Entre risas, insinuaciones y tocamientos nos bebemos casi toda la
botella de champán mientras estamos en la bonita y enorme terraza de la suite.
Madrid está a mis pies y me encanta mirar a mi alrededor. Todavía le doy
vueltas a la proposición que me hizo en el restaurante.
¿Debería aceptarla o rechazarla por lo que significa?
Me encuentro algo achispada. No estoy acostumbrada a beber y menos
aún champán. Eric habla con alguien por el móvil y lo observo. Vestido con esos
vaqueros de cintura baja y la camiseta negra me pone a cien. Es fuerte y
atlético. El típico hombre de ojos claros y pelo corto que, si lo ves, no
puedes evitar mirarlo. Me sorprendo al ver que no lleva ningún tatuaje. Hoy
casi todos los hombres de su edad tienen uno. Aunque casi que me alegro,
porque, con lo que me gustan a mí los tatuajes, se lo estaría chupando todo el
día.
Recorro con lascivia su cuerpo. Me detengo en la parte superior de
sus vaqueros y entonces me doy cuenta de que tiene desabrochado el primer
botón. Me pone. Me excita. Me incita. Me provoca. Instantes después, suelta el
móvil y se dirige hacia la cubitera. Me mira y sonríe. Calor. Tengo mucho
calor. Sirve unas últimas copas y deja la botella vacía boca abajo. Se acerca a
mí, me entrega mi copa y murmura besándome la frente:
—Pasemos al dormitorio.
Los nervios de nuevo se apoderan de mí y siento que mi sexo se
contrae. Voy a ponerme los tacones pero él dice que no, así que le hago caso.
Ha llegado el momento que llevo deseando, anhelando e imaginando
desde que lo vi esperándome en la puerta de mi casa con el Ferrari.
Cuando entramos en uno de los preciosos y espaciosos dormitorios,
clavo mis ojos en la enorme cama. Una king size. Eric se mueve por la
habitación y, de repente, una sensual música nos envuelve. Se sienta y apoya
una mano en la cama. Con la otra sujeta la copa y le da un trago.
—¿Estás preparada para jugar, pequeña?
Mis partes bajas se contraen por la anticipación y siento cómo me
humedezco. Viéndolo así, tan sexy, tan varonil… Estoy dispuesta para todo lo
que él quiera y consigo responder:
—Sí.
Lo veo asentir.
Se levanta. Abre un cajón.
Saca dos pañuelos de seda negros, una cámara de vídeo y unos
guantes. Eso me sorprende y me asusta al mismo tiempo. Pero, incapaz de
moverme, me quedo parada a la espera de que se acerque a mí. Lo hace. Pasa su
lengua con provocación por mi boca y me aprieta el trasero con su mano.
—Tienes un culito precioso. Estoy deseando poseerlo.
Asustada, doy un paso atrás.
¡Nunca he practicado sexo anal!
Eric entiende mi callada respuesta. Da un paso hacia mí. Me agarra
de nuevo del trasero y mientras vuelve a apretarme contra él murmura,
excitándome:
—Tranquila, pequeña. Hoy no penetraré tu bonito trasero. Me excita
saber que seré el primero, pero quiero hacerte disfrutar y, cuando lo hagamos,
será poco a poco y
estimulándote para que sientas
placer, no dolor. Confía en mí.
Trago el nudo de emociones que tengo atascadas en mi garganta con
la intención de decir algo.
—Hoy jugaremos con los sentidos —prosigue—. Pondré esta cámara
sobre aquel mueble para grabarlo todo. Así luego podremos ver juntos lo
ocurrido, ¿te parece?
—No me gustan las grabaciones… —consigo decir.
Esboza una cautivadora sonrisa. Los ojos le brillan y me mira
desde su altura.
—Tranquila, Jud. El primer interesado en que no se vea por ahí
nada de lo que tú y yo hacemos soy yo, ¿no crees?
Lo pienso durante unos instantes y llego a la conclusión de que
tiene razón.
Él es el rico y poderoso. Quien tiene más que perder de los dos.
Acepto y él deja la cámara sobre el mueble que había dicho y veo que pulsa un
botón. Se acerca de nuevo hacia mí.
—Te taparé los ojos con este pañuelo. ¡Tócalo!
Lo obedezco sin rechistar y siento la suavidad de la tela. Seda.
