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01 Seduccion - Mi hombre Capítulo 30


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Capítulo 30
Me despierto y me siento fría y vulnerable, y sé de inmediato por qué.
¿Dónde está? Me incorporo y me aparto el pelo de la cara. Jesse se
encuentra en el diván, agachado.
—¿Qué estás haciendo? —Tengo la voz ronca, de recién levantada.
Levanta la vista y me deslumbra con su sonrisa, reservada sólo para
mujeres. ¿Cómo es que está tan despierto?
—Me voy a correr.
Vuelve a agacharse y me doy cuenta de que se está atando las
zapatillas de deporte.
Cuando ha terminado, se pone de pie. Metro noventa de adorable
músculo, aún más maravilloso con un pantalón de deporte corto y negro y
una camiseta gris claro de tirantes. Me relamo y sonrío con admiración.
Está sin afeitar. Me lo comería.
—Yo también estoy disfrutando con las vistas —dice contento.
Lo miro a los ojos y veo que me está mirando el pecho con una ceja
levantada y una media sonrisa plasmada en la cara. Sigo su mirada y veo
que las copas del sostén siguen bajo mis tetas. Las dejo como están y
pongo los ojos en blanco.
—¿Qué hora es? —Siento una punzada de pánico y me da un vuelco el
estómago.
—Las cinco.
Lo miro boquiabierta, con los ojos como platos, antes de dejarme caer
otra vez sobre la cama. ¿Las cinco? Puedo dormir por lo menos una hora
más. Me tapo la cabeza y cierro los ojos, pero sólo soy capaz de disfrutar
de la oscuridad unos tres segundos antes de que Jesse me destape y se
coloque a unos centímetros de mi cara con una sonrisa traviesa en los
labios. Lo abrazo e intento meterlo en la cama conmigo, pero se resiste y,
antes de darme cuenta, estoy de pie.
—Tú también vienes —me informa, y me tapa los pechos con las
copas del sujetador—. Venga. —Se da media vuelta y se dirige al cuarto de
baño.
Resoplo indignada.
—De eso nada. —Seguro que se enfada. No me importa salir a correr,
pero no a las cinco de la mañana—. Yo corro por las noches —le digo
mientras me acuesto otra vez.
Me arrastro hasta el cabezal y me acurruco entre los almohadones; mi
rincón favorito porque es el que más huele a agua fresca y menta. Me
interrumpe de mala manera. Me coge del tobillo y tira de mí hacia los pies
de la cama.
—¡Oye! —le grito. He conseguido llevarme una almohada conmigo
—. Que yo no voy.
Se inclina, me arranca la almohada de entre los brazos y me mira mal.
—Sí que vienes. Las mañanas son mejores. Vístete.
Me da la vuelta y me propina un azote en el culo.
—No tengo aquí mis cosas de correr —le digo toda chulita justo
cuando una bolsa de deporte aterriza en la cama. Qué presuntuoso. Quizá
no me guste correr.
—Vi tus deportivas en tu cuarto. Están hechas polvo. Te fastidiarás
las rodillas si sigues corriendo con ellas.
Se planta de brazos cruzados delante de mí, esperando a que me
cambie.
Está rompiendo el alba. ¿Ni siquiera estoy despierta y quiere que me
patee sudorosa y jadeante las calles de Londres antes de haber cumplido
con mi jornada laboral?
«¡Siempre exigiendo!»
Suspira, se acerca a la bolsa de deporte y saca toda clase de artículos
para correr. Me pasa un sujetador deportivo con una sonrisita. Qué tío, ha
pensado en todo. Se lo arrebato de un tirón, me quito el sujetador de encaje
y me pongo el que lleva el sistema de absorción de impacto. No tengo las
tetas tan grandes como para tener que encorsetarlas. A continuación, me
pasa unos pantalones cortos de correr —iguales a los suyos, pero para
mujer— y una camiseta de tirantes rosa y ajustada. Me visto bajo su atenta
mirada. No puedo creerme que me vaya a llevar a rastras a hacer ejercicio
a estas horas.
