25
Cuando me despierto a la mañana siguiente, nada más abrir el ojo,
mi estómago se contrae como cada día
y tengo que salir disparada al baño.
Eric, que está en la cama conmigo, va detrás de mí todo lo rápido
que puede con el yeso en la pierna
y, cuando ve que estoy vomitando, me agarra con fuerza.
Cuando las náuseas pasan, me siento en el baño y, mirándole,
murmuro:
—Esto es horroroso… Medusa me mata.
El pobre, que ha cogido una toalla y la ha mojado con agua, me la
pasa por la cara y, con todo el
cariño del mundo, dice:
—Tranquila, pequeña. Pronto pasará.
—Yo… no voy a poder con esto… No puedo.
—Sí puedes, cariño. Vas a tener un bebé precioso y te olvidarás de
todo.
—¿Estás seguro?
Eric clava su peculiar mirada ensangrentada en mí y contesta:
—Segurísimo. Va a ser una niña morenita como tú, ¡ya lo verás!
—Y te dará mucha guerra, como yo —apostillo.
Sonríe, me da un beso lleno de amor en la punta de la nariz y
murmura:
—Si lo hace con tu gracia, me encantará.
Sin ganas de dramatizar, asiento y finalmente sonrío. Mi chico es
maravilloso y hasta en un momento
así me hace olvidar lo mal que me encuentro y consigue que sonría.
He leído que los vómitos suelen durar sólo los tres primeros meses
y ésa es mi esperanza, ¡que se
acaben!
Una vez el color regresa a mi rostro, Eric sale del baño y decido
darme una ducha. Me desnudo y,
cuando me quito el tanga, parpadeo. ¡Sangre!
¡Oh, Dios mío!
Rápidamente, llamo a Eric, nerviosa.
Él, a pesar de su escayola, en cero coma un segundo ya está en el
baño y, mirándolo asustada,
susurro:
—Tengo sangre.
—Vístete, cariño. Vamos al hospital.
Como una autómata, salgo del cuarto de baño y me visto a toda
prisa. Eric lo hace antes que yo y,
cuando bajo, Norbert y él me esperan y Simona, dándome un beso, me
dice:
—No te preocupes. Todo estará bien.
En el coche, Eric me coge las manos. Las tengo frías. Estoy
asustada. Las pérdidas de sangre no son
buenas cuando una está embarazada.
¿Y si he perdido a Medusa?
Cuando llegamos al hospital, Marta nos espera en la puerta con una
silla de ruedas. Hacen que me
siente en ella y, a toda pastilla, me llevan a urgencias. Una vez
allí, impiden entrar a Eric. Marta se queda
con él y yo me voy con unos médicos.
Tengo miedo.
Me hacen cientos de preguntas y yo respondo, aunque ni yo misma me
entiendo. Nunca he querido
estar embarazada, pero Medusa de pronto significa mucho para mí.
Para Eric. Para los dos.
Me preguntan si he estado nerviosa por algo últimamente. Asiento.
No les cuento mi vida, pero la
tensión sufrida puede haber ocasionado esto. Me tumban en una
camilla y me hacen una ecografía. En
silencio y con la respiración acelerada, observo cómo dos médicos
con semblante serio miran el monitor.
Quiero que todo esté bien. Al final, tras valorar lo que ellos
creen pertinente, me miran y uno de ellos
dice:—
Todo está bien. Tu bebé sigue contigo.
A llorar se ha dicho.
Lloro, lloro y lloro.
Creo que me van a nombrar la llorona general de Alemania.
Cinco minutos después, dejan entrar a Eric. Se le ve preocupado y
muy tenso. Al verme, me abraza.
Estoy tan emocionada que no puedo decir nada, salvo llorar, y los
médicos son quienes le explican que
todo está bien. Besándome en la cabeza, Eric me acuna y murmura:
—Tranquila, campeona. Nuestro bebé está bien.
Asiento y me tranquilizo por segundos.
Diez minutos después, antes de mandarnos para casa, uno de los
médicos nos da un informe y nos
dice que si no sangro, vaya a mi revisión normal con la
ginecóloga. Añade que de momento tengo que
hacer reposo. Eric asiente y yo suspiro. No quiero ni pensar lo
pesadito que se va a poner ahora con eso
del reposo.
Como ya imaginaba, nada más llegar a casa me manda a la cama. En
ese momento ni lo dudo. Tras el
susto que me he dado estoy agotada y, al poner la cabeza en la
almohada me quedo frita. Cuando me
despierto y voy a levantarme, veo que Eric está a mi lado. Se ha
subido el portátil y está trabajando en la
habitación. Al verme, rápidamente deja el ordenador y, besándome,
pregunta:
—¿Estás bien, pequeña?
—Sí, perfectamente.
