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Pídeme lo que quieras Cap.5,6


Al día siguiente, cuando llego a la oficina y entro en el despacho de mi jefa para buscar unos archivos, suspiro al recordar lo ocurrido allí el día antes. Casi no he dormido. Mi mente no ha parado de pensar en el señor Zimmerman y en lo sucedido entre nosotros. La noche anterior, cuando llegué a casa, vi en diferido el partido Alemania-Italia. ¡Vaya partidazo de Italia! Estoy deseando refregarle por la cara a ese listillo la eliminación de su país.
Miguel aparece y nos vamos juntos a desayunar. Allí se nos unen Paco y Raúl y charlamos divertidos, mientras yo observo la puerta de la entrada a la espera de que Eric, el jefazo, el hombre que me invitó a cenar y me puso como una moto, aparezca. Pero no lo hace. Eso me desilusiona, así que, en cuanto acabamos de desayunar, regresamos a nuestros puestos de trabajo.
Al llegar al despacho, Miguel se marcha a administración. Tiene que solucionar algo que el señor Zimmerman le pidió el día anterior.
Dispuesta a enfrentarme a un nuevo día, enciendo mi ordenador cuando suena mi teléfono. Es de recepción para indicarme que un joven con un ramo de flores pregunta por mí. ¡¿Flores?! Nerviosa, me levanto de mi silla. Nunca nadie me ha mandado flores y tengo clarísimo de quién son: Zimmerman.
Con el corazón latiendo a mil por hora veo que se abren las puertas del ascensor y un joven con una gorra roja y un precioso ramo mira la numeración de los despachos. Pero, al darse cuenta de que lo estoy mirando, aprieta el paso.
—¿Es usted la señorita Flores? —pregunta al llegar frente a mí.
Quiero gritar: «¡Sí! ¡Diosssssssssss…!».
El ramo es espectacular. Rosas amarillas preciosas. ¡Divinas!
El joven de la gorra roja me mira y, finalmente, asiento a su pregunta. Me tiende el ramo y dice:
—Firme aquí y, por favor, entréguele este ramo a la señora Mónica Sánchez.
La mandíbula se me cae al suelo.
¿¡Es para mi jefa!?
Mi gozo en un pozo. Mis breves segundos de felicidad por creerme alguien especial se han borrado de un plumazo. Pero sin querer dar a entender mi decepción cojo el ramo, lo miro y casi lloro. Hubiera sido tan bonito que hubiera sido para mí…
Dejo el ramo sobre mi mesa y firmo el papel que el chico me tiende. Una vez se va el mensajero, llevo las preciosas flores hasta el despacho de mi jefa. Las dejo encima de su mesa y me doy la vuelta para marcharme. Pero entonces siento que me puede la curiosidad, así que me giro, busco entre las flores la tarjeta. La abro y leo: «Mónica, la próxima vez, ¿repetimos? Eric Zimmerman».
Leer eso me pone furiosa. ¿Cómo que «repetimos»?
¡Por Dios! Pero si parece el anuncio de las Natillas: «¿Repetimos?».
Rápidamente dejo la notita en su sitio y salgo del despacho. Mi humor ahora es negro. Espero que nadie me tosa en las próximas horas o lo va a pagar muy caro. Me conozco y soy una mala arpía cuando me enfado.
Sin poder quitarme ese «¿Repetimos?» de la cabeza, comienzo a teclear un informe en mi ordenador, cuando aparece mi jefa.
—Buenos días, Judith. Pasa a mi despacho —me dice, sin mirarme.
¡No! Ahora no. Pero me levanto y la sigo.
Cuando entro y cierro la puerta ella ve el ramo de flores. Lo coge. Saca la tarjeta y la veo sonreír. ¡Será imbécil! Me pica el cuello. Jodido sarpullido.
—He hablado con Roberto, de personal —me dice.
¡Ay, madre! ¿Me va a despedir?
—Va a haber cambios en la empresa. Ayer tuve una reunión muy interesante con el señor Zimmerman y van a cambiar algunas cosas en muchas de las delegaciones españolas.
Escuchar que tuvo una reunión interesante me molesta. Pero entonces, suena el teléfono y lo cojo rápidamente.