—Siéntate. —Señala la cama. Suspiro hondo y me hundo en la cama
—. Te estoy ignorando —gruñe tras arrodillarse delante de mí. Me levanta
primero un pie y luego el otro, y me pone los calcetines transpirables para
correr y unas deportivas Nike tirando a pijas y estilosas. Puede ignorarme
todo lo que quiera. Estoy de morros y quiero que lo sepa.
Cuando acaba, me pone de pie, da un paso atrás y examina mi cuerpo
embutido en ropa deportiva. Asiente en señal de aprobación. Sí, doy el
pego, pero yo siempre me pongo mis pantalones de chándal y una camiseta
grande. No quiero parecer mejor de lo que soy en realidad. Aunque
tampoco se me da mal.
—¿Puedo usar tu cepillo de dientes? —pregunto cuando paso junto a
él de camino al baño.
—Sírvete tú misma —me contesta, pero ya tengo el cepillo en la
mano. Después de cepillarme los dientes, me siento más alerta y más
decidida a borrarle la expresión de satisfacción de la cara. Correré,
aguantaré el ritmo y es posible que termine con unas cuantas sentadillas.
Llevo tiempo intentando recuperar la costumbre, y me lo está poniendo en
bandeja. Vuelvo al dormitorio, erguida y lista para correr.
—Venga, señorita. Vamos a empezar el día igual que queremos
terminarlo. —Me coge de la mano y bajamos juntos la escalera.
—¡No pienso salir a correr otra vez hoy! —le espeto. Este hombre
está loco de verdad.
Se ríe.
—No me refería a eso.
—Ah, ¿y a qué te referías?
Me lanza una sonrisa pícara y misteriosa.
—Quería decir sudorosos y sin aliento.
Trago saliva y me estremezco. Sé cómo preferiría sudar y quedarme
sin aliento mañana, tarde y noche, y no implica tanta parafernalia.
—Esta noche no vamos a vernos —le recuerdo. Me aprieta la mano
con más fuerza y gruñe un par de veces. Mi bolso está junto a la puerta—.
Necesito una goma para el pelo.
Me suelta y va a la cocina mientras yo cojo la goma del bolso. Me
hago una coleta y me arreglo los pantalones cortos. No tapan nada.
Necesito unas bragas. Rebusco en mi bolsa y veo las bragas de Little Miss,
la cabezota.
¡No! Me sonrojo, me muero de la vergüenza. Sam se lo debió de haber
pasado pipa escarbando entre mis cosas para encontrar estas bragas. No me
las he puesto nunca. Mis padres me las regalaron en plan de broma y llevan
años en el fondo de mi cajón de la ropa interior.
Me resigno a mi suerte: voy a sonrojarme cada vez que vea a Sam
mientras siga formando parte de mi vida. Me quito los pantalones cortos
para ponérmelas.
—¡Anda! Déjame verlas. —Me coge de las caderas y se agacha para
verlas mejor—. ¿Puedes conseguir unas que digan «Little Miss vuelve loco
a Jesse»?
Pongo los ojos en blanco.
—No lo sé. ¿Puedes conseguir unas de «don Controlador Exigente»?
—Me hunde los pulgares en mi punto débil y me doblo de la risa—. ¡Para!
—Vuelve a ponerte los pantalones cortos, señorita.
Me da una palmada en el trasero.
Me los pongo con una sonrisa de oreja a oreja. Hoy está de muy buen
humor, aunque, de nuevo, soy yo la que cede.
Bajamos al vestíbulo y ahí está Clive, con la cabeza entre las manos.
—Buenos días, Clive —lo saluda Jesse cuando pasamos por delante.
Está muy despierto para ser tan temprano.
Clive dice algo entre dientes y nos saluda con la mano, distraído. Creo
que no le ha pillado el truco al equipo.
Jesse se detiene en el aparcamiento.
