Cuando suena mi despertador, quiero morir.
Estoy cansada. Apenas he dormido pensando en lo ocurrido en aquel
bar. Las palabras de Eric, su mirada y cómo aquellos hombres me deseaban me
impedían dormir. Al final, sobre las cuatro de la madrugada saqué el vibrador
de la maleta y, tras jugar un poco con él, conseguí apagar mi fuego interno.
Como el día anterior, Amanda, Eric y yo salimos del hotel y el
chófer nos llevó hasta las oficinas para proseguir la reunión. Hoy me he puesto
pantalones. No quiero que vuelva a ocurrir lo del día anterior. Nada más verme,
Eric ha paseado su mirada por mi cuerpo y, aunque sólo me ha dicho «Buenos
días», por su tono intuyo que ya no está enfadado.
Durante horas, mientras escucho atenta la reunión, mi mirada y la
de Eric se encuentran en varias ocasiones. Hoy no me manda ningún correo, ni
interrumpe la reunión. Se lo agradezco. Quiero ser profesional en mi trabajo.
A las siete, cuando llegamos al hotel, me despido de él y de
Amanda y subo a mi habitación. Estoy muerta de calor. Alguien llama a mi
puerta. Abro y no me sorprendo cuando veo a Eric. Su mirada es decidida. Entra
y cierra la puerta, se quita la chaqueta y la tira al suelo, se deshace el nudo
de la corbata y después me coge entre sus brazos, y camina hacia el dormitorio
con el morbo instalado en su mirada.
—Dios, pequeña… Te deseo.
No hace falta decir nada más. El deseo es mutuo y la noche, larga
y perfecta.
Cuando me despierto a las seis de la mañana, Eric no está. Se ha
ido de mi cama, pero como estoy tan agotada por nuestro maratón de sexo vuelvo
a dormirme.
Sobre las diez de la mañana, el sonido de mi móvil me despierta.
Rápidamente lo cojo y leo un mensaje de Eric: «Despierta».
Salto de la cama y me doy una ducha. Es sábado. Hoy no tenemos
ninguna reunión y quiero pasar el máximo de tiempo con él. Cuando salgo de la
ducha vestida sólo con la toalla, alguien llama a mi puerta. Abro y me
encuentro a un magnífico Eric vestido con unos vaqueros de cinturilla baja y
una camisa blanca abierta. Su aspecto es tentador y salvaje. Terriblemente apetecible.
¡Vaya, qué bueno está!
—Buenos días, pequeña.
—¡Buenas!
Lo miro, como si fuera una colegiala.
—¿Te apetece pasar el día conmigo? —me comenta.
Su pregunta me sorprende. Por una vez, no está dando nada por
hecho.
—Por supuesto que sí.
—¡Genial! Te voy a llevar a comer a un sitio precioso. Coge el
bañador.
Sonrío afirmativamente y él entra en la suite.
—Ve a vestirte o al final mi comida serás tú —murmura con voz
ronca.
Divertida por sus palabras, corro hacia el dormitorio. Cuando
entro, oigo una canción en la radio que me encanta y canto mientras me visto:
Muero por tus besos, por tu ingrata sonrisa.
Por tus bellas caricias, eres tú mi alegría.
Pido que no me falles, que nunca te me vayas
Y que nunca
te olvides, que soy yo quien te ama.
Que soy yo quien te espera, que soy yo quien te llora,
Que soy yo quien te anhela los minutos y horas…
Me muero por besarte, dormirme en tu boca
Me muero por decirte que el mundo se equivoca…
Cuando me doy la vuelta, Eric está apoyado en el quicio de la
puerta, observándome.
—¿Qué cantas?
—¿No conoces esta canción?
—No. ¿Quién canta?
Termino de abrocharme el vaquero y añado:
—Un grupo llamado La Quinta Estación y la canción se llama Me
muero.
Eric se acerca. Me pongo el top lila, pero no puedo evitar
sonreír, intuyo sus intenciones. Me coge de la cintura.
—La canción dice algo así como «me muero por besarte», ¿no?
Asiento como una boba. Pero qué tonta me pongo con él…
—Pues eso mismo me pasa a mí en este momento, pequeña.
Me coge entre sus brazos. Me aúpa y me besa. Me devora los labios
con tal ímpetu que ya deseo que me desnude y prosiga devorándome. La canción
continúa sonando, mientras me besa… me besa… me besa. Pero de pronto se
detiene, me suelta y me da un azote divertido en el trasero.
—Termina de vestirte o no respondo de mí.
Me río y entro rápidamente en el baño para recogerme el pelo en
una coleta alta. Cuando salgo, Eric está apoyado en la cristalera mirando hacia
el exterior. Su perfil es impresionante. Sexy. Cuando me ve aparecer, sonríe.
—¿Cómo lo haces para estar cada día más guapa?