—Lo que vas a sentir cuando te tenga desnuda en la cama es la
misma suavidad que has sentido al tocar el pañuelo.
Escuchar eso me activa de nuevo. Asiento.
—Me encantan tus ojos —murmuro, sin poder contenerme—. Tu mirada.
Eric me mira unos segundos y, sin hacer referencia a lo que acabo
de decir, prosigue:
—Además de taparte los ojos, como sé que te fías de mí, te ataré
las manos y las sujetaré al cabecero para que no puedas tocarme. —Cuando voy a
protestar me pone un dedo en la boca y añade—: Es su castigo, señorita Flores,
por haber olvidado el vibrador.
Eso me hace sonreír y miro los guantes con curiosidad. Se los pone
y me toca los brazos. La suavidad que siento me encanta. No noto sus dedos.
Sólo noto la suavidad que aquellos guantes me proporcionan.
Sin hablar, se sienta sobre la cama y me mira. Rápidamente
entiendo lo que quiere y lo hago. Me desnudo. Me quito el vaquero y la
camiseta. Repito la misma operación que el día anterior. Me acerco a él vestida
con el sujetador y las bragas y siento cómo de nuevo apoya su frente en mi
estómago y posa su boca sobre mis bragas. La sensación atiza mi clítoris y lo
siento vibrar. Se quita los guantes y los deja sobre la cama. Me agarra la
cintura con sus fuertes manos y me sienta a horcajadas sobre él. Me mira y
susurra mientras siento su duro pene entre mis muslos y su aliento sobre mis
pechos:
—¿Estás preparada para jugar a lo que yo quiero?
—Sí —respondo aguijoneada por el deseo.
—¿De verdad?
—De verdad.
—¿Para lo que sea? —murmura acercándose a mi boca.
Poso mis manos en su corto cabello y le masajeo la cabeza.
—A todo excepto a…
—Sado —puntualiza, y yo sonrío.
Me desabrocha el sujetador y mis turgentes pechos quedan libres
ante él. Con avidez, se los lleva a la boca. Primero uno y después otro. Me
endurece los pezones con su lengua y sus dedos y eso me impulsa a gemir.
—Ofréceme tus pechos —pide con voz ronca.
Sentada a horcajadas sobre él, me los agarro con las manos y los
acerco a su boca.
Cuando va a chuparlos se los alejo
y él me da un azote en el trasero. Ambos nos miramos y las chispas que hay
entre los dos parece que vayan a provocar un cortocircuito. Eric me da otro
azote. Pica. Y, no dispuesta a recibir un tercero, le acerco mis pechos a la
boca y los toma. Los mordisquea y los succiona mientras yo se los entrego.
Miro hacia la cámara.
Me parece increíble que yo esté haciendo eso, pero ni puedo ni
quiero parar. Esa sensación me gusta. Eric y su arrolladora personalidad pueden
conmigo y en un momento así estoy dispuesta a hacer todo lo que él me pida.
De pronto, siento sus dedos hurgar por debajo de mis bragas y eso
todavía me calienta más.
—Ponte de pie —me ordena.
Le hago caso y veo que él se escurre y se sienta en el suelo entre
mis piernas. Lentamente me quita las bragas y, cuando me las saca por los pies,
me los separa, posa sus manos en mis caderas y me hace flexionar las rodillas.
Mi sexo. Mi chorreante vagina. Mi clítoris y toda yo quedo expuesta ante él.
Su exigente boca sonríe y me incita con la mirada para que pose mi
vagina en su boca. Lo hago y exploto y jadeo nada más notar su contacto. Eric
me agarra por las caderas y me hace apretar mi vagina contra su boca. Me siento
extraña. Perversa en aquella postura.
Eric está sentado en el suelo y yo me encuentro sobre él, moviendo
mi sexo sobre su boca. Me gusta. Me enloquece. Me fustiga. Noto cómo el orgasmo
crece en mí mientras me agarra por la parte superior de mis muslos y me devora
con devoción. Su lengua entra y sale de mí para luego rodear mi clítoris y
conseguir que jadee mientras me lo mordisquea con los dientes. Mil sensaciones
toman mi cuerpo y me dejo hacer. Soy suya. Mi cuerpo es suyo. Me lo hace saber
con su posesión. Y cuando coge mi clítoris con cuidado entre sus dientes y noto
que tira de él grito y enloquezco.
El calor de mi vagina se extiende por todo mi cuerpo. Entonces,
siento que ese ardor queda localizado en mi cara y creo que me voy a correr.
