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El infierno de Gabriel - Cap.25 y 26

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Rachel se había encargado de distribuir a los invitados en la mesa. Ella ocupó el lugar de Grace, para estar más cerca de la cocina, y Richard se sentó a la cabecera; como siempre. Scott y Aaron estaban sentados en un lado y Julia y Gabriel en el otro. Aunque de vez en cuando ella notaba los ojos de Gabriel mirándola, para su decepción, éste no hizo ningún intento de tocarla por debajo de la mesa.
A Rachel no se le pasó por alto la nueva imagen amish de su amiga. Miró a Gabriel alzando una ceja, pero éste ignoró a su hermana y se concentró en la servilleta de hilo.
Antes de empezar a comer, Richard les pidió que se dieran las manos para bendecir la mesa. Al darle la mano a Gabriel, a Julia le pasó la corriente e, instintivamente, se soltó. Los ojos de halcón de Rachel tampoco se perdieron detalle esta vez, pero no dijo nada, sobre todo porque Julia volvió a darle la mano a Gabriel en seguida.
—Padre, te damos gracias por este día y por los muchos dones que hemos recibido. Gracias por nuestro país, nuestro hogar y la comida que vamos a tomar. Gracias por mi hermosa familia y por poder estar juntos; por mi preciosa esposa, el amor de mi vida...
Seis pares de ojos se abrieron al unísono. Cinco de ellos se volvieron hacia la cabecera de la mesa. Un par de ojos grises se cerraron y una mano los cubrió.
Había sido un lapsus. Las palabras se le habían escapado sin pensar, después de tantos años de repetirlas. Pero el efecto fue inmediato y dramático. Los hombros de Richard empezaron a temblar.
—Oh, Dios mío —murmuró Julia.
Rachel salió disparada a abrazar y consolar a su padre, intentando contener las lágrimas. Aaron acabó la plegaria por Richard como si no hubiera pasado nada. Cuando dijeron «Amén», casi todos se secaron alguna lágrima. Empezaron a pasarse el pavo, las verduras y el puré de patatas de Scott.
Excepto Gabriel, que permaneció inmóvil, con los puños apretados a los costados, mientras era testigo de las lágrimas de su padre adoptivo. Por debajo de la mesa, Julia le buscó la rodilla con la mano. Al ver que no protestaba ni hacía muecas, la dejó allí. Al cabo de un rato, él le tomó la mano y le dio un apretón.
Julia notó que el cuerpo de Gabriel se relajaba antes de soltarla. Durante el resto de la cena, él mantuvo el pie enlazado con el de ella, en secreto.
Mientras disfrutaban de una tarta de calabaza comprada en la tienda, Richard le contó a Julia que en enero se trasladaría a Filadelfia para iniciar una nueva vida. Iba a trabajar como investigador en el Centro de Neurociencia del hospital de la Universidad de Temple.
—¿Has vendido la casa?
Richard desvió la vista hacia Gabriel antes de volver a mirar a Julia.
—Sí, he comprado un piso cerca de Rachel y Aaron. En Filadelfia podré centrarme en la investigación y no tendré que dar clases. Creo que aún no ha llegado el momento de retirarme, pero sí me apetece mucho cambiar de actividad.
Julia se entristeció al pensar que la casa iba a pasar a otras manos, pero en voz alta apoyó la decisión de Richard.
«Por eso Gabriel quiere ir a pasear esta noche por el huerto.»
—Bueno, Gabriel, ¿por qué no le cuentas a todo el mundo lo de tu viaje a Italia? —Richard le dirigió una sonrisa orgullosa a su hijo adoptivo.
Varias cosas pasaron a la vez. Rachel y Aaron se volvieron hacia Julia, que siguió comiendo la tarta de calabaza como si no pasara nada, tratando de que no se le notara que se había quedado de piedra. Gabriel le buscó la mano por debajo de la mesa mientras apretaba tanto los dientes que a ella le pareció oírlos.
—¿Te vas a Italia? —preguntó Scott—. Ojalá yo también tuviera un fondo de inversiones que me permitiera irme de viaje. Me encantaría ir a Italia —añadió, guiñándole un ojo a Julia.
Richard miró a Gabriel expectante, y Julia vio que éste luchaba para disimular el enfado que sentía antes de responder:
—Me han invitado a dar una conferencia en la Galería de los Uffizi, en Florencia —respondió con sequedad.
—¿Cuándo irás?
—A principios de diciembre.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —preguntó Aaron.
—Una semana o dos. Tal vez algo más. Los organizadores han planeado varios actos y pensaba aprovechar para investigar algunos temas para mi segundo libro mientras estoy allí. Pero ya veremos.
Apretó la mano de Julia por debajo de la mesa. Ella había perdido la fuerza y tenía la mano como muerta. Permanecía con la
vista clavada en la tarta de calabaza, masticando despacio. Nadie se había dado cuenta de que tenía los ojos húmedos. No se atrevía a mirar a Gabriel.
Después de cenar, todos colaboraron recogiendo la mesa y lavando platos. Gabriel trató de hablar con Julia a solas, pero los interrumpían constantemente. Por fin, se rindió y acompañó a Richard al porche mientras el resto de la familia se apilaba en los sofás del salón para escuchar música mala de los años ochenta.
La elección había sido de Scott, que se puso a bailar cuando empezó a sonar Tainted Love, de Soft Cell, entre las burlas de Rachel y de Julia.
Aaron no entendía la fascinación que tanta gente sentía por la música de los ochenta, ni le veía la gracia a la manera de bailar ecléctica de Scott, pero le dedicó una sonrisa educada mientras bebía cerveza.
Cuando empezó a sonar Don’t You Forget About Me, Julia supo que había llegado la hora de ir a buscar una segunda copa. Una vez en la cocina, se encontró mirando por la ventana a Gabriel y a Richard, que estaban sentados en sillas Adirondack, con los abrigos puestos.
—Hola, Julia —la saludó Aaron, abriendo la nevera y sacando otra cerveza—. ¿Una Corona?
—Gracias. —Julia la aceptó, francamente agradecida.
—¿Lima? —Aaron señaló un cuenco con trozos de lima en la encimera.
Al verla intentar introducir el trozo de lima en la estrecha abertura de la botella, se apiadó de ella.
—¿Quieres que lo haga yo?
