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Millennium 1: Capitulo 6

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CAPÍTULO 6

Jueves, 26 de diciembre
Hacía ya un buen rato que los treinta minutos fijados por Mikael Blomkvist se habían acabado. Eran las cuatro y media; ya se podía olvidar del tren de la tarde. No obstante, todavía le quedaba tiempo para coger el de las nueve y media. Estaba de pie delante de la ventana masajeándose el cuello mientras contemplaba la fachada iluminada de la iglesia al otro lado del puente. Henrik Vanger le había enseñado un álbum con recortes de periódicos, artículos sobre el suceso tanto de la prensa local como de la nacional. Aquello suscitó un considerable interés mediático durante algún tiempo: chica de conocida familia industrial desaparece sin dejar rastro. Pero el interés se fue desvaneciendo poco a poco ya que no encontraron el cuerpo ni se produjeron avances en las pesquisas. Al cabo de más de treinta y seis años, a pesar de tratarse de una destacada familia industrial, el caso Harriet Vanger estaba ya más que olvidado. La teoría más aceptada en los artículos de finales de los años sesenta era la que sostenía que se ahogó y fue arrastrada mar adentro por la corriente; una tragedia, pero, al fin y al cabo, algo que podía pasarle a cualquier familia.
Muy a su pesar, Mikael se había quedado fascinado con la historia del viejo, pero cuando Henrik Vanger se disculpó para ir al baño el escepticismo volvió a apoderarse de él. El viejo, sin embargo, aún no había llegado hasta el final, y Mikael había prometido escuchar la historia entera.
—Y tú ¿qué crees que le ocurrió? —preguntó a Henrik Vanger cuando éste regresó a la habitación.
—Normalmente, unas veinticinco personas tenían aquí su residencia fija, pero con motivo de la reunión familiar aquel día se encontraban en la isla alrededor de sesenta. De éstas se pueden eliminar, más o menos, entre veinte y veinticinco. Creo que alguno de los restantes, y muy probablemente miembro de la familia, mató a Harriet y escondió el cuerpo.
—Tengo unas cuantas objeciones.
—A ver.
—Bueno, una es, por supuesto, que incluso en el caso de que el cuerpo fuera escondido, y si la búsqueda se llevó a cabo tan minuciosamente como dices, alguien debería haber hallado el cadáver.
—A decir verdad, la investigación fue aún más amplia de lo que te he contado. Hasta que no contemplé la posibilidad del asesinato no se me ocurrió pensar que el cuerpo de Harriet podría haber desaparecido de diferente manera. Lo que te voy a decir ahora no lo puedo demostrar, pero se encuentra, en todo caso, dentro de los límites de lo probable.
—Bueno, cuéntamelo.
—Harriet desapareció sobre las 15.00 horas. A las 14.45 fue vista Por Otto Falk, el párroco, que se dirigía corriendo al lugar del accidente. Más o menos al mismo tiempo se presentó aquí un fotógrafo del periódico local, quien a lo largo de la siguiente hora hizo un gran número de fotos del drama. Nosotros —la policía, quiero decir— estudiamos los carretes y comprobamos que Harriet no aparecía en ninguna de esas fotografías; en cambio, se veía a todas las demás personas que se encontraban en la isla, a excepción de los niños muy pequeños, en una foto como mínimo.
Henrik Vanger buscó otro álbum de fotos y lo depositó en la mesa, delante de Mikael.
—Éstas son las fotografías de aquel día. La primera se hizo en Hedestad durante el desfile del Día del Niño. La sacó el mismo fotógrafo aproximadamente a las 13.15, y en ésa sí que se ve a Harriet.
La foto estaba hecha desde la segunda planta del interior de una casa y mostraba una calle por donde el desfile —carrozas con payasos y chicas en bañador— acababa de pasar. En la acera se apretujaban los espectadores. Henrik Vanger señaló a una persona de entre la multitud.
—Ésa es Harriet. Faltan aproximadamente dos horas para que desaparezca y está en la ciudad con unas compañeras de clase. Es la última imagen que tenemos de ella. Pero también hay otra foto interesante.
