Desnuda y con su duro cuerpo sobre el mío, intento recuperar el
control de mi respiración. Lo ocurrido ha sido ¡fantástico! Le acaricio la
cabeza, que reposa sobre mi cuerpo, con mimo y aspiro su perfume. Es varonil y
me gusta. Noto su boca sobre mi pecho y eso también me gusta. No quiero
moverme. No quiero que él se mueva. Quiero disfrutar de ese momento un segundo
más. Pero entonces, él rueda hacia el lado derecho de la cama y me mira.
—¿Todo bien, Jud?
Digo que sí con la cabeza. Él sonríe.
Instantes después veo que se levanta y se marcha de la habitación.
Oigo la ducha. Deseo ducharme con él pero no me ha invitado. Me siento en la
cama sudorosa y veo en mi reloj digital que son las siete y media.
¿Cuánto tiempo hemos estado jugando?
Minutos después aparece desnudo y mojado. ¡Apetecible! Me
sorprendo al darme cuenta de que coge los calzoncillos y se los pone.
—Anoche perdisteis el partido de fútbol contra Italia. ¡Lo siento!
Os mandaron a casita.
Eric me mira y añade:
—Sabemos perder, te lo dije. Otra vez será.
Sigue vistiéndose sin inmutarse por lo que le acabo de decir.
—¿Qué haces? —le pregunto.
—Vestirme.
—¿Por qué?
—Tengo un compromiso —responde escuetamente.
¿Un compromiso? ¿Se va y me deja así?
Irritada por su falta de tacto, tras lo que ha ocurrido entre
nosotros, me pongo la camiseta y las bragas.
—¿Vas a repetir con mi jefa? —le suelto, incapaz de morderme la
lengua.
Eso lo sorprende.
¡Ay, Dios! Pero ¿qué he dicho?
Sin mover un solo músculo de su cara se acerca a mí, vestido únicamente
con los calzoncillos.
—Sabía que eras curiosa, pero no tanto como para leer las tarjetas
que no son para ti —me dice, escrutándome con su mirada.
Eso me avergüenza. Acabo de dejar constancia de que soy una
fisgona. Pero sigo mostrándome incapaz de contener mi lengua.
—Lo que tú pienses me da igual —le digo.
—No debería darte igual, pequeña. Soy tu jefe.
Con un descaro increíble, lo miro, me encojo de hombros y
respondo:
—Pues me lo da, seas mi jefe o no.
Me levanto de la cama y camino hacia la cocina.
Quiero agua, ¡agua! No champán con olor a fresas. Cuando me vuelvo
está detrás de mí.
—¿Qué haces que no te vistes y te vas? —le pregunto sin inmutarme
y levantando una ceja.
No responde. Sólo me mira, desafiante,
con los ojos entornados.
Furiosa lo empujo y salgo de la cocina.
Camino de vuelta a mi habitación y siento que viene detrás de mí.
—Vístete y vete de mi casa —le grito, volviéndome hacia él—.
¡Fuera!
—Jud… —oigo que me dice en voz baja.
—¡Ni Jud, ni leches! Quiero que te vayas de mi casa. Pero, vamos a
ver: ¿para qué has venido?
Me mira con un gesto que me impulsa a partirle la cara. Me
contengo. Es mi jefe.
—Vine a lo que tú ya sabes.
—¡¿Sexo?!
—Sí. Quedé en que te enseñaría a utilizar el vibrador.
Dice eso y se queda tan pancho. ¡Flipante!
—Pero ¿es que me crees tan tonta como para no saber cómo se
utiliza? —vuelvo a gritarle, presa de los nervios.
—No, Jud —comenta con aire distraído, mientras me sonríe—.
Simplemente quería ser el primero en hacerlo.
—¿El primero?
—Sí, el primero. Porque estoy convencido de que a partir de hoy lo
utilizarás muchas veces, mientras piensas en mí.
Esa seguridad chulesca me mata y, torciendo el gesto, replico,
dispuesta a todo:
—Pero ¡serás creído! ¡Presumido! ¡Vanidoso y pretencioso! ¿Tú
quién te crees que eres? ¿El ombligo del mundo y el hombre más irresistible de
la Tierra?