Encantada por aquel piropo, le dedico una sonrisa. Él se acerca a
mí, me agarra del cuello y me besa. ¡Oh, sí! Finalmente, se separa de mí y me
mira a los ojos.
—Salgamos de aquí antes de que te arranque la ropa, pequeña
—murmura.
Entre risas llegamos a la recepción del hotel. No vuelve a tocarme
ni a acercarse a mí más de lo necesario. Un joven recepcionista, al vernos, se
acerca a nosotros y le entrega a Eric unas llaves. Cuando se aleja miro el
llavero, movida por la curiosidad.
—¿Lotus?
Eric asiente y señala hacia la puerta del hotel donde veo aparcado
un maravilloso deportivo naranja.
—¡Dios, un Lotus Elise 1600!
Eric se sorprende.
—Señorita Flores, ¿además de entender de fútbol también entiende
de coches?
—Mi padre tiene un taller de reparaciones de coches en Jerez
—respondo, coqueta.
—¿Te gusta el coche?
—Pero ¿cómo no me va a gustar? ¡Es un Lotus!
—Me dejarás conducirlo, ¿verdad? —le pregunto, sin acercarme a él,
a pesar de que lo estoy deseando.
Sin sonreír Eric me mira… me mira… me mira y al final tira las
llaves al aire y yo las cojo.
—Todo tuyo, pequeña.
Deseo tirarme a su cuello y
besarlo, pero me contengo. Al fondo veo a Amanda mirarnos con curiosidad y no
quiero darle carnaza, aunque sé que ella está sacando sus propias conclusiones.
¡Que le den! Su cara lo dice todo y presiento que está muy… muy cabreada.
Eric y yo salimos por la puerta del hotel y, en cuanto nos
montamos en el coche y lo arranco, pongo la radio. La canción Kiss de
Prince suena y yo muevo los hombros, encantada. Eric me mira y pone los ojos en
blanco. Divertida, sonrío por su gesto y, antes de que pueda decir nada, me
pongo mis gafas de sol.
—Agárrate, nene.
El día se presenta fantástico. Conduzco un Lotus impresionante
junto a un hombre más impresionante todavía. Cuando salimos de Barcelona en
dirección a Tarragona me desvío por una carreterita. Eric no mira.
—No sé si sabes que yo he veraneado en Barcelona muchos años —le
informo.
—No. No lo sabía.
Siento la adrenalina a tope mientras conduzco.
—Te voy a llevar a un sitio donde se puede probar esta maravilla.
Verás. ¡Vas a flipar!
Con su seriedad habitual, Eric me mira y dice:
—Jud… este camino no es para este coche.
—Tú tranquilo.
—Vamos a pinchar, Jud.
—¡Cállate, aguafiestas!
Mi adrenalina se revoluciona.
Continúo el camino y pasamos sobre varios charcos. El reluciente
coche se embarra y Eric me mira. Yo canturreo y hago como que no lo estoy
viendo. Sigo mi camino pero de pronto, ¡oh, oh! El coche me hace un movimiento
extraño y presiento que hemos pinchado una rueda.
La adrenalina, la alegría y el buen humor se esfuman en décimas de
segundos y maldigo en mi interior. Seguro que me dice que me lo avisó y tendré
que asentir y callar. Disminuyo la velocidad y, cuando paro, me muerdo el labio
y lo miro con cara de circunstancias.
—Creo que hemos pinchado.
El gesto de Eric se descompone. Está claro que los imprevistos no
le gustan. Estamos en medio de un camino a pleno sol a las doce de la mañana.
Sin decir nada, sale del coche y da un portazo. Yo salgo también. El portazo lo
omito. El coche está sucio y embarrado. Nada que ver con el precioso y
reluciente coche que comencé a conducir apenas cuarenta minutos antes. La rueda
pinchada es justo la delantera de mi lado. Eric cierra los ojos y resopla.
—Vale, hemos pinchado. Pero, tranquilo. Que no cunda el pánico. Si
la rueda de repuesto está donde tiene que estar, yo la cambio en un santiamén.
No contesta. Malhumorado se dirige hacia la parte de atrás del
coche, abre el portón trasero y veo que saca una rueda y las herramientas
necesarias para cambiarla. De malos modos, se acerca hasta mí, suelta la rueda
en el suelo y me dice con las manos ennegrecidas:
—¿Te puedes quitar de en medio?
Sus palabras me molestan. No sólo es su tono, es su intención.
—No —contesto sin moverme ni un centímetro—, no me puedo quitar de
en medio.
Mi respuesta lo sorprende.
—Jud —gruñe—, acabas de estropear un bonito día. No lo estropees
más.
Tiene razón. Yo me he empeñado en meterme por aquel camino, pero
me duele que me hable así.
—El precioso día lo estás estropeando tú con tus malos modos y tus
caras de fastidio —le contesto, incapaz de quedarme callada—. ¡Joder! Que sólo
se ha pinchado la rueda del coche. No seas tan exagerado.
—¡¿Exagerado?!
