Me despierto sobresaltada.
Miro el reloj. Las cuatro y treinta y ocho.
Estoy sola en la cama. ¿Dónde está Eric?
Me asusto. No quiero que se haya ido. Me levanto con rapidez.
Cuando llego al salón veo que se echa unas gotas en los ojos, se mete algo en
la boca y da un trago del vaso de agua. Después se sienta, se pone los cascos
de mi iPod para escuchar música y cierra los ojos. Lo observo durante unos
minutos y sonrío. ¡Está escuchando música!
Al oírme, abre los ojos y se levanta.
—¿Estás bien?
Mientras me trago las lágrimas de felicidad por ver que aún está
allí, me toco el brazo y respondo:
—Sí. Es sólo que, al no verte, creí que te habías marchado.
Eric sonríe.
—Duermo poco. Ya te lo dije.
—Oye… He visto que te tomabas algo, ¿qué era?
—Una aspirina. Me duele la cabeza —responde con una encantadora
sonrisa.
Convencida con su respuesta, me dirijo a la cocina. Necesito beber
agua.
Cuando abro el frigorífico, veo las trufas y se me antoja comerme
alguna. Bebo agua, pongo un par de trufas en un plato y regreso al salón. Eric,
que está sentado en el sillón, sonríe al verme.
—Golosa.
Divertida, le devuelvo la sonrisa y me doy cuenta de que su gesto
es cansado. Normal, no duerme. Me siento a su lado.
—Me encanta esta canción.
Le quito uno de los cascos, me lo pongo en mi oreja y oigo la voz
de Malú.
—A mí también. La letra me recuerda a nosotros.
Él asiente. Yo cojo una de las trufas con la mano y comienzo a
mordisquearla.
Sonríe.
¡Dios! ¡Me encanta verlo sonreír!
—¿Puedo probar la trufa?
—Claro.
Y, cuando veo que va a darle un mordisco a la trufa que tengo en
mis manos, la acerco a mi boca, la restriego en mis labios y murmuro:
—Ya puedes probar.
Vuelve a sonreír. Se le ilumina la mirada y obedece sin rechistar.
Sus labios toman los míos y, con una calma y placidez que me pone a mil, los
chupa, los lame y lo finaliza con un dulce beso.
—Exquisita… la trufa también.
Cuando dice eso, suelto el resto de la trufa en el platito que he
dejado encima de la mesa y me levanto. Me quito el pijama y, sólo con las
bragas puestas, me siento a horcajadas sobre él.
Hasta el momento tenía tres adicciones. La Coca-Cola, las fresas y
el chocolate. Pero ahora le sumo una más fuerte y poderosa llamada Eric. Lo
deseo… Lo deseo y lo deseo. Da igual la hora, el momento o el lugar… lo deseo.
Sorprendido por aquello, se quita los cascos.
—¿Qué haces, Jud?
—¿Tú qué crees?
—Me duele la cabeza, nena…
Como respuesta, lo beso. Un beso caliente, cargado de erotismo y
lleno de anhelos.
—Jud…
—Te deseo.
—Jud, ahora no…
—Eric, ahora sí. Te deseo con exigencias. Con demanda. Con
pretensión. Quiero que me folles. Quiero que disfrutes de mí. Quiero todo lo
que tú desees y lo quiero ahora.
Se acomoda en el sillón y, con cuidado, me rodea con sus brazos la
cintura. Lo miro y veo que no esperaba mis exigencias y que lo vuelven loco.
Mis caderas toman vida propia y se mueven sobre él. Su respuesta es inmediata.
Noto cómo crece su duro pene y eso me activa más.
Una de sus manos abandona mi cintura para subir por mi espalda
hasta llegar a mi pelo. Lo agarra y tira de él. Sí… ¡ése es Eric!
Mi cuello queda totalmente expuesto ante su boca y lo chupa. Lo
lame con ansiedad, con capricho y me hace suspirar de placer.
Su otra mano abandona mi cintura y llega hasta mis pechos, que
quedan ante él. Su boca carnosa se dirige hacia ellos. Los chupa. Los devora.
Me mordisquea los pezones y los endurece. Me aviva.
Me suelta el pelo y puedo volver a mirarlo a la cara. Sus manos
están a cada lado de mis pechos y, con reclamación, los junta y los aprieta
para meterse los dos pezones en la boca.
