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01 Seduccion - Mi hombre Capítulo 28


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Capítulo 28
Soy la última en salir de la oficina. Conecto la alarma, cierro la puerta
detrás de mí y pego un salto cuando oigo el rugido de un motor potente y
conocido. Me vuelvo y veo a Jesse aparcando la moto en el bordillo.
Suspiro y dejo caer los hombros. Ya ni siquiera sé si sigo enfadada. El
agotamiento mental se ha apoderado de mí. Lo que sí sé es que doy gracias
de que Patrick se haya marchado ya.
Se quita el casco, baja de la moto y se me acerca como si hubiera
tenido el día más normal del mundo. Lo miro y me siento derrotada.
—¿Un buen día en la oficina? —pregunta.
Me quedo boquiabierta. Tiene la cara muy dura.
—La verdad es que no —contesto con el ceño fruncido y la voz
rebosante de sarcasmo.
Me observa durante un rato mordiéndose el labio inferior y los
engranajes de su mente se ponen en marcha. Espero que esté pensando en
lo poco razonable que ha sido.
—¿Puedo hacer algo para que mejore? —pregunta mientras me
acaricia el brazo con la palma de la mano hasta llegar a la mano y
cogérmela.
—No lo sé. ¿Podrías?
—Seguro que sí. —Sonríe y agacho la cabeza—. Siempre lo hago,
recuérdalo —dice con total confianza en sí mismo.
Siento un latigazo en el cuello cuando levanto la cabeza para mirarlo.
—¡Pero has sido tú el que me lo ha fastidiado!
Hace un mohín y deja caer la cabeza hacia abajo. Creo que se
avergüenza.
—No puedo evitarlo. —Se encoge de hombros con un gesto de
culpabilidad.
—¡Claro que puedes! —exclamo.
—No. Contigo, no puedo evitarlo —afirma con un tono que me indica
que lo ha asumido. No obstante, yo no lo entenderé nunca—. Ven —dice.
Me guía hacia la moto y me entrega una gran bolsa de papel.
—¿Qué es? —pregunto, y miro el contenido.
—Te harán falta.
Mete la mano en la bolsa y saca ropa de cuero negro.
¡Uf, no!
—Jesse, no voy a subirme en ese trasto.
Me ignora, desdobla los pantalones y se arrodilla delante de mí
mientras los sujeta para que me los ponga. Me da un toquecito en el
tobillo.—
Adentro.
—¡No!
Puede echarme un polvo para obligarme a entrar en razón o iniciar la
cuenta atrás o lo que le dé la gana. No voy a hacerlo. De ninguna manera.
Cuando hiele en el infierno. ¿Me ha fastidiado el día y ahora quiere
matarme en esa trampa mortal?
Suelta un bufido de cansancio y se levanta.
—Escúchame, señorita. —Me coge la mejilla con la palma de la mano
—. ¿De verdad crees que voy a permitir que te pase algo?
Lo miro a los ojos, que claramente intentan inspirarme confianza. No,
no creo que vaya a permitir que me pase nada, pero ¿qué hay de los demás
conductores? Servidora les importa un pimiento, ahí montada de paquete
en la trampa mortal. Me caeré. Lo sé.
—Me dan miedo —confieso. Soy una miedosa.
Se inclina hasta que nuestras narices se rozan. Su aliento mentolado
me tranquiliza.
—¿Confías en mí?
—Sí —respondo de inmediato. Le confiaría mi vida. Es mi cordura la
que no le confiaría.
Asiente, me da un beso en la punta de la nariz y vuelve a arrodillarse
delante de mí. Levanto el pie cuando me da un golpecito en el tobillo. El
corazón se me acelera a causa de los nervios cuando me quita las
bailarinas, me mete los pies en los pantalones, me los sube y los abrocha
con un movimiento fluido. A continuación coge una cazadora entallada de
cuero, me sujeta el bolso y me pone primero la chaqueta y luego unas
botas.