—Buenos días. Despacho de la señora Mónica Sánchez. Le atiende su secretaria, la señorita Flores. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Buenos días, señorita Flores —¡Es Zimmerman!—. ¿Me podría pasar con su jefa?
Con el corazón a mil por hora, consigo balbucear:
—Un momento, por favor.
Ni que decir tiene que mi jefa, en cuanto le digo que es él, aplaude, no sólo con las manos, y me indica que salga del despacho. Aunque antes de salir la oigo decir:
—Holaaaaaaaaaaa. ¿Llegaste bien a tu hotel anoche?
¿Anoche? ¡¿Anoche?! ¿Cómo que anoche?
Cierro la puerta.
Pero ¡si anoche estuvo conmigo!
Entonces, rápidamente, mi prodigiosa mente imagina lo que ocurrió. Ella era la mujer con la que hablaba en el coche. Me dejó en casa y se fue con ella. ¿Volvería al Moroccio?
Cada segundo que pasa estoy más enfadada. Pero ¿por qué? El señor Zimmerman y yo no tenemos nada. Sólo cenamos, me metió mano por encima de la ropa y presenciamos juntos un espectáculo sexual. ¿Eso me da derecho a estar enfadada?
Regreso a mi silla y vuelvo a teclear en el ordenador. Tengo que trabajar. No quiero pensar. En ocasiones, pensar no es bueno, y ésta es una de esas ocasiones. A la una, mi jefa sale del despacho y, tras una mirada con Miguel, él se levanta y se marchan juntos. Sé lo que van a hacer. Fornicarán como conejos durante las dos horas para comer, vete a saber dónde.
Trabajo, trabajo y más trabajo. Me centro en mi trabajo.
Estoy tan cabreada que me pongo a hacerlo con mucho ímpetu y me quito de encima un montón de papeleo. Sobre las dos y media llega Óscar, uno de los vigilantes jurado que hay en la puerta de la empresa.
—Esto lo ha dejado para ti el chófer del señor Zimmerman —dice, entregándome un sobre.
Boquiabierta, miro el sobre cerrado con mi nombre escrito. Asiento a Óscar, y éste se va. Me quedo un rato observando el sobre y, sin saber por qué, abro un cajón y lo guardo en él. No pienso abrirlo hasta el lunes. Es viernes. Tengo jornada continua y salgo a las tres.
El teléfono suena. Lo cojo y, tras soltar toda la parafernalia de siempre, escucho al otro lado:
—¿Has abierto el paquete que te he enviado?
¡Zimmerman! No respondo y él añade:
—Te oigo respirar. Contesta.
Por mi mente pasa decirle mil cosas. La primera: «¡Mandón!». La segunda es peor.
—Señor Zimmerman, me acaba de llegar y he decidido dejarlo para el lunes —respondo finalmente.
—Es un regalo para ti.
—No quiero ningún regalo suyo —murmuro con un hilo de voz, sorprendida por sus palabras.
—¿Por qué?
—Porque no.
—¡Ah! Señorita Flores, esa contestación no me vale. Ábralo por favor.
—No —insisto.
Lo oigo resoplar… Lo estoy enfadando.
—Por favor, ábrelo.
—¿Y por qué tengo que abrirlo?
—Jud, porque es un regalo que he comprado pensando en ti.
Vaya… ¿Vuelvo a ser Jud?
Y como soy una blanda, una tonta y además una curiosa de remate, al final abro el cajón, saco el sobre y tras rasgarlo miro en su interior.
—¿Qué es esto?
Lo oigo reír.
—Dijiste que estabas dispuesta a todo.
—¿Eh? Bueno… yo…
—Te gustarán, pequeña, te lo aseguro —me interrumpe—. Uno es para casa y otro para que lo lleves en el bolso y lo puedas utilizar en cualquier lugar y en cualquier momento.
Al escuchar el tono de su voz al decir «en cualquier momento», se me corta la respiración. ¡Dios, ya estamos otra vez!
—Estaré en tu casa a las seis —afirma antes de que yo pueda contestarle—. Te enseñaré para qué sirven.
—No, no estaré. Voy al gimnasio.
—A las seis.
La comunicación se corta y yo me quedo con cara de tonta.
Mientras oigo el pitido de la línea al otro lado del teléfono, deseo soltar por mi boca cientos de improperios. Pero sólo los escucharía yo. Él ya no está.
