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Pídeme lo que quieras Cap. 17, 18


Mi jefa se vuelve loca cuando Eric la informa de que yo lo acompañaré en su viaje a las delegaciones. Miguel se alegra de no ser él. Mi jefa intenta convencerlo de mil formas para que yo no lo acompañe. Argumenta cosas como mi falta de experiencia o mi poco tiempo en la empresa, pero al final desiste. Eric manda y ella debe aceptarlo. ¡Toma ya!
Llamo a mi padre el miércoles y le explico mi retraso de las vacaciones por el viaje. Le parece bien y me anima a hacer un buen trabajo. Si él supiera el trasfondo de todo, me metía en una caja y la embalaba para que no pudiera salir. Mi hermana, en cambio, se enfada conmigo. Marcharme durante varias semanas fuera de Madrid para ella es desquiciante. ¿A quién le va a explicar sus problemas?
El jueves, Eric pasa a recogerme con su chófer a las seis de la mañana. Viajamos en su avión privado y tanto lujo me escandaliza. Parece que acabo de salir del pueblo. Miro todo con tanta curiosidad, que creo que Eric hace esfuerzos por no reír.
Cuando llegamos a Barcelona, un coche nos recoge en el aeropuerto del Prat y nos lleva directos al hotel Arts. ¡Casi nada! Lo mejorcito de la ciudad. Allí nos alojamos en la última planta en dos suites. Ha cumplido su promesa: habitaciones separadas. Cuando el botones cierra la puerta tras de mí y me quedo en medio de aquella enorme habitación, miro a mi alrededor. Todo es grande, espacioso. Y lo mejor, hay unos grandes ventanales que me permiten ver el mar.
Alucinada por el lujo que me rodea, suelto mi maleta y me acerco a la ventana. ¡Increíble! Tras disfrutar durante un rato del paisaje, comienzo a buscar y a curiosear. Abro la nevera y veo chocolate. Me lanzo a por él. Cuando descubro la zona de mi habitación donde se encuentra la cama, un silbido de camionero sale de mí. ¡Es preciosa! Grandes ventanales que dan al mar y moqueta violeta a juego con un diván precioso. La cama es enorme y me tiro en plancha sobre ella. ¡Qué pasada! El baño es otra maravilla. Madera clara y una bañera rodeada por espejos. ¡Morboso!
Al salir del baño, el teléfono suena. Es Eric.
—¿Qué tal tu suite?
—Alucinante. Enorme. Es como cinco veces mi casa —me mofo.
Oigo cómo ríe al otro lado de la línea.
—En media hora te espero en recepción —me dice—. No olvides los documentos.
Llego a recepción puntual y veo a Eric hablando con una mujer. Alta, glamurosa y rubia. Rubísima. Cuando él me ve, me invita a acercarme a ellos y nos presenta:
—Amanda, ella es mi secretaria, la señorita Flores.
La tal Amanda me hace un escaneo en profundidad y me da mal rollito, pero, en un gesto de profesionalidad, las dos nos damos la mano y Eric añade en alemán:
—Señorita Flores, la señorita Fisher ha venido desde Berlín. Ella estará unos días con nosotros. Amanda es la encargada de ver si podemos suministrar nuestro medicamento en el Reino Unido.
Sonríe mientras la rubia de piernas largas mueve su cabeza en gesto afirmativo. Sin embargo, percibo algo raro en su mirada. No sé lo que es, pero no me gusta. Un hombre se acerca a nosotros y nos indica que nuestro vehículo nos espera. Los tres caminamos hacia una enorme limusina negra. Eric se sienta junto a aquella mujer y se olvida de mí. Eso me inquieta. Pero lo que más me molesta es percibir que entre ellos hubo o hay algo. Me lo dicen las miradas de la rubia. De todas formas, como soy una profesional, mantengo la compostura mientras miro por la ventanilla e intento pensar en mis cosas.
Cuando llegamos a las oficinas centrales de Barcelona, nos recibe el jefe de la delegación, Xavi Dumas. Nada más verme, me sonríe, y luego saluda al jefazo y a Amanda.
—Hola, Judith —se dirige a mí, después de saludarlos—. ¡Qué alegría volver a verte!
—Lo mismo digo, señor Dumas.
Seguidamente, me saluda Jimena, su secretaria.
—Jud, ¿por qué no me has dicho que venías?
—Porque hasta ayer no sabía que tendría que venir —respondo mientras la abrazo.
Jimena, con el gesto divertido, observa a Eric, para luego mirarme a mí con picardía.
—Vaya, vaya, con el jefazo alemán… ¡Está potentón!
Ambas nos reímos, pero nos dirigimos sin demora hacia una salita que ella me indica.
