A la mañana siguiente, cuando llego a la oficina, la primera
persona que me encuentro al entrar en la cafetería es el señor Zimmerman. Noto
que levanta la vista y me mira, pero yo me hago la sueca. No me apetece
saludarlo.
Ahora ya sé quién es y siempre he pensado que los jefazos cuanto
más lejos, mejor. Lagarto, lagarto… Pero la verdad es que este hombre me pone
nerviosa. Desde su posición y escondido tras el periódico, intuyo que me está
observando, que me está estudiando. Levanto los ojos y ¡zas! Tengo razón. Me
bebo rápidamente el café y me voy. Tengo que trabajar.
Durante el día vuelvo a coincidir con él en varios sitios. Pero
cuando toma posesión del antiguo despacho de su padre, que está frente al mío y
conectado por el archivo al de mi jefa, ¡me quiero morir! En ningún momento se
dirige a mí, pero puedo sentir su mirada vaya por donde vaya. Intento
esconderme tras la pantalla del ordenador, pero es imposible. Él siempre
encuentra la manera de cruzar su mirada con la mía.
Cuando salgo de la oficina, me voy directa al gimnasio. Una clase
de spinning y un rato en el jacuzzi tras terminarla me quitan todo el estrés
acumulado y llego a mi casa como una malva, lista para dormir.
Los siguientes días, más de lo mismo. El señor Zimmerman, ese
guapo jefazo con el que he comenzado a soñar y al que toda la oficina venera y
lame el culo, aparece por todos los lados por donde me muevo, y eso hace que me
ponga nerviosa.
Es serio, borde y apenas sonríe. Pero noto que me busca con la
mirada y eso me desconcierta.
Los días van pasando y, finalmente, una mañana cruzo un par de
sonrisitas con él. Pero ¿qué estoy haciendo? Ese día ya no cierra la puerta de
su despacho y su ángulo de visión es aún mejor. Me tiene totalmente controlada.
¡Qué agobio por Dios!
Por si fuera poco, cada día que coincido con él en la cafetería me
observa… me observa… y me observa. Aunque, cuando me ve aparecer con Miguel o
los chicos, se va rápidamente. ¡Qué descanso!
Hoy estoy liadísima con cientos de papeles que la tiquismiquis de
mi jefa me ha pedido. Como siempre, parece no recordar que Miguel, aunque sea
el secretario del señor Zimmerman, es quien debe ocuparse del cincuenta por
ciento del papeleo que gestionamos.
A la hora de comer aparece el objeto de mis sueños húmedos en el
despacho y, tras clavar su insistente mirada sobre mí, entra en el despacho de
mi jefa sin llamar para salir dos segundos después los dos juntos e irse a
comer.
Cuando me quedo sola, me siento por fin aliviada. No sé qué me
pasa con ese hombre, pero su presencia me acalora y me hace hervir la sangre.
Tras recoger un poco mi mesa decido hacer lo mismo que ellos y me voy a comer.
Pero es tal el agobio de papeles que sé que me espera que, en vez de utilizar
mis dos horitas para ello, salgo sólo una hora y regreso en seguida.
Al llegar, meto mi bolso en mi cajonera, cojo mi iPod y me pongo
mis auriculares. Si algo me gusta en esta vida es la música. Mi madre nos
enseñó a mi padre, a mi hermana y a mí que la música es lo único que amansa a
las fieras y reduce los males. Ése, entre otros muchos, es uno de sus legados y
quizá por eso adoro la música y me paso el día tarareando canciones. Nada más
encender el iPod comienzo a cantar mientras me lío con el papeleo. ¡Mi vida se
reduce al papeleo!
Entro en el despacho de la tiquismiquis
de mi jefa cargada con carpetas y abro una especie de vestidor que utilizamos
como archivo. Ese vestidor comunica con el despacho del señor Zimmerman, pero,
como sé que no está, me relajo y comienzo a archivar mientras canturreo:
Te regalo mi amor, te regalo mi vida,
a pesar del dolor, eres tú quien me inspira.
No somos perfectos, somos polos opuestos.
Te amo con fuerza, te odio a momentos.
Te regalo mi amor, te regalo mi vida,
te regalaré el Sol siempre que me lo pidas.
No somos perfectos, sólo polos opuestos.
Mientras que sea junto a ti, siempre lo intentaría
¿Qué no daría…?
—Señorita Flores, canta usted fatal.
Esa voz. Ese acento.
La carpeta que tengo en las manos se me cae al suelo por el susto.
Me agacho a cogerla y, ¡zas!, coscorrón que me meto con él. Con el señor
Zimmerman. ¡Con la angustia instalada en mi cara por la cantidad de meteduras
de pata que estoy cometiendo con ese supermegajefazo alemán…! Lo miro y me
quito los auriculares.
—Lo siento, señor Zimmerman —murmuro.
—No pasa nada. —Toca mi frente y pregunta con familiaridad—. ¿Tú
estás bien?
Como un muñequito de esos que hay en las partes traseras de
algunos coches, asiento con la cabeza. Otra vez me ha vuelto a preguntar si
estoy bien ¡Qué mono! Sin poder evitarlo, mis ojos y todo mi ser le hacen un
escaneo en profundidad: alto, pelo castaño con mechas rubias, treinta y pocos
años, fibroso, ojos azules, voz profunda y sensual… Vamos, un pibonazo en toda
regla.
