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Pídeme lo que quieras Cap.9,10


¿Qué me pongo?
Al final, me calzo unos vaqueros y una camiseta negra de los Guns’n’Roses que me regaló mi amiga Ana. Me sujeto el pelo en una coleta alta y a la una suena el telefonillo. ¡Qué puntual! Convencida de que es él, no contesto. Que vuelva a llamar. Diez segundos después lo hace. Sonrío. Descuelgo el telefonillo y pregunto distraída:
—¿Sí?
—Baja. Te espero.
¡Olé! Ni buenos días, ni nada.
¡Don Mandón ha regresado!
Tras besar a Curro en la cabeza, salgo de mi casa deseosa de que mi aspecto con vaqueros no le guste nada de nada y decida no salir conmigo. Pero me quedo a cuadros cuando llego a la calle y lo veo vestido con unos vaqueros y una camiseta negra junto a un impresionante Ferrari rojo que me deja patidifusa. ¡Si lo pilla mi padre!
La sonrisa vuelve a mi boca. ¡Me encanta!
—¿Es tuyo? —pregunto, acercándome hasta él.
Se encoge de hombros y no contesta.
Asumo que es alquilado y me enamoro a primera vista de aquella impresionante máquina. Lo acaricio con mimo mientras siento que él me mira.
—¿Me dejas conducirlo? —le pregunto.
—No.
—Venga, vaaaaaaaaaaaa —insisto—. No seas aguafiestas y déjame. Mi padre tiene un taller y te aseguro que sé hacerlo.
Eric me mira. Yo lo miro también.
Él resopla y yo sonrío. Finalmente niega con la cabeza.
—Enséñame Madrid y, si te portas bien, quizá luego te permita conducirlo. —Eso me emociona y prosigue—: Yo conduciré y tú me dirás dónde ir. Así que, ¿dónde vamos?
Me quedo pensando un rato, pero en seguida le contesto:
—¿Qué te parece si vamos a lo más guiri de Madrid? Plaza Mayor, Puerta del Sol, Palacio Real, ¿lo conoces?
No responde, así que le doy unas indicaciones y nos sumergimos en el tráfico. Mientras él conduce, disfruto del hecho de ir en un Ferrari. ¡Qué pasada! Subo la música de la radio. Me encanta esa canción de Juanes. Él la baja. Vuelvo a subirla. Él vuelve a bajarla.
—Vamos a ver, ¡que no escucho la canción! —protesto.
—¿Estás sorda?
—No… no estoy sorda, pero un poquito de vidilla a la música dentro de un coche no viene mal.
—¿Y también tienes que cantar?
Esa pregunta me pilla tan de sorpresa que respondo:
—¿Qué pasa? ¿que tú no cantas nunca?
—No.
—¿Por qué?
Tuerce el gesto mientras lo piensa… lo piensa… y lo piensa.
—Sinceramente, no lo sé —contesta, finalmente.
Sorprendida por aquello, lo miro y añado:
—Pues la música es algo maravilloso en la vida. Mi madre siempre decía que la música amansa las fieras y que las letras de muchas canciones pueden ser tan significativas para el ser humano que incluso nos pueden ayudar a aclarar muchos sentimientos.
—Hablas de tu madre en pasado. ¿Por qué?
—Murió de cáncer hace unos años.
Eric toca mi mano.
—Lo siento, Jud —murmura.
Le hago un gesto de comprensión con la cabeza, y, sin querer dejar de hablar de mi madre, añado:
—A ella le encantaba cantar y a mí me pasa igual.
—¿Y no te da vergüenza cantar delante de mí?
—No, ¿por qué? —respondo, encogiéndome de hombros.
—No lo sé, Jud, quizá por pudor.
—¡Qué va! Soy una loca de la música y me paso el día canturreando. Por cierto, te lo recomiendo.
Vuelvo a subir la música y, demostrándole la poca vergüenza que tengo, muevo los hombros y canturreo:
Tengo la camisa negra, porque negra tengo el alma.
Yo por ti perdí la calma y casi pierdo hasta mi cama.
Cama cama caman baby, te digo con disimulo.
Que tengo la camisa negra y debajo tengo el difunto.
Finalmente, veo que la comisura de sus labios se curva. Eso me proporciona seguridad y continúo canturreando, canción tras canción. Al llegar al centro de Madrid, metemos el coche en un parking subterráneo y lo miro con tristeza mientras nos alejamos de él. Eric se da cuenta de ello y se acerca a mi oído.