Instantes después, varios directivos, entre los que se encuentran Eric y Amanda, entran en la estancia. Es una sala rectangular de paneles oscuros y una cristalera que da a un monte. En el centro de la estancia hay una larga mesa con varias sillas y, en un lateral, varias mesitas más pequeñas. Me siento a una de esas mesitas y Eric preside la mesa justo frente a mí. Su mirada implacable me hace recordar el mote que le puso Miguel: Iceman. Al recordarlo, no puedo evitar sonreír.
La reunión comienza y Jimena, avisada por su jefe, se levanta de mi lado y se sienta a la mesa. Su jefe quiere que ella traduzca todo lo que él vaya diciendo para la tal Amanda. Atiendo a lo que dicen y observo que Jimena es una excelente traductora. Pero ocurre algo que me sorprende. En un momento dado, el señor Dumas menciona al padre de Eric y éste, muy serio pero también muy educadamente, le pide que no vuelva a nombrarlo. ¿Qué habrá pasado entre padre e hijo? Una hora después, mientras la reunión continúa su curso, recibo un mensaje en mi portátil.
De: Eric Zimmerman
Fecha: 5 de julio de 2012 10.38
Para: Judith Flores
Asunto: Tu boca
Querida señorita Flores, ¿le ocurre algo? Su boca la delata.
PS: Es usted la mujer más sexy de la reunión.
Eric Zimmerman
Sin mover mi cabeza, lo observo a través de mis pestañas. ¿Tendrá morro? Lleva ignorándome desde que aparecí en la recepción del hotel y ahora me viene con ésas. Así que decido responderle el correo.
De: Judith Flores
Fecha: 5 de julio de 2012 10.39
Para: Eric Zimmerman
Asunto: Estoy trabajando
Estimado señor Zimmerman, le agradecería que me dejara trabajar.
Judith Flores
Sé que lo recibe. Lo veo mirar con interés a la pantalla y cómo se curva la comisura
de sus labios. Al cabo de pocos segundos, teclea de nuevo y yo recibo otro correo.
De: Eric Zimmerman
Fecha: 5 de julio de 2012 10.41
Para: Judith Flores
Asunto: ¿Enfadada?
Sus palabras me desconcentran, ¿está enfadada por algo?
PS: Ese traje le sienta fenomenal.
Eric Zimmerman
Me muevo en mi silla, incómoda. ¿Tanto se me nota? Intento sonreír, avergonzada, pero mi boca se niega. Durante unos minutos atiendo a la reunión hasta que mi ordenador me indica que he recibido otro mensaje.
De: Eric Zimmerman
Fecha: 5 de julio de 2012 10.46
Para: Judith Flores
Asunto: Usted decide
Le advierto, señorita Flores, que si no contesta a mi correo en cinco minutos, pararé la reunión.
PS: ¡Lleva tanga bajo la falda!
Eric Zimmerman
Al leer aquello, abro los ojos como platos, aunque intento mantener la calma. Se está tirando un farol. Le encanta picarme. Sonrío y lo reto con la mirada. Él no sonríe. El tiempo pasa y yo me relajo. Lo veo mirar su ordenador e imagino que está escribiéndome otro correo cuando de repente interrumpe la reunión:
—Señores, acabo de recibir un correo que he de responder de inmediato. Un contratiempo y les pido disculpas por ello. —Y, levantándose, añade—: ¿Serían todos tan amables de dejarnos a solas unos minutos a mi secretaria y a mí? Y, por favor, por nada del mundo quiero que nos interrumpan. Mi secretaria los avisará cuando hayamos acabado.
Me quiero morir.
¿Está loco?
Abro los ojos tanto como me es posible y veo que todos los directivos recogen sus carpetas y se marchan. Jimena me guiña un ojo y sigue a su jefe. La última en abandonar la sala es la tal Amanda. Me mira con cara de perro y, tras decirle a Eric en alemán «Estaré fuera», cierra la puerta tras de sí.
Todavía sentada en mi silla lo miro sin comprender nada. Eric cierra su portátil, se repanchinga en su silla y clava su mirada en la mía.
—Señorita Flores, venga aquí.
Me levanto como un resorte y me dirijo hacia él, gesticulando por la sorpresa.
—Pero… Pero ¿cómo has podido hacerlo?
Me mira, sonríe y no contesta.
—¿Cómo has podido parar una reunión? —insisto.
—Te di cinco minutos.
—Pero…
—La reunión la has parado tú —me contesta.
—¡¿Yo?!
Eric responde afirmativamente y, justo cuando me paro frente a él, me coge de la mano y, aún sentado, me coloca entre sus piernas. Luego me empuja y me hace sentar sobre la mesa. Ante él. Acalorada, miro a mi alrededor en busca de cámaras cuando él dice:
—La habitación no tiene cámaras pero no está insonorizada. Si gritas, todos sabrán lo que ocurre.
