Las puertas del Lusso se abren con suavidad y Jesse entra con el
coche y lo
aparca con rapidez y precisión. No tarda ni un segundo en
recogerme al
lado de la portezuela y en arrastrarme a través del vestíbulo
hacia el
ascensor.
—Buenas noches, Clive —digo mientras Jesse me hace pasar por
delante de su puesto a toda velocidad y me mete en el ascensor del
ático.
»¿Tienes prisa?
—Sí —me contesta con decisión mientras introduce el código. Las
puertas del ascensor se cierran y me empuja con suavidad contra la
pared
de espejos.
»¡Me debes un polvo de disculpa! —ruge, y me ataca la boca.
¿Qué coño es un polvo de disculpa y por qué le debo uno? Puedo
hacer
una lista tan larga como mi brazo de todas las disculpas que me
debe él a
mí. No se me ocurre nada por lo que deba disculparme yo.
—¿Qué es un polvo de disculpa? —jadeo cuando me coloca la rodilla
entre los muslos y acerca la boca a mi oído.
—Tiene que ver con tu boca.
Tiemblo cuando se aparta de mí y me deja hecha un saco de
hormonas, jadeante y apoyada contra la pared para poder mantenerme
en
pie.
Retrocede hasta que su espalda choca contra la pared opuesta del
ascensor. Me observa con atención bajo los párpados pesados de sus
ojos,
se quita la camiseta y empieza a desabrocharse los botones de la
bragueta
de los vaqueros. Entreabro la boca para que me entre aire en los
pulmones
y espero instrucciones. Soy una muñeca de trapo temblorosa. Él es
la
perfección hecha persona con sus marcados músculos que se tensan y
relajan con cada movimiento.
Los vaqueros se abren y revelan su vello. Su erección cae sobre la
palma de la mano que la estaba esperando. No lleva bóxeres. No hay
barreras. Lo miro a los ojos, pero él tiene la vista baja; se está
contemplando a sí mismo.
Mi mirada sigue a la suya y veo que dedica caricias largas y
lentas a
su excitación; la respiración se le va agitando más con cada una
de ellas.
Verlo tocarse me provoca un cosquilleo en la entrepierna y mi
temperatura
corporal se eleva. Ay, Dios, es más que perfecto. Le recorro el
cuerpo con
la mirada y encuentro la imagen más erótica que haya visto jamás.
Tiene
los músculos del abdomen tensos, los ojos llenos de lujuria y el
labio
inferior carnoso, entreabierto y húmedo. Ahora me está mirando,
observándome atentamente desde el otro lado del ascensor.
—Ven aquí. —Su voz es grave y su mirada misteriosa. Me acerco
lentamente a él—. De rodillas. —Estabilizo la respiración y, poco
a poco,
me arrodillo en el suelo delante de él. Le paso las manos por la
parte
delantera de las caderas prietas sin que nuestras miradas se
separen. Me
contempla sin dejar de acariciarse despacio. Este hombre que se
masturba
erguido ante mí me tiene completamente fascinada. Usa la mano
libre para
acariciarme el rostro mientras jadea un poco. Me da unos
golpecitos en la
mejilla con el dedo corazón—. Abre —ordena. Separo los labios y
traslado
las manos a la parte de atrás de sus piernas para agarrarme a sus
muslos. Él
me roza un lado de la cara en señal de aprobación y se coloca
delante de
mis labios—. Te la vas a meter hasta el fondo y me voy a correr en
tu boca.
—Me pasa la punta húmeda por el labio inferior y me apresuro a
lamer con
la lengua la perla de semen cremoso que se le escapa—. Y tú te lo
vas a
tragar.
El estómago me da un vuelco y la respiración se me queda atrapada
en
la garganta cuando se acerca y se introduce despacio en mi boca.
Lo veo
cerrar los ojos; aprieta la mandíbula con tanta fuerza que creo
que va a
estallarle una vena de la sien. Lo agarro con decisión de la parte
de atrás de
los muslos y tiro de él hacia mí.
