Por
primera vez desde que Henrik Vanger iniciara su monólogo, el viejo consiguió
sorprenderle. Mikael tuvo que pedirle que repitiera lo que acababa de decir
para asegurarse de que lo había entendido bien. En los recortes de prensa que
había leído nada parecía insinuar que se hubiese cometido un asesinato en el
seno de la familia Vanger.
—Fue
el 22 de septiembre de 1966. Harriet tenía dieciséis años y acababa de empezar
su segundo año en el instituto. Era sábado y se convirtió en el peor día de mi
vida. He repasado los acontecimientos de aquella jornada tantas veces que creo
que podría dar cuenta minuto a minuto de lo sucedido; de todo menos de lo más
importante.
Con
la mano extendida, realizó un amplio gesto, como si barriera el aire.
—La
mayoría de la familia se encontraba reunida en esta casa. Se trataba de una de
esas detestables cenas anuales en las que los socios del Grupo Vanger se
juntaban para hablar de los negocios familiares. Una tradición que introdujo mi
abuelo en su día y que, por regla general, originaba aborrecibles reuniones. La
tradición se abandonó en los años ochenta, cuando Martin decidió, sin más, que
todos los temas relacionados con la empresa se resolvieran en las reuniones
periódicas de la junta directiva y en la junta general de accionistas. Fue la
mejor decisión de su vida. Hace ya veinte años que la familia no se ve para ese
tipo de encuentros.
—Has
dicho que a Harriet la asesinaron...
—Espera.
Déjame contarte lo que pasó. Era sábado. Además, se celebraba la fiesta del Día
del Niño y la asociación deportiva de Hedestad había organizado un desfile.
Harriet se quedó todo el día en la ciudad para poder verlo con unas amigas del
instituto. Regresó a casa poco después de las dos de la tarde; la cena debía
empezar a las cinco y, en principio, ella también iba a participar, al igual
que los demás jóvenes de la familia.
Henrik
Vanger se levantó y se acercó a la ventana. Le hizo un gesto a Mikael para que
se acercara, y señaló con el dedo.
—A
las 14.45, unos minutos después de que Harriet volviera a casa, un dramático
accidente tuvo lugar en el puente. Un hombre llamado Gustav Aronsson, hermano
de un granjero de Östergård (una granja que hay aquí, en la isla), colisionó de
frente con un camión cisterna que transportaba fuel-oil. Sucedió cuando giraba con su coche
para pasar por el puente. Cómo se produjo exactamente el accidente es algo que
nunca hemos llegado a entender. Hay buena visibilidad en las dos direcciones,
pero los dos conducían demasiado deprisa, y lo que debería haber sido un simple
golpe entre dos vehículos se convirtió en una verdadera catástrofe. El
conductor del camión intentó evitar la colisión y probablemente giró el volante
de manera instintiva. Chocó contra la barandilla y volcó; el camión se quedó
atravesado en diagonal, con la parte trasera colgando fuera del puente... Uno
de los barrotes de la barandilla atravesó la cisterna como una jabalina, y el
combustible empezó a salir a chorros. Gustav Aronsson, aprisionado en su coche,
no paraba de gritar a causa del profundo dolor. El conductor del camión también
estaba herido, pero consiguió salir por su propio pie.
El
viejo hizo una pausa y se volvió a sentar.
—En
realidad, el accidente no tiene nada que ver con Harriet, aunque, en cierto
sentido, desempeñó un papel significativo. Cuando la gente acudió para intentar
prestar ayuda, se originó un tremendo caos. El peligro de incendio era inminente,
de modo que se dio la alarma general. Enseguida llegaron la policía, la
ambulancia, los bomberos, los medios de comunicación y los curiosos Como es
natural, todos se congregaron al otro lado del puente, en la parte continental;
aquí, en la isla, hicimos lo imposible para sacar a Aronsson del vehículo,
tarea que resultó endiabladamente difícil. Estaba bien atrapado y gravemente
herido.
