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03 Confesión - Mi Hombre Capítulo 15

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Capítulo 15
Se me para el corazón y de repente me viene un nombre a la cabeza.
Coral.
Debería preocuparme, pero no es así. La nota hace que me ponga posesiva. La imagen del
famoso atributo de Jesse cruza como un rayo por mi cabeza. Dejo caer todo lo que llevo, cojo la
perniciosa nota y la hago pedazos lentamente. ¿Quién coño se cree que es? Un polvo, eso es lo que
fue. Nada más que un polvo de conveniencia. ¿Habrá vuelto a contactar con Jesse? ¿Debería
preguntárselo y despertar su curiosidad? Porque no quiero contarle nada de esto. No quiero que se
ponga nervioso. Puedo encargarme de las amenazas vacías. ¿Que me aleje de él o qué? Tiro las
flores muertas y la tarjeta a la papelera más cercana y sigo andando hacia el parking. De repente
siento la abrumadora necesidad de estar con él.
Me detengo en seco al ver que mi Mini no está donde lo he aparcado esta mañana. No hay
coche. Miro el pilar en el que está pintado el número de planta. No me he equivocado de sitio.
¿Dónde coño está mi coche?
—Todo bien, muchacha. —La voz grave de John hace que gire en redondo. Está asomado a la
ventanilla de su Range Rover—. Sube.
—Me han robado el coche. —Señalo con el brazo la plaza vacía y me vuelvo para comprobar
que no son alucinaciones mías.
—No te lo han robado, muchacha. Sube.
—¿Qué? —Miro al grandullón, atónita—. ¿Y dónde está?
Con la cara de malo que tiene, hay que ver lo avergonzado que parece.
—El hijoputa de tu marido ha hecho que se lo llevaran.
Señala el asiento del acompañante con un gesto de la cabeza.
—¿Me tomas el pelo? —Me echo a reír.
Las cejas aparecen por encima de sus gafas de sol.
—¿Tú qué crees? —pregunta, muy serio.
Respiro hondo para calmarme y subo al coche de John. Sí, me necesita. ¡Me necesita para que
lo vuelva loco!
—Lo voy a estrangular —musito abrochándome el cinturón de seguridad.
—No seas muy dura con él, muchacha.
John empieza a tamborilear en el volante en cuanto salimos del parking, de vuelta a la luz del
día.
—John, me caes bien, de verdad, pero a menos que me des una razón aceptable para las neuras
de mi marido, haré como que no me has pedido que no sea demasiado dura con él.
Se echa a reír con ganas, de esas risas que hacen que se sacuda la barriga. Se le retrae el cuello
y aparece la papada que mantiene escondida.
—Tú también me caes bien, muchacha —dice entre carcajadas, y se lleva las manos debajo de
las gafas para secarse los ojos.
Nunca había visto a esa enorme bestia parda tan animada. Me hace sonreír. Dejo de pensar en
maridos difíciles y notas de amenaza hechas pedazos, pero vuelve a ponerse serio demasiado pronto
y me quedo riéndome sola mientras él me mira desde detrás de las gafas de sol.
Su repentino cambio de expresión corta de un tajo mi risa histérica.
—Es posible que la cosa vaya a peor. Creo que hay que darte la enhorabuena.
Baja la vista. Mira mi vientre antes de volver a poner los ojos en la carretera.
—¿Te lo ha contado? —pregunto sin poder creérmelo. No quiero que nadie lo sepa. Es
demasiado pronto.
—Muchacha, no ha hecho falta.
—¿No?
¿Sabrá John lo mucho que desea Jesse tener un bebé?
—No. Cuando lo he visto navegando por la sección de bebés de Harrods, ha saltado la liebre. Y
lo sonriente que está el hijoputa todo el día.
Me hundo en el asiento. Imagino que tiene a Zoe reuniendo toda clase de objetos de lujo para
bebé. También me imagino la cara de la dependienta cuando reciba la lista de la compra... Si hace
sólo unas pocas semanas que me ayudó a encontrar un vestido despampanante para la cena de
aniversario de La Mansión. Un par de semanas después me ayudó con el vestido de novia, y ahora
está buscando la mantilla para el bautizo de nuestro bebé. ¿Qué pensará de nosotros? Que nos hemos
casado de penalti y a toda prisa porque me ha dejado preñada. Eso mismo pensará todo el mundo,
incluso mis padres y Dan. ¿Cuánto podré esperar antes de contárselo?