—Túmbate sobre la cama, Jud —me dice, parándose.
Con la respiración entrecortada lo hago. Quiero que continúe.
—Ponte más arriba… más. Abre las piernas para que yo pueda ver lo
que deseo. —Hago caso y jadea enloquecido—. Así, pequeña… así… enséñamelo todo.
Se quita la camiseta negra y la tira en un lateral de la cama. Sus
bíceps son impresionantes. Después los pantalones y, mientras abro las piernas
y veo cómo observa la humedad que le enseño, me fijo en que los guantes están a
mi lado junto a una caja abierta de preservativos. Con seguridad, coge uno de
los pañuelos de seda y se sienta a horcajadas sobre mí.
—Dame tus manos.
Se las doy.
Las une y las ata por las muñecas.
Me besa y después me estira las manos atadas por encima de la
cabeza y ata el pañuelo a una varilla del cabezal. Respiro con dificultad. Es
la primera vez que me dejo atar las manos y estoy nerviosa y excitada. Cuando
ve que me tiene bien sujeta acerca su cara a la mía y me besa primero un ojo y
después el otro. Instantes después, pone ante mí el otro pañuelo oscuro y me lo
ata en la cabeza. No veo nada. Sólo oigo la música swing e imagino lo que
sucede.
Desnuda y expuesta totalmente a él, siento su boca en mi barbilla.
La besa. Quiero moverme pero no puedo. Las ataduras me impiden hacerlo. Su boca
baja por mis pechos.
Se entretiene en mis pezones hasta
endurecerlos de nuevo y después utiliza sus dedos para excitarlos. Su recorrido
sigue bajando hasta llegar a mi ombligo y mi respiración vuelve a acelerarse.
Noto cómo su boca llega hasta mi vagina, la besa y me abre más las piernas. Sus
dedos juegan en mi hendidura y siento que resbalan por mi humedad. Su boca
vuelve a posarse en mí. Me chupa. Me succiona y yo jadeo mientras me abro de
piernas totalmente para que tome todo lo que quiera de mí.
—Me encanta cómo sabes… —lo oigo decir tras saquear durante unos
pequeños segundos mi hinchado clítoris.
Tras decir aquello siento su respiración entre mis muslos hasta
que un reguero de dulces besos comienza a bajar hacia mis tobillos. La cama se
mueve. Lo oigo alejarse y escucho de repente que la música suena más alta.
Respiro más agitada. Deseo que siga, pero me asusta el hecho de no saber qué
ocurrirá. Instantes después, siento que la cama se mueve y, por los
movimientos, percibo que se está poniendo los guantes. Acierto. Sus manos
enfundadas en los guantes comienzan a recorrer despacio mis piernas.
Jadeo… jadeo… jadeo…
¡Sólo puedo jadear!
Cuando me dobla las piernas y me separa las rodillas… ¡Oh, Dios!
Su boca, de nuevo exigente, se posa en mi sexo en busca de mi hinchado
clítoris. Lo mordisquea y yo grito. Lo estimula con la lengua y yo jadeo.
Siento que de nuevo lo coge entre sus dientes pero esta vez no tira de él. Esta
vez, apresado entre sus dientes, le da toquecitos con la lengua y vuelvo a
gritar. La presión que sus manos ejercen sobre mí, acompañada de los
movimientos de su boca, me vuelve loca.
Jadeo… jadeo… jadeo e intento cerrar las piernas.
No me lo permite.
Sus dientes ahora me mordisquean uno de mis labios internos y yo
creo morir. Me arqueo, gimo enloquecida y abro más las piernas. Su juego me
gusta y me excita. Deseo más y él me lo da. De pronto, siento que en mi vagina
introduce algo. Es suave, frío y duro. Lo introduce con cuidado, lo rota y lo
saca y vuelve a repetir la operación. Me siento enloquecer de placer y mis
caderas se levantan en busca de más. Su boca vuelve a mi vagina mientras mete
una y otra vez aquello dentro de mí.
Durante unos minutos, mi cuerpo es su cuerpo. Soy su esclava
sexual. Deseo que no pare y, cuando saca de mi interior lo que me ha metido y
su boca vuelve a posarse en busca de mi hinchado clítoris, grito de
satisfacción al notar que tira de él. Me gusta. Su mano enfundada y suave pasea
ahora por mi trasero. Me coge de las nalgas y me aprieta contra su boca. Voy a
explotar, mientras uno de sus dedos juega en mi orificio anal. Hace circulitos
sobre él y yo pido más.