—Recuerda. Si eres buena, te dejaré conducirlo —susurra.
Mi gesto cambia y un aleteo de felicidad me cubre por completo cuando lo oigo reír. ¡Vaya! ¡Sabe reír! Tiene una risa muy bonita. Algo que no utiliza mucho, pero que las pocas veces que lo hace me encanta. Tras salir del parking, me coge de la mano con seguridad. Eso me sorprende y, como me agrada, no la retiro. Caminamos por la calle del Carmen y desembocamos en la Puerta del Sol. Subimos por la calle Mayor y llegamos hasta la plaza Mayor. Veo que le maravilla todo lo que ve mientras continuamos nuestro camino hacia el Palacio Real. Cuando llegamos está cerrado y, como las tripas nos comienzan a rugir, le propongo comer en un restaurante italiano de unos amigos míos.
Cuando llegamos al restaurante, mis amigos nos saludan encantados. Rápidamente nos acomodan en una mesita algo alejada del resto y, tras pedir los platos, nos traen algo de beber.
—¿Es buena la comida de aquí?
—La mejor. Giovanni y Pepa cocinan muy bien. Y te aseguro que todos los productos vienen directamente desde Milán.
Diez minutos después, lo comprueba él mismo al degustar una mozzarella de búfala con tomate que sabe a gloria.
—Muy rico.
Pincha un nuevo trozo y me lo ofrece. Yo lo acepto.
—¿Lo ves? —trago—. Te lo dije…
Asiente. Pincha de nuevo y me vuelve a ofrecer. Vuelvo a aceptarlo y entro en su juego. Pincho yo y le ofrezco a él. Ambos comemos de la mano del otro sin importarnos lo que piensen a nuestro alrededor. Acabada la mozzarella, se limpia la boca con la servilleta y me mira.
—Tengo que hacerte una proposición —me dice.
—Mmmm… Conociéndote, seguro que será indecente.
Sonríe ante mi comentario. Me toca la punta de la nariz con su dedo y dice:
—Voy a estar en España durante un tiempo y después regresaré a Alemania. Me imagino que sabrás que mi padre murió hace tres semanas… Me quiero encargar de visitar todas las delegaciones que mi empresa tiene en España. Necesito saber la situación de las mismas, ya que quiero ampliar el negocio a otros países. Hasta el momento era mi padre quien se ocupaba de todo y… bueno… ahora el mando lo llevo yo.
—Siento lo de tu padre. Recuerdo haber oído…
—Escucha, Jud —me interrumpe. No me deja profundizar en su vida—. Tengo varias reuniones en distintas ciudades españolas y me gustaría que me acompañaras. Sabes hablar y escribir perfectamente en alemán y necesito que, tras las reuniones, envíes varios documentos a mi sede en Alemania. El jueves tengo que estar en Barcelona y…
—No puedo. Tengo mucho trabajo y…
—Por tu trabajo no te preocupes. El jefe soy yo.
—¿Me estás pidiendo que deje todo y te acompañe en tus viajes? —le pregunto, boquiabierta.
—Sí.
—¿Y por qué no se lo pides a Miguel? Él era el secretario de tu padre.
—Te prefiero a ti. —Y al ver mi gesto añade—: Vendrías en calidad de secretaria. Tus vacaciones se aplazarían hasta que regresáramos y después podrías cogerlas. Y, por supuesto, tus honorarios por este viaje serán los que tú marques.
—¡Ufff…! No me tientes con mis honorarios o me aprovecharé de ti.
Apoya los codos sobre la mesa. Junta las manos. Deja caer la barbilla sobre ellas y murmura:
—Aprovéchate de mí.
El labio me tiembla.
No quiero entender lo que él me está proponiendo. O al menos no quiero entenderlo como yo lo estoy entendiendo. Pero como soy incapaz de callar hasta debajo del agua, le pregunto:
—¿Me vas a pagar por estar conmigo?
Al decir aquello me mira fijamente y responde:
—Te voy a pagar por tu trabajo, Jud. ¿Por quién me has tomado?
Nerviosa, el estómago se me cierra y vuelvo a preguntar. Esta vez en un susurro, para que nadie nos oiga:
—¿Y mi trabajo cuál se supone que será?
