17
Una tormenta toma el cielo de
Múnich y decidimos poner fin al día de compras. Cuando a las seis de la tarde
Marta me deja en la casa, Eric no está. Simona me indica que ha ido a la
oficina, pero que no tardará en llegar. Rápidamente subo las compras a la
habitación y las escondo en el fondo del armario. No quiero que las vea. Pero
antes de cambiarme miro por la ventana. Diluvia y recuerdo haber visto junto a
los cubos de basura al perro abandonado.
Sin pensarlo dos veces, voy a la
habitación de invitados y cojo una manta. Ya compraré otra. Bajo a la cocina,
cojo un poco de estofado de la nevera, lo pongo en un recipiente de plástico,
lo caliento en el microondas y salgo de la casa. Camino con gusto entre los
árboles hasta llegar a la verja; la abro y me acerco a los cubos de basura.
—Susto... —Le he bautizado
con ese nombre—. Susto, ¿estás ahí?
La cabeza de un delgado galgo
color canela y blanco aparece tras el cubo. Tiembla. Está asustado y, por su
aspecto, debe de tener hambre y mucho..., mucho frío. El animal, receloso, no
se acerca, y dejo el estofado en el suelo mientras lo animo a comer.
—Vamos, Susto, come. Está
rico.
Pero el perro se esconde y, antes
de que yo le pueda tocar, huye despavorido. Eso me entristece. Pobrecito. Qué
miedo tiene a los humanos. Pero sé que va a volver. Ya son muchas las veces que
lo he visto junto a los contenedores de basura, y dispuesta a hacer algo por
él, con unas maderas y unas cajas, levanto una especie de improvisada caseta en
un lateral. En el centro de la caja meto la manta que llevo y el estofado, y me
voy. Espero que regrese y coma.
Ya en la casa, subo de nuevo a mi
habitación, me cambio de ropa y regreso al salón con la caja del árbol de
Navidad. Flyn está jugando con la PlayStation. Me siento a su lado y dejo la
enorme y colorida caja ante mis piernas. Seguro que eso llamará su atención.
Durante más de veinte minutos lo
observo jugar sin decir una sola palabra, mientras la puñetera música
atronadora del videojuego me destroza los tímpanos. Al final, claudico y
pregunto a voz en grito:
—¿Te apetece poner el árbol de
Navidad conmigo?
Flyn me mira ¡por fin! Para la
música. ¡Oh..., qué gusto! Después observa la caja.
—¿El árbol está ahí metido?
—pregunta, sorprendido.
—Sí. Es desmontable, ¿qué te
parece? —contesto, abriendo la tapa y sacando un trozo.
Su cara es un poema.
—No me gusta —afirma rápidamente.
Sonrío, o le doy un pescozón.
Decido sonreír.
—He pensado en crear nuestro
propio árbol de Navidad. Y para ser originales y tener algo que nadie tiene, lo
decoraremos con deseos que leeremos cuando quitemos el árbol. Cada uno de
nosotros escribirá cinco deseos. ¿Qué te parece?
Flyn pestañea. He logrado atraer
su atención, y enseñándole un cuaderno, un par de bolígrafos y cinta de
colores, añado:
—Montamos el árbol y luego en
pequeños papelitos escribimos deseos. Los enrollamos y los atamos con la cinta
de colores. ¿A que es una buena idea?
El pequeño mira el cuaderno.
Después, me mira fijamente con sus ojazos oscuros y sisea:
—Es una idea horrible. Además,
los árboles de Navidad son verdes, no rojos.
Las carnes se me encogen. ¡Qué
poca imaginación! Si ese pequeño enano dice eso, ¿qué dirá su tío? Vuelve al
juego y la música atruena de nuevo. Pero dispuesta a poner el árbol y disfrutar
de ello, me levanto y con seguridad grito para que me oiga:
—Lo voy a poner aquí, junto a la
ventana —digo mientras observo que sigue diluviando y espero que Susto haya
regresado y esté comiendo en la caseta—. ¿Qué te parece?
No contesta. No me mira. Así
pues, decido ponerme manos a la obra.
Pero la música chirriante me mata
y opto por mitigarla como mejor puedo. Enciendo el iPod que llevo en el
bolsillo de mi vaquero, me pongo los auriculares y, segundos después, tarareo:
Euphoria
An everlasting
piece of art
A beating love
within my heart.
We’re going
up-up-up-up-up-up-up
Encantada con mi musiquita, me
siento en el suelo, saco el árbol, lo desparramo a mi alrededor y miro las
instrucciones. Soy la reina del bricolaje, por lo que en diez minutos ya está
montado. Es una chulada. Rojo..., rojo brillante. Miro a Flyn. Él sigue jugando
ante el televisor.
Cojo el bolígrafo y el cuaderno y
comienzo a escribir pequeños deseos. Una vez que tengo varios, arranco las
hojas y las corto con cuidado. Hago dibujitos navideños a su alrededor. Con
algo me tengo que entretener. Cuando estoy satisfecha enrollo mis deseos y los
ato con la cinta dorada. Así estoy durante más de una hora, hasta que de pronto
veo unos pies a mi lado, levanto la cabeza y me encuentro con el cejo fruncido
de mi Iceman.
¡Vaya tela!
Rápidamente me levanto y me quito
los auriculares.
—¿Qué es eso? —dice mientras
señala el árbol rojo.
Voy a responder cuando el enano
de ojos achinados se acerca a su tío y, con el mismo gesto serio de él,
responde:
—Según ella, un árbol de Navidad.
Según yo, una caca.
