El domingo estoy agotada.
Quiero olvidarme de Eric pero todavía me duelen los músculos de mi
vagina por sus gloriosas embestidas y eso me recuerda continuamente lo ocurrido
el día anterior. Me parece horrible. Aún no he asumido que una mujer jugara con
mi sexo ante él.
A las once y cuarto me levanto de la cama y lo primero que hago es
hablar con mi padre. Lo hago todos los domingos por la mañana. Además, hoy es
la final de la Eurocopa de fútbol y me imagino que estará como loco. Si a
alguien le gusta el deporte, ése es mi padre. El teléfono da dos pitidos y
oigo:
—Hola, morenita.
—Hola, papá.
Tras hablar durante diez minutos sobre Curro y la Eurocopa,
mi padre cambia el tema de conversación.
—¿Estás bien, mi vida? Te noto apagada.
—Estoy bien, papá. Es sólo que estoy cansada.
—Morenita —intenta alegrarme—, te quedan dos semanas para coger
las vacaciones, ¿verdad?
Tiene razón. Mis vacaciones comienzan el 15 de julio y el hecho de
recordarlo me hace alegrarme.
—Exacto, papá. Pero es que las veo tan cerca que no puedo evitar
impacientarme.
Lo oigo sonreír. Eso me hace feliz. Papá lo pasó mal cuando mamá
murió hace dos años y sentir que está bien me reconforta.
—¿Vas a venir unos días a casa? Ya sabes que aquí en el pueblo
hace calor, pero puse la piscina para que vosotras la disfrutéis cuando
vengáis.
—Por supuesto, papá. Eso no lo dudes.
—Ah… el otro día el Lucena, el Bicharrón y yo fuimos a hacer la
inscripción para lo de Puerto Real. Los vas a machacar.
Al pensar en ello, me animo. A mi padre y a sus dos amigos del
alma les encanta que todos los años vayamos a ese evento y ni quiero, ni puedo
negárselo. Es algo que hacemos desde que era una niña. Se pasan todo el año
hablando de ello y, en cuanto me ven llegar a Jerez en verano, la adrenalina
les sube por las venas.
—Perfecto, papá. Allí estaremos.
—Por cierto, ayer hablé con tu hermana.
—¡¿Y?!
—No sé, hija. La noté muy desanimada. ¿Tú sabes qué le pasa?
Con fingido disimulo respondo:
—Que yo sepa nada, papá. Ya sabes cómo es de histérica para todo
—e intentando desviar el tema de conversación digo—: ¿Adónde vas a ver hoy el
partido?
—En casa. ¿Y tú?
—He quedado con Azu y unos amigos en un bar. —Sonrío al pensarlo.
—¿Algún amigo especial, morenita?
—No, papá. Ninguno.
—Ojú, hija, me alegra saberlo. Porque otro novio como ese que
tuviste con un pendiente en la nariz y otro en la ceja me repugnaría.
—Papáaaaaaaaaaaa… —digo, mientras me río a carcajadas.
Recordar cómo miraba a Lolo, un
ex, cuando lo conoció todavía me resulta divertido. Mi padre es muy tradicional
para muchas cosas y más para los novios. Consigo cambiar de tema y finalmente
regresamos al fútbol.
—Pues yo, hija, he organizado una barbacoa en el patio trasero.
Como imaginarás, vendrán los amigos de siempre y nos hincharemos a gritar. Por
cierto, hace un par de días el Bicharrón me dijo que Fernando llegará dentro de
poco a Jerez. ¡Ah!, y creo que hoy está por los Madriles y te visitará.
¡Ya empezamos con Fernando!
Mi padre y el Bicharrón llevan toda la vida intentando que
Fernando y yo seamos novios formales. Fernando me desvirgó cuando yo tenía
dieciocho años. Fue mi primera relación con un hombre y, siempre que lo
recuerdo, me hace sonreír. Qué nerviosa estaba y qué atento fue él. Es dulce y
pausado en la cama y, aunque con él lo paso bien, he estado con otros hombres
que me han hecho vibrar más.
Tras hablar un rato sobre Fernando, su maravilloso trabajo de
policía en Valencia y lo excelente chico que es, cambio de tema y regreso al
fútbol. Mi padre se emociona con ese tema y yo disfruto. Imaginar a mi padre y
a los amigos de toda la vida cantando divertidos eso de «Yo soy… español…
español… español» me encanta.
