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Pídeme lo que quieras Cap. 21, 22


Cuando todo acaba, Amanda, Eric y yos nos dirigimos hacia la limusina que nos espera y sin darle tiempo a Eric para que vuelva a humillarme, me siento directamente junto al chófer.
Para chula, ¡yo!
Los oigo hablar. Incluso oigo cómo Amanda cuchichea y ríe como una gallina. Oigo lo que hablan y me enfurezco. No quiero hacerlo. Sólo hay que mirar a Amanda para saber qué es lo que busca. ¡Perra!
Espero que dividan los ambientes en la limusina, pero esta vez Eric no lo hace. Desea que me entere de todo lo que dice. Habla en alemán y oírlo me agita. Me provoca.
Al llegar al hotel, la limusina se detiene. Abro mi puerta y desciendo.
Deseo con todas mis fuerzas perder de vista a Eric y a esa imbécil, pero espero educadamente a que mi jefe y su acompañante bajen del coche. Después me despido y me marcho.
Casi corro hasta el ascensor y cuando se cierran las puertas, suspiro aliviada. ¡Sola!
El día ha sido horroroso y quiero desaparecer. Cuando llego a la suite tiro el maletín sobre el bonito sofá. Enciendo el hilo musical. Me suelto el pelo, me quito la chaqueta del traje y me saco la camisa de la falda. Necesito una ducha.
Entonces suenan unos golpes en la puerta. Mi mente intuye que es él. Miro a mi alrededor. No tengo escapatoria a no ser que me lance desde el ático del hotel y muera aplastada en pleno paseo. ¡Qué disgustazo para mi pobre padre! ¡Ni hablar!
Decido ignorar las llamadas. No quiero abrir, pero insiste.
Cansada, abro finalmente la puerta y mi cara de sorpresa es mayúscula cuando veo que es Amanda quien está ante mi puerta. Me mira de arriba abajo.
—¿Puedo pasar?—me pregunta en alemán.
—Por supuesto, señorita Fisher —respondo, también en su idioma.
La mujer entra. Cierro la puerta y me doy la vuelta.
—¿Vas a quedarte el fin de semana, como hiciste en Barcelona? —me pregunta, antes de que yo pueda decirle nada.
Hago lo que suele hacer Eric. Tuerzo el gesto. Pienso… pienso y pienso y finalmente respondo:
—Sí.
Mi contestación le molesta. Se pasa la mano por el pelo y pone los brazos en jarras.
—Si tu intención es estar con él, olvídalo. Él estará conmigo.
Arrugo el entrecejo, como si me hablara en chino y no comprendiera nada.
—¿De qué está hablando, señorita Fisher?
—Tú y yo sabemos nuy bien de lo que hablamos. No te hagas la tonta. No eres la pobretona española que ve en Eric un filón, ¿verdad?
Me quedo boquiabierta por lo que acaba de decirme. Pestañeo, y dejo salir a la macarra que llevo dentro.
—Mira, guapa, te estás confundiendo conmigo. Y si sigues por ese camino vas a tener un problema, porque yo no soy de las que se callan ni se amilanan. Por lo tanto, cuidadito con lo que dices, no te vaya a tener que sobar los morros una pobretona española.
Amanda se aleja un paso de mí. Mi advertencia ha debido de sonarle verosímil.
—Creo que lo más inteligente por tu parte es que te alejes de él —añade—. Yo me encargaré de todo lo que Eric necesite. Lo conozco muy bien y sé cómo satisfacer sus
deseos.
Aprieto los puños. Tanto, que me clavo las uñas en ellos. Pero soy consciente de que no puedo actuar como deseo. Así pues, cuento hasta veinte, porque hasta diez no me vale, me dirijo hacia la puerta y la abro.
—Amanda —le digo, con toda la amabilidad de la que soy capaz—, sal de mi habitación porque, como sigas aquí, algo muy feo va a pasar.
Cuando se va, doy un portazo mientras por mi boca sale de todo, menos bonita. Me quito los tacones y los lanzo con furia contra el sofá. ¡Maldito sea!
Mi indignación me enloquece. Eric me ha estado utilizando para dar celos a aquella muñeca hinchable. Maldigo y doy un zapatazo al caro sillón. ¿Cómo he sido tan tonta? Sin querer pensar en nada más, saco mi portátil cuando mi móvil suena. He recibido un mensaje. Eric. «Ven a mi habitación.»
Leer eso me cabrea más. Siempre me he considerado una muñeca entre sus brazos, pero en ese momento me doy cuenta de que soy una muñeca tonta. Tecleo con rabia: «Vete a la mierda».
La contestación no se hace esperar.
Al cabo de unos segundos, oigo el sonido de una puerta al abrirse y ante mí aparece Eric, descamisado, con cara de mala leche y una tarjeta en la mano. Sin hablar llega hasta donde estoy sentada. Tira la tarjeta con la que ha abierto la puerta, me coge del brazo, me levanta y me besa. Me besa con tanta profundidad que noto su lengua llegar hasta mi campanilla. Intento no responderle. Me niego. Pero mi cuerpo me traiciona. Lo desea. Es incontrolable. E instantes después soy yo la que lo besa a él en busca de más.