El objeto que antes me volvió loca se pasea sobre el orificio de
mi ano. Me excita pero no lo mete. Sólo lo pasea, como si quisiera indicarme
que algún día ya no se limitará sólo a pasearlo por allí. De pronto, un orgasmo
toma todo mi cuerpo y me convulsiono por la satisfacción, mientras siento que
él me suelta las piernas.
—Me encanta tu sabor, pequeña —repite mientras aprieto mis muslos
y oigo cómo rasga el preservativo.
Avivada por el deseo más increíble que nunca pudiera imaginar,
toda yo ardo. Me quemo. Noto que la cama se hunde y siento su poderoso y
musculoso cuerpo a cuatro patas sobre el mío.
—Abre las piernas para mí.
Su voz ordenándome aquello en aquel momento es música celestial
para mis oídos.
Su cuerpo encaja con el mío.
Siento su pene duro contra mi húmeda vagina.
—Pídeme lo que quieras —me dice.
¡Dios! ¡¡¡Qué frase!!! Me pirra cuando la dice.
Mi impaciencia me hace moverme en la cama. No respondo y él exige:
—Pídeme lo que quieras. Habla o no continuaré.
Parapetada tras el pañuelo, respiro con dificultad.
—¡Penétrame! —consigo decir ante su orden.
Lo oigo sonreír. Noto sus manos sobre mi vagina. ¡Calor! Me toca y
me abre los labios vaginales para introducir la totalidad de su pene en mi
interior. Me arqueo. No se mueve, pero siento el latido de su corazón dentro de
mí cuando me susurra al oído:
—¿Te gusta así?
Asiento. No puedo hablar. Tengo la boca tan seca que casi no puedo
articular palabras.
—¿Te has corrido con lo ocurrido anteriormente?
—Sí.
—¿Has sentido placer?
—Sí…
Lo oigo resoplar y me da un azotito en la nalga.
—Perfecto, pequeña… Ahora me toca a mí.
Contengo un gemido mientras siento que mi cuerpo vuelve a arder.
Me pellizca suavemente los pezones.
—Estas húmeda y dispuesta… Me encanta.
Siento que la cama se mueve de nuevo. Y sin sacar su pene de mi
interior se pone de rodillas sobre la cama. Me sujeta las caderas con las manos
y comienza un bombeo infernal. Dentro… fuera… dentro… fuera.
Fuerte… fuerte…
Me da la sensación de que me va a partir en dos, pero por el
placer.
—¿Te gusta que te folle así? —me pregunta entre susurros.
—Sí… sí…
Dentro… fuera… dentro… fuera.
Mi cuerpo vuelve a ser suyo. No quiero que pare.
Oigo sus gruñidos, su respiración entrecortada a escasos metros de
mí. Su fuerza me puede y, a pesar de que sus manos, ahora sin guantes, me
aprietan las caderas, no me quejo y abro mis piernas para él. Me corro. Sin
poder ver la escena, me la imagino y eso me vuelve más loca todavía. Soy como
una muñeca entre sus manos y paladeo la plenitud de su posesión. Entonces se
inclina sobre mí y, tras una salvaje embestida final, oigo su gruñido de
satisfacción.
Instantes después y aún con las respiraciones entrecortadas, me da
un beso fuerte y posesivo. Cuando se separa de mí, me desata las manos. Después
las coge con mimo y me besa las muñecas. Me retira el pañuelo de los ojos y nos
miramos.
—¿Todo bien, pequeña?
Ensimismada y algo dolorida por la penetración tan profunda,
asiento.
—Sí.
Me doy cuenta que yo sólo digo sí… sí… sí… pero es que no puedo
decir otra cosa excepto «¡sí!».
Él sonríe. Se levanta de la cama. Se quita el preservativo y se
marcha hacia el baño.
—Me alegra saberlo.
Su rara frialdad en un momento
como aquél me desconcierta. Lo veo desaparecer y miro la habitación. Mis ojos
se paran en la cámara de vídeo. Me muero por ver lo grabado. Encojo las piernas
y me levanto. Camino desnuda hacia el baño. Escucho la ducha.
¡Quiero ducharme!
Eric me ve entrar en el baño. Está junto a un neceser y, al verme
reflejada en el espejo, se molesta y lo cierra.