—Jooooder —gruñe con los dientes apretados. Sigue teniendo una
mano en la base, y eso evita que me la pueda meter entera. Me pone
la otra
en la nunca y se tensa. Respira con dificultad. Noto la presión
que se aplica
en la base, sin duda para evitar correrse de inmediato.
Momentos después, ha recuperado la compostura y retira la mano de
la base, despacio, para colocarla en mi nuca junto a la otra.
Suelta unas
cuantas bocanadas de aire. Se está preparando mentalmente. Más me
vale
esmerarme.
Deslizo la boca hacia la punta y, con malicia, llevo una mano
hasta la
parte delantera de su muslo, se la meto entre las piernas y se la
coloco bajo
los huevos. Me sujeta la cabeza con más fuerza y lanza una letanía
al
techo. Le tiemblan las caderas. Le está costando mantener el
control.
Con delicadeza, recorro con la punta del dedo, arriba y abajo, la
costura de su escroto. Los ligamentos del cuello se le tensan al
máximo. Lo
estoy disfrutando. Está indefenso, vulnerable, y yo tengo el
control. A
pesar de sus exigencias iniciales, que si arrodíllate, que si abre
la boca, está
totalmente a mi merced. Es un buen cambio, y no se me pasa por
alto el
hecho de que quiero complacerlo.
Soy vagamente consciente de que se abren las puertas del ascensor,
pero decido ignorarlas. Estoy absorta en lo que le estoy haciendo.
Traslado
la mano a la base del pene, se lo sujeto con firmeza y le paso la
lengua por
la punta para terminar con un beso suave al final. Veo que baja la
cabeza
en busca de mis ojos. Cuando los encuentra, empieza a dibujar
círculos en
mi pelo con las manos mientras yo se la lamo entera prestando especial
atención a la parte de abajo y disfrutando enormemente cuando
palpita
varias veces y él deja escapar pequeños chorros de aire entre los
dientes.
Me observa sin querer cerrar los ojos y decidido a ver lo que le
estoy
haciendo. Yo sigo recorriéndola arriba y abajo, presionando la
punta de la
lengua contra su hendidura cuando llego a la gruesa cabeza. Me
lanza una
de sus sonrisas arrebatadoras, pero se la borro de la cara y lo
dejo sin
aliento cuando vuelvo a ponerle la mano en la cara posterior del
muslo y a
empujarlo hacia mi boca.
—¡Jesús, Ava! —ladra.
Me roza el velo del paladar y tengo que esforzarme para no vomitar
a
causa de la invasión. Parece tan gruesa en mi boca... Inicio la
retirada, pero
ahora es él quien me deja sin aliento al embestirme y dejarme sin
respiración. Me enreda los dedos en el pelo cuando la saca
lentamente y
vuelve a meterla soltando un largo gemido de puro placer. Adiós a
mis
ilusiones de llevar la voz cantante. Sabe lo que quiere y cómo lo
quiere.
Una vez más, él tiene el poder.
—Joder, Ava. Tienes una boca increíble. —Vuelve a embestirme
mientras me sujeta con sus fuertes manos y me acaricia el pelo con
calma
al mismo tiempo—. He querido follártela desde la primera vez que
te vi.
No estoy segura de si debería ofenderme o sentirme halagada por el
comentario. Así que, en vez de pensarlo, saco los dientes y los
arrastro por
su piel tensa cuando se retira.
—¡Dios, Ava. Métetela toda! —grita, y empuja de nuevo con fuerza
—. Relaja la mandíbula.
Cierro los ojos y absorbo el asalto. Si no fuera tan excitante,
sería
bastante brutal. Es agresivo con su poder, pero tierno con las
manos. Tiene
el control absoluto.
Después de varios increíbles ataques más, siento que se hincha y
que
palpita en mi boca. Sé que está a punto. Una de sus manos se
desplaza
hasta la base del tronco, se retira un poco para apretársela con
firmeza y se
la acaricia arriba y abajo con ansia. Yo rodeo, lamo y absorbo el
glande
hinchado mientras él toma bocanadas de aire cortas y rápidas.
