Erika
pasó todo el fin de semana con Mikael Blomkvist. No abandonaron la cama más que
para ir al baño o comer un poco, aunque no sólo hicieron el amor; también
pasaron horas y horas acostados pies contra cabeza hablando del futuro,
sopesando sus consecuencias, sus posibilidades y sus riesgos. El lunes por la
mañana, un día antes de Nochebuena, Erika le dio un beso de despedida —until
the next time— y volvió a casa, con su marido.
Ese
día Mikael lo dedicó, primero, a lavar los platos y a limpiar el apartamento, y
luego a dar un paseo hasta la redacción para recoger las cosas de su despacho.
No tenía ninguna intención de dejar la revista, pero finalmente consiguió
convencer a Erika de que, durante un tiempo, era importante mantener alejado a
Mikael Blomkvist de Millennium. A partir de ahora pensaba trabajar
desde su casa, en Bellmansgatan.
Se
encontraba solo en la redacción. Habían cerrado por Navidad y los empleados ya
se habían largado. Estaba clasificando y metiendo papeles y libros en una caja
de cartón para hacer la mudanza, cuando sonó el teléfono.
—¿Me
podría poner con Mikael Blomkvist? —preguntó una voz desconocida, que sonaba
esperanzada al otro lado de la línea.
—Soy
yo.
—Perdone
que le moleste el día antes de Navidad. Mi nombre es Dirch Frode. —Mikael
apuntó, de manera automática, el nombre y la hora—. Soy abogado y represento a
un cliente que tiene muchas ganas de hablar con usted.
—Bueno,
pues dígale a su cliente que me llame.
—Quiero
decir que desea conocerle en persona.
—De
acuerdo, concierte una cita y luego diríjale aquí, a la oficina. Pero debe
darse prisa porque estoy recogiendo mi mesa.
—A
mi cliente le gustaría mucho que fuera usted quien lo visitara a él. Reside en
Hedestad, a tan sólo tres horas de tren.
Mikael
dejó de ordenar papeles. Los medios de comunicación tienen la capacidad de
atraer a la gente más chiflada, esa que acude con observaciones e ideas de lo
más disparatado. Todas las redacciones del mundo reciben llamadas de ufólogos,
grafólogos, cienciólogos, paranoicos y todo tipo de aficionados a teorías
conspirativas.
En
una ocasión Mikael había asistido en la sede de la Asociación Cultural Obrera a
una conferencia del escritor Karl Alvar Nilsson con motivo del aniversario del
asesinato del primer ministro Olof Palme. La conferencia era completamente
seria y entre el público se encontraban el ex ministro Lennart Bodstrom y otros
viejos amigos de Palme. Pero también se había presentado un número asombrosamente
elevado de investigadores aficionados. Entre ellos, una mujer de unos cuarenta
años que, durante la obligada sesión de preguntas, cogió el micrófono y luego
bajó la voz hasta convertirla en un susurro apenas audible. Eso, ya de por sí,
prometía una intervención interesante, de modo que nadie se sorprendió cuando
la mujer empezó diciendo: «Sé quién asesinó a Olof Palme». Desde el estrado, los
participantes propusieron de forma levemente irónica que si la mujer poseía una
información vital, debía proporcionársela cuanto antes a la comisión
investigadora pertinente. La mujer replicó rápidamente con otro susurro casi
inaudible:
—No
puedo; ¡resulta demasiado peligroso!
Mikael
se preguntaba si Dirch Frode no sería uno más de esos iluminados poseedores de
la verdad que tal vez pensaban revelar el recóndito hospital psiquiátrico en el
que la Säpo, la policía sueca de seguridad, llevaba a cabo experimentos de
control mental.
—No
realizo visitas a domicilio —contestó lacónicamente.
—En
ese caso espero convencerle para que haga una excepción. Mi cliente tiene más
de ochenta años y le resultaría muy fatigoso viajar a Estocolmo. Si usted
insiste, sin duda podríamos pensar en otra cosa, pero la verdad es que sería
preferible que tuviera la amabilidad de...
—¿Quién
es su cliente?
—Una
persona de la que seguramente habrá oído hablar en su trabajo: el señor Henrik
Vanger.
Asombrado,
Mikael se reclinó en la silla. Henrik Vanger, ¡claro que había oído hablar de
él! Industrial y ex director ejecutivo del Grupo Vanger, otrora sinónimo de
serrerías, bosques, minas, acero, industria metalúrgica y textil, producción y
exportación... Henrik Vanger fue en su día uno de los verdaderamente grandes;
gozaba de la reputación de esos honrados patriarcas de la vieja estirpe que se
mantenían firmes contra viento y marea. Junto a personas como Matts Carlgren,
de MoDo, y Hans Werthén, de Electrolux, él era uno de los bastiones de la
industria sueca, uno de los peces gordos de la vieja escuela. La columna
vertebral de la industria de la sociedad del bienestar de Suecia y todo eso.
Sin
embargo, durante los últimos veinticinco años el Grupo Vanger, todavía una
empresa familiar, había sufrido los estragos de los ajustes estructurales, las
crisis bursátiles, la crisis de los tipos de interés, la competencia asiática,
la disminución de la exportación y otras desgracias que, en conjunto, habían
relegado el nombre de Vanger al pelotón de cola. Hoy en día, la empresa estaba
dirigida por Martin Vanger, nombre que Mikael asociaba al de un hombre gordito
de abundante cabellera que, en alguna ocasión, había salido fugazmente por la
tele, pero al que no conocía demasiado bien. Henrik Vanger llevaría seguramente
unos veinte años fuera de la escena pública, y Mikael ni siquiera sabía que
seguía vivo.
—¿Por
qué quiere verme Henrik Vanger? —fue la pregunta lógica que hizo a
continuación.
—Lo
siento. Soy el abogado de Henrik Vanger desde hace muchos años, pero debe ser
él mismo quien se lo explique. Sí puedo adelantarle, no obstante, que desea
hablarle de un posible trabajo.
—¿Un
trabajo? No tengo la menor intención de ponerme al servicio del Grupo Vanger.
¿Necesitan un secretario de prensa?
—No
se trata de ese tipo de empleo. Lo único que puedo decirle es que Henrik Vanger
está sumamente ansioso por verle y tratar con usted un asunto privado.
—No
es usted muy preciso que digamos.
—Le
pido disculpas. Pero ¿existe alguna posibilidad de convencerle para que acuda a
Hedestad? Naturalmente, correremos con todos los gastos y le recompensaremos
razonablemente.
—Me
pilla en mal momento. Estoy muy ocupado... y supongo que habrá leído los
periódicos estos últimos días.