Cinco minutos después, me despido de él y cuelgo el teléfono. Miro
a Curro, que está tumbado en el suelo, y lo subo al sofá. Respira con
dificultad y eso me encoge el corazón. Hace dos meses, el veterinario me dijo
que su vida se estaba apagando y que, cada día que pasa, va a más. Está viejito
y, a pesar de la medicación, poco más se puede hacer por él salvo mimarlo y
quererlo mucho.
Suena mi móvil. Un mensaje. ¡Fernando!
«Estoy en Madrid. ¿Paso a buscarte y vemos el partido juntos?»
Le mando un «¡De acuerdo!» y me tiro en el sillón.
Sobre las dos y media de la tarde decido calentarme en el
microondas un vasito de arroz blanco y unas salchichas. No me apetece cocinar.
No estoy de humor. Después de comer, me tumbo en el sillón y en seguida viene a
visitarme Morfeo, hasta que el sonido de mi móvil me despierta. Mi hermana.
—Hola, cuchufleta, ¿qué haces?
Me desperezo y contesto:
—Durmiendo, hasta que tú me has despertado.
—¿Saliste ayer de juerga?
Al pensar en el día anterior, asiento.
—Sí. Se puede decir que sí.
—¿Con quién?
—Con alguien que tú no conoces.
—¿Algo serio? —curiosea.
Al escuchar aquello sonrío.
—No. Nada importante —respondo, moviendo la cabeza.
Durante media hora me tiene al teléfono. Qué pesadita es Raquel.
No pasan dos días sin que hablemos. Yo soy más despegada. Menos mal que ella
siempre hace por verme, porque si fuera por mí, ya la habría perdido como
hermana. Como siempre, su conversación se centra en su desastrosa vida marital.
Cuando por fin cuelgo Curro sigue en el sillón. No se ha movido. Me
acerco a él y veo que sus ojos me miran. Le beso la cabecita y me entran ganas
de llorar. Pero, tras tragarme las lágrimas, le digo cosas cariñosas y después
me levanto a por una Coca-Cola. La necesito.
Cuando regreso al salón cojo el
portátil, lo enciendo y me conecto a Facebook. En seguida coincido con alguno
de mis amigos virtuales y nos echamos unas risas. El correo me parpadea y
decido mirarlo. Quince mensajes. Varios son de amigas y amigos proponiéndome
viajes para el verano finalmente; veo una dirección que me deja atónita. Es
Eric.
¿Cómo ha encontrado mi correo privado?
De: Eric Zimmerman
Fecha: 1 de julio de 2012 04.23
Para: Judith Flores
Asunto: Confirmación de proposición
Querida señorita Flores:
Siento mucho si le desagradó mi compañía hace unas horas y todo lo
que ello implica. Pero debemos ser profesionales, así que recuerde, necesito
una respuesta en referencia a la proposición que le hice.
Atentamente,
Eric Zimmerman
Boquiabierta, vuelvo a leer el mensaje. ¡Tendrá morro este tío…!
Estoy por dar al «Delete» y borrar definitivamente el mensaje.
Pero mi impulsividad me hace responder:
De: Judith Flores
Fecha: 1 de julio de 2012 16.30
Para: Eric Zimmerman
Asunto: Re: Confirmación de proposición
Querido señor Zimmerman:
Como usted dice, seamos profesionales. Mi respuesta a su
proposición es NO.
Atentamente,
Judith Flores
Envío el mensaje y un extraño regocijo se apodera de mí.
¡Olé por mí!
Pero dos segundos después, ese regocijo desaparece para dar paso a
un dolor de estómago cuando veo que su respuesta llega de inmediato.
De: Eric Zimmerman
Fecha: 1 de julio de 2012 16.31
Para: Judith Flores
Asunto: Sea profesional y piense en ello.
Querida señorita Flores:
En ocasiones, las precipitaciones no son buenas. Piénselo. Mi
oferta seguirá en pie hasta el martes. Espero que disfrute del domingo y su
selección gane la Eurocopa.
Atentamente,
Eric Zimmerman
Miro la pantalla, bloqueada.
¿Por qué no puede aceptar mi
respuesta?
Estoy tentada de escribirle un e-mail poniéndolo a caer de un
burro, pero me niego. Dar más explicaciones a alguien para quien soy sólo sexo
no merece la pena.
Enfadada, cierro el portátil y decido poner una lavadora.
Al sacar la ropa sucia del cesto me encuentro con las bragas rotas
que Eric me arrancó. Cierro los ojos y suspiro. Recordar lo que hicimos en mi
habitación me pone cardíaca.
Abro los ojos, me levanto y camino hacia mi dormitorio. Rodeo la
cama y abro el cajón. Ante mí se encuentran los regalos que él me hizo: los
vibradores. Los miro durante unos segundos y cierro el cajón con fuerza.
