Capítulo 14
Me despiertan un zumbido y un golpeteo constante
que ya conozco. Sé dónde encontrarlo. Voy al
gimnasio. Me quedo de pie al otro lado de la
puerta de cristal y observo cómo se flexionan y se
tensan los músculos de su espalda mientras corre
en la cinta y ve las noticias deportivas en el
televisor suspendido. Abro la puerta, entro y me
coloco delante de la máquina de correr. Aposento
mi culo desnudo en un banco para pesas.
Está corriendo muy de prisa, y cuando me
recuesto sobre los brazos le propina un golpe con la
muñeca al botón de reducir la marcha y empieza a
correr más despacio hasta que se para del todo.
Mis ojos legañosos disfrutan de las vistas. Coge
una toalla y se la pasa por el pelo y la cara. Es una
mole de sudor, brillante y prieta. Me lo comería
a besos.
Me observa detenidamente. Se inclina hacia
adelante y apoya los brazos en la parte delantera de
la máquina.
—Buenos días. —Le da un repaso a mi cuerpo
desnudo y luego me mira a los ojos.
—Buenos días. ¿Qué haces corriendo aquí dentro?
—Ya me sé la respuesta y, a juzgar por la
sonrisa casi imperceptible que se le dibuja en
la cara, él sabe que lo sé.
—Me apetecía cambiar.
Quiero preguntarle más, pero paso del tema. Si
el embarazo impide que me saque de la cama al
alba para correr por todo Londres, me alegra
mucho estar sólo de un mes.
—No recuerdo haberme quedado dormida.
—Te dormiste en seguida. Estabas tumbada encima
de mí y ni te moví. Has dormido como un
tronco, nena.
Me estiro y bostezo.
—¿Qué hora es?
En cuanto termino de pronunciar la frase oigo la
puerta principal y el saludo jovial de Cathy. Si
la asistenta ya está aquí, deben de ser las
ocho, más o menos, ¡y estoy en pelotas! Doy un brinco.
—¡Estoy desnuda!
Jesse sonríe y se baja de la cinta.
—Ciertamente —asiente, riendo, al tiempo que se
me acerca—. ¿Qué pensará Cathy?
Busco por el gimnasio una toalla o algo con lo
que cubrirme para poder subir la escalera sin
perder la dignidad. Me da la risa. Perdí mi
dignidad aquella mañana en la que Cathy nos pilló a los
dos en cueros. Veo la toalla que Jesse lleva en
la mano y se la quito de un tirón.
—No creo que tape demasiado —dice, el muy borde.
Tiene razón. Es minúscula, poco más que una
toalla de bidet.
—¡Ayúdame! —Lo miro suplicante y me encuentro
con una sonrisa.
—Ven.
Abre los brazos y trepo por su cuerpo con mi
estilo habitual de chimpancé. Su piel húmeda y
resbaladiza huele de maravilla.
Se acerca a la puerta del gimnasio, la abre y se
asoma.
—¿Cathy?
—¿Sí?
—¿Dónde estás?
—En la cocina.
Una vez confirmado el paradero de la asistenta,
Jesse sale del gimnasio y sube por la escalera
como un rayo. Miro por encima de su hombro,
rezando para que Cathy no salga a investigar o a
preguntarle a su chico si necesita algo. No lo
hace. Finalmente, llego al dormitorio a salvo y con mi
dignidad intacta.
—Ya está .—Me deja en el suelo y me besa en la
frente.
—¿Qué hora es?
—Las ocho menos diez.
Pongo los ojos en blanco y lo acuso con la
mirada.
—¿Por qué no me has despertado antes? —Corro al
baño.
—Necesitas dormir.
—¡Pero no quince horas!
Abro el grifo de la ducha y me meto sin esperar
a que salga agua caliente. Necesito
despabilarme. Me mojo el pelo y me echo un
chorro de champú en la mano.
Jesse está detrás del cristal, quitándose las
zapatillas de correr.
—Por lo visto, las necesitas —murmura.
Me aclaro el pelo, me pongo acondicionador y
salgo cuando él entra. No hago caso de lo que
dice entre dientes. Tardo diez minutos exactos
en secarme el pelo, maquillarme, vestirme y bajar la
escalera sin Jesse.
—Buenos días, Cathy.
Desenchufo el móvil del cargador y lo meto en mi
bolso.
—Hoy se te ve mejor, Ava. —Cathy se seca las
manos en el delantal y me da un repaso—. Sí,
mucho mejor.
—Ya me encuentro bien —me río.