Voy a protestar, ya que a cada instante que pasa me encuentro más alucinada, cuando Eric se acerca a mí y hace eso que tan loca me vuelve. Saca su lengua, la pasa por mi labio superior. Me mira. Después vuelve a pasarla por mi labio inferior, me lo muerde hasta que yo abro la boca y finalmente me besa. Me succiona la boca de tal manera que me deja sin aliento y, como siempre, caigo a sus pies. Me tumba en la mesa y me sube la falda. Sus manos ascienden lentamente por mis muslos hasta que siento que llegan a mis caderas. Entonces agarra el tanga y me lo quita.
—Mmmm… Me alegra saber que llevas tanga.
Disfruto el momento y entro como una loba en el juego.
Me paso la lengua por los labios y quiero gritar «¡¡¡Sí!!!». Mi gesto lo estimula y enloquece. Abro mis piernas con descaro pidiéndole más y él levanta la cabeza, sin mover el resto de su cuerpo.
—¿Llevas en el bolso lo que te dije que debías llevar siempre?
Cierro los ojos y maldigo con frustración.
—Me lo he dejado en el hotel.
Mi reacción lo hace sonreír. Me incorpora de la mesa sin apenas tocarme, a excepción de la cara interna de mis muslos.
—Lo siento, pequeña. Estoy seguro de que la próxima vez no lo olvidarás.
Lo miro, bloqueada.
¿Me va a dejar así?
Me da un azote en el trasero cuando me bajo de la mesa.
—Señorita Flores, debemos continuar con la reunión. Y, por favor, no vuelva a interrumpirla.
Siento las mejillas arreboladas y el deseo por todo lo alto mientras él es el rey del control. Eso me encoleriza. Lo sabe. Me agarra de la mano y me acerca a él en un gesto posesivo.
—En cuanto terminemos la reunión te quiero desnuda en el hotel. De momento, me quedo con tu tanga.
—¡¿Cómo?!
—Lo que oyes.
—Ni hablar. Devuélvemelo.
—No.
—Eric, por favor. ¿Cómo voy a estar sin tanga?
Se levanta. Sonríe con malicia y se encoge de hombros.
—Muy fácil. ¡Estando!
Me coloca bien la falda. Me empuja hacia la puerta e insiste.
—Vamos. Diles que entren. La reunión es importante.
Histérica y a punto de que me dé un «pumba», sólo puedo resoplar.
¿Cómo me puede estar pasando esto a mí?
Finalmente, cierro los ojos, camino con seguridad hacia la puerta y antes de abrir me vuelvo hacia él.
—Ésta me la pagas.
Eric ni se inmuta.
Un minuto después, la reunión continúa y todo vuelve a la normalidad. Todo, excepto que no llevo tanga.
18
La reunión se alarga más de lo esperado y no salimos de las oficinas hasta las ocho y media de la tarde. El rostro de Eric es serio. La tal Amanda, para mi gusto, es una tocapelotas, no ha hecho más que poner impedimentos a todo lo que se hablaba.
Nos montamos en la limusina, con Amanda. Durante el trayecto, Eric va parapetado tras una máscara de hostilidad que no me gusta y me pide varios papeles. Se los entrego. Él y Amanda los miran mientras hablan sin parar.
Cuando llegamos al hotel deseo correr a la habitación y desnudarme como él me ha pedido. No he podido parar de pensar en ello. Eric y yo. Eric sobre mí. Eric poseyéndome. Pero mi gozo se va a un pozo cuando le oigo decir:
—Señorita Flores, ¿le apetece cenar con Amanda y conmigo?
Eso me paraliza. Aquella pregunta, en realidad, debería ser: «Amanda, ¿le apetece cenar con la señorita Flores y conmigo?».
Siento que la furia se concentra en mi estómago. Ardo por dentro. Aunque, esta vez, mi ardor nada tiene que ver con el deseo. Percibo la mirada de aquella mujer sobre mí. En el fondo, le joroba tanto como a mí compartir la compañía de Eric.
—Muchas gracias por la invitación, señor Zimmerman —respondo, dispuesta a darle el gusto—, pero tengo otros planes.
Para no variar, Eric pone cara de sorpresa. Por su mirada, sé que esperaba cualquier otra contestación menos aquélla. ¡Eso por listillo! Doy las buenas noches y me marcho. Siento la mirada de Eric en mi espalda pero continúo mi camino. ¡Para chula, yo! Cuando llego al ascensor y las puertas se cierran consigo respirar. Y cuando entro en mi habitación grito frustrada.
—¡Imbécil! Eres un imbécil.