Regreso hasta la lavadora. La abro y comienzo a meter la ropa. Echo el
detergente, el suavizante y la programo.
La lavadora comienza a funcionar y diez minutos después sigo
mirando cómo el tambor de la ropa da vueltas tan rápidamente como mi cabeza. Mi
respiración se acelera y grito de frustración:
—Te odio, Eric Zimmerman.
Mis pies se dan la vuelta y me dirijo de nuevo hasta mi
habitación. Vuelvo a abrir el cajón y me quedo mirando el vibrador con mando a
distancia que él usó conmigo.
Mi entrepierna me pide a gritos jugar.
¡Me niego!
Hasta yo misma utilizo la palabra «jugar». Finalmente e incapaz de
quitarme a Eric de la cabeza y menos de mi entrepierna, me deshago de los
pantalones, las bragas y me siento en la cama con el vibrador en la mano.
Toco la ruleta, lo pongo al 1 y la vibración comienza.
Después al 2, al 3, al 4 y el máximo es el 5.
Muevo el vibrador en mi mano mientras mi vagina y, en especial, mi
clítoris gritan porque sea allí donde lo mueva. Me tumbo en la cama. Apago el
vibrador y lo paseo por mis labios vaginales. Me sorprendo de lo húmeda que
estoy. ¡Eric!
El pequeño vibrador se resbala por mis labios. Estoy húmeda y
abierta. Lista para recibirlo. Lo pongo al 1. La vibración comienza y cierro
los ojos. Subo la potencia al 2. Con mis dedos me abro los labios vaginales y
dejo que me masajee la zona que está junto al clítoris. Un calor irresistible
se apodera de mí y comienzo a jadear. Retiro el vibrador y junto las rodillas.
Fuego. Pero quiero más. ¡Eric!
Separo de nuevo las piernas. Enciendo el vibrador al 3 y lo pongo
sobre la zona donde el placer quería explotar. Pienso en Eric. En sus ojos. En
su boca. En cómo me toca. Vuelvo a cerrar los ojos y pienso en el vídeo que vi.
Me excita recordar su cara, su gesto, mientras aquella mujer me poseía. Volver
a pensar en lo que sentí la tarde anterior me acelera la respiración. Aquello
ha sido lo más morboso que me ha ocurrido en la vida. Yo, abierta de piernas en
una cama, mientras una desconocida tomaba de mí lo que quería, yo se lo ofrecía
y él miraba. ¡Eric!
Estoy caliente. Muy caliente. Pongo el vibrador al 4. El calor se
hace insoportable. El ansia viva por correrme comienza a aflorar en mi
interior. El ardor me sube a la cara mientras siento que voy a explotar y mi
cabeza imagina todo tipo de juegos con él. ¡Eric!
Me arqueo en la cama. El clímax me llega mientras oigo mis propios
ronroneos. Combustión. Jadeo aliviada y me convulsiono sobre la cama. Abro los
ojos, mientras el acaloramiento se apodera de mí, y siento cómo el pequeño
vibrador empapa mis dedos. Cierro las piernas con fuerza y me dejo llevar por
el momento. Mientras, siento miles de sensaciones nuevas y todas maravillosas.
Calor. Excitación. Fervor. Entusiasmo. Sólo falta
¡Eric!
Cinco minutos después y con la respiración normalizada, me siento
en la cama. Miro con curiosidad aquel aparatito y sonrío. Aunque nunca se lo
diré, he pensado en él. En ¡Eric!
A las siete y media, Fernando llega a mi casa. Como siempre está
feliz y sonriente. Me da un piquito en los labios y yo me dejo. Es un amor. A
las ocho llegamos al bareto donde he quedado con mis amigos para ver la final
España-Italia. Tenemos que ganar. La juerga nos rodea y comienzo a cantar y a
divertirme como una loca con mi bandera de la selección española colgada a mi
cuello y los colores rojo-amarillo-rojo pintados en mi cara.
Aparece Nacho, un amigo tatuador. Es mi confidente. Tenemos una
amistad muy especial y nos lo contamos todo. Cuando ve a Fernando se ríe. Sabe
la relación que tengo con él y le hace gracia. No entiende cómo éste sigue
detrás de mí tras todos los desplantes que le hago.
A las nueve menos cuarto, el partido da comienzo. Estamos
nerviosos. Nos jugamos el Mundial. ¡Vamos España!
¡¡¡No hay dos sin tres!!!