—¿El
asunto Wennerström? —De repente oyó cómo Dirch Frode se reía ahogadamente al
otro lado del teléfono—. Pues sí, una historia no del todo exenta de cierta
gracia. Pero, a decir verdad, ha sido precisamente la atención que ha
despertado el juicio lo que ha hecho que Henrik Vanger se fije en usted.
—¿Ah
sí? ¿Y cuándo querría verme Henrik Vanger? —preguntó Mikael.
—Lo
antes posible. Mañana es Nochebuena; supongo que no querrá usted trabajar. ¿Qué
le parece el día después de Navidad? O cualquier otro día entre Navidad y
Nochevieja...
—Ya
veo que le corre prisa. Lo siento, pero si no me da más pistas sobre la
finalidad de la visita no...
—Puede
estar tranquilo; le aseguro que la invitación es completamente seria. Henrik
Vanger desea hablar con usted y con nadie más. Quiere ofrecerle, si le
interesa, un trabajo como freelance. Yo sólo soy el mensajero. Los
detalles se los tiene que dar él mismo.
—Ésta
es una de las llamadas más absurdas que he recibido en mucho tiempo. Déjeme que
lo piense. ¿Cómo puedo localizarle?
Tras
colgar el teléfono, Mikael se quedó sentado contemplando el desorden de su
mesa. No tenía ni idea de por qué Henrik Vanger quería verle. En realidad, a
Mikael no le entusiasmaba en absoluto viajar a Hedestad, pero el abogado Frode
había conseguido despertar su curiosidad.
Encendió
el ordenador, entró en Google y buscó las empresas Vanger. Aparecieron cientos
de páginas. El Grupo Vanger se hallaba en decadencia, pero seguía saliendo
prácticamente a diario en los medios de comunicación. Guardó una docena de
artículos que hacían diferentes análisis de la empresa y luego buscó, por este
orden, a Dirch Frode, Henrik Vanger y Martin Vanger.
Martin
Vanger figuraba en numerosas páginas en calidad de actual director ejecutivo de
las empresas Vanger. Los resultados de la búsqueda del abogado Dirch Frode eran
escasos y discretos; figuraba como miembro de la junta directiva del club de
golf de Hedestad y se le vinculaba al Rotary. Henrik Vanger aparecía, con una
sola excepción, en textos que ofrecían un panorama histórico de las empresas
del Grupo Vanger. La excepción la conformaba el breve reportaje que, a modo de
felicitación, el periódico local Hedestads-Kuriren le
hizo al viejo magnate en su ochenta cumpleaños. Mikael imprimió los textos que
le parecieron más sustanciosos y elaboró un dossier de
unas cincuenta páginas. Luego terminó de recoger su mesa, cerró las cajas de
cartón y, sin saber a ciencia cierta cuándo regresaría —ni siquiera si iba a
regresar—, se fue a casa.
Lisbeth
Salander pasó la Nochebuena en la residencia Åppelviken de Upplands-Väsby. Como
regalos llevaba eau de toilette de
Dior y una tarta inglesa de hléns. Estaba tomando café mientras observaba a una
mujer de cuarenta y seis años que, torpemente, intentaba deshacer el nudo del
lazo del regalo. Salander albergaba una ternura especial en la mirada, pero
nunca dejaba de sorprenderle que la extraña mujer que tenía enfrente fuera su
madre. Por mucho que lo intentara no podía detectar un mínimo parecido ni en el
físico ni en la personalidad.
Finalmente
la madre desistió de su esfuerzo y se quedó mirando el paquete con aire algo
desamparado. No era uno de sus mejores días. Lisbeth Salander le acercó las
tijeras que habían estado sobre la mesa, completamente visibles, todo el
tiempo, y de repente a la madre se le iluminó la cara como si se despertara en
ese mismo momento.
—Pensarás
que soy tonta.
—No,
mamá. No eres tonta. Pero la vida es injusta.
—¿Has
visto a tu hermana?
—Hace
mucho que no la veo.
—Nunca
me visita.
—Ya
lo sé, mamá. A mí tampoco.
—¿Trabajas?
—Sí,
mamá. Me las arreglo muy bien.
—¿Dónde
vives? Ni siquiera sé dónde vives.
—Vivo
en tu vieja casa de Lundagatan. Llevo allí años. Me traspasaron el contrato de
alquiler.
—A
lo mejor este verano quizá pueda hacerte una visita.
—Claro
que sí. Este verano.
Al
final, la madre consiguió abrir el regalo y olió encantada el perfume.
—Gracias,
Camilla —dijo la madre.
—Lisbeth.
Soy Lisbeth. Camilla es mi hermana.
La
madre se avergonzó. Lisbeth Salander le propuso ir a la sala del televisor.
Mikael
Blomkvist aprovechó la hora del programa televisivo navideño del Pato Donald
para visitar a su hija Pernilla en casa de su ex, Monica, y su nuevo marido,
que vivían en un chalé de Sollentuna. Le llevaba unos regalos a Pernilla;
Monica y él habían acordado comprarle a la niña un iPod, un mp3 no mucho más
grande que una caja de cerillas donde cabía toda la extensísima colección de
discos de Pernilla. Un regalo un poco caro.
El
padre y la hija pasaron una hora juntos en la habitación de ella, en la planta
de arriba. La madre de Pernilla y Mikael se divorciaron cuando la niña sólo
tenía cinco años, de modo que tuvo un nuevo padre a la edad de siete. Mikael
siguió manteniendo el contacto; Pernilla lo visitaba una vez al mes y veraneaba
algunas semanas en la casita de Sandhamn. No es que Monica hubiera intentado
impedir el contacto, o que Pernilla no se encontrara a gusto en compañía de su
padre; muy al contrario, el tiempo que pasaban juntos era para ambos muy
placentero. Simplemente Mikael había dejado que su hija decidiera la frecuencia
con la que deseaba verle, sobre todo desde que Monica se había vuelto a casar.
Durante una época, al inicio de la adolescencia de la niña, el contacto cesó
casi por completo, pero desde hacía dos años Pernilla quería a ver a su padre
más a menudo.
La
hija había seguido el juicio con la firme convicción de que su padre tenía
razón; era inocente, pero no lo podía probar. Ella le habló de un noviete que
tenía en el instituto, en otra clase del mismo curso, y sorprendió a su padre
al confesarle que se había hecho miembro de una iglesia local y que se
consideraba creyente. Mikael se abstuvo de hacer comentario alguno al respecto.