—Tienes que estirar —me dice. Me suelta de la mano y se lleva el
tobillo al culo para estirar el muslo. Observo cómo se tensa bajo los
pantalones de correr. Inclino la cabeza hacia un lado, más que feliz de
quedarme donde estoy y verle hacer eso.
»Ava, tienes que estirar —me ordena.
Lo miro contrariada. No he estirado nunca —salvo cuando me
desperezo en la cama— y nunca me ha pasado nada.
Ante la insistencia de su mirada, le doy la espalda y, en plan
espectacular y muy lentamente, abro las piernas, flexiono el torso para
tocarme los dedos gordos de los pies y le planto el culo en la cara.
—¡Ay! —Noto que me clava los dientes en la nalga y me da un azote.
Me vuelvo y veo que está arqueando una ceja y parece molesto. Se toma
muy en serio lo de correr, mientras que yo sólo corro unos cuantos
kilómetros de vez en cuando para evitar que el vino y las tartas se me
peguen a las caderas—. ¿Adónde vamos a correr? —pregunto. Lo imito y
estiro muslos y gemelos.
—A los parques reales —responde.
Ah, eso puedo hacerlo. Son poco más de diez kilómetros y uno de mis
circuitos habituales. No hay problema.
—¿Preparada? —pregunta.
Asiento y me acerco al coche de Jesse. Él se dirige a la salida de
peatones. Pero ¿qué hace?
—¿Adónde vas? —le grito.
—A correr —responde tan tranquilo.
¿Qué? No, no, no. Mi cerebro recién levantado acaba de entenderlo.
Me va a hacer correr hasta los parques, efectuar todo el circuito y luego
volver? ¡No puedo! ¿Está intentando acabar conmigo? ¿Carreras en moto,
visitas sorpresa a mi lugar de trabajo y ahora matarme a correr?
—Esto... ¿A cuánto están los parques? —Intento aparentar
indiferencia, pero no sé si lo consigo.
—A siete kilómetros. —Los ojos le bailan de dicha.
¿Cómo? ¡Eso son veinticuatro kilómetros en total! No es posible que
corra semejante distancia de forma habitual, es más de media maratón. Me
atraganto e intento disimularlo con una tos, decidida a no darle la
satisfacción de saber que esto me preocupa. Me coloco bien la camiseta y
me acerco al chulito engreído, esa reencarnación de Adonis que tiene mi
corazón hecho un lío.
Introduce el código.
—Es once, veintisiete, quince. —Me mira con una pequeña sonrisa—.
Para que lo sepas.
Mantiene la puerta abierta para que pase.
—Nunca conseguiré memorizarlo —le digo al pasar junto a él y echar
a correr hacia el Támesis. Lo conseguiré. Lo conseguiré. Me repito el
mantra —y el código— una y otra vez. Llevo tres semanas sin correr, pero
me niego a darle el gusto de pasarme por encima.
Me alcanza y corremos juntos unos metros. Tiene un cuerpo de
escándalo. ¿Es que este hombre no hace nada mal? Corre como si su tronco
fuera independiente de las extremidades inferiores, sus piernas transportan
el torso largo y esbelto con facilidad. Estoy decidida a seguirle el ritmo,
aunque va algo más rápido de lo que suelo ir yo.
Cojo el ritmo y corremos por la orilla del río en un cómodo silencio,
mirándonos de vez en cuando. Jesse tiene razón, correr por las mañanas es
muy relajante. La ciudad no está a pleno gas, el tráfico está principalmente
compuesto por furgonetas de reparto y no hay bocinas ni sirenas que me
taladren los oídos. El aire también es sorprendentemente fresco y
vivificante. Es posible que cambie mi hora de salir a correr.