—Han llamdo Frida y Andrés. Te mandan besos y se alegran de que
todo vaya bien.
—¿Y cómo se han enterado ellos?
Eric sonríe y, besándome la punta de la nariz, contesta:
—Björn.
Voy al baño. Eric me acompaña y, cuando veo que ya no sangro, me
relajo. Cuando vuelvo a la cama,
él se tumba a mi lado y murmura:
—Me siento culpable de lo que ha pasado.
—¿Por qué?
Eric mueve la cabeza y responde:
—He sido el culpable de toda la tensión que has sufrido. Por mi
culpa casi perdemos a nuestro bebé.
Además, anoche te pedí demasiado y…
—No digas tonterías —lo corto—. Los médicos han dicho que a veces
pasa esto. Y en cuanto a lo de
anoche, no empieces a martirizarte con algo que no sabes.
Iceman asiente, aunque lo conozco y sé que se culpará siempre por
ello. Yo decido no darle más
vueltas al tema. Lo pasado pasado está. Ahora sólo hay que mirar
al futuro. Como dice mi padre: «para
atrás no se mira ni para coger impulso».
Ese día no me deja levantar y al día siguiente, cuando me
despierto, insiste en que me quede en la
cama. Durante la mañana me entretengo como puedo, veo Locura Esmeralda con Simona, hablo por
Facebook con mis amigas las guerreras, pero por la tarde ya no
puedo más y, cuando Flyn llega del
colegio, me levanto. Cuando Eric me ve en la cocina se le
descompone el gesto. No le gusta verme allí y,
antes de que diga algo, suelto con el cejo fruncido:
—Reposo es tranquilidad. No estar metida en la cama las
veinticuatro horas del día. Por lo tanto, no
me estreses ni me pongas nerviosa, ¿entendido?
No dice nada. Se contiene y, cuando una hora después me ve correr
hacia el baño, al salir me coge en
brazos y dice:
—A la cama, pequeña.
Protesto y me quejo, pero da igual. Me lleva a la cama.
Los siguientes días son parecidos. Reposo, reposo y reposo.
Una semana después estoy del reposo hasta el gorro.
Mi familia, avisada por Eric, se entera de lo ocurrido. Papá se
empeña en venir a Alemania para
cuidarme. Como puedo, lo convenzo de que no hace falta. Me muero
de ganas de verlo y abrazarlo, pero
sé que él, Raquel y Eric, los tres juntos, me pueden volver loca
con sus cuidados, y me niego.
Al final, papá y Raquel llaman todos los días y por sus voces sé
que se tranquilizan cuando me oyen
reír.
Desde México llaman Dexter y Graciela, y me alegro de corazón al
saber que lo suyo va viento en
popa. Según me cuenta Graciela, Dexter duerme con ella todas las
noches y le ha dicho a todo el mundo
que es su prometida. No me quiero ni imaginar la alegría que
tendrá la madre de Dexter.
Con el paso de los días, Eric parece entender que estoy hasta el
moño de estar en la cama y acepta
que vaya de ahí al sofá del salón y viceversa. ¡Es un gran paso!
Según él, hasta que me vea de nuevo la ginecóloga no aceptará nada
más. Incluso se niega a tocarme
más allá de lo que no sean dulces caricias y besos. Eso en un
principio me hizo gracia, pero ahora no.
Estoy que trino.
Hablamos mucho de Medusa. ¿Será una morenita? ¿Será un rubito? Le
horroriza que lo llame
Medusa, pero al final claudica, al entender que lo hago con cariño
y que soy incapaz de llamarlo de otra
forma.
Todas las noches, en la intimidad de nuestra habitación, Eric me
besa la tripita y eso me pone
tontorrona. ¡Qué lindo es! El amor que destila por todos los poros
de su piel es tan grande que sólo puedo
sonreír.
Una de las noches, cuando estamos los dos en la cama, tras nuestro
rato de tonteo me abrazo a él y
murmuro:
—Te deseo.
Eric sonríe y me da un casto beso en los labios.
—Y yo a ti, cariño, pero no debemos.
Lo sé. Tiene razón. Pero deseosa, murmuro:
—No hace falta que me penetres…
Levantándose de la cama, se aleja de mí.
—No, cariño. Mejor no tentemos a la suerte. —Mi cara se lo tiene
que decir todo y añade—: Cuando
tu doctora nos dé el visto bueno, todo volverá a la normalidad.
—Pero Eric…, todavía quedan dos semanas para que vaya a la
ginecóloga.
Divertido por mi insistencia, abre la puerta y, antes de salir de
la habitación, dice:
—Pues ya queda menos, morenita. Toca esperar.
Cuando me quedo sola, suspiro frustrada. Mis hormonas
revolucionadas quieren sexo y está claro que
esa noche no lo voy a conseguir.