En el minuto 14, Silva mete un golazo que nos hace saltar de
emoción. Fernando me abraza y yo lo abrazo. Estamos felices. El ataque de
Italia se endurece pero Jordi Alba, en el minuto 41, mete otro golazo que nos
hace volver a gritar como descosidos. Fernando me besa en el cuello y yo,
feliz, se lo permito. Llega el descanso y Fernando ya me tiene sujeta por la
cintura.
El segundo tiempo comienza y yo grito que saquen a Torres.
¡Que saquen al Niño!
Y cuando veo que calienta y que el entrenador Del Bosque le dice
que salga, grito, aplaudo y salto encantada. Fernando aprovecha la situación y
me sienta entre sus piernas. Yo me dejo. Pero mi gozo se completa cuando en el
minuto 84, Torres, ¡mi Torres!, mete el tercer gol.
¡Bien! ¡Bien…!
Fernando, al verme tan entregada a la causa, me aúpa entre sus
brazos y, de la felicidad, me planta un besazo de campeonato. Después me suelta
y, cuando, en el minuto 88, Mata mete un golazo tras un pedazo de pase de mi
Torres, creo morir, pero ¡de gusto! Y esta vez soy yo la que se lanza a sus
brazos y lo besa con furia española.
Cuando el partido termina, mis amigos y yo lo celebramos a lo grande.
Fernando no se separa y, en un momento de calentón, nos metemos en el baño de
caballeros. Durante unos minutos dejo que me bese y que me toque. Lo necesito.
Sus manos recorren mi cuerpo y ¡Dios! ¡No me puedo quitar a mi jefe de la
cabeza! De pronto, Fernando no existe. Sólo ¡Eric!
Necesito que sea posesivo y desafiante, pero Fernando es de todo
menos eso. Al final, consigo sacarlo del baño sin haber culminado. Está
cabreado, pero ni siquiera así me pone. Cuando me invita a ir a su hotel y me
niego, se marcha y, sinceramente, yo me quedo la mar de feliz. Cuando llego a
mi casa sobre las tres de la mañana y me meto en la cama sonrío al pensar que
somos ¡campeones!
Me niego a pensar en nada más.
14
A las siete y media de la mañana del lunes estoy en pie. Curro está
tranquilo. Le doy su medicación y desayuno. Luego me meto en la ducha. Diez
minutos después salgo, me visto y me maquillo.
A las ocho y media entro en la oficina. En el ascensor coincido
con Miguel y nos felicitamos por haber ganado la Eurocopa. Estamos emocionados.
Bromeamos sobre nuestro fin de semana y, como siempre, terminamos a carcajadas.
Subimos a la cafetería y allí gritamos con otros compañeros: «¡No hay dos sin
tres!».
Finalmente, nos sentamos a una mesa a desayunar con nuestro café.
Diez minutos después, la magdalena se me cae de las manos al ver a Eric entrar
con mi jefa y dos jefes más.
Está impresionante con su traje oscuro y su camisa clara. Por su
gesto serio habla de trabajo pero, cuando llegan a la barra y piden los cafés,
me ve. Yo sigo hablando, disfrutando de la compañía de mis compañeros, aunque
con el rabillo del ojo veo que ellos se sientan en una mesa alejada de la
nuestra. Eric se sienta en la silla que queda frente a mí. Me mira y entonces
yo también lo miro. Nuestros ojos se encuentran durante una fracción de segundo
y, como era de esperar, mi cuerpo reacciona.
—Vaya. Ya han llegado los jefes —dice Miguel—. Por cierto, me han
dicho que el otro día te quedaste con el nuevo jefazo atrapada en el ascensor.
—Sí. Con él y con algunas personas más —respondo con desgana. Pero
dispuesta a saber más del jefazo, le pregunto—: Oye, tú que eras el secretario
de su padre, ¿de qué murió?
Miguel mira con curiosidad hacia la mesa del fondo.
—La verdad es que era un hombre extraño y poco hablador. Murió de
un ataque al corazón. —Y al ver a mi jefa reír, susurra—: Por lo que veo el
nuevo jefazo le gusta a nuestra jefa. Sólo hay que ver cómo se ríe y se toca el
pelo.
Sin poder evitarlo, miro hacia su mesa y, de nuevo, mis ojos se
cruzan con la mirada fría y gélida de Eric.
—¿El señor Zimmerman tenía más hijos?
—Sí. Pero sólo Iceman vive.
—¡¿Iceman?!
Miguel se ríe y, acercándose, cuchichea:
—Eric Zimmerman es ¡Iceman! El hombre de hielo. ¿No has visto la
cara de mala leche continua que tiene? —Eso me hace reír y Miguel añade—: Por
lo que me ha dicho la jefa, es duro de pelar. Peor que su padre.