Enfadada, cuelgo el teléfono. Miro de nuevo dentro del sobre y leo «Vibrador Fairy. Estrella en Japón». En ese momento, mi cuerpo reacciona y resoplo. Finalmente lo guardo en el bolso y apoyo los codos en la mesa y mi cabeza entre mis manos.
—Debo parar esto —digo en voz baja—. Pero ¡ya!
6
Cuando llego a casa, mi Curro me recibe. Es un encanto. Leo la nota en que mi hermana me explica que le ha dado la medicación y sonrío. Qué mona es.
Tras quitarme la ropa me pongo algo más cómodo y me preparo algo de comer. Cocino unos ricos macarrones a la carbonara, me lleno el plato y me siento en el sofá a ver la tele mientras los devoro.
Cuando acabo con todo el plato, me recuesto en el sofá y, sin darme cuenta, me sumerjo en un sueño profundo hasta que un sonido estridente me despierta de repente. Adormilada, me levanto y el pitido vuelve a sonar. Es el telefonillo.
—¿Quién es? —pregunto, frotándome los ojos.
—Jud. Soy Eric.
Entonces, me despierto rápidamente. Miro el reloj. Las seis en punto. ¡Por favor! Pero ¿cuánto he dormido? Me pongo nerviosa. Mi casa está hecha un desastre. El plato con los restos de la comida sobre la mesa, la cocina empantanada y yo tengo una pinta horrible.
—Jud, ¿me abres? —insiste.
Quiero decirle que no. Pero no me atrevo y, tras resoplar, aprieto el botón. Rápidamente cuelgo el telefonillo. Sé que tengo un minuto y medio más o menos hasta que suene el timbre de la puerta de mi casa. Como Speedy González salto por encima del sillón. No me dejo los dientes en la mesa de milagro. Cojo el plato. Salto de nuevo el sillón. Llego a la cocina y, antes de que pueda hacer un movimiento más, oigo el timbre de mi puerta. Dejo el plato. Le echo agua para que no se vean los restos.
¡Oh, Dios, está todo sin fregar!
El timbre vuelve a sonar. Me miro en el espejo. Tengo el pelo enmarañado. Lo arreglo como puedo y corro a abrir la puerta.
Cuando abro, jadeo por las carreras que me he metido y me sorprendo al ver a Eric vestido con un vaquero y una camisa oscura. Está guapísimo. Siento cómo su mirada me recorre y pregunta:
—¿Estabas corriendo?
Como si fuera tonta, me apoyo en la puerta. Menudas carreras me acabo de meter. Él me mira de arriba abajo. Estoy a punto de gritarle: «¡Ya lo sé! Estoy horrible». Pero me sorprende cuando me dice:
—Me encantan tus zapatillas.
Me pongo roja como un tomate al mirar mis zapatillas de Bob Esponja que mi sobrina me regaló. Eric entra sin que yo lo invite. Curro se acerca. Para ser un gato es muy sociable. Eric se agacha y lo acaricia. A partir de ese momento Curro se convierte en su aliado.
Cierro la puerta y me apoyo en ella. Curro es tan maravilloso que no puedo dejar de sonreír. Eric me mira, se levanta y me entrega una botella.
—Toma, preciosa. Ábrela, ponla en una cubitera con bastante hielo y coge dos copas.
Asiento sin rechistar. Ya está dando órdenes.
Al llegar a la cocina, saco la cubitera que me regaló mi padre, echo hielo en ella, abro la botella y, al meterla en el hielo, me fijo con curiosidad en las pegatinas rosas y leo «Moët Chandon Rosado».
—Dijiste que te gustaba la fresa —escucho mientras siento cómo me pasa la mano
por la cintura para acercarme a él—. En el aroma de ese champán domina el aroma de fresas silvestres. Te gustará.
Extasiada por su cercanía, cierro los ojos y asiento. Me pone como una moto. De pronto, me da la vuelta y quedo apoyada entre el frigorífico y él. Mi respiración se agita. Él me mira. Yo lo miro y entonces hace eso que tanto me gusta. Se agacha, acerca su lengua a mi labio superior y lo repasa.
¡Dios, qué bien sabe!
Abro mi boca a la espera de que ahora me repase el labio de abajo, pero no. Me equivoco. Me levanta entre sus brazos para tenerme a su altura y luego mete su lengua directamente en mi boca con una pasión voraz.