—Siento haberte asustado —añade—. No era mi intención.
Vuelvo a mover mi cabeza como un muñeco. ¡Seré boba! Me levanto
del suelo con la carpeta en mis manos y pregunto:
—¿Ha venido con usted la señora Sánchez?
—Sí.
Sorprendida, porque no la he oído entrar en su despacho, comienzo
a intentar salir del archivo, cuando el alemán me agarra del brazo.
—¿Qué cantabas?
Aquella pregunta me pilla tan de sorpresa que estoy a punto de
soltarle: «¿Y a ti qué te importa?». Pero, afortunadamente, contengo mi
impulsividad.
—Una canción.
Sonríe. ¡Dios! ¡Qué sonrisa!
—Lo sé… La letra me gustó. ¿Qué canción es?
—Blanco y negro de Malú, señor.
Pero parece que mis palabras le hacen gracia. ¿Se estará riendo de
mí?
—¿Ahora que sabes quién soy me llamas señor?
—Disculpe, señor Zimmerman —aclaro con profesionalidad—. En el
ascensor no lo reconocí. Pero ahora que ya sé quién es, creo que debo tratarlo
como se merece.
Él da un paso hacia mí y yo doy otro hacia atrás. ¿Qué hace?
Él vuelve a dar otro paso y yo, al
intentar hacer lo mismo, me pego contra el archivador. No tengo salida. El
señor Zimmerman, ese tío sexy al que hace unos días metí un chicle de fresa en
la boca, está casi encima de mí y se está agachando para ponerse a mi altura.
—Me gustabas más cuando no sabías quién era —murmura.
—Señor, yo…
—Eric. Mi nombre es Eric.
Confundida y atacada de los nervios por el morbo que ese gigante
me está provocando, trago el nudo de emociones que me cosquillea por todo el
cuerpo.
—Lo siento, señor. Pero no creo que esto sea correcto.
Y, sin pedirme permiso, me quita el bolígrafo que me sujeta el
moño y mi lacio y oscuro pelo cae alrededor de mis hombros. Yo lo miro. Él me
mira también. Y a nuestras miradas le sigue un más que significativo silencio
en el que los dos respiramos con irregularidad.
—¿Se te ha comido la lengua el gato? —me pregunta, rompiendo el
silencio.
—No, señor —respondo al punto del colapso.
—Entonces, ¿dónde has dejado a la chica chispeante del ascensor?
Cuando voy a responder, oigo las voces de mi jefa y Miguel que
entran en el despacho. Zimmerman pega su cuerpo al mío y me ordena callar. Sin
saber muy bien por qué, le hago caso.
—¿Dónde está Judith? —oigo que pregunta mi jefa.
—Casi con seguridad, te diría que en la cafetería. Habrá ido a por
una Coca-Cola. Tardará en regresar —responde Miguel, y cierra la puerta del
despacho de mi jefa.
—¿Seguro?
—Seguro —insiste Miguel—. Vamos, ven aquí y déjame ver qué llevas
hoy bajo la falda.
¡Dios! Esto no puede estar pasando.
El señor Zimmerman no debería ver lo que creo que esos dos están a
punto de hacer. Pienso. Pienso cómo entretenerlo o despistarlo, pero no se me
ocurre nada. Aquel hombre está casi encima de mí, sin quitarme ojo.
—Tranquila, señorita Flores. Dejémoslos que se diviertan —me
susurra.
¡Me quiero morir!
¡¡Qué vergüenza!!
Instantes después no se oye nada a excepción del sonido de las
bocas y las lenguas de esos dos al chocar. Asustada ante aquel incómodo
silencio, miro por la abertura de la puerta del archivo y me tapo la boca al
ver a mi jefa sentada sobre su mesa y a Miguel manoseándola. Mi respiración se
agita y Zimmerman sonríe desde su altura. Me pasa la mano por la cintura y me
acerca más a él.
—¿Excitada? —me pregunta.
Lo miro y no hablo. No pienso contestar esa pregunta. Estoy
avergonzada por lo que estamos presenciando los dos juntos. Pero sus ojos
inquisidores se clavan en mí y él acerca todavía más su boca a la mía.
—¿Te excita más el fútbol que esto? —insiste.
¡Oh, Dios! Me excita él. Él, él y él.
¿Cómo no excitarme con un hombre como ése encima de mí y ante una
situación semejante? ¡A la porra el fútbol! Al final, vuelvo a asentir como un
muñequito. No tengo vergüenza.
Zimmerman, al verme tan alterada,
también mueve su cabeza. Mira por la rendija y me arrastra hasta quedar ambos
delante del hueco de la puerta. Lo que veo me deja sin habla. Mi jefa se
encuentra abierta de piernas sobre la mesa, mientras Miguel pasea su boca con
avidez por la entrepierna de ella. Cierro los ojos. No quiero ver aquello. ¡Qué
vergüenza! Instantes después, el alemán, que continúa agarrándome con fuerza,
vuelve a empujarme contra el archivador y pregunta cerca de mi oreja:
—¿Te asusta lo que ves?
—No… —Él sonríe y yo añado entre cuchicheos—: Pero no me parece
bien que los estemos mirando, señor Zimmerman. Creo que…
—Mirarlos no nos hará daño y, además, es excitante.
