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El infierno de Gabriel - Cap.23 y 24

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El fin de semana que Julia pasó con Gabriel fue uno de los más felices de su vida. Durante toda la semana siguiente la acompañaron sus recuerdos, como si fueran talismanes. No la abandonaron ni durante el seminario, cuando Christa trató de dejarla en evidencia, ni mientras escuchaba los bienintencionados pero inoportunos consejos de Paul para que interpusiera una demanda contra la profesora Singer.
Gabriel pasó una semana espantosa. Durante el seminario, le costó muchísimo mantener los ojos apartados de Julianne. El esfuerzo lo volvió más irritable y malhumorado que de costumbre. Christa casi había logrado acabar con su paciencia pidiéndole por todos los medios más reuniones para —supuestamente— discutir su proyecto de tesis. Gabriel rechazó cada una de sus invitaciones con un gesto de la mano, lo que hizo que ella redoblara sus esfuerzos.
Y la profesora Singer... le envió un correo electrónico:
gabriel,
Me gustó volver a verte. He echado de menos nuestras charlas.
tu conferencia fue técnicamente impecable, pero me decepcionó verte tan cerrado de mente. Antes eras mucho más atrevido. Y liberado. Aunque tal vez no seas tan decente como pretendiste hacernos creer. Creo que debes aceptar tu auténtica naturaleza. Con un poco de entrenamiento, puedo darte justo lo que necesitas. Sé que puedo darte exactamente lo que deseas.
Madame Ann
Gabriel se quedó mirando el provocador correo de la profesora-dominatriz, que dejaba claras sus intenciones hasta en la falta de mayúsculas de su nombre y en los adjetivos posesivos. El rechazo que le provocaba, tanto su persona como sus palabras, le demostró lo mucho que él había cambiado durante el último año. Ya no le resultaba ni remotamente atractiva. Tal vez ya antes de que Julianne regresara a su vida había empezado el lento camino de vuelta hacia la luz, un camino mucho más fácil y rápido de recorrer junto a ella. La idea le causó una gran satisfacción.
Fue cauteloso. No respondió al mensaje ni lo borró. Lo que hizo
fue imprimirlo y guardarlo en un archivo de su despacho, junto a su correspondencia anterior. No le apetecía presentar una queja formal, ya que su relación se había iniciado de modo consensuado. Eso sí, si era necesario, usaría sus correos como amenaza para que lo dejara en paz. Pero de momento esperaba que siguiera obsesionada con él y se olvidara de Julianne.
Para distraerse, pasó casi todo su tiempo libre preparando la sorpresa de cumpleaños de Julianne o practicando esgrima en el club de la universidad. Cualquiera de las dos alternativas era mucho más saludable que sus costumbres anteriores.
Cada noche, acostado en su cama, se quedaba un rato mirando el techo, pensando en Julianne y deseando que su cuerpo cálido y suave estuviera a su lado. Empezaba a costarle dormir si no era con ella. No existía ningún sistema de liberar tensiones que le sirviera para relajarse. Ni para hacerle olvidar el hambre que lo consumía.
Hacía mucho tiempo que no tenía una cita en el sentido clásico del término, por lo menos desde Harvard. Se maldijo por haber sido tan idiota de creer que sus ataques depredadores en Lobby podían ser un sustituto para una relación real. Una relación pura.
Echaba de menos el sexo, eso era innegable. A veces se preguntaba si sería capaz de mantener su promesa de castidad o su hambre se impondría y trataría de seducir a la dulce Julianne. Lo que no le pasó por la mente ni por un momento fue la posibilidad de serle infiel. No echaba de menos la alienación que sentía cada vez que salía de casa de alguna amante ocasional y se iba a directo a la ducha para quitarse del cuerpo las huellas de su encuentro, como si fueran enfermas contagiosas. Tampoco echaba de menos el sentimiento de desprecio de sí mismo al acordarse de algunas de las mujeres con las que había estado, mujeres que nunca habría podido presentarle a Grace.
Julianne era distinta a todas. Con ella quería experimentar pasión y excitación, pero también ternura y compañerismo. Todas esas ideas eran desconocidas para él y lo asustaban y emocionaban por igual.
El sábado por la tarde, Julia leyó y releyó el correo electrónico con los detalles sobre la celebración de su cumpleaños.
Feliz cumpleaños, cariño.
Por favor, hónrame con tu presencia
en el Royal Ontario Museum esta tarde a las seis en punto
Reúnete conmigo en la entrada de la calle Bloor.
Seré el del traje, la corbata y una enorme sonrisa
cuando te vea entrar.
Espero con ansiedad el momento de disfrutar del placer de tu compañía.
Con afecto y el deseo más profundos.
Tuyo,
Gabriel
Ella siguió sus instrucciones con entusiasmo. Se puso el vestido lila que le había comprado Rachel, medias negras y los zapatos de Christian Louboutin. El museo estaba demasiado lejos para ir andando con aquellos tacones, así que cogió un taxi. Llegó a las seis, puntualmente, con los ojos brillantes y las mejillas encendidas.
«Tengo una cita con Gabriel. Nuestra primera cita de verdad.»
Casi se había olvidado del motivo. Aunque odiaba celebrar su cumpleaños, la idea de tenerlo a él para ella sola durante una velada romántica bien valía todo lo demás. A pesar de sus mensajes de texto a escondidas, de sus correos electrónicos furtivos y de sus charlas telefónicas, lo echaba de menos.
Hacía poco que habían renovado el museo y una estructura que recordaba la proa de un barco sobresalía de la fachada original de piedra. A Julia no le gustaba demasiado que se mezclaran cosas antiguas y modernas, prefería que los edificios siguieran un estilo u otro, pero probablemente estaba en minoría.
Al acercarse a la entrada, se dio cuenta de que el lugar estaba cerrado. El cartel de los horarios indicaba que había cerrado hacía media hora. A pesar de todo, se acercó a la puerta, donde la recibió un guardia de seguridad.
—¿Señorita Mitchell? —preguntó.
—Sí.
—Su anfitrión la espera en la tienda de regalos.
Ella le dio las gracias y caminó entre vitrinas llenas de artefactos, juguetes, recuerdos y cachivaches. Un hombre alto, impecablemente vestido con un traje azul marino a rayas con dos aberturas traseras, la esperaba vuelto de espaldas. En cuanto le vio los anchos hombros y el pelo castaño, el corazón de Julia le dio un brinco en el pecho.
«¿Será siempre así? ¿Me quedaré sin aliento y me temblarán las piernas cada vez que lo vea?»
Supo cuál era la respuesta antes de acercarse a él. Al ver que no se volvía, Julia carraspeó.
—El profesor Emerson, supongo.
Él se volvió rápidamente. Al verla, ahogó una exclamación.
—Hola, preciosa. —Tras darle un beso demasiado entusiasta, la ayudó a quitarse el abrigo—. Date la vuelta —le pidió, con voz ronca.
Julia giró muy lentamente.
—Estás espectacular.
Cuando ella acabó de darse la vuelta completa, Gabriel la abrazó y la besó apasionadamente, capturándole el labio inferior entre los suyos y explorándole la boca a conciencia.
Julia se apartó, avergonzada.
Él le dirigió una mirada ardiente.
—Haremos mucho más que esto esta noche. Tenemos el museo para nosotros solos. Pero antes...
Alargó la mano para coger una caja transparente de una mesa cercana. Dentro había una gran orquídea blanca.
—¿Es para mí?
Gabriel se echó a reír.
—Quiero compensarte por haberme perdido tu baile de graduación. ¿Puedo?
Julia respondió con una sonrisa radiante.
Él sacó la flor de la caja y se la ató a la muñeca con demasiada habilidad para su gusto.
—Es preciosa, Gabriel. Gracias —dijo ella, besándolo con dulzura.
—Ven.
Lo siguió gustosa, pero al darse cuenta de su error, él se detuvo en seco.
—Quería decir, ven, por favor.
Julia sonrió y entrelazó los dedos con los suyos. Se dirigieron a una zona abierta, donde se había instalado un bar improvisado. Una vez allí, Gabriel le puso la mano en la curva de la espalda.
—¿Cómo has montado todo esto? —susurró ella.
—Soy uno de los patrocinadores de la exposición florentina. Cuando pedí una visita privada, aceptaron encantados.
Le dedicó una media sonrisa que casi hizo que Julia se convirtiera en un charco en el suelo, como en la película Amélie.
El camarero los saludó calurosamente.
—¿Qué desea tomar, señorita?
—¿Sabe preparar un Flirtini?
—Por supuesto, señorita. En seguida se lo doy.
Alzando las cejas, Gabriel le susurró al oído:
—Interesante nombre para un cóctel. ¿En previsión de lo que está a punto de llegar?
Ella se echó a reír.
—Vodka de frambuesa, zumo de arándanos y piña. No lo he probado nunca, pero leí los ingredientes por Internet y me pareció que debía de estar bueno.
Él se echó a reír, negando con la cabeza.