—Que a ti te parezca una ¡caca!
mi precioso árbol no significa que se lo tenga que parecer a él —contesto con
cierta acritud. Después miro a Eric y añado—: Vale..., quizá no pegue con tu
salón, pero lo he visto y no me he podido resistir. ¿A que es bonito?
—¿Por qué no me has llamado para
consultármelo? —suelta mi alemán favorito.
—¿Para consultarlo? —repito,
sorprendida.
—Sí. La compra del árbol.
¡Flipante!
¿Lo mando a la mierda, o lo
insulto?
Al final, decido respirar antes
de decir lo que pienso, pero, molesta, siseo:
—No he creído que tuviera que
llamarte para comprar un árbol de Navidad.
Eric me mira..., me mira y se da
cuenta de que me estoy enfadando, y para intentar aplacarme me coge la mano.
—Mira, Jud, la Navidad no es mi
época preferida del año. No me gustan los árboles ni los ornamentos que en
estas fechas todo el mundo se empeña en poner. Pero si querías un árbol, yo
podía haber encargado un bonito abeto.
Los tres volvemos a mirar mi
colorido árbol rojo y, antes de que Eric vuelva a decir algo, replico:
—Pues siento que no te guste el
período navideño, pero a mí me encanta. Y por cierto, no me gusta que se talen
abetos por el simple hecho de que sea Navidad. Son seres vivos que tardan
muchos años en crecer para morir porque a los humanos nos gusta decorar nuestro
salón con un abeto en Navidad. —Tío y sobrino se miran, y yo prosigo—: Sé que
luego algunos de esos árboles son replantados. ¡Vale!, pero la mayoría de ellos
terminan en el cubo de la basura, secos. ¡Me niego! Prefiero un árbol
artificial, que lo uso y cuando no lo necesito lo guardo para el año siguiente.
Al menos sé que mientras está guardado ni se muere ni se seca.
La comisura de los labios de Eric
se arquea. Mi defensa de los abetos le hace gracia.
—¿De verdad que no te parece
precioso y original tener este árbol? —pregunto aprovechando el momento.
Con su habitual sinceridad,
levanta las cejas y responde:
—No.
—Es horrible —cuchichea Flyn.
Pero no me rindo. Obvio la
respuesta del niño y, mimosa, miró a mi chicarrón.
—¿Ni siquiera te gusta si te digo
que es nuestro árbol de los deseos?
—¿Árbol de los deseos? —pregunta
Eric.
Yo asiento, y Flyn contesta
mientras toca uno de los deseos que yo ya he colgado en el árbol:
—Ella quiere que escribamos cinco
deseos, los colguemos y después de las Navidades los leamos para que se
cumplan. Pero yo no quiero hacerlo. Ésas son cosas de chicas.
—Faltaría más que tú quisieras
—susurro demasiado alto.
Eric me reprocha mi comentario
con la mirada y, el pequeño, dispuesto a hacerse notar, grita:
—Además, los árboles de Navidad
son verdes y se decoran con bolas. No son rojos ni se adornan con tontos
deseos.
—Pues a mí me gusta rojo y
decorarlo con deseos, mira por dónde —insisto.
Eric y Flyn se miran. En sus ojos
veo que se comunican. ¡Malditos! Pero consciente de que quiero mi árbol ¡rojo!
y lo mucho que voy a tener que bregar con estos dos gruñones, intento ser
positiva.
—Venga, chicos, ¡es Navidad!, y
una Navidad sin árbol ¡no es Navidad!
Eric me mira. Yo lo miro y le
pongo morritos. Al final, sonríe.
¡Punto para España!
Flyn, mosqueado, se va a alejar
cuando Eric lo agarra del brazo y dice, señalándole el cuaderno:
—Escribe cinco deseos, como Jud
te ha pedido.
—No quiero.
—Flyn...
—¡Jolines, tío! No quiero.
Eric se agacha. Su cara queda
frente a la del pequeño.
—Por favor, me haría mucha
ilusión que lo hicieras. Esta Navidad es especial para todos y sería un buen
comienzo con Jud en casa, ¿vale?
—Odio que ella me tenga que
cuidar y mandar cosas.
—Flyn... —insiste Eric con
dureza.
La batalla de miradas entre ambos
es latente, pero al final la gana mi Iceman. El pequeño, furioso, coge el
cuaderno, rasga una hoja y agarra uno de los bolis. Cuando se va a marchar, le
digo:
—Flyn, toma la cinta verde para
que los ates.
Sin mirarme, coge la cinta y se
encamina hacia la mesita que hay frente a la tele, donde veo que comienza a
escribir. Con disimulo me acerco a Eric y, poniéndome de puntillas, cuchicheo:
—Gracias.
Mi alemán me mira. Sonríe y me
besa.
¡Punto para Alemania!
Durante un rato hablamos sobre el
árbol y tengo que reír ante los comentarios que él hace. Es tan clásico para
ciertas cosas que es imposible no reír. Segundos después, Flyn llega hasta
nosotros, cuelga en el árbol los deseos que ha escrito y, sin mirarnos, regresa
al sillón. Coge el mando de la Play, y la música chirriante comienza a sonar.
Eric, que no me quita ojo, recoge el cuaderno del suelo y el bolígrafo, y
pregunta cerca de mi oído:
—¿Puedo pedir cualquier deseo?
Sé por dónde va.
Sé lo que quiere decir y, melosa,
murmuro acercándome más a él:
—Sí, señor Zimmerman, pero
recuerde que pasadas las Navidades los leeremos todos juntos.
Eric me observa durante unos
instantes, y yo sólo pienso sexo..., sexo..., sexo. ¡Dios mío! Mirarlo me
excita tanto que me estoy convirtiendo en una ¡esclava del sexo! Al final, mi
morboso novio asiente, se aleja unos metros y sonríe.