Con premura lleva sus manos hasta el botón trasero de mi falda y noto que chocamos contra la pared. Sin tacones soy muy pequeña a su lado. Eso siempre me ha gustado, igual que a él le gusta sentir su superioridad. Con su pierna separa las mías, mientras una de sus manos se mete por debajo de mi camisa y se desliza por mi vientre. Cierro los ojos y me dejo llevar. Le permito seguir. Sin quitarme la falda, su mano continúa su camino hasta que consigue meterla por dentro de mis bragas y me hurga hasta llegar al clítoris. Me estimula. Me excita.
Con sus dedos, su experiencia y mi humedad latente, me masajea y lo aviva. Mi clítoris se hincha y yo gimo. Jadeo. Enloquezco y me restriego contra él ante lo que siento por aquella invasión cuando, con su mano libre, me da un azotito. Me excita todavía más. Me vuelve loca e instantes después se desabrocha el pantalón, saca la mano de mi vagina y tira de mí hasta llevarme al centro del salón. Clava sus ojos en los míos y murmura mientras acerca su boca a la mía.
—Pequeña, no tienes ni idea de cuánto te deseo.
Me baja la cremallera de la falda y ésta cae al suelo. Se agacha, acerca su nariz hasta mis bragas y las aspira. Da un pequeño mordisquito sobre mi monte de Venus y yo jadeo. Sus posesivas manos me tocan y me acarician. Suben por mis piernas y agarra el borde de mis braguitas. Me las quita. Estoy de nuevo desnuda de cintura para abajo ante él y no digo nada. No rechisto. Me dejo hacer mientras él me activa, me posee y me enloquece.
Se levanta del suelo. Me empuja hacia el respaldo del sofá, me da la vuelta y me recuesta sobre él. Mis brazos y mi cabeza caen, mientras mi trasero queda expuesto enteramente para él. Durante unos segundos disfruto de los mordisquitos que me da en las nalgas y noto sus manos invasoras sobre mí. De nuevo un azote. Esta vez más fuerte. Pica. Pero el picor lo suaviza cuando siento que se aprieta contra mí y su duro y castigador pene
me avisa de que me va a hacer suya.
Me abre las piernas, mientras con una de sus manos aprisiona mis riñones sobre el respaldo del sofá para que no me mueva. Con la otra mano coge su duro pene y lo pasea desde mi caliente vagina hasta mi orificio anal y viceversa. Juguetea entre mis hendiduras, empapándome más.
—Te voy a follar, Jud. Hoy me has vuelto loco y te voy a follar tal y como llevo todo el día pensando hacerlo.
Oírlo decir aquello me sofoca.
Me azuza todos los sentidos y me gusta.
Noto que arqueo mi trasero dispuesta a recibirlo. Me siento como una perra en celo en busca de mi alivio. Eric deja caer su cuerpo sobre mí. Muerde mi hombro, después mis costillas y yo me retuerzo. Estoy empapada, lista y húmeda para recibirlo. Mi cuerpo le implora. Me penetra de una estocada y exige:
—Necesito escuchar tus gemidos. ¡Ya!
Sin poder evitarlo, un jadeo ruidoso sale de mi boca.
Su orden me aguijonea.
Sus manos exigentes me agarran por la cintura y me aprieta contra él hasta que me tiene totalmente empalada. Grito. Me retuerzo. Voy a explotar. Sale de mí unos centímetros pero vuelve a entrar una y otra vez, colmándome de una serie de movimientos duros y potentes que vuelven a hacerme chillar. Siento sus testículos chocar contra mi vagina a cada movimiento y, cuando su dedo toca mi hinchado clítoris y tira de él, chillo. Chillo de placer.
A cada acometida siento que me rompe. Me incita y yo me abro más para que me siga desgarrando y me haga totalmente suya. Lo hacemos sin preservativo y sentir el tacto suave y rugoso de su piel fomenta mi perversión. La dureza de sus palabras y su ímpetu por follarme me enloquecen de una manera bárbara.
Mi vagina se contrae a cada embestida y noto cómo lo succiona. Lo atrapa. Lo alborota. Oigo su respiración agitada en mi oreja y los calientes sonidos de nuestros cuerpos al chocar, una y otra vez… una y otra vez… Son adictivos.
Calor.
Tengo mucho calor.
Un ardor me sube por los pies asolando mi cuerpo. Cuando llega a mi cabeza explota y con él exploto yo. Grito. Me retuerzo y convulsiono mientras noto que por mi pierna chorrean mis fluidos. Intento que me suelte. Pero Eric no lo permite. Continúa penetrándome mientras mi devastador orgasmo me enloquece y lo hace enloquecer.
Mi cuerpo, roto de placer, se arquea y, tras una potente embestida que me empotra más en el respaldo del sillón, Eric sale de mi interior, noto que apoya su cabeza sobre mi espalda y después de un gruñido fuerte y varonil noto que algo riega mi trasero. Se corre sobre mí.
Durante unos segundos, los dos permanecemos en aquella posición. Él sobre mí. Sobre mi espalda. Nuestros corazones acelerados necesitan regresar a su ritmo normal antes de hablar, mientras que en el hilo musical de la habitación suena La chica de Ipanema.
Cuando Eric se incorpora y me deja vía libre, hago lo mismo.
Vestida sólo con la camisa, lo miro y él sonríe satisfecho mientras se abrocha el pantalón. Lo que acabamos de practicar es sexo exigente y duro y eso le gusta. Lo sé. La sangre me hierve. Estoy indignada. Sin poder controlarlo, la mano se me escapa y le doy un sonoro bofetón.