John aparca en La Mansión y no tardo ni un minuto en saltar de su Range Rover y subir los
escalones de la entrada.
—Está en su despacho.
—Gracias, John.
Uso mi llave y voy atravesando puertas, directa a la parte de atrás. Paso por el salón de verano
y sonrío para mis adentros cuando se hace el silencio. Miro de reojo al grupo de mujeres; tienen una
copa en la mano y cara de amargadas.
—Buenas noches —les sonrío, y me responden entre dientes. Todavía sonrío más al pensar en
la cara que se les va a quedar cuando se enteren de que estoy embarazada. Soy una engreída.
Al acercarme al despacho de Jesse, la puerta se abre y sale un hombre. Parece tenso y aliviado
a la vez. Es Steve. Lo veo distinto, va vestido y no lleva un látigo en la mano. Me paro en seco,
sorprendida, sobre todo porque sigue de una pieza. Ahora no da la impresión de ser tan valiente.
—Hola —tartamudeo, algo avergonzada—. Soy Ava.
Me quedo mirándolo, y sé que es de mala educación, pero no sé qué decir. No tiene cardenales
ni los ojos morados; no cojea y no parece que le hayan dado a elegir entre entierro o incineración.
—¿Cómo estás? —pregunto cuando mi cerebro no me da una alternativa mejor.
—Bien —dice. Se mete las manos en los bolsillos y parece estar incómodo—. ¿Y tú?
—Muy bien. —Esto es muy raro. La última vez que lo vi, me había atado y me estaba azotando
con un látigo, era arrogante y adulador, pero ahora mismo no hay ni rastro de ese hombre—. ¿Has
venido a ver a Jesse?
—Sí —se ríe—. Lo he estado posponiendo. Quería disculparme.
—Ah —digo. Mi cerebro se niega a cooperar.
Parece que lo dice de corazón, pero si yo fuera hombre y Jesse quisiera matarme, me arrastraría
y pediría clemencia. No cabe duda de que eso es lo que ha hecho, de lo contrario no estaríamos
hablando. Puede que hayan pasado varias semanas, pero sé que mi hombre tenía la espinita clavada.
—También me gustaría pedirte disculpas a ti. —Empieza a tartamudear—. Lo... siii... sieeen...
to.
Niego con la cabeza. Ahora soy yo la que se siente avergonzada. Yo le pedí que me azotara. Soy
yo la que debería sentir remordimientos por haberlo puesto en el ojo del huracán.
—Steve, no debería habértelo pedido. Estuvo mal por mi parte.
—No —sonríe, esta vez con dulzura—. Hace tiempo que camino por una línea muy fina. Me he
dejado llevar, he perdido el respeto por las mujeres que confiaban en mí. En realidad, me has hecho
un favor, aunque desearía no haberte hecho daño.
Yo también le sonrío.
—Acepto tus disculpas si tú aceptas las mías.
Saca las llaves del coche y echa a andar.
—Disculpas aceptadas. Nos vemos.
—Nos vemos.
Abro la puerta del despacho de Jesse y lo encuentro de rodillas en el suelo. De repente me
vienen a la cabeza recuerdos muy dolorosos. No obstante, sigue llevando el traje puesto y hay
montañas y montañas de papeles esparcidas por el suelo. Levanta la vista y se me encoge el corazón
al ver una mirada de cansancio en su hermoso rostro. Está tan concentrado que la arruga en su frente
se ve muy profunda.
—Hola.
Cierro la puerta y su mirada pasa del cansancio a la felicidad en un nanosegundo.
—Aquí está mi bella mujer —dice sentándose con las rodillas flexionadas y los pies apoyados
en el suelo. Abre los brazos—. Ven aquí. Te necesito.
Me acerco despacio.
—¿Me necesitas o lo que necesitas es que me ocupe de todos estos papeles?
Me pone morritos y agita los brazos, impaciente.
—Las dos cosas.
Me siento entre sus muslos y me echo atrás hasta que tengo la espalda apoyada en su pecho. Me
rodea con los brazos y hunde la nariz en mi pelo. Inspira con fuerza.
—¿Cómo te encuentras?
