Hacía ya
un buen rato que los treinta minutos fijados por Mikael Blomkvist se habían
acabado. Eran las cuatro y media; ya se podía olvidar del tren de la tarde. No
obstante, todavía le quedaba tiempo para coger el de las nueve y media. Estaba
de pie delante de la ventana masajeándose el cuello mientras contemplaba la
fachada iluminada de la iglesia al otro lado del puente. Henrik Vanger le había
enseñado un álbum con recortes de periódicos, artículos sobre el suceso tanto
de la prensa local como de la nacional. Aquello suscitó un considerable interés
mediático durante algún tiempo: chica de conocida familia industrial desaparece
sin dejar rastro. Pero el interés se fue desvaneciendo poco a poco ya que no
encontraron el cuerpo ni se produjeron avances en las pesquisas. Al cabo de más
de treinta y seis años, a pesar de tratarse de una destacada familia
industrial, el caso Harriet Vanger estaba ya más que olvidado. La teoría más
aceptada en los artículos de finales de los años sesenta era la que sostenía
que se ahogó y fue arrastrada mar adentro por la corriente; una tragedia, pero,
al fin y al cabo, algo que podía pasarle a cualquier familia.
Muy
a su pesar, Mikael se había quedado fascinado con la historia del viejo, pero
cuando Henrik Vanger se disculpó para ir al baño el escepticismo volvió a
apoderarse de él. El viejo, sin embargo, aún no había llegado hasta el final, y
Mikael había prometido escuchar la historia entera.
—Y
tú ¿qué crees que le ocurrió? —preguntó a Henrik Vanger cuando éste regresó a
la habitación.
—Normalmente,
unas veinticinco personas tenían aquí su residencia fija, pero con motivo de la
reunión familiar aquel día se encontraban en la isla alrededor de sesenta. De
éstas se pueden eliminar, más o menos, entre veinte y veinticinco. Creo que
alguno de los restantes, y muy probablemente miembro de la familia, mató a
Harriet y escondió el cuerpo.
—Tengo
unas cuantas objeciones.
—A
ver.
—Bueno,
una es, por supuesto, que incluso en el caso de que el cuerpo fuera escondido,
y si la búsqueda se llevó a cabo tan minuciosamente como dices, alguien debería
haber hallado el cadáver.
—A
decir verdad, la investigación fue aún más amplia de lo que te he contado.
Hasta que no contemplé la posibilidad del asesinato no se me ocurrió pensar que
el cuerpo de Harriet podría haber desaparecido de diferente manera. Lo que te
voy a decir ahora no lo puedo demostrar, pero se encuentra, en todo caso,
dentro de los límites de lo probable.
—Bueno,
cuéntamelo.
—Harriet
desapareció sobre las 15.00 horas. A las 14.45 fue vista Por Otto Falk, el
párroco, que se dirigía corriendo al lugar del accidente. Más o menos al mismo
tiempo se presentó aquí un fotógrafo del periódico local, quien a lo largo de
la siguiente hora hizo un gran número de fotos del drama. Nosotros —la policía,
quiero decir— estudiamos los carretes y comprobamos que Harriet no aparecía en
ninguna de esas fotografías; en cambio, se veía a todas las demás personas que
se encontraban en la isla, a excepción de los niños muy pequeños, en una foto
como mínimo.
Henrik
Vanger buscó otro álbum de fotos y lo depositó en la mesa, delante de Mikael.
—Éstas
son las fotografías de aquel día. La primera se hizo en Hedestad durante el
desfile del Día del Niño. La sacó el mismo fotógrafo aproximadamente a las
13.15, y en ésa sí que se ve a Harriet.
La
foto estaba hecha desde la segunda planta del interior de una casa y mostraba
una calle por donde el desfile —carrozas con payasos y chicas en bañador—
acababa de pasar. En la acera se apretujaban los espectadores. Henrik Vanger
señaló a una persona de entre la multitud.
—Ésa
es Harriet. Faltan aproximadamente dos horas para que desaparezca y está en la
ciudad con unas compañeras de clase. Es la última imagen que tenemos de ella.
Pero también hay otra foto interesante.