—Sal de aquí —le exijo—. Es mi habitación.
No habla. Sólo me mira.
Sus ojos, que momentos antes sonreían, ahora están fríos. Iceman ha vuelto y en su peor versión. Incapaz de permanecer callada ante él por lo que acabo de hacer, grito:
—¿Quién te has creído que eres para entrar en mi habitación?
No contesta y yo vuelvo a gritar:
—¿Quién te crees que eres para tratarme así? Creo… creo que te has equivocado conmigo. Yo no soy tu puta…
—¿¡Cómo dices!?
—Lo que has oído, Eric —insisto mientras veo el desconcierto en sus ojos—. Yo no soy tu puta para que entres y me folles siempre que te dé la gana. Para eso ya tienes a Amanda. A la maravillosa señorita Fisher, que está dispuesta a seguir haciendo por ti todo lo que tú quieras. ¿Cuándo me ibas a decir que estás liado con ella? ¿Qué pasa? ¿Ya estabas planeando un trío entre los tres sin consultarme?
No contesta.
Sólo me mira y veo furia, fuego y desconcierto en su mirada.
Su respiración se acompasa pero es profunda. Quiero que se vaya. Quiero que desaparezca de mi habitación antes de que la víbora que hay en mí termine de resurgir y acabe diciendo cosas peores. Pero Eric no se mueve. Se limita a mirarme hasta que se da la vuelta y se marcha. Cuando la puerta se cierra me llevo la mano a la boca y sin querer, ni poder remediarlo, comienzo a llorar.
Diez minutos después me ducho.
Necesito quitarme su olor de mi piel.
Y cuando salgo de la ducha tengo algo muy claro. Tengo que marcharme de allí. Abro el portátil y reservo un billete de vuelta para Madrid. A las once de la noche estoy sentada en un avión mientras repaso mentalmente la nota que le he dejado sobre mi cama y que estoy segura que leerá.
Señor Zimmerman:
Regresaré el domingo por la noche para continuar nuestro trabajo. Si me ha despedido, hágamelo saber para ahorrarme el viaje.
Atentamente,
Judith Flores
22
El viernes, cuando despierto en mi cama, miro el reloj digital de la mesilla. La una y siete. He dormido varias horas del tirón.
Como mi hermana no sabe que he vuelto, no se ha presentado en mi casa y eso, por unos segundos, me hace feliz. No quiero dar explicaciones.
Cuando abandono mi habitación lo primero que busco es el móvil. Lo tengo en silencio dentro de mi bolso. Dos llamadas perdidas de mi hermana, dos de Fernando y doce de Eric. ¡Vaya!
No respondo a ninguna. No quiero hablar con nadie.
Mi cólera regresa y decido hacer limpieza general. Cuando estoy cabreada limpio de lujo.
A las tres de la tarde tengo la casa como una cuadra.
Ropa por aquí, lejía por allí, muebles fuera de su lugar… pero me da igual. Soy la reina del lugar y ahí mando yo. De repente, siento que quiero planchar. Increíble, pero es así. Saco la tabla, enciendo mi plancha y cojo varias prendas. Mientras canturreo lo que sale por la radio, olvido lo que me taladra la cabeza: Eric.
Plancho un vestido, una falda, dos camisetas y, mientras plancho un polo, mis ojos se paran en una pelota roja que hay en el suelo. Rápidamente me acuerdo de Curro, mi Curro, y los ojos se me llenan de lágrimas hasta que suelto un chillido. Me acabo de hacer una tremenda quemadura con la plancha en el antebrazo y duele mogollón.
Lo miro, nerviosa.
Está rojo como la camiseta de la selección y veo hasta el dibujo y los agujeritos que tiene la plancha en mi piel. Duele… duele… duele… ¡Duele mucho! Pienso si echarme agua o pasta de dientes mientras camino dando saltitos por la casa. Siempre he oído hablar de esos remedios, pero no sé si funcionan o no. Al final, muerta de dolor, decido acercarme al hospital.
Por fin, a las siete de la tarde, me atienden.
¡Viva la celeridad del servicio de urgencias!
Veo las estrellas y los universos paralelos de los dolores que tengo. Una doctora encantadora me echa un liquidito en la quemadura con mimo, pone un apósito en mi brazo y lo venda. Me receta unos calmantes para el dolor y me manda para casita.
Con unos dolores de aúpa y el brazo vendado busco una farmacia de guardia.
Como siempre en esos casos, la más cercana está en el quinto pino. Tras comprar lo que necesito, regreso a mi casa. Estoy dolorida, agotada y cabreada. Pero cuando llego a la puerta del portal de mi casa, oigo una voz detrás de mí.
—No vuelvas a marcharte sin decírmelo.
Su voz me paraliza.
Me enfada pero me reconforta. Necesitaba oírla.
Me doy la vuelta y veo que el hombre que me tiene fuera de mis casillas está a un escaso metro de mí. Su gesto es serio y, sin saber por qué, levanto el brazo y digo, mientras los ojos se me llenan de lágrimas:
—Me he quemado con la plancha y me duele horrores.
Su gesto se descompone.
Mira el vendaje de mi brazo. Después me mira a mí y noto que pierde toda la seguridad. Iceman acaba de marcharse para dar paso a Eric. El Eric que a mí me gusta.