—Es mi jefa.
Hace un gesto afirmativo y, mientras pasea su boca por mi oreja,
susurra:
—Daría todo lo que tengo porque fueras tú quien esté sobre la
mesa. Pasearía mi boca por tus muslos, para después meter mi lengua en tu
interior y hacerte mía.
Boquiabierta.
Pasmada.
Alucinada.
Pero ¿qué me ha dicho ese hombre?
Impresionada y altamente excitada, voy a contestarle una fresca
cuando, de repente, todo mi cuerpo reacciona y siento que mi vientre se
deshace. Lo que ese hombre acaba de decir me altera y no lo puedo disimular,
por mucho que sea una grosería por su parte. Entonces, el recorrido de sus
labios se detiene frente a mi boca. Sin dejar de mirarme, saca su húmeda
lengua, la pasa por mi labio superior, después por el inferior y, finalmente,
me da un leve y dulce mordisquito en el labio.
No me muevo. ¡No puedo ni respirar!
Al ver que mi respiración se agita, vuelve a sacar su lengua e,
inconscientemente, abro la boca. Quiero más. Sus pupilas se dilatan. Seguro de
lo que está haciendo, mete su lengua en el interior de mi boca y, con una
pericia que me deja sin sentido, comienza a moverla hasta hacerme perder el
sentido.
Olvidándome de todo, respondo a sus exigencias y en seguida siento
que soy yo la que se aprieta contra su recio pecho en busca de algo más. Me
dejo llevar por mi deseo. Durante unos segundos, nos besamos apasionadamente en
el más absoluto de los silencios mientras escuchamos los placenteros gemidos de
mi jefa. Mi cuerpo tiembla al contacto con su cuerpo. Siento cómo sus manos me
aprietan el trasero y deseo gritar… pero ¡de gusto! Instantes después, saca su
lengua de mi boca y, sin apartar sus azules ojos de mí, pregunta:
—¿Cenas conmigo?
Vuelvo a mover la cabeza, pero esta vez para negarme. No pienso
cenar con él. Es el jefazo, el dueño de la empresa. Pero mi respuesta parece no
agradarle y afirma:
—Sí. Cenas conmigo.
—No.
—¿Te gusta llevarme la contraria?
—No, señor.
—¿Entonces?
—Yo no ceno con jefes.
—Conmigo sí.
Su proximidad es irresistible y el nuevo asalto a mi boca es
arrebatador. Si antes hubo llamaradas, ahora es puro fuego. Ardor… Calor… Y
cuando consigue que toda yo me
convierta en gelatina entre sus
manos, vuelve a sacar su lengua de mi boca y amaga una sonrisa. ¡Me encantan
esos amagos!
Sin habla y perturbada, lo miro. ¿Qué narices estoy haciendo?
Sin moverse un milímetro de su posición, saca una Blackberry negra
y comienza a teclear en ella. Minutos después oigo que llaman a la puerta de mi
jefa, mientras él me pide silencio. Miguel y ella se recomponen rápidamente y
no puedo evitar sorprenderme de su capacidad de reacción. Segundos después,
Miguel abre.
—Disculpe, señora Sánchez —dice un desconocido—. El señor
Zimmerman quiere tomar un café con usted. La espera en la cafetería de la
planta nueve.
A través de la puerta entreabierta y aún con el alemán encima, veo
cómo Miguel se marcha y mi jefa saca un neceser de uno de los cajones de su
mesa. Se repasa los labios rápidamente y, tras colocarse el pelo y la ropa,
sale del despacho. En ese momento, siento que la presión que ejerce ese hombre
sobre mí se relaja y me suelta.
—Escuche, señor Zimmerman…
Pero no me deja hablar. Vuelve a ponerme un dedo en la boca. Me
siento tentada de morderlo, pero me contengo. Y, tras abrir las puertas del
archivo, me mira y me dice:
—De acuerdo. No nos tutearemos. —Camina hacia la puerta y añade
con una seguridad aplastante—: La paso a recoger por su casa a las nueve.
Póngase guapa, señorita Flores.
Y yo, me quedo mirando la puerta como una tonta.
Pero ¿de qué va este tío?
Quiero gritar que no, pero si lo hago, toda la oficina me oiría.
Acalorada y frenética salgo del archivo y, mientras camino hacia mi mesa, suena
mi móvil. Un mensaje. Lo abro y me quedo a cuadros cuando leo: «Soy el jefe y
sé dónde vive. No se le ocurra no estar preparada a las nueve en punto».
4
A las siete y media llego a mi casa. Saludo a mi gato Curro que
acude a recibirme acercándose muy despacio. Una vez dejo el bolso sobre el sofá
color berenjena, me dirijo hacia la cocina, cojo unas gotas, abro la boca de Curro
y le doy su medicación. El pobre ni se inmuta.
Tras darle su ración de mimos, abro la nevera para tomarme una
Coca-Cola. Tengo un vicio con las Coca-Colas… ¡tremendo! Sin pensar en nada
más, miro el montonazo de plancha que tengo esperándome en la silla. Aunque
esto de vivir sola y ser independiente tiene sus cosas buenas, seguro que si
aún estuviera viviendo con mi padre, esa ropa ya estaría planchadita y colgada
en el armario.
Tras acabarme la lata me voy directa a la ducha.