¡Guau! Cómo me pone cuando me
mira así. Esa mezcla de deseo, perdonavidas y mala leche ¡me encanta! Soy así
de masoca.
Durante un rato, le veo escribir
apoyado en la mesita del comedor. Deseo saber sus deseos, pero no me acerco.
Debo aguantar hasta el día que he señalado para leerlos. Cuando acaba, los
dobla y le doy la cinta plateada para que los ate. Tras colgarlos él mismo en
el árbol, me mira con picardía y, acercándose a mí, mete algo dentro del
bolsillo delantero de mi sudadera. Después, me besa en la punta de la nariz y
apunta:
—No veo el momento de cumplir
este deseo.
Divertida, sonrío. Calor..
.¡Dios, qué calor! Y poniéndome de puntillas le doy un beso en la boca mientras
mi corazón va a tropecientos por hora. Tras un cómplice azotito en mi trasero
que me hace saber lo mucho que me desea, Eric se sienta junto a su sobrino. Yo
aprovecho, saco la pequeña caja que ha metido en mi bolsillo junto a un papel y
leo:
—Mi deseo es tenerte desnuda esta
noche en mi cama para usar tu regalo.
Sonrío. ¡SEXO!
Con curiosidad, abro la cajita y
observo algo metálico con una piedra verde. ¡Qué mono! ¿Para qué será? Y mi
cara de sorpresa es para verla cuando leo que en el papel pone: «Joya anal
Rosebud».
¡Vaya..., no sabía que hubiera
joyas para el culo!
Me entra la risa.
Alegre, camino hacia la ventana
mientras el calor toma mi cara, y continúo leyendo: «Joya anal de acero
quirúrgico con cristal de Swarovski. Ideal para decorar el ano y estimular la
zona anal».
¡Qué fuerteeeeee!
Observo, acalorada, que Eric me
mira. Veo la guasa en sus gestos. Con comicidad levanto el pulgar en señal de
que me ha gustado, y ambos nos reímos. Esta noche ¡será genial!
Tras la cena, propongo jugar una
partida al Monopoly de la Wii. Tirada a tirada nos vamos animando. Al
final, dejamos que Flyn gane y se va pletórico a dormir. Cuando nos quedamos
solos en el salón, Eric me mira. Su mirada lo dice todo. Impaciencia. Lo beso y
murmuro en su oído:
—Te quiero en cinco minutos en la
habitación.
—Tardaré dos —contesta con
autoridad.
—¡Mejor!
Dicho esto, salgo del salón.
Corro escaleras arriba, entro en nuestra habitación, quito el nórdico, me
desnudo, dejo la joya anal junto al lubricante sobre la almohada y me tiro
sobre la cama a esperarlo. No hay tiempo para más.
La puerta se abre, y mi corazón
late con fuerza. Excitación. Eric entra, cierra la puerta, y sus ojos ya están
sobre mí. Camina hacia la cama y lo observo mientras se quita la camiseta gris
por la cabeza.
—Tu deseo está esperándote donde
lo querías.
—Perfecto —responde con voz
ronca.
Como un lobo hambriento, me mira.
Veo que echa un vistazo a la joya anal y sonríe. El deseo me consume. Tira la
camiseta al suelo y se pone a los pies de la cama.
—Flexiona las piernas y ábrelas.
¡Dios..., Dios...!, ¡qué calor!
Hago lo que me pide y siento que
comienzo a respirar ya con dificultad. Eric se sube a la cama y lleva su boca
hasta la cara interna de mis muslos. Los besa. Los besa con delicadeza, y yo
siento que me deshago. Él, con su habitual erotismo, continúa su reguero de
besos sobre mí. Ahora sube. Me besa la cadera, luego el ombligo, después uno de
mis pechos, y cuando su boca está sobre la mía y me mira a los ojos, susurra
con voz cargada de morbo y erotismo:
—Pídeme lo que quieras.
¡Oh, Dios!
¡Oh, Dios mío!
Mi respiración se acelera. Mi vagina
se contrae y mi estómago se derrite.
Eric, mi Eric, saca su lengua. Me
chupa el labio superior, después el inferior, y antes de besarme me da su
típico mordisquito en el labio que me hace abrir la boca para facilitarle su
posesión. Adoro sus besos. Adoro su exigencia. Adoro cómo me toca. Le adoro a
él.
Una vez que finaliza su beso, me
mira a la espera de que le pida algo y, consciente
de lo que deseo, musito:
—Devórame.
Su reguero de besos ahora baja
por mi cuerpo. Cuando me besa el monte de Venus, pasa con sensualidad su dedo
por mi tatuaje.
—Ábrete con tus dedos para mí.
Cierra los ojos y fantasea. Ofrécete como cuando hemos estado con otra gente.
«¡Ofrécete! ¡Otra gente!»
¡Dios, qué morbo!
Sus palabras me provocan un
calentamiento tremendo y mis manos vuelan a mi vagina. Agarro los pliegues de
mi sexo, los abro y me expongo totalmente a él, deseosa de que me devore
mientras mi mente imagina que no sólo estamos él y yo en esta habitación. Sin
demora, su lengua toca mi clítoris, ¡oh, sí!, ¡sí!, y yo me consumo ante él.
El fuego abrasador de mis
fantasías y la excitación que Eric me provoca me dejan sin fuerzas. Desnuda y
tumbada en la cama, sus ávidos lametazos me vuelven loca mientras sus manos
suben por mi trasero. Mi morboso hombre me coge por las caderas para tener más
accesibilidad a mi interior.
—Ofrécete, Jud.