—Dios, pequeña, ven aquí.
Me acerco a él y siento que me abraza con cuidado de no rozar mi brazo. Mi nariz se impregna de su olor y me siento la mujer más feliz del mundo. Durante unos minutos, permanecemos en aquella posición hasta que yo me muevo y entonces él acerca su boca a mis labios y me da un corto pero dulce y tierno beso.
Nunca me ha besado así y mi cara debe de ser un poema.
—¿Qué te ocurre? —me pregunta.
Vuelvo en mí y sonrío.
¡Me ha besado con ternura!
Le entrego las llaves de mi casa para que abra.
—El portal tiene rota la cerradura… tira de la puerta y abre.
Deja de mirarme y hace lo que le pido. Después me agarra de la mano y subimos juntos en el ascensor. Al abrir la puerta de mi casa veo que mira alrededor y murmura:
—Pero ¿qué ha pasado aquí?
Sonrío. Sonrío como una tonta, como una imbécil.
—Limpieza general —respondo mirando el caos que nos rodea—. Cuando me cabreo, esto me relaja.
Ríe por lo bajo y después oigo que la puerta se cierra. Cuando dejo la bandolera sobre el sofá, me olvido del dolor y me vuelvo hacia él.
—¿Qué haces aquí?
—Me tenías preocupado. Te marchaste sin avisar y…
—Te dejé una nota y, sobre todo, en buena compañía.
Eric me mira. Siento que la tensión regresa a su mandíbula.
—No quiero volver a oír eso tan humillante que has dicho de que no eres mi puta. Pues claro que no lo eres, Jud, ¡por el amor de Dios! Nunca lo has sido y nunca lo serás, ¿entendido? —Afirmo con la cabeza, y él prosigue—: Pero vamos a ver, Jud, ¿todavía no has entendido que el sexo para mí es un juego y que tú eres mi pieza más importante?
—Tú lo has dicho: ¡tu pieza!
—Cuando digo pieza… me refiero a que eres la mujer que más me importa en este momento. Sin ti, ese juego pierde valor. Maldita sea, creí habértelo dejado claro.
Durante unos minutos, ninguno de los dos dice nada. La tensión en el ambiente se puede cortar con un cuchillo.
—Mira, Eric, esto no va a funcionar. Seamos sólo amigos. Creo que en el plano laboral podemos trabajar juntos, pero…
—Jud, nunca te he mentido en nada.
—Lo sé —admito dándole la razón—. El problema aquí soy yo, no tú. Es que no me reconozco. Yo no soy la chica que tú manejas como una pieza. No… ¡me niego! No quiero. No quiero saber nada de tu mundo, ni de tus juegos ni de nada de eso. Creo… creo que lo mejor es que cada uno regrese a su vida y…
—De acuerdo —asiente.
Su conformidad me bloquea.
De pronto quiero discutir aquello otra vez. No quiero que me haga caso. ¿Me estoy volviendo loca?
Veo el dolor y la rabia en sus ojos pero intento refrendar lo que acabo de decir y no abrazarlo. Mi voluntad desaparece cuando estoy cerca de él y necesito mantenerme firme, aunque yo misma me contradiga.
Mi antebrazo me da un pinchazo que me descompone el rostro entero y doy un
salto. Me levanto.
—¡Diossss! ¡Qué dolor! ¡Joderrrrrrrrrrr! ¡Joderrrrrrrrrrrr!
Su gesto se contrae y se levanta. No sabe qué hacer mientras yo continúo con mi retahíla de quejidos y palabras malsonantes. El brazo me está matando.
—¿Te duele mucho?
—Sí. Voy a tomarme un calmante para el dolor o te juro que me va a dar algo.
Mi brazo palpita y el dolor se vuelve insoportable. Camino por el salón como una loca hasta que Eric me hace detenerme.
—Siéntate —me ordena—. Llamaré a un amigo.
—¿A quién vas a llamar?
—A un amigo médico para que te vea el brazo.
—Pero si ya me lo han visto en el hospital…
—Da igual. Yo me quedo más tranquilo si te lo mira Andrés.
Estoy tan dolorida que no me apetece hablar. Veinte minutos más tarde suena el telefonillo de mi casa. Eric lo atiende y un minuto después aparece ante nosotros un hombre. Se saludan y el recién llegado se queda mirando el estado de la casa. Entre risas, Eric cuchichea:
—Judith estaba haciendo limpieza general.
Se miran y sonríen. Y en ese momento, cabreada por cómo me duele el brazo, murmuro:
—Venga, no os cortéis. Si creéis que está desordenado, os doy permiso para que lo ordenéis. La escoba y la fregona están a vuestra entera disposición.
Mi mala leche los hace sonreír.
¡Graciosillos!
Al final, el recién llegado se me acerca.
—Hola, Judith, soy Andrés Villa. Vamos a ver, ¿qué te ha pasado?
—Me he quemado con la plancha y me duele horrores.
Asiente y coge unas tijeras.
—Dame el brazo.
Eric se sienta a mi lado.
Siento su mano protectora en mi espalda y eso me reconforta. El médico corta mi vendaje con cuidado. Lo observa un rato, saca una especie de suero y lo echa sobre mi herida. Un alivio momentáneo me hace suspirar. Luego coloca unos apósitos mojados en ese líquido y vuelve a vendarme la herida.