Con una tranquilidad que me desconcierta, responde mientras se
pone el pantalón:
—No, Jud. No me creo nada de eso. Pero he sido el primero que ha
jugado con un vibrador en tu cuerpo. Eso, te guste o no, nunca lo podrás
obviar. Y aunque en un futuro juegues sola o con otros hombres, siempre… sabrás
que yo fui el primero.
Escucharlo decir aquello me excita.
Me calienta.
¿Qué me pasa con ese hombre?
Pero no estoy dispuesta a caer en su influjo.
—Vale, habrás sido el primero. Pero la vida es muy larga y te
aseguro que no serás el único. El sexo es algo estupendo en esta vida y siempre
lo he disfrutado con quien he querido, cuando he querido y como he querido. Y
tiene razón, señor Zimmerman. Le tengo que dar las gracias por algo. Gracias
por no regalarme unas insulsas rosas y regalarme un vibrador que estoy segura
que me resultará de gran ayuda cuando esté practicando sexo con otros hombres.
Gracias por alegrar mi vida sexual.
Lo oigo resoplar. Bien. Lo estoy cabreando.
—Un consejo —me replica, contra todo pronóstico—. Lleva el otro
vibrador que te he regalado siempre en el bolso. Tiene forma de barra de labios
y reúne toda la discreción para que nadie, excepto tú, sepa lo que es. Estoy
seguro de que te será de gran utilidad y que encontrarás sitios discretos para
utilizarlo sola o en compañía.
Eso me descoloca. Esperaba que me mandara a freír espárragos, no
aquello.
Malhumorada, me dispongo a sacar a la arpía mal hablada que hay en
mí, cuando me coge por la cintura y me atrae hacia él. Lo miro y, por un
momento, me siento tentada a subir la rodilla y darle donde más le duele. Pero
no. No puedo hacer eso. Es el señor Zimmerman y me gusta mucho. Entonces, me
coge de la barbilla y me hace mirarlo a los ojos. Y antes de que pueda hacer o
decir nada, saca su lengua y me la pasa por el labio
superior. Después me succiona el
inferior y cuando siento la dureza de su pene contra mí, murmura:
—¿Quieres que te folle?
Quiero decirle que no.
Quiero que se vaya de mi casa.
¡Lo odio por cómo me utiliza!
Pero mi cuerpo no responde. Se niega a hacerme caso. Sólo puedo
seguir mirándolo mientras un deseo inmenso crece con fuerza en mi interior y yo
ya no me reconozco. ¿Qué me pasa?
—Jud, responde —exige.
Convencida de que sólo puedo contestar que sí, asiento y él, sin
miramientos, me da la vuelta entre sus brazos. Me hace caminar ante él hasta el
aparador de mi habitación. Me planta las manos en él y me inclina hacia
adelante. Después me arranca las bragas de un tirón y yo gimo. No puedo moverme
mientras siento que saca la cartera de su pantalón y, de su interior, un
preservativo. Se quita el pantalón y los calzoncillos con una mano, mientras
con la otra me masajea las nalgas. Cierro los ojos, mientras imagino que se
pone el preservativo. No sé qué estoy haciendo. Sólo sé que estoy a su merced,
dispuesta a que haga lo que quiera conmigo.
—Separa las piernas —susurra en mi oído.
Mis piernas tienen vida propia y hacen lo que él pide mientras me
acaricia el trasero con una mano y con la otra se enreda mi pelo para tenerme
bien sujeta.
—Sí, pequeña, así.
Y, sin más, con una fuerte embestida me penetra y oigo un ahogado
gemido en mi cuello. Eso me aviva. Luego, me da un azotito exigente. ¡Me gusta!
Me agarro al aparador y siento que las piernas me flojean. Él debe
notar mi debilidad porque me agarra por la cintura con las dos manos de modo
posesivo y comienza a bombear su erecto pene con una intensidad increíble
dentro y fuera de mí. Una y otra vez. Una y otra vez.
En aquella posición y sin tacones, me siento pequeña ante él, es
más, me siento como una muñeca a la que mueven en busca de placer. De pronto,
las embestidas paran de ritmo y su mano abandona mi cadera y baja hasta mi
vagina. Mete los dedos en mi hendidura y me busca el clítoris. Eso me hace
jadear.