—¡En tu boca, Ava! —me grita.
Envuelvo su erección con los labios y coloco una mano sobre la
suya
en el momento en que me derrama su semen caliente y cremoso en la
boca.
Lo recojo. No se escapa ni una gota. Trago con él todavía dentro
de mí y
miro hacia arriba. Ha echado la cabeza hacia atrás y grita al
vacío; es un
alarido grave de satisfacción. Aminora el ritmo de las embestidas
de sus
caderas, que adoptan un ritmo más perezoso, las últimas oleadas de
su
orgasmo. Lamo y chupo los restos de tensión. He saldado mi deuda.
Tiene el pecho agitado y me mira con los ojos verdes nublados. Se
inclina para levantarme y sellar mis labios con un beso de
agradecimiento
absoluto.
—Eres asombrosa. Voy a quedarme contigo para siempre —me
informa al tiempo que me cubre la cara de besos pequeños.
—Es bueno saberlo —respondo con sarcasmo.
—No intentes hacerte la ofendida conmigo, señorita. —Su frente
descansa contra la mía—. Esta mañana me has dejado a dos velas
—dice
con calma.
Ah, me estoy disculpando por haberlo dejado con las ganas. Eso me
cuadra, pero ¿me pagará ahora por todas sus transgresiones? Lo que
acabo
de hacer debería darme asco, pero no es así. Haría cualquier cosa
por él.
Levanto los brazos y le apoyo las palmas de las manos en el pecho
para disfrutar de sus tonificados pectorales.
—Pido disculpas —susurro, y me acerco para darle un beso en un
pezón. —Llevas encaje. —Me rodea con los brazos—. Me encanta cómo
te
queda.Me levanta del suelo y automáticamente le rodeo la estrecha
cintura
con las piernas. Recoge mis bártulos y su camiseta del suelo y me
saca en
brazos del ascensor.
—¿Por qué encaje? —pregunto.
Siempre insiste en que lo lleve. Es otra de esas cosas que hago
para
complacerlo.
—No lo sé, pero póntelo siempre. Llaves, en el bolsillo de atrás.
Paso el brazo por debajo del suyo en busca del bolsillo y saco las
llaves. Después, se vuelve para que pueda abrir la puerta.
Entramos y la
cierra de un puntapié en un segundo. Tira mis cosas al suelo y me
lleva al
piso de arriba. Podría acostumbrarme a esto. Me lleva de aquí para
allá
como si fuera poco más que una camiseta sobre sus hombros. Me
siento
como si no pesara nada, y completamente a salvo.
Me deja en el suelo.
—Ahora voy a llevarte a la cama —me susurra con dulzura.
De repente, los graves de Angel, de Massive Attack, me
invaden los
oídos. El cuerpo se me pone rígido. Es música para hacer el amor.
Ardo
cuando empieza a desnudarme, con su dulce mirada verde clavada en
la
mía.
La versatilidad de este hombre me tiene pasmada. Tan pronto es un
señor del sexo exigente y brutal como un amante tierno y gentil.
Me gusta
todo de él, cada una de sus facetas. Bueno, casi todas.
—¿Por qué intentas controlarme? —le pregunto. Es la única parte de
él que me cuesta tolerar. Va más allá de la irracionalidad, pero
no tengo
quejas en el dormitorio.
Me baja la camisa por los hombros y la desliza brazos abajo.
—No lo sé —dice con el ceño fruncido. Su expresión de perplejidad
me convence de que realmente no lo sabe, cosa que no me ayuda a
entender
por qué se comporta así conmigo. Sólo hace unas semanas que me
conoce.
Es de locos—. Me parece que es lo que tengo que hacer —me dice a
modo
de explicación, como si eso lo aclarase todo. Pero no es así para
nada.
¡Sigo sin comprenderte, loco!
Me baja la cremallera de los pantalones y los arrastra por mis
muslos.