Avivada, activada, provocada y
alterada por lo que imagino y lo que me dice, acerco mi húmeda vagina a su
boca. Sin ningún pudor, me aprieto sobre ella y me ofrezco gustosa, deseosa de
disfrutar y de que me disfrute. Su boca rápidamente me chupa, sus dientes se
lanzan a mi clítoris, y yo jadeo y busco más y más.
La piel me arde mientras un loco
y salvaje placer toma mi cuerpo. Me retuerzo en su boca a cada toque de su
lengua y le exijo más.
Mi clítoris húmedo e hinchado
está a punto de explotar. Eso lo provoca. Lo sé. Pero cuando levanta la cabeza
y me mira con los labios húmedos de mis fluidos, me incorporo como una bala y
le beso. Su sabor es mi sabor. Mi sabor es su sabor.
—Fóllame —le exijo.
Eric sonríe, me muerde la
barbilla y vuelve a dominarme. Me tumba con rudeza, y esa vez mi cuerpo cae por
el lateral de la cama mientras me abre de nuevo las piernas, me da un azotito y
continúa su asolador ataque. Noto algo húmedo en el orificio de mi ano que
rápidamente identifico como el lubricante. Eric con su dedo me dilata e
instantes después noto que introduce mi regalo. La joya anal.
—Precioso —le escucho decir
mientras me besa las cachetas del culo.
Desde mi posición, no puedo verle
la cara. Pero su respiración y su ronca voz me indican que le gusta lo que ve y
lo que hace. Durante varios minutos, las paredes de mi ano se contraen. ¡Qué
delicia! Después, mete primero un dedo en mi vagina y luego dos.
—Mírame, Jud.
Con la cabeza colgando por el lateral,
vuelvo mis ojos hacia él, que murmura con la voz rota por el momento:
—La joya es bonita, pero tu
trasero es espectacular.
Eso me hace sonreír.
—Prefiero la carne al acero
quirúrgico.
—¿Ah, sí?
Asiento.
—¿Prefieres que otra persona y yo
tomemos tu cuerpo?
Al asentir de nuevo, sus dedos se
hunden más en mí. ¡Locura! Arrebatado por la excitación, insiste:
—¿Seguro, pequeña?
—Sí —jadeo.
Sus dedos entran y salen de mí
una y otra vez, mientras con la otra mano aprieta la joya anal y yo me vuelvo
loca. Tras soltar un gemido, abro los ojos, y Eric me está mirando.
—Pronto seremos dos quienes te
follaremos, pequeña... primero uno, luego el otro, y después los dos. Te
aprisionaré entre mis brazos y abriré tus muslos. Dejaré que otro te folle
mientras yo te miro, y sólo permitiré que te corras para mí, ¿entendido?
—Sí..., sí... —vuelvo a jadear,
extasiada con lo que dice.
Eric sonríe, y yo tengo un
espasmo de placer. Mi vagina se contrae y sus dedos lo notan. Con rapidez,
cambia su pene por los dedos, y yo ahogo un grito al notar su impresionante
erección entrar en mí.
¡Oh, Dios, cómo me gusta!
Con manos expertas, me agarra por
la cintura y me levanta. Me sienta sobre él en la cama y murmura cerca de mi
boca mientras me aprieta contra él:
—Seremos tres la próxima vez.
Entre jadeos, asiento.
—Sí..., sí..., sí.
Eric me besa. Su pasión me vuelve
loca cuando jadea.
—Muévete, pequeña.
Mis caderas le hacen caso a un
ritmo profundo y lento. Creo que voy a explotar. La fricción del juguete anal
es tremenda. Nos miramos a los ojos mientras me clavo una y otra vez en él.
—Bésame —le pido.
Mi Iceman me satisface, y yo
acreciento mi ritmo volviéndole loco. Una y otra vez, entro y salgo de él hasta
que se para. Con un movimiento, me posa sobre la cama, me hace dar la vuelta y
me pone a cuatro patas.
—¿Qué haces? —pregunto.
Eric no contesta, mete su duro y
erecto pene en la vagina, y tras un par de empellones que me hacen jadear,
susurra en mi oído:
—Quiero tu precioso culito,
cariño. ¿Puedo?
Calor... Mucho calor. Excitada en
extremo, le enseño el anillo de mi mano.
—Soy toda tuya.
Saca con cuidado la joya anal y
unta más lubricante. Estoy impaciente y deseosa de sexo. Quiero más. Necesito
más. Eric, al ver mi impaciencia, mientras unta el lubricante en su pene, me
muerde las costillas. Nervios. Mis sentimientos son contradictorios. No he
vuelvo a practicar sexo anal desde el último día en que lo hice con él y con
aquella mujer. Pero Eric sabe lo que hace y, poco a poco, introduce su pene en
mí. Me dilato. Mi mente se vuelve loca, y el morbo puede conmigo cuando pido al
notar cómo me empala:
—Fuerte..., fuerte, Eric.
Pero él no me hace caso. No
quiere dañarme. Va poco a poco, y cuando está totalmente dentro de mí, se
agacha sobre mi espalda y, abrazándome con amor, susurra en mi oído:
—¡Dios, pequeña, qué apretada
estás!
Me acomodo a la nueva situación,
dichosa del placer que siento, mientras él entra y sale de mí y yo jadeo. Ardo.
Me quemo. Me entrego al gustoso placer del sexo anal y lo disfruto. Me siento
perversa. Practicar sexo caliente con Eric me vuelve perversa. Loca.
Desinhibida. Estoy a cuatro patas
ante él, con el culo en pompa, desesperada porque me folle, porque me haga suya
una y otra vez.
—Eric..., me gusta —aseguro
mientras clavo mi trasero en su cuerpo, deseosa de más profundidad.