—¿Señor? —preguntó entonces el camarero, tras entregarle a Julia su bebida, adornada con una rodajita de piña.
—Tónica con lima, por favor.
—¿No vas a beber nada más? —preguntó ella, sorprendida.
—Tengo una botella de vino especial en casa. Me estoy reservando —respondió Gabriel, con una sonrisa.
Julia esperó a que él tuviera también su bebida para brindar.
—Puedes traerte el..., ¿cómo se llamaba?, Flirtini. Somos los únicos visitantes esta noche.
—Creo que me va a durar mucho rato. Es bastante fuerte.
—Tenemos todo el tiempo del mundo, Julianne. Esta noche todo es en tu honor. Lo único que importa es lo que quieres, lo que necesitas, lo que deseas. —Con un guiño, la condujo hacia los ascensores—. La exposición está en el piso de abajo.
Al entrar en el ascensor, se volvió hacia ella.
—¿Te he dicho lo mucho que te he echado de menos esta semana? Los días y las noches se me han hecho eternos.
—Yo también te he echado de menos —admitió Julia, tímidamente.
—Estás preciosa. —La miró de arriba abajo y se quedó contemplando encantado los zapatos de tacón—. Eres un sueño hecho realidad.
—Gracias.
—Voy a tener que hacer gala de todo mi autocontrol para no llevarte a la exposición de mobiliario victoriano y hacerte el amor en una de las camas con dosel.
Ella lo miró y soltó una risita, preguntándose qué cara pondría el personal del museo si él llevara a cabo su amenaza.
Gabriel suspiró aliviado al comprobar que su comentario imprudente no la había asustado. Se recordó que tenía que andarse
con cuidado.
Había participado activamente no sólo en la financiación de la exposición de los tesoros de Florencia, sino también en su selección. Mientras recorrían las salas de la exposición, le contó a Julia algún detalle sobre alguna de las piezas más impresionantes. Aunque sobre todo pasearon de la mano, como una pareja enamorada, deteniéndose para besarse o abrazarse cada vez que les apetecía. Que era bastante a menudo.
Ella se acabó el cóctel antes de lo previsto y Gabriel encontró un sitio donde dejar los vasos, encantado de tener, por fin, las manos libres. Julia era una sirena; no podía resistirse a su voz. Le acarició el cuello, la mejilla, la clavícula. Le besó el dorso de la mano, los labios, el cuello. Lo estaba volviendo loco. Cada vez que reía o sonreía, Gabriel pensaba que iba a arder en llamas.
Pasaron bastante rato contemplando la Virgen con Niño y dos ángeles de Fra Filippo Lippi, ya que era una pintura que ambos admiraban. A su espalda, él la abrazaba por la cintura mientras contemplaban la obra.
—¿Te gusta? —le susurró al oído, apoyándole la barbilla en el hombro.
—Mucho. Siempre me ha gustado la serenidad que desprende el rostro de la Virgen.
—A mí también —replicó Gabriel, deslizándole los labios desde la mandíbula hasta debajo del lóbulo de la oreja—. Tu serenidad es muy atractiva.
Julia puso los ojos en blanco y echó la cabeza hacia atrás.
—Humm —gimió en voz alta.
Él se echó a reír y repitió sus movimientos, acariciándole el cuello con la punta de la lengua con tanta suavidad que Julia pensó que eran sus labios.
—¿Te gusta?
Ella respondió levantando las manos y enterrándole los dedos en el pelo. Gabriel no necesitó más invitación. Volviéndola entre sus brazos, la pegó a su cuerpo, apoyándole las manos en las caderas.
—Tú eres la auténtica obra de arte —murmuró contra su cuello—. Eres una obra maestra. Feliz cumpleaños, Julianne.
Ella le tiró del lóbulo de la oreja con los dientes antes de darle un beso suave.
—Gracias.
Gabriel la besó con firmeza, rogándole silenciosamente que
abriera la boca. Cuando lo hizo, sus lenguas se entrelazaron y se movieron al unísono, lentamente. No había prisa. Estaban solos en un museo casi desierto. Mientras le besaba los labios y las mejillas, fue haciéndola retroceder hasta un rincón de la sala.
La miró con cautela.
—¿Puedo seguir?
Ella asintió sin aliento.
—Si quieres que pare, dímelo. No iré demasiado lejos, pero... te necesito.
Julia le rodeó el cuello con los brazos y se le acercó.
Él la apoyó suavemente contra la pared, pegándose a ella. Cada uno de sus ángulos y planos era acogido por las curvas de Julia. Las manos de Gabriel descendieron, dudando, hasta sus caderas. Como respuesta, ella se apretó más a él. Durante todo ese tiempo, sus labios y sus lenguas siguieron explorando, sin darse nunca por satisfechos. Los dedos finos y largos de Gabriel regresaron a su espalda y, desde allí, volvieron a bajar hasta rodearle las nalgas, redondeadas y deliciosas. Apretó vacilante y sonrió contra su boca cuando ella gimió.
—Eres perfecta. Todas tus partes lo son. Pero ésta en concreto... —Gabriel apretó otra vez y la besó con ardor renovado.
—¿Me estás diciendo que te gusta mi culo, profesor?
—No me llames así.
—¿Por qué no?
—Porque no quiero pensar en todas las normas universitarias que estoy rompiendo ahora mismo.
Gabriel se arrepintió de sus palabras tan pronto como la sonrisa de Julia desapareció.
—Y nunca me referiría a esa bella zona de tu cuerpo como un culo. Es demasiado elegante. Voy a tener que crear una palabra nueva que la describa en toda su gloria.
Ella se echó a reír a carcajadas y él le dio un nuevo apretón para que no quedara duda de su admiración.
«Confirmado, el profesor Emerson tiene debilidad por los culos.»
Los dedos de Julia tenían debilidad por el pelo de Gabriel. Le gustaba acariciarlo, hundirse en él, agarrarlo con fuerza para acercar su cara a la suya. Al sentir el corazón de él latiendo contra su pecho le faltó el aliento, pero no le importó. Lo amaba. Estaba enamorada de Gabriel desde que tenía diecisiete años. Y se había portado tan bien con ella... En ese instante, le habría dado todo lo que le hubiera pedido sin importarle las consecuencias. «¿Qué consecuencias?» Su
mente ni siquiera podía acordarse.
Gabriel le acarició la cadera, deslizó la mano hasta su muslo y le levantó una pierna. Cuando se la colocó detrás de la cadera, Julia se apretó contra él en un erótico tango contra la pared. Por fin podía moverse libremente. Las caderas de Gabriel se movieron hacia adelante, mientras le acariciaba el muslo con una mano. Ella sintió su dureza. Era una presión deliciosa y una fricción que prometía mucho más.
Julia no podía dejar de besarlo... Ni siquiera para preguntarse cómo había dominado el arte de sostenerse sobre un solo pie en tan poco tiempo, o cómo podía respirar a través de la boca de Gabriel. Sintiéndose atrevida, apartó las manos de su cabello y le acarició los hombros y la cintura antes de agarrarle las nalgas. Ella también había admirado su trasero en más de una ocasión. Las curvas de Gabriel eran más musculosas y firmes que las suyas y lo apretó con fuerza, animándolo, acercándolo más.
Él no necesitaba que nadie lo animara. Le acarició la pierna cubierta por la fina media. Estaba en el cielo. Respiraba, jadeaba, presionaba, besaba, sentía. Sin encontrar oposición. Sin dudas.
Julia lo aceptaba. Lo deseaba. Su cuerpo era suave, cálido y... muy receptivo.
—Julianne, yo... nosotros... tenemos que parar —le dijo, separándose un poco.
Ella seguía con los ojos cerrados, haciendo un mohín con los labios enrojecidos por sus besos. Ahora deseaba besarla con mucha más intensidad.
Le apartó el pelo de la cara con cuidado:
—¿Cariño?
Ella parpadeó y abrió los ojos.
Gabriel pegó la frente a la suya y aspiró su aliento, dulce y suavemente perfumado. Con una última caricia, la ayudó a bajar la pierna. Ella le apartó las manos del culo a regañadientes. No fue fácil, pero Gabriel logró poner un poco de distancia entre sus cuerpos y le cogió las manos.
—No debería haberte acorralado de esta manera. Ni haber dejado que las cosas llegaran tan lejos. —Negando con la cabeza, maldijo entre dientes—. ¿Te he asustado?
—No te he dicho que pararas, Gabriel. —La suave voz de Julia resonó en la gran sala desierta—. Y no, no estoy asustada.
—Pero antes te daba miedo. ¿Te acuerdas de la noche en que
me preguntaste por las fotografías en blanco y negro? —Apretó los labios.
—Ahora te conozco un poco mejor.
—Julianne, nunca te arrebataría nada. Nunca te manipularé para que hagas cosas que no quieres hacer. Tienes que creerme.
—Te creo, Gabriel. —Julia levantó una de las manos de él y se la colocó sobre el corazón, entre los pechos—. ¿Notas mi corazón?