No me sorprende lo que me comenta. Se dice que la cara es el
espejo del alma y la cara de Eric es de tormento continuo. Pero el nombrecito
me hace gracia. Aun así, replico:
—¿Por qué dices que él es el único hijo que vive?
—Tenía una hermana, pero murió hace un par de años.
—¿Qué le pasó?
—No sé, Judith… El señor Zimmerman nunca habló de ello. Sólo sé
que murió porque un día me dijo que se tenía que marchar a Alemania al entierro
de su hija.
Saber eso me apena. Dos muertes en tan poco espacio de tiempo
tiene que ser muy doloroso.
—El señor Zimmerman estaba separado de su mujer —continúa Miguel—.
Iceman
y él no tenían buena relación; por
eso él nunca venía por España.
Saber aquellos datos de él me inquieta. Quiero saber más, así que
pregunto:
—¿Y por qué no tenían buena relación?
—No lo sé, preciosa —responde Miguel mientras pone un mechón de
pelo tras mi oreja—. El señor Zimmerman era bastante hermético con su vida
privada. Por cierto, ¿cuándo vas a querer tomar una copa conmigo?
Escuchar aquello me hace sonreír. Apoyo los codos sobre la mesa y,
al dejar caer mi cara en mis manos, respondo, mirándolo:
—Creo que nunca. No me gusta mezclar el trabajo con el placer.
Mi contestación cargada de una ironía que él no entiende me hace
gracia. Miguel se acerca un poco más a mí y murmura:
—Cuando hablas de placer, ¿a qué clase de placer te refieres?
Sin moverme un ápice respondo:
—Vamos a ver, guaperas. Eres el caramelito que todas las de la
oficina se quieren comer y yo soy una mujer muy celosa y no comparto. Por lo
tanto… búscate a otra porque conmigo lo llevas crudo.
—Mmmm… ¡Me gusta lo difícil!
Eso me hace soltar una carcajada y Miguel me sigue. De pronto, veo
que Eric se levanta y sale de la cafetería y respiro. No tenerlo cerca es un
alivio para mí. Diez minutos después, mi compañero y yo regresamos a nuestros
puestos.
Cuando llego a mi mesa veo que la puerta del despacho del jefazo
está abierta. Maldigo. No quiero verlo. Me siento y de pronto el móvil pita y
leo: «¿Ligando en horas de trabajo?».
Eso me incomoda, pero termino por sonreír.
En el fondo, el humor de Eric me hace gracia. No pienso responder
aunque, como siempre que me pongo nerviosa, me rasco el cuello. Mi móvil vuelve
a pitar y leo: «No te rasques o el sarpullido irá a peor».
Me observa. Miro hacia el despacho y lo veo sentado en la que fue
la mesa de su padre. Se siente poderoso. Me está provocando, pero no pienso
caer en su juego. Achino los ojos enfadada. Con la mirada, le digo de todo
menos bonito y, sorprendentemente, curva sus labios mientras aguanta una
sonrisa.
De pronto aparece mi jefa y dice, interponiéndose en nuestro campo
de visión:
—Judith, si alguien me llama, pásame la llamada al despacho del
señor Zimmerman.
Sin abrir la boca, asiento. Mi jefa, contoneando sus caderas,
entra en el despacho de Eric y cierra la puerta. Comienzo a trabajar y, a media
mañana, la puerta del despacho se abre. Veo salir a mi jefa con una carpeta en
las manos.
—Judith —me dice—. Me voy a ausentar de la oficina una hora. Si el
señor Zimmerman necesita lo que sea, soluciónaselo. —Luego se vuelve hacia
Miguel y añade—: Acompáñame.
Mi compañero sonríe y yo también. ¡Vaya dos!
¡Ay!, si ellos supieran lo que yo sé…
Cuando desaparecen del despacho, el teléfono interno suena.
Maldigo al saber que es él. Al final lo cojo.
—Señorita Flores, ¿puede pasar a mi despacho, por favor?
Estoy tentada de decir que no. Pero eso no sería profesional y yo,
ante todo, soy una profesional.
—En seguida, señor Zimmerman.
Me levanto, entro en el despacho y pregunto:
—¿Qué desea, señor Zimmerman?
Veo que apoya la cabeza en el alto asiento de cuero negro.
—Cierre la puerta, por favor —responde, mirándome.
Resoplo y siento que mi piel comienza a arder. Mi maldito cuello
me va a delatar y eso me incomoda. Pero le hago caso y cierro la puerta.