Lo
invitaron a quedarse a cenar, pero se disculpó porque ya había aceptado la
invitación de su hermana para pasar la noche con ella y su familia en la
urbanización yuppie de
Stäket. Por la mañana también había sido invitado a celebrar la Navidad con
Erika y su marido en Saltsjöbaden. Declinó la invitación con la certeza de que
la comprensiva actitud de Greger Beckman hacia los triángulos amorosos tenía un
límite, y no albergaba ningún deseo de averiguar dónde se encontraba ese
límite. Erika objetó que, en realidad, era su marido el que había propuesto
invitarle, y se metió con él por no atreverse a participar en un trío. Mikael
se rio; Erika sabía que él era un heterosexual de lo más simplón y que la
oferta no iba en serio, pero la decisión de no pasar la Nochebuena en compañía
del marido de su amante era inamovible.
Así
que llamó a la puerta de la casa de su hermana Annika Blomkvist —ahora Annika
Giannini—, donde su marido, de origen italiano, dos niños y medio ejército de
familiares del marido estaban a punto de cortar el típico jamón asado navideño.
Durante la cena contestó a diferentes preguntas sobre el juicio y recibió una
serie de consejos bienintencionados, pero completamente inútiles.
Sólo
la hermana de Mikael se abstuvo de comentar la sentencia, a pesar de ser la
única de todos los presentes que sabía de leyes. Annika se había sacado la
carrera de derecho con la gorra. Hizo sus prácticas en el tribunal de primera
instancia y luego trabajó como ayudante del fiscal durante algunos años hasta
que, junto con un par de amigos, abrió su propio bufete en Kungsholmen. Se
especializó en derecho familiar y, sin que Mikael se diera realmente cuenta de
cómo ocurrió, su hermana pequeña empezó a aparecer en periódicos y tertulias de
televisión, en calidad de célebre feminista y defensora de los derechos de la
mujer. A menudo representaba a mujeres amenazadas o perseguidas por maridos y
antiguos novios.
Cuando
Mikael estaba ayudando a su hermana a preparar café, ella le puso una mano
sobre el brazo y quiso saber cómo se encontraba. Le confesó que estaba hecho
mierda.
—La
próxima vez, contrata a un abogado de verdad.
—Este
caso no lo habría ganado ni el mejor abogado del mundo.
—¿Qué
pasó en realidad?
—Ahora
no, hermanita; otro día.
Antes
de volver al salón con la tarta y el café, Annika lo abrazó y le dio un beso en
la mejilla.
Sobre
las siete de la tarde, Mikael se disculpó y preguntó si podía usar el teléfono
de la cocina. Llamó a Dirch Frode; al otro lado de la línea percibió un
murmullo de voces.
—Feliz
Navidad —le dijo Frode—. ¿Se ha decidido?
—No
tengo nada mejor que hacer y ha conseguido despertar mi curiosidad. Iré allí
pasado mañana, si le parece bien.
—Estupendo.
Si supiera la satisfacción que me da escuchar su respuesta... Perdóneme, pero
tengo a mis hijos y nietos en casa y apenas consigo oír nada. ¿Le puedo llamar
mañana para acordar la hora?
Antes de
que terminara la noche Mikael Blomkvist ya se había arrepentido de su decisión,
pero le parecía demasiado complicado volver a llamar para excusarse, así que la
mañana del 26 de diciembre cogió un tren en dirección al norte. Tenía carné de
conducir, pero nunca le había atraído la idea de comprarse un coche.
Frode
estaba en lo cierto: no se trataba de un viaje muy largo. Una vez pasada
Uppsala empezó ese rosario de perlas de pequeñas ciudades industriales que se
extiende a lo largo de la costa de Norrland. Hedestad era una de las más
pequeñas, a poco más de una hora al norte de Gävle.
La
noche anterior había nevado copiosamente. Al apearse del tren el cielo estaba
despejado y el aire era gélido. Mikael advirtió enseguida que no llevaba la
ropa adecuada para protegerse de los rigores del invierno de Norrland. Dirch
Frode, que ya conocía su aspecto, fue a buscarlo amablemente al andén y se
apresuró a conducirlo al cálido interior de un Mercedes. En Hedestad las
máquinas quitanieves funcionaban a pleno rendimiento, y Frode avanzaba con
cuidado entre los montones de nieve acumulados en los márgenes de las calles.
La nieve suponía un contraste exótico con Estocolmo, casi como si estuviera en
otro mundo, y eso que sólo se hallaba a poco más de tres horas de la plaza de
Sergel. Mikael miró de reojo al abogado: una cara de facciones angulosas, con
escaso pelo blanco cortado a cepillo y gruesas gafas sobre una nariz
prominente.
—¿Es
su primera visita a Hedestad? —preguntó Frode.
Mikael
asintió.
—Es
una vieja ciudad industrial con puerto. No es muy grande, sólo tiene
veinticuatro mil habitantes, pero la gente está a gusto aquí. Henrik vive en
Hedeby, justo en la entrada sur de la ciudad.
—¿Y
usted también vive aquí?
—Pues
sí. Nací en Escania, pero empecé a trabajar para Vanger nada más licenciarme,
en 1962. Soy abogado de empresa, y con los años Henrik y yo nos hicimos amigos.
En realidad, estoy retirado; Henrik es mi único cliente. También se ha
jubilado, claro, de modo que apenas requiere ya mis servicios.
—Sólo
cuando se trata de engatusar a periodistas de maltrecha reputación.
—No
se subestime. No es usted el único que ha perdido un asalto contra Hans-Erik
Wennerström.
Mikael
miró de reojo a Frode, sin saber muy bien cómo interpretar lo que éste acababa
de decir.
—Esta
invitación ¿tiene algo que ver con Wennerström? —preguntó.
—No
—contestó Frode—. Henrik Vanger no es precisamente muy amigo de Wennerström,
por decirlo de alguna manera, y ha seguido el juicio con mucho interés, pero
desea verle a usted a causa de un asunto completamente diferente.
—Que
no me quiere comentar.
—Que
a mí no me incumbe comentar. Lo hemos preparado todo para que usted pase la
noche en casa de Henrik Vanger. Si no le apetece quedarse allí, podemos
reservar una habitación en el Stora Hotellet, en la ciudad.
—Bueno,
quizá vuelva a Estocolmo esta misma noche.
A
la entrada de Hedeby todavía no habían pasado las máquinas quitanieves, razón
por la cual Frode avanzaba con mucha dificultad, siguiendo las huellas que
otros coches habían dejado en la carretera. Hedeby estaba constituido por un núcleo
de viejas construcciones de madera, al estilo de los antiguos poblados
industriales del golfo de Botnia. En las inmediaciones, había chalés más
modernos y grandes. El viejo pueblo empezaba en el continente y continuaba, una
vez pasado un puente, en una isla de accidentado relieve. En la parte continental,
al lado del puente, se alzaba una pequeña iglesia blanca de piedra; justo
enfrente un rótulo luminoso de los de antes rezaba «Café de Susanne. Panadería
y pastelería». Frode siguió todo recto unos cien metros y luego giró a la
izquierda para ir a parar a un patio, limpio de nieve, delante de un edificio
de piedra. La casa era demasiado pequeña para llamarla mansión, pero
considerablemente más grande que las edificaciones de alrededor. No había
ninguna duda de que aquello era el dominio del patriarca.