—Por favor.
Aaron era un especialista en cervezas Corona. Metió la lima dentro del botellín y, cerrando la abertura con el pulgar, lo puso boca abajo, enviando la fruta al fondo. Luego le dio la vuelta y dejó escapar el aire comprimido muy lentamente. Con una mirada de satisfacción, se lo devolvió.
—Así es como se hace —le dijo sonriendo.
Ella dio un trago y le devolvió la sonrisa. Tenía razón. La cerveza estaba muy buena.
—Eres un buen hombre, Aaron. —Julia se sorprendió al darse cuenta de que lo había dicho en voz alta.
Él se ruborizó, pero no dejó de sonreír.
—¿Cómo estás?
Julia se encogió de hombros.
—Bien. Tengo mucho trabajo, pero no se me da mal. Voy a presentar solicitudes a varias universidades para hacer varios cursos de doctorado el año que viene. Espero que me admitan en alguna.
Aaron asintió y le dirigió una mirada seria pero comprensiva.
—Rachel me contó que Simon te había llamado. No quiero disgustarte, pero estamos preocupados por ti. ¿De verdad estás bien?
Julia parpadeó al darse cuenta de lo que Aaron le estaba diciendo. Gabriel debía de haberle contado a Rachel la llamada de Simon.
—Me asusté. A pesar de estar tan lejos, logró localizarme. Y no le gustó lo que le dije.
Él le dio unas palmaditas en el brazo.
—Ahora estás aquí. Formamos una familia y nos protegemos entre nosotros. Si se atreve a aparecer por aquí, me encargaré de darle su merecido. No sabes las ganas que tengo de darle una paliza. Qué mejor manera de liberar tensiones que darle su merecido a alguien como él.
Sonrió y bebió un nuevo sorbo.
Julia asintió, pero no le devolvió la sonrisa.
—¿Qué pasa con la boda? Rachel me dijo que ya teníais fecha, pero cuando se lo he preguntado esta noche se ha cerrado como una ostra y no me dicho nada.
Aaron negó con la cabeza.
—No se lo digas a nadie. Habíamos pensado casarnos en julio. Pero esta noche, al ver a su padre romperse al bendecir la mesa, me ha dicho que no era un buen momento para anunciarlo. Así que volvemos a estar donde estábamos. Comprometidos, pero sin fecha.
Bajó la cabeza y se secó la comisura de un ojo.
Julia sintió lástima por él.
—Rachel te quiere y se casará contigo, pero quiere tener una boda feliz, rodeada de una familia feliz. Lo logrará, aunque tengáis que esperar un poco.
—¿Y yo? ¿No le importa que yo sea feliz? —murmuró y la mirada se le endureció momentáneamente. En seguida suspiró y negó con la cabeza—. No era eso lo que quería decir. La amo desde hace años. Yo no quería que nos fuéramos a vivir juntos. Quería que nos casáramos antes de entrar en la universidad. Pero ella siempre quiere esperar. Tanta espera me está matando, Jules.
—Para algunas personas, el matrimonio sólo es un trozo de papel. Rachel tiene suerte de que tú pienses de otra manera.
—No es sólo un trozo de papel. Quiero estar junto a ella y prometerle mi amor frente a Dios y todos nuestros amigos. Quiero que sea mía, pero no como ni novia, sino como mi mujer. Quiero lo que Richard y Grace tenían, pero algunos días me pregunto si será posible.
Julia le rodeó el hombro con un brazo y lo abrazó con timidez.
—Ya verás como sí. Ten fe. En cuanto Richard se mude a Filadelfia y empiece una nueva vida, Rachel se dará cuenta de que tenéis derecho a ser felices. Estar en esta casa sin Grace es muy duro para todos. Está tan vacía sin ella...
Aaron asintió y vació el resto del botellín.
—Scott ha puesto una lenta. Rachel querrá bailar. Si me disculpas... —Desapareció en el salón, dejando a Julia con una cerveza perfecta y unos pensamientos imperfectos.
Mientras tanto, Richard y Gabriel estaban disfrutando de los regalos de éste: puros habanos que había traído de contrabando de Canadá y una botella del whisky escocés favorito de Richard, The Glenrothes.
—Grace nunca nos habría permitido hacer esto dentro de casa —reflexionó Richard, soltando anillos de humo hacia el cielo oscuro y aterciopelado de noviembre.
—No creo que a nadie le importara ahora.
Richard le dedicó una sonrisa triste.
—A mí me importaría. Por ella. Gracias, por cierto. Creo que son los mejores que he probado.
—De nada.
Tras brindar y desearse salud, volvieron a guardar silencio mientras contemplaban el bosque de detrás de la casa y las delicadas estrellas.
—Julia tiene buen aspecto. ¿Os veis a menudo?
Gabriel echó la ceniza en el cenicero que había entre los dos.
—Está en mi clase.
—Ha crecido. Y parece una persona mucho más segura. —Richard aspiró el humo del puro, pensativo—. Tu universidad le sienta bien.
Gabriel se encogió de hombros.
—Grace la quería mucho —continuó el hombre y miró de reojo a su hijo adoptivo, que no reaccionó de ninguna manera—. Antes de que
me mude, tendríamos que celebrar una reunión familiar para hablar sobre los muebles y otras cosas. Sé que será incómodo para todos, pero creo que sería mejor hacerlo ahora que en Navidad. Vendrás en Navidad, ¿verdad?
—Sí, pero aún no sé la fecha exacta. Y por lo que respecta a los muebles, Rachel y Scott pueden quedárselo todo.
Richard apretó los labios.
—Tú también formas parte de esta familia. ¿No hay nada que te apetezca conservar? ¿Ni siquiera el armario que Grace heredó de su abuela? Siempre ha estado en tu habitación.
Él se lo quedó mirando antes de responder:
—Pensaba que te lo llevarías todo.
—No, no hay sitio en el piso. Hay algunas cosas de las que no puedo desprenderme, pero el resto... —Suspiró—. Francamente, para mí lo más importante es esto. —Levantó la mano y le enseñó el anillo de boda.
A Gabriel le sorprendió que lo siguiera llevando, pero sólo por un momento. Algo le dijo que Richard lo seguiría llevando el resto de su vida.
—Grace quería que os repartierais las joyas. Rachel se ocupó ayer. Hay un par de piezas para ti en el tocador de nuestra habitación.