Henrik Vanger siguió pasando páginas. El resto del álbum contenía más de ciento ochenta fotos —seis carretes— del accidente del puente. Después de haber oído la historia, resultaba raro, casi incómodo, verlo todo en forma de nítidas fotografías en blanco y negro. El fotógrafo era un buen profesional que había conseguido captar el caos del suceso. Un gran número de fotos se centraba en las actividades realizadas en torno al camión volcado. Mikael identificó sin problema a un Henrik Vanger de cuarenta y seis años de edad, empapado de fuel-oil, gesticulando.
—Ése es mi hermano Harald —dijo el viejo, señalando a un hombre con americana que se inclinaba hacia delante apuntando con el dedo al interior del coche donde Aronsson estaba atrapado—. Mi hermano Harald es una persona desagradable, pero creo que le podemos descartar de la lista de sospechosos. A excepción de un breve instante, cuando tuvo que volver corriendo hasta aquí para cambiarse de zapatos, permaneció en el puente en todo momento.
Henrik Vanger seguía pasando páginas. Las fotos se sucedían: camión cisterna, espectadores en la orilla, restos del coche de Aronsson, fotos panorámicas, fotos indiscretas hechas con teleobjetivo...
—Ésta es la foto de la que te hablaba —dijo Henrik Vanger—. Por lo que hemos podido determinar, se hizo sobre las 15.40 o 15.45; o sea, poco más de cuarenta y cinco minutos después de que Harriet se encontrara con el reverendo Falk. Si te fijas en nuestra casa, la ventana central de la segunda planta corresponde al cuarto de Harriet. En la foto anterior, la ventana está cerrada. Aquí aparece abierta.
—Eso significa que alguien estuvo en su habitación.
—He preguntado a todo el mundo y nadie reconoce haber abierto esa ventana.
—Lo cual quiere decir que lo hizo Harriet en persona, y que a esa hora seguía viva. O que alguien miente. Pero ¿por qué entraría un asesino en su cuarto para abrir la ventana? ¿Y por qué iba alguien a mentir sobre eso?
Henrik Vanger negaba con la cabeza. No hallaba ninguna respuesta.
—Harriet desapareció en torno a las tres; quizá un poco más tarde. Las fotos dan una idea de dónde se encontraba la gente a esa hora. Gracias a eso he podido tachar a algunos de la lista de sospechosos. Por la misma razón, una serie de personas que no salen en las fotos de esa hora deben incluirse en la lista.
—No me has contestado a la pregunta de cómo crees que desapareció el cuerpo. Se me acaba de ocurrir que existe una respuesta obvia; el viejo truco de ilusionista de toda la vida.
—De hecho, hay varios modos perfectamente posibles de llevarlo a cabo. El asesino actuó sobre las tres. Tal vez él, o ella, no usara ningún arma; en tal caso quizá hubiéramos encontrado rastros de sangre. Pienso que Harriet fue estrangulada y que ocurrió aquí, detrás del muro del patio; un lugar que estaba fuera del campo de visión del fotógrafo y situado en un ángulo muerto mirando desde la casa. Si se quiere volver a la Casa Vanger por el camino más corto desde la casa rectoral, donde ella fue vista por última vez, uno tiene que pasar necesariamente por allí. Hoy hay césped y un pequeño jardín, pero en los años sesenta era un patio de grava que servía de aparcamiento para coches. Lo único que tenía que hacer el asesino era abrir el maletero y meter a Harriet dentro. Cuando empezamos la batida al día siguiente, nadie pensó en que se podía haber cometido un crimen; nos centramos en la orilla, los edificios y la parte del bosque más cercana al pueblo.
—O sea, que nadie registró los maleteros de los coches.
—Y al día siguiente por la tarde el asesino tuvo vía libre para coger su coche, cruzar el puente y ocultar el cuerpo en cualquier otro lado.
Mikael asintió.
—En las mismas narices de todos los que participaron en la batida. Si fue así, estamos hablando de un cabrón con mucha sangre fría.
Henrik Vanger se rio amargamente.
—Acabas de hacer una descripción muy acertada de no pocos miembros de la familia Vanger.


Durante la cena, a las seis, continuaron hablando. Anna les trajo conejo asado con confitura de grosellas y patatas, todo regado con un vino tinto con mucho cuerpo que sirvió Henrik Vanger. A Mikael todavía le quedaba mucho tiempo para coger el último tren. «Ya es hora de ir concluyendo», pensó.