—Esta
es la Casa Vanger —dijo Dirch Frode—. Solía haber mucha vida y movimiento aquí,
pero hoy en día sólo está habitada por Henrik y un ama de llaves, así que hay
cuartos de invitados de sobra.
Bajaron
del coche.
—La
tradición dicta que el que dirija las empresas del Grupo Vanger viva aquí, pero
Martin Vanger quería algo más moderno. Por eso se construyó un chalé en aquella
punta de la isla —dijo Frode, señalando hacia el norte.
Mikael
recorrió los alrededores con la mirada y se preguntó qué loco impulso le habría
llevado a aceptar la invitación del abogado Frode. Estaba decidido a volver a
Estocolmo esa misma noche si era posible. Una escalera de piedra conducía a la
entrada, cuya puerta se abrió justo cuando Mikael alcanzó el último peldaño; en
seguida reconoció a Henrik Vanger.
En
las fotos de Internet salía más joven, pero se le veía sorprendentemente
vigoroso para tener ochenta y dos años, un cuerpo fibroso, cara de pocos
amigos, la piel curtida, y un voluminoso pelo gris peinado hacia atrás que
insinuaba unos genes nada propensos a la calvicie. Vestía pantalones oscuros
bien planchados, camisa blanca y una desgastada chaqueta de punto marrón. Lucía
un fino bigote y unas gafas de elegante montura metálica.
—Soy
Henrik Vanger —saludó—. Gracias por aceptar mi invitación.
—Buenas
tardes. Una invitación que me ha sorprendido.
—Entra;
hace frío. He mandado que te preparen una habitación ¿Quieres asearte un poco?
Cenaremos dentro de un rato. Te presento a Anna Nygren, la mujer que se ocupa
de mí.
Mikael
estrechó la mano de una mujer de baja estatura y de unos sesenta años. Ella le
cogió el abrigo, se lo colgó en un armario y le ofreció unas zapatillas para
protegerse de las corrientes de aire del suelo.
Mikael
le dio las gracias y luego se dirigió a Henrik Vanger:
—No
sé si me quedaré a cenar. Dependerá de qué vaya este juego.
Henrik
Vanger intercambió una mirada con Dirch Frode. Existía entre los dos hombres
una complicidad que Mikael no supo interpretar.
—Creo
que aprovecharé la ocasión para despedirme —dijo Dirch Frode—. Debo regresar y
amansar a mis nietos antes de que me tiren toda la casa abajo.
Acto
seguido le comentó a Mikael:
—Vivo
nada más pasar el puente a la derecha; el tercer chalé que hay a orillas del
mar después de la pastelería. Son cinco minutos a pie. Si me necesita, no tiene
más que llamarme.
Mikael
metió la mano en el bolsillo y encendió una grabadora. «¿Paranoico, yo?» No
tenía ni idea de lo que deseaba Henrik Vanger, pero después de todo ese jaleo
con Wennerström quería una documentación exacta de cada una de las cosas raras
que le pasaran, y esa repentina invitación a Hedestad pertenecía, sin duda, a
esa categoría.
El
viejo industrial se despidió de Dirch Frode dándole unas palmadas en el hombro,
cerró la puerta y centró su interés en Mikael.
—En
ese caso, quizá deba ir al grano. No se trata de ningún juego. Quiero hablar
contigo, pero la conversación requiere su tiempo. Te ruego que me escuches
hasta el final y que no tomes ninguna decisión hasta que haya acabado. Eres
periodista y deseo contratarte para un trabajo de freelance. Anna ha servido el café arriba, en mi
despacho.
Henrik
Vanger empezó a subir las escaleras y Mikael lo siguió. Entraron en un despacho
alargado, de unos cuarenta metros cuadrados aproximadamente, situado en una de
las partes laterales de la casa. Una de las paredes longitudinales estaba
presidida, de arriba abajo, por una librería de unos diez metros de largo, con
una magnífica mezcla de literatura de ficción, biografías, libros de historia,
de comercio e industria, y numerosas carpetas de tamaño DIN-A4. Los libros
estaban colocados sin ningún tipo de orden aparente. Daba la impresión de ser
una librería que se utilizaba, y Mikael sacó la conclusión de que Henrik Vanger
era un gran lector. En la pared de enfrente había una mesa de roble de color
oscuro, dispuesta de modo que el que se sentara allí podía contemplar toda la
habitación. La pared de detrás de la mesa albergaba una numerosa colección de
cuadros con flores prensadas dispuestos en meticulosas filas.
Desde
la fachada lateral, Henrik Vanger tenía vistas al puente y a la iglesia. Junto
a la ventana había un tresillo con una mesita, donde Anna había puesto el
servicio de café, un termo, pastas y bollos.
Henrik
Vanger hizo un gesto a modo de invitación que Mikael fingió no entender; en su
lugar se paseó por la sala con curiosidad y examinó primero la librería y luego
la pared con los cuadros. La mesa de trabajo, sobre la que había una pila de
papeles, estaba perfectamente limpia y ordenada. En uno de los extremos, la
fotografía enmarcada de una chica joven y morena, guapa pero de mirada
traviesa. «Una joven señorita a punto de volverse peligrosa», pensó Mikael.
Parecía una foto de primera comunión; casi había perdido el color y daba la
impresión de llevar allí muchos años. De repente, Mikael advirtió que Henrik
Vanger le estaba observando.
—¿Te
acuerdas de ella, Mikael?
—¿Yo?
—preguntó Mikael, levantando las cejas.
—Sí,
tú la conoces. De hecho, ya has estado antes en esta habitación.
Mikael
miró a su alrededor y negó con la cabeza.
—No,
¿cómo te vas a acordar? Sin embargo, yo conocí a tu padre. Contraté a Kurt
Blomkvist varias veces como instalador y técnico de máquinas durante los años
cincuenta y sesenta. Un hombre inteligente. Intenté convencerlo para que
continuara sus estudios e hiciera ingeniería. Te pasaste todo el verano de 1963
en esta misma casa, cuando cambiamos toda la maquinaria de la fábrica de papel
de Hedestad. Resultaba difícil encontrar una vivienda para tu familia, pero lo
solucionamos dejándoos la casita de madera que está al otro lado del camino.