—Enhorabuena. Ganasteis la Eurocopa.
—Gracias, señor.
El silencio entre nosotros se hace insoportable.
—¿Lo pasaste bien anoche? —añade.
No respondo.
—¿Quién era el tipo al que besaste y con el que estuviste
diecisiete minutos en el baño de hombres? —me pregunta.
Boquiabierta, me lo quedo mirando.
—Te he preguntado —insiste—. ¿Quién es?
Colérica por lo que escucho, deseo lanzarle el bolígrafo que llevo
en la mano y clavárselo en el cráneo, pero lo aprieto y respondo, mientras
contengo mis impulsos asesinos:
—Eso no le incumbe, señor Zimmerman.
Increíble. ¿Me ha estado espiando? Me siento molesta.
—¿Qué hay entre tú y el ligue de tu jefa? —prosigue.
¡Hasta aquí hemos llegado! Pestañeo y respondo:
—Mire, señor Zimmerman, no quiero ser desagradable pero nada de lo
que me pregunta es de su incumbencia. Por lo tanto, si no quiere nada más,
volveré a mi puesto de trabajo.
Enfadada y sin darle tiempo a decir nada más, salgo del despacho y
cierro la puerta con ímpetu. ¿Quién se ha creído ése que es? Nada más sentarme
en mi silla, el teléfono interno vuelve a sonar. Maldigo pero lo cojo.
—Señorita Flores, venga a mi despacho. ¡Ya!
Su voz suena enfurecida, pero yo también lo estoy. Cuelgo el
teléfono y, enfadada, entro de nuevo dispuesta a mandarlo a la mierda.
—Tráigame un café, solo.
Salgo del despacho. Voy a la cafetería y, cuando regreso, se lo
pongo encima de la mesa.
—No tomo azúcar. Tráigame sacarina.
Repito el camino, acordándome de todos sus antepasados y, cuando
regreso con la puñetera sacarina, se la entrego.
—Eche medio sobrecito en el café y remuévalo.
¿Cómo? ¿Que le remueva el puñetero café?
Aquel trato me indigna. No para de mirarme y la superioridad que
muestra en su gesto me reconcome las tripas. ¡Será idiota, el alemán! Deseo
tirarle el café a la cara, deseo mandarlo a freír espárragos, pero al final
hago lo que me pide sin rechistar. Cuando termino, dejo el café frente a él y
me doy la vuelta para salir del despacho.
—No salga del despacho, señorita Flores.
Oigo que se levanta. Me doy la vuelta para mirarlo.
Su ceño está fruncido. El mío también. Está enfadado. Yo también.
Rodea la mesa. Se sienta ante ella
con los brazos cruzados y las piernas abiertas. Su actitud es intimidatoria.
Nuestra distancia se ha acortado. Eso me pone nerviosa.
—Jud…
—Para usted soy la señorita Flores, si no le importa.
Me mira con su típica cara de mala leche y siento que el aire se
puede cortar con un cuchillo. ¡Menuda tensión!
—Señorita Flores, acérquese.
—No.
—Acérquese.
—¿Qué quiere? —exijo.
Sin cambiar su duro gesto, murmura entre dientes:
—Acérquese, por favor.
Resoplo para que vea mi estado de ánimo y doy un paso adelante.
Su dura mirada exige que me acerque más pero no me dejo
amedrentar.
—Señor Zimmerman, no me voy a acercar más. Despídame si eso le
hace seguir sintiéndose el Rey del Universo. Pero no pienso acercarme más a
usted. Y, como se pase un pelo, lo denuncio por acoso.
Se incorpora de la mesa. Da dos pasos hacia mí y yo doy un paso
hacia atrás. Lo oigo resoplar. Me coge del brazo, tira de mí y abre las puertas
del archivo. Me mete y, una vez en la intimidad que nos da ese lugar, me coge
con sus manos la cabeza, me acerca a él y me besa con posesión.
Esta vez no se detiene a rozar su lengua contra mi labio superior.
No me pide permiso. Sólo me atrae hacia él y me besa. Me empuja contra los
archivos y, cuando siente que mi cuerpo no puede retroceder, abandona mis
labios.
—Apenas he podido dormir pensando en ti y en lo que hacías con el
tipo de anoche.
Obnubilada por lo que dice, respondo con un hilo de voz:
—No hice nada.
Eric aprieta sus caderas contra mí y siento su erección.
—Te agarraba por la cintura. Paseaba su mirada por tu cuerpo.