—Reconozco que me has contado una historia fascinante. Pero sigo sin entender muy bien por qué.
—La verdad es que ya te lo he dicho. Quiero descubrir a la mala bestia que asesinó a la nieta de mi hermano. Y por eso te quiero contratar.
—¿Cómo?
Henrik Vanger dejó los cubiertos en el plato.
—Mikael: llevo casi treinta y siete años al borde de la locura, dándole vueltas a lo que le ocurrió a Harriet. A lo largo de los años, he ido dedicando cada vez más tiempo libre a dar con ella. —Se calló, se quitó las gafas y se puso a buscar en las lentes algún rastro invisible de suciedad. Luego levantó la vista y observó a Mikael—. Si he de serte completamente sincero, la desaparición de Harriet fue la razón por la que, al cabo de unos años, abandoné el timón de la empresa. Perdí la ilusión. Sabía que había un asesino en mi entorno, y todas esas cavilaciones en busca de la verdad se transformaron en una carga a la hora de realizar mi trabajo. Lo peor es que, con el tiempo, ese peso no se hizo más ligero; todo lo contrario. Alrededor de 1970 pasé por una etapa en la que sólo quería que la gente me dejara en paz. Por aquel entonces Martin ya había entrado en la junta directiva y dejé que él se ocupara, cada vez más, de mi trabajo. En 1976 me retiré y Martin asumió el cargo de director ejecutivo. Sigo teniendo un puesto en la junta, pero desde que cumplí los cincuenta apenas he dado un palo al agua. Durante los últimos treinta y seis años no ha pasado ni un solo día en el que no haya pensado en la desaparición de Harriet. Creerás que estoy obsesionado con este tema; eso es, al menos, lo que le parece a la mayoría de mis parientes. Y probablemente sea así.
—Fue algo terrible.
—No sólo eso; me ha destrozado la vida. Es un hecho del que estoy cada vez más convencido a medida que el tiempo va pasando. ¿Te conoces bien a ti mismo?
—Bueno, naturalmente, creo que sí.
—Yo también. No puedo olvidar lo que pasó. Pero, con los años, mis motivos han ido cambiando. Al principio tal vez fuera por pura pena. Quería encontrarla y, por lo menos, enterrarla. Necesitaba reparar de algún modo el daño que le pudieran haber hecho a Harriet.
—¿De qué manera han cambiado tus motivos?
—Ahora se trata más bien de encontrar a ese maldito monstruo. Pero lo curioso es que, a medida que me he ido haciendo mayor, se ha convertido en un hobby que lo ha absorbido todo.
—¿Hobby?
—Sí, la verdad es que me parece la palabra más apropiada. Cuando la investigación policial se quedó en agua de borrajas, yo seguí por mi cuenta. Intenté actuar de manera sistemática y científica. Reuní toda la información que pude encontrar: las fotografías, la investigación policial... Apunté todo lo que las personas entrevistadas me contaron sobre aquel día. Como puedes ver, he dedicado casi la mitad de mi vida a reunir información sobre un solo día.
—¿Eres consciente de que, después de treinta y seis años, el asesino puede estar muerto y enterrado?
—No creo.
Mikael arqueó las cejas ante esa afirmación tan rotunda.
—Terminemos de cenar y volvamos arriba. Falta un detalle para completar mi historia. El más desconcertante.


Lisbeth Salander aparcó el Corolla automático en la estación de cercanías en Sundbyberg. Había tomado prestado el Toyota de Milton Security. No es que lo hubiera pedido exactamente, aunque, por otra parte, Armanskij nunca le había prohibido expresamente que usara los coches de la empresa. «Tarde o temprano —pensó— tengo que comprarme un coche.» En cambio, poseía una moto: una Kawasaki de 125 centímetros cúbicos, de segunda mano, que usaba en verano. Durante el invierno la guardaba bajo llave en el trastero de su edificio.
Se fue andando a Hogkhntavagen y, a las seis en punto, llamó al telefonillo. Al cabo de unos segundos, la cerradura se abrió con un clic; subió por la escalera hasta el segundo piso y llamó al timbre de la puerta en la que estaba escrito el modesto apellido Svensson. No tenía ni idea de quién era ese tal Svensson; ni siquiera sabía si existía.
