones y él quiere —digo, poniéndole algo en la
mano— que le enseñes mi trasero y luego introduzcas la joya anal.
Eric entra en el juego. ¡Le encanta!
Su respiración se vuelve más profunda, más sibilante, mientras se deleita chupándome los pezones.
Oh, sí… los tengo tan sensibles que la mezcla de gusto y dolor me encanta. Sin soltarme los pezones, me
agarra de las cachas del culo, me las separa y, soltándome los pezones, murmura:
—Dejemos que el hombre mire tu precioso culito.
—Sí —susurro yo.
—Le encanta tu trasero, pequeña. Lo mira. Lo disfruta. Y lo desea.
—Sí…
—Pero le gusta ver cómo te penetro con fuerza.
Un fuerte empellón hace que yo jadee y le muerda el hombro, mientras él añade:
—La mujer se muere por chupar tus bonitos pezones. La boca se le hace agua y con su mirada me
pide que te suelte para que ella disfrute.
—No, no me sueltes. Sigue disfrutando tú de mí y luego entrégame a ella.
Mi respiración al decir eso cambia. Lo que mi chico dice me excita tanto como a él. Vuelve a darme
otro azote en el trasero y, arqueando la espalda, murmuro:
—Así te gusta que lo muestre.
—Arquéate más, pequeña…
Lo hago, mientras siento cómo mi cuerpo se estremece ante nuestro morboso juego. Nos gusta hablar.
Nos gusta imaginar. Nos gusta el sexo e, introduciéndome la joya anal en la boca, Eric susurra:
—Chúpalo, vamos…, chúpalo.
Hago lo que me pide, mientras mi mente imagina que dos personas nos miran y disfrutan de nuestro
íntimo momento. Mis pezones, duros e hinchados, son succionados por Eric mientras yo chupo la joya
anal. La intensidad de mis lametazos es la misma que Eric emplea en mí, hasta que dice:
—Voy a introducir lo que deseas y desean.
Excitada y enloquecida por nuestro juego verbal, me arqueo mientras Eric pasea la joya por mi
columna lentamente hasta llegar al agujero de mi ano. Está seco. No me ha puesto lubricación y murmura
mientras lo introduce:
—Así, pequeña…, así…
Jadeo al notar la presión que eso ejerce en mí, pero mi cuerpo deseoso lo acepta. Cuando la joya está
en mi interior, Eric la mueve y yo gimo mientras mis duros pezones chocan contra su pecho y lo oigo
decir:—
Te voy a follar y después, cuando yo esté saciado de ti, te entregaré a ellos. Primero a la mujer y
después al hombre. Abriré tus piernas para que ellos tengan acceso y tú me entregarás tus jadeos, ¿de
acuerdo?
—Sí…, sí… —gimo enloquecida, mientras me aprieta contra él y siento que me va a partir en dos.
—Tus piernas no se cerrarán en ningún momento. Dejarás que ella tome de ti lo que desea, ¿lo harás?
—Sí…, lo haré.
El tono de mi voz, las fantasías de ambos y el deseo crean el ambiente que ambos buscamos. Le
pongo las manos en su duro pecho y me empalo una y otra vez en él, mientras Eric me tiene agarrada por
la cintura y me aprieta con fuerza para dar más profundidad.
Nuestro lado salvaje vuelve a resurgir y, sin parar, como posesos, una y otra vez nos damos lo que
ambos buscamos hasta llegar al clímax.
Esa noche somos insaciables y, tras una última vez más, cuando decidimos descansar, murmuro entre
sus brazos:
—Quiero que cumplas tu castigo todas las noches.
Eric me besa y, con una de sus grandes manos, comienza a tocarme el pelo.

—Duerme, diosa del sexo.

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