Puedes verla desde aquí.
Henrik
Vanger se acercó a la mesa y cogió el retrato.
—Es
Harriet Vanger, la nieta de mi hermano Richard. Ella te cuidó muchas veces durante
aquel verano. Tú tenías dos años, a punto de cumplir tres. O quizá ya los
tuvieras; no me acuerdo. Ella tenía doce.
—Perdóname,
pero no guardo ni el más mínimo recuerdo de lo que me estás contando.
Mikael
ni siquiera estaba convencido de que lo que decía Henrik Vanger fuera cierto.
—Lo
entiendo. Pero yo sí me acuerdo de ti. Estabas siempre correteando de aquí para
allá mientras Harriet te perseguía. Yo podía oír tus gritos cada vez que
tropezabas y te caías en algún sitio. Recuerdo que, en una ocasión, te di un
juguete, un tractor amarillo de hojalata con el que yo mismo había jugado de
niño, y que te encantaba. Creo que por el color.
De
repente, Mikael se quedó helado. Efectivamente, había un tractor amarillo.
Cuando se hizo mayor, pasó a decorar una de las estanterías de su habitación.
—¿Te
acuerdas del juguete?
—Sí.
Puede que te interese saber que aquel tractor todavía existe, está en
Estocolmo, en el museo del juguete de Manatorget. Lo doné hace diez años,
cuando estuvieron pidiendo viejos juguetes originales.
—¿De
verdad? —Henrik Vanger soltó una carcajada de satisfacción—. Déjame que te
enseñe...
Se
acercó a la librería y sacó un álbum de fotos de uno de los estantes
inferiores. Mikael advirtió que al viejo le costaba agacharse, por lo que tuvo
que apoyarse en la librería cuando se volvió a incorporar. Mientras hojeaba el
álbum, Henrik Vanger le hizo un gesto a Mikael para que se sentara. Sabía muy
bien lo que estaba buscando, de modo que en un santiamén puso el álbum encima
de la mesita. Señaló con el dedo una fotografía en blanco y negro en la que se
veía la sombra del fotógrafo en la parte inferior. En primer plano, un niño
rubio con pantalones cortos miraba a la cámara fijamente, algo aturdido y con
cierta preocupación.
—Éste
eres tú ese mismo verano. Tus padres están al fondo, sentados en los sillones
del jardín. Tu madre tapa parcialmente a Harriet y el chico que se encuentra a
la izquierda de tu padre es el hermano de Harriet, Martin Vanger, hoy en día
director del Grupo Vanger.
No
tuvo ninguna dificultad en reconocer a sus padres. Su hermana estaba en camino,
así que el embarazo de su madre resultaba evidente. Contempló la fotografía con
sentimientos encontrados mientras Henrik Vanger servía café y le acercaba un
plato con bollos.
—Ya
sé que tu padre falleció. ¿Tu madre vive aún?
—No
—contestó Mikael—. Murió hace tres años.
—Una
mujer simpática. La recuerdo perfectamente.
—Sí,
pero estoy convencido de que no me has hecho venir hasta aquí para hablarme de
viejos recuerdos familiares.
—Tienes
razón. Llevo varios días preparando lo que voy a decirte, pero ahora que, por
fin, te tengo delante, no sé muy bien por dónde empezar. Supongo que has leído
algo sobre mí antes de aceptar la invitación. Si es así, ya sabrás, sin duda,
que en su día ejercí una gran influencia sobre la industria y el mercado de
trabajo del país. Hoy no soy más que un viejo que va a morir dentro de poco;
mira, la muerte tal vez sea un excelente punto de partida para esta
conversación.
Mikael
le dio un sorbo al café —¡de puchero!— mientras se preguntaba dónde
desembocaría la historia.
—Me
duelen las caderas y me cuesta dar largos paseos. Algún día tú mismo también
comprobarás cómo los viejos se van quedando sin fuerzas. Yo no tengo demencia
senil ni estoy obsesionado con la muerte, pero me encuentro ya en esa edad en
la que debo aceptar que mi tiempo se está acabando. Llega una hora en la que
uno quiere hacer balance de su vida y concluir las cosas que están a medio terminar.
¿Entiendes lo que te quiero decir?
Mikael
asintió. La voz de Henrik Vanger era firme y clara; a Mikael ya le había
quedado claro que el anciano hablaba con cordura y no estaba senil.
—Lo
que no acabo de entender es qué pinto yo en todo esto —insistió.
—Te
he pedido que vengas porque quiero que me ayudes con ese balance final. Me
quedan algunas cosas por aclarar.
—¿Por
qué yo? Quiero decir... ¿qué te hace pensar que yo puedo ayudarte?
—Porque
cuando empecé a pensar en contratar a alguien, tu nombre salió en el caso
Wennerström. Sabía quién eras. Y quizá también porque te tuve en mis rodillas
siendo tú un chavalín. —Hizo un gesto de rechazo con la mano—. No, no me
malinterpretes. No cuento con que me ayudes por razones sentimentales. Sólo te
estoy explicando por qué tuve el impulso de contactar precisamente contigo.
Mikael
se rio amablemente.
—Bueno,
me temo que son unas rodillas de las que no me acuerdo muy bien. Pero ¿cómo
sabías que era yo? Eso fue a principios de los años sesenta...
—Perdona,
no lo has entendido. Os mudasteis a Estocolmo cuando tu padre consiguió un
trabajo como jefe de taller de Zarinders Mekaniska, una de las muchas empresas
que formaban parte del Grupo Vanger. Fui yo quien le recomendó para el puesto.
No tenía formación, pero yo sabía que valía mucho. Me encontré con él varias
veces a lo largo de los años, cuando yo iba a Zarinders por algún asunto. Tal
vez no fuéramos íntimos amigos, pero siempre hablábamos. La última vez que le
vi fue un año antes de morir; entonces me contó que te habían aceptado en la
Escuela Superior de Periodismo. Estaba muy orgulloso. Luego, poco después, te
hiciste famoso con lo de aquella banda de atracadores y el apodo Kalle Blomkvist.
Durante todos estos años he seguido tu trayectoria profesional y he leído
muchos de tus artículos. La verdad es que leo Millennium bastante
a menudo.
—Vale,
de acuerdo. Pero ¿qué es exactamente lo que quieres que yo haga?
Henrik
Vanger bajó la mirada durante un breve momento; luego tomó un sorbo de café,
como si necesitara un descanso antes de abordar el verdadero asunto.
—Mikael,
ante todo me gustaría hacer un trato contigo. Quiero que hagas dos cosas. Una
es el pretexto y la otra es el verdadero motivo.
—¿Qué
tipo de trato?