—¿Qué haces aquí?
Su voz me paraliza. ¿Qué le pasa?
—Tengo calor y quería ducharme.
Con el ceño fruncido responde:
—¿Te he pedido que te duches conmigo?
Lo miro extrañada.
Pero ¿qué le ocurre?
Sin contestarle y enfadada, me doy la vuelta. ¡Que le den! Pero
entonces siento su mano húmeda sujetando la mía. Me suelto y gruño:
—¿Sabes? Odio cuando te pones tan borde. Ya sé que lo nuestro es
sólo sexo, pero no entiendo que estés bien conmigo y, de pronto, en una
fracción de segundo, todo cambie y te vuelvas un insensible. Pero, bueno, ¿por
qué me tienes que hablar así?
Eric me mira. Veo que cierra los ojos y finalmente me acerca a él.
Me dejo abrazar.
—Lo siento, Jud… Tienes razón. Disculpa mi tono de voz.
Estoy enfadada.
Intento soltarme pero él no me deja. Me coge en volandas, me lleva
hasta el interior de la enorme ducha, me suelta y dice mientras el agua nos
moja:
—Date la vuelta.
Veo sus intenciones y me niego, furiosa.
—¡No!
Él sonríe. Tuerce la cabeza y murmura cogiéndome de nuevo entre
sus brazos:
—De acuerdo.
Al estar en volandas sobre él siento su pene duro contra mis
piernas. Lo miro y él acerca su boca hasta la mía. Rápidamente me echo hacia
atrás.
—¿Qué haces?
—La cobra.
—¿La cobra? —repite, sorprendido.
Su cara de desconcierto me hace gracia. Mi mala leche se disipa.
—En España se llama «hacer la cobra» cuando alguien te va a besar
y te retiras —le aclaro.
Eso le hace reír y su risa de nuevo puede conmigo.
Inconscientemente rodeo su cintura con mis piernas.
—Si te beso, ¿me harás la cobra de nuevo? —me pregunta, sin
acercarse a mí.
Pongo cara de pensar, pero cuando siento su duro pene murmuro:
—No… si me follas.
¡Dios! ¿Qué he dicho?
¿He dicho follar? Si mi padre me escuchara, me lavaría la boca con
jabón durante un mes entero.
Según suelto la frase toda yo me siento mediocre, pero ese
sentimiento me lo quita de un plumazo Eric cuando lo veo sonreír y, con una
mano, coge su pene y lo pasea por mi vagina. Perversa. En ese momento me siento
perversa. Mala. Malota. Me apoya contra la
pared y yo me sujeto a una barra
de metal.
—¿Qué me has pedido, pequeña?
Mi pecho sube y baja de lo excitada que estoy con ver su mirada y
repito:
—¡Fóllame!
Mis palabras le gustan. Lo atizan. Lo veo en su mirada.
Le gusta utilizar ese término y le pone más duro. Más bestia.
Sin preservativo y sin precauciones, bajo el chorro de la ducha
siento cómo mi carne se abre al introducir su maravilloso y mojado pene en mí.
¡Sí! Es la primera vez que su piel y mi piel se restriegan sin preservativo y
es maravilloso. Alucinante.
Mi perversión aumenta. Y cuando siento que sus testículos se
restriegan contra mí, me agarro a sus hombros con la intención de marcar el
movimiento. Pero Eric, como siempre, no me deja. Pone sus manos en mis nalgas,
las agarra con fuerza y, tras darme un leve azote que hace que lo mire a los
ojos, me mueve en busca de nuestro placer.
El sonido de nuestros cuerpos al chocar unido al del agua me
consume. Cierro los ojos y me dejo llevar mientras nuestros jadeos retumban en
el precioso baño.
—Mírame —exige—. Si te gustan mis ojos, mírame.
Abro los ojos y los clavo en él.
Veo su mandíbula en tensión, pero su azulada mirada es la que me
hechiza. El esfuerzo que siento en su rostro y su boca entreabierta me excita
más. Entonces cambia el ritmo de las embestidas y yo grito y echo la cabeza
para atrás.
—Mírame. Mírame siempre —vuelve a exigir.
Con los ojos vidriosos por el momento, me agarro con fuerza a sus
hombros y lo miro. Me dejo manejar mientras su mirada me habla. Me pide a
gritos que me corra. Me exige que se lo haga ver y, cuando no puedo más, le
clavo las uñas en los hombros y un grito agónico pero lleno de placer sale de
mi boca.