—Quítate las horquillas del pelo —me ordena mientras mete mis
bailarinas y mi nuevo vestido tabú en mi enorme bolso marrón. Me
sorprende que no lo haya tirado al suelo y lo haya pisoteado.
Levanto los brazos y empiezo a quitármelas.
—¿Y tu ropa de cuero?
—No la necesito.
—¿Y eso? ¿Acaso eres indestructible?
Con el casco sobre mi cabeza, responde:
—No, señorita, autodestruible.
¿Eh?
—¿Eso qué significa?
—Nada. —Ignora mi pregunta y me pone el casco, cosa que me hace
callar. Empieza a ajustarme la tira del cuello y me hace sentir que me han
metido la cabeza en un condón. Doblo el cuello a un lado y a otro y me
levanta la visera.
—Deberías ponerte la vestimenta adecuada —lo reprendo—. A mí me
haces llevarla.
—No voy a correr ningún riesgo contigo, Ava. Además... —me da una
palmada en el trasero—, estás para comerte. —Alarga la correa de mi
bolso y me lo cuelga cruzado y a la espalda—. Cuando me haya montado,
pon el pie izquierdo en el reposapiés lateral y pasa el derecho al otro lado,
¿vale? Asiento y se pone el casco. Lo observo con admiración mientras pasa
la pierna por encima de la moto, enciende el motor y endereza el vehículo
entre sus poderosos muslos. Estoy cagada de miedo. Me mira. Yo sigo de
pie sobre el asfalto. Me hace una señal con la cabeza para que me suba. No
muy convencida, doy un paso adelante, apoyo una mano en su hombro y
sigo sus instrucciones para subir pasando la pierna derecha por encima. No
tardo en tener su cintura entre las piernas.
—Esto está muy alto.
Se vuelve.
—No pasa nada. Ahora cógete a mi cintura, pero no aprietes
demasiado. Cuando me incline, inclínate conmigo con suavidad. Y no bajes
los pies cuando frene, mantenlos en los reposapiés. ¿Entendido?
Asiento.
—Vale.
«Mierda, pero ¿qué estoy haciendo?»
—Bájate la visera —me ordena al tiempo que se coloca la suya.
Hago lo que me dice y me inclino hacia adelante; me abrazo a su
pecho y aprieto las rodillas contra sus caderas. Me siento como un jinete de
carreras. Tengo los nervios hechos polvo, pero a la vez noto cierta
excitación en alguna parte.
Las vibraciones del motor me atraviesan cuando Jesse lo arranca con
los pies apoyados en la carretera. Luego, con suavidad y despacio, se une al
tráfico. El corazón me golpea el pecho con fuerza y le aprieto las caderas
con los muslos con demasiada intensidad. Me relajo un poco cuando
empiezan a dolerme las piernas y los brazos. No ignoro el hecho de que
está yendo con mucho cuidado porque me lleva de paquete, y eso hace que
lo quiera un poco más. Frena un poco, toma las curvas con suavidad y, sin
darme cuenta, sigo los movimientos de la moto de forma natural. Me
encanta. Es toda una sorpresa. Siempre he odiado las motos.
Salimos de la ciudad. No tengo ni idea de adónde vamos, pero me da
igual. Estoy rodeando con los brazos y las piernas a mi hombre de acero y
el viento pasa a mi lado a toda velocidad. Estoy en éxtasis... hasta que
reconozco la carretera que conduce a La Mansión. Mi gozo en un pozo.
Después del día que he tenido, el colofón perfecto sería terminarlo con una
ración de mi querida morros hinchados. Me doy una charla mental
preparatoria, me digo que he de estar por encima de sus celos, que son
evidentes, y de su rencor. Aunque lo que más me gustaría saber es por qué
se comporta así. ¿Habrá salido Jesse con ella?
Las puertas de hierro de la entrada se abren cuando Jesse sale de la
carretera principal y se adentra en el camino de grava que lleva hacia La
Mansión. Frena suavemente hasta que nos paramos.
Se levanta la visera.
—Hora de bajarse.