—Me vuelves loco…
—Tú a mí más, aunque a veces eres un gilipollas.
Sonríe. Me pego a él.
—Jud… tu brazo. Cuidado. Vas a hacerte daño.
Su preocupación por mí me chifla. Cuando va a tomar las riendas de
la situación, le sujeto las manos y susurro cerca de su boca:
—No… Eric… tu castigo por no haber cooperado conmigo hace unas
horas en mi cama, será que yo mando.
—¿Mi castigo?
—Sí. Creo que voy a tener que empezar a castigarte como tú a mí.
—Ni lo sueñes, pequeña.
Su mirada cargada de erotismo consigue enajenarme.
Durante unos segundos, se resiste a dejar que sea yo quien lleve
la batuta, quien lo posea, pero al final noto que sus manos regresan a mis
piernas y, mientras las pasea por ellas, murmura:
—De acuerdo… pero sólo por hoy.
Decido jugar a su juego y me dejo llevar por el morbo. Cojo sus
manos y las retiro de mis muslos mientras le ordeno.
—Prohibido tocar.
Gesticula. Quiere protestar y frunzo el ceño.
Cuando veo que se queda quieto, me agarro los pechos y los acerco
a su boca. Se los ofrezco. Lo obligo a que primero me chupe uno y después el
otro y, cuando mis pezones vuelven a estar tiesos, se los retiro de la boca y
sonrío. Eric gruñe.
—Dame tu mano —le pido.
Me la entrega y la paseo por mi
pierna hasta llegar a la cara interna de mis muslos. Le dejo tocarme y pronto
introduce un dedo bajo mis bragas. Dejo que se encapriche más de mí y, cuando
se anima, lo obligo a que saque el dedo y se lo llevo a su propia boca.
—Resbaladiza y húmeda, como a ti te gusta.
Intenta cogerme de nuevo por la cintura y le doy un manotazo.
—Prohibido tocar, señor Zimmerman.
—Señorita Flores… modere sus órdenes.
Sonrío, pero él no. Eso me gusta.
Subo mi mano izquierda hasta su cuello, la meto entre el sillón y
él y le agarro del pelo con cuidado. No quiero que le duela más la cabeza. Su
cuello queda expuesto totalmente ante mí, mientras siento el latido de su corazón
entre mis piernas.
—Señor Zimmerman, no olvide que ahora mando yo.
Saco mi lengua y le chupo el cuello. Me deleito con su sabor y
finalmente acabo en su boca. Adoro su boca. Le devoro los labios y oigo un
gemido gutural salir de su interior.
—Me encantan tus ojos —murmuro—. Son preciosos.
—Yo los odio.
Me hace gracia su comentario. Eric tiene unos maravillosos ojos
azules que estoy segura que causan furor allá por donde vaya. Cada segundo que
pasa me siento más alterada, acerco mis pechos de nuevo a su boca y, cuando él
me los va a chupar, se los retiro. Sin dejar de mirarlo a los ojos, me escurro
entre sus piernas y, con cuidado de no darme en el brazo, meto mi mano bajo sus
calzoncillos, agarro su caliente pene y sus duros testículos y saco todo ello
al exterior.
¡Oh, Dios! Es impresionante.
El poderoso latido de aquel grueso glande hinchado hace que la
vagina me tiemble de impaciencia. Y cuando acerco mi boca hasta su rosado
capullo y me lo introduzco, lo siento temblar a él. Mi lengua, deseosa, pasea
por su pene y le reparto cientos de dulces besos cargados de erotismo y
perversión. Juego mimosa hasta que sus jadeos por lo que le hago me hacen
mirarlo y veo que tiene la cabeza recostada en el sofá y los ojos cerrados. Su
mandíbula está tensa y tiembla de gozo. ¡Oh, sí… sí! De pronto, noto sus manos
en mi cabeza y digo para que me escuche:
—Imagina que estamos en el club de intercambio y alguien nos mira
y se muere porque tú le permitas tocarme, mientras me haces el amor con la boca
delante de él. ¿Te gusta?
—Sssí… —consigue decir mientras enreda sus dedos entre mi pelo.
Noto sus caderas moverse y su pene se acomoda aún más en mi boca.