—¿A Rachel no le importa?
—Claro que no. Respeta la decisión de Grace, igual que Scott. De hecho, también hay algo para Julia, si no te importa.
Gabriel se frotó los ojos.
—No, claro que no me importa. ¿En qué habéis pensado?
—Grace tenía dos collares de perlas. Uno se lo compré yo, pero el otro se lo regalaron sus padres o se lo compró ella cuando era joven, no estoy seguro. Ése es el que quieren regalarle a Julia.
—Perfecto.
—Bien. Por favor, habla con Rachel del asunto antes de irte. Hay algunas cosas que seguro que querrás llevarte.
Gabriel asintió incómodo, sin apartar la vista del habano.
—Grace te quería. Para ella no había favoritos, pero siempre supo que tú eras... especial. Estaba convencida de que Dios te había llevado hasta ella y deseaba fervientemente que fueras feliz.
Gabriel asintió.
—Lo sé.
—En realidad, lo que quería era que conocieras a una buena chica, sentaras la cabeza, tuvieras hijos y, luego, fueras feliz.
—Eso no pasará nunca, Richard.
—Eso nunca se sabe. —Alargando una mano, le dio un cariñoso apretón en el antebrazo—. Grace nunca se rindió. No te rindas tú. Sabes que ella te amaba y que ahora mismo debe de estar encendiendo velas y rezando por ti. Sólo que un poco más cerca de la fuente original.
Por un instante, sus ojos se encontraron. Por un instante, tanto los de color zafiro como los de color gris se humedecieron.
«Reza también por mí, Grace. ¿Cómo voy a vivir sin ti?», pensó Richard.
Los dos hombres siguieron lanzando anillos de humo por el porche, saboreando en silencio el whisky y los recuerdos.
Cuando decidieron que era hora de acostarse, todos subieron la escalera por parejas, como los animales del arca.
Gabriel agarró ligeramente a Julia, para que fueran los últimos en subir. Cuando todos hubieron desaparecido en sus respectivas habitaciones, se plantó frente a su puerta, observándola a ella con voracidad. Julia, nerviosa de repente, no podía dejar de mirarse los pies.
Acercándose, Gabriel le desabrochó un botón de la blusa y le acarició la marca que le había dejado hacía un rato.
—Lo siento —dijo.
Julia mantuvo la cabeza baja.
—Julianne, mírame —le pidió preocupado, alzándole la barbilla con un dedo—. No pretendía marcarte. Sé que no me perteneces, pero aunque fueras mía, encontraría una manera de demostrárselo al mundo que no fuera dejando tu preciosa piel de color rojo o morado.
Los ojos de ella se llenaron de lágrimas. Por supuesto que era suya. Lo había sido desde que, a los diecisiete años, le dio la mano aquella noche y lo siguió al bosque.
—Espera un momento. —Gabriel desapareció en su habitación y regresó con un jersey de cachemira de color verde que a Julia le resultaba muy familiar—. Toma, es para ti.
Ella cogió el jersey, pero lo miró sin comprender.
—No quiero que pases frío. Es para nuestro paseo por el bosque.
—Gracias. ¿No te hará falta?
Él sonrió.
—Tengo más. Y me gusta saber que algo mío estará cerca de ti. Si por mí fuera, lo llevarías puesto todo el fin de semana.
—Enderezando los hombros, añadió—: Es una manera mucho más civilizada de marcarte.
Sus ojos brillaban en la tenue luz del pasillo. Dio un paso hacia ella, como si fuera a abrazarla, pero Scott salió de la habitación en ese momento, vestido sólo con unos bóxers con caritas sonrientes estampadas.
Al verlo, Gabriel alargó la mano formalmente.
—Buenas noches, Julia —le deseo, estrechándosela.
Scott resopló y entró en el baño, rascándose el culo. En cuanto la puerta se cerró tras él, Gabriel estrechó a Julia entre sus brazos y la besó decididamente en los labios.
—Vendré a buscarte dentro de una hora. Abrígate bien y ponte calzado cómodo —dijo, mirándole los botines de tacón y suspirando.
Le dolía tener que despedirse de ellos, pero sabía que era necesario.
—Buenas noches, mi... —Se interrumpió bruscamente y se metió en su habitación, dejando a Julia sola en el pasillo.
Ella se preguntó qué sería lo que no había dicho y si debería aclararle que era suya.
Entró en la habitación y se cambió de ropa, envuelta en el aroma de Gabriel y la calidez de la lana de cachemira, que la rodeaba como si fuera el abrazo de un amante.
26
Mientras la casa estaba sumida en sombras y todo el mundo parecía estar durmiendo, Gabriel y Julia permanecían de pie en la cocina, contemplándose.
—No estoy seguro de que vayas lo suficientemente abrigada. Hace mucho frío ahí fuera —dijo, tocándole el chaquetón.
—No tanto como en Toronto —replicó ella, quitándole importancia.
—No estaremos mucho rato fuera. Mira lo que he encontrado. —Gabriel le mostró una bufanda larga, hecha de anchas franjas blancas y negras. Tras enroscarla alrededor del cuello de Julia, le hizo una lazada—. Es de mi facultad en Oxford.
Ella sonrió.
—Me gusta.
—Te favorece. Y he encontrado otra cosa —añadió, mostrándole una vieja manta que le resultó familiar.
Alargando la mano, Julia la acarició.
—¿Es nuestra manta?
—Eso creo, pero no será suficiente. He traído dos más. —Dándole la mano, la guió hasta el porche.
Estaba más oscuro que hacía un rato y hacía más frío, pero extrañamente, parecía como si no hubiera pasado el tiempo desde el momento en que, hacía tantos años, le dio la mano y lo siguió al bosque. Al recordar aquella noche, el corazón se le aceleró y respiró hondo para calmarse.
Gabriel le apretó la mano.
—¿Qué pasa?
—Nada.
—Estás nerviosa, lo noto. Cuéntamelo.
Le soltó la mano y la abrazó por la cintura.
Ella le devolvió el abrazo.
—La última vez que estuve en este bosque me perdí. Prométeme que no me dejarás sola otra vez.
—Julianne, no tengo ninguna intención de dejarte sola. No sabes lo importante que eres para mí. No quiero ni imaginarme lo que sería perderte. —El tono de voz de Gabriel había cambiado. Era una voz más baja, más tensa.