—¿Qué te apetece desayunar?
—Llego tarde, Cathy. Ya tomaré algo en la
oficina —digo echándome el bolso al hombro.
—¡Tienes que comer algo! —La voz firme y seria
de Jesse hace que me dé la vuelta, y me
encuentro con una cara de pocos amigos.
Se está anudando la corbata.
—Prepárale un bagel, Cathy.
Es la perfección vestida de traje, y me sienta
en un taburete.
—Con huevos —añade, aunque luego se para a
pensar—. Bueno, mejor sin huevos.
Abro unos ojos como platos y me bajo del taburete.
Cathy no sabe qué hacer.
—Gracias, pero ya desayunaré en el trabajo.
Salgo de la cocina y dejo a Jesse con la boca
abierta.
—¡Eh!
Su grito de sorpresa me llega justo cuando estoy
cerrando la puerta del ático. No corro. Ya
tomaré algo. Sin huevos. La alegría me dura
poco. Pulso los botones del ascensor pero las puertas no
se abren. Vuelvo a introducir el código, me
estoy poniendo nerviosa.
—¡¿Sin huevos?! —le grito al panel cuando la
puerta no se abre.
—¿Estás bien?
Me vuelvo y mi controlador y neurótico marido
observa cómo pierdo los nervios con el maldito
teclado con las manos en los bolsillos.
—¡No puedo comer huevos! —le grito—. ¿Cuál es el
nuevo código?
—¿Perdona?
—Ya me has oído. —Le doy un puñetazo al panel.
—Sí, te he oído, pero voy a darte la oportunidad
de que me lo preguntes en otro tono. —Está
muy serio y no parece que lo haya impresionado
mi pataleta, aunque yo no me puedo creer lo
insolente que puede llegar a ser. ¿Que me está
dando la oportunidad de hablarle en otro tono?
Me acerco, tranquila y sosegada. Me pongo de
puntillas para estar lo más cerca posible de su
asquerosa cara perfecta, esa que me gustaría
partirle en este momento.
—Que te den —digo echándole el aliento en la
cara antes de dar media vuelta hacia la escalera.
Espero que no haya tenido la iniciativa de
cambiar también este código. No lo ha hecho. Sonrío
satisfecha. Los trece pisos de escalera van a
acabar conmigo, pero me alegro de que sean de bajada y
no de subida.
Para cuando llego al séptimo, me he quitado los
zapatos de tacón. Cuando llego al cuarto, tengo
que hacer un descanso. Tengo calor, estoy sudada
y quiero vomitar.
—Me cago en él —maldigo respirando hondo y
reemprendiendo la marcha.
Salgo por la puerta de incendios y me doy de
bruces contra su pecho. Me empuja otra vez hacia
la escalera. Ni siquiera intento soltarme. Estoy
molida.
Me coge en volandas y me empuja contra la pared.
Estoy sudada y jadeando. Le echo el aliento
agotado en la cara. He tenido que bajar andando
hasta el vestíbulo; Jesse respira con normalidad
porque ha podido bajar en el lujoso ascensor del
Lusso.
—No te voy a dar un polvo de disculpa —resoplo
en sus narices. A pesar de las náuseas, me
cuesta resistirme a sus encantos. No pienso
ceder. Hoy serán los huevos, y mañana, cualquier otra
cosa más seria.
Aprieta los labios y me mira con los ojos como
ascuas verdes.
—¡Esa boca!
—¡No! No vas a...
Y hasta ahí puedo llegar antes de que su boca
cubra la mía y me ataque con todo lo que tiene. Sé
lo que está haciendo, pero eso no me impide
soltar el bolso y manosearle la espalda trajeada.
Levanto las piernas y las enrosco alrededor de
su cintura. Éste es el Jesse que conozco y amo. No
podría ser más feliz. Gimo, le tiro de la
chaqueta, le tiro del pelo y le muerdo el labio inferior.
—Eres una cabezota —dice. Me besa la cara, el
cuello, y me muerde el lóbulo de la oreja.
Juguetea con mi pendiente—. Lo estás pidiendo a
gritos. —Me besa el hueco hipersensible de debajo
de la oreja y me estremezco—. ¿Quieres que te
haga gritar en la escalera, Ava?
Santo Dios, quiero que me folle en la escalera.
—Sí.
Se aparta, desenrosca mis piernas, me desliza
por la pared hasta que mis pies tocan el suelo, se
arregla el paquete y mira mi cara de sorpresa
con los ojos entornados.