Irascible hasta con el aire que me roza, me dirijo hacia el baño. Miro la bañera pero finalmente decido darme una ducha. No quiero pensar en Eric, ¡que le den! Salgo de la ducha. Me seco el pelo y me obligo a ser la tía con carácter que siempre he sido. Suena el teléfono de la habitación. No lo cojo. Abro rápidamente mi móvil. Tres llamadas perdidas de mi hermana. ¡Qué pesadilla! Decido llamarla en otro momento y telefoneo a una amiga de Barcelona. Como es de esperar, se vuelve loca al saber que estoy en la ciudad y quedo con ella. Apago el móvil. Nadie me va a chafar mi alegría, y menos Eric.
Así que ansiosa por salir de allí lo antes posible sin ser vista, me pongo un vestido corto de estilo ibicenco y unas sandalias de tacón. Hace un calor horroroso y ese vestido liviano me viene de perlas. Cuando estoy preparada cojo el bolso. Abro la puerta con cuidado y miro el pasillo. No hay moros en la costa y salgo. Pero sé que Eric está en la suite de al lado y en vez de esperar el ascensor me escabullo por la escalera. Bajo cinco tramos y finalmente cojo el ascensor.
Sonrío por mi proeza y cuando llego a recepción y salgo por las puertas del hotel Arts, casi doy saltos de alegría. Pero ésta dura poco. De pronto soy consciente de que he dejado vía libre a esa loba de Amanda y la mala leche se instala de nuevo en mí.
Cojo un taxi y le doy la dirección. Mi amiga Miriam me espera allí. Cuando llego al lugar, rápidamente la veo. Está guapísima y rápidamente nos fundimos en un sincero abrazo. Miriam y yo somos amigas de toda la vida. Mi madre era catalana y, hasta que murió, íbamos todos los veranos a Hospitalet.
—Dios, nena ¡qué guapa estás! —me grita.
Tras una enorme tanda de besos, abrazos y piropos, cogidas del brazo nos encaminamos hacia el puerto. Miriam sabe que me gusta la pizza y vamos a un restaurante que sabe que me encantará. Para no perder la costumbre, comemos de todo, regado con litros de Coca-Cola y no paramos de cotorrear durante horas. Sobre las dos de la madrugada estoy cansada y quiero regresar al hotel. Nos despedimos y quedamos en llamarnos al día siguiente.
Feliz por la velada con Miriam regreso al hotel llena de energía. Miriam es tan positiva y tan vitalista que estar con ella siempre me llena de felicidad.
Cuando el taxi se detiene en la preciosa entrada del hotel Arts, pago al taxista, me despido de él y me bajo sin fijarme que una limusina blanca está parada a la derecha.
Camino con decisión hacia la puerta cuando oigo una voz detrás de mí:
—¡Judith!
Me doy la vuelta y el corazón me da un vuelco. En el interior de la limusina, por la ventanilla, veo el rostro pétreo de Eric, alias Iceman. Mi estómago se contrae. El rictus de su boca me hace saber que está enfadado y su mirada me lo ratifica. Intento que no me importe, pero es imposible. Ese hombre me importa. Con chulería camino hacia el coche lentamente. Noto que sus ojos me recorren entera, pero no se mueve. Cuando llego hasta él, me agacho para mirar por la ventanilla abierta.
—¿Dónde estabas? —gruñe.
—Divirtiéndome.
Un incómodo silencio se cierne entre los dos, hasta que decido claudicar.
—¿Qué tal tu noche? ¿Lo has pasado bien con Amanda?
Eric resopla. Sus ojos me fulminan.
—Deberías haberme dicho dónde estabas —gruñe de nuevo—. Te he llamado mil veces y…
—Señor Zimmerman —lo interrumpo y, con voz de pleitesía, añado educadamente—: Creo recordar que me dio la opción de decidir si quería o no cenar con usted y la señorita Amanda… ¿No lo recuerda?
No contesta.
—Simplemente decidí divertirme tanto o más que usted —continúa la arpía que hay en mí.
Eso lo encoleriza. Lo veo en sus ojos. Miro su mano y me doy cuenta de que sus nudillos están blancos por la furia. De repente, abre la puerta de la limusina.
—Entra —exige.
Lo pienso unos segundos. Los suficientes como para cabrearlo más. Al final, decido entrar. En realidad, toda yo lo está deseando. Cierro la puerta. Eric me mira desafiante y, sin retirar su mirada de mí, toca un botón de la limusina.
—Arranque.
Noto que el coche se mueve.
—Para su información, señorita Flores —añade, con la mandíbula tensa—, la cena con la señorita Amanda fue una cena de compromiso y negocios. Y, como exige el protocolo, usted es la secretaria y a usted era a la que debía invitar a la cena, no a Amanda Fisher.