Paso la pierna por encima de la moto con bastante elegancia y aterrizo
en la grava, al lado del vehículo. Jesse baja la palanca y apaga el motor
antes de bajarse con gran facilidad y de quitarse el casco. Se pasa las
manos por el pelo rubio, aplastado por la fricción, y coloca el casco en el
sillín antes de quitarme el mío. Me mira vacilante cuando descubre mi
rostro. Le preocupa que no me haya gustado. Sonrío y me lanzo de un salto
a sus brazos, le rodeo la cintura con las piernas y el cuello con los brazos.
Ríe.
—Ahí está esa sonrisa. ¿Te ha gustado?
Me sujeta con un brazo mientras deja mi casco junto al suyo. Luego
me coge con las dos manos.
Me echo hacia atrás para verle bien la cara.
—Quiero una.
—¡Olvídalo! Ni en un millón de años. De ninguna manera. Nunca. —
Niega con la cabeza, con expresión de terror—. Sólo puedes montar en
moto conmigo.
—Me ha encantado. —Le abrazo el cuello con más fuerza y me pego
de nuevo a él y a sus labios. Gime con aprobación cuando le abro la boca y
le planto un beso profundo, húmedo y apasionado—. Gracias.
Me muerde el labio inferior.
—Hummm. De nada, nena.
He olvidado mis dudas. Cuando se porta así, supera con creces lo
irracional que es, y esa manía de querer controlarlo todo. Es una locura.
—¿Por qué estamos aquí? —pregunto.
No puedo evitar la punzada de decepción que me provoca el hecho de
que nuestro increíble paseo en moto haya acabado en La Mansión.
—Tengo algunas cosas que resolver. Puedes comer algo mientras
estamos aquí. —Me deja en el suelo—. Luego iremos a mi casa, señorita.
Me aparta el pelo de la cara.
—No me he traído nada.
Necesito ir a casa y coger algunas cosas.
—Sam está aquí. Te ha traído ropa de casa de Kate.
Me coge de la mano y me lleva hacia La Mansión. ¿Sam ha traído mis
cosas? Eso sí que es previsión. Por favor, dime que las ha empaquetado
Kate. La imagen de la sonrisa picarona de Sam revolviendo en mi cajón de
la ropa interior hace que me sonroje al instante.
Jesse me conduce escaleras arriba, a través de las puertas y el
recibidor. Esta noche hay animación. Se oyen risas procedentes del
restaurante y del bar. Pasamos junto a ambos, directos hacia el despacho de
Jesse. Qué alivio. Evitar cierta lengua viperina ocupa un lugar privilegiado
en mi lista de prioridades de la noche.
Dejamos atrás el salón de verano. Hay unos cuantos grupos de gente
relajándose en los sofás mullidos, con bebidas en la mano. No se me pasa
por alto que dejan de conversar en cuanto nos ven. Los hombres alzan las
copas y las mujeres se atusan el pelo, ponen la espalda recta y dibujan una
sonrisa estúpida en la cara. Pero esta última desaparece en cuanto sus
miradas se clavan en mí, que voy detrás de él vestida de cuero y cogida de
su mano. Siento que me están examinando de arriba abajo. Apuesto a que a
las mujeres no les gusta La Mansión sólo por lo lujosas que son la casa y
las habitaciones.
—Buenas tardes.
Jesse saluda con la cabeza al pasar.
Un coro de saludos me inunda los oídos. Los hombres me regalan una
sonrisa o me hacen un gesto con la cabeza, pero las mujeres me lanzan
miradas de suspicacia. Me siento el enemigo público. ¿Qué problema
tienen?—
Jesse. —Oigo a John, el grandullón, arrastrar su nombre. Aparto la
vista de las mujeres enfadadas, que me están dando un buen repaso, y lo
veo acercarse a nosotros desde el despacho de Jesse. Me saluda con una
inclinación de cabeza y yo le devuelvo el saludo sin pensar. ¿En qué
consiste exactamente su trabajo? Parece la mafia personificada.