Sin inmutarse, clava sus impresionantes ojos en mí y aclara:
—Te lo acabo de explicar, pequeña. Serás mi secretaria. La persona que se ocupe de enviar a las oficinas centrales de Alemania todo lo que hablemos en esas reuniones.
Mi mente comienza a dar vueltas pero, antes de que pueda decir nada más, me coge de la mano.
—No te voy a negar que me atraes. Me excita sorprenderte y más aún oírte gemir. Pero créeme que lo que te estoy proponiendo es totalmente decente.
Eso me excita y me hace reír. De pronto, me siento como Demi Moore en la película Una proposición indecente.
—En los hoteles, ¿habitaciones separadas? —pregunto.
—Por supuesto. Ambos tendremos nuestro propio espacio. Tienes para pensarlo hasta el martes. Ese día necesito una respuesta o me buscaré a otra secretaria.
En ese momento llega Giovanni con una impresionante pizza cuatro estaciones y la coloca en el centro. Después se va. El olor a especias me abre el estómago y sonrío. Él me imita y a partir de ese momento no volvemos a mencionar la conversación. Se lo agradezco. Tengo que pensarlo. Así que nos limitamos a disfrutar de una estupenda comida.
10
Tras salir del restaurante, Eric vuelve a cogerme de la mano con un gesto posesivo, y yo me dejo llevar. Cada vez me gustan más las sensaciones que me provoca, a pesar de que estoy algo desconcertada por su proposición.
Una parte de mí quiere rechazarla, pero otra parte quiere aceptarla. Me gusta Eric. Me gustan sus besos. Me gusta cómo me toca y sus juegos. Caminamos en busca de la sombra por los jardines del Palacio Real mientras hablamos de mil cosas, aunque de ninguna en profundidad.
—¿Te apetece venir a mi hotel? —me pregunta de repente.
—¿Ahora?
Me mira. Recorre mi cuerpo con lujuria y susurra con voz ronca:
—Sí. Ahora. Estoy alojado en el hotel Villa Magna.
El estómago se me contrae. Ir a una habitación con Eric supone ¡lo que supone! Sexo… sexo… y sexo. Y, tras mirarlo unos segundos, le digo que sí con la cabeza, convencida de que es eso lo que quiero con él. Sexo. Caminamos de la mano hasta el parking.
—¿Me dejarás conducir?
Me mira con sus inquietantes ojos azules y acerca su boca a mi oído.
—¿Has sido buena?
—Buenísima.
—¿Y vas a volver a cantar?
—Con toda seguridad.
Lo oigo reír, pero no contesta. Cuando llegamos al parking y paga el ticket, vuelve a mirarme y me entrega las llaves.
—Tus deseos son órdenes para mí, pequeña.
Emocionada, doy un salto a lo Rocky Balboa que vuelve a hacerlo sonreír. Me pongo de puntillas y lo beso en los labios. Esta vez soy yo quien le agarra de la mano y tira de él en busca del Ferrari.
—¡Uooooooooo! —grito, emocionada.
Eric se monta y se pone el cinturón.
—Bien, Jud —me dice—. Todo tuyo.
Dicho y hecho.
Arranco el motor y pongo la radio. En seguida, la música de Maroon 5 llena el interior del vehículo y, antes de que él toque el volumen, lo miro y murmuro:
—Ni se te ocurra bajarlo.
Pone los ojos en blanco, pero sonríe. Está de buen humor. Salimos del parking y me siento como si fuera una guerrera amazónica con aquel impresionante coche entre mis manos. Sé dónde está el hotel Villa Magna, pero antes decido darme una vueltecita por la M-30. Eric no habla, simplemente me observa y aguanta estoicamente el volumen de la radio y mis cánticos. Media hora después, cuando me doy por satisfecha, aminoro la marcha y salgo de la M-30 para dirigirme al hotel Villa Magna.
—¿Contenta por el paseo?
—Mucho —respondo, emocionada por haber conducido semejante coche.
Sus manos me cosquillean las piernas y noto que se paran sobre mi monte de Venus. Hace circulitos sobre él y me humedezco al instante. Escandalizada, quiero cerrar
las piernas.
—Espero que dentro de media hora estés todavía más contenta —me dice.