Antes pongo un CD de Guns’n’Roses. Me encanta este grupo. Y Axl,
el cantante, con esos pelos y esa cara tan de guiri, y con su particular
movimiento de caderas. ¡Me vuelve loca! Entro en el baño. Me quito la ropa
mientras tarareo Sweet Child O´Mine:
She´s got a smile that it seems to me,
Reminds me of childhood memories
Where everything was as fresh as the brigh blue sky.
¡Vaya, qué marcha! ¡Qué voz tiene ese hombre! Instantes después,
suspiro al sentir cómo cae el agua caliente por mi piel. Me hace sentir limpia.
Pero, de repente, el señor Zimmerman y su manera de hablarme aparecen en mi
mente y mis manos, resbaladizas por el jabón, bajan por mi cuerpo. Abro las
piernas y me toco. ¡Oh, sí, Zimmerman!
Pensar en su boca, en cómo recorrió mis labios con su lengua me
enciende. Recordar sus ojos y todo él me pone a cien. ¡Calor de nuevo! Mis
manos vuelan sobre mí y una de ellas se para en mi pecho derecho mientras la
desgarradora voz del cantante de Guns’n’Roses continúa su canción. Me toco el
pezón derecho con el pulgar y éste se hincha. ¡Más calor!
Cierro los ojos y pienso que es Zimmerman quien lo toca, quien lo
endurece. No lo conozco. No sé nada de él. Pero sí sé que su cercanía me pone
como una moto. Un jadeo sale de mi boca justo en el momento en que oigo sonar
mi teléfono. Paso de él. No quiero interrumpir este momento. Pero al sexto
pitido abro los ojos, salgo de mi burbuja de placer, cojo la toalla y corro a
mi habitación para cogerlo.
—¿Por qué has tardado tanto en cogerlo?
Es mi hermana. Como siempre tan oportuna y tan preguntona.
—Estaba en la ducha, Raquel. ¿Alguna objeción?
Su risita me hace reír a mí también.
—¿Cómo está Curro?
Me encojo de hombros y suspiro.
—Igual que ayer. Poco más puedo decir.
—Cuchufleta, tienes que estar preparada. Recuerda lo que dijo el
veterinario.
—Lo sé, lo sé.
—¿Te ha llamado Fernando? —me pregunta tras un breve silencio.
—No.
—¿Y lo vas a llamar tú a él?
—No.
Como mi hermana no se contenta con lo que respondo, insiste:
—Judith, ese chico te conviene. Tiene un trabajo estable, es
guapo, amable y…
—Pues líate tú con él.
—¡Judith! —protesta mi hermana.
Fernando es el típico amigo de toda la vida. Ambos somos de Jerez.
Mi padre y su padre viven en esa preciosa localidad y nos conocemos desde
pequeños. En la adolescencia comenzamos un tonteo que continuamos en la
madurez. Él vive en Valencia y yo en Madrid. Es inspector de policía, y nos
vemos en las vacaciones de verano e invierno cuando los dos vamos a Jerez o en
viajecitos relámpago que él hace a Madrid con cualquier excusa para verme.
Es alto, moreno y divertido. Con él te puedes pasar horas riendo,
porque tiene una gracia y un salero que no se pueden aguantar. El problema es
que yo no estoy colgada por él como sé que él lo está por mí. Me gusta. Es mi
rollito de verano y compartimos fluidos cuando viene a verme. Pero nada más. Yo
no quiero nada más, aunque mi hermana, mi padre y todos los amigos de Jerez se
empeñen en emparejarnos una y otra vez.
—Escucha, Judith, no seas tonta y llámalo. Dijo que iría a verte
antes de ir a Jerez y seguro que lo hace.
—¡Dios! ¡Qué pesadita eres, Raquel!
Mi hermana siempre me hace lo mismo: me lleva al límite y, cuando
ve que voy a salir por peteneras, cambia de conversación.
—¿Vienes a casa a cenar?
—No. Tengo una cita.
Oigo que resopla.
—¿Y se puede saber con quién? —pregunta.
—Con un amigo —miento. Con lo puritana que es, si le digo que es
con mi jefe, seguro que le da un patatús—. Y ahora, hermanita, se acabó de
preguntar.
—Vale, tú sabrás lo que haces. Pero sigo pensando que estás
haciendo el tonto con Fernando y, al final, se va a cansar de ti. ¡Ya lo verás!
—¡Raquel!
—Vale, vale, Cuchu, no digo nada más. Por cierto, hoy he vuelto a
recibir flores de Jesús. ¿Qué piensas?
—Joder, Raquel, ¿qué quieres que piense? —respondo molesta—. Pues
que es un detalle bonito.
—Sí. Pero él nunca antes me había regalado dos ramos de flores en
tres semanas seguidas. Aquí ocurre algo. Pasa algo, lo sé. Lo conozco y él no
es tan detallista.
Miro el reloj digital que hay sobre mi mesilla: las ocho y cinco
minutos. Sin embargo, dispuesta a aguantar las paranoias de mi hermana, me
llevo el teléfono al baño, pongo el manos libres y me envuelvo el pelo en una
toalla.
—Vamos a ver, ¿qué ocurre ahora?
Como ya comienza a ser habitual en Raquel, me cuenta su última
movida con su marido. Llevan casados diez años y su vida dejó de ser
emocionante cuanto nació Luz, mi sobrina. Sus continuas crisis matrimoniales
son su tema preferido de conversación, pero a mí me agotan.