—¿Algún problema? —pregunta Jesse mientras me guía hacia el
interior del despacho.
John nos sigue y cierra la puerta detrás de él.
—Un pequeño asunto en el salón comunitario, ya está resuelto. —Su
voz es profunda y monótona—. A alguien se le fue de las manos. —Arrugo
el ceño y miro a Jesse. ¿Qué es un salón comunitario? Veo que éste sacude
un poco la cabeza en dirección a John antes de lanzarme una mirada fugaz
a mí—. Todo bien. Estaré en la suite de vigilancia.
Se da la vuelta y se marcha.
—¿Qué es un salón comunitario? —No puedo disimular el dejo de
interés en mi voz. Nunca he oído hablar de algo así.
Me atrae hacia sí agarrándome por el cuello de la cazadora de cuero,
me quita el bolso y toma posesión de mi boca. Hace que me olvide por
completo de mi pregunta.
—Me gusta cómo te queda el cuero —musita mientras baja la
cremallera de la cazadora, me la quita despacio y la tira al sofá—. Pero me
encanta cómo te queda el encaje. —Me baja también la cremallera de los
pantalones de cuero y me frota la nariz con la suya—. Siempre de encaje.
—Creía que tenías trabajo pendiente —susurro.
Me coge en brazos, me lleva a su mesa y me sienta en el borde. Me
quita las botas y las tira al sofá antes de agacharse, agarrarse al borde del
escritorio e inclinarse hasta que nuestras caras están a la misma altura.
Sus verdes estanques de deseo me penetran.
—Puede esperar. —Me rodea la cintura con el brazo y me echa hacia
atrás sobre la mesa—. Me vuelves loco, señorita —dice, y desliza una
mano hacia abajo para desabrocharme la camisa blanca sin moverse de
entre mis piernas.
—Tú sí que me vuelves loca —suspiro arqueando la espalda cuando
su caricia caliente me roza.
Me sonríe, misterioso.
—Entonces estamos hechos el uno para el otro.
Tira de las copas de mi sujetador hacia abajo, me pasa los pulgares
por los pezones y unas ráfagas de placer infinitas me recorren el cuerpo.
Nuestras miradas se cruzan y se quedan ancladas la una a la otra.
—Es posible —concedo. Cómo me gustaría estar hecha para él.
—Nada de posible.
Se aferra a mi cintura y me levanta de la mesa. Tiene la boca hundida
en mi garganta. Traza círculos con la lengua hasta llegar a mi barbilla.
Enredo los dedos en su pelo suave y mis pulmones se vacían de felicidad.
Perfecto. Estamos haciendo las paces.
La puerta de la oficina se abre y Jesse me pega a su pecho para
protegerme y, probablemente, para ocultarme.
—Ay, lo siento.
—¡Por el amor de Dios, Sarah! ¡Llama antes de entrar! —le grita.
Íntimamente, estoy encantada con el tono de voz que le dedica. Yo me
encuentro medio desnuda y espatarrada sobre su mesa pero, gracias a Jesse,
no se me ve nada. No me suelta y se mueve lo justo para dedicarle a Sarah
una mirada furibunda. La veo de reojo en la puerta. Lleva un vestido rojo a
juego con sus labios y su expresión de disgusto es tan evidente como la
operación de sus tetas.
—¿Al final has conseguido que se vista de cuero? —dice con una
sonrisa traicionera, da media vuelta y se va.
Cierra de un portazo y Jesse pone los ojos en blanco a causa de la
frustración. No creo que nunca me haya caído tan mal una persona.
—¿Qué ha querido decir? —pregunto. Me siento como si fuera el
blanco de una broma privada.
—Nada. No le hagas ni caso. Intenta hacerse la graciosa —murmura.
Ya no está del mismo humor.
Pues yo no le veo la gracia por ninguna parte, pero su respuesta, busca
y breve, hace que me lo piense dos veces antes de intentar seguir con el
tema. Maldición. Quiero que termine lo que había empezado.