Gabriel frunció el cejo.
—Va muy de prisa. Parecen las alas de un colibrí.
—Es el efecto que provocas en mí cada vez que te me acercas. Cada vez que me tocas, las emociones me abruman.
Él le acarició la piel del escote, pero en seguida volvió la atención a su labio inferior, hinchado.
—Mira lo que te he hecho. ¿Te duele? —susurró.
—Sólo cuando te apartas de mí.
Gabriel la besó con reverencia.
—Tus palabras me matan.
Ella se apartó el pelo de la cara y se echó a reír.
—Pero será una muerte muy dulce.
Él también se echó a reír y la abrazó.
—Será mejor que sigamos con la visita antes de que mi contacto decida echarnos del museo por conducta indecente. Tendré que hablar con él y pedirle que me entregue las cintas con las grabaciones de las cámaras de seguridad.
«¿Cintas? ¿Cámaras de seguridad? Scheiße! —maldijo Julia—. Aunque, pensándolo bien, hummmm.»
Cuando llegaron al piso de Gabriel, la cabeza les daba vueltas de tanto reír. El deseo desesperado que sentían el uno por el otro se había enfriado un poco, pero seguían llenos de afecto y calidez. Julia era feliz. Y tenían toda la noche por delante para ellos solos...
En la cocina, Gabriel la besó e insistió en que le dejara prepararlo todo.
—Pero quiero ayudarte.
—Si quieres, mañana por la noche podemos cocinar juntos.
Julia tuvo una idea.
—No sé qué te parecerá, pero tengo la receta de pollo a la Kiev de Grace. Podríamos prepararlo juntos —propuso, insegura de la reacción de él.
—Scott lo llamaba «el pollo del chorrito» —recordó Gabriel con
melancolía y volvió a besarla—. Hace años que no lo como. Me encantará que me enseñes a prepararlo.
«Probablemente será lo único que pueda enseñarte, Gabriel. Eres un dios del amor, entre otras cosas.»
Tras rozarle los labios con los suyos, Julia se sentó en un taburete.
—La cena de hoy nos la han preparado en Scaramouche. Si Mahoma no puede ir a la montaña, la montaña irá a Mahoma.
—¿De verdad?
—Sí, lo han traído todo, incluido un delicioso pastel de chocolate al Grand Marnier de la patisserie La Cigogne. Y tengo una extraordinaria botella de vino que he estado reservando. Voy a abrirla para que respire antes de empezar. —Con un guiño, añadió—: Hasta tengo velas para el pastel.
—Muchas gracias por esta noche maravillosa, Gabriel. Desde luego, está siendo el mejor cumpleaños de mi vida.
—Y todavía no ha terminado —le recordó él, con la voz ronca y los ojos brillantes—. Aún no te dado tu regalo.
Julia se ruborizó y bajó la vista, preguntándose si sería su intención sonar tan sensual o si le salía de manera natural.
«No sé qué me habrá preparado, pero sé lo que me gustaría: estoy fantaseando con hacer el amor con él.»
El móvil de Julia interrumpió sus fantasías eróticas. Fue a buscar el bolso y miró quién llamaba.
—No reconozco el número —musitó—, pero es de la zona de Filadelfia.
Decidió responder.
—¿Hola?
—Hola, Jules.
Ella inspiró profundamente y sus pulmones sonaron como una aspiradora atascada. Gabriel se le acercó inmediatamente, sabiendo que algo iba muy mal. El color le había desaparecido completamente de la cara.
—¿Cómo has conseguido este número? —logró decir, antes de que se le doblaran las piernas.
Se tambaleó hasta la silla más cercana y se sentó.
—Qué bienvenida tan fría, Julia. Vas a tener que esforzarte más.
Ella se mordió el labio inferior sin saber qué decir.
Su interlocutor suspiró dramáticamente.
—Me lo dio tu padre. Siempre disfruto mucho hablando con él.
Es muy comunicativo, algo que no puede decirse de ti. Te has portado como una niña malcriada.
Julia cerró los ojos y empezó a respirar agitadamente. Gabriel le dio la mano y trató de levantarla, pero ella no se movió.
—¿Qué quieres?
—Paso por alto tu malhumor porque hace tiempo que no hablo contigo, pero no tientes a la suerte. —Bajando la voz, añadió—: Llamo para saber cómo te van las cosas en Toronto. ¿Sigues viviendo en la avenida Madison?
Se echó a reír y Julia se llevó una mano al cuello.
—Mantente alejado de mí. No quiero hablar contigo ni quiero que vuelvas a llamar a mi padre.
—No habría tenido que hablar con él si te dignaras responder mis correos electrónicos. Pero tuviste que cerrar la maldita cuenta.
—¿Qué quieres? —repitió Julia.
Con el cejo fruncido, Gabriel la invitó con un gesto a pasarle el móvil, pero ella negó con la cabeza.
—El otro día tuve una conversación muy interesante con Natalie —respondió la voz.
—¿Y?
—Y me dijo que tienes unas fotos que me pertenecen.
—No tengo nada tuyo. Lo dejé todo. Ya lo sabes.
—Tal vez sí o tal vez no. Sólo quería advertirte de que sería una desgracia que esas fotos acabaran en manos de la prensa. —Hizo una pausa—. Porque yo tengo un par de vídeos tuyos que podrían salir a la luz. Me pregunto qué pensaría tu papaíto si te viera de rodillas con mi...
Con la vulgar descripción aún resonando en sus oídos, Julia emitió una especie de silbido y soltó el teléfono, que se estrelló contra el suelo, cerca del pie de Gabriel. Salió corriendo hacia el cuarto de baño y el sonido de sus arcadas llegó hasta la cocina.
Por desgracia para quienquiera que llamase, Gabriel había oído la amenaza final. Recogió el teléfono y preguntó:
—¿Quién es?
—Simon. ¿Y quién coño eres tú?
Gabriel apretó mucho los dientes y soltó el aire. Los ojos se le habían cerrado hasta casi convertírsele en dos rendijas.
—El novio de Julianne. ¿Qué quieres?
Simon guardó silencio unos instantes.
—Jules no tiene novio, gilipollas. Y nadie la llama Julianne. ¡Que
se ponga!
Gabriel gruñó y el sonido retumbó desde lo más profundo del pecho.
—Si sabes lo que te conviene, harás caso de lo que te ha dicho y la dejarás en paz.
El otro se echó a reír amenazadoramente.
—No tienes ni idea de con quién estás tratando. Julia es inestable. Es un saco de problemas. Necesita ayuda profesional.
—En ese caso, es una suerte que esté saliendo con uno.
—¿Qué tipo de profesional? ¿Un imbécil profesional? ¿Sabes con quién estás hablando? Mi padre es...
—Escucha bien, hijo de puta, tienes suerte de que no estemos en la misma habitación o te pasarías el resto de la noche en el quirófano, mientras te pegaban la cabeza al cuerpo. Si me entero de que has tratado de ponerte en contacto con ella de cualquier manera, iré a buscarte y ni siquiera tu padre, sea quien sea, será capaz de hacer que recuperes la conciencia. ¿Queda claro? Déjala en paz. —Apagó el teléfono, cerrándolo, y lo lanzó contra la pared. Se rompió en varios trozos, que quedaron repartidos por el suelo.
Cerró los ojos y contó hasta cincuenta antes de ir a buscar a Julia. Nunca había estado tan furioso. Nunca había sentido tantas ganas de matar. Era una suerte que ella lo necesitara en ese momento, o muy probablemente habría ido a buscar a ese tipo y lo habría matado.
Llenó un vaso con agua y se lo llevó a Julia, que estaba sentada en el borde de la bañera del cuarto de baño de invitados. Tenía la cabeza gacha y se abrazaba a sí misma. La flor que aún llevaba atada a la muñeca temblaba.
«¿Qué coño le hizo ese desgraciado?»
Vio que ella se bajaba el borde del vestido con una mano y su muestra de modestia le encogió el corazón.
—¿Julia? —la llamó, ofreciéndole el vaso de agua.
Ella la bebió a sorbitos, pero no respondió.
Gabriel se sentó a su lado en la bañera y la atrajo hacia sí.
—Te ha contado lo que pasó cuando estábamos juntos, ¿no es cierto? —preguntó ella en voz baja, sin emoción.
Él la abrazó.
—Quería hablar contigo, pero le he dicho que no volviera a molestarte nunca más.
Julia lo miró mientras una lágrima le descendía lentamente por la
mejilla.
—¿No... no te ha contado nada sobre mí?
—Ha murmurado incoherencias hasta que lo he amenazado —respondió él, haciendo una mueca—. Y no estaba bromeando.
—Es un tipo asqueroso —susurró ella.
—Deja que me ocupe de él personalmente. Si tengo que volar a Filadelfia para verlo en persona, lo haré. Y cuando llegue allí, no le gustará lo que pasará.
Julia sólo lo escuchaba a medias. Simon siempre lograba que se sintiera usada, sucia, patética. No quería que Gabriel tuviera esa imagen de ella. No quería que supiera lo que había pasado. Nunca.