Incapaz de seguir colgada como un chorizo, enrosco mis piernas en su cintura y, cuando él pega su entrepierna en el centro de mi deseo, me derrito. Sentir su excitación dura y caliente sobre mí me hace querer desnudarlo. Pero entonces separa su boca de la mía y me pregunta:
—¿Dónde está lo que te he regalado hoy?
Vuelvo a ponerme colorada.
¿Este hombre sólo piensa en sexo? Vale, yo también.
Sin embargo, incapaz de no responder a sus inquisidores ojos, respondo:
—Allí.
Sin soltarme, mira en la dirección que le he dicho. Camina hacia allí conmigo enlazada a su cuerpo y me suelta. Abre el sobre, saca lo que hay en él y rompe el plástico del embalaje, primero de una cosa y luego de la otra. Mientras lo hace, no me quita ojo y eso que respira con más intensidad. Me agita.
—Coge el champán y las copas.
Lo hago. Este tío va al grano. Cuando acaba de sacar los artilugios de su embalaje camina hacia la cocina y los mete bajo el grifo. Luego, los seca con una servilleta de papel y vuelve de nuevo hacia mí y me coge de la mano.
—Llévame a tu habitación —me dice.
Dispuesta a llevarlo hasta el mismísimo cielo en mis brazos si fuera necesario, lo conduzco por el pasillo hasta llegar ante la puerta de mi habitación. La abro y ante nosotros queda expuesta mi bonita cama blanca comprada en Ikea. Entramos y me suelta la mano. Dejo el champán y las dos copas sobre la mesilla, mientras él se sienta en la cama.
—Desnúdate.
Su orden me hace salir del limbo de fresas y burbujitas en el que él me había sumergido y, todavía excitada, protesto:
—No.
Sin apartar su mirada de mí, repite sin cambiar su gesto:
—Desnúdate.
Chamuscada en el horno de emociones en el que me encuentro, niego con la cabeza. Él asiente. Se levanta con cara de mala leche. Tira los artilugios que lleva en su mano sobre la cama.
—Perfecto, señorita Flores.
¡Buenoooo!
¿Volvemos a las andadas?
Al verlo pasar por mi lado, reacciono y lo agarro por el brazo. Tiro de él con fuerza.
—¿Perfecto qué, señor Zimmerman? —le pregunto, envalentonada.
Con gesto altivo, mira mi mano en su brazo. Entonces, lo suelto.
—Cuando quiera comportarse como una mujer y no como una niña, llámeme.
Eso me enciende.
Me fastidia.
¿Quién se ha creído ese presuntuoso?
Yo soy una mujer. Una mujer independiente que sabe lo que quiere. Por ello respondo en los mismos términos:
—¡Perfecto!
Aquella contestación lo desconcierta. Lo veo en sus ojos y en su mirada.
—¿Perfecto qué, señorita Flores?
Sin cambiar mi semblante serio, lo miro e intento no desmayarme por la tensión que acumulo en mi cuerpo.
—Cuando quiera comportarse como un hombre y no creerse un ser todopoderoso al que no se le puede negar nada, quizá lo llame.
¿He dicho «quizá lo llame»? Madre mía, pero ¿qué es eso de «quizá»?
Deseo a aquel hombre.
Deseo desnudarme.
Deseo que se desnude.
Deseo tenerlo entre mis piernas y voy yo y le suelto: «Quizá lo llame».
Una tensión endemoniada se cierne entre los dos. Ninguno parece querer dar su brazo a torcer, cuando mi mano busca la de él y éste, sorprendiéndome, la agarra. Lentamente y con cara de mala leche, se acerca a mí y me besa. Me pone su gesto serio.
¡Vaya, me encanta!
Me succiona los labios con deleite y yo le respondo poniéndome de puntillas. De nuevo se separa y se sienta en la cama. No hablamos. Sólo nos miramos. Me quito las zapatillas de Bob Esponja. Sin pestañear, le sigue el pantalón corto que llevo y a continuación la camiseta. Me quedo ante él en ropa interior. Al ver que él respira con profundidad, me siento poderosa. Eso me gusta. Me excita. Nunca he hecho una cosa así con un desconocido, pero descubro que me encanta.