Media hora más tarde, llegamos Saint James’s Park y seguimos por el
cinturón verde a un ritmo constante. Me siento muy bien para haber
corrido ya unos siete kilómetros. Levanto la vista para mirar a Jesse, que
saluda con la mano a todas las corredoras que pasan —sí, todo mujeres— y
recibe amplias sonrisas. A mí me miran mal. Cuánta perdedora. Vuelvo a
observarlo para ver su reacción, pero parece que no le afectan ni las
mujeres ni la carrera. Probablemente esto no haya sido más que el
calentamiento.
—¿Vas bien? —me pregunta con una media sonrisa.
No voy a hablar. Seguro que eso me rompe el ritmo y de momento lo
estoy haciendo muy bien. Asiento y vuelvo a concentrarme en la acera y en
obligar a mis músculos a seguir. Tengo algo que demostrar.
Mantenemos el paso, rodeamos Saint James’s Park y llegamos a
Green Park. Vuelvo a mirarlo y sigue como si nada, como una rosa. Vale,
yo empiezo a notarlo, y no sé si es el cansancio o el hecho de que el loco
este vaya aumentando el ritmo, pero me esfuerzo por seguirlo. Debemos de
llevar unos catorce kilómetros. No he corrido catorce kilómetros en mi
vida. Si tuviera mi iPod aquí, me pondría mi canción de correr ahora
mismo.
Llegamos a Piccadilly y me arden los pulmones, me cuesta mantener
la respiración constante. Creo que me está dando una pájara. Nunca antes
había corrido tanto como para que me diera una, pero empiezo a entender
por qué la llaman así. Es como si no pudiera despegar los pies del suelo y
me hundiera en arenas movedizas.
No debo rendirme.
Uf, no sirve de nada. Estoy agotada. Me salgo del camino y me
interno en Green Park. Me desmorono sin miramientos sobre el césped,
sudada y muerta de calor, con los brazos y las piernas extendidos mientras
intento que el aire llegue a mis pobres pulmones. Me da igual haberme
rendido. Lo he hecho lo mejor que he podido. El tío es un buen corredor.
Cierro los ojos y me concentro en respirar hondo. Voy a vomitar.
Agradezco que el aire frío de la mañana invada mi cuerpo espatarrado,
hasta que una mole de músculo se acerca a mí desde arriba y se lo traga
todo. Abro los ojos y veo una mirada más verde que los árboles que nos
rodean.
—Nena, ¿te he agotado? —dice sonriente.
Jesús, es que ni siquiera está sudando. Yo, por mi parte, no puedo ni
hablar. Me esfuerzo por respirar debajo de él, como la perdedora que soy, y
le dejo que me llene la cara de besos. Debo de saber a rayos.
—Hummm, sexo y sudor.
Me lame la mejilla y me hace rodar por el suelo. Ahora estoy
despatarrada sobre su estómago. Jadeo y resuello encima de él mientras me
pasa la mano por la espalda sudorosa. Noto una presión en el pecho. ¿Se
puede tener un infarto a los veintiséis años?
Cuando por fin consigo controlar la respiración, me apoyo en su pecho
y me quedo a horcajadas sobre sus caderas, sentada en su cuerpo.
—Por favor, no me hagas volver a casa corriendo —le suplico.
Creo que me moriría. Se lleva las manos a la nuca y se apoya en ellas,
tan a gusto. Se divierte con mi respiración trabajosa y mi cara sudada. Sus
brazos tonificados parecen comestibles cuando los flexiona. Creo que
podría reunir la energía justa para agacharme y darles un mordisco.
—Lo has hecho mejor de lo que esperaba —me dice con una ceja
levantada.
—Prefiero el sexo soñoliento —gruño, y caigo sobre su pecho.
Me sujeta con el brazo.
—Yo también. —Dibuja círculos por mi espalda.
Vale. Hoy estoy enamorada de él de verdad y sólo son las seis y media
de la mañana. Pero debería tener presente con el señor Jesse Ward que todo
puede cambiar, mucho y muy rápido. Puede que dentro de una hora lo haya
desobedecido o no haya cedido en algo y entonces, de repente, me toque
lidiar con don Controlador Exigente. Entonces empezará con la cuenta
atrás o me echará un polvo para hacerme entrar en razón (me quedo con el
polvo; paso de la cuenta atrás).