—Otro día —me dice—, te follaré mientras te masturbo con lo que te
he regalado.
Le digo que sí. Quiero que lo haga.
Quiero que lo haga ya. No quiero que se vaya. Quiero… quiero…
Sus embestidas se hacen cada segundo más lentas y yo me muevo
nerviosa, incitándolo a que suba el ritmo. Él lo sabe. Lo intuye y pregunta
cerca de mi oreja con su voz ronca.
—¿Más?
—Sí… sí… Quiero más.
Una nueva embestida hasta el fondo. Jadeo por el placer.
—¿Qué más quieres? —añade, mientras aprieta los dientes.
—Más.
Grito de placer ante su nueva penetración.
—Sé clara, pequeña. Estás húmeda y caliente. ¿Qué quieres?
Mi mente funciona a una velocidad desbordante. Sé lo que quiero,
así que, sin importarme lo que piense de mí, suplico:
—Quiero que me penetres fuerte.
Quiero que…
Un grito escapa de mi boca al sentir cómo mis palabras lo avivan.
Lo siento jadear. Lo vuelven loco. Sus embestidas fuertes y profundas comienzan
de nuevo y yo me arqueo dispuesta a más y más, hasta que llega el clímax.
Segundos después, él explota también y suelta un gemido de placer mientras me
ensarta por última vez. Agotada y satisfecha, me agarro con fuerza al mueble.
Lo siento apoyado en mi espalda y eso me reconforta.
Al cabo de un rato me incorporo y suspiro mientras me doy aire.
Tengo calor. En esa ocasión soy yo la que se marcha directa a la ducha, donde
disfruto en soledad de cómo el agua resbala por mi cuerpo.
Me demoro más de lo normal. Sólo espero que él no esté cuando
salga. Sin embargo, cuando lo hago lo veo apaciblemente sentado en la cama con
la copa de champán en la mano.
Mi gesto es un poema. Me doy cuenta de que mi ceño está fruncido y
mi boca, tensa.
Lo miro. Me mira y, cuando veo que él va a decir algo, levanto la
mano para interrumpirlo:
—Estoy cabreada. Y cuando estoy cabreada mejor que no hables. Por
lo tanto, si no quieres que saque la Cruella de Vil que llevo dentro, coge tus
cosas y márchate de mi casa.
Me toma de la mano.
—¡Suéltame!
—No. —Tira de mí hasta dejarme entre sus piernas—. ¿Quieres que me
quede contigo?
—No.
—¿Estás segura?
—Sí.
—¿Vas a responder continuamente con monosílabos?
Lo carbonizo con la mirada.
Frunzo mis ojos y siseo con ganas de arrancarle aquella sonrisita
de cabroncete de la boca:
—¿Qué parte de «Estoy cabreada» no has entendido?
Me suelta. Da un trago a su copa y, tras saborearla, susurra:
—¡Ah! Las españolas y vuestro maldito carácter. ¿Por qué seréis
así?
Le voy a… Le voy a dar un guantazo.
Juro que como diga alguna perlita más le estampo la botella de
etiqueta rosa en la cabeza, aunque sea mi jefe.
—De acuerdo, pequeña, me iré. Tengo una cita. Pero regresaré
mañana a la una. Te invito a comer y, a cambio, tú me enseñarás algo de Madrid,
¿te parece?
Con un gesto serio que incluso el mismísimo Robert De Niro sería
incapaz de poner, lo miró y gruño:
—No. No me parece. Que te enseñe Madrid otra española. Yo tengo
cosas más importantes que hacer que estar contigo de turismo.
Y vuelve a hacerlo. Se acerca a mí, pone sus labios frente a mi
boca, saca su lengua, recorre mi labio superior y añade:
—Mañana pasaré a buscarte a la una. No se hable más.
Abro la boca estupefacta y resoplo. Él sonríe.
Quiero mandarlo a que le den por donde amargan los pepinos, pero
no puedo. El hipnotismo de sus ojos no me deja. Finalmente, mientras tira de mí
en dirección a la puerta
dice:
—Que pases una buena noche, Jud. Y si me echas de menos, ya tienes
con qué jugar.