Muevo mi cabeza afirmativamente. Tiene razón. Lo sé, pero igualmente me cabrea. En algunas ocasiones no puedo evitar ser una bocazas, y ésta es una de ellas. Sin querer dar mi brazo a torcer, respondo:
—Espero que al menos lo haya pasado bien en su compañía.
La mirada de Eric me abrasa, mientras él se mantiene a escasos centímetros de mí, sin acercarse. Su perfume embriaga todos mis sentidos y cientos de maripositas comienzan a aletear en mi bajo vientre.
—Le aseguro, me crea o no, que hubiera disfrutado más de su compañía. Y antes de que siga comportándose como una niña malcriada, exijo saber con quién ha estado y dónde. Llevo horas esperando su regreso, sentado en esta limusina, y quiero una explicación.
Eso me saca de mi mutismo de indiferencia.
—¿En serio llevas horas esperándome a la puerta del hotel?
—Sí.
Mi parte de princesa que aún cree en los cuentos de hadas salta de alegría. ¡Me ha estado esperando!
—Eric, qué mono eres —murmuro, con voz dulce—. Lo siento. Yo creía que…
Noto que sus hombros se relajan.
—Vaya… —me pregunta, sin variar su duro tono de voz—. ¿Vuelvo a ser Eric, señorita Flores?
Eso me hace sonreír. Él no mueve ni un músculo. ¡Ay, mi Iceman! Y, como ya me ha tocado la fibra tontorrona, me acerco más a él. Siento que su cara se normaliza.
—Eric… lo siento.
—No lo sientas. Procura comportarte como un adulto. No creo pedir tanto.
Vale. Me acaba de llamar niñata.
En otras circunstancias, me hubiera bajado del coche y le hubiera dado con la puerta en las narices, pero no puedo. Su magia ya me ha hechizado. Sigue sin mirarme, pero yo no desisto.
—Llevo todo el día pensando en desnudarme para ti. Y cuando me dijiste eso de la cena con Amanda yo…
No me deja terminar la frase. Clava sus ojazos en mí y me interrumpe:
—Este viaje es fundamentalmente de trabajo. ¿Acaso lo has olvidado?
La dureza con la que se dirige a mí rompe el encanto del momento y, con ello, mi tregua. Mi gesto cambia. Mi respiración se acelera y no puedo evitar sacar mi genio español.
—Sé muy bien que este viaje es de trabajo. Lo dejamos claro antes de salir de Madrid. Pero hoy tú has interrumpido una reunión, has echado a todos fuera de la sala y luego me has quitado el tanga. Tú qué te crees, ¿que yo soy de piedra? ¿O un juguete más de tus jueguecitos? —Como no responde, prosigo—: Vale, yo he aceptado este viaje. Yo tengo la culpa de verme en esta situación contigo y…
—¿Ahora llevas bragas o tanga?
Lo miro boquiabierta. ¿Se ha vuelto loco? Sorprendida por aquella pregunta, frunzo el ceño y me separo de él.
—Bastante te importará a ti lo que llevo. —Pero mi genio revienta dentro de mí y le grito como una descosida—: ¡Por el amor de Dios! ¿Estamos discutiendo y tú me preguntas si llevo bragas o tanga?
—Sí.
Me niego a contestarle, enfurruñada. Tengo la sensación de que me va a volver loca.
—Aún no me has dicho con quién has estado esta noche y dónde.
Resoplo. Discutir con él me agota.
Finalmente, me dejo caer en el respaldo del asiento del coche y me rindo.
—He cenado con mi amiga Miriam en el puerto y llevo bragas. ¿Algo más?
—¿Solas?
Por un instante tengo la intención de mentir y explicarle que he cenado con el equipo de rugby de la ciudad, pero no tengo ganas de malas interpretaciones.
—Pues sí. Solas. Cuando Miriam y yo nos juntamos, nos gusta hablar, hablar y hablar.
Mi contestación parece contentarlo y veo que el rictus de su boca se suaviza. Me mira. Lo siento moverse en el asiento y acercarse a mí, como si quisiera besarme.
—Dame tus bragas —me dice.
—Pero bueno, ¿por qué te tengo que dar mis bragas? —protesto.
Eric sonríe y me besa. ¡Por fin una tregua! Después de besarme se separa de mí.
—Porque la última vez que estuve contigo no las llevabas y no te he dado permiso para que te las pongas.
—Vaya. Entonces, ¿me estás diciendo que debería haber salido por Barcelona sin bragas? —Veo que mi broma no le hace gracia, y murmuro, quitándomelas con rapidez—: Toma las puñeteras bragas.