—Venga, señorita. No podemos pasarnos el día retozando en el
césped, tienes que ir a trabajar.
Sí, es verdad, y estamos a kilómetros del Lusso. Estoy más cerca de
casa de Kate que de la de Jesse, pero mis cosas se encuentran en la de él,
así que parece que tengo que seguir el camino más largo. Me levanto con
dificultad de su pecho y me pongo de pie. Me flojean las piernas. Jesse,
cómo no, se levanta como un delfín surcando las aguas tranquilas del
océano. Me pone mala.
Me pasa el brazo por los hombros y andamos hacia Piccadilly,
paramos un taxi y nos subimos a él.
—¿Te habías traído dinero para un taxi? —le pregunto. ¿Sabía que no
iba a poder conseguirlo?
No me contesta. Se limita a encogerse de hombros y a tirar de mí
hasta que me tiene entre sus brazos.
Me siento un poco culpable por no haberle dejado hacer su recorrido
habitual, pero sólo un poco. Estoy demasiado cansada como para
preocuparme por eso.
Me arrastra, casi literalmente, por el vestíbulo del Lusso hasta el
ascensor. Me siento como si llevara un mes despierta cuando, en realidad,
no hace ni dos horas que me he levantado. No tengo ni idea de cómo voy a
sobrevivir a lo que queda de día.
Cuando llegamos al ático, me siento en un taburete de la cocina y
apoyo la cabeza entre las manos. Mi respiración empieza a volver a la
normalidad.
—Toma.
Levanto la vista y veo una botella de agua ante mis narices. La cojo,
agradecida, y me bebo el maravilloso líquido helado. Me seco la boca con
el dorso de la mano.
—Llenaré la bañera. —Me mira con simpatía, pero también detecto
cierto deleite. ¡Capullo engreído!
Me levanta del taburete y me lleva arriba, agarrada a él, como ya es
habitual, igual que un chimpancé.
—No tengo tiempo para un baño. Mejor me doy una ducha —digo
cuando me deja en la cama. Lo que daría por poder acurrucarme bajo las
sábanas y no despertarme hasta la semana que viene.
—Tienes tiempo de sobra. Desayunaremos e iremos a La Mansión a
media mañana. Ahora, toca estirar.
Me besa la frente sudada y se va al cuarto de baño.
¿Cómo que a La Mansión? ¿Para qué? Entonces caigo en la cuenta,
antes de que mi cerebro tenga ocasión de ordenarle a mi boca que articule
la pregunta. ¿Decía en serio lo de que él era mi cita de todos los días hasta
el final del año académico?
«¡Mierda!»
Las cien mil libras eran para mantener a Patrick callado mientras
disfruta de mí mañana, tarde y noche. Maldita sea. ¿Y qué pasa con mis
otros clientes, con Van Der Haus, que es mi otro cliente importante? Él
solito es capaz de multiplicar por diez los ingresos de Patrick. Ay, Dios,
creo que van a pasar por encima de alguien.
—Jesse, necesito ir a la oficina. —Pruebo suerte con un tono tranquilo
y razonable. No sé por qué he escogido este tono en particular. ¿Cuál sería
la alternativa? ¿Exigente? ¡Ja!
—No. Estira. —Una respuesta corta y directa seguida de una orden
que me dicta desde el cuarto de baño.
Voy a perder mi trabajo. Lo sé. Se saldrá con la suya, pasará por
encima de mi vida social y de mi carrera, y luego me tirará como un
pañuelo de papel usado. Me habré quedado sin trabajo, sin amigos, sin
corazón y, lo que es peor, sin Jesse. Me estoy mareando. ¿Qué voy a hacer?
Estoy demasiado cansada como para salir corriendo si inicia una cuenta
atrás, no podría llegar muy lejos ni aunque lo intentara con todas mis
fuerzas. Y un polvo de entrar en razón remataría mi pobre corazón, que
lleva una buena paliza encima.