—Cariño, ¿qué quería?
—Cree que tengo unas fotos suyas. Quiere que se las devuelva.
—¿Qué tipo de fotos?
Julia aspiró por la nariz con fuerza.
—No lo sé, pero debe de ser algo grave si está tan preocupado.
—¿Tienes algo que pueda perjudicarlo?
—¡No! Pero él dice que tiene vídeos caseros míos —admitió, estremeciéndose—. Me extrañaría mucho, pero ¿y si es verdad? ¿Y si hace un montaje y se lo envía a mi padre? ¿O lo cuelga en Internet?
Gabriel se tragó su repulsión mientras le secaba las lágrimas con el pulgar.
—No lo hará, a no ser que sea muy estúpido. Mientras crea que tienes algo que puede perjudicarlo, no hará nada. Podría hablar con tu padre y decirle que he oído cómo ese maleante te amenazaba. Si luego cuelga algo, Tom ya estará avisado y sabrá que es un montaje, fruto de la mente de un acosador.
Julia lo miró, súbitamente alarmada.
—No, no lo hagas, por favor. Mi padre está preocupado porque voy a viajar a Selinsgrove contigo. No puede enterarse de que estamos juntos.
Gabriel le acarició rápidamente el pelo antes de secarle una nueva lágrima.
—No me lo habías contado. No me extraña. Pero tienes que hablar con él y decirle lo que ha pasado para que no le dé más información a Simon.
Julia asintió.
—Puedo hablar mañana con mi abogado. Podrías ponerle una denuncia y pedir una orden de alejamiento. También podemos investigar si realmente tiene imágenes tuyas o si se está marcando un
farol.
—No quiero hacer nada para ganarme su enemistad. No lo entiendes. Tiene parientes importantes.
Gabriel apretó los labios con fuerza. Quería darle un empujón; que reaccionara, o al menos que permitiera que él actuara en su lugar, pero era evidente que estaba traumatizada. Y no quería preocuparla más.
—Si vuelve a ponerse en contacto contigo, hablaré con mi abogado y sabrá lo que es bueno. Mañana iremos a comprarte un móvil nuevo, con un número de Toronto. Y le dirás a tu padre que lo mantenga en secreto.
Le levantó la barbilla para que lo mirara a los ojos.
—No volverá a tocarte. Te lo aseguro —le dijo con una sonrisa—. No dejes que las gafas o las pajaritas te engañen. Sé defenderme. Y no permitiré que nadie te haga daño. —La besó castamente en la frente—. Cuando vayamos a casa, estarás conmigo todo el tiempo que no pases con tu padre. Y podrás llamarme por teléfono en todo momento. ¿De acuerdo?
Ella hizo un ruido para que supiera que lo había oído.
—¿Julia?
—¿Sí?
Gabriel la abrazó con fuerza.
—Es culpa mía.
Ella lo miró sin comprender.
—Si no te hubiera dejado sola aquella mañana... O si hubiera vuelto a buscarte...
Ella negó con la cabeza.
—Sólo tenía diecisiete años, Gabriel. Papá te habría echado de casa con una escopeta.
—Te habría esperado.
Suspiró apenada.
—No sabes cuánto lamento no haberte esperado. Él es la razón por la que nunca celebro mi cumpleaños. Me lo estropeó una vez. Y hoy ha vuelto a hacerlo —concluyó, antes de empezar a llorar en silencio.
Gabriel le secó las lágrimas con sus besos.
—Olvídate de él. Ahora estamos solos. Nadie más importa.
Julia quería creerlo, pero por desgracia, sabía que el pasado no podía borrarse de un plumazo. Se estremeció al pensar en su próxima visita a casa.
Acción de Gracias siempre le había traído muy mala suerte.

El martes por la noche, Julia mantuvo una tensa conversación con su padre sobre los acontecimientos del fin de semana. Lo llamó desde su iPhone nuevo, explicándole por qué había tenido que cambiar de número. El hombre llevaba tres días tratando de hablar con ella sin conseguirlo y estaba enfadado.
—Papá, he tenido que cambiarme de número porque Simon me llamó.
—¿Ah, sí? —El tono de voz de Tom era receloso.
—Pues sí. Me dijo que tú se lo habías dado. Me llamó y me estuvo acosando.
—Menudo cabrón —murmuró su padre.
—Te doy el nuevo número, pero no quiero que se lo des a nadie, especialmente a Deb. A la que te descuides, ya se lo habrá dado a Natalie.
Tom seguía refunfuñando, como si se hubiera olvidado de que estaba hablando con alguien.
—No te preocupes por Deb.
—¡Sí, papá, claro que me preocupo! Su hija sigue hablando con Simon. ¿Y si le dice que vuelvo ahí para Acción de Gracias? ¡Podría presentarse en casa!
—Estás exagerando. No va a hacer eso. La semana pasada tuvimos una conversación muy agradable. Fue muy educado. Me dijo que todavía tenías algunas cosas suyas. No quería molestarte, pero yo le di tu número y le dije que no te importaría que te llamara.
—¡No tengo absolutamente nada suyo! Y aunque no fuera así, sabes que no quiero hablar con él. No es una buena persona, papá. Cuando habla contigo finge. Conmigo es una persona totalmente distinta —trató de explicarle Julia, que había empezado a temblar.
—¿Estás segura de que no fue un malentendido?
—Es difícil malinterpretar el acoso y las amenazas, papá. No volverá a hablar conmigo. Nunca seremos amigos. Lo que hizo no se arregla con una disculpa.
Tom suspiró.
—De acuerdo, Jules, lo siento. No le daré tu número a nadie. Pero ¿estás segura de que no quieres ofrecerle a Simon una segunda oportunidad? Es de muy buena familia... Y todos cometemos errores.
Ella puso los ojos en blanco. Le apetecía mucho ponerse en plan revanchista. Le apetecía preguntarle a su padre si él habría perdonado a su madre si hubiera presenciado lo que ella misma vio una tarde al volver a casa: a su madre doblada encima de la mesa de la cocina, con uno de sus amigos detrás. Pero no era una persona vengativa, así que no lo hizo.
—Papá, que sea el hijo de un senador no quiere decir que no pueda ser un hijo de puta al mismo tiempo. Lo nuestro está roto. No se puede reparar, créeme.
Tom soltó el aire ruidosamente.
—De acuerdo. ¿Cuándo llegarás?
—El jueves.
—¿Vendrás con Rachel y Aaron?
—Ése es el plan. Y con Gabriel también —respondió ella, tratando de sonar convincente.
—Mantente cerca de Aaron y alejada de Gabriel.
—¿Por qué?
—Es una manzana podrida. Me sorprende que no esté en la cárcel. Menos mal que se trasladó a Canadá.
Julia negó con la cabeza.
—Si fuera un delincuente, los canadienses no le habrían dado visado de trabajo.
—Los canadienses dejan entrar a todo el mundo. Hasta a los terroristas.
Julia suspiró resignada y empezó a concretar con él los detalles de su visita esperando que, por una vez en su vida, su padre cumpliera sus promesas.
Tras otro seminario durante el cual Christa no paró de coquetear abiertamente con Gabriel, Julia volvió a su apartamento con Paul, que seguía igual de amable y simpático con ella. Comentaron el nuevo vestuario y las botas de tacón de Christa, cuyo estilo podría bautizarse como: «Deja que te seduzca antes de que me suspendas». Al llegar a la puerta, se despidieron. Julia se preparó una cena sencilla a base de sopa de pollo con fideos y té Lady Grey y se la tomó admirando sus regalos de cumpleaños.
Tras la interrupción de Simon, Gabriel le había dado una copa de vino y había insistido en que se relajara junto al fuego mientras él servía la cena. Tras ésta, había encendido las velas del pastel y le había dado sus regalos antes de irse juntos a la cama.
Gabriel permaneció despierto buena parte de la noche, acariciándole los brazos y la espalda, con las piernas entrelazadas. Julia se había despertado sobresaltada y aturdida varias veces, pero él siempre había estado allí para tranquilizarla y abrazarla con más fuerza. A su lado se sentía a salvo, pero tenía miedo de su reacción cuando descubriera la verdad. Si alguna vez tenía el valor como para pronunciar las palabras en voz alta.
Su iPhone también podía considerarse un regalo. Cuando el domingo por la mañana Gabriel le mostró avergonzado los trozos de su teléfono, Julia se había echado a reír. Aliviado, le explicó que se había enfadado tanto con Simon por haberla disgustado que lo había estampado contra la pared. Con una sonrisa, ella aceptó su ofrecimiento de comprarle un teléfono nuevo y su guía para aprender a utilizar el aparato, más sofisticado que su antiguo móvil.
Estuvo encantada cuando Gabriel le cargó las fotos que Rachel había hecho en Lobby. La ayudó también a introducir sus contactos y alzó una ceja al enterarse de que su número estaba archivado con el nombre de Dante Alighieri. Insistió en elegir el tono musical de sus llamadas.