Me alza para quitármelos del todo y me deja de pie, en ropa
interior,
delante de él. Se levanta, da un paso atrás y me mira mientras se
quita los
zapatos y los vaqueros y los tira a un lado de un puntapié.
Se le ha puesto dura otra vez. Recorro su maravilloso cuerpo con
expresión agradecida y termino la inspección en sus brillantes
estanques
verdes. Es como un experimento científico perfecto: la obra
maestra de
Dios, mi obra maestra. Quiero que sea sólo mío.
Alarga la mano y me baja las copas del sujetador, una detrás de la
otra. Con el dorso de la mano, me roza los pezones, que se
endurecen aún
más. Tengo la respiración entrecortada cuando me mira.
—Me vuelves loco —dice con rostro inexpresivo. Quiero gritarle por
ser tan insensible. No deja de repetirme lo mismo una y otra vez.
—No, tú sí que me vuelves loca. —Mi voz es apenas un susurro.
Mentalmente, le suplico que admita que es demasiado exigente y muy
controlador. No es posible que considere que su comportamiento es
normal.
Esboza una sonrisa y le brillan los ojos.
—Loco —leo en sus labios.
Me levanta apoyándome en su pecho, me acuesta en la cama y se
tumba sobre mí. Cuando su cuerpo cubre el mío por completo, baja
la boca
y sus labios me toman con adoración, entera, su lengua explora mi
boca
despacio.
«Dios mío. Te quiero.» Podría echarme a llorar en este momento.
¿Debería decirle lo que siento? ¿Por qué no puedo decirlo sin más?
Después de la que me ha montado hoy, cualquiera pensaría que debo
largarme, huir lo más rápido y lo más lejos que me sea posible.
Pero no
puedo. Simplemente no puedo.
Siento que me quita las bragas, mis pensamientos pierden toda
coherencia cuando se sienta sobre sus talones y tira de mí hasta
colocarme
a horcajadas sobre su regazo. Mete la mano por debajo de los dos y
coloca
la erección en mi entrada.
—Échate hacia atrás y apóyate en las manos —me ordena con
dulzura. Su voz es ronca y su mirada intensa. Me echo hacia atrás
y su otro
brazo me rodea la cintura para sujetarme.
Entra en mí despacio, exhalando, con la boca entreabierta y los
labios
húmedos. Gimo de puro deleite y placer cuando me llena del todo.
Me
tiemblan un poco los brazos y me aferro a su cintura con las
piernas. Qué
gusto da tenerlo dentro. Si me muriera ahora mismo, lo haría muy
feliz. Su
otra mano se une a la que me sujeta por la cintura. Tiene las
manos tan
grandes que casi la abarcan toda. Empieza a moverme las caderas en
círculos lentos y profundos, me levanta despacio antes de volver a
apretarme contra él, rotando. Sigue el ritmo de la música a la
perfección.
Joder, es muy bueno. Suspiro honda y profundamente por las
exquisitas
sensaciones que crea al levantarme y al bajarme en círculo. Sus
caderas
también siguen los movimientos sobre los que tiene todo el
control.
—¿Dónde has estado toda mi vida, Ava? —gime durante un círculo
largo e intenso.
«¡En el colegio!» El pensamiento se ha colado en mi mente y me
recuerda que no sé cuántos años tiene. Si se lo pregunto en la
cumbre del
placer, ¿me dirá la verdad? Estoy enamorada de un hombre y no
tengo ni
idea de qué edad tiene. Es ridículo.
Jadeo mientras me sube y me baja otra vez, el resplandor de una
marea que se acerca lentamente empieza a cobrar fuerza. Me
hipnotiza, su
rostro ardiente de pasión me tiene completamente cautivada. Los
músculos
del pecho se mueven y guían mi cuerpo sobre el suyo. Me hace el
amor
despacio, con meticulosidad, y no me está ayudando, precisamente,
con
mis sentimientos hacia él. Soy adicta al Jesse dulce igual que lo
soy al
Jesse dominante. Estoy perdida.
Se pasa la lengua por el labio inferior y le brillan los ojos; la
arruga de
la frente se le marca sobre las cejas.