—Ya no salimos. Ya no paseamos de la mano. Ya no me invita nunca a
cenar. Y ahora, de pronto, me regala dos ramos de flores. ¿No crees que será
porque se siente culpable por algo?
Mi mente quiere gritar: «¡Sí! Creo
que tu marido te la está dando con queso». Pero mi hermana es una sufridora
nata, así que le respondo rápidamente:
—Pues no. Quizá simplemente vio las flores y se acordó de ti.
¿Dónde está el problema?
Tras media hora de charla con ella, finalmente consigo colgar el
teléfono sin hablarle de mi extraña cita con el señor Zimmerman. Me gustaría
explicárselo, pero mi hermana en seguida me diría: «¿Estás loca? ¿Es tu jefe?».
O bien: «¿Y si es un asesino de mujeres?». Así que mejor me callo. No quiero
pensar que ella pueda tener razón.
A las nueve menos veinte miro histérica mi armario.
No sé qué ponerme.
Quiero estar guapa como él me pidió, pero la verdad es que mi ropa
es básica y funcional. Trajes para el trabajo y vaqueros para salir con los
amigos. Al final, opto por un vestido verde que tiene un bonito escote y se
ajusta a mis curvas y estreno unos sugerentes zapatos de tacón. Mi último
caprichazo.
Vuelvo a mirar el reloj, nerviosa. Las nueve menos diez.
Sin tiempo que perder, enchufo el secador, pongo la cabeza boca
abajo y me seco la melena a toda mecha. Sorprendentemente, el resultado me
gusta. Como no soy de maquillarme mucho, simplemente me hago la raya en el ojo,
me pongo rímel y me pinto los labios. Odio maquillarme demasiado; eso se lo
dejo a mi jefa.
Suena el telefonillo de mi casa. Miro el reloj. Las nueve en
punto. Puntualidad alemana. Lo descuelgo nerviosa y, antes de poder decir ni
mu, oigo una voz que me dice:
—Señorita Flores, la estoy esperando. Baje.
Tras balbucear un tímido «Voy» cuelgo el telefonillo.
Seguidamente, cojo el bolso, le doy un beso en la cabeza a Curro y le
digo hasta luego. Dos minutos después, al salir de mi portal, lo veo apoyado en
un impresionante BMW de color granate. Aunque más impresionante está él con un
traje oscuro. Al verme, Zimmerman se acerca a mí y me da un casto beso en la
mejilla.
—Está usted muy guapa —observa.
Tengo dos opciones: sonreír y darle las gracias o callarme. Opto
por la segunda. Estoy tan nerviosa y desconcertada que, si digo algo, vete a
saber lo que me sale por la boca.
Me abre la puerta trasera del coche y me sorprendo al ver que
tenemos chófer.
Vaya, ¡qué lujazo!
Lo saludo. Me saluda a su vez.
—Tomás, tengo reserva en el Moroccio —le dice Zimmerman nada más
entrar en el coche.
Una vez dicho eso, le da a un botón y un cristal opaco se
interpone entre el conductor y nosotros.
Me mira y yo no sé qué decir. Me sudan las manos y siento que mi
corazón se me va a salir del pecho.
—¿Está bien?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué está tan callada?
Lo miro y me encojo de hombros sin saber qué contestar.
—Nunca he tenido una cita como ésta, señor Zimmerman —consigo
decirle—. Por norma, cuando salgo a cenar con un hombre yo…
Sin dejarme terminar la frase me mira con sus penetrantes ojos
azules.
—¿Sale a cenar con muchos hombres?
Aquella pregunta me sorprende. Pero ¿este tío se cree el único
espécimen macho del mundo? Así que respiro hondo y procuro no soltarle un
borderío de los míos.
—Siempre que me apetece —le aclaro.
Alzo mi barbilla con altanería y, cuando creo que no voy a decir
ni una palabra más, le suelto:
—Lo que no entiendo es qué hago aquí, en su coche, con usted y
dirigiéndome a cenar. Eso es lo que todavía no logro entender.
Él no responde. Sólo me mira… me mira… me mira y me pone histérica
con su mirada.
—¿Va usted a hablar o pretende estar el resto del viaje mirándome?
—Mirarla es muy agradable, señorita Flores.
Maldigo y resoplo. ¿En qué embolado me he metido? Pero como no
puedo callar ni debajo del agua, le pregunto:
—¿A qué se debe esta cena?
—Me agrada su compañía.
—¿Y a cuento de qué viene la preguntita de si salgo con muchos hombres?
—Simple curiosidad.
—¿Curiosidad? —replico rascándome el cuello—. ¿Acaso un hombre
como usted lleva una vida monacal?
—No, señorita.
—Me alegra saberlo, porque yo tampoco.
—No se rasque el cuello, señorita Flores —me susurra, curvando sus
labios—. Los ronchones…
Cansada de tanto formalismo y, más tras lo hablado, protesto. ¡De
perdidos al río!
—Por favor… Llámeme Judith o Jud. Dejemos los formalismos para el
horario de oficina. Vale, usted es mi jefe y yo le debo un respeto por ello,
pero me incomoda cenar con alguien que continuamente se dirige a mí por mi
apellido.