Durante varios minutos nuestro
juego continúa. Él me penetra, me agarra por la cintura, y yo me muestro
receptiva. Un..., dos..., tres... ¡Ardor! Cuatro..., cinco..., seis... ¡Placer!
Siete..., ocho..., nueve... ¡Necesidad! Diez..., once..., doce... ¡Eric!
Pero mi Iceman ya no puede
contenerse más y su lado salvaje le hace penetrarme con más profundidad,
mientras mi cara cae sobre la cama. Un grito ahogado con el colchón sale de mi
boca, y mi alemán sabe que mi placer ha culminado. Entonces, clava sus dedos en
mis caderas y se lanza hacia mi dilatado trasero a un ataque infernal.
¡Oh, sí! ¡Oh, sí!
—Más..., más, Eric... —suplico,
estimulada.
El placer que esto le ocasiona y
el deseo que ve en mí lo vuelven loco y, cuando no puede más, un gutural gemido
sale de su boca y cae contra mi cuerpo.
Así estamos unos segundos.
Unidos, calientes y excitados. El sexo entre nosotros es electrizante y nos
gusta. Instantes después, Eric sale de mi trasero y nos dejamos caer en la cama
felices, cansados y sudorosos.
—¡Dios, pequeña!, me vas a matar
de placer.
Su comentario me hace reír. Me
abrazo a él, y él me abraza. Sin hablar, nuestro abrazo lo dice todo, mientras
en el exterior llueve con fuerza. De pronto, se oye un trueno, y Eric se mueve.
—Vamos a lavarnos y a vestirnos,
pequeña.
—¿Vestirnos?
—Ponernos algo de ropa. Un
pijama, o algo así.
—¿Por qué? —pregunto, deseosa de
seguir jugando con él.
Pero Eric parece tener prisa.
—Vamos, coge tu ropa interior de
la mesilla —me exige.
Pienso en protestar, pero opto
por hacerle caso. Cojo mi ropa interior y un pijama. Pero no me quiero vestir.
¡Vaya cortada de rollo!
Eric, al ver mi ceño fruncido, me
besa animadamente mientras coge la joya anal y guarda el lubricante en la
mesilla. Después, se levanta, y justo cuando me coge en brazos, la puerta de la
habitación se abre de par en par. Flyn, con cara de sueño y su pijama de rayas,
nos mira boquiabierto. Me tapo con mi ropa como puedo y gruño:
—Pero ¿tú no sabes llamar a la
puerta?
El niño, por una vez, no sabe qué
responder.
—Flyn, ahora volvemos —dice Eric.
Sin más, entramos en el baño. Una
vez dentro lo miro en espera de una explicación por esa aparición y murmura
cerca de mi boca:
—Desde pequeño le asustan los
truenos, pero no le digas que te lo he dicho. —Me besa y cuando se separa
prosigue—: Sabía que iba a venir a la cama cuando he oído el trueno. Siempre lo
hace.
Ahora quien lo besa soy yo.
¡Dios, cómo me gusta su sabor! Y cuando abandono con pereza su boca, pregunto:
—¿Siempre va a tu cama?
—Siempre —asegura, divertido.
Su gesto me hace sonreír. ¡Qué
lindo que es mi alemán!
Un nuevo trueno nos hace regresar
a la realidad, y Eric me posa en el suelo. Deja la joya anal sobre la encimera
del baño y se lava. Después, se seca, se pone los calzoncillos y dice antes de salir:
—No tardes, pequeña.
Cuando me quedo sola, cojo la
joyita y la meto bajo el chorro del agua para lavarla. Pienso en Susto.
Pobrecillo. Con la que está cayendo, y él en la calle. Luego, me aseo, y una
vez que me pongo el pijama, me miro en el espejo y, mientras peino mi alocado
pelo, sonrío.
¡Vaya tela tiene la historia
donde me estoy metiendo!
Pero segundos después, recuerdo
que cuando yo era pequeña me pasaba igual que a Flyn. Me daban miedo los
truenos, esos ruidos infernales que me hacían pensar que demonios feos y de
uñas largas surcaban los cielos para llevarse a los niños. Fueron muchas noches
durmiendo en la cama con mis padres, aunque al final mi madre, con paciencia y
alguna ayuda extra, consiguió quitarme ese miedo.
Al salir del baño, Eric está
tumbado en la cama charlando con Flyn. El pequeño, al verme, me sigue con la
mirada; abro la mesilla y con disimulo dejo la joya anal. Después, cuando me
meto en la cama, el enano gruñón pregunta a su tío:
—¿Ella tiene que dormir con
nosotros?
Eric hace un gesto afirmativo, y
yo murmuro, tapándome con el edredón:
—¡Oh, sí! Me dan miedo las
tormentas, sobre todo los truenos. Por cierto, ¿os gustan los perros?
—No —contestan los dos al
unísono.
Voy a decir algo cuando Flyn
puntualiza:
—Son sucios, muerden, huelen mal
y tienen pulgas.
Boquiabierta por lo que ha dicho,
respondo:
—Estás equivocado, Flyn. Los
perros no suelen morder y, por supuesto, no huelen mal ni tienen pulgas si
están cuidados.
—Nunca hemos tenido animales en
casa —explica Eric.
—Pues muy mal —cuchicheo, y veo
que sonríe—. Tener animales en casa te da otra perspectiva de la vida, en
especial a los niños. Y, sinceramente, creo que a vosotros dos os vendría muy
bien una mascota.
—Ni hablar —se niega Eric.
—Me mordió el perro de Leo y me
dolió —dice el niño.
—¿Te mordió un perro?
El crío asiente, se levanta la
manga del pijama y me enseña una marca en el brazo. Archivo esa información en
mi cabeza e imagino el pavor que debe de tener a los animales. He de
quitárselo.