Henrik
Vanger siguió pasando páginas. El resto del álbum contenía más de ciento
ochenta fotos —seis carretes— del accidente del puente. Después de haber oído
la historia, resultaba raro, casi incómodo, verlo todo en forma de nítidas
fotografías en blanco y negro. El fotógrafo era un buen profesional que había
conseguido captar el caos del suceso. Un gran número de fotos se centraba en
las actividades realizadas en torno al camión volcado. Mikael identificó sin
problema a un Henrik Vanger de cuarenta y seis años de edad, empapado de fuel-oil, gesticulando.
—Ése
es mi hermano Harald —dijo el viejo, señalando a un hombre con americana que se
inclinaba hacia delante apuntando con el dedo al interior del coche donde
Aronsson estaba atrapado—. Mi hermano Harald es una persona desagradable, pero
creo que le podemos descartar de la lista de sospechosos. A excepción de un
breve instante, cuando tuvo que volver corriendo hasta aquí para cambiarse de
zapatos, permaneció en el puente en todo momento.
Henrik
Vanger seguía pasando páginas. Las fotos se sucedían: camión cisterna,
espectadores en la orilla, restos del coche de Aronsson, fotos panorámicas,
fotos indiscretas hechas con teleobjetivo...
—Ésta
es la foto de la que te hablaba —dijo Henrik Vanger—. Por lo que hemos podido
determinar, se hizo sobre las 15.40 o 15.45; o sea, poco más de cuarenta y
cinco minutos después de que Harriet se encontrara con el reverendo Falk. Si te
fijas en nuestra casa, la ventana central de la segunda planta corresponde al
cuarto de Harriet. En la foto anterior, la ventana está cerrada. Aquí aparece
abierta.
—Eso
significa que alguien estuvo en su habitación.
—He
preguntado a todo el mundo y nadie reconoce haber abierto esa ventana.
—Lo
cual quiere decir que lo hizo Harriet en persona, y que a esa hora seguía viva.
O que alguien miente. Pero ¿por qué entraría un asesino en su cuarto para abrir
la ventana? ¿Y por qué iba alguien a mentir sobre eso?
Henrik
Vanger negaba con la cabeza. No hallaba ninguna respuesta.
—Harriet
desapareció en torno a las tres; quizá un poco más tarde. Las fotos dan una
idea de dónde se encontraba la gente a esa hora. Gracias a eso he podido tachar
a algunos de la lista de sospechosos. Por la misma razón, una serie de personas
que no salen en las fotos de esa hora deben incluirse en la lista.
—No
me has contestado a la pregunta de cómo crees que desapareció el cuerpo. Se me
acaba de ocurrir que existe una respuesta obvia; el viejo truco de ilusionista
de toda la vida.
—De
hecho, hay varios modos perfectamente posibles de llevarlo a cabo. El asesino
actuó sobre las tres. Tal vez él, o ella, no usara ningún arma; en tal caso
quizá hubiéramos encontrado rastros de sangre. Pienso que Harriet fue
estrangulada y que ocurrió aquí, detrás del muro del patio; un lugar que estaba
fuera del campo de visión del fotógrafo y situado en un ángulo muerto mirando
desde la casa. Si se quiere volver a la Casa Vanger por el camino más corto
desde la casa rectoral, donde ella fue vista por última vez, uno tiene que
pasar necesariamente por allí. Hoy hay césped y un pequeño jardín, pero en los
años sesenta era un patio de grava que servía de aparcamiento para coches. Lo
único que tenía que hacer el asesino era abrir el maletero y meter a Harriet
dentro. Cuando empezamos la batida al día siguiente, nadie pensó en que se
podía haber cometido un crimen; nos centramos en la orilla, los edificios y la
parte del bosque más cercana al pueblo.
—O
sea, que nadie registró los maleteros de los coches.
—Y
al día siguiente por la tarde el asesino tuvo vía libre para coger su coche,
cruzar el puente y ocultar el cuerpo en cualquier otro lado.
Mikael
asintió.
—En
las mismas narices de todos los que participaron en la batida. Si fue así,
estamos hablando de un cabrón con mucha sangre fría.
Henrik
Vanger se rio amargamente.
—Acabas
de hacer una descripción muy acertada de no pocos miembros de la familia
Vanger.
Durante
la cena, a las seis, continuaron hablando. Anna les trajo conejo asado con
confitura de grosellas y patatas, todo regado con un vino tinto con mucho
cuerpo que sirvió Henrik Vanger. A Mikael todavía le quedaba mucho tiempo para
coger el último tren. «Ya es hora de ir concluyendo», pensó.