Instintivamente me acerco a él. Lo tiento. Veo que cierra los ojos y acerca su nariz a mis braguitas. Doy un paso atrás y noto que se mosquea. Sonrío con malicia y él me imita. Con una sensualidad que yo no sabía que tenía, me bajo un tirante del sujetador, luego el otro y vuelvo a acercarme a él. Esta vez me agarra con fuerza por las nalgas y ya no puedo escapar. Vuelve a acercar su nariz a mis braguitas y me estremezco cuando siento su aliento y un dulce mordisco en mi depilado monte de Venus.
Sin hablar, levanta la cabeza y con una mano me saca del sujetador el pecho derecho. Me acerca más a él y se mete el pezón en su boca con un gesto posesivo. ¡Dios! Estoy tan excitada que voy a gritar. Juguetea con mi pecho mientras yo le revuelvo el pelo y lo aprieto contra mí. Vuelvo a sentirme poderosa. Sensual. Voluptuosa. Me miro en los espejos de mi armario y la imagen es, como poco, intrigante. Morbosa. Cuando creo que voy a explotar, me separa de él y, sin necesidad de que diga nada, sé lo que quiere. Me quito el sujetador y las bragas y quedo totalmente desnuda ante él. Durante unos segundos veo cómo me recorre con su mirada hasta que dice:
—Eres preciosa.
Oír su ronca voz cargada de erotismo me hace sonreír y, cuando él me tiende la mano, yo se la acepto. Se levanta. Me besa y siento sus poderosas manos por todo mi cuerpo. Me deleito. Me tumba en la cama y me siento pequeña. Pequeñita. Eric Zimmerman me mira altivo y un gemido sale de mi interior en el momento en que él me
coge de las piernas y me las separa.
—Tranquila, Jud, lo deseas.
Se quita la camisa y vuelvo a gemir. Aquel hombre es impresionante con su sensual torso. Aún con los pantalones puestos se pone a cuatro patas sobre mí y coge uno de los artilugios que me ha regalado.
—Cuando un hombre regala a una mujer un aparatito de éstos —murmura, mientras me lo enseña—, es porque quiere jugar con ella y hacerla vibrar. Desea que se deshaga entre sus manos y disfrutar plenamente de sus orgasmos, de su cuerpo y de toda ella. Nunca lo olvides. —Como siempre, asiento como una tonta y él prosigue—: Esto es un vibrador para tu clítoris. Ahora cierra los ojos y abre las piernas para mí —susurra—. Te aseguro que tendrás un maravilloso orgasmo.
No me muevo.
Estoy asustada.
Nunca he utilizado un vibrador para el clítoris y oír lo que él me dice me avergüenza, pero me excita. Eric ve la indecisión en mis ojos. Pasa su mano delicadamente por mi barbilla y me besa. Cuando se separa de mí pregunta:
—Jud, ¿te fías de mí?
Lo miro durante unos segundos. Es mi jefe. ¿Debo fiarme de él?
Tengo miedo a lo desconocido. ¡No lo conozco! Ni sé lo que me va a hacer.
Pero estoy tan excitada que, finalmente, vuelvo a asentir. Me besa e, instantes después, desaparece de mi vista. Siento cómo se acomoda entre mis piernas mientras yo miro el techo y me muerdo los labios. Estoy muy nerviosa. Nunca he estado tan expuesta a un hombre. Mis relaciones hasta ese momento han sido de lo más normales y ahora, de repente, me encuentro desnuda en mi habitación, tumbada en la cama y abierta de piernas para un desconocido que encima ¡es mi jefe!
—Me encanta que estés totalmente depilada —susurra.
Me besa la cara interna de los muslos mientras con delicadeza me acaricia las piernas. Tiemblo. Luego me las dobla y cierro los ojos para no observar la imagen grotesca que debo dar. Entonces siento sus dedos por mi vagina. Eso vuelve a estremecerme y, cuando su caliente boca se posa en ella, doy un salto. Eric comienza a mover su lengua como cuando lo hace sobre mi boca. Primero un lengüetazo, después otro y mis piernas, inconscientemente, se abren más. Su lengua va a mi clítoris. Lo rodea. Lo estimula y, en el momento en que se hincha, lo coge con los labios y tira de él. Jadeo.
