A las siete de la tarde me encuentro sentada en el sofá de la casa
de mi hermana.
Mi móvil suena. Mis amigos quieren que vaya a la Cibeles a
celebrar el triunfo de la Eurocopa. Pero no estoy para fiestas. Apago el móvil.
No quiero saber nada de nadie. Estoy triste, muy triste. Mi gran compañero, ese
al que le contaba todas mis penas y mis alegrías me ha abandonado.
Lloro… lloro y lloro.
Mi hermana me abraza pero, inexplicablemente, siento que necesito
el abrazo de cierto impertinente. ¿Por qué?
Hemos dejado a mi sobrina en casa de una vecina. No queremos que
nos vea así. Bastante difícil ha sido explicarle que Curro se ha ido al
cielo de los gatos como para que nos vea llorar como dos magdalenas. Llega mi
cuñado Jesús y se nos une en el duelo. Los tres lloramos. Y cuando llamo a mi
padre por teléfono para decírselo, ya somos cuatro. ¡Qué triste es todo!
A las nueve de la noche enciendo el móvil y recibo la llamada de
Fernando. Mi hermana lo ha llamado y él se ofrece a venir a Madrid para
consolarme. Me niego y, tras hablar con él unos pocos minutos, cuelgo y vuelvo
a apagar el móvil. Después de cenar algo, decido regresar a mi casa. Necesito
enfrentarme a ella y a su soledad.
Pero cuando entro, una extraña emoción se apodera de mí. Me da la
sensación de que en cualquier momento Curro, mi Currito,
aparecerá por alguno de los rincones y me ronroneará entre las piernas. En
cuanto cierro la puerta de la calle, me apoyo contra ella. Mis ojos se llenan
de lágrimas y me niego a controlarlas.
Lloro, lloro y lloro, y esta vez en soledad, que sienta mejor.
Con los ojos hinchados y sin poder detenerme, me dirijo hasta la
cocina. Observo el cuenco de la comida de Curro y me agacho a cogerlo.
Abro la basura y tiro la comida que hay en él. Lo meto en el fregadero y lo
lavo. Después de secarlo, lo miro y no sé qué hacer con él. Lo dejo sobre la
encimera. Después cojo la bolsita de pienso y las medicinas. Lo reúno todo y
vuelvo a llorar como una tonta.
Dos segundos después oigo que la puerta de la calle se abre. Es mi
hermana. Se acerca a mí y me abraza.
—Sabía que estarías así, cuchufleta. Vamos, por favor, deja de
llorar.
Intento decir que no puedo. Que no quiero. Que me niego a creer
que Curro ya no regresará, pero el llanto me impide hacerlo. Media hora
más tarde, la convenzo para que se marche de mi casa. Escondo sus llaves para
que no se las lleve y no vuelva a molestarme. Necesito estar sola.
Cuando voy al baño para lavarme la cara, veo el arenero de Curro
y de nuevo el llanto hace acto de presencia. Me siento en el retrete
dispuesta a llorar durante horas, cuando oigo unos golpes en la puerta.
Convencida de que es mi hermana que se ha dado cuenta de que no lleva las
llaves, abro y aparece el señor Zimmerman con cara de pocos amigos.
¿Qué hace ahí?
Me mira sorprendido. Su expresión cambia por completo y, sin
moverse, pregunta:
—¿Qué te ocurre, Jud?
No puedo responder. Mi gesto se contrae y vuelvo a llorar.
Se queda paralizado y entonces yo me acerco a él, a su pecho, y me
abraza.
Necesito ese abrazo. Oigo que la
puerta se cierra y lloro con más pena.
No sé durante cuánto tiempo estamos así hasta que de pronto soy
consciente de que tiene la camisa empapada de lágrimas. Finalmente me separo de
él.
—Curro, mi gato, ha muerto —logro murmurar.
Es la primera vez que digo aquella terrible y horrible palabra.
¡La odio!
Mi cara vuelve a contraerse y comienzo a llorar. Esta vez siento
que él tira de mí y se sienta en el sofá. Me sienta a su lado. Intento hablar,
pero el hipo por mi tristeza no me lo permite. Sólo consigo articular palabras
entrecortadas, mientras mi cuerpo se contrae involuntariamente y veo que él
está totalmente desconcertado. No sabe qué hacer. Finalmente se levanta del
sillón, coge un vaso y lo llena de agua. Me lo trae y me obliga a beber. Cinco
minutos después me siento algo más tranquila.