»Intentamos
sacarlo de allí con nuestras propias manos, pero no lo conseguimos. Había que
cortar o serrar el coche. El problema era que no podíamos hacer nada que
provocara una chispa; estábamos en medio de un mar de fuel-oil junto
a un camión cisterna volcado. Si hubiese explotado, nos habría matado a todos.
Además, transcurrió mucho tiempo antes de que llegara la ayuda desde el otro
lado; el camión bloqueaba completamente el puente, y subir trepando por las
cisternas habría sido como pasar por encima de una bomba.
Mikael
seguía teniendo la sensación de que el viejo le estaba contando una historia
cuidadosamente medida y ensayada, con la intención de captar su interés. Pero
también admitió que Henrik Vanger era un excelente narrador, con una gran
capacidad para mantener en vilo a su auditorio. Sin embargo, no tenía ni idea
del rumbo que iba a tomar el relato.
—Lo
más significativo del accidente es que el puente estuvo cerrado durante las
siguientes veinticuatro horas. Hasta bien entrada la noche del domingo no
consiguieron quitar todo el combustible, llevarse el camión y volver a abrir el
puente. Durante esas más de veinticuatro horas, la isla de Hedeby estuvo
prácticamente aislada del resto del mundo. La única manera de pasar era con la
barca de los bomberos, que fue puesta a nuestra disposición para trasladar a la
gente desde el puerto deportivo, en esta parte, hasta el viejo puerto pesquero,
al otro lado, más allá de la iglesia. Durante muchas horas, la barca sólo la
usó el personal de rescate, y hasta bien avanzada la noche del sábado no
empezaron a trasladar a otras personas. ¿Entiendes lo que eso significa?
Mikael
asintió.
—Supongo
que pasó algo con Harriet aquí en la isla y que el número de sospechosos se
reduce a las pocas personas que se encontraban aquí. Algo así como el misterio
de la habitación cerrada en versión isla.
Henrik
Vanger sonrió irónicamente.
—Mikael,
no sabes cuánta razón tienes. Yo también he leído a mi querida Dorothy Sayers.
Los hechos son los siguientes: Harriet llegó aquí más o menos a las dos y diez.
Incluyendo a los niños y a los acompañantes que no pertenecían a la familia, a
lo largo del día llegaron en total cerca de cuarenta invitados. Si a eso le
sumamos el personal de servicio y los residentes permanentes, el número
asciende a sesenta y cuatro personas. Algunos, los que iban a quedarse a
dormir, estaban instalándose en las casas de alrededor o en las habitaciones de
invitados.
»Harriet
había vivido con sus padres en una casa al otro lado del camino, pero, como ya
te he comentado, ni su padre Gottfried ni su madre Isabella le ofrecían
estabilidad. Fui testigo de su sufrimiento y de las dificultades que tuvo para
concentrarse en los estudios, así que, en 1964, cuando ella tenía catorce años,
la dejé mudarse a mi casa. Creo que para Isabella supuso un gran alivio
librarse de la responsabilidad de la niña. Le di a Harriet una habitación aquí
arriba y pasó en esta casa sus dos últimos años. Por eso vino aquel día.
Sabemos que se encontró en el patio con Harald Vanger, uno de mis hermanos mayores,
y que intercambiaron unas palabras. Luego subió la escalera y se presentó aquí,
en esta habitación, para saludarme. Me dijo que quería hablar conmigo sobre
algo. En ese momento estaba con un par de familiares y no tenía tiempo para
ella. Pero parecía tan ansiosa que le prometí que enseguida iría a su
habitación. Ella asintió y salió por esa puerta. Fue la última vez que la vi.
Unos minutos después se produjo el accidente del puente y el caos que originó
dio al traste con todos los planes del día.
—¿Y
cómo murió?
—Espera;
es más complicado de lo que parece y tengo que contarte toda la historia en
orden cronológico. Al producirse la colisión, la gente dejó lo que estaba
haciendo y acudió corriendo al lugar del accidente. Yo... bueno, digamos que yo
lo dirigí todo y estuve completamente ocupado durante las siguientes horas.