Eso me da fuerzas para continuar mientras siento cómo todo él se contrae de
placer. Con delicadeza, mordisqueo alrededor de su capullo y me paro en una
finita tela. Mi lengua se desliza por ella consiguiendo que Eric se mueva y
resople y más cuando finalmente la agarro con mis labios y tiro de ella.
Como si de un helado se tratara, lo chupo, lo degusto. Recuerdo la
trufa que hay sobre la mesa y sonrío. Cojo un poco con mi dedo, lo unto en su
pene mientras me recreo y murmuro que otro día será él quien unte esa trufa en
mi clítoris para que otros me chupen. Eric jadea, muerto de placer.
Con mi otra mano libre le agarro los testículos y se los toco.
Eric tiene un espasmo, después otro y sonrío al oírlo resoplar.
Anhelante de su pene, regreso a él. Lo meto con mimo en mi boca,
pero ya está tan enorme e hinchado que no cabe, por lo que decido subir y bajar
mi lengua por él mientras el
sabor a trufa me hace disfrutar
más y más. Le enloquece lo que hago, lo que le digo, así que lo repito una y
otra vez hasta que sus jadeos son más continuos y fuertes. Sus caderas me
acompañan, sus dedos en mi pelo se tensan y me embiste en la boca.
La sensación me embriaga. Estoy poseyéndolo con mi boca y me gusta
tenerlo entre mis manos y bajo mi merced. Pongo una de mis manos sobre sus
marcados abdominales y le clavo las uñas. Eso lo hace jadear más mientras sus
caderas no paran de moverse. Agarro su glande endurecido con mis manos y
comienzo a masturbarlo con embestidas potentes, como a él le gustan, mientras
fantaseo sobre lo que otro hombre me estaría haciendo a mí.
El cuerpo de Eric se contrae una y otra vez, pero se niega a dejarse
llevar.
—Súbete en mí, Jud… Por favor, hazlo.
Su voz implorante y mi deseo por él me llevan a obedecerlo.
Me siento a horcajadas sobre él y entonces me penetra. Estoy
mojada y resbaladiza. Se encaja totalmente en mí y los dos gritamos.
—¡Dios, nena, con lo que dices me vuelves loco!
Mimosa y dispuesta a todo, lo miro.
—Eso quiero… Jugar contigo a todo lo que quieras porque tu placer
es el mío y yo deseo probarlo todo contigo.
—Jud… —jadea.
—Todo… Eric… todo.
Noto cómo se abre paso en mi interior. Enloquecida, me sujeto a
sus hombros mientras él me agarra con posesión del culo y con su demanda me
hace subir y bajar para encajarse en mí una y otra vez mientras me mira y me
come por el deseo.
Su glande duro y caliente, entra y sale de mí con desesperación,
mientras mi vagina se contrae y lo succiona. Muevo las caderas frenéticamente y
tiemblo mientras Eric, con movimientos devastadores y duros, continúa
llevándome hasta el clímax.
Mis pechos saltan ante él y, cuando su boca me agarra un pezón y
me lo muerde al tiempo que me penetra, un orgasmo devastador toma mi cuerpo.
Mientras, él me colma de largas embestidas hasta que no puedo más y lo oigo
sisear mi nombre entre jadeos y contracciones. Cuando todo acaba y quedo sobre
él extasiada y húmeda, me doy cuenta de una gran verdad. Estoy total y
completamente sometida y enamorada de él.
24
Después de un maravilloso sábado juntos, el domingo de madrugada
me despierto sobre las seis de la mañana y oigo unos extraños ruidos en el
baño. Me levanto y me sorprendo al ver a Eric vomitando. Al verme aparecer, me
pide enfadado que salga y que espere fuera. Le hago caso y cuando sale, con
gesto dolorido, se sienta en el sillón y cierra los ojos.
—¿Qué te ocurre?
—Algo me debió de sentar mal anoche.
—¿Quieres una manzanilla para que te asiente el estómago?
Eric, con los ojos cerrados, niega con la cabeza y murmura:
—Por favor… apaga la luz y vete a dormir.
—Pero…
—Jud —susurra, enfadado.
—Pero qué gruñón eres, ¡por Dios! —insisto.
—Vale… soy un gruñón. Ahora, por favor, haz lo que te pido.