—Te duele mucho, ¿verdad?
Hago un gesto afirmativo con mi cabeza.
No lloro porque me da vergüenza y él lo nota. Eric también.
—Te inyectaré un calmante. Es lo más rápido para el dolor. Pero este tipo de heridas es lo que tienen, que son molestas. Tranquila, pasará pronto.
No rechisto.
Que me inyecte lo que le dé la gana pero que me quite ese horroroso dolor.
Mientras lo hace, lo observo. Él me mira y me guiña un ojo con complicidad. Tendrá unos treinta años. Alto, moreno y una bonita sonrisa. Cuando acaba, cierra su maletín, saca una tarjeta y me la entrega mientras nos levantamos.
—Para cualquier cosa, sea la hora que sea, llámame.
Miro la tarjeta y leo «Doctor Andrés Villa» y un número de móvil. Asiento como una tonta y meto la tarjeta en el aparador del comedor.
—De acuerdo, lo haré.
En ese momento, Eric, me pasa la mano por la cintura en una actitud que me resulta posesiva, pone una mano sobre el hombro de su amigo y le dice:
—Si ella te necesita, yo te llamaré.
Andrés sonríe, Eric me suelta y se dirigen hacia la puerta. Durante unos minutos, los oigo que murmuran algo pero no entiendo lo que dicen. Quiero que el dolor me abandone y eso es lo único que me interesa.
Vuelvo a tirarme encima del sillón. El dolor de mi brazo comienza a bajar de intensidad y siento que vuelvo a ser persona. Eric regresa al salón y habla con alguien por el móvil mientras mira por la ventana. Cierro los ojos. Necesito relajarme.
No sé cuánto tiempo permanezco así, hasta que oigo sonar la puerta de mi casa. Veo a Tomás, el chófer de Eric, entregarle un montón de bolsas. Cuando la puerta se cierra, Eric me mira.
—He pedido algo de cena. No te muevas, yo me encargo de todo.
Hago un gesto con la cabeza y sonrío. ¡Genial! Necesito que me mimen.
Sin levantarme del sofá, oigo a Eric trastear en la cocina. Un par de minutos después aparece con una bandeja donde lleva platos, tenedores, cuchillos y vasos.
—Le he pedido a Tomás que comprara comida china. Si mal no recuerdo, te gusta.
—Me encanta. —Sonrío.
—¿El dolor ha disminuido? —pregunta con seriedad.
—Sí.
Mi respuesta parece aliviarlo.
Observo cómo Eric coloca en la bandeja todo lo que ha traído y no puedo dejar de mirarlo. Parece mentira que aquel joven que coloca los platos y los vasos sea el mismo Iceman implacable que aparece en ciertos momentos. Su gesto ahora es relajado y me gusta. Me gusta verlo y sentirlo así.
En cuanto acaba lo que hace, regresa a la cocina y aparece con la bandeja cargada de cajitas blancas. Se sienta a mi lado e indica:
—Como no sabía qué era lo que te gustaba, le he pedido a Tomás que trajera de todo un poco: arroz tres delicias, pan chino, rollitos de primavera, tallarines con soja, ensalada china, ternera con brotes de bambú, cerdo con champiñones, fideos chinos con verdura, langostinos fritos, pollo al limón. Y de postre, trufas. Espero que algo te guste.
Sorprendida por todo lo que ha dicho, murmuro:
—Madre mía, Eric. ¡Aquí hay comida para un regimiento! Podías haberle dicho a Andrés que se quedara a cenar.
Niega con la cabeza.
—No.
—¿Por qué? Parece simpático…
—Lo es. Pero quería estar a solas contigo. Tenemos que hablar muy seriamente.
Resoplo y susurro:
—Tramposo. Estoy dopada y soy presa fácil.
Sonríe como respuesta.
—Come.
Ojeo todos los paquetes y me sirvo en el plato lo que me apetece. Todo tiene una pinta estupenda y, cuando lo degusto, aún sabe mejor.
—¿Dónde ha comprado Tomás esto? ¿De qué chino es?
—Lo ha preparado Xao-li. Uno de los cocineros del hotel Villa Magna.
Me lo quedo mirando, incrédula.
—Estás comiendo auténtica comida china. No lo que en ocasiones creo imaginar que comes.
Le hago un gesto de asentimiento, divertida por lo que acaba de decir. Él y su exclusividad.
Eric está de buen humor y yo me alegro horrores. Estar con él así, de buen rollo, es una maravilla. Cuando llega el momento del postre, va a la cocina, trae unas trufas y las deja ante mí.
Coge una cuchara, parte un trozo de trufa y la pone ante mi boca. Sonrío, abro la boca y tras hacer un sinfín de gestos con los ojos y la boca, murmuro:
—¡Diossssssssss! ¡Qué rico!
Eric sonríe y vuelve a meterme otra trufa en la boca. La paladeo. Disfruto y me dispongo a pedir más, cuando él se me adelanta.
—¿Puedo probarla yo?
Asiento. Pasa la trufa por mis labios, se acerca a mi boca y la chupa durante unos segundos con delicadeza hasta que dice, separándose de mí:
—Deliciosa.
Lo miro. Me mira y sonreímos.