—Reconozco
que me has contado una historia fascinante. Pero sigo sin entender muy bien por
qué.
—La
verdad es que ya te lo he dicho. Quiero descubrir a la mala bestia que asesinó
a la nieta de mi hermano. Y por eso te quiero contratar.
—¿Cómo?
Henrik
Vanger dejó los cubiertos en el plato.
—Mikael:
llevo casi treinta y siete años al borde de la locura, dándole vueltas a lo que
le ocurrió a Harriet. A lo largo de los años, he ido dedicando cada vez más
tiempo libre a dar con ella. —Se calló, se quitó las gafas y se puso a buscar
en las lentes algún rastro invisible de suciedad. Luego levantó la vista y
observó a Mikael—. Si he de serte completamente sincero, la desaparición de
Harriet fue la razón por la que, al cabo de unos años, abandoné el timón de la
empresa. Perdí la ilusión. Sabía que había un asesino en mi entorno, y todas
esas cavilaciones en busca de la verdad se transformaron en una carga a la hora
de realizar mi trabajo. Lo peor es que, con el tiempo, ese peso no se hizo más
ligero; todo lo contrario. Alrededor de 1970 pasé por una etapa en la que sólo
quería que la gente me dejara en paz. Por aquel entonces Martin ya había
entrado en la junta directiva y dejé que él se ocupara, cada vez más, de mi
trabajo. En 1976 me retiré y Martin asumió el cargo de director ejecutivo. Sigo
teniendo un puesto en la junta, pero desde que cumplí los cincuenta apenas he
dado un palo al agua. Durante los últimos treinta y seis años no ha pasado ni
un solo día en el que no haya pensado en la desaparición de Harriet. Creerás
que estoy obsesionado con este tema; eso es, al menos, lo que le parece a la
mayoría de mis parientes. Y probablemente sea así.
—Fue
algo terrible.
—No
sólo eso; me ha destrozado la vida. Es un hecho del que estoy cada vez más
convencido a medida que el tiempo va pasando. ¿Te conoces bien a ti mismo?
—Bueno,
naturalmente, creo que sí.
—Yo
también. No puedo olvidar lo que pasó. Pero, con los años, mis motivos han ido
cambiando. Al principio tal vez fuera por pura pena. Quería encontrarla y, por
lo menos, enterrarla. Necesitaba reparar de algún modo el daño que le pudieran
haber hecho a Harriet.
—¿De
qué manera han cambiado tus motivos?
—Ahora
se trata más bien de encontrar a ese maldito monstruo. Pero lo curioso es que,
a medida que me he ido haciendo mayor, se ha convertido en un hobby que
lo ha absorbido todo.
—¿Hobby?
—Sí,
la verdad es que me parece la palabra más apropiada. Cuando la investigación
policial se quedó en agua de borrajas, yo seguí por mi cuenta. Intenté actuar
de manera sistemática y científica. Reuní toda la información que pude
encontrar: las fotografías, la investigación policial... Apunté todo lo que las
personas entrevistadas me contaron sobre aquel día. Como puedes ver, he
dedicado casi la mitad de mi vida a reunir información sobre un solo día.
—¿Eres
consciente de que, después de treinta y seis años, el asesino puede estar
muerto y enterrado?
—No
creo.
Mikael
arqueó las cejas ante esa afirmación tan rotunda.
—Terminemos
de cenar y volvamos arriba. Falta un detalle para completar mi historia. El más
desconcertante.
Lisbeth
Salander aparcó el Corolla automático en la estación de cercanías en
Sundbyberg. Había tomado prestado el Toyota de Milton Security. No es que lo
hubiera pedido exactamente, aunque, por otra parte, Armanskij nunca le había
prohibido expresamente que usara los coches de la empresa. «Tarde o temprano
—pensó— tengo que comprarme un coche.» En cambio, poseía una moto: una Kawasaki
de 125 centímetros cúbicos, de segunda mano, que usaba en verano. Durante el
invierno la guardaba bajo llave en el trastero de su edificio.
Se
fue andando a Hogkhntavagen y, a las seis en punto, llamó al telefonillo. Al
cabo de unos segundos, la cerradura se abrió con un clic; subió por la escalera
hasta el segundo piso y llamó al timbre de la puerta en la que estaba escrito
el modesto apellido Svensson. No tenía ni idea de quién era ese tal Svensson;
ni siquiera sabía si existía.