Me levanta de la mesa y me pone de pie. Me coloca las copas del
sujetador sobre los senos, me abrocha la camisa y me quita los pantalones
de cuero. Voy a parecer una arruga andante. Recoge mi bolso del suelo y
me deja las bailarinas al lado de los pies para que me las ponga. Empiezo a
meterme la camisa por dentro para intentar estar más presentable y
observo a Jesse mientras se sienta en su enorme sillón giratorio de cuero
marrón. Está muy callado. Apoya los codos en los reposabrazos y se pone
las puntas de los dedos ante los labios. Me mira atentamente mientras
termino de arreglarme.
—¿Qué? —pregunto.
Parece pensativo. ¿A qué le estará dando vueltas?
—Nada. ¿Tienes hambre?
Me encojo de hombros.
—Más o menos.
Una sonrisa le curva las comisuras de los labios.
—Más o menos —repite—. El filete está muy bueno. ¿Te apetece?
Asiento. Sí, me apetecería un filete. Coge el teléfono del despacho y
marca un par de números.
—Ava va a tomar el filete. —Aprieta el auricular contra el hombro—.
¿Cómo te gusta?
—Al punto, por favor.
Vuelve a hablar por el auricular.
—Al punto, con patatas nuevas y una ensalada.
Me mira con las cejas levantadas.
Asiento otra vez.
—En mi despacho... y trae vino... Zinfandel. Eso es todo... Sí...
Gracias.
Cuelga y vuelve a marcar.
—John... Sí... Cuando quieras.
Cuelga y lo coge de nuevo.
—Sarah... Bien, no te preocupes. Tráeme los últimos datos de
asistencia.
Cuelga otra vez.
—Siéntate. —Señala el sofá que hay junto a la ventana.
Vale, me está entrando de nuevo esa sensación de incomodidad, así
que mi apetito desaparece a toda velocidad. Maldición, cómo odio venir
aquí.
—Puedo irme si estás ocupado.
Frunce el ceño y me mira inquisitivo.
—No, siéntate.
Me acerco al sofá y me siento en el cuero suave y marrón. Es como si
fuera una pieza de recambio: estoy rara e incómoda. Como no tengo nada
más que hacer, observo a Jesse hojear varios montones de papeles y firmar
aquí y allá. Está absorto en su trabajo. De vez en cuando, levanta la vista y
me dedica una sonrisa reconfortante que hace poco por aliviar mi
desasosiego. Quiero irme.
Paso veinte minutos, más o menos, jugando con mis pulgares y
deseando que se dé prisa, cuando llaman a la puerta y Jesse le dice que
pase a quienquiera que esté al otro lado. Pete entra con una bandeja y sigue
la dirección que señala el bolígrafo de Jesse, hacia mí.
—Gracias, Pete. —Sonrío cuando me coloca la bandeja delante y me
da unos cubiertos envueltos en una servilleta de tela blanca.
—El placer es mío. ¿Me permite abrirle el vino?
—No —sacudo la cabeza—, yo me encargo.
Asiente y se marcha en silencio.
Levanto la tapa del plato y un aroma delicioso invade mis fosas
nasales. Me ha hecho recuperar el apetito. Desenvuelvo el cuchillo y el
tenedor y lo clavo en la ensalada, la más colorida que haya visto jamás:
pimientos de todos los colores, cebolla roja y una docena de variedades de
lechuga, todo bañado en aceite aromatizado. Podría comer sólo con esto.
Es una maravilla.
Cruzo las piernas y me pongo la bandeja encima. Corto el filete y
gimo de satisfacción cuando me meto el tenedor en la boca. La comida de
La Mansión está muy bien.
—¿Está bueno?
Jesse apoya la barbilla en mi hombro.
—Buenísimo —mascullo con el filete en la boca—. ¿Quieres
probarlo?
Asiente y abre la boca. Corto un trozo de filete y lo llevo hacia mi
hombro para que lo muerda.
—Hummmm, qué rico —dice mientras mastica.