Ese tonteo idiota es tan sensual que no quiero ser su amiga, quiero ser algo más. Y cuando voy a lanzarme sobre él, desesperada porque me bese, me interrumpe:
—Jud, hace un rato has dicho que…
—Sé lo que he dicho, olvídalo.
Eric me mira… Piensa… piensa y, finalmente, añade sin cambiar su gesto:
—No vuelvas a decir eso de que yo te considero mi puta, por favor, Jud. Me destroza pensar que tú piensas eso de mí.
—Vale… Se me fue la boca. Lo siento.
Sus dedos perfilan mis labios con delicadeza.
—Jud… tú para mí eres especial, muy especial. —Nos miramos fijamente durante unos segundos. Al final cambia el tono de su voz y prosigue—: No puedes marcharte de mi lado sin darme una explicación y esperar que yo no me vuelva loco de preocupación. Prefiero que llames a mi puerta y me digas «¡Adiós!», a creer que estás y que no estés. ¿De acuerdo?
—Si no lo hice, fue porque que no quería llamarte gilipollas o algo peor.
—Llámamelo, si lo necesitas.
—No me des ideas —bromeo.
Sus labios se curvan.
—Por favor, no vuelvas a marcharte sin decirme nada.
—¡Valeeeeeeeee…! Pero que conste que pensaba regresar para continuar con el trabajo.
—No hace falta.
—¡¿No?!
—No.
—¿Por qué?
—Ha surgido algo.
—¿Me has despedido? Pero ¡si todavía no te he llamado gilipollas!
Eric sonríe y me introduce otra trufa en la boca, para que me calle, supongo.
—He anulado las reuniones de la semana que viene y las he dejado para más
adelante. Regreso a Alemania. Hay algo de lo que me tengo que ocupar y no puede esperar.
La trufa y la noticia me revuelven en el estómago.
¡Se va!
Pienso en Amanda. Él y ella juntos en Alemania. El aguijón de los celos vuelve a picarme.
—¿Regresaras con Amanda? —pregunto, incapaz de mantener la boca cerrada.
—No, imagino que ella habrá regresado hoy. Y, en lo que concierne a Amanda, es una colega de trabajo y amiga. Sólo eso. Me confesó esta mañana la visita a tu habitación y…
—¿Has pasado la noche con ella?
—No.
Su contestación no me convence.
—¿Has jugado esta noche con ella?
Se recuesta en el sofá y asiente.
—Eso sí.
Lo imito. Pero mi humor ha cambiado.
—Me gusta jugar, no lo olvides. Y tú debes hacerlo también.
¡Oh…! ¡Qué bonito escuchar aquello!
Me tenso, pero no me puedo quejar. Él siempre ha sido claro al respecto y no lo puedo negar. Pero como soy una cotilla, insisto en interrogarlo.
—¿Lo pasaste bien?
—Lo habría pasado mejor contigo.
—Sí, clarooooo…
—Tú me proporcionas un inmenso morbo y un maravilloso placer. Actualmente, eres la mujer que más deseo. No lo dudes, pequeña.
—¿Actualmente?
—Sí, Jud.
Eso me gusta, pero me disgusta al mismo tiempo. ¿Me estaré volviendo loca o soy masoquista profunda además de atontada?
—¿Entre todas las mujeres con las que juegas —pregunto, deseosa de saber más—, existe alguna especial?
Eric me mira.
Entiende perfectamente mi pregunta. Pone una mano sobre mi muslo y añade:
—No.
—¿Nunca la ha habido?
—La hubo.
—¿Y?
Clava su intensa mirada en mí y me traspasa con ella.
—Y ya no está en mi vida.
—¿Por qué?
—Jud… no quiero hablar de ello… Pero sí deseo que sepas que sólo tú has conseguido que coja un avión y te busque con desesperación.
—¿Eso debe alegrarme? —pregunto sarcástica.
—No.
Su contestación vuelve a desconcertarme. ¿A qué estamos jugando?
—¿Por qué no debe alegrarme?
Eric piensa y medita bien su respuesta.
—Porque no quiero hacerte sufrir.
Aquello me deja sin palabras. No sé qué contestarle.
—Quizá sea yo la que te haga sufrir a ti —contesto, con toda la chulería que hay en mí.
Me mira… lo miro…
Tras un incómodo silencio, suena mi móvil. Es Miriam, mi amiga de Barcelona. Me levanto y, y le digo que estoy en Madrid y que ya la llamaré. Eric no se ha movido. Se ha limitado a mirarme casi sin pestañear. Mi brazo está mejor. No me duele, así que vuelvo al ataque.
—¿Por qué crees que puedes hacerme sufrir?
—No lo creo… lo sé.
—No me vale esa contestación. ¿Por qué?
Eric me observa en silencio. Tengo la sensación de que estoy a punto de explotar, como una cafetera a presión.
—Tú eres una buena chica que merece a alguien mejor.
—¿A alguien mejor?
—Sí.
Me muevo inquieta. Sé de lo que habla, pero quiero que se exprese con claridad.
—Cuando te refieres a alguien es…
—Me refiero a alguien que te cuide y te trate como tú te mereces. ¿Quizá ese tal Fernando?
Escuchar aquel nombre me deja sin palabras.
—No metas a Fernando en esto, ¿entendido?
Eric asiente. Volvemos a quedarnos en un más que incómodo silencio.