—Hola,
Plague —saludó.
—¡Wasp!
Sólo vienes a verme cuando necesitas algo.
El
hombre, tres años mayor que Lisbeth Salander, medía 1,89 y pesaba 152 kilos.
Ella medía 1,54 y pesaba 42, de modo que siempre se había sentido como una
enana al lado de Plague. Como ya era habitual, el piso estaba a oscuras; la luz
de una sola lámpara se colaba hasta el vestíbulo desde el dormitorio que usaba
para trabajar. Olía a cerrado y a aire viciado.
—Plague,
es porque nunca te duchas y porque aquí dentro huele a tigre. Si sales alguna
vez, te recomiendo que compres jabón. Lo venden en el Konsum.
Él
sonrió tímidamente pero no contestó y le hizo señas para que lo acompañara a la
cocina. Una vez dentro, sin encender ninguna luz, se sentó junto a la mesa. La
iluminación procedía fundamentalmente de las farolas de la calle.
—Y
no es que yo sea un portento en limpieza, pero sí los cartones vacíos de leche
huelen a muerto, los cojo y los tiro y ya está.
—Cobro
una pensión por incapacidad mental —replicó él—. Soy un incompetente social.
—Por
eso el Estado te dio una vivienda y se olvidó de ti. ¿Nunca tienes miedo de que
los vecinos se quejen y los servicios sociales te hagan una inspección? Podrían
llevarte a un manicomio.
—¿Tienes
algo para mí?
Lisbeth
Salander abrió la cremallera del bolsillo de la cazadora y sacó cinco mil
coronas.
—Es
todo lo que tengo. Es mi propio dinero y, además, como comprenderás, no me
desgrava como gastos.
—¿Qué
es lo que quieres?
—El
manguito del que me hablaste hace un par de meses. ¿Lo has terminado ya?
Él
sonrió y le puso un objeto sobre la mesa.
—Dime
cómo funciona.
Durante
la hora siguiente, ella escuchó atentamente. Luego probó el manguito. Puede que
Plague fuera un incompetente social. Pero sin duda era un genio.
Henrik
Vanger se detuvo junto a su mesa de trabajo y esperó a que Mikael le prestara
de nuevo toda su atención. Éste consultó su reloj.
—Me
estabas hablando de un desconcertante detalle.
Henrik
Vanger asintió.
—Nací
el 1 de noviembre. Cuando Harriet tenía ocho años me regaló un cuadro para mi
cumpleaños: una flor prensada, con un sencillo marco.
Henrik
Vanger pasó alrededor de la mesa y señaló la primera flor. Campanula. Enmarcada de forma poco profesional.
—Fue
el primer cuadro. Me lo regaló en 1958.
Apuntó
al siguiente.
—1959: Ranúnculo, 1960: Margarita. Se convirtió en una tradición.
Harriet hacía el cuadro durante el verano y luego lo guardaba hasta mi
cumpleaños. Los empecé a colgar aquí, en esta pared. En 1966 ella desapareció y
entonces la tradición se rompió.
Henrik
Vanger se calló y señaló un hueco que había en la fila de cuadros. De repente,
Mikael sintió cómo se le ponía el vello de punta. Toda la pared estaba llena de
flores prensadas.
—En
1967, un año después de que ella desapareciera, recibí esta flor para mi
cumpleaños. Es una violeta.
—¿Cómo
la recibiste? —preguntó Mikael en voz baja.
—Envuelta
en papel de regalo y enviada por correo en un sobre acolchado. Desde Estocolmo.
Sin remitente. Sin mensaje.
—¿Quieres
decir que...? —Mikael hizo un gesto con la mano señalando los cuadros.
—Eso
es. Por mi cumpleaños, todos los malditos años. ¿Entiendes cómo me siento? Van
dirigidos a mí, como si el asesino quisiera torturarme. Me he vuelto loco
pensando que Harriet quizá fuese asesinada porque alguien quería llegar hasta
mí. No era ningún secreto que Harriet y yo teníamos una relación especial, y
que para mí era como una hija.
—¿Qué
es lo que quieres que haga? —preguntó Mikael con voz tajante.