Escucho un runrún. Un extraño ruido que pronto identifico como el vibrador. Eric lo pasa por la cara interna de mis muslos y tiemblo de excitación. Y, cuando lo pasa por mis labios vaginales, un electrizante gemido me hace abrir los ojos.
—Pequeña, te gustará —lo oigo decirme.
Y tiene razón.
¡Me gusta!
Esa vibración, acompañada del morbo del momento, me enloquece. Con cuidado abre los pliegues de mi sexo y coloca aquel aparato sobre mi bultito, sobre mi clítoris. Me muevo. Es electrizante. Segundos después, lo retira y siento su lengua succionarme con avidez. Pocos después, su boca se retira y vuelvo a sentir la vibración. Esta vez no encima de mi clítoris, sino al lado. De pronto, un calor enorme comienza a subirme del estómago hacia arriba. Siento que voy a estallar de placer, cuando me doy cuenta de que la vibración ha subido de potencia. Ahora es más fuerte, más devastadora. Más intensa. El calor se concentra en mi cara y en mi sien. Respiro agitadamente. Nunca había sentido ese calor.
Nunca me había sentido así. Me siento como una flor a punto de abrirse al mundo.
¡Voy a explotar!
Y cuando no puedo más, un gemido incontrolable sale de mi boca. Cierro las piernas y me arqueo, convulsionándome, mientras él retira el vibrador de mi clítoris. Durante unos segundos boqueo como un pez.
¿Qué ha pasado?
Al sentir que él se tumba sobre mí y toma mi boca resurjo de mis cenizas y lo beso. Lo deseo. Le devoro la boca en busca de más.
—Pídeme lo que quieras —escucho que me dice mientras me sigue besando.
Su voz, su tono al decir aquella insinuante frase me excita aún más. Le tomo la palabra y toco su cinturón.
—Necesito tenerte dentro ¡ya!
Mi petición parece convertirse en su urgencia.
—¿Tomas algún tipo de anticonceptivo? —pregunta.
—Sí. La píldora.
—Aun así —murmura—, me pondré preservativo.
Rápidamente se quita los pantalones y los calzoncillos. Se queda totalmente desnudo ante mí y me estremezco de placer. Eric es impresionante. Fuerte y varonil. Su pene escandalosamente duro y erecto está preparado para mí. Alargo mi mano y lo toco. Suave. Él cierra los ojos.
—Para un segundo o no podré darte lo que quieres.
Obediente, le hago caso mientras veo que rasga con los dientes el envoltorio de un preservativo. Se lo coloca con celeridad y se tumba sobre mí sin hablar. Me coloca las piernas sobre sus hombros y sin dejar de mirarme a los ojos me penetra lentamente hasta el fondo.
—Así, pequeña, así. Ábrete para mí.
Inmóvil bajo su peso, le permito entrar en mi interior.
¡Oh, sí, me gusta!
Su pene duro y rígido me enloquece y siento cómo busca refugio con desesperación dentro de mí. Me ensarta hasta el fondo y yo jadeo cuando bambolea las caderas.
—¿Te gusta así?
Asiento. Pero él exige que le hable y para hasta que respondo:
—Sí.
—¿Quieres que continúe?
Deseosa de más, estiro mis manos, agarro su culo y lo lanzo hacia mí. Sus ojos brillan, lo veo sonreír y yo me arqueo de placer. Eric es poderoso y posesivo. Su mirada, su cuerpo, su virilidad pueden conmigo y cuando comienza una serie de rápidas envestidas y siento su mirada ardiente me corro de placer. Instantes después me baja las piernas de sus hombros y me las pone a ambos lados de sus piernas. El juego continúa. Coge mis caderas con sus fuertes manos.
—Mírame, pequeña.
Abro los ojos y lo miro. Es un dios y yo me siento una simple mortal entre sus manos.
—Quiero que me mires siempre, ¿entendido?
No puedo evitar volver a asentir como una boba y no le quito el ojo de encima mientras, enardecida de nuevo, veo cómo se hunde una y otra vez en mi interior. Ver su expresión y su fuerza me enloquece. Abro mis piernas todo lo que puedo para darle más

cabida y noto cómo mi útero se contrae. Tras varios envites que me rompen por dentro y me revuelven por completo, Eric cierra los ojos y se corre tras un gruñido sexy, mientras me aprieta contra él. Finalmente cae sobre mí. 

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