Dejaste que te besara y entraste con él al baño de hombres. ¿Cómo puedes decir
que no hiciste nada?
Enloquecida por lo que me está haciendo sentir con sus palabras y
con su cercanía respondo:
—Con mi vida y con mi cuerpo hago lo que quiero, señor Zimmerman.
Le doy un tremendo empujón y lo separo de mí.
—Yo no soy una muñequita de esas a las que supongo que está
acostumbrado a dar órdenes. No vuelva a tocarme o…
—¿¡O!? —pregunta con voz ronca.
—O soy capaz de cualquier cosa —contesto.
Su mandíbula está tensa y, acercándose de nuevo a mí, susurra:
—Jud, me deseas tanto como yo a ti. No lo niegues —no respondo. No
puedo. Su cercanía me provoca mil sensaciones.
Mis ojos chispean. No sé si es indignación, morbo o qué. El caso
es que chispean mientras aquel gigante con su cara de mala leche se cierne
sobre mí.
—No estoy dispuesta a…
—¿Al sado? Eso ya lo sé, pequeña.
Su respuesta me pilla tan de sorpresa que no sé qué responder. Su
mirada me bloquea.
—¿Te está entrando el nervio?
Vuelve a desconcertarme, ¿cómo puede recordar aquello que le
expliqué en el ascensor? Me toco el cuello. Voy a soltarle alguna de mis
frescas, cuando veo que hace una mueca.
—No te rasques, Jud.
Sin darme tiempo a moverme, se agacha y me sopla en el cuello.
Cierro los ojos. Mi indignación baja de intensidad. Él se ha propuesto que sea
así y lo ha conseguido.
—Siento haberte puesto nerviosa —musita de repente en mi oído—.
Perdóname, pequeña.
Su poder es inmenso y ya me tiene donde quiere. ¡Soy una blanda!
Me besa. Esta vez con desesperación. Me sabotea y yo me dejo.
El hilo de mis pensamientos se bloquea y sólo pienso en besarlo y
dejar que me bese.
¿Qué me ocurre?
Quiero reprimirme, pero no puedo. Nunca he sido un juguete para
ningún hombre, pero él consigue controlarme. Lo deseo tanto como necesito el
aire para respirar y eso me asusta. Me quema la vagina, la piel y siento que
mis bragas se humedecen y que lo único que deseo es que me desnude y me posea.
Clavo mis ojos en él. Su cara seria y de perdonavidas me encanta.
Me vuelve loca. Es tan sexy y devastador que soy incapaz de negarme a nada de
lo que me exija. Por primera vez en mi vida me siento así y creo que no puedo
hacer nada por evitarlo. Me desabrocha el pantalón. Su mano se mete con rapidez
dentro de mis bragas.
—Estás húmeda para mí —me susurra.
¿Qué va a hacer? ¿Me va a desnudar en el archivo?
Pero no. Mete más la mano y siento que uno de sus dedos se
introduce en mi interior y, segundos después, otro más. Me agarra por el pelo,
tira de él y subo la cabeza. Me besa de nuevo con impaciencia, mientras me hace
abrir las piernas con su pierna y sus dedos entran y salen una y otra vez de
mí. Con su boca sobre la mía, reprimo mis gemidos y sé que el clímax está
cerca.
—Córrete para mí, Jud.
Mi cuerpo vuelve a reaccionar a sus palabras.
El placer que me está dando me hace querer más. El brillo sensual
de su mirada me vuelve loca y me hace desear que me desnude, me tire en el
suelo y sea su pene el que juegue en mi interior. Me muerdo el labio. Si no lo
hago, gritaré y toda la oficina vendrá para ver qué pasa.
—Vamos, Jud, déjate llevar.
Tenso la espalda y arqueo mis piernas mientras me dejo avasallar
con gusto por él. Quiero sus dedos más dentro de mí y, cuando creo que voy a
explotar, lo beso para ahogar de nuevo mi gemido en su boca, mientras siento
que mis músculos se contraen una y otra vez sobre sus caricias y percibo aún
más la humedad en mi entrepierna. Poco a poco él se detiene y, cuando saca sus
dedos de mi interior, quiero protestar. Él se da cuenta. Vuelve a tomar mi
cabeza entre sus manos.
—Me debes un orgasmo, pequeña —murmura.
No puedo responder.
Sólo puedo abrir la boca y entrelazar su lengua con la mía.
Disfruto de su sabor excitante y peligroso, olvidándome de nuevo de todo lo que
hay a nuestro alrededor y de mi enfado. No quiero pensar que me utiliza como a
un juguete. No quiero pensar que es mi
jefe. Simplemente no quiero
pensar.