—Sí, terriblemente exagerado. Y ahora, por favor, si te quitas de
en medio yo solita cambiaré la rueda y pagaré mi terrible, irreparable y
tremendo error.
Eric suda. Yo sudo. El sol no nos da tregua y no llevamos una
mísera botella de agua para refrescarnos. Veo el agobio en su cara, en su
mirada.
—Muy bien, listilla —me dice, abriendo las manos—. Ahora vas a
cambiarla tú solita.
Sin más, comienza a andar hacia un árbol que está a unos diez
metros del coche. En cuanto llega a la sombra, se sienta y me observa.
La furia me llena por dentro y empieza a picarme el cuello. ¡El
sarpullido! Sin pararme a pensar en ello, pongo el gato del coche debajo de él
y comienzo a hacer palanca para subirlo. El esfuerzo me hace sudar. Sudo como
una cosaca. Mis pechos y mi espalda están empapados, el pelo de mi flequillo se
me pega a la cara pero prosigo en mi empeño, sin dar mi brazo a torcer.
Para bruta y autosuficiente, ¡yo!
Tras un esfuerzo terrible en el que pienso que me va a dar un
patatús, consigo quitar la rueda pinchada. Me pringo toda de grasa, pero la
cosa ya no tiene remedio. Cuando estoy a punto de gritar de frustración, siento
que Eric me agarra por la cintura.
—Vale, ya me has demostrado que tú solita sabes hacerlo —me dice
con voz suave—. Ahora, por favor, ve a la sombra, yo terminaré de poner la
rueda.
Quiero decirle que no. Pero tengo tanto… tanto… tanto calor que o
voy bajo el árbol o estoy segura de que me voy a desmayar.
Diez minutos después, Eric arranca el coche, le da la vuelta y se
acerca a mí marcha atrás.
—Vamos… monta.
Enfurruñada, hago lo que me pide.
Estoy sucia, furiosa y sedienta. Él está igual aunque reconozco
que su humor es mejor que el mío. Conduce con cuidado por el puñetero camino y
sale a la autopista. Cuando ve una gasolinera grande para, me mira y pregunta:
—¿Quieres beber algo fresquito?
—No… —Al ver cómo me mira, gruño—: Pues claro que quiero beber
algo. Me muero de sed, ¿no lo ves?
—¿Se puede saber qué te pasa ahora?
—Me pasa que eres un amargado. Eso es lo que me pasa.
—¡¿Cómo?! —pregunta, sorprendido.
—Pero ¿de verdad crees que, por pinchar una rueda y manchar la
ropa de grasa, el bonito día se puede jorobar? ¡Por favor! Qué poco sentido del
humor y de la aventura que tienes. Alemán tenías que ser.
Va a responder algo pero se calla. Resopla, baja del coche y entra
en la gasolinera. Entonces veo a mi lado un lavado de coches manual y no lo
pienso. Arranco el coche,
pongo el vehículo en paralelo,
meto tres euros en la maquinita y la manguera de agua comienza a funcionar. Lo
primero que hago es mojarme las manos y quitarme la grasa que la rueda ha
dejado en ellas y es tanto el calor que siento que me suelto la coleta y, sin
importarme quién me mire, meto la cabeza bajo el chorro. ¡Oh, qué frescura!
¡Qué gusto!
Cuando me he refrescado la cabeza, vuelvo a ver la vida de mil
colores. Eric sale de la gasolinera con dos botellas grandes de agua y una
Coca-Cola y se acerca a mí, sorprendido.
—Pero ¿qué estás haciendo?
—Refrescarme y, de paso, lavar el coche. —Y, sin previo aviso,
giro el chorro hacia él y lo mojo mientras me río a carcajadas.
Su cara es un poema.
La gente nos mira y yo ya me estoy arrepintiendo de lo que acabo
de hacer. ¡Madre, qué cara de mala leche! Esa espontaneidad mía me va a dar
disgustos y creo que en décimas de segundos llegará el primero. Pero,
sorprendiéndome, Eric suelta las botellas de agua y la Coca-Cola en el suelo y
se acerca más hacia mí.
—Muy bien, nena, ¡tú lo has querido!
Corre hacia mí, me quita la manguera y me empapa entera. Yo grito,
me río y corro alrededor del coche mientras él disfruta con lo que hace.
Durante varios minutos nos empapamos mutuamente y nuestra furia se va con el
barro y la suciedad. La gente nos mira divertida al pasar por nuestro lado
mientras nosotros, como dos tontos, seguimos mojándonos y riéndonos a
carcajadas.
Cuando el agua se corta de pronto porque los tres euros se han
acabado, yo estoy empapada contra la puerta del coche. Eric suelta la manguera
y se pega a mi cuerpo antes de besarme. Me devora la boca con auténtica pasión
y me pone la carne de gallina.
—Algo tan inesperado como tú está dando emoción a un amargado
alemán.
—¿De verdad? —murmuro como una boba.