—Hola, Plague —saludó.
—¡Wasp! Sólo vienes a verme cuando necesitas algo.
El hombre, tres años mayor que Lisbeth Salander, medía 1,89 y pesaba 152 kilos. Ella medía 1,54 y pesaba 42, de modo que siempre se había sentido como una enana al lado de Plague. Como ya era habitual, el piso estaba a oscuras; la luz de una sola lámpara se colaba hasta el vestíbulo desde el dormitorio que usaba para trabajar. Olía a cerrado y a aire viciado.
—Plague, es porque nunca te duchas y porque aquí dentro huele a tigre. Si sales alguna vez, te recomiendo que compres jabón. Lo venden en el Konsum.
Él sonrió tímidamente pero no contestó y le hizo señas para que lo acompañara a la cocina. Una vez dentro, sin encender ninguna luz, se sentó junto a la mesa. La iluminación procedía fundamentalmente de las farolas de la calle.
—Y no es que yo sea un portento en limpieza, pero sí los cartones vacíos de leche huelen a muerto, los cojo y los tiro y ya está.
—Cobro una pensión por incapacidad mental —replicó él—. Soy un incompetente social.
—Por eso el Estado te dio una vivienda y se olvidó de ti. ¿Nunca tienes miedo de que los vecinos se quejen y los servicios sociales te hagan una inspección? Podrían llevarte a un manicomio.
—¿Tienes algo para mí?
Lisbeth Salander abrió la cremallera del bolsillo de la cazadora y sacó cinco mil coronas.
—Es todo lo que tengo. Es mi propio dinero y, además, como comprenderás, no me desgrava como gastos.
—¿Qué es lo que quieres?
—El manguito del que me hablaste hace un par de meses. ¿Lo has terminado ya?
Él sonrió y le puso un objeto sobre la mesa.
—Dime cómo funciona.
Durante la hora siguiente, ella escuchó atentamente. Luego probó el manguito. Puede que Plague fuera un incompetente social. Pero sin duda era un genio.


Henrik Vanger se detuvo junto a su mesa de trabajo y esperó a que Mikael le prestara de nuevo toda su atención. Éste consultó su reloj.
—Me estabas hablando de un desconcertante detalle.
Henrik Vanger asintió.
—Nací el 1 de noviembre. Cuando Harriet tenía ocho años me regaló un cuadro para mi cumpleaños: una flor prensada, con un sencillo marco.
Henrik Vanger pasó alrededor de la mesa y señaló la primera flor. Campanula. Enmarcada de forma poco profesional.
—Fue el primer cuadro. Me lo regaló en 1958.
Apuntó al siguiente.
—1959: Ranúnculo, 1960: Margarita. Se convirtió en una tradición. Harriet hacía el cuadro durante el verano y luego lo guardaba hasta mi cumpleaños. Los empecé a colgar aquí, en esta pared. En 1966 ella desapareció y entonces la tradición se rompió.
Henrik Vanger se calló y señaló un hueco que había en la fila de cuadros. De repente, Mikael sintió cómo se le ponía el vello de punta. Toda la pared estaba llena de flores prensadas.
—En 1967, un año después de que ella desapareciera, recibí esta flor para mi cumpleaños. Es una violeta.
—¿Cómo la recibiste? —preguntó Mikael en voz baja.
—Envuelta en papel de regalo y enviada por correo en un sobre acolchado. Desde Estocolmo. Sin remitente. Sin mensaje.
—¿Quieres decir que...? —Mikael hizo un gesto con la mano señalando los cuadros.
—Eso es. Por mi cumpleaños, todos los malditos años. ¿Entiendes cómo me siento? Van dirigidos a mí, como si el asesino quisiera torturarme. Me he vuelto loco pensando que Harriet quizá fuese asesinada porque alguien quería llegar hasta mí. No era ningún secreto que Harriet y yo teníamos una relación especial, y que para mí era como una hija.
—¿Qué es lo que quieres que haga? —preguntó Mikael con voz tajante.