Asiente. Parece que mis palabras le han gustado. Sus labios me
lanzan una sonrisa y su cara se acerca a la mía.
—Me parece perfecto, siempre y cuando usted a mí me llame Eric —susurra—.
Es incómodo y muy impersonal cenar con una mujer que me llama por mi apellido.
Tras dar un nuevo resoplido, acepto y le tiendo la mano.
—De acuerdo, Eric, encantada de conocerte.
Me coge la mano y, sorprendentemente, deposita sobre ella un beso.
—Lo mismo digo, Jud —añade en tono dulzón.
En ese instante, el coche se detiene y Tomás nos abre la puerta
desde el exterior. El señor Zimmerman… digo, Eric baja y me ofrece su mano para
salir. Una vez en la calle, el chófer se monta de nuevo en el BMW y se marcha.
Entonces, Eric me agarra de la cintura y leo un cartel que pone «Moroccio».
Entrar en aquel bonito e iluminado restaurante me pone de mejor
humor. Siempre he querido entrar. Además, estoy famélica; casi no he comido al
mediodía y tengo una hambre atroz. Mientras entramos, observo las mesas del
lugar y, en especial, los platos que sirven los camareros. Madre mía, ¡qué
pinta tiene todo! Al ver a mi acompañante, el maître sonríe y camina hacia
nosotros.
—Acompáñenme —nos dice, tras saludarnos.
Eric me agarra de la mano y yo me dejo hacer. Observo cómo algunas
de las
mujeres lo miran, cosa que hace
que me enorgullezca de ser yo la que va de su mano. Tras cruzar la sala en la
que la gente está cenando, llegamos a un espacio separado por telas doradas de
satén. No puedo evitar sorprenderme, y, cuando el maître abre una de esas
cortinas y nos invita a pasar, casi silbo.
Es una estancia lujosa e iluminada con velas. En un lateral hay un
sillón con aspecto de cómodo y, en el centro, una redonda y bien vestida mesa
para dos. Eric sonríe al ver mi gesto de sorpresa y observo cómo le indica con
la mirada al maître que se retire. Se acerca a mí y, con galantería, retira una
de las sillas para que me siente.
—¿Te gusta? —me pregunta.
—Sí…
En cuanto me acomodo en la silla, él rodea la mesa y toma asiento
frente a mí.
—¿Nunca has cenado aquí?
—He pasado mil veces por la puerta pero nunca he entrado. Sólo con
verlo desde fuera intuyo que sus precios son prohibitivos para una mileurista
como yo.
Al decir aquello, Eric arruga la nariz y extiende su mano sobre la
mesa hasta llegar a la mía. La coge y comienza a dibujar circulitos sobre mi
muñeca.
—Para ti, pocas cosas serán prohibitivas —murmura.
Eso me hace reír.
—Más de las que crees.
—Lo dudo, pequeña. Seguro que tú eres la que se pone límites.
Su mirada, su voz ronca y su manera de llamarme «pequeña» me
cautivan. Me erizan el vello de todo mi cuerpo. Él. El señor Zimmerman, mi
jefe, me fascina a cada segundo que pasa.
Toca un botón verde que hay en un lateral de la mesa y, al cabo de
unos segundos, aparece un camarero con una botella de vino. Mientras le sirve a
él, leo en su etiqueta «Flor de Pingus. Rivera del Duero». ¡Dios, si no me
gusta el vino! Y me muero por una Coca-Cola fría. En cuanto el camarero le
sirve, Eric coge la copa, la mueve, se la acerca a la nariz y le da un pequeño
sorbo.
—Excelente.
El camarero vuelve a servirle y después da la vuelta a la mesa y
me sirve a mí también. Me rasco. Instantes después se va, dejándonos solos.
—Prueba el vino, Jud. Es fantástico.
Cojo la copa, poniendo cara de circunstancias. Pero cuando voy a
llevármela a la boca, siento su mano sobre la mía.
—¿Qué ocurre? —me pregunta.
—Nada.
Zimmerman ladea la cabeza.
—Jud, te conozco poco, pero me estoy percatando de las ronchas que
te están apareciendo en el cuello —me suelta, sorprendiéndome—. Tú misma me lo
confesaste. ¿Qué pasa?
Sin poder evitarlo sonrío. Vaya con el señor Zimmerman, no se le
escapa una.
—¿La verdad?
—Siempre —insiste.
—No me gusta el vino y me muero por una Coca-Cola fresquita.
Boquiabierto y divertido, me mira como si le hubiera dicho que
«Los Teletubbies» es mi serie favorita y que Bob Esponja es mi novio.
—Este vino color rubí oscuro te gustará —murmura con una voz ronca
pero
dulce—. Hazlo por mí y pruébalo.
Si no te agrada, por supuesto, te pediré una Coca-Cola.
Ni que decir tiene que lo pruebo rápidamente.
—¿Y bien? —pregunta sin apartar sus penetrantes ojos de mí.
—Está rico. Mejor de lo que pensaba.
—¿Te pido la Coca-Cola?
Sonrío y niego con la cabeza. Instantes después, la cortina se
vuelve a abrir y aparecen dos camareros con varios platos.
—Me tomé la libertad de decidir la cena para los dos, ¿te parece
bien?