Eric asiente y me besa.
—¿Dónde has estado toda mi vida?
¡Momentazo!
Momentazo de película. Me siento la heroína. Soy Julia Roberts en Pretty
Woman. Baby en A tres metros sobre el cielo. Nunca nadie me ha dicho
nada tan bonito en un momento tan perfecto.
Tras un montón de besos ardientes, decidimos marcharnos. Estamos
empapados y ponemos unas toallas en los asientos de cuero del coche. Eric
vuelve a darme las llaves del Lotus.
—Sigamos con la aventura —murmura.
Entre risas, llegamos hasta Sitges. Allí aparcamos el coche y no
me sorprendo cuando, tras guardar las llaves en mi bandolera, Eric reclama mi
mano. Se la entrego y juntos caminamos por las calles de aquella bonita
localidad como una pareja más.
El calor seca nuestras ropas y me lleva hasta un precioso
restaurante donde comemos mientras observamos el mar. Nuestra charla es fluida
o, mejor dicho, mi charla es fluida. No paro de hablar y él sonríe. Pocas veces
lo he visto así. En ese momento, ni él es mi jefe ni yo su secretaria.
Simplemente somos una pareja que disfruta de un momento precioso.
Por la tarde, sobre las seis, decidimos darnos un baño en la
playa. Nada más entrar en el agua, Eric me coge en sus brazos y camina conmigo
hacia el interior hasta que me suelta y bebo un buen trago de agua. ¡Joder, qué
mala está! Dispuesta a hacerle pagar su
fechoría, meto una pierna entre
las suyas y, cuando no se lo espera, la ahogadilla se la hago yo. Eso lo
sorprende, así que intento escapar de él, pero me coge de nuevo y me sumerge en
el mar.
Pasamos un rato divertido en el agua y, cuando salimos, nos
tiramos sobre nuestras toallas en la arena y nos secamos al sol en silencio. La
morriña se apodera de mí y estoy a punto de dejarme llevar por Morfeo cuando
Eric se levanta y me propone tomar algo fresco. Lo acepto sin dudarlo.
Recogemos nuestras cosas y nos acercamos a un chiringuito.
Eric va a pedir las bebidas mientras yo me siento a una mesita y
me suena el teléfono. Mi hermana. Pienso si cogerlo o no, pero al final decido
que no y corto la llamada. Vuelve a sonar y finalmente claudico.
—Dime, pesada.
—¿Pesada? ¿Cómo que pesada? Te he llamado mil veces, descastada.
Sonrío. No me ha llamado cuchufleta. Está cabreada. Mi hermana es
un caso, pero como no estoy dispuesta a estar tres horas hablando con ella, le
pregunto:
—¿Qué pasa, Raquel?
—¿Por qué no me llamas?
—Porque estoy muy liada. ¿Qué quieres? —pregunto mientras observo
a Eric pedir las bebidas y luego teclear algo en su móvil.
—Hablar contigo, cuchuuuuuuu.
—Raquel, cariño, ¿qué te parece si te llamo más tarde? Ahora no
puedo hablar.
Oigo su resoplido.
—Vale, pero llámame, ¿de acuerdo?
—Besossssssssss.
Corto la comunicación y cierro los ojos. La brisa del mar me da en
la cara y estoy feliz. El día está siendo maravilloso y no quiero que acabe
nunca. El móvil suena otra vez y, convencida de que es mi hermana, respondo:
—Pero mira que eres pesadita, Raquel, ¿qué narices quieres?
—Hola, guapísima, siento decirte que no soy la pesadita de Raquel.
Inmediatamente me doy cuenta de que es Fernando, el hijo del
Bicharrón. Cambio mi tono de voz y suelto una carcajada.
—¡Ostras, Fernando, perdona! Acababa de colgar a mi hermana y ya
sabes lo pesadita que es…
Oigo cómo sonríe.
—¿Dónde estás? —me pregunta.
—En este momento en Sitges, Barcelona.
—¿Y qué haces allí?
—Trabajando.
—¿Hoy sábado?
—Nooooooooo… hoy no. Hoy disfruto del sol y la playa.
—¿Con quién estás?
Esa pregunta me pilla tan de sorpresa que no sé qué responder.
—Con gente de mi empresa —digo finalmente.
Eric se acerca a la mesa. Deja una Coca-Cola con mucho hielo y una
cerveza sobre su superficie y se sienta a mi lado.
—¿Cuándo vienes a Jerez? Ya estoy esperándote.
—Dentro de unos días.
—¿Tanto vas a tardar?
—Me temo que sí.
—Joder —maldice.
Incómoda por cómo Eric me observa y escucha la conversación
respondo:
—Tú pásalo bien. Ya sabes que por mí no tienes que guardar luto.
Fernando resopla. Mis palabras no le han gustado y añade:
—Lo pasaré bien cuando tú llegues. Ya sabes que unas vacaciones
sin mi jerezana preferida me saben a poco.