Sabemos que Harriet también bajó al puente justo después del choque porque
varias personas la vieron, pero el riesgo de una explosión me obligó a ordenar
que se alejaran todos los que no iban a participar en el intento de sacar a
Aronsson del coche. Nos quedamos cinco personas en el lugar del accidente: mi
hermano Harald y yo; un hombre llamado Magnus Nilsson, que trabajaba de bracero
conmigo; un obrero de la serrería que se llamaba Sixten Nordlander y que tenía
una casa cerca del puerto pesquero; y Jerker Aronsson, un chico de tan sólo
dieciséis años. En realidad, iba a decirle que se fuera, pero era sobrino del
Aronsson del coche y pasó en bicicleta de camino a la ciudad apenas unos
minutos después del accidente.
»Sobre
las 14.40 Harriet estuvo aquí, en la cocina. Se tomó un vaso de leche e
intercambió unas palabras con la cocinera, una mujer llamada Astrid. Desde la
ventana vieron todo el alboroto que había en el puente. A las 14.45 Harriet
cruzó el patio. Entre otras personas, fue vista por su madre, Isabella, pero no
hablaron. Unos minutos después se encontró con Otto Falk, el párroco de la
iglesia de Hedeby. Por aquel entonces la casa rectoral estaba donde Martin
Vanger tiene hoy su chalé, así que el pastor vivía en esta parte del puente.
Cuando ocurrió el accidente, Falk, que había pillado un resfriado, estaba durmiendo;
acababan de avisarlo y en ese momento se dirigía hacia el puente. Harriet lo
detuvo en el camino y quiso hablar con él, pero él la despachó pronto y siguió
apresuradamente. Otto Falk es la última persona que la vio con vida.
—Pero
¿cómo murió? —insistió Mikael.
—No
lo sé —contestó Henrik Vanger con gesto atormentado—. Hasta las cinco de la
tarde no conseguimos sacar a Aronsson del coche (sobrevivió, por cierto, a
pesar de los daños sufridos), y a eso de las seis se consideró que el riesgo de
incendio ya había pasado. La isla seguía aislada, pero las cosas empezaban a
tranquilizarse. Hasta que no nos sentamos a la mesa para cenar, más tarde de lo
previsto, sobre las ocho, no descubrimos que faltaba Harriet. Envié a una de sus
primas a buscarla a su habitación, pero volvió sin haberla encontrado. No le di
mucha importancia; pensé que estaría dando un paseo o que nadie la habría
avisado de que íbamos a empezar a cenar. Durante la noche no tuve más remedio
que dedicarme a discutir con la familia. Hasta la mañana siguiente, cuando
Isabella se puso a buscarla, no nos dimos cuenta de que nadie sabía dónde
estaba, ni la había visto la tarde anterior.
Hizo
un gesto de resignación con los brazos.
—Desde
ese día, Harriet Vanger continúa desaparecida sin haber dejado el menor rastro.
—¿Desaparecida?
—repitió Mikael.
—Durante
todos estos años no hemos podido encontrar ni un fragmento microscópico de
ella.
—Pero
si desapareció, ¿cómo puedes saber que alguien la mató?
—Entiendo
la objeción; pienso igual que tú. Cuando una persona desaparece sin dejar
rastro, puede haber pasado una de estas cuatro cosas: que haya desaparecido
voluntariamente y se mantenga escondida, que haya tenido un accidente y haya
fallecido, que se haya suicidado, o que haya sido víctima de un crimen. He
considerado todas esas posibilidades.
—Pero
tú crees que alguien la mató. ¿Por qué?
—Porque
es la única conclusión plausible —sentenció Henrik Vanger, alzando un dedo—. Al
principio albergué la esperanza de que hubiera huido. Pero según pasaban los
días, todos comprendimos que no era el caso. Quiero decir, ¿cómo podría una
chica de dieciséis años, procedente de un ambiente bastante protegido,
arreglárselas sola y permanecer oculta sin ser descubierta, por muy lista que
fuera? ¿De dónde sacaría el dinero? Y aunque hubiera conseguido un trabajo en
algún sitio, tendría que haberse dado de alta en Hacienda con un domicilio
fiscal.
Levantó
dos dedos.