Los días pasan y a Eric le quitan el yeso de la pierna. Eso me
hace feliz y a él más. Poder recuperar
su movilidad e independencia es un descanso.
Una tarde, tras pegarme una siesta de tres horas, Eric me
despierta dándome infinidad de besos. Eso
me encanta. Me espachurro contra él y, cuando voy a lanzarme al
ataque, me para y murmura:
—No, pequeña… No debemos.
Eso me despierta por completo y gruño. Eric sonríe y, cogiéndome
en brazos dice:
—Ven. Flyn y yo queremos enseñarte algo.
Me baja por la escalera mientras yo sigo con cara de mala leche.
No tener sexo me está matando.
Pero cuando abre las puertas del salón y veo lo que los dos han
hecho por mí, me emociono.
Mi pequeño pitufo gruñón exclama:
—¡Sorpresa! Es Navidad y el tío y yo hemos puesto el árbol de los
deseos.
Cuando Eric me deja en el suelo, me tapo la boca con las manos y,
sin poder remediarlo, lloro. Me
echo a llorar como una tonta y, ante el gesto de sorpresa de Flyn,
que no entiende nada, Eric rápidamente
me sienta en una silla.
Ante mí está el árbol de Navidad rojo que el año anterior nos
costó tantos enfados. Sin dejar de llorar
lo señalo. Quiero hablar para darles las gracias y decirles que es
precioso, pero las lágrimas no me
dejan. Entonces, mi niño dice:
—Si no te gusta, podemos comprar otro.
Eso me hace llorar aún más. Lloro, lloro y lloro.
Eric, tras besarme en la cabeza, mira a su sobrino y le explica:
—Jud no quiere otro. Éste le gusta.
—¿Y por qué llora?
—Porque el embarazo la hace estar muy sensible.
El crío me mira y me suelta en las narices:
—Pues vaya rollazo.
Lo que han hecho es algo tan bonito, tan precioso, tan emotivo que
no puedo reprimir las lágrimas.
Imaginar a mis dos chicos, solitos, adornando el árbol para mí me
pone la carne de gallina y me
emociona.
Eric se agacha y, a diferencia de Flyn, entiende lo que me pasa y,
secándome las lágrimas que corren
por mi cara con las manos, dice:
—Flyn y yo sabemos que es tu época preferida del año y hemos
querido darte esta sorpresa. Sabemos
que prefieres este árbol a un abeto, que tarda mucho en crecer, y
mira —me señala unas pequeñas hojas
de papel que hay sobre la mesa—, tienes que apuntar ahí tus deseos
para que los podamos colgar.
—Y estas otras hojas —prosigue Flyn—, son para que cuando venga la
familia escriban sus deseos y
los cuelguen también en el árbol. ¿A que es una buena idea?
Tragándome las lágrimas, asiento y, con un hilillo de voz,
murmuro:
—Es una estupenda idea, cariño.
El niño aplaude y me da un abrazo. Eric, al vernos tan unidos,
asiente y en su boca leo que me dice:
«Te quiero».
Al día siguiente vamos a la consulta de Marta en el hospital. Toca
revisión de la vista de Eric. En un
principio, él se niega a que yo vaya, debo seguir en reposo. Pero
claudica cuando le tiro un zapato a la
cabeza y le grito que o voy con él o voy yo sola en un taxi
detrás.
Sus ojos siguen encharcados de sangre. No mejoran ni con la
medicación ni con el tiempo. Marta, tras
valorarlo con otros compañeros de profesión, decide programar la
cirugía para drenar la sangre para el
16 de diciembre.
Tengo miedo y sé que Eric tiene miedo. Pero ninguno de los dos
decimos nada. Yo por no
preocuparlo y él por no preocuparme a mí.
El día de la operación me tiembla todo. Insisto en acompañarlo y
no se niega. Me necesita. Sonia, su
madre, viene con nosotros también. Cuando llega el momento de
separarnos, Eric me da un beso y
murmura:
—No te preocupes, todo saldrá bien.
Asiento y sonrío. Quiero que me vea fuerte. Pero cuando
desaparece, Sonia me abraza y hago lo que
tan bien se me da últimamente, ¡llorar!
Como todos queríamos, la cirugía es un éxito y Marta insiste en
que Eric pase una noche
hospitalizado. Él se niega, pero cuando me pongo como una fiera,
claudica e incluso acepta que me quede
para hacerle compañía.
Esa noche, cuando los dos estamos en silencio, dice en la
oscuridad:
—Espero que nuestro bebé no padezca el problema de mis ojos.
Nunca había pensado en ello y me entristece saber que Eric ya lo
ha tenido en cuenta. Como siempre,
él lo calibra todo.
—Seguro que no, cariño. No te preocupes ahora por eso.