Lisbeth Salander dejó el Corolla en el garaje del edificio de Milton Security y aprovechó para ir al baño de arriba, donde estaban las oficinas. Usó su tarjeta para entrar y subió directamente a la tercera planta con el fin de no tener que pasar por la entrada principal del segundo piso, donde trabajaban los que estaban de guardia. Se dirigió al baño y luego fue a por un café, a la máquina; una inversión que hizo Dragan Armanskij al darse cuenta, por fin, de que Lisbeth Salander jamás prepararía café simplemente porque eso era lo que esperaban de ella. Luego entró en su despacho y colgó la cazadora de cuero en una silla.
El despacho era un cubículo de dos por tres metros situado tras una pared de cristal. Tenía una mesa con un viejo ordenador Dell, una silla, una papelera, un teléfono y una estantería con unas cuantas guías telefónicas y tres cuadernos vacíos. Los dos cajones de la mesa contenían unos bolígrafos ya secos, clips y un cuaderno. En la ventana había una planta muerta, con las hojas marrones, ya marchitas. Lisbeth Salander observó pensativa la flor, como si fuese la primera vez que la veía. Acto seguido, la tiró a la papelera con decisión.
Raramente pasaba por su despacho; tal vez media docena de veces al año, principalmente cuando necesitaba estar sola para darle los últimos retoques a algún informe antes de entregarlo. Dragan Armanskij había insistido en que ella tuviera su propio espacio. Lo justificó diciendo que, de este modo, Lisbeth, aunque trabajara como freelance, se sentiría parte de la empresa. Lo que ella sospechaba era que así Dragan Armanskij podía vigilarla y meterse en sus asuntos personales. Al principio la instalaron un poco más allá, aunque en el mismo pasillo, en un despacho más grande que debía compartir con un colega; pero como ella nunca estaba allí, Dragan optó, finalmente, por trasladarla a ese cuchitril que nadie usaba.
Lisbeth Salander sacó el manguito que le había dado Plague. Lo dejó en la mesa, frente a ella, y lo contempló absorta mientras se mordía el labio inferior.
Eran más de las once de la noche y se hallaba sola en la planta. De repente la invadió un gran aburrimiento.
Al cabo de un rato se levantó y se fue hasta el final del pasillo, donde intentó abrir la puerta del despacho de Dragan Armanskij. Cerrada con llave. Miró a su alrededor. La probabilidad de que alguien apareciera por allí cerca de medianoche el día 26 de diciembre era prácticamente inexistente. Abrió la puerta con una copia pirata de la llave maestra de la empresa que ella misma se había molestado en hacer unos años atrás.
El despacho de Armanskij era espacioso; tenía una mesa de trabajo, unas cuantas sillas y, en un rincón, una pequeña mesa de reuniones con capacidad para ocho personas. Todo impolutamente limpio. Hacía mucho tiempo que ella no fisgoneaba en su despacho, y ya que estaba allí... Se pasó una hora entera en la mesa poniéndose al día en diferentes asuntos: la búsqueda de un posible espía industrial, los colegas infiltrados under cover en una empresa donde actuaba una banda organizada de ladrones, así como las medidas adoptadas, con el mayor de los secretos, para proteger a una clienta que temía que sus hijos fueran raptados por el padre.
Al final colocó todos los papeles exactamente como los había encontrado, cerró con llave la puerta del despacho de Armanskij y se fue andando hasta su casa, en Lundagatan. Se sentía satisfecha de su día.


Mikael Blomkvist volvió a negar con la cabeza. Henrik Vanger se había sentado tras su mesa de trabajo y contemplaba a Mikael con una mirada tranquila, como si ya estuviera preparado para todas sus objeciones.
—No sé si algún día nos enteraremos de la verdad, pero no quiero morir sin realizar un último intento —dijo el viejo—. Simplemente, quiero contratarte para que revises todo el material una vez más.
—Eso es una locura —exclamó Mikael.
—¿Una locura? ¿Por qué?
—Ya he oído bastante. Henrik, entiendo tu dolor, pero también te voy a ser sincero: lo que me pides es un derroche de tiempo y de dinero. Me pides que encuentre, como por arte de magia, la solución a un misterio en el que llevan fracasando, durante años y años, detectives de la policía criminal y otros investigadores profesionales que han contado con los mejores recursos disponibles. Me pides que resuelva un crimen que se cometió hace casi cuarenta años. ¿Cómo podría hacer una cosa así?