—Mi
siguiente idea fue, naturalmente, que le pasó algo, que sufrió algún accidente.
¿Me puedes hacer un favor? Acércate a la mesa y abre el cajón superior. Allí
hay un mapa.
Mikael
hizo lo que Henrik le pidió y desplegó el mapa encima de la mesa. La isla de
Hedeby era una irregular extensión de tierra de unos tres kilómetros de largo y
poco más de kilómetro y medio de ancho en sus extremos más distantes. Una gran
parte de la superficie estaba poblada de bosque. Todas las edificaciones se
hallaban en las inmediaciones del puente y alrededor del pequeño puerto
deportivo; en el otro extremo de la isla había una granja, Östergården, de la
que salió el pobre Aronsson con su coche.
—Recuerda
que resultaba imposible abandonar la isla —subrayó Henrik Vanger—. Aquí, como
en cualquier sitio, uno puede fallecer a causa de un accidente o ser alcanzado
por un rayo, pero ese día no había tormenta. Se puede morir por la coz de un
caballo o, incluso, cayéndose en un pozo o por las grietas de las rocas. Aquí
habrá cientos de maneras fortuitas de morir y he pensado en la mayoría de
ellas.
Levantó
un tercer dedo.
—Hay
una pega que también vale para la tercera posibilidad: que la chica, contra
toda expectativa, se hubiese suicidado. Pero en alguna parte de esta limitada
extensión de tierra tendría que estar el cuerpo. —Henrik Vanger dio un golpe
con la mano en medio del mapa—. Los días que siguieron a su desaparición
organizamos partidas de búsqueda de cabo a rabo de la isla. Rastreamos cada
zanja, cada campo de cultivo, las grietas de cada roca, los hoyos abiertos de
cada árbol caído. Inspeccionamos todos los edificios, las chimeneas, los pozos,
los graneros y los áticos.
El
viejo desvió la mirada de Mikael y la dirigió a la oscuridad exterior. Su voz
adquirió un tono más bajo e íntimo.
—La
seguí buscando durante el otoño, después de que las batidas se abandonaran y la
gente se rindiera. Cuando mi trabajo me lo permitía, daba paseos de un lado a
otro de la isla. Luego, el invierno nos sorprendió sin que hubiéramos hallado
el menor rastro de ella. Continué durante la primavera hasta que me di cuenta
de lo absurdo de mi búsqueda. Al llegar el verano contraté a tres hombres que
conocían muy bien el bosque y que volvieron a acometer el rastreo con perros
entrenados para descubrir cadáveres. Peinaron sistemáticamente cada metro
cuadrado de la isla. A esas alturas ya había empezado a pensar que alguien la
habría matado, de modo que los hombres se pusieron a buscar por los sitios
donde podía estar enterrada. Trabajaron durante tres meses. No encontraron el
más mínimo rastro de Harriet. Como si se la hubiera tragado la tierra.
—Se
me ocurren algunas posibilidades más —objetó Mikael.
—A
ver.
—Podría
haberse tirado al agua o haberse ahogado por accidente. Esto es una isla; el
mar lo oculta todo.
—Es
verdad. Pero la probabilidad no es muy grande. Ten en cuenta lo siguiente: si
Harriet sufrió un accidente y se ahogó, lógicamente, debió de haber ocurrido en
las inmediaciones del pueblo. Recuerda que el incidente del puente era lo más
dramático que vivía Hedeby desde hacía mucho tiempo; no es muy probable que una
chica con la curiosidad propia de su edad se decidiera a dar un paseo hasta el
otro extremo de la isla justo en ese momento.
»Pero
hay algo todavía más importante —prosiguió—, y es que las corrientes de agua no
son muy fuertes por aquí y que los vientos, en esa época del año, venían del
norte o del noreste. Si algo va a parar al mar, acaba saliendo a flote en algún
sitio de la orilla continental, y allí hay casas prácticamente por doquier. No
creas que no pensamos en esa posibilidad; naturalmente, rastreamos todos los
sitios por donde podía haberse metido en el agua. También contraté a unos
jóvenes de un club de buceo de Hedestad. Dedicaron aquel verano a peinar los
fondos del estrecho y las orillas de punta a punta... Ni rastro. Estoy
convencido de que no está en el mar; de ser así la habríamos encontrado.