—Jud…, mis ojos siempre nos van a dar problemas.
—Yo también te los voy a dar siempre. Y ni te cuento cuando tengas
a Medusa. ¡Guauuu!, prepárate,
Zimmerman.
Lo oigo reír y eso me reconforta. Necesito que sonría.
Deseosa de abrazarlo, me levanto de mi cama, me tumbo en la de él
y digo:
—Tienes un problema en la vista, cariño, y con eso vamos a vivir
siempre. Yo te quiero, tú me
quieres y vamos a poder con ese problema y con todos los que se
nos presenten. No quiero que te agobies
por ello ahora, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, pequeña.
Intentando desviar el tema, añado:
—Cuando Medusa llegue, no pienses que te vas a escaquear de
cuidarlo por tus puñeteros ojos. Oh,
no, listillo, ¡ni lo sueñes! Pienso tenerte al pie del cañón desde
el primer día que nazca hasta que se vaya
a la universidad o se haga hippy y quiera vivir en una comuna,
¿entendido, campeón?
Eric sonríe, me besa en la cabeza y contesta:
—Entendido, campeona.
Pasados dos días, sus ojos vuelven a ser poco a poco lo que eran y
yo estoy feliz por eso y porque mi
familia viene a pasar las navidades con nosotros.
Pero a pesar de mi felicidad, estoy hecha una mierda. No paro de
vomitar, estoy más delgada que en
toda mi vida. La ropa se me cae, nunca tengo hambre y sé que mi
estado trae a Eric por la calle de la
amargura. Lo veo en su mirada. Sufre cuando me ve correr al baño y
ni te cuento cuando me sujeta la
frente.
Mis hormonas están descontroladas y tan pronto río como lloro. No
me reconozco ni yo.
El 21 de diciembre vamos al aeropuerto a buscar a mi familia. Que
pasen la Navidad con nosotros
me llena de alegría y felicidad. Pero cuando mi padre y mi hermana
me ven, sus caras lo dicen todo,
aunque callan. Sin embargo, mi sobrina, al darme un beso, pregunta:
—Tita, ¿estás malita?
—No, cariño, ¿por qué?
—Porque tienes una pinta horrorosa.
—Vomita mucho —aclara Flyn—. Y eso nos tiene preocupados.
—¿La cuidáis bien? —pregunta Luz.
—Sí. Todos cuidamos bien a mamá.
Sorprendida, mi sobrina lo mira y pregunta:
—¿La tita es tu mamá?
Él me mira y yo le guiño un ojo.
—Sí, la tía Jud es mi mamá —responde.
—Cómo molaaaaaaaaa —murmura Luz, mirándolo.
Los niños y su sinceridad.
El 24 de diciembre celebramos la Nochebuena todos juntos. Mi
familia está feliz. Escriben sus
deseos y los cuelgan en el árbol. Eric sonríe y yo disfruto como
una loca por tenerlos a todos reunidos.
El embarazo me mata. No me deja vivir.
Por no retener en el cuerpo, no retengo ni el jamoncito rico que
ha traído mi padre. Me lo como con
deleite, pero poco después me abandona, como todo últimamente. Eso
sí, en cuanto me repongo, el jamón
vuelve a mí.
¡Para cabezona yo!
Mi hermana, en su afán de tranquilizarme, me confirma que las
náuseas desaparecerán pasados los
tres primeros meses.
—Eso espero, porque Medusa…
—Cuchufleta, ¡no lo llames así! Es un bebecito y se puede ofender
si lo llamas con ese nombre.
La miro y al final me callo. Mejor.
Luego miro a mi padre y a Eric jugar al tenis de la Wii con Flyn y
Luz. ¡Qué bien se lo pasan!
—Ay, cuchu, todavía no puedo creer que vayas a ser mamá.
—Ni yo… —resoplo.
Raquel comienza a hablar de embarazos, estrías, pies hinchados,
manchas en el cutis y a mí me están
dando los siete males. ¿Todo eso me va a ocurrir? La escucho.
Proceso la información y, cuando no
puedo más, hago eso que ella hace tan bien y, desviando el tema,
pregunto:
—Bueno, ¿no me vas a contar nada de tu rollito salvaje?
Raquel sonríe y, acercándose más a mí, cuchichea:
—La noche en que quedé con Juanín, el de la ferretería, al
regresar estaba esperándome en el callejón
de al lado de casa.
—Pero ¿qué me dices?
Asiente y prosigue:
—Estaba celoso, cuchu.
—Normal.
—Y discutimos. Eso sí, muy bajito para que nadie nos oyera.
Sonrío y añado, al ver a mi sobrina gritar como una posesa al
ganar a la Wii:
—Si te fuiste con otro, es normal que estuviera celoso. Yo en su
lugar habría liado la de Dios si, tras
pedirte la mano, me la niegas y luego te vas con otro.