Asiento. No me queda más remedio. Y poco después disfruto de un
exquisito cóctel de gambas, de un fino paté de berenjenas y, posteriormente, de
un delicioso salmón a la naranja mientras charlamos. Eric Zimmerman se ha
convertido de repente en un hombre con un gran sentido del humor y eso me encanta.
Entonces me doy cuenta de que una luz naranja se enciende en el
lateral derecho de la estancia.
—¿Qué es eso?
Eric, sin necesidad de mirar, sabe a lo que me refiero.
—Algo que quizá tras el postre te enseñe.
Eso me hace sonreír y le doy un trago al vino, que, por cierto,
cada vez me sabe mejor.
—¿Por qué tras el postre?
Mi pregunta parece divertirlo. Me recorre con los ojos y se echa
atrás en su silla.
—Porque primero quiero cenar.
No pregunto más y, cuando acabo mi salmón, los camareros entran para
retirar los platos. Segundos después, entra otro camarero y deja ante mí una
porción de tarta de chocolate acompañada por una bola de color rosa.
—Mmm, qué rico —y al ver que a él no le sirven, pregunto—: ¿Tú no
tomas postre?
No me contesta. Se limita a levantarse, coger su silla y sentarse
a mi lado. Me altero. Es tan sexy que es imposible no pensar mil y una lujurias
en ese momento. Coge la cucharita, parte un pedazo de tarta, coge helado y
dice:
—Abre la boca.
Pestañeo sorprendida.
—¿Cómo?
No repite lo dicho. Me enseña la cuchara y yo, automáticamente,
abro la boca. Me tiene extasiada. Mete la cuchara lentamente en mi boca y yo
cierro mis labios sobre ella. Me mira. Yo me excito y sonrío tímidamente. Nada
más tragar esa delicatessen, me dispongo a decir algo, pero él me interrumpe:
—¿Está rico?
Con mi paladar aún dulzón por el chocolate y el helado de fresa,
asiento. Él se acerca.
—¿Puedo probar?
Le digo que sí y mi sorpresa es mayúscula cuando lo que prueba son
mis labios. Mi boca. Posa sus suculentos labios en los míos y los saborea. Como
hizo por la mañana en el archivo, primero saca su lengua, chupa mi labio
superior, luego el inferior, después un mordisquito y, al final, su sensual
lengua me invade y yo cierro los ojos dispuesta a más. Cuando siento su mano
sobre mi rodilla, mi respiración se acelera, pero no me muevo. Quiero más.
Lentamente la sube hasta llegar a la cara interna de mis muslos y los masajea.
Su mano sube hasta mis bragas y
siento sus dedos en ellas. Pero, de repente, se separa de mí y regresa a su
posición en la silla.
Mis mejillas queman. Arden, del mismo modo que ardo toda yo. Aquel
íntimo contacto me ha puesto a cien. ¿Qué me pasa? Un beso y un simple roce de
su mano han conseguido que casi tenga un orgasmo y eso me acelera el pulso.
Eric me observa. Veo el deseo en sus ojos.
—Te desnudaría aquí mismo —murmura.
Jadeo. ¡Dios! ¡Me va a dar algo!
Quiero más y esta vez soy yo la que se lanza a besarlo. Él acepta
mis labios pero, cuando lo voy a agarrar del cuello, me sujeta las manos y se
separa unos milímetros de mí.
—¿Hasta dónde estás dispuesta a llegar? —pregunta, muy cerca de
mis labios.
Esa pregunta me descoloca por completo. ¿A qué se refiere? Pero es
tal el deseo que siento en ese momento por él y quiero ser tan malota que
respondo totalmente hechizada:
—Hasta donde lleguemos.
—¿Seguro?
—Bueno —murmuro acalorada—. El sado no me va.
Eric sonríe. Pasa las manos por debajo de mis piernas y por mi cintura
y me coloca sobre sus piernas. Voy a estallar. ¡Estoy sobre mi jefe! Mete su
nariz en mi cuello y lo oigo aspirar mi aroma. Mi perfume. Aire de Loewe.
Cierro los ojos y cuando los abro veo que me está mirando.
—¿Quieres saber qué significa esa luz naranja?
Dirijo mi mirada hacia la luz, que sigue encendida, y asiento.
Eric mueve su mano y aprieta uno de los botones que hay en el lateral de la
mesa. Las cortinas de raso que están bajo la luz naranja se recogen y aparece
un cristal oscuro. ¿Qué es eso? Eric me observa. Instantes después, el cristal
se aclara y veo con toda nitidez a dos mujeres sobre una mesa practicando sexo
oral.
Alucinada, anonadada e incrédula miro el espectáculo que aquellas
dos desconocidas nos ofrecen cuando, de pronto, Eric pulsa otro botón y los
gemidos de esas dos mujeres resuenan en nuestro reservado. No sé qué hacer. No
sé ni siquiera dónde mirar.
—¿Estás preparada para esto? —me pregunta.
La piel me arde mientras siento sus fuertes dedos cosquillearme la
cintura. Lo miro, confundida.
—¿Por qué vemos algo así?
—Me excita mirar. ¿No te excita a ti?
No contesto. No puedo. Estoy tan bloqueada que no sé ni siquiera
si sigo respirando.
—Todos tenemos nuestra pequeña parte voyeur. El hecho de
mirar algo supuestamente prohibido, morboso o excitante nos encanta, nos
estimula y nos hace querer más.