Su declaración la pilló por sorpresa.
—Si por cualquier razón nos separamos, quiero que me esperes. Te encontraré, te lo prometo. —Sacándose una linterna del bolsillo, iluminó el camino que desaparecía entre los árboles.
El bosque por la noche era espeluznante, una mezcla de árboles pelados esperando a que llegara la primavera y de pinos frondosos. Julia se sujetó de la cintura de Gabriel con más fuerza para no tropezar con alguna raíz. Cuando llegaron al extremo del huerto de manzanos, se detuvieron.
A ella le pareció más pequeño de lo que recordaba. La zona cubierta de hierba no había cambiado, igual que la roca. Los árboles eran los mismos, pero no tan grandes ni tan impresionantes como los recordaba. Todo tenía un aspecto mucho más melancólico y solitario, como si hubiera sido olvidado.
Gabriel la guió hasta el lugar donde habían estado, tantos años atrás, y extendió la manta en el suelo.
—¿Quién ha comprado la casa de Richard? —preguntó Julia.
—¿Por qué lo preguntas?
—Por curiosidad. Dime que no ha sido la señora Roberts. Siempre la quiso.
Él le tiró del brazo para que se sentara a su lado y los cubrió a ambos con mantas. Ella se acurrucó a su lado y Gabriel la abrazó.
—La he comprado yo.
—¿De verdad? ¿Por qué?
—No podía permitir que la señora Roberts se la quedara y talara todos los árboles.
—¿Compraste la casa por el huerto?
—No soportaba la idea de que alguien más la comprara y destruyera la propiedad. O de no poder regresar aquí nunca más.
—¿Qué harás con ella?
—No lo sé. Tal vez la alquile. O me la quede como casa de veraneo. Pero no podía consentir que Richard se la vendiera a un desconocido.
—Ha sido un gesto muy generoso.
—El dinero no significa nada. Nunca podré pagarle lo que hizo por mí.
Julia lo besó en la mejilla.
—¿Estás cómoda? —preguntó él con una sonrisa.
—Sí.
—¿Tienes frío?
Ella se echó a reír.
—No, estás generando una importante cantidad de calor.
—Pero estás demasiado lejos.
Incluso a la escasa luz de la luna, notó que los ojos de Gabriel se oscurecían. Se acercó un poco más a él y se estremeció cuando la sentó de lado sobre su regazo.
—Mucho mejor así —susurró, subiéndole un poco el chaquetón para poder acariciarle la suave piel de la espalda.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Por supuesto.
—¿Por qué no te llamas Clark de apellido?
Gabriel suspiró.
—Emerson era el apellido de mi madre. Pensé que, si me lo cambiaba, sería como renegar de ella. Además, no soy un Clark. No realmente.
Permanecieron unos minutos en silencio, cada uno perdido en sus recuerdos, Gabriel acariciándole la espalda y Julia acurrucada contra su cuerpo. No parecía que él tuviera intención de iniciar una conversación, por lo que ella tomó la iniciativa.
—Me enamoré de ti al ver tu foto por primera vez. Me quedé muy sorprendida cuando te fijaste en mí aquella noche. No me podía creer que quisieras que te acompañara al bosque.
Gabriel le rozó los labios con los suyos, avivando el fuego que ardía latente bajo la superficie.
—Te apareciste a mí de entre las sombras. Una vez me preguntaste por qué no te hice el amor aquella noche. No me hizo falta. Bebí de tu bondad y eso fue suficiente para calmar mi anhelo.
Julia habría apartado la vista, avergonzada, pero la vulnerabilidad que vio en los ojos de Gabriel la retuvo y se quedó explorando las profundidades de sus ojos.
—No me acuerdo de todo, pero sí recuerdo que pensé que eras muy hermosa. El pelo, la cara, la boca... Tu boca merece que le escriban sonetos, Julianne. Desde el mismo instante en que la vi, me moría de ganas de besarla.
Ella se apretó contra su pecho y, pasándole los brazos alrededor del cuello, se apoderó de su boca. Lo besó despacio pero con sentimiento, tirándole del labio inferior con los dientes y explorando su boca con la lengua.
Gabriel le sujetó la espalda con las dos manos, casi levantándola. Julia respondió cambiando de postura y montándose
sobre él, que le gruñó en la boca ante la súbita e intensa conexión y la abrazó con más fuerza. Le acarició la espalda, subiendo hasta llegar a la tira del sujetador de encaje y bajando otra vez hasta la cintura de los vaqueros, amenazando con atravesar las fronteras que la protegían. Su piel era tan suave, tan delicada... Deseó verla a la luz de la luna. Sin que nada se interpusiera entre sus ojos y su piel.
Se apartó un poco al notar que se estremecía.
—¿Estás bien, amor mío?
Ella se sobresaltó al oír sus palabras, pero en seguida sonrió.
—Bien es poco. Yo... —Se interrumpió y negó con la cabeza.
—¿Qué pasa?
—Eres muy... intenso.
Echando la cabeza hacia atrás, Gabriel se echó a reír a carcajadas. Su pecho resonaba, lleno de buen humor, y a Julia le costó no contagiarse. Esperaba que no se estuviera riendo de ella. Con el pulgar, él le liberó el labio inferior de entre los dientes.
—Si te parezco intenso, menos mal que no sabes lo que estoy pensando ahora mismo.
Se removió inquieto. Julia no se había dado cuenta hasta ese momento, pero ya era imposible de ignorar. En el lugar donde sus cuerpos se juntaban, había solidez y mucho calor; la promesa de algo misterioso y muy satisfactorio.
Se ruborizó por la reacción del cuerpo de Gabriel ante su cercanía, pero no apartó la mirada.
—Cuéntamelo.
—Quiero hacerte el amor porque me importas. Quiero adorar tu cuerpo desnudo con el mío y descubrir todos sus secretos. Quiero darte placer, no unos minutos, sino durante horas, o días. Quiero ver cómo arqueas la espalda de éxtasis y mirarte a los ojos mientras te hago mía. —Gabriel suspiró y negó con la cabeza, con la mirada ardiente pero decidida—. Pero no aquí. Hace frío, sería tu primera vez y todavía tenemos cosas que aclarar.