Me río. Eric me mira.
—Anda… no seas tonto, Fernando. Tú pásalo bien y cuando llegue a Jerez
te doy un toque y nos vemos, ¿de acuerdo?
Tras despedirnos, cierro el móvil, lo dejo sobre la mesa y cojo la
Coca-Cola. Estoy sedienta. Durante unos segundos, Eric mira cómo bebo.
—¿Quién es Fernando?
Dejo el vaso sobre la mesa y me retiro el pelo de la cara.
—Un amigo de Jerez. Quería saber cuándo voy a ir.
De pronto me doy cuenta de que le estoy dando explicaciones. ¿Qué
hago? ¿Por qué se las doy?
—¿Un amigo… muy amigo? —insiste.
Sonrío al pensar en Fernando.
—Dejémoslo en amigo.
El maravilloso hombre que está a mi lado asiente y mira al
horizonte.
—¿Qué pasa? ¿Que tú no tienes amigas?
—Sí… y con algunas comparto sexo. ¿Compartes sexo tú con Fernando?
Si me pudiera ver la cara, vería la cara de tonta que se me ha
puesto con su pregunta.
—Alguna vez. Cuando nos apetece.
—¿Disfrutas con él?
Esa pregunta tan íntima me parece totalmente fuera de lugar.
—Sí.
—¿Tanto como conmigo?
—Es diferente. Tú eres tú y él es él.
Eric me clava su mirada, me observa… me observa y me observa.
—Haces muy bien, Jud. Disfruta de tu vida y del sexo.
Tras aquello, no vuelve a preguntar sobre Fernando. Nuestra
conversación continúa y el buen rollito entre nosotros prosigue.
A las siete de la tarde decidimos regresar a Barcelona. De nuevo
Eric me da las llaves del Lotus y yo conduzco encantada, disfrutando del
momento.
Esa noche, cuando llegamos al hotel, Eric pide que nos suban algo
de cena a mi habitación y durante horas hacemos salvajemente el amor.
20
El fin de semana pasa y el lunes tomamos un avión que nos lleva a
Guipúzcoa. La actitud de Amanda hacia mí no parece haber cambiado. Está
cortante y más distante, algo que con Eric no sucede. Me molesta cómo intenta
que no me preste atención. Pero el tiro le sale por la culata en todo momento.
Eric, en sus funciones de jefe, me busca continuamente y eso a Amanda la saca
de sus casillas. Las reuniones se suceden y, tras Guipúzcoa, vamos a Asturias.
Eric y yo durante el día trabajamos codo con codo como jefe y
secretaria y por la noche jugamos y disfrutamos. Él lleva el morbo como algo
innato y cada vez que estamos solos me vuelve loca con lo que me hace fantasear
y con su manera de tocarme y poseerme. Le encanta mirarme mientras me masturbo
con el vibrador que él me regaló, capricho que yo le concedo gustosa. Es tal la
lujuria que me hace sentir que deseo volver a repetir lo de ir a un bar de
intercambio de parejas y vivir lo que me hizo vivir. Cuando se lo confieso, ríe
a carcajadas y, cuando me penetra, fantasea con que otro hombre me posea
mientras él mira, cosa que me vuelve loca.
El miércoles, cuando llegamos a Orense, vamos directos a la
reunión. Por el camino, Eric habla con una tal Marta por teléfono y se cabrea.
El día se tuerce y termina discutiendo por la falta de profesionalidad del jefe
de la delegación. No tiene preparado nada de lo que necesita y Eric se lo toma
muy mal. Intento mediar para que el ambiente se relaje, pero al final salgo
escaldada y Eric, mi jefe, me pide de malos modos que me calle.
En el viaje de vuelta, el humor de Eric es siniestro. Amanda me
mira con gesto de superioridad y yo estoy que muerdo. Cuando llegamos al hotel,
Eric le pide a Amanda que baje del coche y nos deje unos minutos a solas. Ella
lo hace y, cuando cierra la puerta, Eric me mira con un gesto que me hace
trizas.
—Que sea la última vez que hablas en una reunión sin que yo te lo
pida.
Entiendo su enfado. Tiene razón y, aunque me moleste su regañina,
le quiero pedir disculpas, pero me interrumpe:
—Al final va a tener razón Amanda. Tu presencia no es necesaria.
El hecho de que mencione a esa mujer y de saber que le habla de mí
me encoleriza.
—A mí lo que te diga esa imbécil me importa un pimiento.
—Pero quizá a mí no —gruñe.
Se toca la cabeza y los ojos. No tiene buena cara. Suena su
teléfono. Eric lo mira y corta la llamada. Y, en un intento de suavizar el
momento, murmuro:
—Tienes mala cara, ¿te duele la cabeza?
Sin contestar a mi pregunta, me clava su dura mirada.
—Buenas noches, Judith. Hasta mañana.
Lo miro, sorprendida. ¿Me está echando?
Con la dignidad que me queda, abro la puerta del coche y salgo.