—Qué más quisiera yo, pero llego tarde.
—Serás cabrón —siseo intentando recobrar la
compostura. No sirve de nada. ¿Para qué voy a
fingir que no me afecta? No se lo tragará nunca.
Recojo mi bolso, abro la puerta y llevo mis
tacones frustrados al vestíbulo.
—Buenos días, Ava. —El tono feliz y descansado de
Clive me molesta.
Gruño, salgo a la calle, me pongo las gafas y
doy las gracias al cielo al no ver mi regalo. Mi
Mini sí que está. Más le vale dejarme salir.
Subo al coche, arranco y alguien da unos golpecitos en
mi ventanilla. Es Jesse.
—¿Sí? —pregunto bajando el cristal.
—Yo te llevo al trabajo. —Lo dice en ese tono,
pero me importa un bledo.
Subo la ventanilla.
—No, gracias. —Doy marcha atrás con cuidado de
no aplastarle los pies, saco el móvil del
bolso y marco el número del Lusso—. Buenos días,
Clive. —Mi cordial saludo no tiene nada que ver
con el gruñido de antes.
—¿Ava?
—Sí, perdona que te moleste. ¿Podrías abrirme
las puertas?
—Por supuesto.
—Gracias.
Sonrío orgullosa para mis adentros y tiro el
móvil en el asiento del acompañante en cuanto las
puertas empiezan a abrirse. No me entretengo.
Salgo del parking y por el retrovisor veo a Jesse
agitando los brazos por encima de la cabeza
antes de echar a correr al vestíbulo.
Después de dar vueltas y más vueltas por el
aparcamiento, en busca de un hueco, entro en la
oficina media hora tarde. Todavía estoy algo
sudorosa, sin aliento, y mi frustración salta a la vista,
sobre todo cuando lanzo mi bolso por encima de
la mesa y se lleva por delante el bote de los lápices.
El estrépito llama la atención de todos mis
compañeros, que se asoman desde la cocina para ver a
qué viene tanto follón.
—¿Ya te encuentras mejor? —pregunta Tom. Su cara
aniñada de gay cotilla examina mi cuerpo
sudoroso.
—¡Sí! —bramo tirando el bolso al suelo y
dejándome caer en mi silla.
Respiro hondo un par de veces para calmarme y
hago girar la silla en dirección a la cocina,
donde encuentro tres pares de cejas enarcadas.
—¿Qué?
—Estás horrible —dice Victoria—. Deberías
haberte quedado en casa.
—¿Te traigo un café del Starbucks? —me ofrece la
dulce Sally.
Suavizo el gesto de mala leche al ver las caras
que me ponen. Han pasado de curiosos a
preocupados. Se me había olvidado que,
teóricamente, ayer estuve enferma.
—Gracias, Sal, sería un detalle.
Se acerca a su mesa y coge algo de dinero de la
caja para gastos menores.
—¿Alguien más quiere algo?
Tom y Victoria le gritan sus pedidos, y Sal
apenas se queda el tiempo justo para tomar nota,
seguramente para escapar de mi humor de perros.
Enciendo el ordenador y abro el correo
electrónico. Tom y Victoria están de pie al otro
lado de mi mesa en un abrir y cerrar de ojos.
—Tienes muy mal color —apunta Tom haciendo girar
un bolígrafo en el aire. Lleva una camisa
azul turquesa y una corbata amarilla, y me duele
la vista de verlo.
—Estás muy pálida, Ava. ¿Seguro que estás bien?
—Victoria parece estar mucho más
preocupada que Tom, que sólo parece sentir una
curiosidad compulsiva.
Reviso mis mensajes, borro toda la publicidad y
los correos basura.
—Estoy bien. ¿Dónde está Patrick? —Ahora que me
he calmado un poco caigo en la cuenta de
que mi jefe no ha venido a investigar el ruido.
—Reuniones personales —entonan al unísono.
Los miro con el ceño fruncido.
—¿No tuvo ayer una de ésas?
—Vendrá mañana —me dice Tom—. ¿Crees que por fin
se va a divorciar de Irene?
Me echo a reír.
—¡No!
Puede que Irene saque a Patrick de sus casillas,
pero él la quiere con toda el alma.
—Anda, no se me había ocurrido. —Victoria abre
los ojos azules a más no poder—. ¿Visteis lo
que se puso para tu boda?
—¡Sí! —aúlla Tom—. ¡Qué crimen!