Mi loca hermana suelta una carcajada. Qué felicidad veo en su
rostro. Yo también me río y de pronto
susurra acercándose a mí:
—Me acosté con él. Por cierto, qué incómodo es hacerlo en un
coche. Menos mal que luego nos
fuimos a Villa Morenita.
Alucinada y boquiabierta, voy a decir algo cuando la soñadora de
mi hermana añade:
—Es tan caballero, tan hombre, que me vuelve loca.
—¿Te acostaste con él?
—Sí.
—¿En serio?
—Que sí.
—¡¿Tú?!
Raquel me mira y, ordenándome que baje la voz, dice:
—Por supuesto que yo. ¿Acaso te crees que soy asexual como una
almeja? Oye, una tiene sus
necesidades y Juan Alberto es un tipo que me gusta. Claro que me
acosté con él. Pero no te lo conté
porque quería decírtelo en persona y asegurarte que no soy ninguna
zorrasca.
—Pero ¿desde cuándo haces tú esas cosas?
Mi hermana me mira, levanta las cejas y responde:
—Desde que me he vuelto moderna.
Nos reímos y continúo:
—Pero vamos a ver, ¿no dices que habíais discutido?
—Sí, pero cuando salió del coche y me arrinconó contra él, oh,
Dios… ¡Oh, Dios cuchu lo que me
entró por el cuerpo!
Me lo imagino. Pienso en las reconciliaciones con Eric y suspiro.
—Y cuando me besó y dijo con su acento «No me importaría ser tu
esclavo si tú fueras mi dueña», ya
no pude más y fui yo quien lo arrastró al interior del coche y se
lanzó.
De nuevo me troncho de risa.
No puedo remediarlo.
Mi hermana me mata y repito patidifusa:
—¿Que te lanzaste?
—Oh, sí… Allí, en el callejón mismo, hice la locura del siglo. Me
desollé la pierna izquierda con la
palanca de cambios, pero ¡¡¡madre míaaaaaaaaaaaaaaaaaa!! Qué
momentazo y qué bien me sentó.
Llevaba sin sexo desde el cuarto mes de embarazo de Lucía y,
cuchu…, fue alucinante.
Me parto. Eric me mira y sonríe. Le gusta verme feliz.
Mi hermana prosigue:
—Cuando terminamos, no me dejó bajarme del coche y condujo como un
loco hasta tu casa. Como te
dije, papá le dejó las llaves y, cuando entramos…
—Cuenta… cuenta…
Dios… me estoy volviendo loca. La falta de sexo me hace indagar en
el de mi hermana. Ella se
sonroja, pero sin poder parar, continúa:
—Hicimos el amor en todos los lados. Sobre la mesa del comedor, en
el porche, en la ducha, contra
la pared de la despensa, en el suelo…
—Raquel… —murmuro alucinada.
—Ah… y en la cama. —Y al ver mi cara de asombro y guasa, añade—:
Ay, cuchufleta, ese hombre
me posee de una manera que nunca pensé que yo probaría. Pero cuando
estamos juntos y lo hacemos,
literalmente ¡me vuelvo una loba!
La sinceridad de mi hermana es aplastante y mi necesidad de sexo,
elocuente. Escucharla me sube la
libido y susurro:
—Qué envidia me das.
—¿Por qué? —Y al entenderlo, confiesa—: Cuando me quedé embarazada
de Luz, Jesús estuvo sin
tocarme cuatro meses. Le daba miedo dañar al bebé.
Eso me hace sonreír. Quizá lo que le pasa a Eric no es tan raro y
pregunto:
—Y cuando tenías relaciones embarazada, ¿todo bien?
—Alucinante. El deseo es devastador, pues las hormonas se me
revolucionaban a unos niveles que yo
misma me asustaba. Eso sí, cuando me quedé embarazada de Lucía,
como me pilló el divorcio por medio,
me lo pasé pipa con Superman.
—¿Y quién es Superman?
—El consolador que el tonto de mi ex me regaló. Gracias a él,
conseguí no volverme tarumba.
Estoy cada vez más bloqueada por las cosas que mi hermana dice.
Ella me mira y suelta:
—Hija, ni que te hubiera dicho que me metí la bombona del butano o
que había participado en una
orgía. Qué antigua eres.
Su comentario me hace reír a carcajadas. Si ella supiera.
Dos días después, llega el famoso momento de mi visita con la
ginecóloga. Todos quieren
acompañarme, pero insisto en que sólo quiero que venga Eric. Mi
padre y mi hermana lo entienden y se
quedan con los niños en casa.