—Te
voy a contar una historia en dos partes. La primera parte versa sobre la
familia Vanger. Es el pretexto. Es una historia larga y oscura, pero intentaré
atenerme a la verdad sin maquillarla. La segunda parte aborda el asunto en sí.
Creo que en ciertos momentos mis palabras te parecerán... una locura. Lo que te
pido es que me prestes atención hasta el final, que escuches lo que quiero que
hagas y lo que te ofrezco a cambio antes de decidir si aceptas el encargo o no.
Mikael
suspiró. Resultaba obvio que Henrik Vanger no tenía ninguna intención de
presentar el tema de manera breve y concisa, y permitirle, así, coger el tren
de la tarde. Mikael tuvo el presentimiento de que si llamaba a Dirch Frode para
pedirle que lo llevara a la estación, seguramente le diría que el coche no
arrancaba a causa del frío.
Sin
duda, el viejo habría dedicado muchas horas a tramar un plan para que mordiera
el anzuelo. A Mikael le dio la impresión de que todo lo que había ocurrido
desde que entró en la habitación seguía un guion elaborado de antemano: la
sorpresa inicial de que había conocido a Henrik Vanger de niño, la foto de sus
padres en el álbum y la insistencia en el hecho de que Henrik Vanger y el padre
de Mikael habían sido amigos, la coba que le estaba dando con eso de que sabía
quién era y que llevaba muchos años siguiendo a distancia su carrera
periodística... probablemente todo eso tuviera una parte de verdad, pero, al
mismo tiempo, se trataba de psicología de lo más elemental. En otras palabras,
Henrik Vanger era un hábil manipulador; contaba con una dilatada experiencia
tratando con gente bastante más dura de pelar, sobre todo en reuniones con
directivos celebradas a puerta cerrada. No se había convertido en uno de los
magnates más poderosos de Suecia por pura casualidad.
Mikael
llegó a la conclusión de que Henrik Vanger quería encargarle algo que
probablemente no tuviera ningún interés en hacer. Lo único que quedaba era
averiguar de qué se trataba y luego declinar la oferta. Y a lo mejor le daría
tiempo a coger el tren de la tarde.
—Sorry,
no deal —contestó Mikael tras mirar el reloj—.
Llevo aquí veinte minutos. Te doy exactamente treinta para que me cuentes lo
que quieres. Luego llamaré a un taxi y me iré a casa.
Por
un instante, Henrik Vanger abandonó su papel de patriarca bondadoso, y Mikael
pudo imaginarse a un industrial sin escrúpulos en sus mejores días, afectado
por algún contratiempo u obligado a tratar con algún directivo joven y rebelde.
Su boca se torció dibujando una agria sonrisa.
—Vale,
de acuerdo.
—Es
muy sencillo; no hace falta dar tantos rodeos. Explícame qué es lo que quieres
y déjame decidir si deseo hacerlo o no.
—¿Me
estás diciendo que si no consigo convencerte en treinta minutos, tampoco seré
capaz de hacerlo en treinta días?
—Más
o menos.
—Ya,
pero es que mi historia es larga y complicada.
—Abrevia
y simplifica. Es lo que hacemos en periodismo. Veintinueve minutos.
Henrik
Vanger levantó una mano.
—Basta
ya. He captado la idea, aunque exagerar nunca es una buena táctica psicológica.
Necesito una persona que pueda investigar y pensar de manera crítica, pero que
también tenga integridad. Creo que tú la tienes... ¡y no te estoy haciendo la
pelota! Un buen periodista debe poseer esas características; leí con gran
interés tu libro La orden del Temple. Es completamente cierto que te elegí
porque conocía a tu padre y porque sé quién eres. Si lo he entendido bien, te
han despedido de la revista después del caso Wennerström, o quizá la hayas dejado
voluntariamente. En cualquier caso, eso significa que, de momento, no tienes
trabajo, y no hace falta ser muy inteligente para comprender que probablemente
te encuentres en una situación económica algo complicada.
—Y
has pensado que podrías aprovecharte de mi precaria situación, ¿verdad?
—Tal
vez sea así. Pero Mikael, ¿puedo seguir llamándote Mikael?, no pienso mentirte
o inventarme excusas; ya no tengo edad para eso. Si no te gusta lo que te voy a
contar, me puedes mandar a freír espárragos. En ese caso me veré obligado a
buscar a otra persona.
—De
acuerdo. ¿En qué consiste el trabajo?
—¿Cuánto
sabes de la familia Vanger?
Mikael
hizo un gesto con los brazos sin saber muy bien qué contestar.
—Bueno,
más o menos lo que he podido leer en Internet desde que me llamó Frode el
lunes. En su época, el Grupo Vanger era uno de los grupos industriales de más
peso de todo el país, pero hoy en día la empresa se ha visto considerablemente
reducida. Martin Vanger es el director ejecutivo. De acuerdo, sé dos o tres
cosas más, pero ¿adónde quieres ir a parar?
—Martin
es... es una buena persona, pero, en el fondo, es un marinero de agua dulce.
Como director ejecutivo de una empresa en crisis no da la talla. Apuesta por la
modernización y la especialización, cosa que me parece bien, pero le cuesta
llevar a buen puerto sus ideas y, lo que es peor, encontrar financiación. Hace
veinticinco años el Grupo Vanger era un serio competidor de las empresas
Wallenberg. Llegamos a tener cuarenta mil empleados en Suecia; generamos empleo
e ingresos para todo el país. En la actualidad la mayoría de esos puestos de
trabajo está en Corea o Brasil. Hoy contamos con unos diez mil empleados y
dentro de uno o dos años, a no ser que Martin levante el vuelo, tal vez bajemos
a cinco mil, distribuidos, fundamentalmente, en pequeñas fábricas. En otras
palabras: las empresas Vanger están a punto de ser enviadas al vertedero de la
historia.
Mikael
asintió con la cabeza; se correspondía más o menos con las conclusiones que
había sacado al leer los textos de Internet.
—Las
empresas Vanger siguen siendo una de las pocas empresas estrictamente
familiares del país, con una treintena de miembros de la familia como socios
minoritarios en distinta medida. Algo que siempre ha sido nuestro fuerte, pero
también nuestra mayor debilidad.
Henrik
Vanger hizo una breve pausa retórica. Luego continuó hablando con una marcada
intensidad en la voz.
—Mikael,
luego podrás hacerme las preguntas que quieras, pero ahora créeme si te digo
que odio a la mayoría de los miembros de la familia Vanger. Mi familia está
compuesta en su mayoría por piratas, avaros, tiranos e incompetentes. Dirigí la
empresa durante treinta y cinco años, y me vi constantemente envuelto en
irreconciliables disputas con los demás miembros de la familia. Ellos eran mis
mayores enemigos, no el Estado ni las empresas competidoras.