—¿Y
no podría haber sufrido un accidente en otra parte? Es cierto que el puente
estaba cortado, pero no hay mucha distancia hasta el otro lado. Podría haber
pasado nadando o en una barca de remos.
—Esto
sucedió a finales de septiembre y el agua estaba tan fría que no creo que
Harriet se pusiera a nadar en medio de todo aquel jaleo. Pero si se le hubiese
ocurrido, no habría pasado desapercibida y habría causado un gran revuelo.
Éramos decenas de ojos en el puente, y en la parte continental se agolpaban
entre doscientas y trescientas personas a lo largo de la orilla mirando todo
aquello.
—¿Y
en una barca?
—No.
Aquel día había exactamente trece barcos en la isla de Hedeby. La mayoría de
los barcos de recreo ya estaba fuera del agua. Abajo, en el puerto pequeño, dos
barcos Pettersson se encontraban en el mar. Además, había siete barcas, de las
cuales cinco se hallaban ya en tierra. Algo más abajo de la casa rectoral,
había una barca más en tierra y otra en el agua; y en Östergården, una lancha
motora y una barca. Todos estos barcos están inventariados y permanecían en su
sitio. Si hubiese pasado remando para luego marcharse, lógicamente tendría que
haber dejado la barca en el otro lado.
Henrik
Vanger levantó un cuarto dedo.
—Así
que sólo queda una posibilidad razonable: que Harriet desapareciera en contra
de su voluntad. Alguien la mató y se deshizo del cuerpo.
Lisbeth
Salander pasó la mañana de Navidad leyendo el controvertido libro de Mikael
Blomkvist sobre el periodismo económico. La obra, de doscientas diez páginas,
se titulaba La orden del Temple y
llevaba el subtítulo Deberes para periodistas de economía
que no han aprendido bien su lección. La cubierta, diseñada por Christer Malm, era muy moderna y
mostraba una foto del viejo edificio de la bolsa de Estocolmo, manipulada con
Photoshop; contemplándola detenidamente uno se percataba de que el edificio
estaba flotando en el aire. No tenía cimientos. Resultaba difícil imaginarse
una portada que indicara los derroteros del libro de manera más explícita.
Salander
constató que Blomkvist poseía un excelente estilo. El libro estaba redactado de
manera directa e interesante; incluso aquellas personas que desconocieran los
entresijos del periodismo económico podrían leerlo con gran provecho. El tono
era mordaz y sarcástico, pero, sobre todo, convincente.
El
primer capítulo consistía en una especie de declaración de guerra donde
Blomkvist no se mordía la lengua.
Durante
los últimos veinte años, los periodistas de economía suecos se habían
convertido en un grupo de incompetentes lacayos que, henchidos por su propia
vanidad, carecían del menor atisbo de capacidad crítica. A esta última
conclusión había llegado a raíz de la gran cantidad de periodistas de economía
que, una y otra vez, sin el más mínimo reparo, se contentaban con reproducir
las declaraciones realizadas por los empresarios y los especuladores
bursátiles, incluso cuando los datos eran manifiestamente engañosos y erróneos.
En consecuencia, se trataba de periodistas o tan ingenuos y fáciles de engañar
que ya deberían haber sido despedidos de sus puestos, o —lo que sería peor— que
conscientemente traicionaban la regla de oro de su propia profesión: la de
realizar análisis críticos para proporcionar al público una información veraz.
Blomkvist reconocía que a menudo sentía vergüenza al ser llamado reportero
económico, ya que, entonces, corría el riesgo de ser metido en el mismo saco
que las personas a las que ni siquiera consideraba periodistas.