—Mejor.
—Me alegro. Lo paso fatal cuando no estás bien.
—Pues entonces no deberías haberme dejado embarazada a traición —respondo, cortante, y me
gano un toque de rodilla en las costillas—. He visto a Steve.
—Mmm. —Me muerde la oreja.
—¿Le has preguntado si prefería que lo enterraran o que lo incineraran? —Sonrío al recibir otro
toque de rodilla.
—En realidad le he ofrecido una rama de olivo. El sarcasmo no te pega, señorita.
Me ha dejado sin habla. Me habría apostado la vida a que el pobre hombre tenía los días
contados.
—¿Qué te ha hecho ser tan razonable?
—Yo siempre soy razonable. Eres tú, mi bella mujer, la que no lo es.
No voy a discutir con él. Tampoco me voy a reír ni a burlar, pero su comentario me ha
recordado una cosa.
—¿Qué tiene de razonable encargar que me roben el coche? ¿Y cómo lo has hecho, si no tienes
la llave?
—Con una grúa —contesta sin vergüenza y sin darme más explicaciones.
Cojo unos papeles, cualquier cosa para contenerme y no empezar una discusión sobre lo
imposible que es.
—¿Qué tal tu día? —me pregunta.
Intento disimular y no ponerme tensa, y me doy una patada en el culo por haber huido de entre
sus brazos para que no lo note. Ahora que está tan relajado no quiero preocuparlo con menudencias
tales como las amenazas vacías de sus ex amantes despechadas.
—Productivo. ¿Nos ponemos con esto?
Gruñe pero me suelta.
—Bueno...
Pasamos una hora organizando un sinfín de papeles, recibos, contratos y facturas. Los he
ordenado por fecha en varios montones y les he puesto una goma elástica para que no se pierda
ninguno. Jesse se desploma en su silla y empieza a jugar con el ordenador. Lo observo mientras
termino de colocarle la goma al último montón. Está moviendo el ratón. La arruga de la frente es una
recta perfecta. Siento curiosidad. Me levanto a ver qué lo tiene tan absorto, aunque sospecho que ya
lo sé. Rodeo su mesa y me mira, luego apaga la pantalla a toda prisa.
—¿Cenamos?
Se pone de pie.
Lo miro sin fiarme un pelo y enciendo la pantalla. Tal y como imaginaba: cosas de bebés por
todas partes. Tiene abiertas varias pestañas y está consultando los catálogos de todas las marcas
imaginables. Incluso hay una de pañales ecológicos. Me vuelvo con una ceja levantada pero no
puedo enfadarme con él, y menos aún cuando se encoge de hombros, avergonzado, y empieza a
morderse el labio inferior.
—Sólo estaba investigando un poco —dice. Agacha la cabeza y araña la moqueta con los
zapatos.
Me derrito. Quiero darle un abrazo. Y eso hago. Lo abrazo a él y abrazo su entusiasmo... con
ganas.—
Sé que estás muy emocionado, pero ¿podríamos esperar un poco más para contarlo?
—Quiero gritarlo a los cuatro vientos —protesta—. Quiero contárselo a todo el mundo.
No parece el mismo hombre. ¿Qué ha sido del capullo arrogante y orgulloso al que conocí en
este mismo despacho?
—Ya lo sé, pero sólo estoy embarazada de unas pocas semanas. Trae mala suerte. Las mujeres
suelen esperar hasta la primera ecografía, por lo menos.
—¿Cuándo será eso? La pago yo. Te la haremos mañana mismo.
Me echo a reír.
—Es demasiado pronto para una ecografía. Además, de eso se encarga el hospital.
Me mira como si tuviera dos cabezas.
—¡No vas a tener a mi bebé en un hospital de la seguridad social!
—Creo...
—No, Ava. No admito discusión y punto —dice con ese tono de voz, el que he aprendido a no
desobedecer jamás—. De ninguna manera. —Niega con la cabeza.
Está claro que la idea lo horroriza.
—¿Qué crees que van a hacer?
—No lo sé, pero no pienso averiguarlo.
Me coge de la mano y me conduce en dirección a la puerta de su despacho.
—Los dos pagamos impuestos. Es un privilegio tener un sistema nacional de salud. Deberías
estar agradecido.
—Lo estoy, es maravilloso, pero no vamos a hacer uso de él. Punto.