—Todo mi material está en la oficina. Mis programas de ordenador,
mis libros de referencia, todo —digo con una vocecita.
Aparece en el umbral de la puerta del baño mordiéndose el labio.
—¿Te hacen falta todas esas cosas?
—Sí, para hacer mi trabajo.
—Vale, pararemos en tu oficina. —Se encoge de hombros y vuelve al
cuarto de baño.
Me tiro en la cama de nuevo, desesperada. ¿Qué demonios voy a
decirle a Patrick? Suspiro de agotamiento. Me ha dejado sentirme segura al
traerme a casa en taxi y cargar con mi cuerpo cansado escaleras arriba
cuando mis piernas no podían más, y yo me lo he creído. Estoy tan loca
como él. Nunca tendré el control.
—El baño está listo —me susurra al oído y me saca de mis
cavilaciones.
—Lo decías en serio, ¿verdad? —le pregunto cuando me levanta de la
cama y me lleva en brazos al cuarto de baño. La enorme bañera que
domina la habitación está sólo medio llena.
—¿El qué? —Me deja en el suelo y empieza a desprenderme de mi
ropa deportiva mojada.
«¡Tienes la cara muy dura!»
—Lo de no compartirme.
—Sí.
—¿Y mis otros clientes?
—He dicho que no quiero compartirte. —Me baja los pantalones
cortos y me da un golpecito en el tobillo. Obedezco y levanto los pies,
primero uno y luego el otro.
¿Cómo voy a hacerlo? Por un lado, no me entusiasma precisamente la
idea de pasar más tiempo del justo y necesario en La Mansión, bajo la
gélida mirada de doña Morritos, y, por el otro, necesito atender a mis
clientes actuales. Para eso me pagan. ¿No quiere compartirme?
¿Qué?
¿Con nadie?
¿Hasta cuándo?
—Jesse, no necesito estar en La Mansión para hacer los diseños.
Me mete en la bañera y empieza a desvestirse.
—Sí que lo necesitas.
Me hundo en el agua caliente. Mis músculos doloridos lo agradecen.
Es una pena que no me relaje también la mente, que tiene ganas de gritar.
—No, no me hace falta —afirmo. Intento plantarme otra vez. ¡Qué
chiste!
Está muy enfadado cuando entra en la bañera detrás de mí y apoya mi
espalda contra su pecho. Se queda callado un momento antes de respirar
hondo. —Si te permito volver a la oficina, tienes que hacer algo por mí.
¿Si me permite? Este hombre va más allá de la arrogancia y la
seguridad en sí mismo. Pero está negociando, lo cual es una mejora con
respecto a exigírmelo u obligarme a hacerlo.
—Vale, ¿qué?
—Vendrás a la fiesta de aniversario de La Mansión.
—¿Qué? ¿A un evento social?
—Sí, exacto, a un evento social.
Me alegro de que no pueda verme la cara, porque, si pudiera, la vería
retorcida del disgusto. Así que ahora estoy entre la espada y la pared. Me
libro de ir a La Mansión hoy, pero en realidad sólo consigo posponerlo, no
evitarlo del todo. ¿Para un evento social? ¡Preferiría meter la cabeza en el
váter! —¿Cuándo? —Sueno menos entusiasmada de lo que estoy, que ya es
decir. —Dentro de dos semanas. —Me rodea los hombros con los brazos y
hunde la cara en mi cuello.
Debería estar bailando por el cuarto de baño de la alegría. Quiere que
lo acompañe a un evento social. Da igual que sea en su hotel pijo, me
quiere allí. Pero no estoy segura de estar preparada para pasar la velada
bajo la mirada atenta y hostil de Sarah, y no me cabe duda de que ella
también asistirá.
—Vendrás. —Me mete la lengua en la oreja, la recorre un par de
veces y me besa el lóbulo antes de volver a introducir la lengua.