Poco después se va de mi casa y yo me quedo como una imbécil
mirando la puerta.
8
Estoy dormida como un tronco cuando oigo el sonido de la puerta de
mi casa al abrirse. Salto de la cama ¿Qué hora es? Miro el reloj de mi mesilla.
Las once y siete. Me tumbo de nuevo en la cama. No quiero saber quién es hasta
que, de pronto, una pequeña bomba cae sobre mí y grita:
—¡Hola, titaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!
Mi sobrina Luz.
Maldigo en silencio, pero luego miro a la pequeña y la agarro para
besarla con amor.
Adoro a mi sobrina. Pero cuando mis ojos se cruzan con los de mi
hermana, mi mirada dice de todo menos bonita. Veinte minutos después y recién
salida de la ducha, entro en el comedor en pijama. Mi hermana está preparando
algo de desayuno mientras mi pequeña Luz, espachurra entre sus brazos al pobre Curro
y ve los dibujos de la televisión.
Entro en la cocina, me siento en la encimera y pregunto:
—¿Se puede saber qué haces en mi casa un sábado a las once de la
mañana?
Mi hermana me mira y pone un café ante mí.
—Me engaña —cuchichea.
Sorprendida por sus palabras, me dispongo a contestarle, pero ella
baja la voz para que Luz no la oiga y prosigue:
—Acabo de descubrir que el sinvergüenza de mi marido ¡me engaña!
Me paso media vida a régimen, yendo al gimnasio, cuidándome para estar siempre
estupenda y ¡ese desgraciado me engaña! Pero no, esto no va a quedar así. Te
juro que voy a contratar al mejor abogado que encuentre y le voy a sacar hasta
los higadillos por cabrón. Te juro que…
Necesito un segundo. Tiempo muerto. Levanto la mano y pregunto:
—¿Por qué sabes que te engaña?
—Lo sé y punto.
—No me vale esa respuesta —insisto cuando la pequeña entra en la cocina.
—Mami, voy al baño.
Raquel asiente y dice:
—Oye, no te olvides de limpiarte el petete con papel, ¿vale?
La pequeña desaparece de nuestra vista.
—Ayer Pili, la madre de la amiguita de Luz —continúa—, me confesó
que descubrió que su marido la engañaba cuando éste comenzó a comprarse él
mismo la ropa. Y justamente, Alfredo hace dos días se compró una camisa ¡y unos
calzoncillos!
Eso me deja patitiesa. No sé qué decir. Efectivamente, se dice que
uno de los síntomas para desconfiar en un hombre es ése. Pero claro, tampoco se
puede decir que eso sea una tónica general en todos. Y menos en mi cuñado. Que
no, que no me lo imagino.
—Pero, Raquel, eso no quiere decir nada mujer…
—Sí. Eso quiere decir mucho.
—¡Anda ya, exagerada!—río para quitarle importancia.
—De exagerada nada, cuchufleta. Me mira de forma extraña… como si
quisiera decirme algo y… cuando hacemos el amor, él…
—No quiero saber más—la interrumpo. Pensar en mi cuñado en plan
caliente no me apetece.
Entonces, mi sobrina irrumpe en la
cocina y pregunta:
—Tita… ¿por qué este pintalabios no pinta pero tiembla?
Al escuchar eso creo morir. Rápidamente miro a la pequeña y veo
que trae en las manos el vibrador en forma de pintalabios que Eric me ha
regalado. Salto de la encimera y se lo quito. Mi hermana, como está en su
mundo, ni se entera. Menos mal. Me guardo el jodido pintalabios en el primer
sitio que encuentro. En las bragas.
—Es un pintalabios de broma, pichurrina. ¿No lo has visto?
La pequeña suelta una risotada y yo me parto. Bendita inocencia.
Mi hermana nos mira y mi sobrina dice:
—Tita, no te olvides de la fiesta del martes.
—No lo haré, cariño —murmuro, mientras le acaricio la cabeza con
ternura.
Mi sobrina me mira con sus ojitos castaños, tuerce la boca y dice:
—He discutido otra vez con Alicia. Es tonta y no la pienso ajuntar
en la vida.