Le besó la frente con ternura, preocupado porque ella pudiera pensar que la estaba rechazando.
—Quiero que te sientas segura y cómoda —continuó—. Quiero adorar cada centímetro de tu cuerpo y eso lleva tiempo. Y... necesitaremos más comodidades de las que nos puede proporcionar este huerto. —Sonriendo, alzó una ceja—. Por supuesto, mis deseos tienen poca importancia. Lo que importa es lo que desees tú.
—Creo que está bastante claro.
—¿Lo está? —preguntó él, inseguro.
Julia se le acercó para besarlo en los labios, pero sólo lo alcanzó en la barbilla.
—No estaría aquí con el frío que hace si no quisiera estar contigo.
—Siempre es agradable oírlo decir en voz alta.
—Gabriel Emerson, te deseo —susurró ella—. De hecho, yo... —Se mordió el labio para no decir una palabrota.
—Di lo que quieras —la animó él—. No pasa nada. Di lo que sientes.
—Quiero que seas el primero. Soy tuya, Gabriel, si me quieres.
—No hay nada que quiera más.
Esta vez, fue él quien se apoderó de su boca, besándola con determinación. Su beso, lleno de promesas, prendió fuego en las entrañas de Julia, despertando y alborotando su deseo.
Gabriel la deseaba. Nunca lo había ocultado. Siempre se lo había demostrado con sus besos, pero la línea que separaba el deseo carnal y el afecto era muy tenue y fácil de malinterpretar. Julia ya no era consciente de esa distinción. Lo único que existía para ella eran sus cuerpos unidos y sus bocas conectadas, mientras sus manos se exploraban suavemente. En el huerto, que era su paraíso, sólo había dos casi amantes. No existía nada ni nadie más.
Mientras sus besos se volvían más apasionados, él se echó hacia atrás en la manta hasta quedar tumbado en el suelo, con ella arrodillada encima. El pecho de Julia se pegó al de Gabriel y entre sus caderas notó una fricción muy agradable. Se dejó caer, presionando descaradamente sus curvas contra él. Nunca había experimentado nada igual.
Gabriel le permitió que siguiera, pero sólo un poco más. Liberándose de sus labios, le acarició las mejillas con los pulgares, mirándola con pasión.
—Ardo por ti, Julianne, pero es mucho más que hambre física. Te deseo completamente. —Negó con la cabeza, suspirando—. Odio hacer esto, pero hay unas cuantas cosas de las que tenemos que hablar.
Ella también suspiró.
—¿Como cuáles?
—Como el viaje a Italia. Tendría que habértelo contado antes.
Julia se incorporó lentamente.
—Los profesores viajan por trabajo. Ya lo sé —dijo, mirando la
manta.
Gabriel también se sentó.
—Julianne. —Le alzó la barbilla con un dedo—. No te escondas de mí. Dime lo que piensas.
Ella se retorció las manos.
—Sé que no tengo derecho a exigirte nada, pero me ha dolido que Richard se enterara antes que yo.
—Tienes todo el derecho. Soy tu novio. Deberías haber sido la primera en saberlo.
—¿Eres mi novio? —murmuró ella.
—Soy más que eso. Soy tu amante.
Las palabras de Gabriel y, sobre todo, su voz, baja y sensual, le provocaron un escalofrío.
—¿Sin sexo?
—Los amantes tienen una relación íntima a muchos niveles. Tienes que entender que deseo ese tipo de relación contigo. Sólo contigo. El término «novio» se queda corto. Y siento mucho haberte hecho daño. El viaje salió en la conversación mientras hablábamos del tema de la casa, porque afectaba a las gestiones que tenemos que hacer. Recibí la invitación de los Uffizi hace unos meses, antes de que tú llegaras a Toronto. He estado a punto de sacar el tema varias veces, pero al final no he encontrado el momento. Supongo que esperaba a que estuviéramos más cómodos en nuestra relación.
Ella lo miró con interés.
—Quería que el viaje a Florencia fuera tu regalo de Navidad. No quiero ir solo. La idea de dejarte ahora, de separarme de ti... —La voz se le volvió más ronca—. Pero tenía miedo de que te negaras. Que pensaras que era un truco de seducción.
Ella lo miró con el cejo fruncido.
—¿De verdad quieres que vaya contigo?
—Si no me acompañas, preferiría no ir.
Julia sonrió y lo besó.
—En ese caso, gracias por la invitación. Acepto.
Gabriel sonrió aliviado y le enterró la cara en el pelo.
—Después de lo que pasó con la ropa, estaba convencido de que me dirías que no. Si quieres, reservaré habitaciones separadas. Y te sacaré un billete abierto para que puedas volver si decides...
—Gabriel, te he dicho que acepto. De todo corazón. No se me ocurre una persona con la que me gustaría más ir a Florencia. Y quiero compartir habitación contigo. —Lo miró tímidamente—. El
semestre ya habrá acabado. No estaremos rompiendo ninguna norma si... si me llevas a tu cama y me haces tuya.
Él la interrumpió con un beso abrasador.
—¿Estás segura? ¿Estás segura de que quieres que sea el primero?
Ella lo miró muy seria.
—Siempre has sido tú, Gabriel. Nunca he querido a otro. Tú eres el hombre que he estado esperando.
Julia inició un beso suave, que pronto aumentó de intensidad. Instantes después, estaba tumbada sobre él. Sus cuerpos estaban pegados y, sin embargo, deseaba estar aún más cerca. Lo deseaba aún con más fuerza que durante su tango en el museo.
Gabriel interrumpió el beso, jadeando, y le besó el cuello, evitando cuidadosamente la marca que le había dejado hacía unas horas. Cuando la besó en la zona del nacimiento del pelo, ella gimió y le entrelazó las manos en la nuca.
—Es demasiado arriesgado, amor mío. Si sigo besándote así, no voy a poder parar.
A pesar de sus protestas, las manos de Gabriel siguieron resiguiendo las curvas de su trasero y de sus caderas, provocándola, excitándola. Julia trató de besarlo una vez más, pero él se lo impidió sujetándole la cara con una mano.
—Si sigues así, voy a tomarte aquí y ahora —susurró—. Te mereces algo mejor. Te lo mereces todo y eso es lo que voy a darte.
Ella se apoyó en un codo.