Hizo
otra pausa.
—Te
he dicho que me gustaría encargarte dos cosas. Quiero que escribas una historia
o una biografía de la familia Vanger. Para simplificar la llamaremos «mi
autobiografía». No será una lectura muy edificante, sino una historia de odio,
de peleas familiares y una avaricia desmesurada. Pondré a tu disposición todos
mis diarios y archivos. Tendrás acceso libre a mis pensamientos más íntimos y
podrás publicar absolutamente toda la mierda que encuentres, sin restricciones.
Creo que esta historia hará que Shakespeare parezca un simple cuento para
niños.
—¿Por
qué?
—¿Por
qué quiero publicar una escandalosa historia sobre la familia Vanger, o por qué
quiero pedirte a ti que la escribas?
—Las
dos cosas, supongo.
—Sinceramente,
no me importa si el libro se publica o no. Pero la verdad es que sí considero
que la historia debe escribirse, aunque sólo entregaras un único ejemplar a la
Biblioteca Real. Quiero que las futuras generaciones tengan acceso a mi
historia cuando yo muera. Mi motivo es el más simple de todos: la venganza.
—¿De
quién quieres vengarte?
—No
hace falta que me creas, pero he intentado ser honrado, aun siendo capitalista
y líder industrial. Estoy orgulloso del hecho de que mi nombre sea sinónimo de
un hombre que ha mantenido su palabra y cumplido sus promesas. Nunca me he
metido en juegos políticos. Nunca he tenido problemas en negociar con los
sindicatos. Hasta el mismísimo primer ministro Tage Erlander me respetaba en su
época. Para mí se trataba de ética; yo era el responsable del sustento de miles
de personas y me preocupaban mis empleados. Por raro que parezca, Martin tiene
la misma actitud, aunque su personalidad es completamente distinta. También ha
intentado hacer lo correcto. Quizá no lo hayamos conseguido siempre, pero en
general hay pocas cosas de las que me avergüence.
»Desgraciadamente,
me temo que Martin y yo constituimos raras excepciones en nuestra familia
—prosiguió Henrik Vanger—. Las empresas Vanger se hallan actualmente en declive
por muchas razones, pero una de las más importantes es la avaricia y el deseo
de ganar dinero a muy corto plazo de muchos de mis parientes. Si asumes el
encargo, te explicaré exactamente cómo ha actuado mi familia para hundir al
Grupo Vanger.
Mikael
reflexionó un instante.
—Vale.
Yo tampoco te voy a mentir. Escribir un libro así me llevaría meses. No tengo
ni ganas ni energía para hacerlo.
—Creo
que podré convencerte.
—Lo
dudo. Pero has dicho que se trataba de dos cosas. Éste era el pretexto. ¿Cuál
es el verdadero motivo?
Henrik
Vanger se levantó, también esta vez con mucho esfuerzo, y cogió la fotografía
de Harriet Vanger de la mesa de trabajo. La colocó ante Mikael.
—La
razón de ser de la biografía sobre la familia Vanger es que elabores, con ojos
de periodista, un minucioso retrato de cada uno de sus miembros. Así tendrás la
excusa perfecta para hurgar en la historia de la familia. Lo que realmente
deseo que hagas es resolver un enigma. Ésa es tu misión.
—¿Un
enigma?
—Harriet
era la meta de mi hermano Richard. Éramos cinco hermanos. Richard, el mayor,
nació en 1907. Yo, el más joven, nací en 1920. No entiendo cómo pudo Dios crear
a unos hermanos que...
Durante
algunos segundos Henrik Vanger perdió el hilo y pareció ensimismarse en sus
propios pensamientos. Luego se dirigió a Mikael con una nueva determinación en
la voz.
—Déjame
que te hable de mi hermano Richard Vanger. Será una muestra de la crónica
familiar que quiero que redactes.
Se
sirvió café y le ofreció más a Mikael.
—En
1924, a la edad de diecisiete años, Richard era un fanático nacionalista que
odiaba a los judíos y que se unió a la Asociación Nacionalsocialista Sueca para
la Libertad, uno de los primeros grupos nazis del país. ¿No resulta fascinante
que los nazis siempre consigan introducir la palabra «libertad» en su
propaganda?
Henrik
Vanger sacó otro álbum de fotos y lo hojeó hasta encontrar la página que
buscaba.
—Aquí
está Richard en compañía del veterinario Birger Furugård, que no tardó en
convertirse en líder del llamado Movimiento Furugård, el gran movimiento nazi
de principios de los años treinta. Pero Richard no se quedó con él. Sólo un año
después se unió a la OLFS, la Organización de Lucha Fascista de Suecia. Allí
conoció a Per Engdahl y a otros individuos que con los años se convertirían en
la vergüenza política del país.
Pasó
la página del álbum: Richard Vanger en uniforme.
—En
1927 se alistó en el ejército, en contra de la voluntad de nuestro padre, y
durante los años treinta fue de grupo en grupo por los movimientos nazis del
país. Si existía una organización de conspiración enfermiza, puedes estar
seguro de que su nombre se encontraba en la lista de miembros. En 1933 se fundó
el movimiento Lindholm, o sea, el Partido Obrero Nacionalsocialista. ¿Hasta qué
punto estás familiarizado con la historia del nazismo sueco?
—No
soy historiador, pero he leído algún libro sobre el tema.
—En
1939 comenzó la segunda guerra mundial y en 1940 la guerra de Invierno de
Finlandia. Un gran número de activistas del movimiento Lindholm se alistaron
como voluntarios. Richard era uno de ellos; a la sazón, capitán del ejército
sueco. Cayó en el campo de batalla en febrero de 1940, poco antes del tratado
de paz con la Unión Soviética. Se convirtió en mártir del movimiento nazi y se
creó un grupo de lucha que llevaba su nombre. Hoy en día todavía se congregan
unos cuantos chalados en un cementerio de Estocolmo en la fecha del aniversario
de la muerte de Richard Vanger, para rendirle homenaje.
—Entiendo.
—En
1926, a la edad de diecinueve años, salió con una mujer llamada Margareta, hija
de un profesor de Falun. Se conocieron en los círculos políticos y tuvieron una
relación de la que nació un hijo, Gottfried, en 1927. Richard se casó con
Margareta cuando el niño vino al mundo. Durante la primera mitad de los años
treinta, mi hermano dejó a su esposa y a mi sobrino aquí, en Hedestad, mientras
él estaba destinado en el regimiento de Gävle. En su tiempo libre viajaba promocionando
el nazismo. En 1936 tuvo un fuerte enfrentamiento con mi padre, quien, como
consecuencia de ello, le negó todo tipo de ayuda económica. Después tuvo que
arreglárselas él sólito. Se trasladó con su familia a Estocolmo, donde vivía
con bastante austeridad.