Lisbeth
Salander dejó el Corolla en el garaje del edificio de Milton Security y
aprovechó para ir al baño de arriba, donde estaban las oficinas. Usó su tarjeta
para entrar y subió directamente a la tercera planta con el fin de no tener que
pasar por la entrada principal del segundo piso, donde trabajaban los que
estaban de guardia. Se dirigió al baño y luego fue a por un café, a la máquina;
una inversión que hizo Dragan Armanskij al darse cuenta, por fin, de que
Lisbeth Salander jamás prepararía café simplemente porque eso era lo que
esperaban de ella. Luego entró en su despacho y colgó la cazadora de cuero en
una silla.
El
despacho era un cubículo de dos por tres metros situado tras una pared de
cristal. Tenía una mesa con un viejo ordenador Dell, una silla, una papelera,
un teléfono y una estantería con unas cuantas guías telefónicas y tres
cuadernos vacíos. Los dos cajones de la mesa contenían unos bolígrafos ya
secos, clips y un cuaderno. En la ventana había una planta muerta, con las
hojas marrones, ya marchitas. Lisbeth Salander observó pensativa la flor, como
si fuese la primera vez que la veía. Acto seguido, la tiró a la papelera con
decisión.
Raramente
pasaba por su despacho; tal vez media docena de veces al año, principalmente
cuando necesitaba estar sola para darle los últimos retoques a algún informe
antes de entregarlo. Dragan Armanskij había insistido en que ella tuviera su
propio espacio. Lo justificó diciendo que, de este modo, Lisbeth, aunque
trabajara como freelance, se sentiría parte de la empresa. Lo
que ella sospechaba era que así Dragan Armanskij podía vigilarla y meterse en
sus asuntos personales. Al principio la instalaron un poco más allá, aunque en
el mismo pasillo, en un despacho más grande que debía compartir con un colega;
pero como ella nunca estaba allí, Dragan optó, finalmente, por trasladarla a
ese cuchitril que nadie usaba.
Lisbeth
Salander sacó el manguito que le había dado Plague. Lo dejó en la mesa, frente
a ella, y lo contempló absorta mientras se mordía el labio inferior.
Eran
más de las once de la noche y se hallaba sola en la planta. De repente la
invadió un gran aburrimiento.
Al
cabo de un rato se levantó y se fue hasta el final del pasillo, donde intentó
abrir la puerta del despacho de Dragan Armanskij. Cerrada con llave. Miró a su
alrededor. La probabilidad de que alguien apareciera por allí cerca de
medianoche el día 26 de diciembre era prácticamente inexistente. Abrió la
puerta con una copia pirata de la llave maestra de la empresa que ella misma se
había molestado en hacer unos años atrás.
El
despacho de Armanskij era espacioso; tenía una mesa de trabajo, unas cuantas
sillas y, en un rincón, una pequeña mesa de reuniones con capacidad para ocho
personas. Todo impolutamente limpio. Hacía mucho tiempo que ella no fisgoneaba
en su despacho, y ya que estaba allí... Se pasó una hora entera en la mesa
poniéndose al día en diferentes asuntos: la búsqueda de un posible espía
industrial, los colegas infiltrados under cover en
una empresa donde actuaba una banda organizada de ladrones, así como las
medidas adoptadas, con el mayor de los secretos, para proteger a una clienta
que temía que sus hijos fueran raptados por el padre.
Al
final colocó todos los papeles exactamente como los había encontrado, cerró con
llave la puerta del despacho de Armanskij y se fue andando hasta su casa, en
Lundagatan. Se sentía satisfecha de su día.
Mikael
Blomkvist volvió a negar con la cabeza. Henrik Vanger se había sentado tras su
mesa de trabajo y contemplaba a Mikael con una mirada tranquila, como si ya
estuviera preparado para todas sus objeciones.
—No
sé si algún día nos enteraremos de la verdad, pero no quiero morir sin realizar
un último intento —dijo el viejo—. Simplemente, quiero contratarte para que
revises todo el material una vez más.
—Eso
es una locura —exclamó Mikael.
—¿Una
locura? ¿Por qué?
—Ya
he oído bastante. Henrik, entiendo tu dolor, pero también te voy a ser sincero:
lo que me pides es un derroche de tiempo y de dinero. Me pides que encuentre,
como por arte de magia, la solución a un misterio en el que llevan fracasando,
durante años y años, detectives de la policía criminal y otros investigadores
profesionales que han contado con los mejores recursos disponibles. Me pides
que resuelva un crimen que se cometió hace casi cuarenta años. ¿Cómo podría
hacer una cosa así?