—Sí… así… córrete para mí.
Mi vagina se contrae y mis espasmos internos consiguen lo que
quiero. Darle placer. Lo veo en sus ojos. Lo disfruta. Tras una embestida
brutal, saca su pene de mi interior y lo oigo soltar el aire entre los dientes,
mientras me muerde en el hombro por el esfuerzo hecho.
El agua recorre nuestros cuerpos mientras jadeamos por lo
ocurrido. Lo nuestro es sexo en estado puro. Y reconozco que me gusta tanto
como a él. Eric abre un poco más el agua fría. Eso me hace gritar y, como dos
tontos, comenzamos a jugar bajo la ducha del hotel.
12
Una hora después, los dos tumbados sobre la cama, degustamos las
fresas. Para mi sorpresa, junto a las fresas y el champán, que ya ha sido
reemplazado por otra botella llena, hay un cuenco de suave chocolate caliente.
Mojar la fresa en ese chocolate y meterlo en la boca me hace gesticular una y
otra vez.
¡Vaya maravilla!
Mis caras divierten a Eric, que no para de sonreír. Lo noto
tranquilo y distendido y me tranquiliza ver que disfruta del momento. Le
encanta encargarse de limpiar con su boca las motitas de fresa y chocolate que
quedan en mis labios y se lo agradezco. Ese contacto suave se asemeja a un
dulce beso. Algo que Eric nunca me ha dado. Sus besos son siempre salvajes y
posesivos.
Un ruido llama mi atención. Su portátil está encendido y le indica
que acaba de recibir un mensaje.
—¿Siempre lo tienes encendido? —pregunto.
Eric mira el portátil y asiente.
—Sí. Siempre. Necesito estar al corriente de los temas de la
empresa en todo momento.
Se levanta, mira el correo y, en cuanto lo hace, regresa a la cama
junto a mí. Yo me meto una nueva fresa en la boca. Están de muerte.
—Por lo que veo, te encanta el chocolate.
—Sí. ¿A ti no?
Se encoge de hombros y no responde. Yo vuelvo al ataque.
—¿No te gusta lo dulce?
—Si es como tú, sí.
Ambos reímos.
—¿En tu casa no tienes cosas dulces? —insisto.
—No.
—¿Por qué?
—Porque el dulce no me vuelve loco.
—¿Vives solo en Alemania?
No responde.
Pero por su gesto me doy cuenta de que no le ha gustado la
pregunta.
Quiero saber de él, si tiene perro o gato, cualquier cosa, pero no
me deja conocerlo. Es comenzar a hablar de él y se cierra por completo.
Inquieta, miro a mi alrededor y mis ojos se encuentran con la cámara de vídeo.
—¿Sigue grabando?
—Sí.
—¿Se puede saber qué estamos haciendo ahora que sea interesante de
grabar?
—Verte comer las fresas con chocolate, ¿te parece poco?
Ambos nos reímos de nuevo.
—¿Se puede ver lo que ha grabado antes?
Eric asiente.
—Sí. Sólo hay que enchufar la cámara al televisor.
Nunca me he grabado mientras practico sexo y verme me provoca una
cierta curiosidad.
—¿Te apetece que lo veamos?
—propongo.
Eric da un trago a su copa y levanta una ceja.
—¿Quieres?
—Sí.
Eric se levanta con decisión.
Saca un cable de su maletín, lo enchufa a la cámara y a la tele y,
con un pequeño mando a distancia entre las manos, dice sentándose en la cama
para sujetarme contra él:
—¿Preparada?
—Claro.
Pulsa el botón e instantes después me veo en la pantalla de la
televisión. Eso me hace gracia. Mi voz suena extraña, incluso la de él. Mojo
otra fresa en el chocolate y observo las imágenes. Eric me hace tocar los
pañuelos y nos reímos. Después me sonrojo al ver la siguiente imagen. Eric en
el suelo y yo con mi sexo sobre su boca totalmente extasiada.
—¡Dios, qué vergüenza!
Eric sonríe. Me besa en el cuello.
—¿Por qué, preciosa? ¿Acaso no disfrutaste el momento?
—Sí… claro que sí. Es sólo que…
Pero no puedo continuar.