Me retuerzo bajo su calidez, mi cuerpo resbala contra el suyo.
—¡Para! —Me estremezco.
—No. —Me aprieta fuerte y yo me encojo. Hay agua por todas partes
—. Dime que vendrás.
—¡Jesse! ¡No! —Me echo a reír cuando su mano llega a mi cadera—.
¡Para!—
Por favor —me ronronea al oído.
Dejo de resistirme. ¿Por favor? ¿Lo habré oído mal? Me quedo
petrificada. ¿Jesse Ward ha dicho por favor? Vale, así que está negociando
y ha dicho por favor. Si lo miro por el lado bueno, al menos sé que planea
tenerme en su vida unas cuantas semanas más. Si hubiera pasado todo el
día en La Mansión, no me cabe la menor duda de que habría tenido que ir a
la fiesta de aniversario de todos modos. Debería dar las gracias, creo.
—Vale, iré —suspiro, y me gano un superapretón y una caricia fuera
de serie. Levanto los brazos y le paso las manos por los antebrazos. Lo he
hecho feliz, y eso, a su vez, me hace muy feliz.
Así que voy a ser su acompañante. Sarah estará encantada. En
realidad, voy a ir y voy a esperar el día con ilusión. Me quiere allí, y eso
significa algo, ¿no? No puedo evitar la sonrisa de satisfacción que me
curva las comisuras de los labios. No suelo ser competitiva, pero detesto a
Sarah y Jesse me gusta mucho, así que es lógico, la verdad.
—¿Cuántos años cumple? —pregunto.
—¿Cómo?
—La Mansión, que cuántos años cumple.
—Unos cuantos.
Me vuelvo para tenerlo en mi campo de visión, pero ha puesto cara de
póquer. No va a decirme nada. Sacudo la cabeza, miro al frente y le dejo
guardar su estúpido secretito. A estas alturas ya me da igual. Lo quiero y
nada puede cambiarlo.
—Nunca me había dado un baño —comenta.
—¿Nunca?
—No, nunca. Soy hombre de duchas. Pero creo que voy a convertirme
en hombre de baños.
—A mí me encanta bañarme.
—A mí también, pero sólo contigo. —Me da un achuchón—. Menos
mal que la decoradora adivinó que iba a hacer falta una buena bañera.
Me río.
—Creo que lo hizo bien. —Ni en un millón de años habría adivinado
que iba a bañarme en ella cuando ayudé a coordinar el traslado del
mamotreto en grúa a través de la ventana. En aquel momento, casi me
arrepentí de haber sido tan extravagante, pero ahora disfruto de los
placeres de la gigantesca bañera hecha a medida. Mi sufrimiento ha valido
la pena.
—Me pregunto si alguna vez pensó en darse un baño en ella —musita.
—Para nada.
—Pues me alegro de que lo esté haciendo. —Me muerde el lóbulo de
la oreja y noto que sus pies se deslizan por mis espinillas y acarician los
míos por encima del agua jabonosa.
Cierro los ojos y apoyo la cabeza en su pecho. A fin de cuentas, tal
vez debería pasar de ir trabajar y quedarme con él todo el día. Adormilada
en la bañera, decido que charlar con Jesse mientras nos bañamos es uno de
mis nuevos pasatiempos favoritos. Y que es posible que empiece a correr
por las mañanas. Nada de distancias para locos, sólo alrededor de los
parques reales, una o dos vueltas día sí, día no. Tengo que acordarme de
estirar.—
Vas a llegar tarde a trabajar —me dice con dulzura al oído. Hago
una mueca. Estoy demasiado a gusto—. Piensa... que si no fueras a trabajar
podríamos quedarnos aquí más tiempo.
Me besa en la sien y se pone de pie para salir. Me deja pensando en
silencio que ojalá hubiera cedido cuando ha insistido en que me quedara
con él todo el día.
Resoplo enfurruñada y cojo su champú. Parece que hoy mi pelo va a
volver a tener un mal día.

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