Sin decir nada más desaparezco y me tumbo en la cama. No quiero
darle muchas vueltas a lo ocurrido. Intento entender que, si está mal, lo que
menos le apetece es tenerme a mí al lado haciéndole preguntas. Me duermo y me
despierto sobre las diez. Nada más abrir los ojos, veo a Eric a mi lado. Sonríe
y su apariencia es buena.
—Buenos días.
—Buenos días… ¿estás mejor?
—Perfecto. Como te dije algo me debió de sentar mal. —Voy a hablar
y dice—: Mira lo que he preparado para ti.
A mis pies hay una bandeja con el desayuno. Y, sobre ella, una
flor de papel. Como una tontorrona, la cojo y sonrío. Él me besa y murmura:
—Déjame un hueco en la cama, luego desayunamos, ¿te parece?
—Sí.
A las doce, tras hacer el amor, lo veo tan bien, tan repuesto, que
le propongo enseñarle el popular Rastro de Madrid. Lo arrastro hasta el metro,
un lugar en el que Eric nunca ha estado.
—En algo soy la primera —le murmuro, haciéndolo reír—. La
primerita que te ha llevado al metro de Madrid.
Cuando nos bajamos en la parada de metro de La Latina, su sorpresa
es mayúscula. Ver tanta cantidad de gente de toda índole lo sorprende.
Se empeña en comprarme unos pendientes de plata que he estado
mirando en un puestecito. Para mi gusto, cuarenta euros es carísimo. Para su
gusto, una baratija. Al final acepto. Pero a cambio, en otro puesto le compro
una camiseta de Madrid con el mensaje «Lo mejor de Madrid… tú». Le hago
quitarse su camisa en medio del rastro y le insto a que se ponga la camiseta
que yo le he comprado. Accede y está guapísimo con ella puesta.
Nos hacemos unas fotos con mi móvil y las guardo como mi mayor
tesoro.
Encantada, paseamos de la mano como una pareja más, hasta que, al
llegar frente a un puesto de lamparitas hippies, quiere comprar dos para
llevárselas a Alemania y acordarse de su visita al rastro. Me hace elegir y yo
elijo dos de color lila claro. Cuando las paga, me confiesa que una es para mí.
Eso me emociona. Cada uno tendrá una en su hogar y, siempre que las miremos,
nos acordaremos del otro.
Tras aquello, caminamos un rato más por el rastro hasta que Eric
se niega en
redondo a seguir. La gente me da
sin querer en el brazo y no quiere que nadie me haga daño. Lo horroriza que
vuelva a sentir dolor. Al final, por no escucharlo, accedo a marcharnos y
cogemos un taxi. Lo llevo a comer al Retiro.
Le propongo un par de restaurantes, pero él prefiere algo más
íntimo.
Al final, compro unos bocadillos de tortilla y nos sentamos en el
mullido césped a comer, mientras reímos y revisamos las bonitas lamparitas.
—Son preciosas, ¡me encantan!
—Sí. Son muy bonitas.
Eric sonríe.
—¿Llevas pintalabios en el bolso?
Al escuchar aquello lo miro y achino los ojos.
—¿A qué clase de pintalabios te refieres? Te recuerdo que estamos
en un parque y no quiero acabar en el calabozo por escándalo público.
La carcajada que suelta me reaviva el alma y él responde a mi risa
dándome un impulsivo beso en la punta de la nariz.
—No me refiero a lo que tú crees, viciosilla, me refiero a un
simple pintalabios, ¿llevas?
Abro mi bolso. Saco un pequeño neceser y, satisfecha, se lo
enseño.
—Píntate los labios —me pide.
Sorprendida, lo comienzo a hacer, pero me detengo a medio pintar.
—¿Para qué es?
—Hazlo.
—No. Primero quiero saber para qué es.
Se encoge de hombros y suspira.
—Quiero que tus labios estén en la pantalla de mi lámpara, junto a
tu nombre.
—¡Vaya! ¡Me encanta la idea! Pero entonces yo quiero lo mismo en
la mía.
—¿Quieres que me pinte los labios?
—Sí —respondo divertida.
—¡Ni hablar!
—Venga, hombre —protesto—. Yo también quiero tus labios en mi
lámpara junto a tu nombre.