Las coge con sus manos y se las mete en el bolsillo del pantalón de lino que lleva. Está guapísimo con ese pantalón ancho y la camiseta azulona. Me mira mis piernas. Las toca y su mirada sube hacia mis pechos.
—Veo que no llevas sujetador.
—No. Con este vestido no me hace falta.
Asiente. Me toca los pechos por encima del vestido.
—Siéntate frente a mí.
Sin rechistar me cambio de asiento y quedo frente a él. Alarga la mano y toca mis piernas.
—Me encanta tu suavidad.
Mi corto vestido me llega hasta los muslos y él lo sube unos centímetros más. Luego me hace abrir las rodillas.
—Excelente y tentador.
Noto que comienzo a respirar más fuerte. Voy a cerrar las piernas pero él no me deja.
—Mantenlas abiertas para mí.
Siento que se avecina sexo y me desconcierta no saber cuándo, ni cómo. Pero toda yo comienzo a excitarme. Lo deseo.
El coche se detiene. Eric me baja el vestido y, dos segundos después, la puerta se abre. Estamos ante un local de copas cuyo letrero reza «Chaining».
Eric me da la mano para bajar de la limusina y el aire se enreda entre mis piernas. Me estremezco. Mi vestido es muy corto y sin bragas me siento casi desnuda. Eric me pone una mano en la espalda y el portero del local abre la puerta. Eric le dice algo y éste nos deja pasar.
Una vez en el interior, la música y el murmullo de la gente nos envuelve. Noto la mano de Eric sobre mi trasero y eso vuelve a excitarme. Me guía hasta la barra y allí pedimos algo de beber. El camarero le pone a él un whisky solo y a mí un ron con Coca-Cola. Le doy un enorme trago. Estoy sedienta. Miro a mi alrededor, movida por la curiosidad, y veo cómo la gente habla y ríe animada, cuando siento que se acerca a mi oído.
—Tu mal comportamiento de esta noche conlleva un castigo.
Lo miro, sorprendida.
—Señor Zimmerman, me gustas mucho pero como se te ocurra tocarme un pelo de
una forma que yo considere ofensiva, te aseguro que lo pagarás.
Con su superioridad de siempre sonríe. Da un trago a su copa, se acerca hasta mi cara y murmura poniéndome la carne de gallina:
—Pequeña, mis castigos nada tienen que ver con lo que estás suponiendo. Recuérdalo.
Sin dejar de mirarnos bebemos de nuestras copas y mi sed, unida a mis nervios, me lleva a acabar rápidamente con mi bebida. Eric, al ver aquello me coge la cabeza y me besa con posesión. Me enloquece y cuando abandona mi boca murmura:
—Sígueme.
Lo sigo, encantada, mientras él abre camino y no permite que nadie me roce. Su protección me encanta. Es excitante. Segundos después entramos en otra sala. Ésta está menos concurrida. La música no está tan alta y la gente parece más tranquila. De nuevo, nos acercamos a la barra. Esta vez nos colocamos en una esquina y él vuelve a pedir las mismas bebidas de antes. El camarero las prepara y las deja enfrente de nosotros, y junto a ellas deposita una especie de cubitera con agua y unas servilletas de lino. Eric coge un taburete alto y me invita a sentarme. Encantada, lo hago. Mis zapatos ya comienzan a atormentar mis pies.
Al sentarme, cruzo mis piernas.
Me da pánico que vean que no llevo bragas. Eric me abraza. Coloca sus manos sobre mi cintura y yo se las pongo alrededor del cuello. Momento romántico. Esta vez soy yo quien acerca mi boca a la de él, saco mi lengua. Le chupo el labio superior pero, cuando voy a hacer lo mismo en su labio inferior, sube su mano de mi cintura a mi nuca y me besa de nuevo con posesión. Mete su lengua en mi boca y la asalta con auténtica pasión, lo que hace que vuelva a sentirme como si fuera de plastilina entre sus brazos.
—Abre tus piernas para mí, Jud.
Lo miro unos segundos y, después, lanzo una mirada a mi alrededor.
Calibro que la oscuridad del lugar y la posición al final de la barra no dejarán ver que no llevo bragas, aunque abra mis piernas. Sonrío. Descruzo mis piernas y, sin dejar de mirarlo, hago lo que me pide y apoyo los tacones en la barra del taburete.
Eric posa sus manos en mis rodillas y noto cómo las sube muy… muy lentamente. Acerca su boca a la mía y, sobre mis labios, siento que me dice «Me encantas». Cierro los ojos y sus manos se deslizan por la cara interna de mis muslos. Me muevo inquieta. Quiero más. Estoy nerviosa por hacer aquello en un sitio con gente, pero me excita. Él se da cuenta y pega su boca a mi oreja.