—Lo siento, Jud. Lo siento muchísimo.
Asiento como puedo, mientras aprieto mis labios y trago el nudo de
emociones que, de nuevo, pugna por salir de mi interior. Abrazada a él apoyo mi
cabeza sobre su pecho y siento que mis lágrimas salen de nuevo descontroladas.
Esta vez no tengo hipo y el simple hecho de sentir cómo su mano me acaricia el
pelo y el brazo me reconforta.
Sobre las doce de la noche, la pena me sigue dominando, pero ya
soy capaz de controlar mi cuerpo y mis palabras, de modo que me incorporo para
mirarlo.
—Gracias —digo.
Siento que se conmueve, sus ojos lo revelan. Acerca su frente a la
mía y me susurra:.
—Jud… Jud… ¿Por qué no me lo dijiste? Te hubiera acompañado y…
—No he estado sola. Mi hermana ha estado conmigo en todo momento.
Eric mueve su cabeza, comprensivo, y me pasa sus dedos pulgares
por debajo de los ojos para retirar unas lágrimas.
—Deberías descansar. Estás agotada y tu mente necesita relajarse.
Asiento. Pero entonces me doy cuenta de que su gesto se contrae.
—¿Te encuentras bien? —le pregunto.
Sorprendido por aquella pregunta, me mira.
—Sí. Sólo me duele un poco la cabeza.
—Si quieres, tengo aspirinas en el botiquín.
Veo que sonríe. Entonces me da un beso en la cabeza.
—No te preocupes. Se pasará.
Necesito dormir, pero no quiero que se vaya, de modo que le sujeto
la camisa para intentar impedírselo.
—Me gustaría que te quedaras conmigo, aunque sé que no puede ser.
—¿Por qué no puede ser?
—No quiero sexo —murmuro, con una aplastante sinceridad.
Eric levanta su mano y me toca el óvalo de la cara con una ternura
que, hasta el momento, nunca había utilizado conmigo.
—Me quedaré contigo y no intentaré nada hasta que tú me lo pidas.
Eso me sorprende.
Se levanta y me tiende la mano. Yo se la cojo y me lleva hasta mi
habitación. Asombrada, observo cómo se quita los zapatos. Yo hago lo mismo.
Después se quita el pantalón. Lo imito. Deja la camisa sobre una silla y se
queda vestido sólo con unos bóxers negros. ¡Sexy! Abre mi cama y se mete en
ella. Consecuente con lo que le he pedido, me quito la camisa, después el
sujetador y saco de debajo de mi almohada mi camiseta de
tirantes y el culotte de dormir.
Es del Demonio de Tasmania. Veo que sonríe y yo pongo los ojos en blanco.
Tras ponerme el pijama abro una pequeña cajita redonda, saco una
pastillita y me la tomo.
—¿Qué es eso?
—Mi anticonceptivo —aclaro.
Instantes después me tumbo junto a él, que pasa su brazo bajo mi
cuello. Me acerca hasta él y me besa en la punta de la nariz.
—Duerme, Jud… duerme y descansa.
Su cercanía y su voz me relajan y, abrazados, siento que me quedo
profundamente dormida.
16
Suena el despertador. Lo miro: las siete y media.
Alargo la mano y lo apago. Me desperezo en la cama y mi mente se
despierta rápidamente. Miro a mi derecha y veo que Eric no está. Mi mente
vuelve a ser consciente de lo ocurrido y me siento en la cama cuando oigo una
voz:
—Buenos días.
Miro hacia la puerta y allí está él, vestido. Miro su ropa y me sorprendo
al ver que el traje que lleva y la camisa no son los que traía el día anterior.
Él se da cuenta y responde:
—Tomás me lo ha traído hace una hora.
—¿Qué tal tu cabeza? ¿Se fue el dolor? —pregunto.
—Sí, Jud. Gracias por preguntar.
Le respondo con una triste sonrisa. Me levanto de la cama sin ser
consciente del horrible espectáculo que ofrezco, despeluchada, legañosa y con
mi pijama del Demonio de Tasmania. Paso por su lado y, al hacerlo, me pongo de
puntillas y le doy un beso en la mejilla mientras murmuro un aún soñoliento
«buenos días».
Voy a la cocina dispuesta a darle la medicación a Curro,
cuando veo todas sus cosas sobre la encimera. Me paro en seco y siento a Eric
detrás de mí. No me deja pensar. Me coge por la cintura y me da la vuelta.