Amanda espera a escasos metros y prefiero no mirarla cuando paso junto a ella o
la arrastraré de los pelos. Me voy directa a mi habitación.
A la mañana siguiente, jueves, cuando el despertador suena a las
siete y veinte protesto. Quiero dormir más.
Entre gruñidos, me levanto de la cama y camino hacia la ducha.
Necesito el frescor del agua en mi cuerpo para despertarme.
Bajo el agua, recuerdo que es jueves y eso me alegra. Eric y yo
pronto tendremos el
fin de semana para estar juntos.
¡Bien!
Cuando regreso al dormitorio envuelta en una esponjosa toalla
color hueso que huele de maravilla, miro mi mesilla.
—¡Maquinote! Lo que disfruté contigo anoche.
Me río divertida.
Sobre unos pañuelos de papel, está el vibrador con forma de
pintalabios que utilicé anoche para relajarme. El regalito de Eric. Lo cojo
entre mis manos y suspiro mientras recuerdo la explosión de placer que sentí
cuando jugaba con él.
Feliz de buena mañana, cojo el vibrador y regreso al baño. Lo lavo
y finalmente lo meto en mi bolso. Ya no se me olvida. El maquinote y yo, juntos
hasta la muerte. Abro la maleta y saco unas bragas. Me las pongo y pienso que
tengo que pedirle a Eric las que me quitó o me quedaré sin suministros. Mi
enfado ha desaparecido. Estoy segura de que el de él también y que tendremos un
maravilloso día por delante.
Miro el armario y me pongo un traje azulón con falda y una camisa
abierta. Hoy quiero estar sexy para que desee regresar pronto al hotel.
A las ocho, alguien llama a la puerta de mi habitación y, dos
segundos después, una camarera muy amable deja un bonito carrito con el
desayuno y se marcha.
Cuando levanto las tapas salto de felicidad al ver la cantidad de
bollos que tengo ante mí. Cojo una silla y me siento. Bebo un poco de zumo de
naranja. ¡Hummm, qué rico! Me preparo un café y disfruto con un minipepito.
Luego una napolitana y cuando voy a atacar un donut, me paro y consigo vencer
la tentación. Demasiados bollos.
El móvil suena. He recibido un mensaje. Eric. «8.30 en recepción».
¡Qué explícito!
Ni un simple «Buenos días, pequeña», «Jud» o como quiera.
Pero sin tiempo que perder y ansiosa por verlo de nuevo, cojo mi
maletín. Meto el portátil y los documentos del día anterior y lo cierro. Hoy
vamos a otra delegación de Asturias y sólo espero que el día se dé mejor que el
anterior.
Al llegar a recepción veo a Eric apoyado en una mesa. Está
impresionante con su traje gris claro y su camisa blanca. Veo que aún tiene su
bonito pelo algo mojado por la ducha y me estremezco. Me hubiera encantado
ducharme con él.
Dos mujeres que pasan por su lado se vuelven para mirarlo. Normal.
Es un bombón de tío. Cuando pasan por mi lado observo sus caras y cómo
cuchichean. Imagino sobre lo que hablan. Con decisión, camino hacia él subida a
mis tacones y repaso su ancha espalda mientras lo veo leer con concentración el
periódico. Cuando llego a su altura lo saludo con voz melosa:
—¡Buenos días!
Eric no me mira.
—Buenos días, señorita Flores.
Pero bueno, ¿ya estamos otra vez con los puñeteros apellidos?
No esperaba que me cogiera entre sus brazos y me sonriera en plan
novio. Pero hombre, algo más de cordialidad tras una noche separados, pues sí.
Su indiferencia me desconcierta.
¿Por qué no me mira?
Pero no dispuesta a comenzar el juego del gato y el ratón me quedo
a su lado a la espera de que decida que nos vayamos. Echo una ojeada al reloj.
Las ocho y media. Miro la entrada del hotel y veo la limusina esperando. ¿Por
qué no nos vamos? Eric omite mi presencia y sigue leyendo el periódico con la
mandíbula tensa. ¿Todavía está enfadado?
Quiero preguntarle, pero no quiero
ser yo la que dé el primer paso.
No me muevo. No resoplo. Seguro que está esperando alguno de mis
movimientos para comenzar con sus agrias palabras.
La gente, el noventa por cierto ejecutivos como nosotros, pasa por
nuestro lado. Las nueve menos veinticinco. Me sorprende que aún estemos allí.
Eric es un maniático con la puntualidad. Las nueve menos veinte. Sigue tan
pancho, sin importarle que yo esté allí plantada junto a él como un pasmarote,
cuando oigo unos tacones acelerados. Amanda, con un traje chaqueta y falda
blanca, se acerca a nosotros.
No me mira. Sólo tiene ojos para Eric, al que se dirige en alemán:
—Disculpa el retraso, Eric. Un problema con mi ropa.
Observo que él sonríe.