—Tranquila, pequeña. Estamos en un club de intercambio de sexo y aquí todo el mundo ha venido a lo mismo.
Eso me asusta.
¿Un club de intercambio de sexo?
Me paralizo.
Horror, pavor y estupor. Eric gira mi taburete y me hace mirar a la gente que hay a nuestro alrededor. De pronto soy consciente de que, en la barra, varios hombres de distintas edades nos miran. Nos observan.
—Todos ellos están deseando meter la mano bajo tu corto vestidito —susurra Eric en mi oído—. Sus gestos me demuestran que se mueren por chuparte los pezones, desnudarte y, si yo les dejo, penetrarte hasta que te corras. ¿No ves su cara? Están excitados y desean atrapar tu clítoris entre sus dientes para hacerte chillar de placer.
Mi pulso se acelera.
¡Estoy cardíaca!
Nunca he hecho nada parecido, pero me excita. Me excita mucho. Mi respiración se entrecorta. Imaginar lo que Eric me está narrando me hace tener calor. Mucho calor. Intento dar la vuelta al taburete, pero Eric lo mantiene quieto.
—Dijiste que querías que te contara todo lo que me gusta, pequeña, y lo que me gusta es esto. El morbo. Estamos en un club privado de sexo donde la gente folla y se deja llevar por sus apetencias. Aquí la gente se desinhibe de todo y solamente piensa en el placer y en jugar.
Siento que el cuello me pica… ¡Los ronchones!
Pero Eric se da cuenta, me sujeta las manos y me sopla.
—En lugares como éste —continúa—, la gente ofrece su cuerpo y su placer a cambio de nada. Hay parejas que hacen intercambio, otras que buscan un tercero para hacer un trío y otras que, simplemente, se unen a una orgía. En este local hay varios ambientes y ahora estamos en la antesala del juego. Aquí uno decide si quiere jugar o no y, sobre todo, elige con quién.
Eric gira el taburete. Me mira a la cara y añade sin cambiar su gesto:
—Jud, estoy como loco por jugar. Me explota la entrepierna y me muero por follarte. Somos una pareja y podemos traspasar la puerta del fondo del club.
Mi boca está seca. Pastosa. Cojo la copa y le doy un buen trago.
—Tú ya has estado aquí, ¿verdad?
—Sí, en este local y en otros parecidos. Ya sabes que me gusta el sexo, el morbo y las mujeres.
Muevo mi cabeza en un gesto afirmativo. Nos quedamos en silencio unos breves segundos.
—¿Qué hay tras esa puerta?
—Una sala oscura donde la gente toca y es tocada sin saber por quién. Después hay una pequeña sala con sillones separada por cortinajes negros para quienes no quieren llegar hasta las camas, dos jacuzzis, varias habitaciones privadas para que folles con quien quieras sin ser visto y una habitación grande con varias camas a la vista de todos junto al segundo jacuzzi, donde todo el que quiera se puede unir a la orgía.
Siento que las piernas me tiemblan. ¿Dónde me ha metido este loco?
Me alegro de estar sentada o me caería al suelo. Eric se da cuenta de mi estado y me aprieta contra él.
—Pequeña… nunca haré nada que tú no apruebes antes. Pero quiero que sepas que tu juego es mi juego. Tu placer es el mío y tú y yo somos los únicos dueños de nuestros cuerpos.
—Qué poético —consigo decir.
Eric bebe de su copa con tranquilidad mientras siento que mi corazón bombea exageradamente. Todo aquello es un mundo extraño para mí, pero me doy cuenta de que no me asusta, sino que me atrae.
—Escucha, Jud. Entre nosotros, cuando estemos en lugares como éste o acompañados de gente entre cuatro paredes habrá dos condiciones. La primera, nuestros besos son sólo para nosotros, ¿te parece bien?
—Sí.
Eso me alegra. Odio que bese a otra y luego me bese a mí.
—Y la segunda es el respeto. Si algo te incomoda o me incomoda debemos decirlo. Si no quieres que alguien te toque, te penetre o te chupe, debes decírmelo y yo rápidamente
lo pararé y viceversa, ¿de acuerdo?
—Vale —y en un hilo de voz murmuro—: Eric… yo… yo no estoy preparada para nada de lo que has dicho.
Veo que sonríe y me hace un gesto comprensivo con la cabeza.
Después mete su mano entre mis piernas, la pasa por mi mojada vagina y musita:
—Estás preparada, deseosa y húmeda. Pero tranquila, sólo haremos lo que tú quieras. Como si sólo quieres mirar. Eso sí, cuando lleguemos al hotel te follaré porque estoy a punto de explotar.
El calor que siento en mi rostro y en mi cuerpo es terrible.
¡Voy a estallar!