Dos minutos después y con las respiraciones más acompasadas, deja
de presionarme contra los archivadores y yo vuelvo a tomar el control sobre mi
cuerpo. Maldigo.
¿Qué he vuelto a hacer? ¿Cómo puedo ser tan idiota cada vez que lo
veo?
Él parece darse cuenta de lo que pienso y me dedica una de sus
habituales miradas gélidas.
—¿Has vuelto a pensar en mi proposición? —me pregunta.
Intento mirarlo. Me enfrento a Iceman y siento que pierdo toda compostura.
—Ayer ya te respondí y te dije que no aceptaba.
Aprieta los labios y yo resoplo.
Lo miro sorprendida.
—¿Por qué eres tan cabezona? —añade—. Lo que te propongo te
reportaría unos beneficios monetarios.
—¿Sólo monetarios?
Eric deja de sonreír ante mi pregunta.
—Todo depende de lo que quieras. Tú decides, Jud. De momento
necesito una secretaria. El sexo surgirá, si tiene que surgir.
—¿Y si me niego a que vuelva a surgir? —replico, intentando
creerme mi propia mentira.
Eric me mira. Baja sus manos hasta mi pantalón y lo abrocha.
—Aceptaré tu negativa —añade con tranquilidad—. Otra accederá.
¡Será imbécil, creído y chulo…!
Y entonces sale del archivador y me deja sola. Durante unos
segundos cierro los ojos y me regaño a mí misma. ¿Por qué soy tan facilona
cuando estoy con él? Finalmente, me coloco la camisa y el pelo y lo sigo. Él ya
está sentado ante su mesa y mira con el ceño fruncido la pantalla del
ordenador. Me dirijo con calma hacia la puerta, dispuesta a salir.
—Te dije que te daba hasta el martes para la respuesta y así será
—me dice antes de que abandone su despacho—. Ahora puedes regresar a tu puesto
de trabajo. Si vuelvo a necesitarte… te llamaré.
Me pongo roja como un tomate.
Salgo del despacho. Cierro la puerta, me apoyo en ella y miro a mi
alrededor durante unos segundos. Todos fuera de mi despacho están trabajando.
Parece que nadie se ha dado cuenta de lo que acaba de suceder. Cojo mi bolso y
me voy al baño. Necesito lavarme. Siento mi vagina empapada y eso me incomoda.
Veinte minutos después vuelvo a mi mesa y veo que Miguel y mi jefa
han regresado. Eric y yo no volvemos a hablar ni a mirarnos. A las dos, la
puerta del despacho se abre y salen juntos. No me mira. Sólo mi jefa vuelve la
cara hacia mí.
—Nos vamos a comer, Judith —me informa.
Asiento y respiro aliviada. Veo a Miguel recoger sus cosas cuando
mi teléfono suena. Es mi hermana.
—Jud… tienes que venir a casa. ¡Ya!
Al escuchar aquello cierro los ojos y me siento. Las piernas me
tiemblan. No hace falta que siga hablando. Sé lo que pasa.
Cuando cuelgo el teléfono, reprimo el llanto y me trago las
lágrimas. No quiero llorar en la oficina. Soy una tía dura y los numeritos no
van conmigo. Busco a Miguel y lo encuentro hablando con Eva. Parece que están
ligando. Me acerco a él y le informo de que me ha surgido un problema urgente y
que aquella tarde no regresaré a trabajar. Él asiente
sin prestarme mucha atención y
regreso a mi mesa. Vuelvo a sentarme. Bebo agua de la botellita y, finalmente,
recojo mis cosas.
Las manos me tiemblan y las mejillas me arden. Necesito llorar.
Hago un esfuerzo por apagar mi ordenador, contengo mi pena y voy hacia el
ascensor. Cuando salgo de él, corro hacia el parking y entonces me permito
llorar. Antes no.
Cuando llego a casa mi hermana está con los ojos encharcados por
las lágrimas. Curro respira con mucha dificultad y, sin perder un
segundo, llamo a mi veterinario. El veterinario, que me conoce desde hace años,
me indica que me espera en la clínica.
A las cuatro y media de la tarde, tras una inyección que el
veterinario le pone para facilitarle el viaje, Curro me deja. Me deja
para siempre, con el corazón destrozado y con la sensación de una pérdida
irreparable. Me agacho sobre la mesa donde su cuerpo sin vida descansa. Lo
beso, acaricio su peluda cabeza por última vez y cientos de lágrimas me nublan
por completo la vista.
—Adiós, cariño —murmuro.
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