—¡A la ducha! —me ordena.
Cuando salgo de ella y entro en la habitación para vestirme, Eric
no está allí. Así que me apresuro a sacar un sujetador y unas bragas de mi
cajón y me los pongo. Después abro el armario y me visto. En cuanto estoy
vestida y presentable, salgo al salón y lo veo leyendo un periódico.
—Tienes café recién hecho —dice mientras me mira—. Desayuna.
Veo que dobla el periódico, se levanta, se acerca a mí y me besa
en la cabeza.
—Hoy me acompañarás a Guadalajara. Tengo que visitar las oficinas
de allí. No te preocupes por nada. En la oficina ya están avisados.
Le digo que sí con la cabeza, sin ganas de hablar ni de protestar.
Me tomo el café y, cuando dejo la taza en el fregadero, siento que Eric se
acerca de nuevo por detrás, aunque esta vez no me toca.
—¿Estás mejor? —me pregunta.
Muevo mi cabeza en señal afirmativa, sin mirarlo. Tengo ganas de
llorar de nuevo pero respiro y lo evito. Estoy segura de que Curro se
enfadará si sigo comportándome como una blandengue. Con la mejor de mis sonrisas
me doy la vuelta y me retiro el pelo que me cae sobre los ojos.
—Cuando quieras, podemos marcharnos.
Él asiente. No me toca.
No se acerca a mí más de lo estrictamente necesario. Bajamos al
portal y allí está Tomás esperándonos con el coche. Nos montamos y comienza el
viaje. Durante la hora que dura el trayecto, Eric y yo miramos varios papeles.
Yo soy la encargada de llevar al día las delegaciones de la empresa Müller, de
modo que conozco casi en primera persona a todos los jefes. Eric me explica que
quiere saber de primera mano absolutamente todo de cada delegación:
productividad, cantidad de gente que trabaja en las fábricas y rendimiento de
las mismas. Eso me pone nerviosa. Con el paro que hay ahora, tengo miedo de que
empiece a despedir a gente sin ton ni son. Pero en seguida me aclara que ése no
es su propósito, sino
lo contrario: intentar que sus
productos sean más competitivos y abrir el campo de expansión.
A las diez y media llegamos a Guadalajara. No me extraño cuando me
doy cuenta de que Enrique Matías no se sorprende de verme allí. Nos saluda con
afabilidad y entramos todos juntos en su despacho. Durante tres horas, Eric y
él hablan de productividad, de carencias de la empresa y de un sinfín de cosas
más. Yo, sentada en un discreto segundo plano, tomo nota de todo y a la una y
media, cuando salimos de allí, me voy feliz de ver que se han entendido.
Recibo un mensaje de Fernando. Le respondo que estoy bien, pero
maldigo en mi interior. Recibir sus mensajes y estar con Eric me hace sentir
mal. Pero ¿por qué? Yo no tengo nada serio con ninguno de los dos.
De regreso a Madrid, Eric me propone parar y comer en algún
pueblo. Me muestro encantada y le digo que me parece bien. Tomás para en
Azuqueca de Henares y degustamos un delicioso cordero. Durante la comida, él
recibe varios mensajes. Los lee con el ceño fruncido y no contesta. A las
cuatro proseguimos el viaje y cuando llegamos al hotel Villa Magna me pongo
tensa. Eric lo nota y me coge la mano.
—Tranquila. Sólo quiero cambiarme de ropa para pasar la tarde
contigo. ¿Tienes algún plan?
Mi mente piensa con celeridad y, finalmente, le digo que sí, que
tengo un plan. Pero no le doy tiempo a que pueda presuponer nada.
—Tengo algo que hacer a las seis y media de la tarde —le informo—.
Si no tienes nada mejor, quizá te gustaría acompañarme. Así puedo enseñarte mi
segundo trabajo.
Eso lo sorprende.
—¿Tienes un segundo trabajo?
Asiento divertida.
—Sí, se puede llamar así, aunque este año es el último. Pero no
pienso decirte de qué se trata si no me acompañas.
Lo veo sonreír mientras baja del coche. Yo lo sigo.