Alicia es la mejor amiga de mi sobrina. Pero son tan diferentes
que no paran de discutir, aunque luego no pueden vivir la una sin la otra. Yo
soy su intermediaria.
—¿Por qué habéis discutido?
Luz resopla y pone sus ojitos en blanco.
—Porque le dejé una película y ella dice que es mentira
—cuchichea—. Me llamó tonta y cosas peores y yo me enfadé. Pero ayer me trajo
la película, me pidió perdón y yo no la perdoné.
Sonrío. Mi canija y sus grandes problemas.
—Luz, sabes que siempre te digo que cuando quieres a una persona
hay que intentar solucionar los problemas, ¿no? ¿Tú quieres a Alicia?
—Sí.
—Y si te ha pedido perdón por su error, ¿por qué no la perdonas?
—Porque estoy enfadada con ella.
—Vale, entiendo tu enfado, pero ahora debes pensar si tu enfado es
tan importante como para dejar de ser amiga de una persona a la que quieres y
que encima te ha pedido disculpas. Piénsalo, ¿vale?
—De acuerdo, tita. Lo pensaré.
Segundos después la pequeña desaparece en el interior de mi piso.
—¿Se puede saber qué te has guardado en el pantalón? —pregunta
Raquel.
—Ya lo he dicho. Un pintalabios de broma —río al recordar que está
dentro de mis bragas.
Convencida o no, acepta lo dicho y no pide más explicaciones. Eso
me alegra. Media hora después, tras haber despotricado todo lo habido y por
haber contra mi cuñado, mi hermana y mi sobrina se van y me dejan tranquila en
casa.
Miro el reloj. Las doce y cinco minutos.
Entonces recuerdo que Eric me vendrá a buscar y maldigo. No pienso
salir con él. Que salga con la que tuvo la cita anoche. Voy a mi habitación,
cojo mi móvil y, sorprendida, me doy cuenta de que tengo un mensaje. Es de
Eric.
«Recuerda. A la una paso a buscarte.»
Eso me enfurece.
Pero ¿quién se ha creído éste que es para ocupar mi tiempo? Le
respondo:
«No pienso salir.»
Tras enviárselo, suspiro aliviada, pero mi alivio dura poco cuando
el teléfono suena y leo: «Pequeña, no me hagas enfadar».
¿Que no lo haga enfadar?
Este tío es de todo, menos bonito. Y, antes de que le conteste, mi
móvil pita de nuevo.
«Por tu bien, te espero a la una.»
Leer aquello me hace sonreír.
¡Será impertinente…! Así que decido responderle: «Por su bien,
señor Zimmerman, no venga. No estoy de humor».
Mi móvil inmediatamente pita de nuevo.
«Señorita Flores, ¿quiere enfadarme?»
Boquiabierta, miro la pantalla y respondo: «Lo que quiero es que
se olvide de mí».
Dejo el móvil sobre la encimera, pero suena de nuevo. Rápidamente
lo cojo.
«Tienes dos opciones. La primera, enseñarme Madrid y disfrutar del
día conmigo. Y la segunda enfadarme y soy tu JEFE. Tú decides.»
Me atraganto. Su abuso de autoridad me enardece pero me excita.
¿Seré imbécil?
Con las manos temblorosas, vuelvo a dejarlo sobre la encimera. No
pienso contestarle. Pero el móvil pita de nuevo y yo, curiosa de mí, leo lo que
pone: «Elige opción».
Enfadada, maldigo por lo bajo.
Me lo imagino sonriendo mientras escribe aquello. Eso me enfada
aún más. Suelto el teléfono. No pienso contestar y tres segundos después vuelve
a pitar. Leo: «Estoy esperando y mi paciencia no es infinita».
Desesperada, me acuerdo de todos sus antepasados. Y al final
contesto: «A la una estaré preparada».
Espero su respuesta, pero no llega. Convencida de que me estoy
metiendo en un juego al que no debería jugar, me preparo otro café y, cuando
miro el reloj del microondas, veo que marca la una menos veinte. Sin tiempo que
perder, corro por la casa.
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