—¿No
tenía dinero propio?
—La
herencia estaba bloqueada en las empresas. No podía vender fuera de la familia.
A eso hay que añadir que Richard, en casa, era un violento tirano con pocos
rasgos reconciliadores. Pegaba a su mujer y maltrataba a su hijo. Gottfried
creció como un chico humillado y sometido a sus órdenes. Tenía trece años
cuando Richard cayó en el campo de batalla; creo que fue el día más feliz de su
vida hasta entonces. Mi padre se compadeció de la viuda y el niño y los trajo
aquí, a Hedestad; los alojó en un piso y se aseguró de que Margareta tuviera
una vida digna.
»Si
Richard representa el lado oscuro y fanático de la familia, Gottfried encarna
al perezoso. Cuando el joven tenía dieciocho años, yo me hice cargo de él
porque al fin y al cabo se trataba del hijo de mi hermano muerto, pero debes
recordar que la diferencia de edad entre nosotros no era muy grande. Sólo le
sacaba siete años. Ya en aquella época yo formaba parte de la dirección del
Grupo Vanger y había quedado claro que sucedería a mi padre, mientras que a
Gottfried se le consideraba más bien un extraño en la familia.
Henrik
Vanger reflexionó un instante.
—Mi
padre no sabía muy bien cómo debía comportarse con su nieto y fui yo quien
insistió en que había que hacer algo. Le di trabajo dentro del Grupo. Eso fue
después de la guerra. Intentó hacer bien su trabajo, de eso no me cabe duda,
pero le costaba concentrarse. Era un «viva la Virgen», un donjuán y un
juerguista; gustaba a las mujeres y había períodos en los que bebía demasiado.
Me resulta difícil describir mis sentimientos hacia él... No era un inútil,
pero resultaba cualquier cosa menos fiable, y a menudo me decepcionaba
profundamente. Con los años se convirtió en un alcohólico, y en 1965 falleció
ahogado en un accidente justo al otro lado de la isla de Hedeby, donde tenía
una cabaña que él mismo mandó construir y donde solía acudir para beber.
—Entonces,
¿se trata del padre de Harriet y Martin? —preguntó Mikael, señalando con el
dedo el retrato de la mesa. Muy a su pesar tuvo que reconocer que la historia
del viejo le empezaba a interesar.
—Correcto.
A finales de los años cuarenta, Gottfried conoció a una mujer llamada Isabella
Koenig, una niña alemana que vino a parar a Suecia después de la guerra. Isabella
era realmente guapa; quiero decir que tenía una belleza deslumbrante, como la
de Greta Garbo o Ingrid Bergman. Sin duda los genes que Harriet ha heredado son
más bien de Isabella y no de Gottfried; como puedes ver en la fotografía, ya
era muy guapa con sólo catorce años.
Los
dos contemplaron el retrato.
—Permíteme
continuar. Isabella nació en 1928 y sigue viva. Cuando tenía once años estalló
la guerra; ya te puedes figurar cómo sería la vida de una adolescente en Berlín
mientras los aviones dejaban caer sus bombas. Me imagino que al desembarcar en
Suecia se sintió como si hubiese llegado al paraíso en la Tierra.
Desgraciadamente compartía demasiados de los vicios de Gottfried; derrochaba el
dinero y estaba de juerga constantemente. A veces, ella y Gottfried parecían
más compañeros de borrachera que esposos. Además, viajaba sin parar por Suecia
y el extranjero y, en general, carecía por completo del sentido de la
responsabilidad. Como es lógico, los niños pagaron las consecuencias. Martin
nació en 1948 y Harriet en 1950. Su infancia fue dramática, con una madre que
les abandonaba con frecuencia y un padre que se estaba convirtiendo en un
alcohólico.
»En
1958 intervine. Por aquel entonces Gottfried e Isabella vivían en Hedestad; les
obligué a trasladarse aquí, a Hedeby. Ya estaba harto y decidí intentar romper
el círculo vicioso. Martin y Harriet estaban más o menos abandonados a su
suerte.
Henrik
Vanger miró el reloj.
—Mis
treinta minutos se acaban, pero ya me voy acercando al final de la historia.
¿Me concedes una prórroga?
Mikael
asintió con la cabeza.
—Sigue.
—En
resumen: yo no tenía hijos, un llamativo contraste con los demás hermanos y
miembros de la familia, que parecían obsesionados con la estúpida necesidad de
procrear y perpetuar la saga. Gottfried e Isabella se mudaron aquí, pero el
matrimonio estaba ya en las últimas. Al cabo de un año, Gottfried se trasladó a
su cabaña. Pasaba allí largas temporadas completamente solo y cuando hacía
demasiado frío se iba a vivir con Isabella. Yo me encargué de Martin y Harriet;
de modo que se convirtieron, en muchos sentidos, en los hijos que nunca tuve.
»Martin
era... A decir verdad hubo una época en su juventud durante la cual temí que
siguiera los pasos de su padre. Era débil, introvertido y meditabundo, pero
también podía ser encantador y entusiasta. Tuvo una adolescencia difícil, pero
se enderezó al empezar la universidad. Es... bueno, a pesar de todo es el
director ejecutivo de lo que queda del Grupo Vanger, así que tampoco le ha ido
tan mal.
—¿Y
Harriet? —preguntó Mikael.
—Harriet
se convirtió en la niña de mis ojos. Intenté darle seguridad y que aumentara la
confianza en sí misma, y nos llevábamos muy bien. La veía como mi propia hija y
llegamos a tener una relación más estrecha que la que mantenía con sus propios
padres. ¿Sabes?, Harriet era muy especial; introvertida, como su hermano, y
fascinada por la religión durante su adolescencia, a diferencia de todos los demás
miembros de la familia. Poseía un gran talento y era muy inteligente. No sólo
tenía moral, sino también firmeza de carácter. Al cumplir catorce o quince
años, yo ya estaba completamente convencido de que ella, en comparación con su
hermano y todos los mediocres primos y sobrinos de mi familia, era la persona
destinada a dirigir las empresas Vanger o, por lo menos, a desempeñar en ellas
un importante papel.
—¿Y
qué pasó?
—Ya
hemos llegado a la verdadera razón por la que te quiero contratar. Quiero que
averigües qué miembro de mi familia asesinó a Harriet Vanger y, desde entonces,
se ha dedicado durante casi cuarenta años a intentar volverme loco.
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