Llegamos al ascensor del hotel Villa Magna y el ascensorista nos saluda
y nos lleva directamente hasta el ático. En cuanto entramos en su espaciosa y
bonita habitación, Eric deja su maletín con el portátil sobre la mesa y se mete
en la habitación que no utilizamos el día que estuve allí jugando. Suena su
móvil. Un mensaje. No puedo evitar mirar la pantalla iluminada y leo el nombre
de «Betta». ¿Quién será? Dos segundos después, vuelve a sonar y en la pantalla
leo «Marta». Vaya, sí que está solicitado.
Estoy inquieta. La última vez que estuve allí ocurrió algo que
todavía me avergüenza. Paseo mis manos por el bonito sofá color café y miro el
jardín japonés, mientras intento que mi respiración no se acelere. Si Eric sale
desnudo de la habitación y me invita a jugar con él, no sé si voy a ser capaz
de decirle que no.
—Cuando quieras nos podemos marchar —oigo una voz tras de mí.
Sorprendida, me vuelvo y lo veo vestido con unos vaqueros y una
camiseta granate. Está guapísimo. Elegante, como siempre. Y lo mejor, está
cumpliendo a rajatabla lo que me ha prometido de no tocarme. Sin embargo,
siento que una extraña decepción crece en mí al no verme arrastrada al mar de
lujuria donde me suele llevar.
¿Me estaré volviendo loca?
Diez minutos después, nos encontramos en el coche de Tomás en
dirección a mi casa.
Cuando entro en ella echo de menos la presencia de Curro.
Eric se da cuenta y me
besa en la cabeza.
—Vamos, son las seis. Date prisa o llegarás tarde.
Eso me reactiva.
Entro en mi habitación. Me pongo unos vaqueros. Unas zapatillas de
deporte y una camiseta azul. Me recojo el pelo en una coleta alta y salgo
rápidamente de allí. Sin necesidad de mirarlo, sé que me está observando. La
temperatura de mi piel sube cuando estoy cerca de él. Cojo la cámara de fotos y
una mochila pequeña.
—Vamos —le digo.
Guío a Tomás entre el tráfico de Madrid y en pocos minutos
llegamos hasta la puerta de un colegio. Eric, sorprendido, baja del coche y
mira a su alrededor. No parece haber nadie. Yo sonrío. Lo cojo de la mano con
decisión y tiro de él. Entramos en el colegio y el desconcierto de su cara
crece. Me hace gracia verlo así. Me gusta verlo desconcertado y tomo nota de
ello.
Segundos después, abro una puerta donde pone «Gimnasio» y un
bullicio tremendo nos engulle. En seguida, docenas de niñas de edades
comprendidas entre los siete y los doce años corren hacia mí gritando.
—¡Entrenadora! ¡Entrenadora!
Eric me mira, estupefacto.
—¿Entrenadora?
Yo sonrío y me encojo de hombros.
—Soy la entrenadora de fútbol femenino del colegio de mi sobrina
—respondo antes de que las pequeñas lleguen hasta donde estamos nosotros.
Eric abre la boca, por la sorpresa, y luego sonríe. Pero ya no
puedo hablar con él. Las pequeñas han llegado hasta mí y se cuelgan de mis
brazos y mis piernas. Bromeo con ellas hasta que sus madres me las quitan de
encima.
—¿Quién es ese tiarrón? —oigo que me dice mi hermana.
—Un amigo.
—¡Vaya, cuchufleta, vaya amigo! —murmura y yo sonrío.
Las mamás de las pequeñas se revolucionan ante la presencia de
Eric. Es normal. Eric desprende sensualidad y yo lo sé. Tras saludar a todo el
mundo, mi hermana no para de pedirme que le presente a Eric y al final
claudico. ¡Anda que no se pone pesadita! Finalmente, agarrada a su brazo, me
acerco hasta donde él se encuentra sentado.
—Raquel, te presento a Eric. —Él se levanta para saludarla—. Eric,
ella es mi hermana y el monito que está sentado en mi pie derecho es mi sobrina
Luz. —Se dan dos besos.
—¿Por qué eres tan alto? —pregunta mi sobrina.
Eric la mira y responde:
—Porque comí mucho cuando era pequeño.
Mi hermana y yo sonreímos.
—¿Por qué hablas tan raro? —vuelve a preguntar Luz—. ¿Te pasa algo
en la boca?
Yo voy a responder, pero entonces él se agacha hacia mi sobrina.
—Es que soy alemán y, aunque sé hablar español, no puedo disimular
mi acento.
La pequeña me mira, divertida. Pero yo maldigo para mis adentros
esperando su respuesta sin poder detenerla.