Durante unos minutos bromeamos. Nos reímos. Pero al final los dos
nos pintamos los labios y los plantamos en las lámparas. Nos limpiamos el
carmín con un pañuelo de papel y Eric me entrega un bolígrafo. Bajo mis labios
pongo: «Judith», y él bajo los suyos: «Eric».
—Ahora es más bonita —indica, divertido—. Tus labios revalorizan
la lámpara y siempre que los vea en Alemania me acordaré de ti.
Eso me entristece. Regresa a Alemania en su jet privado y se aleja
de mí. Ya lo añoro y todavía no se ha ido.
Cuando acabo el bocata, me tumbo en el césped y él me imita.
—Volverás, ¿verdad? —le pregunto, incapaz de mantenerme callada.
Como siempre, lo piensa antes de contestar.
—Claro que sí, pequeña. Parte de mi empresa está en España.
Respiro aliviada.
—¿Qué es eso tan importante que te hace interrumpir tu viaje?
—sigo preguntando.
No responde. Sólo me mira.
—Es una mujer —gruño—, ¿verdad?
—No.
—¿Entonces?
—Tengo obligaciones que no puedo desatender y he de regresar.
Su contestación es tan cortante que decido callar.
¡Me estoy pasando!
Miro la copa de los árboles. Hace aire y me encanta ver cómo se
mueven. Eso me relaja. Eric pone su cabeza en mi campo de visión y me besa.
—Jud… —comienza a decir, mientras se separa de mí.
—Tranquilo. Me he pasado. Soy una preguntona.
—Jud…
—Que sí… que me he enterado. Que no soy nadie para preguntar.
—Jud, escúchame, por favor.
Su tono de voz hace que lo mire.
—Prométeme que vas a continuar con tu vida tal y como era antes de
que yo irrumpiera en ella.
Voy a contestar, pero él me pone la mano en la boca para
continuar:
—Necesito que me prometas que saldrás con tus amigos y lo pasarás
bien. Incluso que volverás a quedar con el tipo ese con el que te metiste en
los baños de aquel bar y con ese tal Fernando, de Jerez. Quiero que lo que ha
pasado entre nosotros quede como algo que ocurrió y nada más. No quiero que le
des importancia y…
—Vamos a ver. —Quito con brusquedad su mano de mi boca—. ¿A qué
viene ahora esto?
—Viene a colación de lo que hablamos en tu casa.
Al recordar la conversación, me enfurezco.
Me voy a levantar del suelo, pero él se sienta a horcajadas sobre
mí, me sujeta los brazos por encima de mi cabeza y me inmoviliza.
—Necesito que me prometas lo que te he pedido.
—Pero, Eric, yo…
—¡Prométemelo!
No entiendo qué pasa.
No entiendo por qué quiere que le prometa lo que pide. Pero la
determinación en sus ojos me hace decirle:
—Vale, te lo prometo.
Su gesto se relaja, baja hacia mi boca e intenta besarme. Yo
retiro la cara.
—¿Me acaba de hacer la cobra, señorita Flores?
—Sí.
—¿Por qué?
—Sencillamente porque no quiero besarte.
Divertido, curva sus labios.
—¿En este momento para ti soy un gilipollas?
—Pues sí. En toda su extensión, señor Zimmerman.
Eric me suelta y se tumba a mi lado. Los dos miramos las copas de
los árboles y no hablamos. Minutos después siento que me coge de la mano. La
aprieta y yo la acepto.
Una hora después, su móvil suena. Es Tomás. Nos espera a la salida
del Retiro que está enfrente de la Puerta de Alcalá. En silencio, cogidos de la
mano, caminamos por el parque hasta llegar al coche. Tomás, al vernos, nos abre
la puerta y montamos. Una vez en el interior, noto la mirada pensativa de Eric.
Quiero saber qué piensa. Pero no quiero
preguntar. Y cuando llegamos a mi
casa, saca mi lamparita de la bolsa, me la entrega y me da un suave beso en los
labios, mientras me retira el pelo de la cara.
—Siempre que la mire, me acordaré de ti, pequeña —murmura.
Asiento. No puedo hablar. Esto es una despedida.
Si hablo, lloro y no quiero que me vea llorar. Finalmente, sonrío,
él cierra la puerta y se va. }
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