Le llevo a mi doctora todas las pruebas que me mandó la primera
vez que fui, incluida mi visita a las
urgencias del hospital. Estoy nerviosa, expectante. Con gesto
profesional, ella lo mira todo y, cuando me
hace la ecografía, ante el semblante serio de Eric, dice:
—El feto está bien. Su latido es perfecto y las medidas correctas.
Por lo tanto, ya sabes, sigue tu vida
con normalidad, tómate las vitaminas y te veo dentro de dos meses.
Eric y yo nos miramos y sonreímos.
¡Medusa está perfecta!
Cuando me limpio el gel de la barriga y regresamos al despacho,
donde la doctora escribe en el
ordenador, digo:
—Quisiera preguntarle una cosa.
La mujer deja de teclear.
—Tú dirás.
—¿Los vómitos desaparecerán?
—Por norma, sí. Al acabar el primer trimestre, el feto se asienta
y supuestamente las náuseas
desaparecerán.
Estoy por dar palmas con las orejas. Eric me mira, sonríe, y yo
vuelvo a preguntar:
—¿Puedo tener relaciones sexuales plenas?
La cara de mi marido es ahora un poema. Le da corte que pregunte
eso. La doctora sonríe, me mira y
responde:
—Por supuesto que sí, pero durante un tiempo con cuidadito,
¿entendido?
Cuando salimos de la consulta, Eric está serio y, cuando nos
subimos al coche, no aguanto más la
tensión y digo:
—Venga, va, ¡protesta!
Explota como una bomba y cuando acaba, lo miro y respondo:
—Vale…, comprendo todo lo que dices. Pero entiende, cariño, que
una no es de piedra y que tú eres
una tentación perpetua. —Sonríe y, acercándome a él, añado—: Tus
manos me incitan a querer que me
toques, tu boca a querer besarla y tu pene, ¡oh, Diossssssssss!
—digo, tocándoselo por encima del
pantalón—, me incita a querer que juegues conmigo.
—Para, Jud…, para.
Me entra la risa. Él sonríe también y, dándome un beso, dice:
—Te aseguro que si a ti yo te incito a todo eso, ni te quiero
contar lo que tú me haces a mí.
—Hummmm, esto se pone interesante.
—Pero…
—Uy… los «peros» nunca me han gustado.
—Hay que ir con tranquilidad para que no nos volvamos a asustar.
—Te doy toda la razón —asiento—. Pero…
—Vaya, tú también tienes un ¡pero! —se ríe Eric.
—… pero quiero jugar contigo.
Él no responde, pero sonríe. Eso es buena señal.
26
Al día siguiente estoy un poco mejor y decido salir de compras por
Múnich con mi hermana, Frida y
Marta. Las cuatro somos tremendas y lo pasamos genial. Insisto en
comer en un burger y, cuando mojo mi
patata en el kepchup, la miro y, entre risas, digo:
—I love comida basura. Le encanta a Medusa.
Mi hermana frunce el cejo al oírme decir ese nombre, pero antes de
que diga nada, Frida suelta:
—Yo a Glen, cuando lo tenía en la barriga lo llamaba Eidechse.
Marta y yo nos reímos y Raquel pregunta:
—¿Y eso qué quiere decir?
Divertida, me meto otra grasienta patata en la boca y respondo:
—Lagarto.
Cuando salimos del burger pensamos en ir a tomar café, pero al
pasar por la cervecería más antigua
de Múnich, la Hofbräuhaus, decidimos entrar para que mi hermana la
conozca. Yo bebo agua.
Raquel está flipada. Tiene la misma cara que yo el día en que
entre allí por primera vez, y la tía nos
demuestra la capacidad de beber cerveza que tiene. Eso me
sorprende. No conocía esa faceta de ella y,
divertida, digo, al ver que Marta y Frida encargan la cuarta
ronda:
—Raquel, si no paras, vas a llegar a rastras a casa.
Mi hermana me mira y replica:
—Como tú no puedes beber, beberé por las dos. —Y al ver que nos
reímos, añade—: Tú, ahora,
estás en la deliciosa faceta del embarazo. Ya sabes, acidez,
tobillos hinchados, tetas doloridas y
maravillosas náuseas matinales.
—Qué graciosa eres, guapa —me mofo y ella contesta:
—Ah, y por lo que dijiste, la libido a tope. ¿Lo llevas mejor?
No contesto. ¡Será perraca! Frida, al oírnos, cuenta divertida:
—Durante mi embarazo, sólo os diré que el pobre Andrés me rehuía.
Madre mía, qué pesadita me
puse con el tema sexo.
Oír eso en cierto modo me tranquiliza. Veo que lo que me pasa a mí
les pasó a otras y no se volvieron
locas.
Todas nos reímos cuando traen la siguiente ronda y Marta, al ver a
una amiga, llama:
—¡Tatianaaaaaaaaaaaa!