—Prométeme una cosa. —Su voz es suave, y mueve las caderas para
trazar otro círculo que me nubla la mente.
Gimo. Se está aprovechando de mi estado de ensimismamiento para
pedirme que haga promesas justo ahora. Aunque ha sido más una
orden que
una pregunta.
Lo observo, a ver qué me pide.
—Que vas a quedarte conmigo.
¿Cuándo? ¿Esta noche? ¿Para siempre? ¡Explícate, joder! Ahora ya
no
cabe duda de que no ha sido una pregunta sino una orden. Asiento
porque
vuelve a bajarme hacia él mientras masculla palabras incoherentes.
—Necesito que lo digas, Ava. —Mueve las caderas y me penetra hasta
lo más profundo de mi cuerpo.
—Dios. Me quedaré —exhalo mientras absorbo la abrasadora
penetración. La voz me tiembla de placer y de emoción cuando la
potente
palpitación de mi núcleo se hace con el control y yo me estremezco
entre
sus manos.
—Vas a correrte —jadea.
—¡Sí!
—Dios, me encanta mirarte cuando estás así. Aguanta, pequeña. Aún
no.
Mis brazos empiezan a ceder bajo mi peso. Jesse traslada las manos
al
hueco que se forma entre mis omoplatos y me levanta para que
estemos
cara a cara. Grito cuando nuestros pechos chocan y la nueva
postura hace
que su penetración sea más profunda. Mis manos vuelan y se aferran
a su
espalda.
Busca en mis ojos.
—Eres tan bonita que dan ganas de llorar. Y eres toda mía. Bésame.
Obedezco y muevo las palmas de las manos para rodearle el apuesto
rostro y acercar los labios a los suyos. Gime cuando le meto la
lengua en la
boca y sus embestidas se endurecen.
—Jesse —suplico. Voy a correrme.
—Contrólalo, nena.
—No puedo —jadeo en su boca. No puedo resistir su invasión de mi
mente y de mi cuerpo. Tenso los muslos a su alrededor y me deshago
en
mil pedazos encima de él. Grito, le atrapo el labio inferior entre
los dientes
y lo muerdo.
Él también lanza un grito, se pone de rodillas, coge impulso y me
embiste con fuerza cuando llega el turno de su descarga. Me abraza
contra
su pecho y se derrama en mi interior. Una última y poderosa
estocada.
Chillo.—
Por Dios, Ava, ¿qué voy a hacer contigo?
«Quédate conmigo para siempre, ¡por favor!»
Hunde la cara en mi cuello y mueve las caderas, despacio, hacia
adelante y hacia atrás, para exprimir hasta la última gota de
placer. Estoy
mareada, la cabeza me da vueltas y su aliento tibio me roza la
muñeca, el
cuello y me llega hasta el pecho. Todos los músculos de mi
interior se
aferran a él mientras palpita dentro de mí. Tiembla. Tiembla de
verdad. Lo
rodeo con los brazos y lo aprieto fuerte contra mí.
—Estás temblando —susurro en su hombro.
—Me haces muy feliz.
¿Ah, sí?
—Pensaba que te volvía loco.
Se aparta y me mira a los ojos, con la frente brillante y
sudorosa.
—Me vuelves loco de felicidad. —Me besa en la nariz y me aparta el
pelo de la cara—. También me cabreas hasta volverme loco.
Me lanza una mirada acusadora. No sé por qué. Son él y su
comportamiento neurótico y exigente los que hacen que se cabree
hasta
volverse loco, no yo.
—Te prefiero loco de felicidad. Das miedo cuando te vuelves loco
de
cabreo.
Tuerce los labios.
—Entonces deja de hacer cosas que me cabreen hasta volverme loco.
Lo miro. La mandíbula me llega al suelo. Pero me besa en los
labios
antes de que pueda plantarle cara y defenderme de su acusación.
Este
hombre está completamente chiflado, aparte de todo lo demás.
Vuelve a sentarse sobre los talones.