Blomkvist
comparaba el trabajo de los analistas económicos con el de los periodistas de
sucesos o los corresponsales enviados al extranjero. Se imaginaba el escándalo
que se ocasionaría si el periodista de un importante diario que estuviera
cubriendo, por ejemplo, el juicio de un asesinato reprodujera las afirmaciones
del fiscal sin ponerlas en duda, dándolas automáticamente por verdaderas, sin
consultar a la defensa ni entrevistar a la familia de la víctima, cosa que
debería haber hecho para formarse su propia idea del asunto. Blomkvist sostenía
que las mismas reglas tenían que aplicarse a los periodistas económicos.
El resto
del libro estaba constituido por una serie de pruebas que demostraban con pelos
y señales las acusaciones iniciales. Un largo capítulo examinaba la información
presentada sobre una conocida empresa puntocom en seis de los diarios más
importantes, así como en el Finanstidningen y
el Dagens Industri, y en el programa televisivo A-ekonomi. Citaba y resumía lo que los
reporteros habían dicho y escrito y luego lo contrastaba con la situación real.
Al describir la evolución de esa empresa, aludía, una y otra vez, a esas
sencillas preguntas que «un periodista serio» habría formulado, pero que la totalidad
de los periodistas económicos había omitido. Una buena estrategia.
Otro de
los capítulos trataba sobre la privatización de Telia y su consecuente
lanzamiento de acciones. Era la parte más burlesca e irónica de todo el libro,
y en ella se despellejaba, con nombres y apellidos, a unos cuantos periodistas,
entre los cuales un tal William Borg parecía irritar especialmente a Mikael.
Otro capítulo, ya casi al final del libro, comparaba la competencia de los
reporteros de economía suecos con la de los extranjeros. Blomkvist describía
cómo los «periodistas serios» del Financial Times, de The
Economist y de algunas revistas alemanas de
economía habían informado sobre temas similares en sus respectivos países. La
comparación no resultaba muy ventajosa para los suecos. El último capítulo
contenía un borrador sobre cómo podría remediarse esa penosa situación. Las
palabras finales enlazaban con las del principio.
Si un reportero parlamentario ejerciera
su oficio de idéntica manera, rompiendo una lanza a favor de cualquier decisión
por absurda que ésta fuese, o si un periodista político se mostrase tan falto
de criterio profesional, sería despedido de inmediato, por lo menos, reasignado
a un departamento donde él, o ella, no pudiera ocasionar tanto daño. En el
mundo del periodismo económico, sin embargo, la regla de oro de la profesión
—hacer un análisis crítico e informar objetivamente del resultado a sus
lectores— no parece tener validez. En su lugar, aquí se le rinde homenaje al
sinvergüenza de más éxito. Así se crea también la Suecia del futuro y se mina
la última confianza que la gente ha depositado en el gremio periodístico.
Palabras
duras, sin pelos en la lengua, y con un tono mordaz. Salander entendía muy bien
el indignado debate que se desencadenó tanto en la revista Journalisten, de ámbito profesional, como en revistas
económicas y en las páginas de opinión y economía de los diarios. Aunque en el
libro sólo se mencionaba con nombre y apellidos a unos pocos periodistas,
Lisbeth Salander suponía que ese mundillo era lo suficientemente pequeño para
que todos supieran exactamente a quién se refería Mikael cuando citaba a los
distintos medios. Blomkvist se granjeó la acérrima enemistad de muchos de sus
compañeros de profesión, algo que también se reflejó en la docena de
comentarios con los que se regocijaron tras conocer la sentencia del caso Wennerström.
Cerró el libro y contempló la foto de
la contracubierta: Mikael Blomkvist retratado de perfil. El flequillo rubio le
caía de manera algo descuidada sobre la frente, como si una ráfaga de viento
acabara de pasar justo antes de que el fotógrafo disparara, o como si (lo cual
resultaba más plausible) Christer Malm, el jefe de fotografía, le hubiese hecho
el estilismo. Miraba a la cámara con una sonrisa irónica y unos ojos que
probablemente pretendieran tener encanto y resultar juveniles. «Un hombre
bastante guapo, rumbo a tres meses de cárcel.»
—Hola, Kalle Blomkvist
—dijo en voz alta—. Eres un poco chulo, ¿no?