Una joven rubia nos mira y, tras saludar a mi cuñada, ésta nos la
presenta. La chica es encantadora y
durante un rato se sienta con nosotras para charlar. Cuando se va,
mi hermana, a la que ya veo algo
perjudicá con tanta cerveza, me mira y dice:
—Cuchu… o estoy muy pedo o no he entendido nada.
Horrorizada, me doy cuenta de que hemos hablado todo el rato en
alemán y, abrazándola, contesto:
—Ay, Raquel, cariño, perdona. Es la costumbre.
Rápidamente le cuento que Tatiana es bombero y mi hermana se
sorprende. Pero cuando se parte de
risa es cuando le comento que le he pedido prestado el traje de
bombero y ella ha dicho que cuando
quiera me lo deja.
Llega la última noche del año.
Sigo sin tener relaciones sexuales, pero no porque Eric no quiera,
sino más bien porque yo sigo
estando hecha una mierda y a la que no le apetecen ahora es a mí.
Esta tarde, cuando aparecen la madre y
hermana de Eric, él desaparece. No me dice adónde va y eso me
enfada. Me estoy volviendo una
gruñona.
Llega la hora de la cena y Eric no ha regresado todavía y, cuando
estamos en la cocina ultimando los
detalles, digo:
—Simona, ahora entre todos llevaremos las cosas a la mesa y te
quiero junto a Norbert sentados a
ella, ¿entendido?
La mujer se hace la remolona y, mirándola, añado:
—Te advierto que u os sentáis a la mesa y cenáis con todos o aquí
no cena nadie.
—Uy, uy, Simona —se mofa Marta—. ¿No nos dejarás sin cenar?
—De eso nada —aclara Sonia—. Simona y Norbert cenarán con todos.
Junto con Marta, salen de la cocina divertidas, con un par de
bandejas, y mi padre mira a Simona y
dice:—
Ojú, Simona, mi hija es muy cabezota.
La mujer sonríe y, tras guiñarme un ojo, responde:
—Sí, Manuel, ya la voy conociendo. —Y al ver que arrugo la nariz
ante la ensalada de col, añade—:
Me llevaré esto a la mesa. Cuanto más lejos esté de ti, mejor.
—Gracias, Simona.
Cuando la mujer sale de la cocina, mi padre, acercándose a mí,
dice:
—Siéntate, cariño. Ya termino yo de organizar la bandeja de las
gambas.
Hago lo que me pide. Hoy no es mi mejor día y, sentándose a mi
lado, me retira el pelo de la cara y
añade:
—¿Por qué no te vas a la cama, mi vida? Allí estarás mejor que
zascandileando por aquí.
Resoplo y, poniendo los ojos en blanco, contesto:
—No, papá. Es Nochevieja y quiero estar con vosotros.
—Pero, hija, si se te ve la carita de pachucha. —Sonrío y
pregunta—: Estás fatal, ¿verdad?
Asiento. Es mi peor día con diferencia y, con una triste sonrisa,
él dice:
—Creo que ver y oler toda esta comida no te favorece, ¿a que no?
Clavo la vista en las ricas gambas, en el adobo frito, en el
cordero churruscadito y el jamoncito que
mi padre ha traído de España, preparado con todo su amor, y
respondo:
—Ay, papá, con lo que me gusta el adobo frito, el corderito
churruscadito que tú haces y las gambas,
y la fatiguita que me dan ahora.
El hombre sonríe y, dándome un beso cariñoso en la mejilla, dice:
—Hasta en eso eres igualita a tu madre. A ella también le daba
mucho asco el adobo durante vuestros
embarazos. Eso sí, cuando se le pasó, se lo comía a puñaos.
La puerta de la cocina se abre y entra Eric. ¡Hombre, el desaparecido!
Al verme con mi padre se
acerca y, poniéndose de cuclillas ante mí, dice preocupado:
—Cariño, ¿por qué no te vas a la cama?
—Eso mismito le estoy diciendo yo, Eric, pero ya sabes cómo es mi
morenita. ¡Una cabezota!
Sin hacerles caso, miro a mi rubio y pregunto:
—¿Dónde estabas?
Eric sonríe y responde:
—He recibido una llamada urgente y he tenido que atenderla.
De pronto oigo un grito. Sobresaltada, me levanto en el momento en
que la puerta de la cocina se abre
de par en par y mi hermana, con la cara totalmente desencajada,
exclama:
—Cuchuuuuuuuuuu, ¡¡mira quién ha venido!!
Veo a Juan Alberto con la pequeña Lucía en brazos, miro a Eric y
sonrío. Ésa era la urgencia.
El mexicano saluda a mi padre, que le da la mano encantado de la
vida, y luego, acercándose a mí,
me da dos besos y pregunta:
—¿Cómo está mi mamita preciosa?