—Neurótico —musito mirándolo con una sonrisa.
Me la devuelve, aunque sé que intenta seguir serio.
—Más o menos —contesta—. Me gusta ese vestido.
Su mirada vaga por el delantero de mi vestido de color nude entallado y con falda lápiz. A mí
también me gusta.
—Gracias.
—Ven, quiero enseñarte algo.
Abre la puerta y me pone la mano en la cintura para llevarme.
—¿Qué es? —pregunto dejando que guíe mi cuerpo por el pasillo.
Me dan escalofríos cuando su boca me susurra al oído:
—Ahora verás.
Siento curiosidad y también... me ha dejado sin aliento. Le basta con susurrarme y con tocarme
con una mano para que mentalmente le suplique que me haga suya. Es posible que sea cosa del
embarazo. O puede que sea él. Es él, seguro, pero las dos cosas juntas van a meterme en un buen lío
sexual.
Pasamos junto a los socios de La Mansión en el salón de verano. Jesse saluda con una
inclinación de la cabeza y yo les sonrío con dulzura. Subimos la escalera y seguimos por el pasillo
que lleva a la ampliación.
Abre la puerta de la última sala, esa de la que salí corriendo, en la que me senté en el suelo para
bocetar y en la que recibí una advertencia de Sarah. No me gusta especialmente, pero cuando entro
empiezo a ver el conjunto. Trago saliva.
Ya no es un cascarón vacío de escayola y suelos de madera. Es un lugar palaciego, decorado
con materiales suntuosos en negro y dorado. Camino lentamente observándolo todo, sumergiéndome
en el increíble espacio. La enorme cama que dibujé ha cobrado vida y preside la habitación. Las
sábanas son de satén dorado con calas negras de encaje bordadas. De las ventanas cuelgan pesadas
cortinas de oro del mismo material, y el suelo es suave y mullido bajo mis tacones. Estoy sobre una
gigantesca alfombra de pelo largo, tan gruesa que no me veo los pies. Recorro las paredes. Una de
ellas está cubierta por el papel que yo misma escogí y las otras tres están pintadas de oro mate, a
juego con las cortinas y la ropa de cama. Es casi una réplica exacta de mis dibujos.
Me vuelvo para mirar a Jesse.
—¿Lo has hecho tú?
Cierra la puerta.
—Le di tus dibujos a alguien y le dije que los hiciera realidad. ¿Se acerca?
—Mucho. ¿Cuándo?
—Eso da igual. Lo que importa es que te gusta.
Está intentando interpretar mi reacción, parece preocupado y algo nervioso.
—Es perfecta.
Era obvio que estaba nervioso, porque acaba de relajarse y parece otro.
—Es nuestra.
Abro unos ojos como platos.
—¿Nuestra?
«¿Eso qué quiere decir? ¿Pretende que vivamos aquí? No pienso vivir aquí.»
Capta mi preocupación porque sonríe un poco.
—Nadie ha estado, ni estará, en esta habitación. Ésta es nuestra. Si estoy trabajando y estás aquí
conmigo, a lo mejor te apetece dormir o descansar un rato.
—¿Quieres decir cuando se me hinchen los tobillos o esté dolorida y agotada por el peso del
bebé?
De repente me asalta un pensamiento horripilante. Vamos a tener un niño, vamos a ser una
familia, y La Mansión seguirá estando presente en nuestras vidas. El padre de mi hijo tiene un club de
sexo. Cuando nazca no querré traerlo aquí nunca, y si Jesse está trabajando, apenas podré verlo.
Prácticamente no tendrá tiempo para nosotros. Los sentimientos aterradores de inseguridad todavía
yacen latentes pero, ahora que me he dado cuenta de lo que nos espera, amenazan con asomar su fea
cabeza y hacerme retroceder unas cuantas casillas. Nunca se deshará de este lugar. Eso ya me lo ha
dejado claro. Era el bebé de Carmichael.
—Lo que quiero decir es que estará aquí para cuando la necesitemos —dice en voz baja.
No quiero necesitarla. Si no estuviéramos aquí nunca, entonces no la necesitaríamos. Pero me
callo. La ha hecho realidad para mí, así que aparto la mirada de los tiernos ojos verdes de Jesse y la
poso en las paredes oro pálido. No hay cuadros, ni fotos, ni nada colgando de ellas.