—Además, no hemos acabado de discutirlo todo. —La voz de Gabriel ya no era ronca ni sexy. Aclarándose la garganta, respiró hondo un par de veces antes de seguir hablando—. Si estás tomando la píldora, no digo nada, pero debes saber que no hace falta que te preocupes por quedarte embarazada.
—No te entiendo.
—No puedo tener hijos, Julianne.
Ella lo miró, parpadeando.
—¿Deseas tener hijos? Tal vez debería haber sacado el tema antes. —La miró inseguro.
Ella guardó silencio mientras asimilaba la noticia.
—No vengo de un entorno familiar feliz. Alguna vez he pensado que sería agradable casarme y tener un bebé, pero nunca demasiado en serio.
—¿Por qué no?
Julia se encogió de hombros y miró hacia otro lado.
—Nunca pensé que encontraría a nadie que me amara. No soy precisamente sexy. Soy tímida. Y débil.
—Oh, Julia. —Él la abrazó y la besó en las mejillas—. Te equivocas. Eres increíblemente sexy. Y no eres débil en absoluto.
Ella jugueteó con la solapa de la cazadora de cuero de Gabriel.
—Siento que no puedas tener hijos. Pero muchas parejas tienen problemas de concepción.
Él se tensó.
—Mi situación no tiene nada que ver con la de ellos.
—¿A qué te refieres?
—Su infertilidad es natural. —Gabriel entrecerró los ojos y la miró con preocupación.
Julia levantó una mano para acariciarle la mejilla.
—¿Te disgustaste mucho al enterarte?
Él le agarró la muñeca y la apartó.
—Me sentí muy aliviado, Julianne. Y no me enteré.
—No te entiendo.
—Fui yo el que tomé la decisión de esterilizarme al salir de rehabilitación.
Ella tragó saliva ruidosamente.
—Oh, Gabriel. ¿Por qué?
—Porque alguien como yo no debe reproducirse. Te conté la historia de mi padre. Y te conté cómo era cuando me drogaba. Me pareció una irresponsabilidad dejar abierta la puerta a una posible paternidad. Así que tomé esa decisión y no pienso cambiar de idea. No quiero tener hijos. Nunca.
Se volvió para mirarla. Al cabo de unos momentos de silencio, continuó:
—Pero no contaba con que tú aparecieras en mi vida. Ahora casi me arrepiento de mi decisión, aunque, créeme Julia, es mejor así. —Se tensó, como preparándose para recibir una embestida—. Tal vez ahora cambies de opinión sobre tu relación conmigo.
—Gabriel, por favor... Dame un minuto. —Se sentó a su lado mientras procesaba toda esa nueva información.
Él la tapó con una de las mantas. Julia era consciente de que no se lo había contado todo. Tenía que haberle pasado algo muy traumático como para hacerlo tomar esa decisión tan drástica. Tenía que haber algo más, aparte de sus orígenes y adicciones.
¿Importaría de verdad? ¿Habría algún secreto capaz de matar
su amor por él?
Gabriel permanecía inmóvil bajo la luz de la luna, esperando su respuesta. Los minutos le estaban pareciendo horas.
«Le amo. Nada de lo que me diga podrá matar ese sentimiento. Nada.»
—Lo siento, Gabriel. —Julia le rodeó el cuello con los brazos—. Sigo queriéndote. Me imagino que en algún momento tendremos que volver a hablar de esto, pero por ahora me vale con lo que me has contado.
Él pareció sorprendido con sus palabras. Luego, la suave aceptación de ella lo emocionó. Le costó encontrar las palabras adecuadas.
—Julia, necesito decirte quién soy. Lo que soy en realidad —dijo con énfasis.
—Escucharé todo lo que quieras contarme, pero eso no cambiará nada. Siempre has sido tú, Gabriel.
Él le sujetó la cara entre las manos y la besó dulcemente, como si quisiera unir sus almas.
—Siempre has sido tú, Julianne. Sólo tú.
La abrazó y se tranquilizó al oler su aroma. De repente, el futuro parecía posible. Tenía esperanza. Tenía fe en que tal vez, sólo tal vez, cuando ella lo supiera todo, lo mirara con aquellos grandes ojos castaños y le dijera que seguía queriéndolo.
«La amas.»
Otra vez la voz salió de la nada, pero en esta ocasión Gabriel la reconoció. Y, en silencio, le dio las gracias.
—Pareces estar muy lejos de aquí, amor mío. —Julia sonrió al utilizar el mismo término cariñoso que él.
Él le dio un beso suave.
—Estoy justo donde quiero estar. Tal vez hoy no sea la mejor noche para compartir secretos, pero no puedo llevarte a Italia sin contártelo todo. Y también me gustaría que tú lo hicieras. —La miró con seriedad—. No puedo pedirte que desnudes tu cuerpo sin pedirte también que desnudes tu alma. Y quiero hacer lo mismo contigo. Espero que lo entiendas.
Con los ojos, trataba de expresar que lo estaba haciendo por ella.
Julia asintió lentamente. Gabriel unió los labios a los suyos. Ella suspiró, apoyando la cabeza en su pecho y escuchando los latidos fuertes y regulares de su corazón. El tiempo pasó o tal vez se detuvo.
Dos casi amantes se entrelazaban como la hiedra bajo el cielo de noviembre, con la luna y las estrellas como única iluminación.
A la mañana siguiente, Julia se despertó temprano y fue a darse una ducha. Se vistió, hizo la maleta y llamó a la puerta de la habitación de Gabriel a las ocho en punto. Pero no hubo respuesta. Acercó la oreja a la puerta y escuchó. Nada, ni un movimiento, ni un ruido.
Arrastró su maleta de ruedas por el pasillo y la bajó a la planta baja. Al asomarse al salón, vio a Richard y a Rachel sentados en un sofá. Ella estaba llorando y su padre trataba de consolarla.
Julia soltó la maleta, que se cayó al suelo, atrayendo la mirada de padre e hija. Empezó a disculparse, pero la interrumpieron en seguida.
—No pasa nada, Julia —dijo Richard—. ¿Has dormido bien?
—Sí, gracias. Rachel, ¿estás bien?
Su amiga se secó los ojos.
—Perfectamente.