—¿Más? —le pregunto. Abre los ojos, agradecido, así que le corto
otro trozo y vuelvo a llevarlo hacia mi hombro. Me observa mientras
envuelve el tenedor con los labios carnosos y retira lentamente el trozo de
carne. No puedo evitar que una sonrisa me inunde la cara. Los ojos le
brillan de placer y le cuesta no sonreír mientras come. Me aprieta los
hombros con las manos y entierra la cara en mi nuca desde atrás.
Me da un mordisco juguetón en el cuello.
—Tú sabes mejor.
Mi sonrisa se torna más amplia en el momento en que se dedica a
mordisquearme el cuello, gruñendo y acariciándome con la nariz a su
gusto. Me río y levanto el hombro cuando me mordisquea la oreja y me
estremezco entera. Provoca muchas reacciones extremas en mí: frustración
extrema, deseo extremo y felicidad extrema, por citar sólo algunas. Este
hombre sabe tocarme la fibra sensible, y lo hace realmente bien.
—Come —me dice, y me besa la sien con ternura. Empieza a
trazarme círculos con el pulgar en lo alto de la espalda—. ¿Por qué estás
tan tensa? —me pregunta.
Estiro el cuello en señal de agradecimiento. Estoy tensa porque me
encuentro aquí, es la única razón. ¿Cómo puede una mujer hacerme sentir
tan incómoda? Llaman a la puerta.
—¿Sí? —Sigue con mis hombros cuando entra Sarah.
Hablando del rey de Roma. La temperatura baja en picado en cuanto
ve a Jesse dándome un masaje en los hombros. Le cambia el color de la
cara. Yo me doy cuenta, pero Jesse no parece notar la frialdad de su
presencia. Me tenso aún más y, de repente, me sorprendo deseando que
Jesse me quite las manos de encima. Nunca pensé que ansiaría algo así
pero, ahora mismo, me siento una impostora, y la mirada gélida de Sarah
hace que me revuelva, incómoda, en el asiento. El hecho de que esté aquí
sentada, con las piernas cruzadas, tan campante en el sofá, con un filete en
el regazo y don Divino haciéndome virguerías, no mejora las cosas.
—Los datos —murmura con el archivador en la mano y caminando
como si tal cosa hacia la mesa de Jesse para dejarlo delante de su silla. Se
vuelve para observarnos y me lanza dagas con la mirada. Me detesta a más
no poder.
—Gracias, Sarah. —Se inclina y me roza la mejilla con los labios,
respira hondo y me suelta—. Tengo que trabajar, nena. Disfruta de la cena.
Sarah pone cara de asco durante un instante, antes de volver a
colocarse la sonrisa falsa en los morros carnosos cuando Jesse se vuelve
hacia ella. Él se mete la mano en el bolsillo de los vaqueros.
—Transfiere cien mil a esta cuenta lo antes posible —le ordena
entregándole un sobre.
—¿Cien mil? —pregunta Sarah. Mira el sobre.
—Sí. Ahora mismo, por favor.
La deja mirando el sobre y se sienta detrás de la mesa sin prestarle
atención. Sarah está boquiabierta, pero él la ignora. Morritos calientes me
lanza una mirada asesina. Y entonces me doy cuenta de que es el sobre que
Sally le ha dado a Jesse.
¿Cien mil? Es demasiado. Pero ¿de qué va? Me gustaría decir algo.
¿Debería decir algo? Me vuelvo hacia Sarah, que sigue mirándome de hito
en hito, con los labios fruncidos. No la culpo. Sólo quiero esconderme
debajo del sofá y morirme. ¿Cien mil? Jesús, ella ya piensa que voy detrás
de él por su dinero.
—Eso es todo Sarah —la despacha Jesse, y ella se da la vuelta para
marcharse, pero no sin antes lanzarme una mirada furibunda.
Avanza despacio hacia la puerta y se topa con John en el umbral. Él la
saluda con la cabeza, se aparta para dejarle paso y cierra la puerta detrás de
ella. Me saluda y le sonrío antes de volver a picotear la ensalada y el filete.