—Nunca te haría daño a propósito, Ava. Lo sabes, ¿verdad?
La incertidumbre de su tono de voz es evidente. Me aparta un
mechón
de pelo rebelde de la cara.
Sí. Eso lo sé. Bueno, al menos en cuanto a lo físico. Es la parte
emocional la que me tiene muerta de miedo, y el hecho de que haya
añadido lo de «a propósito» es para preocuparse.
Miro a los verdes ojos confusos de este hombre tan bello.
—Lo sé —suspiro, aunque la verdad es que no estoy segura, y eso me
asusta muchísimo.
Se recuesta y me lleva con él. Quedo tumbada sobre su pecho. Me
echo a un lado para poder dibujar ochos sobre su estómago y me
entretengo
en su cicatriz.
Me provoca una curiosidad morbosa, es otro de los misterios de
este
hombre. No es una cicatriz quirúrgica, no es una punción y no es
una
laceración. Tiene un aspecto mucho más siniestro. La superficie es
serpenteante, gruesa e irregular, como si alguien le hubiera
clavado un
cuchillo en la parte baja del estómago y lo hubiera arrastrado
hasta el
costado. Me estremezco. Creía que nadie podría sobrevivir a una
herida
así. Debió de perder muchísima sangre. ¿Y si trato de presionarlo
preguntándole sobre ella?
—¿Has estado en el ejército? —digo con calma. Eso lo explicaría, y
no le he preguntado por la cicatriz directamente.
Deja de acariciarme el pelo un instante.
—No —contesta. No me pregunta cómo se me ha ocurrido la idea.
Sabe adónde quiero llegar—. Déjalo, Ava —dice con ese tono de voz
que
me hace sentir minúscula en el acto. Sí, no voy a discutir con ese
tono de
voz. No tengo ningunas ganas de estropear el momento.
—¿Por qué desapareciste? —pregunto con cierto recelo. Necesito
saberlo.
—Ya te lo dije. Estaba fatal.
—¿Por qué? —insisto. Su respuesta no me aclara nada. Noto que se
pone tenso debajo de mí.
—Despiertas ciertos sentimientos en mí —me responde con dulzura y
creo que podría estar llegando a alguna parte.
—¿Qué clase de sentimientos?
«¡Toma!»
Suspira. He abusado de mi suerte.
—De todas las clases, Ava. —Parece irritado.
—¿Eso es malo?
—Lo es cuando no sabes qué hacer con ellos. —Suelta una bocanada
de aire larga y cansada.
Dejo de acariciarlo. ¿No sabe qué hacer con lo que siente y por
eso
intenta controlarme? ¿Y se supone que eso lo ayuda? ¿Toda clase de
sentimientos? Este hombre habla en clave. ¿Qué significa y por qué
parece
que lo frustra tanto?
—Crees que te pertenezco. —Vuelvo a trazar círculos con el dedo.
—No. Sé que me perteneces.
—¿Cuándo llegaste a esa conclusión?
—Cuando me pasé cuatro días intentando sacarte de mi cabeza. —
Todavía parece molesto, aunque estoy encantada con la noticia.
—¿No funcionó?
—Pues no. Me volví aún más loco. A dormir —me ordena.
—¿Qué hiciste para intentar sacarme de tu cabeza?
—Eso no importa. No funcionó y punto. A dormir.
Hago un mohín. Creo que le he extraído toda la información que
está
dispuesto a darme. ¿Aún más loco? No quiero ni saber lo que
significa eso.
¿Toda clase de sentimientos? Creo que me gusta cómo suena eso.
Sigo dibujando con el dedo en su pecho mientras él me acaricia el
pelo y me da un beso de vez en cuando. El silencio es cómodo y me
pesan
los párpados.
Me acurruco contra él, con la pierna sobre su muslo.
—Dime cuántos años tienes —musito contra su pecho.
—No —responde cortante. Arrugo el rostro, enfadada casi. Ni
siquiera
me ha dado una edad falsa. Me sumerjo en un limbo tranquilo y
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