—No todos los perros muerden,
Flyn —le indico con cariño.
—No quiero un perro —insiste.
Sin decir más, me tumbo de lado
para mirar a Eric a los ojos. Flyn está en medio y rápidamente me da la
espalda. ¡Faltaría más! Eric me pide disculpas con la mirada, y yo le guiño un
ojo. Minutos después, mi chico apaga la luz y, aun en la oscuridad, sé que
sonríe y me mira. Lo sé.
18
Es día 5 y hoy toca cena de Reyes
en la casa de la madre de Eric. Durante estos días he visto que mi alemán
trabaja desde casa, pero no habla de ir a la oficina. Quiero conocerla, pero
prefiero que sea él quien me proponga ir.
Flyn sigue sin darme tregua. Todo
lo que hago le molesta, y eso ocasiona que Eric y yo tengamos algún que otro
roce. Eso sí, reconozco que es Eric quien da siempre su brazo a torcer para que
la discusión no vaya a más. Sabe que el niño no lo está haciendo bien, e
intenta entenderme.
Mi relación con Susto progresa
muy adecuadamente. Ya no huye cuando me ve. Nos hemos hecho amigos. Se ha dado
cuenta de que soy de fiar y deja que lo toque. Tiene una tos perruna que no me
gusta y le he confeccionado una bufanda para el cuello. ¡Qué guapo está!
Susto es una
maravilla. Tiene una cara de bueno que no puede con ella, y cada vez que salgo
sin que Eric se dé cuenta a rehacerle la caseta y llevarle comida, el pobre me
lo agradece como mejor sabe: con lametazos, movidas de rabito y piruetas.
Por la noche, cuando llegamos a
la casa de Sonia, Marta, la hermana de Eric, nos recibe con una estupenda
sonrisa.
—¡Qué bien!, ¡ya estáis aquí!
Eric tuerce el gesto. Este tipo
de fiestecitas que organiza su madre no le van, pero sabe que no debe faltar.
Lo hace por Flyn, no por él. Eric me presenta al resto de las personas que hay
en el salón como su novia. Veo el orgullo en su mirada y en cómo me agarra con
posesión.
Minutos después, comienza a
hablar con varios hombres sobre negocios y decido buscar a Marta. Pero al
separarme de él, un joven me saluda.
—¡Hola!, soy Jurgen. Eres Judith,
¿verdad? —Asiento, y él dice—: Soy el primo de Eric. —Y cuchicheando, añade—:
El que hace motocross.
La cara se me ilumina y,
encantada, comienzo a hablar con él. Menciona varios sitios donde la gente se
reúne para practicar este deporte, y yo prometo ir. Me anima a utilizar la moto
de Hannah. Sonia le ha comentado que yo practico motocross y está entusiasmado.
Con el rabillo del ojo observo que Eric me mira y, por su cara, debe de
imaginar sobre lo que hablamos. En dos segundos, ya está a mi lado.
—Jurgen, ¡cuánto tiempo sin
verte! —saluda Eric mientras me vuelve a agarrar por la cintura.
El primo sonríe.
—¿Será porque tú no te dejas ver
mucho?
Eric cabecea.
—He estado muy ocupado.
Jurgen no vuelve a mencionar el
tema motocross y casi de inmediato ambos se sumergen en una aburrida
conversación. De nuevo, decido buscar a Marta. La encuentro fumando en la
cocina.
Cuando me acerco a ella, me
ofrece un cigarrillo. No suelo fumar, pero con ella siempre me apetece, y cojo
uno.
Así, vestidas con glamour, las
dos fumamos mientras charlamos de nuestras cosas.
—¿Qué tal con Flyn?
—¡Uf!, me tiene declarada la
guerra —me mofo, divertida.
Marta asiente y, acercando su
cabeza a la mía, cuchichea:
—Si te sirve de consuelo, nos la
tiene declarada a todas las mujeres.
—Pero ¿por qué?
La joven sonríe.
—Según el psicólogo, se debe a la
pérdida de su madre. Flyn piensa que las mujeres somos personas
circunstanciales que vamos y venimos en su vida. Por eso intenta no demostrar
su afecto hacia nosotras. Con mamá y conmigo se comporta igual. Nunca nos
demuestra su afecto y, si puede, nos rechaza. Pero bueno, nosotras ya nos hemos
acostumbrado a ello. Al único que quiere por encima de todos es a Eric. Por él
siente un amor especial; en ocasiones, para mi gusto, enfermizo.
Durante un par de segundos ambas
callamos, hasta que yo ya no puedo más.
—Marta, me gustaría decirte algo
en referencia a lo que has dicho, pero quizá te pueda molestar. No soy nadie
para dar mi opinión en un tema así, pero es que si no lo digo, ¡reviento!
—Adelante —responde, sonriente—.
Prometo no enfadarme.
Primero doy una calada al
cigarrillo y expulso el humo.
—Desde mi punto de vista, el niño
se agarra a Eric porque es el único que nunca lo abandona. Y antes de que me
digas nada más, ya sé que tú o tu madre no lo habéis abandonado, pero me
refiero a que quizá Eric es el único que se enfada con él en ocasiones e
intenta hacerlo razonar, y en fechas tan importantes, como por ejemplo la
Nochevieja, no se aleja de él. Flyn es un niño, y los niños sólo buscan cariño.
Y si él, por lo ocurrido con su madre, es reacio a querer a una mujer, sois
vosotras las que tenéis que hacer todo lo posible para que él se dé cuenta de
que su madre se ha marchado, pero que vosotras seguís aquí. Que nunca lo
abandonaréis.