Pero el principal regalo de cumpleaños fueron unas reproducciones digitales de los grabados de Botticelli. Gabriel las colocó en un álbum con su nombre grabado en letras de oro en la cubierta. Aunque se trataba de copias, el valor de la colección completa era incalculable. Además, le había escrito una dedicatoria en la guarda delantera con su elegante letra:
Para mi querida Julianne:
Feliz cumpleaños.
Que cada año sea mejor que el anterior
y que siempre seas feliz.
Con afecto duradero,
Gabriel
Julia acarició las curvas de la inicial de su nombre con el dedo. Aquél era, sin duda, el mejor regalo que le habían hecho nunca.
Además, Gabriel le había dado también un pequeño álbum de fotos en blanco y negro. En algunas de ellas se la reconocía. En las demás, sólo se adivinaba un trozo de cara, un rizo del cabello, un pálido cuello o una chica riendo con los ojos cerrados. Cuando Gabriel la tocaba y la besaba, se sentía hermosa. Esas fotos eran la
demostración de que él era capaz de ver su belleza y capturarla para siempre.
Algunas fotos eran sexies; otras inocentes; otras dulces. Ninguna de ellas haría que se sintiera avergonzada si, por algún motivo, llegaban a manos de su padre o se colgaban en Internet. Su favorita era una en la que se la veía de perfil, mientras unos dedos masculinos le apartaban el cabello y un rostro en sombras le daba un beso en la nuca. No le importaría ampliar la foto y colgarla sobre el cabecero de su cama. No echaría de menos el cuadro de Holiday.
«Chúpate ésa, Simon.»
—¿Qué pasa? ¿Por qué llamas? ¿Le has hecho algo a Julia? Gabriel, te juro que como hayas...
Él se apartó el iPhone de la oreja mientras Rachel lo reñía.
—No le he hecho nada a Julia —la interrumpió finalmente—. Su ex novio la llamó el sábado y se quedó destrozada. Quería preguntarte un par de cosas.
—Mierda. ¿Cómo está?
—Se disgustó muchísimo, pero no quiere hablar de ello.
—Por supuesto que no. ¿Por qué iba a hablar de ello con su profesor?
Gabriel perdió la paciencia.
—Estábamos hablando de Acción de Gracias y haciendo planes para el viaje cuando ese hijo de puta nos interrumpió.
—Te noto alterado, Gabriel. ¿Por qué te importa tanto?
—Porque ese desgraciado, sea quien sea, engañó al padre de Julia para que le diera su teléfono para poder acosarla.
—Mierda —repitió Rachel.
—Exacto. Así que, antes de llegar a Selinsgrove, donde él podría ir a visitarla, me gustaría saber a qué me estoy enfrentando.
Su hermana guardó silencio.
—¿Rachel? Estoy esperando.
—No sé qué esperas que te diga. Esto forma parte del pasado de Julia. Tienes que preguntárselo a ella.
—Ya te lo he dicho. No quiere hablar de ello.
—¿Y te extraña? Si sabes que es un desgraciado, no sé por qué te extraña que no quiera hablar de él. Ni siquiera quiere pronunciar su nombre en voz alta. Ella es así. Hay que respetarlo. —Guardó silencio unos instantes y respiró hondo—. El padre de Simon es el senador John Talbot.
Gabriel parpadeó.
—¿Y?
—Julia conoció a Simon en primero de carrera. Se quedó deslumbrada por él, aunque a mí me pareció un tipo poco de fiar. En tercero, ella se fue a Florencia. Al regresar, rompieron la relación. No volví a verla hasta que fui a visitarte. Aaron odiaba a Simon así que no nos veíamos demasiado.
Gabriel soltó el aire por la nariz, impaciente.
—No has respondido a mi pregunta. ¿De qué estamos hablando? ¿Agresión? ¿Infidelidad? ¿Maltrato emocional?
—La verdad es que no lo sé exactamente. Me hice una idea hablando con Natalie, la antigua compañera de habitación de Julia. Simon es un idiota arrogante al que le gustaba tenerla comiendo en la palma de su mano. Es obvio que la machacó emocionalmente. El resto no es difícil de imaginar.
—Simon me dijo que Julia está perturbada; que necesita ayuda profesional.
—Ese tipo es un cabrón mentiroso, Gabriel. ¿Qué esperabas que dijera? —preguntó Rachel, frustrada—. El principal problema de ella era él. Si quieres ayudarla, tienes que procurar hacerle la vida más fácil, no complicársela más. Espero que no sigas intimidándola con tu rollo pretencioso. Ya tuvo bastante de eso con él.
—En realidad, nos llevamos bastante bien —contestó él, ofendido.
—¿Tan bien como en las fotos que te envié? —se burló su hermana, riendo traviesa.
—Tenemos una relación profesional.
—Puede que consigas engañar a los demás, pero a mí no me engañas. Julia me dijo que el sábado tenía una cita y, casualmente, estabas con ella cuando Simon la llamó el sábado. Dime, Gabriel, ¿os visteis antes de su cita o después? ¿Y qué tal le fue?
—Llegaremos a Selinsgrove el jueves. Llevaré a Julia a casa. —La voz de él era fría como el hielo.
—Bien. Creo que Julia debería decirle a su padre que quiere quedarse con nosotros. Si Simon va a buscarla, no se le ocurrirá venir a casa. Ah, y Gabriel, muchas gracias por lo que has hecho con la casa. Papá se ha quitado un gran peso de encima. Todos, en realidad. Scott también.
—Era lo menos que podía hacer, Rachel.
—Recuerda. Si le haces daño, te mataré. Ahora ve a consolarla
y sé amable. Si no, nunca le arrancarás el caparazón. Te quiero.
—Yo... Adiós. —Incómodo, colgó y siguió preparando el seminario de la semana siguiente.
Al acercarse el final del semestre, la cantidad de trabajo de Julia se incrementó exponencialmente. Aparte de escribir su tesis, tenía que entregar varios trabajos para los distintos seminarios antes del 4 de diciembre. Y, encima, estaba preparando solicitudes para varias universidades con programas de doctorado.
Gabriel y ella hablaron una noche sobre las solicitudes. Él sabía que quería ir a Harvard y que estaba preparando la solicitud con mucho cariño. Lo que no sabía era que la idea de marcharse de Toronto y volver a perderlo a Julia le resultaba tan insoportable que, a escondidas, también estaba preparando una solicitud para la Universidad de Toronto.
Mientras ella pasaba los días y buena parte de las noches trabajando, Gabriel luchaba por mantenerse a flote entre un mar de evaluaciones y la escritura de su segundo libro. Le gustaba pasar las noches con Julia y a veces la convencía para que trabajara en su casa. Él ocupaba el despacho y ella extendía sus numerosos papeles en la mesa del comedor. Aunque no solía durar allí mucho rato. Por alguna curiosa razón, siempre acababa sentada frente al fuego, mordiendo la punta del lápiz y tomando notas en una libreta.
Tras varios días de verse poco, fue un alivio entrar en el taxi que los esperaba delante de casa de Gabriel, para partir de viaje. Mientras el taxista metía su equipaje en el maletero, Julia vio que el viento otoñal alborotaba el cabello de Gabriel y le echaba algún mechón sobre la frente. Sin pensar, se puso de puntillas y se lo apartó de la cara antes de darle un beso. Luego le acarició la mejilla con ternura, diciéndole con los ojos lo que no se atrevía a decirle con palabras.
Gabriel le devolvió una mirada ardiente y la abrazó por la cintura. Acercándola a su pecho, profundizó el beso y le acarició la espalda por encima del chaquetón. Fue ella la que finalmente interrumpió el beso, riendo como una colegiala cuando él le dio una disimulada palmadita en el culo.
—Sigo tratando de encontrar el adjetivo correcto —dijo él, con una sonrisa satisfecha—. Respingón no le viene mal.
—Compórtate —lo regañó ella, volviendo a juguetear con su pelo.
—No puedo. Soy adicto a ti —replicó Gabriel, moviendo las
cejas— y voy a tener que pasar tres días de abstinencia total.
Al llegar al aeropuerto Pearson, Julia se sorprendió al ver que Gabriel la llevaba directamente a la cola para ejecutivos y viajeros de primera clase de los mostradores de Air Canada.
—¿Qué haces? —susurró.
—Facturar —respondió él en el mismo tono, con una sonrisa.
—Pero si sólo tenía dinero para un billete en clase turista...
Gabriel le acarició la mejilla con un dedo.
—Quiero que estés cómoda. Además, la última vez que volé en clase turista, acabé manchado de orina y me salió más caro, porque tuve que tirar unos pantalones buenos.
Julia alzó una ceja.
—Tenía puntos por ser cliente habitual, así que compré billetes de clase turista y luego los cambié por éstos. Técnicamente, sólo me debes el billete en clase turista. Aunque preferiría que no me lo pagaras.
Ella seguía mirándolo fijamente.
—¿Orina, Gabriel? No sabía que Air Canada tuviese una sección para pasajeros incontinentes.