—¿Por qué no habláis un poco las dos mientras yo preparo el desayuno? A Rachel le gustan las tortitas con arándanos. ¿Y a ti te gustan, Julia? —Richard se levantó y señaló hacia la cocina.
—Gracias, pero he quedado con mi padre en Kinfolks para desayunar a las nueve.
—Te llevaré en coche, pero deja que prepare unas tortitas antes.
Cuando Richard desapareció, Julia se sentó al lado de su amiga y le rodeó los hombros con un brazo.
—¿Qué ha pasado?
—He discutido con Aaron. Parecía malhumorado esta mañana y le he preguntado qué le pasaba. Ha empezado a hablar de la boda y me ha preguntado si pensaba fijar la fecha alguna vez. Cuando le he dicho que quería esperar un poco, me ha preguntado que cuánto tiempo era un poco. —Levantó los brazos al cielo, frustrada—. Cuando le he vuelto a decir que no lo sabía, ¡me ha preguntado si quería romper el compromiso!
Ella ahogó una exclamación de sorpresa.
—Nunca discutimos, pero esta vez estaba tan alterado que ni siquiera me miraba a la cara. Y en mitad de la discusión, se ha metido en el coche y se ha ido. No sé adónde ni si piensa volver —añadió Rachel, sollozando.
Julia la abrazó con fuerza.
—Claro que va a volver. Estoy segura de que debía de estar
molesto consigo mismo por discutir contigo y que se ha ido a dar una vuelta para calmarse.
—Papá nos ha oído y, claro, ha querido saber por qué estaba retrasando la boda. —Rachel volvió a secarse las lágrimas con las manos—. Dice que Aaron tiene razón, que no puedo poner mi vida en espera. Y que mamá se disgustaría si se enterara de que estaba retrasando la boda por su culpa. —Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas.
—Tu padre tiene razón. Merecéis ser felices. Aaron te quiere mucho. Lo único que desea es casarse contigo. Tiene miedo de que te hayas arrepentido.
—No me he arrepentido. Le quiero, desde siempre.
—Pues díselo. Te llevó a una isla para que pudierais estar a solas tras el funeral. Ha tenido paciencia con todo. Estoy segura de que aceptará la fecha que le des; sólo quiere fijar una.
Rachel sorbió por la nariz.
—No sabía que le preocupara tanto.
—Tal vez deberías desayunar algo antes de llamarlo. Deja que se calme un poco y luego os vais a dar un paseo y lo habláis. No podéis arreglar las cosas aquí, con tanta gente alrededor.
Rachel se estremeció.
—Menos mal que no ha sido Scott el que nos ha oído. Él se habría puesto de mi lado y Aaron se hubiera enfadado aún más.
En ese momento, la puerta de la calle se abrió y volvió a cerrarse y Gabriel entró en el salón. Tenía el pelo húmedo y alborotado, como si volviera de correr, y llevaba un chándal Nike negro. Mientras se acercaba a ellas, se quitó los auriculares de las orejas y apretó un botón del iPhone.
Paseó la mirada entre Julia y Rachel antes de preguntar:
—¿Qué pasa?
—Aaron y yo hemos discutido —respondió Rachel, cuyos ojos habían vuelto a llenarse de lágrimas.
Acercándose a ella, Gabriel la abrazó y le dio un beso en la coronilla.
—Lo siento, Rach. ¿Dónde está?
—Se ha ido.
Él negó con la cabeza débilmente. Le dolía ver sufrir a su hermana.
Antes de poder preguntar nada más, Richard salió de la cocina, anunciando que el desayuno estaba en la mesa.
—Julia, dame cinco minutos y te llevaré a Kinfolks.
Gabriel soltó a Rachel.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Julia ha quedado con su padre a las nueve.
Gabriel miró la hora.
—Todavía no son las ocho y media.
—No pasa nada. Puedo esperar allí tomándome un café —dijo ella sin mirarlo. Odiaba ser una molestia.
—Deja que me duche y te llevo yo. Igualmente tengo que pasar por la inmobiliaria.
Ella asintió y los tres entraron en la cocina mientras Gabriel se duchaba. Entre tortita y tortita, Rachel sacó un collar del bolso y se lo puso a Julia alrededor del cuello.
—¿Qué es esto? —preguntó ella, acariciando las perlas, sorprendida.
—Era de mamá. Nos gustaría que tuvieras un recuerdo suyo.
—No puedo aceptarlo, Rachel. Debes tenerlo tú.
—Yo tengo otro —la tranquilizó su amiga con una sonrisa.
—¿Y Scott?
Rachel se echó a reír.
—Scott dijo que no eran de su estilo.
—Queremos que lo tengas tú —le aseguró Richard, mirándola con cariño.
—¿Estáis seguros?
—¡Por supuesto! —Rachel la abrazó, agradecida por poder devolverle tanta amabilidad de un modo tangible.
Julia se sentía abrumada, pero se aguantó las lágrimas por Richard.
—Gracias. A los dos.
Él le dio un beso paternal en la cabeza.
—A Grace le habría encantado verte con algo suyo.
—Debería darle las gracias también a Scott.
Rachel puso los ojos en blanco y resopló.
—No se levantará hasta el mediodía. Aaron y yo tuvimos que encender el equipo de música ayer por la noche para no oírlo. Sus ronquidos atravesaban la pared. —Rachel miró a su padre, que tenía el cejo fruncido— Lo siento, papá, pero es la verdad. Si quieres, ven a cenar mañana con tu padre. Scott estará y podrás darle las gracias.
Julia asintió, acariciando las perlas, maravillándose de su esférica perfección.
Gabriel y Julia no hablaron mucho de camino al restaurante. Casi todo lo que tenían que decirse ya se lo habían dicho. Durante el trayecto, se tomaron de la mano como dos adolescentes. Ella le dedicó una sonrisa radiante cuando él le dio su bufanda del Magdalen College y le dijo que quería que se la quedara. Cuando llegaron al restaurante, Tom no había llegado todavía.
—Hemos tenido suerte —dijo Julia, aliviada.
—Tendrá que enterarse tarde o temprano. Si lo prefieres, se lo digo yo.
Ella lo miró para ver si hablaba en serio. Y vio que sí.
—Me dijo que me mantuviera alejada de ti. Cree que eres un delincuente.
—Razón de más para que me dejes hablar con él. Ya demasiada gente te ha tratado mal.