Vuelvo a dirigir mi vista hacia el cristal mientras las
respiraciones de las dos mujeres retumban por la sala y entonces veo que Eric
aprieta otro botón y las cortinas del lado izquierdo se recogen. Allí había una
luz verde. Segundos después, el cristal se aclara y veo a dos hombres y a una
mujer. Ella está tumbada sobre un diván. Un hombre la penetra y otro le
mordisquea los pechos mientras ella, gustosa, disfruta con el momento.
—Escenas como éstas son dignas de observar —prosigue Eric—. Los
gestos de la mujer mientras permite que disfruten de su cuerpo y su feminidad
son enloquecedores. Observa su deleite… Mmmm… Disfruta con lo que le están
haciendo. Se entrega gustosa a
ellos, ¿no crees?
—No… lo sé.
—Las mujeres sois una continua fuente de morbo para mí. Sois
deliciosas.
Con el pulso a mil, cojo el vaso de vino y me lo bebo del tirón.
Estoy sedienta cuando lo oigo decirme:
—Tranquila. No nos ven. Pero ellos han permitido que se los pueda
observar. La luz naranja permite ver y la luz verde te invita a participar. ¿Te
gustaría hacerlo?
—¿El qué?
—Participar.
—No —balbuceo histérica.
—¿Por qué?
Mi corazón late desbocado y consigo responder:
—Yo… Yo no hago cosas así.
Sus cejas se levantan y pregunta:
—¿Eres virgen?
—¡Noooooooooooo! —respondo con demasiada efusividad—. Pero yo…
—Vale. Entiendo. Tú practicas sexo tradicional, ¿verdad?
Como una tonta asiento y él me coge la barbilla para que mire al
trío que continúa con su ardoroso juego.
—Ellos también practican sexo tradicional —añade—. Sólo que a
veces juegan y experimentan algo diferente. ¿De verdad que no te atrae?
Sin querer retirar mis ojos de ellos, los observo e,
inconscientemente, un gemido sale de mi interior al ver el disfrute de aquella
mujer. Estoy excitada.
—No… yo… —respondo.
—¿Te incomoda hablar de sexo?
Lo miro sorprendida. ¿A qué viene esa pregunta ahora?
—Tus ojos delatan nerviosismo y tu boca deseo —insiste—. No me
puedes negar que lo que ves te excita, y mucho, ¿verdad?
No respondo. Me niego. Y él, controlador de la situación, murmura
cerca de mi oído:
—Lo pasarías bien. Muy bien, Jud. Yo me encargaría de
proporcionarte todo el placer que tú quisieras. Sólo tienes que pedirlo y yo te
lo daré.
Como una boba, asiento. En la vida me hubiera imaginado algo así.
No sé dónde detener mi mirada. Estoy tan excitada que hasta me da vergüenza
admitirlo. El lugar, el momento y el hombre que está junto a mí no me permiten
que siga pensando.
—En estos reservados, quien lo desea degusta una exquisita cena y
algo más. Sólo un selecto grupo de personas podemos acceder a estas
dependencias. Y, si tras la cena deseas jugar, sólo hay que pulsar este botón y
los cristales desaparecerán.
De pronto me pongo histérica. Muy nerviosa. Yo no deseo nada de lo
que él me está diciendo. Intento levantarme, pero Eric me sujeta. No me deja
moverme y, con la respiración más que acelerada, susurro:
—Quiero marcharme de aquí.
—Son sólo las once.
—Da igual… quiero irme.
—¿Por qué, Jud? —Al ver que no contesto, añade—: Creo recordar que
has dicho que estabas dispuesta a todo lo que yo quisiera.
—No me refería a eso. Yo… yo no hago esas cosas.
Sujetándome con más fuerza, me
obliga a mirarlo y, tras clavar sus claros ojos en los míos, murmura cerca de
mi boca:
—Te sorprenderías, si lo probaras.
—Eric, yo no…
—Jud, el sexo es un juego muy divertido. Sólo hay que atreverse a
experimentar.
Niego con la cabeza, presa de los nervios. No quiero experimentar.
Con el sexo normal que conozco, me sobra y me basta. Tras unos segundos que a
mí me parecen eternos, Eric aprieta los botones y los gemidos desaparecen. Unos
instantes después, los cristales se vuelven oscuros y las cortinas caen.
—Gracias —consigo balbucear.
Me levanta de su regazo y me mira con el rostro serio.
—Vamos, Jud. Te llevaré a tu casa.
Media hora después y tras un extraño aunque no incómodo silencio,
sólo roto por su conversación al teléfono con una mujer, llegamos a mi calle.
Se baja conmigo del coche y me acompaña. Su actitud vuelve a ser fría y
distante. Sube conmigo en el ascensor. Cuando llegamos a mi puerta, quiero
invitarlo a pasar, pero me interrumpe:
—Ha sido una cena muy agradable, señorita Flores. Gracias por su
compañía.
Dicho esto, me besa la mano y se va. Yo me quedo excitada a las
once y media de la noche y sin palabras. ¿Vuelvo a ser la señorita Flores?
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Bueno, yo seria igual, eso son su fetiche no mio. Pero al ver como va esto me parece que ella al final se dejara convencer por el. ¬_¬
ResponderEliminarCurro es Viejo y creo que morirá 😔
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