Victoria se echa a reír y vuelve a su mesa, y yo
miro a Tom. El pobre alucina en colores. Mi
amigo gay no está en posición de juzgar el
vestuario de nadie.
—¿Qué? —pregunta mirándose el estridente torso—.
¿A que es fabuloso?
—Flipante. —Me río y vuelvo a mi pantalla de
ordenador.
Tom se aleja en dirección a su mesa haciendo el
pavo.
La puerta de la oficina se abre entonces y entra
una mujer con una cesta en el brazo.
—¿Ava Ward? —Mira a Tom, que señala con el dedo
en dirección a mi despacho.
—Hola —saludo cuando llega a mi escritorio y
deposita la cesta sobre él—. ¿En qué puedo
ayudarla?
No me suena de nada.
Saca una servilleta de cuadros de la cesta.
—Su desayuno —sonríe al tiempo que me entrega
una bolsa de papel y una taza de café—. Mi
café no le parecía lo bastante bueno, así que me
ha hecho recoger uno en Starbucks. Un capuchino
doble, sin chocolate y sin azúcar —dice, aunque
no parece en absoluto impresionada—. Que lo
disfrute.
Da media vuelta y se va.
Suspiro y dejo a un lado la bolsa de papel. No
tengo hambre, pero me muero por un café. Doy
un sorbo y hago una mueca. Está muy amargo.
—Puaj.
—¿Todo bien? —pregunta Tom con el ceño fruncido
desde el otro lado de la oficina.
—Sí. —Me levanto, voy a la cocina, le quito la
tapa a la taza de café y le añado azúcar. Lo
remuevo y lo pruebo. Gimo de dulce satisfacción.
—¡Café para Ava! —Sal entra en la cocina con un
café de Starbucks en la mano—. ¡Uy!
Pone cara de no entender nada cuando me ve
sorbiendo el líquido dulce y caliente.
Suspiro de felicidad.
—A domicilio. Cortesía de mi marido.
Se derrite.
—¡Qué dulce!
—Para nada. Pero ya le he echado azúcar.
Dejo a Sally perpleja, vuelvo a mi mesa, busco
en mi bolso y el móvil suena al recibir un
mensaje de texto.
¿Estás desayunando?
Bebo otro sorbo de café y le respondo.
Ñam, ñam...
No le doy las gracias porque en realidad no
siento ninguna gratitud. Tengo náuseas, pero el café
dulce es una delicia. Ni siquiera he dejado el
móvil en la mesa cuando recibo otro mensaje.
Me alegro de que nuestro matrimonio se base en
la sinceridad.
Levanto la vista instintivamente y lo veo
delante de mí con un ramo de calas en la mano y una
expresión de enojo en la cara. No puedo evitar
respirar de alivio al sentarme. Se acerca, saluda con
una inclinación de la cabeza a Tom y a Victoria,
sienta su cuerpo alto y musculoso en una de las
sillas que hay al otro lado de mi mesa y deja
las flores delante de mí.
—Come —me ordena señalando la bolsa de papel
marrón que he dejado a un lado.
—No tengo hambre, Jesse —protesto, pero no tengo
energía suficiente para contraatacar o
ponerme borde.
Se inclina hacia adelante y me mira, preocupado.
—Nena, estás blanca como el papel.
—Me encuentro mal —confieso. Las náuseas
matutinas por fin aparecen a su hora. No tiene
sentido que finja encontrarme bien cuando me
encuentro fatal, y se me nota.
Se levanta y se queda de pie detrás de mi silla.
Me toca la frente con la mano y me susurra al
oído:
—Estás caliente.
—Lo sé —suspiro acercándole la mejilla a los
labios. Cierro los ojos sin que mi cerebro lo
ordene. ¿Cómo es posible que esté tan cansada?—.
Espero que te sientas culpable.
Es todo culpa suya, y siento lástima de mí
misma.
Me suelta y gira la silla para verme la cara. Se
pone en cuclillas delante de mí y me coge las
manos.—Deja que te lleve a casa —pide. Su rostro
suplicante me dice que sabe que me voy a negar.
—Paso.
—A veces eres imposible. —Me acaricia la
mejilla—. El embarazo te está volviendo aún más
desobediente.
Me obligo a sonreír.
—Me gusta ponerte en tu sitio.
—Lo que te gusta es volverme loco.
—Sí, eso también.
Suspira y me besa en la boca.
—Come algo, por favor. —Es un ruego, no una
orden—. Te encontrarás mejor.
—Vale.
Estoy dispuesta a probar porque, aunque la sola
idea de comer me da arcadas, no puedo
encontrarme peor.