—Vaya paliza que os dieron los italianos el otro día. Os mandaron para
casita.
Mi hermana se lleva a la niña, avergonzada, y Eric se acerca a mí.
—No se puede negar que es tu sobrina —susurra en mi oído—. Es tan
clarita como
tú a la hora de decir las cosas.
Ambos reímos y las pequeñas corren de nuevo hacia mí. Aquello no
es un entrenamiento, es la fiesta de verano que las mamás han montado para
acabar el curso. Durante hora y media hablo con ellas, abrazo a las niñas para
despedirme y me hago cientos de fotos con ellas. Eric se mantiene sentado en
las gradas en un segundo plano y, por su gesto, parece disfrutar del
espectáculo.
Las niñas me entregan un paquetito, lo abro y de él saco un balón
de fútbol hecho de chuches de colores. Aplaudo tanto como ellas, ¡me encantan
las chuches! Mi sobrina me mira y me señala a su amiga Alicia. Han hecho las
paces y yo levanto el pulgar y le guiño el ojo. ¡Olé, mi niña! Pasados unos
minutos y después de besar a todas las mamás y a mis pequeñas futbolistas,
todas abandonan el gimnasio. Mi hermana y mi sobrina entre ellas.
Feliz por la despedida que me han brindado, me vuelvo hacia Eric y
lleno dos vasos de plástico con un poco de Coca-Cola algo calentorra mientras
me acerco a él.
—¿Sorprendido? —le pregunto, ofreciéndole uno de los vasos.
Eric lo acepta y le da un trago.
—Sí. Eres sorprendente.
—Vale, vale, no sigas, que me lo voy a creer.
Ambos nos reímos y nos miramos.
Ninguno dice nada y el silencio nos envuelve. Finalmente cojo
fuerzas y digo con sinceridad:
—Eric, mi vida es lo que ves: normalidad.
—Lo sé… lo sé y eso me preocupa.
—¿Te preocupa? ¿Te preocupa que mi vida sea normal?
Su mirada me traspasa.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque mi vida no es precisamente normal.
Mi cara debe de ser un poema. No lo entiendo, pero antes de que le
pida explicaciones, él continúa hablando:
—Jud, tu vida exige relación y compromiso. Unas palabras que para
mí quedaron obsoletas hace años. Muchos años. —Me toca con su mano el óvalo de
la cara y prosigue—: Me gustas, me atraes, pero no te quiero engañar. Lo que me
atrae es el sexo entre nosotros. Me gusta poseerte, meterme entre tus piernas y
ver tu cara cuando te corres. Pero me temo que muchos de mis juegos no van a
gustarte. Y no hablo de sado, hablo sólo de sexo. Simplemente sexo.
Su mirada se oscurece. Me desconcierta pero no quiero renunciar a
seguir jugando.
—Soy una mujer normal, sin grandes pretensiones, que trabaja para
tu empresa. Tengo un padre, una hermana y una sobrina a los que adoro y, hasta
ayer, un gato que era mi mejor amigo. Soy entrenadora de fútbol de un equipo de
niñas y no cobro un duro por ello, pero lo hago porque me hace feliz. Tengo
amigos y amigas con los que disfrutar de partidos, de vacaciones, de ir al cine
o de salir a cenar. Ahora te preguntarás por qué te cuento todo esto, ¿verdad?
—Eric mueve la cabeza afirmativamente—. No soy despampanante, no me gusta
vestir provocativa y ni siquiera lo intento. Mis relaciones con los hombres han
sido normales, nada del otro mundo. Ya sabes, chica conoce chico, se gustan y
se acuestan. Pero nunca nadie ha conseguido sacar de mí la parte que tú en
pocos días has sacado. Nunca pensé que el morbo me pudiera volver loca. Nunca
pensé que yo pudiera estar haciendo lo que estoy haciendo contigo. Me impones y
me sometes de tal
manera que no puedo decir que no.