Eric está muy caliente y siento cómo sigue paseando su mano entre mis muslos y pone la palma de su mano en mi vagina.
—Estás empapada… jugosa… receptiva. ¿Te excita estar aquí?
Negarlo es una tontería y asiento:
—Sí. Pero lo que más me excita son las cosas que dices.
—Mmmmm… ¿te excita lo que digo?
—Mucho.
—Eso significa que estás dispuesta a acceder a todos mis juegos y caprichos y eso me gusta. Me enloquece.
Noto que su mano presiona mi vagina.
Inconscientemente suelto un gemido.
Con su otra mano libre, Eric coge la mía y la pone sobre su erección. Toco por encima del pantalón y toda yo me derrito. Está duro. Increíblemente duro. Me besa. Me succiona los labios.
—Voy a dar la vuelta al taburete para mostrarte a esos hombres —dice, a escasos centímetros de mi cara, cuando se separa de mí—. No cierres los muslos y no te bajes el vestido.
Me abraso. Me quemo. Me acaloro.
Y, cuando Eric hace lo que dice y quedo abierta de piernas ante ellos, una explosión salvaje toma mi interior y respiro agitadamente.
Tres hombres me observan. Me comen con sus ojos. Sus miradas suben de mis muslos a mi vagina y noto su excitación. Desean poseerme y en cierto modo lo hacen con la mirada. Anhelan tocarme. De pronto, contra todo pronóstico, me siento explosiva y perversa y mis pezones se ponen duros como piedras mientras continúo con las piernas separadas enseñándoles mi intimidad.
Eric, desde detrás, pega su mejilla a la mía y noto que sonríe.
Comienza a pasar sus manos por mis muslos y me los abre más. Me expone más a ellos. Pasa su dedo por mi hendidura, mete un dedo delante de ellos y después lo saca y lo lleva a mi boca. Lo chupo y, como una vampiresa del cine porno, me relamo mientras observo las miradas perversas de los tres hombres. En ese instante, Eric gira rápidamente el taburete y me mira a los ojos.
—¿Te gusta la sensación de ser mirada?
Asiento. Él asiente también.
—¿Te gustaría que uno o varios de esos tipos y yo nos metiéramos en un reservado contigo y te desnudáramos? —Me acelero y Eric continúa—: Te abriría las piernas y te ofrecería a ellos. Te chuparán y tocarán mientras yo te sujeto y…
Mi vagina se contrae y vuelvo a asentir.
Cierro los ojos. Sólo de escuchar sus palabras ya me encuentro al borde del orgasmo. Quiero hacer todo lo que dice. Quiero jugar con él a lo que desee. Estoy tan caliente que me siento dispuesta a hacer cualquier cosa que quiera que haga, porque, una vez más, Eric puede con mi voluntad.
Me besa mientras siento la mirada de esos tres tipos en mi espalda. Eric se recrea en ello. Me introduce un dedo en la vagina. Luego dos y comienza a moverlos en mi interior. Abro más las piernas y me muevo a sabiendas de que ellos observan lo que hago. Quiero más. Ardo. Me inflamo y, cuando estoy a punto del orgasmo, Eric se detiene.
—Mi castigo por tu comportamiento de hoy será que no harás nada de lo propuesto. Nadie te tocará. Yo no te follaré y ahora mismo nos vamos a ir al hotel. Mañana, si te portas bien, quizá te levante el castigo.
Abrasada por el momento, apenas puedo dejar de jadear, mientras la indignación comienza a crecer en mí.
¿Por qué me hace eso?
¿Por qué me lleva a esos límites para luego dejarme así?
¿Por qué es tan cruel?
Eric me baja el vestido, coge una de las toallitas de hilo que están en la barra y se seca las manos. Iceman ha vuelto. Me invita a bajar del taburete y me arrastra hacia el exterior del local.
La limusina llega inmediatamente y nos montamos. Hacemos todo el trayecto hasta el hotel sin hablar. Eric no me mira. Sólo mira por la ventanilla y veo que su mandíbula está tensa. Acalorada y enfadada por lo ocurrido, no sé qué pensar. No sé qué decir. He estado a punto de hacer algo que nunca había pasado por mi mente y ahora me siento defraudada por no haberlo hecho.
Cuando llegamos al hotel, Eric me acompaña hasta mi suite. Quiero invitarlo a entrar. Quiero que me haga lo que lleva diciéndome toda la noche. Lo necesito. Pero no se acerca a mí. En cuanto entro en la habitación, sin traspasar el límite de la puerta, él me mira y dice antes de cerrar:
—Buenas noches, Jud. Que duermas bien.

Cierra la puerta. Se va y yo me quedo como una imbécil, excitada, frustrada y enfadada. 

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