—Judith, te aseguro que mamá y yo
hemos hecho de todo.
—No lo dudo, Marta. Pero quizá
deberíais cambiar la táctica. No sé..., si una cosa no funciona, probad algo
diferente.
El silencio que sobreviene me
pone la carne de gallina.
—La muerte de Hannah nos rompió
el corazón a todos —dice finalmente Marta.
—Lo imagino. Tuvo que ser
terrible.
Sus ojos se llenan de lágrimas, y
yo la tomo del brazo. Marta sonríe.
—Ella era el motor y el centro de
la familia. Era vitalista, positiva y...
—Marta... —susurro al ver una
lágrima rodar por su mejilla.
—Te hubiera encantado, Jud, y
estoy convencida de que os habríais llevado muy bien las dos.
—Seguro que sí.
Ambas damos sendas caladas a
nuestros cigarrillos.
—Nunca olvidaré la cara de Eric
esa noche. Ese día no sólo vio morir a Hannah,
también perdió a su padre y a la
que era su novia en aquel momento.
—¿Todo en el mismo día?
—pregunto, curiosa.
Nunca he hablado demasiado de
este tema con Eric. No puedo. No quiero hacerle recordar.
—Sí. El pobre, al no poder
contactar con su padre para contarle lo ocurrido, se presentó en su casa y lo
encontró en la cama con esa imbécil. Fue terrible. Terrible.
Se me pone la carne de gallina.
—Te juro que pensé que Eric nunca
se repondría —prosigue Marta—. Demasiadas cosas malas en tan pocas horas. Tras
el entierro de Hannah, durante dos semanas no supimos de él. Desapareció. Nos
preocupó muchísimo. Cuando regresó, su vida era un caos. Se tuvo que enfrentar
a su padre y a Rebeca. Fue terrible. Y para colmo, Leo, el hombre que vivía con
mi hermana Hannah y Flyn, por cierto ¡otro imbécil!, nos dijo que no quería
hacerse cargo del pequeño. De pronto, no lo consideraba su hijo. El niño sufrió
mucho al principio, y entonces Eric tomó las riendas de su vida. Dijo que él se
ocuparía de Flyn y, como habrás visto, lo está haciendo. En cuanto al tema de
Nochevieja, sé que tienes razón, pero quien rompió la tradición fue Eric,
llevándose a Flyn el primer año al Caribe. Al año siguiente, nos dijo a mamá y
a mí que prefería que esa noche pasara sin mucha celebración, y así han
transcurrido los años. Por eso, ella y yo hacemos nuestros planes.
—¿En serio? —pregunto,
sorprendida.
Justo en este momento se abre la
puerta de la cocina, y el pequeño Flyn nos observa con su mirada acusadora.
Instantes después se va.
—¡Joder! —protesta Marta—.
Prepárate.
—¿Que me prepare?
Apoyada en el quicio de la puerta
de cristal, sonríe.
—Va a chivarse a Eric de que
estamos fumando.
Yo me río. ¿Chivarse? Por favor,
que somos adultas.
Pero antes de que pueda contar
hasta diez, la puerta de la cocina se abre de nuevo, y mi alemán, seguido por
su sobrino, pregunta mientras camina hacia nosotras con actitud intimidatoria:
—¿Estáis fumando?
Marta no contesta, pero yo
asiento con la cabeza. ¿Por qué he de mentir? Eric mira mi mano. Pone mala cara
y me quita el cigarrillo. Eso me enoja y, con un tono de voz nada tranquilo,
siseo:
—Que sea la última vez que haces
lo que acabas de hacer.
La frialdad de los ojos de Eric
me traspasa.
—Que sea la última vez que tú
haces lo que acabas de hacer.
El aire puede cortarse con un
cuchillo.
España contra Alemania. ¡Esto
pinta mal!
No comprendo su enfado, pero sí
entiendo mi indignación. Nadie me trata así. Y, sin pensarlo dos veces, cojo la
cajetilla de tabaco que está sobre la mesita, saco un pitillo y me lo enciendo.
Para chula, ¡yo!
Boquiabierto, Eric me mira
mientras Marta y Flyn nos observan. Instantes después, Eric me quita de nuevo
el cigarrillo de las manos y lo tira al fregadero. Pero no. Eso no va a quedar
así. Cojo otro cigarrillo y lo vuelvo a encender. Él repite la misma acción.
—Pero bueno, ¿queréis acabar con
todo mi suministro de tabaco? —protesta Marta mientras recoge el paquete.
—Tío, Jud ha hecho algo malo
—insiste el pequeño.
Su voz de niño de las tinieblas
me encoge el corazón, y al ver que ni Marta ni Eric le dicen nada, lo miro,
enfadada.
—Y tú, ¿cómo eres tan chivato?
—Fumar es malo —dice.
—Mira, Flyn. Eres un niño y
deberías cerrar esa boquita, y...
Eric me corta.
—No la tomes con el niño, Jud. Él
sólo ha hecho lo que tenía que hacer.
—¿Chivarse es lo que tenía que
hacer?
—Sí —responde con seguridad. Y
luego, mirando a su hermana, añade—: Me parece fatal que fumes e incites a Jud
a fumar. Ella no fuma.
¡Ah, no!, eso sí que no. Yo fumo
cuando me sale del bolo, e incapaz de no decir nada, atraigo su mirada y
farfullo muy molesta:
—Estás muy equivocado, Eric. Tú
no sabes si fumo o no.
—Pues nunca te he visto fumar en
todo este tiempo —asegura, malhumorado.
—Si no me has visto fumar es
porque no soy una fumadora empedernida —lo recrimino—. Pero te aseguro que en
ciertos momentos me gusta fumarme algún que otro cigarrito. Ni éste es el primero
de mi vida ni por supuesto será el último, te pongas como te pongas.