Él hizo un vago gesto con la mano.
—No preguntes, pero no me volverá a pasar. Además, así nos servirán bebidas y algo más sustancial que unas galletas saladas.
La besó con ternura y ella respondió con una sonrisa.
El vuelo a Filadelfia fue tranquilo. Tras desconectar la función teléfono, Gabriel siguió instruyendo a Julia en el uso del iPhone. Le enseñó varias aplicaciones y le preguntó si le gustaría que se las instalara. Mientras ella examinaba las aplicaciones del iPhone de él, vio que tenía música de Mozart, Chopin, Berlioz, Rachmaninoff, Beethoven, Matthew Barber, Sting, Diana Krall, Loreena McKennitt, Coldplay, U2, Miles Davis, Arcade Fire, Nine Inch Nails...
Al ver ese nombre, reaccionó tocando un botón al azar, que la llevó a la cuenta de correo electrónico de la universidad. Le echó un vistazo rápido y se sorprendió al ver que tanto la profesora Singer como Paulina Grushcheva le habían escrito recientemente. Resistiéndose a la tentación de leer los mensajes, cerró la aplicación. Gabriel estaba leyendo un artículo de una revista académica, ajeno a lo que acababa de pasar.
«¿Por qué le escriben?»
La respuesta era obvia, pero eso no impidió que se siguiera
haciendo todo tipo de preguntas, mientras se mordía las uñas, ausente.
Vio que Gabriel había cargado en el teléfono varias de las fotos que le había hecho a ella. Algunas no las había visto. Mientras las miraba, Gabriel dejó de leer y se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Avergonzado, trató de arrebatarle el teléfono, pero Julia lo agarró con más fuerza y se echó a reír.
Él, que no quería ofrecer un espectáculo al resto de los pasajeros, se acercó y le susurró al oído que la besaría hasta hacerle perder el conocimiento si no se lo devolvía.
Ella se rindió. Devolviéndole el iPhone, se acurrucó contra su costado. Olvidándose de su lectura técnica, Gabriel sacó una novela de su maletín.
—¿Qué es? —La suave voz de Julia lo arrancó de la lectura pasados unos momentos.
Él le mostró la cubierta. Era El fin de la aventura, de Graham Greene.
—¿Es bueno?
—Acabo de empezarlo, pero es un autor de prestigio. Escribió el guión de El tercer hombre, una de mis películas favoritas.
—El título es deprimente.
—No es lo que parece. —Gabriel se removió inquieto en su asiento—. O sí, pero no. Habla de la fe, de Dios, de la lujuria... Te lo dejaré cuando lo acabe. —Con una sonrisa sugerente, se acercó para susurrarle al oído—: O tal vez te lo lea en voz alta cuando estemos juntos en la cama.
Julia se ruborizó un poco, pero le devolvió la sonrisa.
—Me encantaría.
Él le dio un beso en la frente. Ella se acomodó un poco más y se relajó. De vez en cuando, Gabriel dejaba de leer y la contemplaba por encima de las gafas.
Le costaba expresar en palabras cómo se sentía cuando tenía a Julia a su lado. Lo satisfecho que estaba cada vez que ella lo tocaba o que compartían el placer de la música, de la literatura, la comida o el vino. Le inspiraba emociones y deseos tan extraños como el de querer leerle en voz alta, compartir cama castamente, llenarla de regalos sencillos o lujosamente decadentes, protegerla de todo mal o asegurarse de que no pasara ni un solo día sin sonreír.
«Tal vez la felicidad sea esto —pensó, intrigado—. Tal vez esto era lo que tenían Grace y Richard.»
«La amas.»
Gabriel se sobresaltó.
«¿De dónde ha salido esa voz? ¿Quién ha dicho eso?»
Miró a su alrededor, pero el resto de los pasajeros de primera clase estaban ocupados en sus cosas o durmiendo. Nadie prestaba atención al inquieto viajero ni a la belleza que dormitaba a su lado.
«Es demasiado pronto. No es posible que la ame todavía», le dijo a la voz, fuera quien fuese y volvió a sumergirse en la lectura con desasosiego.
Al llegar a Filadelfia, fueron al garaje del aeropuerto a buscar el Jeep Grand Cherokee que Gabriel había alquilado.
—¿En qué hotel estamos?
—En el Four Seasons. ¿Lo conoces?
—Sé dónde está, pero nunca me he alojado allí.
—Es muy agradable. Te gustará.
Lo que Gabriel se olvidó de mencionar fue que había reservado una suite con vistas panorámicas al Logan Circle, la famosa plaza del centro de Filadelfia. También se olvidó de decirle que la habitación tenía un precioso baño de mármol con una exquisita bañera. Julia se fijó en ella antes que en las vistas. Tampoco se perdió detalle de la impresionante cesta de frutas con la que el director del hotel obsequiaba a sus mejores clientes.
—Gabriel —dijo, casi casi sin aliento—, es preciosa. Me encantaría tomar un baño de espuma, pero...
Él sonrió y, cogiéndola del brazo, la acompañó al cuarto de baño.
—Puedes meterte en la bañera tranquilamente. No irrumpiré en tu intimidad y me comportaré como un perfecto caballero. —Con un brillo travieso en los ojos, añadió—: A menos que quieras que te frote la espalda. En ese caso, tendrás que taparme antes los ojos.
Julia se echó a reír.
—Podríamos usar una de tus pajaritas —propuso, susurrando.
Ante la expresión sorprendida de Gabriel, se echó a reír con más ganas. Le estaba tomando el pelo.
«¡Descarada!»
Al verla sacar de la maleta el albornoz lila y las zapatillas a juego, se dio cuenta de que permanecer en la habitación mientras ella se daba un baño iba a ser una tortura. Se sentiría como el rey David tentado por Betsabé así que, murmurando una excusa sobre ir a buscar un periódico, bajó al bar. No le pareció prudente sentarse a la
barra, llena de mujeres de aspecto depredador y optó por tomarse una copa de vino y un sándwich en un rincón tranquilo. Consiguió un ejemplar del Philadelphia Inquirer y pasó la hora siguiente ahuyentando a las susodichas mujeres y tratando de no pensar en el precioso cuerpo de la Betsabé que estaba en su bañera.
Cuando al fin regresó, la habitación entera olía a vainilla. Julia estaba enroscada como un gatito en la cama. El pecho le subía y bajaba rítmicamente y tenía el pelo, largo y oscuro, extendido sobre el edredón color verde salvia. Llevaba puesto el albornoz y las zapatillas de tacón.
Gabriel la observó dormir unos instantes, sintiendo una gran emoción. Mientras trataba de calmar sus sentimientos, se dio cuenta de que si su relación no avanzaba no era sólo por culpa de las normas de la universidad. Él también tenía buena parte de culpa o, para ser más precisos, sus secretos.
Y luego estaban los de ella.
Había decidido no hacer el amor con Julia hasta contárselo todo. Aunque la idea era casi insoportable, sabía que debería esperar también a que ella se sintiera lo bastante cómoda como para explicarle lo que callaba. Eso implicaba esperar a que se sintiera lo bastante segura y fuerte como para confesarle lo que había pasado con Simon. Si no lo hacían así, nunca llegaría a conocerla del todo. Sólo tendría acceso a una parte. Y tenían que conocerse el uno al otro completamente.
Para él era importante no violar las normas de la universidad de manera literal, aunque en espíritu las estaban violando diariamente. Y para acabar de complicar las cosas, aunque tenía muchas ganas de avanzar en su relación, las amenazas de Simon habían sido como un jarro de agua fría para ambos.
Estaba seguro de que a Julia no le habría importado mantener contacto manual o incluso oral antes de que acabara el semestre. A él, desde luego, le habría servido para mantener a raya su deseo, aunque fuera temporalmente. Pero después de que su ex novio la hubiera amenazado con las cintas de vídeo que tenía en su poder, que mostraban sus contactos sexuales, sabía que no había la menor posibilidad de que ella aceptara repetir algo así. Estaba decidido a tratarla con respeto y delicadeza, y a no presionarla para hacer nada para obtener gratificación sexual momentánea. Gabriel necesitaba intimidad con ella, no sólo contacto sexual. Dadas las previas vivencias de Julia en esos temas, no iba a permitir que su primera
experiencia juntos fuera otra cosa que una relación sexual plena.
Era consciente de que, al tomar esa decisión, igual que la anterior de no hacer el amor con ella hasta no revelarle todos sus secretos, las posibilidades de acabar haciendo el amor con Julia disminuían. Pero Gabriel quería más con ella, no menos. Nunca podría conformarse con unos toqueteos en la oscuridad como los que le había robado su ex.
Julianne se merecía un hombre que estuviera dispuesto a dárselo todo con ternura y paciencia, un hombre concentrado en la unión, no en sus propios deseos. Se merecía ser adorada, incluso venerada, especialmente la primera vez. Que le partiera un rayo si le daba menos de lo que merecía.