Sí, mi apetito se ha ido a paseo. Necesito hablar con Jesse y preguntarle
qué papel tiene esa mujer en su vida. ¿Y por qué me odia tanto? Dejo la
bandeja en la mesita de café para servir un poco de vino, pero caigo en la
cuenta de que Pete sólo ha traído una copa, así que voy al armario a coger
un vaso pequeño para mí y vuelvo al sofá para servir el vino. Cuando dejo
la copa en la mesa de Jesse, John se calla y los dos miran primero a la copa
y luego a mí.
Jesse la coge y me la devuelve.
—Yo no quiero, gracias, nena —me sonríe—. Tengo que conducir.
—Ah. —Recojo el vaso—. Lo siento.
—Descuida, disfrútalo. Lo he pedido para ti.
Vuelvo a mi sitio en el sofá y cojo una revista llamada SuperBike. Es
la única que hay, así que tendrá que bastarme.
Empiezo a hojearla y me sumerjo en los artículos sobre motos de
MotoGP, y me emociono cuando encuentro una sección dedicada a los que
van de pasajero en una moto de carrreras; los paquetes, que ahora ya sé
cuál es el término adecuado. ¿La moto de Jesse es de ésas? Leo las reglas
para viajar de paquete y un artículo titulado «La seguridad es lo primero».
Conseguiré que se ponga ropa de cuero aunque sea lo último que haga.
Estoy concentrada en los detalles de los motores de cuatro cilindros, las
clasificaciones por caballos de potencia y la próxima Feria de la Moto de
Milán, cuando noto que unas manos cálidas me envuelven el cuello. Echo
la cabeza atrás para ver a sus rasgos del revés.
Me bendice con su sonrisa arrebatadora.
—Había empezado algo, ¿verdad?
Se agacha y me posa los labios en la frente.
—¿Por qué no te has comprado la nueva 1198?
—Lo hice, pero prefiero la 1098.
—Pero ¿cuántas tienes?
—Doce.
—¿Doce? ¿Todas son supermotos?
Sonríe.
—Sí, Ava, todas son supermotos. Venga, voy a llevarte a casa.
Dejo la revista en la mesita y empiezo a ponerme de pie.
—Deberías llevar ropa de cuero —lo presiono así como quien no
quiere la cosa.
—Ya lo sé.
Me coge de la mano y me guía hacia la puerta.
—¿Y por qué no lo haces?
—Llevo moto desde... —Se para sin terminar la frase y me mira—.
Desde hace muchos años.
—En algún momento tendrás que decirme cuántos años tienes.
Me mira, le lanzo una brillante sonrisa y, a cambio, él me regala otra.
—Tal vez —dice con calma.
Si hace muchos años que conduce motos, debería ser consciente de los
peligros.
Caminamos por La Mansión y nos encontramos a Sam y a Drew en el
bar. Parece ser que Sam no va a ver a Kate esta noche. Está como siempre,
igual que Drew, con el traje negro y el pelo negro peinado a la perfección.
—¡Amigo mío! —lo saluda Sam—. Ava, me encantan tus bragas de
los dibujos animados de Little Miss. —Me entrega una bolsa de gimnasio
que me resulta muy familiar.
Me muero, me muero, me muero. ¿Ha estado husmeando en mi cajón
de la ropa interior? ¡Cabrón descarado! Noto que la cara me arde, miro a
Jesse y veo que la ira mana de todo su ser. ¡Ay, Sam!
—No tientes tu suerte, Sam —le advierte en un tono muy serio. La
sonrisa del otro desaparece y levanta las manos en señal de sumisión.
Drew resopla mientras sacude la cabeza y deja la cerveza en la barra.
—Te pasas de la raya, Sam —dice. Está de acuerdo con la reacción de
Jesse al inapropiado comentario de su amigo.
—Vaya, lo siento —murmura aquél mientras me mira con una sonrisa
que se le escapa involuntariamente.