Eso me hace reír mientras noto sus manos juguetonas apretando mi sexo a través del vaquero. Eso me pone más y más, y, cuando llegamos a la puerta del Villa Magna y nos bajamos del coche, me agarra de la mano, me quita las llaves y se las entrega al portero. Después tira de mí hasta llegar a los ascensores. Una vez en su interior, el ascensorista no necesita preguntarnos nada: sabe perfectamente dónde nos tiene que llevar. Al llegar a la última planta, se abren las puertas del ascensor y leo: «Suite Royal».
Al entrar, respiro el lujo y el glamur en estado puro. Muebles color café, jardín japonés… Entonces me doy cuenta de que hay dos puertas en la suite. Las abro y descubro dos fantásticas habitaciones con enormes camas king size.
—¿Por qué utilizas una suite doble?
Eric se acerca a mí y se apoya en la pared.
—Porque en una habitación juego y en la otra duermo —murmura.
De pronto, unos golpes en la puerta llaman mi atención y entra un hombre de mediana edad. Eric lo mira y dice:
—Tráiganos fresas, chocolate y un buen champán francés. Lo dejo a su elección.
El hombre asiente y se marcha. Yo todavía estoy en estado de shock mientras observo el placer de lo exclusivo. Nos alejamos unos metros de la puerta y caminamos por la habitación. Yo me dirijo directamente a una terraza. Abro las puertas y salgo.
Pronto siento a Eric detrás de mí. Me coge por la cintura y me aprieta contra él. Después baja su cabeza y siento sus labios repartir cientos de dulces besos por mi cuello. Cierro los ojos y me dejo llevar. Noto sus manos por debajo de mi camiseta y cómo éstas se agarran con fuerza a mis pechos. Los masajea y comienzo a vibrar. Ha sido entrar en la habitación y ya siento que me quiere poseer. Lo apremia la prisa. Lo apremia hacerlo ya.
—Eric, ¿puedo preguntarte algo?
—Sí.
A cada segundo que pasa me siento más húmeda por las cosas que me hace sentir.
—¿Por qué vas tan de prisa?
Me mira… me mira… me mira y, finalmente, dice:
—Porque no quiero perderme nada y menos aún tratándose de ti. —Un jadeo sale por mi boca y ahora es él quien pregunta—: ¿Llevas el vibrador en el bolso?
Al recordarlo maldigo en silencio.
—No —respondo.
Él no contesta y, sin que yo me mueva, noto que me desabrocha el botón del vaquero y me baja la cremallera. Introduce su mano bajo mis bragas, traspasa mi húmeda hendidura, posa un dedo sobre mi clítoris y comienza a moverlo. Lo estimula.
—Dije que siempre lo llevaras encima, ¿lo recuerdas?
—Sí.
—¡Ah, pequeña…! Debes recordar los consejos que te doy si quieres que podamos disfrutar plenamente del sexo.
Asiento, totalmente subyugada, cuando su dedo se para y lo saca lentamente de debajo de mis bragas. Quiero pedirle que continúe. En cambio, me acerca el dedo a la boca.
—Quiero que sepas cómo sabes. Quiero que entiendas por qué estoy loco por volver a devorarte.
Sin necesidad de nada más, muevo el cuello y meto su dedo en mi boca. El sabor de mi sexo es salado.
—Hoy, señorita Flores —vuelve a murmurar en mi oído—, pagarás por no haber traído el vibrador y haber frustrado uno de mis juegos.
—Lo siento y…
—No. No lo sientas, pequeña —murmura—. Jugaremos a otra cosa. ¿Te atreves?
—Sí… —suspiro, más excitada a cada instante que pasa.
—¿Estás segura?
—Sí…
—¿Sin límites?
—Sado no.
Lo oigo sonreír, cuando vuelven a escucharse unos golpes en la puerta. Eric se aparta de mí y, al volverme, veo que un camarero nos trae una preciosa mesa de cristal y plata con lo que había pedido. Eric descorcha el champán, sirve dos copas y, acercándome una, brinda conmigo.
—Brindemos por lo bien que lo vamos a pasar jugando, señorita Flores.
Lo miro. Me mira.
Siento cómo mi cuerpo reacciona ante la palabra «juego». Si viera esa mirada suya en Facebook no dudaría en darle al «Me gusta». Al final sonrío, choco mi copa contra la suya y asiento con toda la seguridad que puedo.

—Brindo por ello, señor Zimmerman. 

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