A la hora
de comer, Lisbeth Salander encendió su iBook y abrió el programa Eudora de
correo electrónico. Escribió el mensaje con una sola y concisa línea:
¿Tienes tiempo?
Firmó
como Wasp y envió el correo a la dirección ‹plague_xyz_666@hotmail.com›. Por si
acaso, pasó la sencilla frase por el programa de criptografía PGP.
Luego
se puso unos vaqueros negros, unos buenos zapatos de invierno, un jersey grueso
de cuello vuelto, una cazadora oscura y unos guantes amarillos de lana, que
hacían juego con el gorro y la bufanda. Se quitó los piercings de
las cejas y de la nariz y se puso un carmín ligeramente rosado. Luego se examinó
ante el espejo del cuarto de baño; parecía una viandante cualquiera en un
domingo cualquiera. Consideró su indumentaria un camuflaje de combate lo
suficientemente decente como para realizar una incursión más allá de las líneas
enemigas. Cogió el metro desde Zinkensdamm hasta Östermalmstorg y echó a andar
hacia Strandvägen. Paseaba por la parte central de la alameda mientras iba
leyendo los números de los edificios. Casi a la altura del puente de Djurgården
se detuvo y contempló el portal que estaba buscando. Cruzó la calle y esperó a
unos metros de la puerta.
Constató
que la mayoría de la gente que había salido a pasear, desafiando el frío del 26
de diciembre, andaba por el muelle; sólo unos pocos iban por la acera.
Tuvo
que aguardar pacientemente casi media hora antes de que una vieja con bastón,
que venía desde el puente, se acercara. La mujer paró y le lanzó una
desconfiada mirada a Salander, quien sonrió con amabilidad y saludó con un
cortés movimiento de cabeza. La señora del bastón devolvió el saludo y pareció
hacer un esfuerzo mental para identificar a la joven muchacha. Salander dio
media vuelta y se alejó unos pasos de la puerta, andando de un lado para otro,
como si estuviera esperando con impaciencia a alguien. Cuando Lisbeth se
volvió, la vieja ya había alcanzado el portal y estaba marcando meticulosamente
el código de la cerradura electrónica. A Salander no le costó nada hacerse con
él: 1260. Aguardó cinco minutos antes de acercarse al portal. Marcó el número y
la cerradura se abrió con un clic. Empujó la puerta y echó un vistazo a la
escalera. A unos metros de la entrada había una cámara de vigilancia que ella
miró e ignoró; se trataba de un modelo comercializado por Milton Security que
no se activaba hasta que saltara la alarma del inmueble, en caso de robo o
atraco. Más adentro, a la izquierda de un ascensor muy antiguo, había otra
puerta con cerradura de código; probó con el 1260 y constató que la combinación
válida para el portal también servía para la puerta que llevaba al sótano y al
cuarto de la basura. «¡Qué torpes!» Dedicó tres minutos exactos a estudiar la
planta del sótano, donde localizó la lavandería común, con la llave sin echar,
y el cuarto para los cubos de la basura. Luego sacó un juego de ganzúas, que
había «tomado prestado» del experto en cerraduras de Milton Security, para
abrir una puerta cerrada con llave que conducía a lo que parecía ser la sala de
reuniones de la comunidad de vecinos. Más hacia el fondo del sótano había una
sala de usos múltiples. Al final encontró lo que buscaba: un cuartito que hacía
las veces de central eléctrica en el inmueble. Examinó los contadores, los
fusibles y las cajas de derivación; acto seguido, sacó una cámara digital
Canon, del tamaño de un paquete de tabaco. Hizo tres fotos de lo que le interesaba.
Al
salir echó un rápido vistazo al panel situado junto al ascensor, donde figuraba
el nombre del dueño del piso de la planta superior: Wennerström.
Abandonó
el edificio y se fue andando apresuradamente al Museo Nacional, en cuya
cafetería entró para calentarse y tomar un café. Al cabo de media hora volvió
al barrio de Söder y subió a su casa.
Había
recibido un correo de ‹plague_xyz_666@hotmail.com›. Tras descifrar el mensaje
con el programa PGP descubrió que la respuesta consistía en un sólo número, el
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