Mi obediencia lo sorprende.
—Buena chica.
Hace girar de nuevo la silla y me coloca frente
a mi mesa. Me da la bolsa de papel marrón y,
cuando la abro, el olor a beicon me provoca una
arcada.
—No sé si podré.
Cierro la bolsa de golpe pero me la quita de las
manos, saca el bagel y lo deja encima de una
servilleta. Le doy un pellizco con cuidado y me
lo llevo a la boca. Siento el irrefrenable deseo de
correr al servicio y meterme los dedos en la
garganta. Luego trago. No vomito.
—¿Puedo comerme sólo el pan?
Me sonríe.
—Sí. ¿Ves lo feliz que me haces cuando me
obedeces?
Lo ignoro y me meto el pan en la boca. Se me
hace más fácil a medida que mastico, no se me
revuelve tanto el estómago. Se queda de pie,
mirándome, hasta que me he comido casi todo el
desayuno. Me dejo el beicon y algunas migas de
pan.
—¿Contento? —pregunto. Yo lo estoy. Me encuentro
mejor.
—Te ha vuelto el color a las mejillas. Sí, estoy
contento.
Recoge los restos del desayuno, los tira a la
papelera y se agacha hasta que estamos nariz con
nariz.
—Gracias —sonríe, y le devuelvo la sonrisa—. Mi
misión aquí ha terminado —dice, y me da
un beso en los labios—. Ahora voy a dejar que mi
mujer trabaje en paz.
Me río, burlona.
—Eres incapaz.
Se aparta y me sonríe con picardía.
—Es posible que me pase a verla una o dos veces
luego.
Doy un respingo.
—¡Ni se te ocurra!
—No puedo prometerte algo que no voy a cumplir.
¿Está Patrick?
La pregunta me recuerda que todavía no he
hablado con mi jefe sobre Mikael.
—No. Estará reunido todo el día.
Se pone derecho y comprueba si me estoy
retorciendo el pelo. No lo hago porque es verdad que
Patrick está reunido.
—Me has hecho llegar tarde —dice mirando su
Rolex.
—Lo haces muy bien tú solito —replico. Luego lo
echo de mi despacho con un gesto, cojo mis
flores y las pongo en agua.
Levanta las manos y echa a andar hacia atrás.
—¿Te encuentras mejor?
—Mucho mejor. Gracias. —Ahora le estoy muy
agradecida.
Me bendice con su sonrisa, la que está reservada
sólo para mí, me guiña un ojo, me lanza un
beso y se va dejándome con una expresión de felicidad
en los labios. Sal y Victoria le sonríen con
adoración y Tom babea al ver la espalda de mi
señor.
Todavía los impresiona.
Consigo llegar al final de mi jornada laboral
sin vomitar el desayuno. Me encuentro mucho
mejor. Jesse me ha mandado cinco mensajes de
texto, y en los cinco me preguntaba si me encontraba
bien. Le he respondido lo mismo a todos: mejor.
En el último mensaje, sin embargo, me ha
preguntado otra cosa:
Aún estoy en La Mansión. ¿Vienes? Comeremos
filete.
Eso último me convence.
Voy para allá. Bss.
Recojo mis cosas, me despido de mis compañeros y
en la puerta me encuentro con una mujer
que lleva un ramo de flores.
—¿Ava O’Shea? —pregunta.
No es la florista de siempre, y me ha llamado
por mi nombre de soltera. Jesse nunca lo haría y,
además, hoy ya me ha enviado flores.
—Soy yo —digo, recelosa.
Las flores no son calas y no están precisamente
recién cortadas. De hecho, están muertas. Me las
entrega y me planta la carpeta en las narices.
¿Quiere que firme por unas flores muertas? Me las
apaño para hacerle un garabato pese a que tengo
los brazos ocupados con el ramo.
—Gracias —dice tan tranquila antes de dar media
vuelta.
Miro las flores, algo perpleja.
—¡Están muertas! —le grito mientras se va.
—Lo sé —contesta sin inmutarse.
—¿Te parece bien entregar flores muertas?
Se vuelve y se ríe.
—Me han hecho encargos más raros.
Parpadeo. «¿Como qué?» Sigue andando sin darme
más explicaciones, así que busco la tarjeta y
la saco como puedo del diminuto sobre.
DICE QUE TE NECESITA. NO ES VERDAD.
CREES QUE LO CONOCES. NO ES VERDAD.
No hay comentarios:
Publicar un comentario