La mira.
La repasa de arriba abajo con su azulada mirada.
—No te preocupes, Amanda. El retraso ha merecido la pena. ¿Has
dormido bien?
Ella sonríe.
—Sí —responde, sin importarle mi cercanía—. Algo he dormido.
¿«Algo he dormido»?
¿Ha dicho «Algo he dormido»? Pero bueno, ¿qué me están dando a
entender esos idiotas?
Ella sonríe como un loro tras una noche de botellón y le toca la
cintura. Esa familiaridad me incomoda. Me repele mientras sus sonrisas me dan a
entender muchas cosas.
Respiro con dificultad, al ser consciente de lo que ha ocurrido
entre esos dos y quiero gritar y patalear. De pronto, Eric le planta la mano en
la espalda a Amanda y, tocándole fugazmente la cintura, dice:
—Vamos, el chófer nos espera.
Y, sin mirarme, comienza a caminar con esa mujer a su lado,
mientras pasa de mí.
Los observo y me quedo petrificada.
No sé qué hacer. Unos incontrolables celos que hasta el momento
nunca había sentido se instalan en mi estómago y deseo coger el precioso jarrón
que hay en la mesa y plantárselo en toda la cabeza a él.
El corazón me late a mil. Su latido es tan fuerte que creo que
toda la recepción lo puede oír. Aquello me humilla, me fastidia y él ni se
inmuta.
¡Imbécil!
El enfado de Eric continúa y yo no entiendo por qué. Pero no. Eso
no lo voy a consentir. Eric no me conoce y a mí nadie me chulea.
Comienzo a caminar tras ellos.
Si ese idiota alemán se cree que voy a montar un numerito, lo
lleva claro. Menuda soy yo. Cuando llegamos a la limusina, el chófer abre la
puerta. Entra Amanda, entra él y, cuando voy a entrar yo, Eric me hace un gesto
con la mano.
—Señorita Flores, siéntese en la cabina delantera con el chófer,
por favor.
¡Zas! Menudo guantazo con toda la mano abierta que me acaba de dar
delante de Amanda.
Pero, sorprendentemente, sonrío con frialdad y digo:
—Como usted ordene, señor Zimmerman.
Con mi máscara de indiferencia, me siento junto al chófer. ¡Vaya
cabreo monumental que tengo! Durante unos segundos, los oigo hablar y reír
detrás de mí hasta
que un ruido metálico suena en mi
oreja. Con el rabillo del ojo veo cómo un cristal opaco divide la parte de
atrás de la delantera.
Estoy furiosa. Colérica. Exasperada.
Ese juego no me gusta y no entiendo por qué tiene que hacerlo
delante de mí. Inconscientemente clavo mis uñas en las palmas de mis manos
cuando oigo que el chófer me pregunta:
—¿Quiere escuchar música, señorita?
Con la cabeza, le digo que sí. No puedo hablar. Me pongo mis gafas
de sol y escondo la mirada. De pronto, suena la canción de Dani Martín Mi
lamento y siento unas terribles ganas de llorar.
Los ojos me escuecen y las lágrimas pugnan por salir. Pero no. Yo
no lloro. Me trago mis lágrimas e intento disfrutar de la canción y del viaje.
Incluso tarareo.
Durante los tres cuartos de hora que dura el viaje. Mi mente
trabaja a toda velocidad. ¿Qué harán atrás aquellos dos? ¿Por qué Eric me ha
pedido que me siente delante? ¿Por qué sigue enfadado conmigo? Cuando el coche
se detiene, me bajo sin necesidad de que el chófer me abra la puerta. Eso que
se lo haga a ellos. A los señoritingos.
Al bajarme, sonrío al ver a Santiago Ramos. Él es el secretario de
esa delegación y entre nosotros siempre hubo feeling. Pero feeling del
bueno. Del decente. El chófer abre la puerta y salen Eric y Amanda. No los
miro. Sólo miro al frente con mis gafas de sol puestas.
Eric saluda a Jesús Gutierrez, el jefe de la delegación, y a su
junta directiva. Les presenta a Amanda y luego me presenta a mí. Con
profesionalidad, estrecho las manos de todos ellos para después seguirlos hasta
una sala. Pero esta vez, en vez de ir detrás de Eric y Amanda, me retraso para
saludar a Santiago. Nos damos dos besos y entramos charlando.
Una vez allí, antes de sentarnos, unas señoritas nos ofrecen café.
Lo acepto gustosa. Necesito café. Estoy atacada. Me tomo tres. Entonces, la
distancia con Eric y la charla con Santiago me comienza a tranquilizar. En ese
momento, veo de reojo que Eric se gira. Es sólo un instante, pero sé que me ha
mirado. Me ha buscado.
Santiago y yo seguimos hablando y nos reímos mientras me cuenta
cosas de su niña. Es todo un padrazo y eso me emociona. Diez minutos después,
todos pasamos a la sala de reuniones, tomamos posiciones y, como siempre, Eric
preside la mesa. Amanda se sienta a su derecha y yo intento colocarme en un
segundo plano. No quiero ni mirarlo. No me apetece.