—No hemos hablado de tu remuneración —replicó Henrik Vanger.
—No es necesario.
—Si dices que no, no te puedo obligar. Pero escucha lo que te ofrezco. Dirch Frode ya ha redactado un contrato. Podemos negociar los detalles, pero las cláusulas son sencillas y lo único que falta es tu firma.
—Henrik, nada de esto tiene sentido. No puedo resolver el enigma de la desaparición de Harriet.
—Según el contrato, no hará falta. Lo único que te pido es que hagas todo lo que esté en tus manos. Si fracasas, será la voluntad de Dios o, si no eres creyente, del destino.
Mikael suspiró. Había empezado a sentirse cada vez más incómodo y quería terminar la visita a Hedeby, pero aun así claudicó.
—Vale. Te escucho.
—Quiero que te quedes en Hedeby un año; que vivas y trabajes aquí. Quiero que repases toda la documentación que hay sobre la desaparición de Harriet, folio por folio. Quiero que unos nuevos ojos lo examinen todo. Quiero que pongas en duda todas las viejas conclusiones, al igual que haría un periodista de investigación. Quiero que busques cosas que quizá a la policía, a mí y a otros detectives se nos hayan pasado por alto.
—Me pides que abandone toda mi vida y mi carrera para dedicarme un año entero a algo que es una total pérdida de tiempo.
De repente Henrik Vanger sonrió.
—Por lo que respecta a tu carrera profesional, tienes que admitir que está en un momento bastante flojo.
Mikael no supo qué replicar.
—Quiero comprar un año de tu vida. Un trabajo. El sueldo es la mejor oferta que te harán jamás. Te pago doscientas mil coronas al mes, o sea, dos millones cuatrocientas mil coronas si aceptas y te quedas todo el año.
Mikael se quedó de piedra.
—No me hago ilusiones. Sé que la probabilidad de que tengas éxito es mínima, pero si, contra todo pronóstico, resolvieras el enigma, te ofrezco una bonificación: el doble, o sea, cuatro millones ochocientas mil coronas. Seamos generosos y redondeemos; lo dejamos en cinco millones. —Henrik Vanger se acomodó en la silla y ladeó la cabeza—. Puedo ingresarte el dinero en la cuenta que quieras de cualquier parte del mundo. También te lo puedo dar en un maletín, así que será cosa tuya si quieres declarar los ingresos a Hacienda.
—Esto es... absurdo —tartamudeó Mikael.
—¿Por qué? —preguntó Henrik Vanger con una gran tranquilidad—. Tengo más de ochenta años y sigo en plena posesión de mis facultades. Tengo una fortuna personal muy grande de la que dispongo como quiero. No tengo hijos ni ganas de dar el dinero a unos familiares a los que odio. Ya he redactado mi testamento; la mayoría del dinero lo donaré a WWF. Unas pocas personas cercanas a mí recibirán una buena suma, por ejemplo Anna, mi ama de llaves.
Mikael negaba con la cabeza.
—Procura entenderme. Soy viejo y dentro de poco estaré muerto. No hay nada que desee más en el mundo que responder a la pregunta que me lleva torturando durante casi cuarenta años. No creo que lo logre nunca, pero tengo los suficientes medios como para intentarlo por última vez. ¿Por qué iba a ser absurdo que empleara una parte de mi fortuna para tal fin? Se lo debo a Harriet. Y me lo debo a mí mismo.
—Me vas a pagar millones de coronas para nada. Todo lo que tengo que hacer es firmar el contrato y luego estar un año tocándome las narices.
—No lo harás. Todo lo contrario: trabajarás más de lo que has trabajado en toda tu vida.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque te voy a ofrecer algo que el dinero no es capaz de comprar, pero que tú deseas más que nada en el mundo.
—¿Y qué es?
Los ojos de Henrik Vanger se entornaron.


—Te puedo dar a Hans-Erik Wennerström. Demostraré que se trata de un estafador. Da la casualidad de que empezó su carrera profesional conmigo hace treinta y cinco años, y puedo servirte su cabeza en bandeja de plata. Resuelve el caso y convertirás tu derrota en los juzgados en el reportaje del año.
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