—Gabriel, mi padre nunca me ha tratado mal. No es mala persona. Sólo está un poco mal informado.
Él se frotó la boca, pero no dijo nada.
—No voy a decirle nada hasta que haya terminado el semestre. Será más fácil por teléfono. Pero ahora será mejor que entre. Llegará en cualquier momento.
Gabriel la besó suavemente y le acarició la mejilla con el dorso de la mano.
—Llámame luego.
—Lo haré.
Con un último beso, Julia salió del todoterreno.
Él sacó el equipaje del maletero y lo dejó a los pies de ella, inclinándose para susurrarle al oído:
—Ya me estoy imaginando nuestra primera vez.
Julia se ruborizó y murmuró:
—Yo también.
Tom Mitchell era hombre de pocas palabras. Tenía un aspecto sorprendentemente anodino. De estatura regular, constitución regular, pelo castaño ni muy claro ni muy oscuro, y ojos asimismo castaños. A pesar de su fracaso como padre y sus posibles defectos como marido, era un voluntario dedicado, que participaba activamente de la vida de la comunidad. De hecho, su reputación entre los ciudadanos de Selinsgrove era excelente y su opinión sobre temas municipales era siempre bien recibida.
Julia y él pasaron un agradable día juntos. Los clientes
habituales de Kinfolks recibieron a la hija de Tom con los brazos abiertos y el hombre pudo presumir ante ellos de lo bien que le iban las cosas en la universidad. Hasta les dijo que iba a presentar una solicitud para Harvard para el curso siguiente.
Luego fueron a dar un paseo en la furgoneta. Tom le enseñó los nuevos edificios en construcción, señalando lo mucho que había crecido el pueblo durante su corta ausencia. Más tarde la llevó a una charla sobre primeros auxilios que se estaba dando en el cuartel de bomberos, para que sus compañeros pudieran decirle a Julia lo mucho que su padre hablaba de ella. Finalmente, fueron a comprar. Tom nunca tenía mucha comida en casa. Esa tarde, se perdió el partido para ver juntos una película. Se trataba de la versión del director de Blade Runner, una película que les apetecía ver a los dos.
Al acabar, Julia le alcanzó una cerveza, animándolo a ver el partido mientras ella preparaba el famoso pollo a la Kiev. Al quedarse sola al fin, le envió un mensaje a Gabriel:
G, estoy preparando el pollo a la Kiev de Grace y una tarta de merengue de limón para papá. Él está mirando el partido. Espero que estés pasando un buen día. Te llamaré hacia las seis y media.
Tu Julia. Besos
Poco después, mientras preparaba dos cazuelas con pollo a la Kiev —una para esa noche y otra para que su padre la congelara—, su iPhone la avisó de que tenía respuesta.
Mi Julia, te he echado de menos. Aquí también estamos mirando el partido. R y A han hecho las paces y han fijado una fecha. Creo que Richard hace milagros. ¿O has sido tú? No sabes lo mucho que significa para mí oírte decir que eres mía. Ya estoy deseando oír tu voz.
Soy tuyo, Gabriel
Muchos besos
Julia fue casi flotando hasta la cocina, muy animada por las palabras de Gabriel y por los recuerdos de la noche anterior. Su sueño se estaba haciendo realidad. Tras años de espera, Gabriel iba a ser el primero.
Todas las lágrimas, el sufrimiento y la humillación vivida con Simon dejaban de tener importancia. Había esperado al hombre de
sus sueños y ahora tendría la primera vez que siempre había soñado. ¡Y en Florencia, nada menos! Tenía muchas cosas por las que sentirse agradecida, incluidas las perlas que llevaba al cuello. No le cabía ninguna duda de que Grace había desempeñado un papel en todo lo que le estaba sucediendo, así que le susurró unas palabras de agradecimiento.
Cuando hubo acabado de preparar las cazuelas de pollo, metió una en el horno y guardó la otra en el congelador del sótano. Al abrirlo, la sorprendió encontrarse con un montón de comida preparada, guardada en fiambreras o envuelta en papel de plata. Muchas llevaban una notita de «Con amor, Deb».
Julia ignoró su rechazo al verlas. Deb Lundy era una buena mujer y parecía cuidar bien de Tom, pero su hija Natalie era harina de otro costal. Si Deb y Tom decidieran irse a vivir juntos o, Dios no lo quisiera, casarse, las cosas se le pondrían muy difíciles a Julia para ver a su padre.
Intentando no pensar en Deb y Natalie, se concentró en preparar el postre favorito de su padre: tarta de merengue de limón. Aunque la que le gustaba era la que servían en Kinfolks, ella quiso hacerle uno.
Estaba metiéndola en el horno cuando sonó el teléfono. Tom respondió y empezó a maldecir a gritos. Tras una breve conversación sobre lo que parecían temas relacionados con el trabajo, colgó el teléfono bruscamente y desapareció en el piso de arriba. Al volver a bajar, llevaba puesto el uniforme.
—Jules, tengo que irme.
—¿Qué ha pasado?
—Hay un incendio en la bolera. Los chicos ya están allí, pero creen que puede haber sido provocado.
—¿En Best Bowl? ¿Cómo...?
—Eso es lo que voy a averiguar. No sé a qué hora volveré. —Casi en la puerta, se volvió—. Siento no quedarme a cenar. Tenía muchas ganas de probar lo que has preparado. Nos vemos luego.
Julia lo miró por la ventana mientras salía marcha atrás con el coche y desaparecía. Sin duda, Gabriel estaría cenando con su familia; no era buena hora para llamarlo. Esperaría a que fueran las seis y media.
Cuando la alarma del reloj la avisó, sacó la tarta del horno y aspiró su aroma, dulce y ácido a la vez. Mientras esperaba a que se enfriara, guardó el pollo a la Kiev en la nevera. Lo dejaría para el día siguiente. Esa noche cenaría un sándwich.
Un cuarto de hora más tarde, oyó que la puerta se abría y se cerraba.
Cogió un plato para servirle un trozo de tarta a su padre.
—¿Cómo has podido volver tan de prisa? Acabo de sacar la tarta del horno —le dijo desde la cocina.
—Me alegra saberlo, Jules.
Al oír esa voz, el plato se le escurrió de entre los dedos, haciéndose añicos contra el suelo de linóleo de la cocina.


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