—Jorobada, pero contenta de tenerte aquí —respondo, feliz por mi
hermana.
—Dexter y Graciela os mandan muchos besos y esperan poder viajar
para conocer al bebecito.
En ese momento mi sobrina entra corriendo como un vendaval y
grita:
—Hey, güey, ¿cómo tú por aquí?
El mexicano la mira y, divertido, contesta:
—Vine a ver a mi damita linda y a retarla al Mario Bros.
Luz se tira a sus brazos y todos sonreímos. Está claro que este
mexicano sabe ganarse a mi familia.
Una vez Luz se va corriendo, él mira a mi hermana, que lo
contempla embobada, y acercándose a ella
la besa en los labios y pregunta melosón delante de mi padre:
—¿Cómo está mi reina?
Sin cortarse un pelo, Raquel le devuelve el beso y responde:
—Muy contenta de verte.
¡Qué fuerte!
Lo de mi hermana es tremendo.
Miro a mi padre y veo que sonríe. Me guiña un ojo y sé que le
encanta lo que ve. Yo flipo con la
descarada de Raquel, cuando oigo que el mexicano dice:
—Sabrosa, dímelo.
Mi hermana, totalmente desatada, le pone un dedo en la boca y
murmura sin cortarse un pelo, delante
de todos:
—Yo te como con tomate.
Alucinada, parpadeo.
¿Ha dicho que se lo come con tomate?
Eric, divertido, se ríe. Está claro que Juan Alberto le gusta. Mi padre,
con mi hermana y conmigo,
está visto que ya está curado de espantos. ¡Qué bueno es!
Cuando el bullicio sale de la cocina, los dos hombres más
importantes de mi vida me miran.
Vuelven a estar preocupados por mí y, sosteniéndoles la mirada,
declaro convencida:
—Quiero vivir con vosotros esta noche tan especial y no me la
perderé por nada del mundo,
¿entendido?
Media hora más tarde, todos estamos sentados alrededor de la mesa
y la felicidad ha inundado mi
hogar a pesar de encontrarme yo para el arrastre.
Qué diferente esta Navidad de la del año pasado, cuando sólo
estábamos Eric, Flyn, Simona, Norbert
y yo. Ahora está aquí toda mi familia, la familia de Eric, Susto, Calamar y Juan Alberto. ¡Qué maravilla!
Cuando Sonia ofrece las lentejas a mi sobrina y a Flyn, los niños
arrugan la nariz. Eso me hace
sonreír. Pero más me río cuando mi padre le ofrece a Flyn
salmorejo. Es verlo y al crío los ojos le hacen
chiribitas.
Como puedo aguanto la cena. Ver tanta comida y, en especial,
olerla me angustia. Pero la felicidad
que me dan todos los que están a mi lado hace que merezca la pena
no perdérmela.
Los olores fuertes me retuercen, pero como una campeona, resisto
en la mesa sin apenas comer,
mientras todos se ponen morados. Los primeros, mi marido y el
mexicano. Mira que les gusta el
jamoncito rico.
Una vez acabada la opípara cena, nos sentamos en los sillones y
sofás ante el televisor y le explico a
mi familia que vamos a ver un número cómico que es tradición en
Alemania.
Cuando comienza el Dinner for One, todos se
ríen y mi hermana, que está sentada sobre las piernas
de su rollito salvaje, sin entender esa extraña tradición, me mira
y cuchichea:
—Ay, cuchu, ¡qué raros son los alemanes!
—Oye, ¿qué es eso de que te lo comes con tomate?
Raquel se ríe y, con disimulo, susurra:
—Le gusta que le diga esa frase. Dice que lo excita cómo se la
digo.
Alucinada, cuchicheo yo también:
—¿Y tú dices que los alemanes son raros?
Acomodada entre los brazos de mi amor, igual que el año anterior,
me río. Una vez acaba el número,
mi padre, Simona y Sonia van a la cocina a por los vasitos con las
uvas y Eric hace lo mismo que hizo el
año pasado: pone el canal internacional y conecta con la Puerta
del Sol.
¡¡Ay, mi España!!
Pero a diferencia del año anterior no lloro. Tengo en el salón a
mi familia y me siento completamente
feliz. Cuando el reloj comienza a sonar, todos hablamos y pedimos
silencio a la vez (ésa es una tradición
española) y cuando comienzan las campanadas, miro a Eric, que me
observa, y uva tras uva las mastico
sin apartar la vista de mi amor. Quiero que él sea lo último que
vea en el año que se va y lo primero del
año que comienza.
—¡Feliz 2014! —gritan Flyn y Luz al acabarse las uvas.
Esta vez nadie se interpone entre nosotros y Eric, abrazándome, me
besa y murmura cerca de mi boca,
totalmente enamorado:
—Feliz Año Nuevo, mi amor.
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