—Mereces a alguien que te diga bonitas palabras de amor. Te las mereces.
—Tú ya lo haces, Eric.
—No, Jud, no mientas. Eso no lo hago.
Intento relajar el ambiente, se está volviendo espeso.
—Vale… nunca me dices cosas cariñosas pero me tratas bien y veo que te preocupas por mí. ¿Por qué me dices todo esto?
—Jud… sé realista —endurece su voz—. ¿La palabra «sexo» te da alguna pista?
Sonrío con amargura. Él se da cuenta.
—Sí, claro que me da pistas —digo, interrumpiendo lo que estaba a punto de decir él—. Me indica que entre tú y yo el sexo es lo que nos unió. Pero cuando dos personas se conocen y se atraen, lo primero que tiene que surgir entre ellos es química. Y tú y yo tenemos química.
—¿Con ese tal Fernando también existe química?
De nuevo lo menciona. Eso me molesta. Me enfurece ¿Qué le pasa con Fernando?
—Espero tu respuesta, Jud —insiste, al ver que no contesto.
—Vamos a ver, ¿quieres olvidarte de Fernando de una vez? Eso pertenece a mi vida privada. ¿Te pregunto yo por tu vida privada? —Él niega con la cabeza y yo añado—: No entiendo dónde quieres ir a parar, no creo haberte pedido nada y…
—Y yo no te daré nada que no sea sexo.
Su tajante respuesta me corta la respiración. No entiendo sus cambios de humor. Tan pronto me mira con devoción como me dice que entre nosotros sólo hay y habrá sexo.
—Me parece muy bien tu respuesta, Eric. Soy lo suficientemente mayorcita como para poder elegir con quién quiero acostarme y con quién no.
—Por supuesto, y espero que lo hagas. Pero yo no te he dado opción.
—¿Ah, no?
—No, Jud. Simplemente me gustaste y fui a por ti. Algo que hago siempre que alguien me atrae.
Aquella respuesta me toca la fibra sensible.
—¡Gilipollas! —le grito, enfurecida—. En este momento te estás comportando como un auténtico gilipollas.
No se mueve. No contesta.
Eric se limita a mirarme y a aceptar mis insultos.
—Jud… insúltame si quieres, pero sabes que es la verdad. Fui yo quien desde el primer día que te vi provoqué todo lo ocurrido. En el archivo. En el restaurante donde te llevé. En la habitación de mi hotel cuando miré cómo otra mujer te poseía. En el bar de intercambio de Barcelona. Tú nunca hubieras hecho nada de eso. Pero yo te he llevado a mi terreno. Acéptalo, pequeña.
—Pero, Eric…
—Hace un rato que me has dicho que no quieres entrar en mis juegos, ¿lo has olvidado?
Tiene razón… vuelve a tener razón.
—Me gusta todo lo que hago contigo —respondo, perdiendo toda la razón que él dice que tengo—. Tu juego me atrae y…
—Lo sé, pequeña, lo sé —dice mientras me toca la pierna—. Pero eso no quita que yo piense que no soy el hombre que te mereces y que quizá otro te haga más feliz. —Está claro en quién está pensando, pero esta vez no dice su nombre—. Mira, Jud, me gusta el sexo, el morbo y adoro ver disfrutar a una mujer. En este momento, esa mujer eres tú, pero hay algo en mí que me dice que pare, que tú no deberías entrar en mi juego o…
—No soy la santa que tú crees. He tenido varias relaciones y…
Eso lo hace sonreír y me interrumpe:
—Jud… créeme que para mí eres una santa. Lo que tú has hecho con tus anteriores relaciones, nada tiene que ver con lo que yo quiero que hagas conmigo.
El estómago se me contrae.
Pensar en lo que él quiere hacer conmigo me reseca el paladar.
—¿Qué quieres hacer conmigo?
—De todo, Jud, contigo quiero hacer de todo.
—¿Hablamos sólo de sexo?
Esa pregunta lo pilla por sorpresa.
Sus ojos no me engañan. Sé que hay algo que se guarda para él y necesito saber qué es.
—No. Y ése es el problema. No debo permitir que te encariñes conmigo.
—Pero ¿por qué?
No responde.
Se limita a acercar su frente a la mía y a cerrar los ojos. No quiere mirarme. No quiere responder. Sé que le pasa como a mí. Siente algo más, pero no quiere aceptarlo.
¿Qué ocurre? ¿Qué le pasa?
Así permanecemos durante unos minutos, hasta que yo acerco mi boca a la suya y susurro:
—Te deseo.
Eric sigue con los ojos cerrados. De pronto, parece muy cansado. No entiendo qué
le ocurre.
—Hoy no, pequeña. Un mal movimiento y te puedo hacer daño en el brazo.
—Pero si ahora no me duele… —me quejo.
—Jud…
—Te deseo y quiero hacer el amor contigo, ¿es tanto pedir? Pronto te irás y, por tus palabras, no sé si cuando regreses volveremos a estar juntos.
Mis palabras lo conmueven.
Se lo veo en la cara. Finalmente acerca su boca a mi boca y me da un dulce beso lleno de cariño.
—¿Puedo quedarme contigo esta noche?
Asiento. Quiero que se quede siempre.
Pero sus palabras y en especial su mirada me suenan a despedida e, inexplicablemente, los ojos se me llenan de lágrimas. Eric me las seca, pero no habla. Después se levanta y me tiende la mano. Se la tomo y juntos vamos hasta mi habitación.