Las imágenes siguientes de Eric atándome al cabecero de la cama me
dejan sin palabras. Lo veo taparme los ojos con el otro pañuelo y, después,
cómo baja por mi cuerpo entreteniéndose en mis pezones y mi ombligo. Eso me
estimula de nuevo. Eric sigue bajando parándose en mi sexo. Se deleita y yo veo
cómo me entrego. Prosigue su bajada y, regándome de dulces besos, llega hasta
mis tobillos.
Extasiada por las imágenes, sonrío.
No puedo dejar de mirar la televisión cuando veo en la pantalla
que él se levanta. Yo sigo tumbada en la cama, atada y con los ojos vendados, y
él se dirige hacia el equipo de música y sube el volumen. Instantes después, la
puerta de la habitación se abre. Pestañeo.
Entra una mujer rubia de pelo corto y se dirige directamente hacia
la cama donde yo sigo maniatada. Casi no respiro.
Eric la sigue. La mujer está vestida con una especie de camisón
negro. Eric le chupa un pezón y ésta le entrega algo metálico que lleva en las
manos. Después, coge los guantes que hay sobre la cama y se los pone.
—¿Qué…? —intento balbucear. Me falta el aire.
Eric no me deja hablar.
Pone un dedo en mis labios y me obliga a mirar la televisión.
Totalmente bloqueada, observo cómo la mujer, tras ponerse los
guantes, se sube a la cama mientras Eric nos observa de pie. La mujer me abre
las piernas y posa su boca sobre mi vagina. Estoy a punto de explotar de
indignación.
¿Qué me está haciendo?
No puedo hablar. Sólo puedo mirar cómo me retuerzo en la cama y
gimo mientras aquella desconocida juega con mi cuerpo y yo se lo permito. Una y
otra vez abro mis piernas y arqueo mi espalda invitándola a proseguir y ella lo
hace. Eric disfruta.
Instantes después, él le entrega lo que lleva en las manos y veo
que lo que sentí como duro, frío y suave dentro de mí era un consolador
metálico. La mujer se lo mete en la boca. Lo chupa y después me lo mete en la
vagina. Yo jadeo. Me gusta y ella lo vuelve a
meter y a sacar con delicadeza
mientras su dedo enguantado pasea por el agujero de mi ano.
Pasado un rato, Eric le pide el consolador sin decir una palabra y
ella se lo entrega. Eric le señala de nuevo mi vagina mientras se toca su duro
pene. Ella obedece y vuelve a plantar primero sus manos y después su ardiente
boca sobre mí. Yo estoy enloquecida. Abro mis piernas y me elevo en su busca
mientras ella, con sus manos enguantadas, me agarra de los muslos y me devora
con auténtica devoción.
Instantes después, Eric le toca el hombro. Ella se levanta. Se
quita los guantes y los deja de nuevo sobre la cama. Eric la besa en la boca y,
antes de que se marche, dice:
—Me encanta cómo sabes.
Sigo en estado de shock por lo que veo, mientras observo cómo Eric
se mete entre mis piernas y, tras cruzar unas palabras conmigo, se pone un
preservativo y me besa. Me hace abrir las piernas y veo cómo me penetra y yo me
arqueo. Me hace suya sin parar y yo grito de placer.
Cuando no puedo mirar más, lo observo con la respiración
entrecortada. Estoy furiosa, excitada, enfadada y con ganas de matarlo. No sé
qué pensar. No sé qué decir hasta que pregunto:
—¿Por qué has permitido eso?
—¿El qué, Jud?
Me levanto de la cama.
—¡Una mujer! —grito—. Una desconocida… ella… ella…
—Dijiste que estabas dispuesta a todo menos a sado, ¿lo recuerdas?
A cada instante me siento más desconcertada. Lo miro y gruño.
—Pero… pero a todo entre tú y yo… no entre…
—A todo, excepto a sado. Es… a todo, pequeña.
—Yo nunca te dije que quería tener sexo con una mujer.
Eric me mira, se recuesta en la cama y responde en actitud
chulesca:
—Lo sé…
—¿Entonces?
—Yo nunca dije que no quisiera que tuvieras sexo con una mujer. Es
más. Ha sido algo placentero y que espero repetir. Sólo hemos jugado un poco,
pequeña. No sé por qué te pones así —insiste.
—¿Jugar? ¿A eso lo llamas tú jugar? Para mí, jugar es hacerlo
entre tú y yo aunque sea con aparatitos de esos que te gustan pero… ¿Has dicho
repetir?