—No
hemos hablado de tu remuneración —replicó Henrik Vanger.
—No
es necesario.
—Si
dices que no, no te puedo obligar. Pero escucha lo que te ofrezco. Dirch Frode
ya ha redactado un contrato. Podemos negociar los detalles, pero las cláusulas
son sencillas y lo único que falta es tu firma.
—Henrik,
nada de esto tiene sentido. No puedo resolver el enigma de la desaparición de
Harriet.
—Según
el contrato, no hará falta. Lo único que te pido es que hagas todo lo que esté
en tus manos. Si fracasas, será la voluntad de Dios o, si no eres creyente, del
destino.
Mikael
suspiró. Había empezado a sentirse cada vez más incómodo y quería terminar la
visita a Hedeby, pero aun así claudicó.
—Vale.
Te escucho.
—Quiero
que te quedes en Hedeby un año; que vivas y trabajes aquí. Quiero que repases
toda la documentación que hay sobre la desaparición de Harriet, folio por
folio. Quiero que unos nuevos ojos lo examinen todo. Quiero que pongas en duda
todas las viejas conclusiones, al igual que haría un periodista de
investigación. Quiero que busques cosas que quizá a la policía, a mí y a otros
detectives se nos hayan pasado por alto.
—Me
pides que abandone toda mi vida y mi carrera para dedicarme un año entero a
algo que es una total pérdida de tiempo.
De
repente Henrik Vanger sonrió.
—Por
lo que respecta a tu carrera profesional, tienes que admitir que está en un
momento bastante flojo.
Mikael
no supo qué replicar.
—Quiero
comprar un año de tu vida. Un trabajo. El sueldo es la mejor oferta que te
harán jamás. Te pago doscientas mil coronas al mes, o sea, dos millones
cuatrocientas mil coronas si aceptas y te quedas todo el año.
Mikael
se quedó de piedra.
—No
me hago ilusiones. Sé que la probabilidad de que tengas éxito es mínima, pero
si, contra todo pronóstico, resolvieras el enigma, te ofrezco una bonificación:
el doble, o sea, cuatro millones ochocientas mil coronas. Seamos generosos y
redondeemos; lo dejamos en cinco millones. —Henrik Vanger se acomodó en la
silla y ladeó la cabeza—. Puedo ingresarte el dinero en la cuenta que quieras
de cualquier parte del mundo. También te lo puedo dar en un maletín, así que
será cosa tuya si quieres declarar los ingresos a Hacienda.
—Esto
es... absurdo —tartamudeó Mikael.
—¿Por
qué? —preguntó Henrik Vanger con una gran tranquilidad—. Tengo más de ochenta
años y sigo en plena posesión de mis facultades. Tengo una fortuna personal muy
grande de la que dispongo como quiero. No tengo hijos ni ganas de dar el dinero
a unos familiares a los que odio. Ya he redactado mi testamento; la mayoría del
dinero lo donaré a WWF. Unas pocas personas cercanas a mí recibirán una buena
suma, por ejemplo Anna, mi ama de llaves.
Mikael
negaba con la cabeza.
—Procura
entenderme. Soy viejo y dentro de poco estaré muerto. No hay nada que desee más
en el mundo que responder a la pregunta que me lleva torturando durante casi
cuarenta años. No creo que lo logre nunca, pero tengo los suficientes medios
como para intentarlo por última vez. ¿Por qué iba a ser absurdo que empleara
una parte de mi fortuna para tal fin? Se lo debo a Harriet. Y me lo debo a mí
mismo.
—Me
vas a pagar millones de coronas para nada. Todo lo que tengo que hacer es
firmar el contrato y luego estar un año tocándome las narices.
—No
lo harás. Todo lo contrario: trabajarás más de lo que has trabajado en toda tu
vida.
—¿Cómo
estás tan seguro?
—Porque
te voy a ofrecer algo que el dinero no es capaz de comprar, pero que tú deseas
más que nada en el mundo.
—¿Y
qué es?
Los
ojos de Henrik Vanger se entornaron.
—Te
puedo dar a Hans-Erik Wennerström. Demostraré que se trata de un estafador. Da
la casualidad de que empezó su carrera profesional conmigo hace treinta y cinco
años, y puedo servirte su cabeza en bandeja de plata. Resuelve el caso y
convertirás tu derrota en los juzgados en el reportaje del año.
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