Me mira. Lo miro. Me reta. Lo
reto.
—Tío, tú dijiste que no se puede
fumar, y ella y Marta lo estaban haciendo —insiste el pequeño monstruito.
—¡Que te calles, Flyn! —protesto
ante la pasividad de Marta.
Con la mirada muy seria, mi
chico, no latino, indica:
—Jud, no fumarás. No te lo voy a
permitir.
¡Buenooooo, lo que acaba de
decir!
El corazón me bombea la sangre a
un ritmo que me hace presuponer que esto no va a terminar bien.
—Venga ya, hombre, no me jorobes.
Ni que fueras mi padre y yo tuviera diez años.
—Jud..., ¡no me enfades!
Ese «¡no me enfades!» me hace
sonreír.
En este instante mi sonrisa
advierte como un gran cartel luminoso la palabra ¡CUIDADO!, y en tono de mofa,
la miro y respondo ante la cara de incredulidad de Marta:
—Eric..., tú ya me has enfadado.
En este instante, aparece la
madre de Eric y, al vernos a los tres ahí, pregunta:
—¿Qué ocurre? —De pronto, ve el
paquete de cigarrillos en las manos de su hija y exclama—: ¡Oh, qué bien! Dame
un cigarrito, cariño. Me muero por fumarme uno.
—¡Mamá! —protesta Eric.
Pero Sonia arruga el entrecejo y,
mirando a su hijo, suelta:
—¡Ay, hijo!, un poquito de
nicotina me relajará.
—¡Mamá! —protesta de nuevo Eric.
Una sonrisa escapa de mi boca
cuando Sonia explica:
—La insoportable mujer de
Vichenzo, hijo mío, me está sacando de mis casillas.
—Sonia, ¡no se fuma! —recrimina
Flyn.
Marta y su madre se comunican con
los ojos y, al final, la primera, no dispuesta a seguir en la cocina, agarra
del brazo a su madre y dice, mientras tira de Flyn, que se resiste a marcharse
con ellas:
—Vamos a por algo de beber... Lo
necesitamos.
Una vez que nos quedamos Eric y
yo solos en la cocina, dispuesta a presentar batalla, aclaro:
—No vuelvas a hablarme así
delante de la gente.
—Jud...
—No vuelvas a prohibirme nada.
—Jud...
—¡Ni Jud ni leches! —exploto,
furiosa—. Me has hecho sentir como una niñata ante tu hermana y el pequeño
chivato. Pero ¿quién te crees que eres para hablarme así? ¿No te das cuenta de
que entras en el juego de Flyn para que tú y yo nos enfademos? ¡Por el amor de
Dios, Eric!, tu sobrino es un pequeño demonio y, como no lo pares, el día de
mañana será un ser horripilante.
—No te pases, Jud.
—No me paso, Eric. Ese niño es un
viejo prematuro para sólo tener nueve años. Yo..., yo es que al final le...
Acercándose a mí, coge con sus
manos el óvalo de mi cara y me dice:
—Escucha, cariño, yo no quiero
que fumes. Es sólo eso.
—Vale, Eric, eso lo puedo
entender. Pero ¿qué tal si me lo dices cuando estemos tú y yo a solas en
nuestra habitación? O es que es necesario dejar ver a Flyn que me regañas
porque él así lo ha decidido. ¡Joder, Eric!, con lo listo que resultas a veces,
parece mentira que luego puedas ser tan tonto.
Me doy la vuelta y miro por la
cristalera. Estoy enfadada. Muy enfadada. Durante unos segundos maldigo a todo
bicho viviente, hasta que siento que Eric se pone detrás de mí. Pasa sus brazos
por mi cintura, me abraza y posa su barbilla en mi hombro.
—Lo siento.
—Siéntelo porque te has
comportado como un ¡gilipollas!
Esa palabra hace reír a Eric.
—Me encanta ser tu gilipollas.
Me asaltan ganas de reír, pero me
contengo.
—Siento ser tan tonto y no
haberme dado cuenta de lo que has dicho. Tienes razón, he actuado mal y me he
dejado llevar por lo que Flyn buscaba. ¿Me perdonas?
Lo que dice y en especial cómo me
abraza me relajan. Me pueden. Vale..., soy una blanda, pero es que lo quiero
tanto que sentir que necesita que lo perdone puede con mi enfado y con todo lo
demás.
—Claro que te perdono. Pero
repito: no vuelvas a prohibirme nada, y menos delante de nadie, ¿entendido?
Noto cómo mueve su cara en mi
cuello, y entonces soy yo la que se da la vuelta y lo besa. Lo beso con ardor,
pasión y morbo. Me levanta entre sus brazos y me aprisiona contra la
cristalera, mientras sus manos buscan el final de mi vestido para investigar.
Quiero que siga. Quiero que continúe, pero cuando voy a desintegrarme de placer
me separo de él unos milímetros y murmuro cerca de su boca:
—Cariño, estamos en la cocina de
tu madre y tras la puerta hay invitados. Creo que no es sitio ni lugar para
continuar con lo que estamos pensando.
Eric sonríe. Me deja en el suelo.
Yo me recoloco la falda de mi bonito vestido de noche y, mientras nos dirigimos
hacia el salón cogidos de la mano, cuchichea, haciéndome sonreír:
—Para mí cualquier lugar es bueno
si estoy contigo.
Regresamos de madrugada a casa.
Truena y diluvia, y a pesar de las incesantes
ganas que tengo de hacer el amor
con Eric, me retengo. Sé que el niño, el viejo prematuro, dormirá con nosotros,
y ante eso, nada puedo hacer.
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