—Sí.
—Pues será con otra, chato, porque conmigo ¡lo llevas claro!
¡Dios! La has besado a ella y luego a mí. ¡Qué asco!
Eric no se mueve. Su actitud ha cambiado y la seriedad ha vuelto a
él.
—Jud… mis juegos son así. Creí imaginar que ya lo sabías. Las
veces que hemos salido juntos te he dejado ver qué es lo que a mí me gusta. En
la oficina, cuando vimos a tu jefa y a tu compañero te di la primera pista. En
el Moroccio, la noche que te invité a cenar, te di la segunda. En tu casa,
cuando te enseñé a utilizar los vibradores te di la tercera. Te considero una
mujer inteligente y…
—Pero… eso es depravado. El sexo es un juego entre dos. Y lo que
tú haces…
—Lo que yo hago es sexo. Y mi manera de ver el sexo no es
depravada —dice levantando la voz—. Por supuesto que es un juego entre dos.
Siempre lo he tenido claro y por eso te pregunté si estabas dispuesta a todo.
¿Acaso no te lo pregunté?
Me mira a la espera de una respuesta. Contesto que sí con la
cabeza.
—Tú dijiste que sí. Recuérdalo. El
sexo convencional me aburre, ¿a ti no? —No respondo. No me da la gana—. El sexo
es un juego, Jud. Un juego que admite morbo, sensaciones y todo lo que quieras
incluir. Me gusta darte placer. Tu placer es mi deleite y cuando te veo atizada
de deseo me vuelvo loco. Y escucharte decir que lo que hago es depravado me
enfada. Me molesta mucho. Tus convencionalismos de niña y tu falta de buen sexo
es lo que hace que…
—¿Mi falta de buen sexo? —grito exacerbada mientras me quito el
albornoz—. Para tu información, el sexo que he tenido todos estos años ha sido
¡magnífico! Los hombres con los que he estado me han hecho disfrutar tanto o
más que tú.
—Permíteme que lo dude —ríe con frialdad.
—¡Serás creído!
Aprieto los puños deseosa de soltarle un guantazo.
—Vamos a ver, Jud. No dudo que tus experiencias con otros hombres
no hayan sido satisfactorias. Sólo digo que nunca serán como las vividas
conmigo. Pero ¡joder! Si hasta cuando has dicho «¡Fóllame!» te has puesto roja.
—Decir eso es vulgar. Grotesco.
—No, pequeña. No es nada de eso. Simplemente habló el morbo por
ti. El morbo hace que los humanos nos comportemos como seres desinhibidos en
ciertas ocasiones. El morbo es lo que hace que quieras ver cómo otra mujer y
otro hombre devoran el cuerpo de tu mujer mientras miras o participas. Tú, en
la ducha, te has dejado llevar por el morbo. Has dicho lo que querías. Has
pedido que te follara porque lo que deseabas era eso.
—No quiero escucharte.
—Te guste o no, eres como la gran mayoría de la humanidad. El
problema es que esa humanidad se divide entre los que no nos resignamos a los
convencionalismos y gozamos del sexo con normalidad y sin tabú, y los que ven
el sexo como un pecado. Para muchos la palabra «sexo» es ¡tabú! ¡Peligro! Para
mí la palabra «sexo» es ¡diversión! ¡Gozo! ¡Excitación! Y lo que más me joroba
de tus palabras es que sé que lo vivido te ha gustado. Has disfrutado con el
vibrador, con la mujer que ha estado entre tus piernas, incluso con haber dicho
la palabra «follar». Tu problema es que lo niegas. Te mientes a ti misma.
Exacerbada e indignada, no le contesto. Tiene razón, pero no
pienso admitirlo. Antes muerta.
Sin mirarlo, me pongo las bragas y el sujetador. Quiero desaparecer
de allí. De aquella suite. De aquel hotel y de la vida de él. Eric me observa,
sin moverse, desde la cama como un dios todopoderoso. Busco mis vaqueros y mi
camiseta y, cuando estoy totalmente vestida, me quedo parada en el centro de la
habitación.
—Nada de lo vivido se puede cambiar. Pero a partir de este
momento, usted vuelve a ser el señor Zimmerman y yo la señorita Flores. Por
favor, quiero recuperar mi vida normal y para ello usted debe desaparecer de mi
entorno.
Dicho esto, me doy la vuelta y me voy.
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