—Señorita Flores —oigo que me llama mi jefe.
Sin dudarlo, me levanto y me acerco hasta él con profesionalidad.
Su perfume entra por mis fosas nasales y provoca en mí mil
sensaciones, mil emociones. Pero consigo no cambiar mi gesto.
—Siéntese al fondo de la mesa, por favor. Frente a mí.
Lo mato… lo mato y lo mato.
No quiero mirarlo ni que me mire.
Pero dispuesta a ser la perfecta secretaria, cojo mi portátil y me
siento donde él me indica. Al otro lado de la mesa, frente a él.
La reunión comienza y estoy atenta a todo lo que hablan. Ni lo
miro ni creo que él tampoco me mire. Tengo el portátil abierto ante mí y temo
recibir alguno de sus correos. Por suerte, no llega ninguno. A la una, la
reunión se interrumpe. Es hora de comer. El jefe de la delegación ha reservado
mesa en un hotel cercano para comer y Santiago me propone ir en su coche. Acepto.
Sin mirar a mi particular Iceman
que está junto a Amanda, paso junto a él cuando oigo que me llama. Le pido a
Santiago que me dé un segundo y me acerco a mi jefe.
—¿Adónde va, señorita Flores?
—Al restaurante, señor Zimmerman.
Eric mira a Santiago.
—Puede venir en la limusina con nosotros.
Bien. Ahora, el cabreado es él.
¡Que le den!
Amanda nos mira. No nos entiende. Hablamos en español, cosa que
creo que la mosquea.
—Gracias, señor Zimmerman, pero si no le importa, iré con
Santiago.
—Me importa —responde.
No hay nadie a nuestro alrededor. Nadie nos puede escuchar.
—Peor para usted, señor.
Me doy la vuelta y me marcho.
¡Olé, la furia española!
España 1–Alemania 0.
Sé que acabo de cometer la mayor imprudencia que una secretaria
pueda hacer. Y aún mayor tratándose de Eric. Pero lo necesitaba. Necesitaba
hacerlo sentir como me siento yo.
Sin importarme las consecuencias, entre ellas el despido seguro,
camino hacia Santiago y lo agarro del brazo con familiaridad. Nos montamos en
su Opel Corsa y nos dirigimos hacia el restaurante mientras comienzo a calcular
el paro que me va a quedar. De ésta me despiden fijo.
Cuando llego al establecimiento, corro con Santiago a tomarme
varias Coca-Colas.
¡Oh, Dios! Cómo me gusta sentir sus burbujitas en mi boca.
Pero hasta las burbujas se deshinchan cuando veo entrar a Eric
seguido de Amanda y los jefazos. Mira hacia donde estoy y puedo percibir su
enfado. Los directivos entran en el comedor y rápidamente toman posiciones.
Eric hace ademán de sentarse, pero entonces se excusa de sus acompañantes y me
hace una señal con la mano. Santiago y yo lo vemos y no me puedo negar a ir.
Doy un nuevo trago a mi Coca-Cola, la dejo sobre la barra y me
acerco a él.
—Dígame, señor Zimmerman. ¿Qué quiere?
Eric baja la voz y, sin cambiar su gesto, pregunta:
—¿Qué estás haciendo, Jud?
Sorprendida, porque vuelvo a ser «Jud» respondo:
—Tomarme una Coca-Cola. Por cierto, Zero, que engorda menos.
Mi contestación y mi chulería lo desesperan. Lo sé y eso me gusta.
—¿Por qué estás haciéndome enfadar todo el rato? —inquiere,
desconcertándome.
¡Tendrá poca vergüenza…!
—¡¿Yo?! —le susurro—. Tendrás cara…
Su mirada es tensa. Dura y desafiante.
Sus pupilas se contraen y me hablan pero hoy no quiero
entenderlas. Me niego.
—Pasad al comedor —me dice, antes de darse la vuelta—. Vamos a
comer.
Cuando Santiago y yo llegamos al comedor, nos sentamos a la otra
punta de la mesa. Suena mi móvil: ¡mi hermana! Decido pasar de ella otra vez,
no me apetece escuchar sus lamentaciones. Más tarde la llamaré. La comida está
exquisita y continúo mi charla con
mi amigo.
En un par de ocasiones miro hacia mi jefe y veo que sonríe a
Amanda. Mi cabreo vuelve a crecer. Pero cuando sus ojos se cruzan con los míos,
ardo. Me caliento. Su mirada de Iceman consigue que todas mis terminaciones
nerviosas se muevan al mismo tiempo y toda yo me incendie.
A las cuatro y media regresamos a la sede. Yo, por supuesto,
vuelvo en el coche de Santiago. La reunión se reemprende y acaba cerca de las
siete de la tarde. ¡Estoy agotada!
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