Y no puedo decir que no porque mi cuerpo y toda yo quiere hacer lo que tú
quieras. Odio que me den órdenes, y más aún en el plano sexual. Pero a ti,
inexplicablemente, te lo permito. En la vida me hubiera imaginado que yo
permitiría que un desconocido como tú eres para mí, que no sabe casi ni cómo me
llamo, ni mi edad, ni nada de mi vida, me exigiera sexo con sólo mirarme y yo
se lo permitiría. Todavía me cuesta comprender lo que ocurrió el otro día en la
habitación de tu hotel y…
—Jud…
—No, déjame terminar —le exijo y coloco mi mano en su boca—. Lo
que ocurrió el otro día en tu habitación, me guste o no reconocerlo, me
encantó. Reconozco que cuando vi las imágenes me enfadé. Pero cuando he vuelto
a pensar en ello, en aquel momento, me he excitado y mucho. Incluso el domingo
utilicé el vibrador pensando en ti y tuve un orgasmo maravilloso al imaginar lo
que ocurrió con aquella mujer en tu habitación. —Eric sonríe—. Pero no me van
las mujeres. No… no me van y, si quieres volver a jugar conmigo en ese plano,
te exijo que antes me consultes. Como te he dicho al principio de esta
conversación, no soy una especialista en sexo, pero lo vivido contigo me gusta,
me pone, me incita y estoy dispuesta a repetir.
—¿Incluso sin compromiso por mi parte?
Deseo decir que no, que lo quiero sólo para mí. Pero eso
significaría perderlo y eso sí que no lo quiero.
—Incluso sin eso.
Eric mueve su cabeza, comprensivo.
—Y, por favor… te libero de no tener que tocarme. Bésame y dime
algo porque me voy a morir de la vergüenza por la cantidad de cosas locas que
te acabo de decir.
—Me estás excitando, pequeña —murmura.
Saco de mi mochila un abanico y le sonrío, avergonzada.
—Pues ni te imaginas cómo estoy yo sólo de decírtelo.
Eric me devuelve la sonrisa y se retira el pelo de cara.
—Tu nombre completo es Judith Flores García. Tienes veinticinco
años, un padre, una hermana y una sobrina. Por lo que he visto no tienes novio,
pero sí hombres que te desean. Sé dónde vives y dónde trabajas. Tus teléfonos.
Sé que conduces muy bien un Ferrari, que te gusta cantar, y que no te da
vergüenza hacerlo delante de mí, y hoy he sabido que eres entrenadora de
fútbol. Te gustan las fresas, el chocolate, la Coca-Cola, las chuches y el
fútbol y, si te pones nerviosa, te salen ronchas en el cuello y te puede dar
¡el nervio! —Sonrío—. Por la manera en que tratabas a tu mascota sé que amas a
los animales y que eres amiga de tus amigos. Eres curiosa y cabezona, a veces
en exceso, y eso me saca de mis casillas, pero también eres la mujer más sexy y
desconcertante con la que me he encontrado en la vida y reconozco que eso me
gusta. De momento, eso es lo que sé de ti y me vale. ¡Ah! Y a partir de ahora
prometo consultar contigo todo lo referente al sexo y nuestros juegos. Y ahora
que me has liberado de mi promesa, te besaré y te tocaré.
—¡Bien! —afirmo levantando los brazos.
—Y una vez solucionado ese tema necesito que aceptes la
proposición que te hice para conocerte mejor y para que me acompañes durante el
tiempo que esté en España —añade—. Esta semana viajaremos a Barcelona. Tengo
dos importantes reuniones el jueves y el viernes. El fin de semana lo
dedicaremos, si tú quieres, al sexo. ¿Te parece?
—Tu nombre es Eric Zimmerman —respondo, sin importarme su
frialdad—. Eres alemán y tu padre…
Pero él tuerce el gesto e interrumpe mi discurso.
—Como favor personal, te pediría que
nunca menciones a mi padre. Ahora puedes continuar.
Esa orden me deja cortada, pero sigo:
—Eres un mandón patológico y no sé nada más de ti, excepto que te
gusta el morbo y jugar con el sexo. Aun así, me gustaría conocerte un poco más.
Siento su mirada penetrarme. Me traspasa y sé que tiene una lucha
interna por abrirse a mí o continuar como estamos. Entonces se levanta y tira
de mí. Me besa y yo le correspondo. ¡Dios, cuánto lo echaba de menos! Pocos
segundos después, separa su boca de la mía.
—Mi madre es española, por eso hablo tan bien el español. Duermo
poco desde hace años. Tengo treinta y un años. No estoy casado ni comprometido.
De momento, poco más te puedo decir.
Emocionada por aquella pequeñísima confidencia, sonrío y, feliz
como si me hubiera tocado la Bonoloto, añado haciéndolo reír:
—Señor Zimmerman, acepto su proposición. Ya tiene acompañante.
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