Miro el bar. Está lleno. Hay mucha gente. Todos charlan, algunos
saludan a Jesse con la mano, pero ninguno se acerca. Siento que las
mujeres me tienen la misma animadversión que las del salón de verano. Es
como si se lo hubiera birlado. Ahora estoy segura de que el éxito del
negocio se basa únicamente en el señor de La Mansión y en lo guapísimo
que es. —Me llevo a Ava a casa. —Jesse me coge la bolsa del gimnasio—.
¿Mañana vas a correr? —le pregunta a Sam.
—No, quizá tenga algo entre manos. —Me sonríe.
Me pongo aún más roja. Nunca me acostumbraré a que sea tan directo
y a sus comentarios subidos de tono. Sacudo la cabeza en dirección al
cabrón descarado.
—¿Dónde está Kate? —pregunto. Debería llamarla.
—Tenía que hacer unas entregas. Estaba muy emocionada por llevarse
a Margo Junior en su primera salida oficial. Me han plantado por una
furgoneta rosa. —Da un trago a su cerveza—. Voy para allá cuando
termine aquí.
—¿Cuando termines de qué? —pregunta Drew con una ceja arqueada.
—De follarte —le espeta Sam.
¿Cuando termine de qué, exactamente?
Jesse tira de mí para sacarme del bar.
—Hasta la vista, chicos. ¡Di a Kate que Ava está conmigo! —grita por
encima del hombro. Me despido con la mano libre mientras me arrastra
fuera del bar. Ambos alzan las copas en señal de despedida. Los dos
sonríen.
Jesse me lleva a la salida de La Mansión y a su Aston Martin a un
ritmo más bien alto. Me abre la puerta del copiloto para que entre.
—Quiero ir en moto —protesto. Estoy enganchada.
—Ahora mismo te quiero cubierta de encaje, no de cuero. Sube al
coche. —Su mirada se ha vuelto pícara y prometedora. ¿En qué momento
ha cambiado?
Subo al Aston Martin, aprieto los muslos y espero a que se siente a mi
lado. Arranca el coche, lo saca marcha atrás y la grava sale despedida
cuando el vehículo vuela por el camino hacia las puertas. Tiene una
misión. Sé que se ha cabreado cuando Sarah nos ha interrumpido. Si llega a
entrar unos minutos más tarde, le habría dado la bienvenida un primer
plano perfecto del duro culo de Jesse. ¿O se lo habrá visto ya? Vomito por
dentro. Dios, espero que no. Miro el hermoso perfil del hombre que va
sentado a mi lado, relajado mientras conduce. Me mira un instante antes de
volver a centrarse en la carretera. Sé que está haciendo todo lo que puede
para no sonreír.
—Cien mil libras es una adelanto mayúsculo —digo con frialdad.
—¿Lo es?
—Sabes que sí.
Lo miro, desafiante, y él lucha con una sonrisa que amenaza con
inundar esa cara tan adorable que tiene.
—Te vendes demasiado barata.
—Debo de ser la puta más cara de la historia —contraataco, y veo que
aprieta los labios en una línea recta.
—Ava, si vuelves a decir eso de ti...
—Era una broma.
—¿Ves que me esté riendo?
—Tengo otros clientes con los que tratar —lo informo con valentía.
No puede esperar que dedique toda mi jornada laboral a su ampliación. O a
él. Dudo que me deje trabajar en ella sin molestarme, y Patrick sospechará
de todo el asunto si no estoy nunca en la oficina.
—Lo sé, pero yo soy un cliente especial. —Me da un apretón en la
rodilla y observo su sonrisa maliciosa.
—¡Y tan especial! —Me río y me hace cosquillas en el hueco que se
forma sobre la cadera.
Sube el volumen y Elbow me devuelve al respaldo del asiento
mientras veo el mundo pasar. Ahora mismo estoy muy enamorada de él,
que no es lo mismo que estar sólo enamorada de él. A pesar del lapso, ha
resultado ser un bonito día.

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