Gabriel suspiró y miró la hora. Eran casi las dos de la madrugada. Los dos necesitaban descansar. Le quitó las zapatillas y, levantándola en brazos, trató de apartar el edredón sin despertarla. El albornoz se abrió, dejando al descubierto su elegante cuello, la clavícula y uno de sus pechos. Era perfecto. El pezón rosado contrastaba contra su pálida piel. Tan delicado... Tan redondo...
No precisamente lo que necesitaba ver en ese momento.
Luchó por colocarla debajo del edredón sin dejar más partes de su cuerpo al descubierto. Luego, con suaves tironcitos le cerró el albornoz, resistiendo la tentación de sujetar suavemente el pezón entre los dedos. O entre sus labios. Nunca olvidaría esa imagen. Julianne vestida era espectacular, pero desnuda era como una Venus de Botticelli.
Se dirigió a la ventana para contemplar el Logan Circle y rebuscó en la cesta de frutas. Tras servirse un vaso de Perrier, se comió una manzana. Cuando se convenció de que podría controlarse, se puso el pantalón del pijama y una camiseta y, silenciosamente, se metió en la cama.
Al notar el movimiento, Julia suspiró y se volvió hacia él. El insignificante gesto hizo que el corazón se le hinchara en el pecho. Incluso en sueños lo reconocía y lo deseaba. La abrazó, envuelta en el edredón, y le dio un beso de buenas noches.
Mientras se dormía, dio las gracias porque el fin del semestre estuviera tan cercano.
Cuando llegaron a Selinsgrove, la tarde siguiente, fueron directamente a casa de Richard. En cuanto aparcaron, Julia llamó a su padre desde el coche.
—¡Jules! Bienvenida a casa. ¿Habéis tenido un buen vuelo?
—Muy bueno. Hemos tenido que salir muy temprano, pero ha valido la pena.
Tom soltó el aire con fuerza.
—Por cierto, quería comentarte una cosa. Ya le he dicho a Richard que no podré cenar con vosotros. Deb se enfadó un poco cuando le dije que no iría a su casa por Acción de Gracias, así que finalmente le dije que cenaría con ella y los niños. Rachel sugirió que te quedaras con ellos para que no estés sola esta noche.
—Oh. —Julia miró a Gabriel con sentimientos encontrados.
—Deb dice que estaría encantada de que fueras a cenar.
—No insistas.
Su padre suspiró.
—Entonces, ¿qué te parece si nos encontramos en el restaurante Kinfolks mañana por la mañana y desayunamos juntos?
Julia se mordió las uñas, preguntándose por qué siempre ocupaba un segundo o un tercer lugar en la vida de su padre.
—De acuerdo. Le pediré a Rachel que me lleve. ¿A las nueve?
—Perfecto. Ah y, Jules, dales recuerdos a Richard y a Aaron. Y mantente alejada de Gabriel.
Ella se ruborizó intensamente.
—Adiós, papá.
Colgó el teléfono y, mirando a Gabriel, preguntó:
—Has oído eso, ¿no?
—Sí. —Cogiéndole una mano entre las suyas, le acarició la palma con el pulgar—. Pronto sabrán que estamos aquí. ¿Cómo reaccionó Tom cuando le contaste lo de Simon?
Julia bajó la vista hacia sus manos unidas.
—¿Julianne?
—Lo siento. Sí, me dijo que no volvería a darle mi número.
—¿Le mencionaste lo del vídeo? —preguntó él, muy serio.
—No. Y no pienso hacerlo.
—Es tu padre, Julianne. ¿No debería saber lo que está pasando para que pueda protegerte?
Encogiéndose de hombros, ella miró por la ventana.
—¿Qué podría hacer? Es mi palabra contra la suya.
Gabriel dejó de acariciarla en seco.
—¿Fue eso lo que dijo tu padre?
—No exactamente.
—¿No se lo tomó en serio?
—Simon lo tiene engañado, igual que tiene engañados a todos los demás. Papá cree que es un malentendido.
—¿Y por qué demonios cree eso? Eres su hija, por el amor de Dios.
—A él, Simon le gustaba mucho. Y no sabe lo que pasó entre nosotros.
—¿Por qué no se lo contaste?
Julia se volvió hacia él con una mirada desesperada.
—Porque no quiero que lo sepa. No me creería. Ya perdí a mi madre. No quiero perder también a mi padre.
—Julia, ¿cómo iba a abandonarte tu padre por romper con tu novio?
—Lleva toda la vida observándome para ver si acabo como mi madre. No quiero que me vea así. Es la única familia que me queda.
Cerrando los ojos, Gabriel apoyó la cabeza en el asiento.
—Si ese chico te obligó a hacer cosas contra tu voluntad, si te atacó o si abusó de ti, tienes que contárselo a tu padre. Él tiene que saberlo.
—Demasiado tarde.
Gabriel abrió los ojos y, volviéndose hacia ella, le sujetó la cara entre las manos.
—Julia, escúchame bien. Algún día vas a tener que contárselo a alguien.
Ella parpadeó para no llorar.
—Lo sé.
—Me gustaría ser la persona a la que se lo explicaras.
Julia asintió, pero no le prometió nada.
Inclinándose, Gabriel le dio un casto beso en los labios.
—Vamos. Nos estarán esperando.
Al cruzar el umbral, ella se sintió... rara. Los muebles seguían en el mismo sitio de siempre y la decoración no había cambiado, excepto por la ausencia de flores frescas, que Grace siempre colocaba en un gran jarrón, en una mesita a la entrada. Pero ahora, sólo entrar y mirar a su alrededor, se dio cuenta de que la casa estaba vacía, fría y solitaria, a pesar de estar llena de gente. Grace había sido el corazón de aquella familia y todo el mundo notaba su ausencia.
Julia se estremeció. Instintivamente, Gabriel le puso la mano en la parte baja de la espalda —una suave presión, un calor tranquilizador— hasta que el escalofrío desapareció. Ni siquiera se habían mirado. Cuando él apartó la mano, ella sintió su ausencia. Se
preguntó qué significaría todo aquello.
—¡Julia! —Rachel salió corriendo de la cocina—. Me alegro tanto de que estés aquí...
Cuando las dos amigas acabaron de abrazarse, Rachel hizo lo propio con Gabriel. Scott, Aaron y Richard se levantaron de su silla para saludar a los recién llegados.
Julia empezó a decirle a Richard lo mucho que sentía no haber podido asistir al funeral, pero Rachel la interrumpió:
—Vamos, quítate el chaquetón. Estoy preparando unos Flirtinis. Gabriel, sírvete lo que quieras. Hay cerveza en la nevera.
Julia murmuró algo que Gabriel no entendió y las dos desaparecieron en la cocina, dejando a los hombres ocupados con el partido de fútbol americano.
—Espero que Gabriel haya sido educado durante el viaje —dijo Rachel, vertiendo los ingredientes en la licorera.
—Muy educado. Me alegro de que se ofreciera a traerme, o habría tenido que hacer autostop. Al final, papá ha decidido pasar la noche con Deb y sus hijos. Me temo que voy a tener que dormir aquí.
Puso los ojos en blanco, todavía decepcionada porque su padre hubiera elegido a su novia en vez de a ella.
Rachel le dio ánimos con una sonrisa y se alcanzó un Flirtini.
—Necesitas una copa. Puedes quedarte todo el fin de semana si quieres. ¿Quién desea estar sola en casa pudiendo estar aquí, bebiendo cócteles?
Julia se echó a reír y dio un sorbo a la bebida con demasiado entusiasmo. Las amigas se pusieron al día de las novedades. Cuando iban ya por la segunda ronda de Flirtinis y la conversación había empezado a subir de tono, el partido acabó, liberando a los hombres de la gran pantalla plana de plasma que dominaba el salón. Grace la había condenado al sótano, pero tras su muerte, Richard la había indultado.
Se reunieron con las dos jóvenes en la cocina, pasándose aperitivos y botellas de cerveza y ofreciéndole a Rachel consejos no deseados para la cocción del pavo orgánico criado en granja.
—Lleva demasiado tiempo en el horno. Estará más seco que el pavo que sale en la película ¡Socorro! Ya es Navidad. —Scott le guiñó un ojo a Julia a espaldas de su hermana.
—Scott, o paras o te trincharé a ti en vez de al pavo. —Rachel abrió la puerta del horno y empezó a rociar la carne con salsa ansiosamente, sin dejar de controlar el termómetro.
—Tiene un aspecto estupendo, cariño —observó Aaron, dándole un beso en la mejilla y aprovechando la distracción para arrebatarle el cucharón que ella estaba usando para bañar el pavo con su salsa. Temía que Rachel lo usara para atacar con él a su hermano.
Scott era el mayor de los hijos biológicos de Grace y Richard. Tenía cinco años más que Rachel. Era divertido, despreocupado y, a menudo, grosero. Era un par de centímetros más alto que Gabriel y un poco más fuerte. Igual que Rachel, había sacado el pelo y los ojos de su padre. Y, al igual que éste, tenía un gran corazón, excepto en lo que a su hermano adoptivo se refería.