Una vez allí se desnuda mientras lo observo.
Eric es grande, fuerte y sensual.
Su porte es soberbio y varonil y eso me humedece no sólo la boca.
En cuanto está desnudo, saca de debajo de mi almohada mi pijama del Demonio de Tasmania, se sienta en la cama y yo me acerco a él. Dejo que me desnude. Lo hace lentamente y con mimo, sin apartar sus ojos de los míos. Cuando me tiene desnuda, se levanta y me abraza. Me abraza y me aprieta con delicadeza contra él y siento que, a pesar de todo lo grande que es, se refugia en mí.
Estamos desnudos. Piel con piel. Latido con latido.
Agacha su cabeza en busca de mi boca. Se la doy. Se la ofrezco. Soy suya sin que me lo pida.
Sus labios se posan sobre los míos con una exquisitez y una delicadeza que me pone toda la carne de gallina y después hace eso que tanto me gusta. Me pasa su lengua por el labio superior y después por el inferior, y cuando espero el ataque a mi boca hace algo que me sorprende. Me coge con las dos manos la cabeza y me besa con sutileza.
Su húmeda lengua pasea con deleite por el interior de mi boca y yo le dejo hacer mientras siento entre mis piernas mi humedad y su erección. Cuando su dulce y pausado beso me ha robado el aliento, se separa de mí y se sienta de nuevo en la cama. No deja de mirarme y, atraída como un imán, me siento a horcajadas sobre él.
—Pequeña… —me dice con su voz ronca—. Cuidado con tu brazo.
Asiento hipnotizada, mientras noto las yemas de sus dedos subir por mi columna y dibujar circulitos sobre mi piel. Cierro los ojos y disfruto del contacto y la finura de sus dibujos. Cuando los abro, su boca busca la mía y me besa con dulzura mientras me aprieta contra él. Tranquilos y pausados, permanecemos durante más de diez minutos prodigándonos mil caricias, hasta que mi impaciencia hace que me levante sobre sus piernas y yo misma introduzca su duro y excitado pene en mi interior.
Mi carne se abre para recibirlo y jadeo al sentir su invasión. Eric cierra los ojos con fuerza y siento que se contrae para mantener su autocontrol. Lentamente muevo mis caderas de adelante hacia atrás en busca de nuestro placer. Espero un azote, un fuerte empellón que me traspase, pero no. Eric sólo me mira y se deja llevar como una ola en calma por mis movimientos.
—¿Qué te ocurre? —susurro, inquieta—. ¿Qué te pasa?
—Estoy cansado, cariño.
Su erótica voz al llamarme cariño, sus palabras y la suavidad de sus dedos al pasar por mi cuerpo me avivan.
¡Ahora lo entiendo!
Intenta hacer lo que le acabo de pedir. Me hace el amor. Nada de azotes. Nada de fuertes penetraciones. Nada de exigencias. Pero en ese momento, hundida dentro de él, yo no quiero eso. Yo quiero acceder a sus caprichos, a sus reclamaciones. Quiero que su placer sea mi placer. Quiero… quiero… quiero.
Conmovida por el control que veo en su mirada, me dejo llevar por mi placer, decido aprovechar lo que hace por mí y hacerlo cambiar de idea para que me posea como yo deseo que lo haga. Acerco su boca a mis pechos. Eric los acepta y los lame con docilidad, con mimo. El calor se apodera de mí, mientras siento que él ha dejado en mis manos el momento. Me muevo en círculos en busca de mi propio placer y lo consigo. Jadeo. Me aprieto contra él. Chillo y vuelvo a jadear. Su cuerpo tiembla mientras el mío vibra enloquecido porque su lado rudo y salvaje tome los mandos de la situación y me penetre con avidez.
¡Lo necesito!
¡Lo anhelo!
Quiero que mis demandas sean las suyas, pero Eric se niega. No quiere entrar en mi juego y, finalmente, cuando el calor inunda mi atizado deseo, apoyo mis brazos en sus muslos y soy yo la que me muevo con brusquedad. Busco mi placer, me muero por encontrarlo. Cuando el orgasmo me llega, grito y me arqueo sobre él y, entonces, sólo entonces, Eric me agarra de la cintura. Siento la tensión de sus manos, cómo me aprieta una sola vez hacia él y luego se deja llevar en silencio.
Permanezco abrazada a él unos minutos.
No entiendo por qué se ha comportado así.
—Jud… a esto me refiero. Para que yo disfrute en el sexo, necesito mucho más.
Me niego a mirarlo.
Me niego a dejar de abrazarlo.
No quiero que esto acabe y, menos aún, perderlo.

Pero, finalmente, Eric se levanta de la cama y me arrastra con él. Coge un pañuelo de papel de mi mesilla y me limpia. Después se limpia él. Sin hablar, coge el pijama del Demonio de Tasmania. Me pone el culotte y después la camiseta de tirantes. Él se pone los calzoncillos. Apaga la luz y me obliga a tumbarme junto a él. Esta vez me da la vuelta y me agarra por detrás. Teme hacerme daño en el brazo. No hablamos. No decimos nada. Sólo intentamos descansar mientras los dos oímos el sonido de nuestras respiraciones en nuestra despedida. 

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