—Julia, me alegro mucho de volver a verte —dijo Richard, sentándose a su lado en un taburete—. Rachel me ha contado que te va muy bien en la universidad.
Ella sonrió. Richard era un hombre guapo, con una belleza clásica. Tenía el pelo claro, que empezaba a llenársele de canas, y una mirada amable. Era profesor de biología en la Universidad de Susquehanna, especializado en anatomía humana y, más concretamente, en el cerebro y las neuronas. A pesar de su encanto y su inteligencia, a menudo era el último en participar en una conversación. Su carácter callado se había complementado perfectamente con el extrovertido de Grace. Sin ella, parecía... a la deriva. Julia sintió su soledad, que también era visible en las arrugas que le habían aparecido alrededor de los ojos. Estaba claramente más viejo y más delgado.
—Y yo me alegro de estar aquí, Richard. Siento no haber podido venir en setiembre. —Él la tranquilizó con unas palmaditas en la mano—. Sí, las clases me van muy bien. Estoy muy contenta.
Trató de no removerse en el asiento, especialmente al notar un par de ojos azules clavados en ella.
—Gabriel me dijo que estabas en su clase.
—Es verdad, ¿qué tal? —preguntó Scott—. ¿Entiendes algo de lo que dice o necesitas intérprete?
Aunque Julia sabía que Scott estaba bromeando, vio de reojo que Gabriel hacía una mueca.
—Es mi clase favorita —respondió suavemente—. El seminario del profesor Emerson tiene fama de ser el mejor en su especialidad. En octubre dio una conferencia a la que asistieron más de cien personas. Su fotografía salió en el periódico de la universidad.
Rachel alzó las cejas y miró alternativamente a Julia y Gabriel.
—El profesor Emerson, ¿eh? Caramba, Gabe. ¿Te pone que te
llamen así? ¿Tus mujeres también te llaman así en la cama? —preguntó Scott, riéndose a carcajadas.
—En primer lugar, no tengo mujeres. Y no, la maravillosa dama con la que estoy saliendo no me llama así —respondió Gabriel en tono frío y hostil, mientras se marchaba de la cocina.
—Scott, te he dicho que te comportaras —lo reprendió su padre en voz baja.
—Estaba bromeando. Siempre se lo toma todo tan a pecho... Necesita relajarse un poco. Además, siempre ha sido un mujeriego. No entiendo por qué se ha molestado.
—Parece que ahora tiene novia. Esperemos que lo haga feliz —intervino Aaron, sorprendentemente comprensivo.
La expresión de Richard era difícil de interpretar.
—A ver. Esto ya va a ser bastante duro sin necesidad de toda esta mierda pasivo-agresiva —dijo Rachel levantando la voz y mirando a su hermano con los brazos en jarras—. Perdón por el lenguaje, papá.
—¿Por qué siempre tiene que ser el centro de todo? La última vez que conté, éramos cuatro en esta casa. —Scott ya no estaba bromeando.
—Porque está tratando de mejorar, que es más de lo que puede decirse de ti. Y ahora, ven aquí, escurre esas patatas y empieza a machacarlas para hacer el puré mientras Aaron saca el pavo del horno. Julia, ¿puedes ir a buscar a Gabriel, por favor? Me gustaría que subiera un par de botellas de vino de la bodega.
—Puedo hacerlo yo —se ofreció Richard—. Tal vez deberíamos darle un momento.
—Ya ha tenido un momento. Si Scott promete comportarse, no habrá más problemas. —Fulminó a su hermano con la mirada hasta que él asintió—. Además, papá, necesito que tú trinches el pavo. ¿Julia?
Rachel le hizo un gesto con la cabeza y ella asintió, saliendo de la cocina. Tras subir rápidamente la escalera, recorrió el pasillo hasta la puerta entreabierta de la antigua habitación de Gabriel. Llamó con suavidad.
—Adelante. —Sonaba enfadado.
La habitación estaba igual que cuando tenía diecisiete años. Lo único que faltaba eran los carteles de grupos musicales y las fotos de mujeres ligeras de ropa. Una gran cama ocupaba el centro de la estancia, frente a una ventana que mostraba una vista panorámica del
bosque de detrás de la casa. En una de las paredes había un gran armario ropero antiguo. En la de enfrente, tres estanterías y un equipo de música. Las cortinas y la ropa de cama eran de color azul oscuro, igual que la alfombra.
Gabriel estaba deshaciendo el equipaje, colocando la ropa metódicamente encima de la cama. Al verla, se incorporó y sonrió.
—¿Ves por qué prefiero alojarme en un hotel?
—Lo siento, Gabriel. Debería haber hecho algo. O haber dicho algo.
—No. Tienes que hacer lo que suelo hacer yo. Aceptar las bromas y callar. —Soltando lo que tenía en las manos, se acercó a ella rápidamente y la abrazó—. Me alegro de que estemos llevando nuestra relación en secreto. Scott no tiene muy buena opinión de mí y tu reputación saldría perjudicada por asociación.
—No me importa que me critique.
Él sonrió y le acarició la mejilla.
—A mí sí me importa. Me importa mucho. —Se aclaró la garganta—. Esta noche, cuando todos se hayan acostado, me gustaría que fuésemos a dar un paseo.
—Me encantaría.
—Al menos, así tendré algo agradable que esperar.
Gabriel la abrazó apasionadamente. Su lengua se coló en su boca mientras las manos se le iban a su culo, que le apretó sin ninguna vergüenza.
Julia se permitió olvidarse de dónde estaba durante unos instantes, pero luego lo apartó de un empujón.
—No... No podemos.
Los ojos de Gabriel tenían un brillo salvaje.
—Pero te necesito... —Agarrándola con fuerza, le hundió las manos en el pelo—. Te necesito, Julianne. Ahora.
Las entrañas de ella se licuaron al oír la desesperación en sus palabras. Gabriel le besó el cuello, abriéndole el cuello de la blusa con la boca y mordisqueándole la clavícula. Cerrando la puerta de la habitación con el pie, le desabrochó dos botones, apartando la tela para dejar al descubierto la piel de encima del sujetador. Luego la levantó y la apoyó contra la puerta, rodeándose la cintura con sus piernas. Al notar el contacto directo entre ellos, Julia ahogó un grito.
Gabriel le acarició el pecho con los labios, hundiendo la punta de la lengua bajo el sujetador rosa palo. Ella echó la cabeza hacia atrás y gruñó, buscando la cabeza de él a ciegas, enlazando las manos en su
pelo, animándolo a seguir. Gabriel respondió resiguiendo la línea del sujetador con un dedo, mientras con la otra mano seguía sujetándola por debajo del muslo.
Julia abrió los ojos de repente al notar que le estaba sujetando el pecho en la palma de la mano y que su boca le succionaba la base del cuello. En contra de su voluntad, le apartó la mano y se movió para que le soltara el cuello.
—Gabriel, lo siento. No podemos —dijo, colocándose bien el sujetador. Se movió de un lado a otro, pero él no la soltó. Lo que vio en sus ojos la hizo ruborizar—. Sé que estás disgustado y me gustaría consolarte, pero nos están esperando abajo. Rachel quiere que elijas el vino para la cena.
Gabriel la miró de otra manera y la depositó en el suelo con suavidad. Ella se abrochó la blusa rápidamente y se puso bien los pantalones.
—Tienes una opinión demasiado buena de mí.
Julia recorrió el borde de la alfombra con la punta del botín.
—Lo dudo.
—Lo que acabo de hacer no ha sido agradable ni apropiado. Lo siento mucho.
Con un dedo, le acarició la mancha roja que había aparecido en el lugar donde la había succionado, antes de abrocharle la blusa hasta arriba. Ahora parecía una amish.
Julia le miró los ojos, oscuros y preocupados.
—Gabriel, estás cansado del viaje y esta reunión no resulta fácil. Sé que no ibas en serio. Te sientes mejor cuando me tocas y, francamente, a mí me pasa lo mismo —confesó, mirando al suelo.
—Ven aquí —susurró él, envolviéndola en un cálido abrazo—. Te equivocas en una cosa. Iba muy en serio. Por supuesto que me siento mejor cuando te toco, pero eso no es excusa. Siento haberte asaltado de esta manera. He perdido la cabeza.
Parecía asqueado de sí mismo.
—No me has hecho daño.
Él sonrió y le dio un beso en la frente.
—Me esforzaré para ser digno de ti. Si no estuvieras aquí, ya me habría marchado.
—No, no lo habrías hecho. Richard te necesita. Y tú no lo abandonarías en la adversidad.
Una sombra cruzó el rostro de Gabriel. Con un último beso, más de amigo que de amante, se volvió hacia la maleta.
Julia salió de la habitación y bajó la escalera, preguntándose qué pasaría durante la cena. Se detuvo en el descansillo a mirarse en el espejo, esperando que no se notara que acababa de pasar unos momentos furtivos de intimidad con su profesor.


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