Excepto la cruz.
No puedo dejar de mirar el gigantesco crucifijo de madera. A cada extremo del madero
horizontal hay unos grilletes, brillantes, de oro, unas intrincadas piezas de metal clavadas en los
extremos para sujetar algo en su sitio.
Para sujetar a una persona.
Despacio, miro a Jesse, que no me quita la vista de encima. Quiere ver cómo reacciono ante la
pieza.—¿Por qué está eso aquí?
—Porque yo lo pedí.
Se ha metido las manos en los bolsillos, está callado y tiene las piernas ligeramente separadas.
—¿Por qué?
—Creo que puede... ayudar —dice. Se le han puesto los ojos vidriosos y se muerde el labio
inferior.
¿Ayudar? ¿Con qué? ¿Cómo va a ayudarnos a solucionar nuestros problemas un crucifijo de
madera? Ni siquiera sé con qué necesitamos ayuda. Pese a mi confusión, el corazón me late cada vez
más de prisa. Él está ahí de pie, con las intenciones escritas en esa frente que quita el sentido. Está
causando estragos en mis constantes vitales.
—¿Con qué necesitamos ayuda? —Mi voz es un murmullo ronco cargado de deseo.
Mis constantes vitales se vuelven locas cuando se me acerca lentamente.
—Lo quieres salvaje —dice en voz baja—, y no me siento cómodo sabiendo que llevas a mi
bebé en el vientre.
Se quita los Grenson y los calcetines, luego desliza la chaqueta por los hombros y la deja sobre
la cama.
—Le he dado muchas vueltas y he inventado el polvo de compromiso.
Se me corta la respiración y, por alguna razón que no comprendo, retrocedo. No sé por qué.
Confío en él, pero me sorprenden sus intenciones.
—No lo entiendo.
Tira del nudo de la corbata y se desabrocha los botones de la camisa.
—Ya lo entenderás.
La deja entreabierta para que mis ojos sólo puedan ver parte de su pecho. Cruza la habitación,
abre un armario y trastea con algo. Luego la música más espiritual y provocadora inunda la
habitación poco a poco.
Me pongo tensa.
—¿Qué es eso? —pregunto mientras se acerca a mí y me acaricia con su aliento.
Sexual, del Afterlife Mix de Amber —dice con ternura—. Muy apropiado, ¿no te parece?
No podría estar más de acuerdo, pero mi boca se niega a hablar para decírselo.
—No tiene que ser siempre sexo duro, Ava. Mando yo, sin importar de qué modo prefiera
hacerte mía. —Me empuja suavemente hasta que estoy delante de la cruz—. Además, lo que te gusta
no es el sexo duro, es que te haga mía sin titubeos —dice con voz grave y segura, como debe ser.
Tiene toda la razón. Es el poder que tiene sobre mí, no sólo el poder de su cuerpo.
—¿No vas a volver a echarme un polvo de entrar en razón? —pregunto con un hilo de voz.
Sus labios esconden una sonrisa.
—¿Vas a volver a llevarme la contraria?
—Es probable —susurro.
—Entonces no me cabe duda, mi querida seductora, de que lo haré. —Me pone un dedo bajo la
barbilla y me levanta la cabeza—. Si quiero follarte a lo bestia y hacerte gritar, lo haré. Si quiero
hacerte el amor y hacerte ronronear, Ava, lo haré.
Me besa con dulzura, se me cierran los párpados y mi respiración se vuelve irregular.
—Si quiero atarte a esa cruz, lo haré. —Lleva una mano a mi espalda y hace descender la
cremallera del vestido. Me lo baja y se agacha para que pueda terminar de quitármelo. En su
ascenso, me besa todo el cuerpo. Toma mi mano y besa mi anillo de boda—. Eres mía, así que haré
contigo lo que me plazca.
Sigo con los ojos cerrados y la cabeza gacha. Mi respiración es leve y superficial, y mis oídos
están saturados de las notas lentas y sensuales de la música. La piel me arde. Que me haga lo que
quiera. Que me tome como quiera.
Me quita el sujetador, me levanta el brazo y, con la mano, toco el grillete de oro. Se cierra
sobre mi muñeca y me besa otra vez antes de guiar mi otra mano al otro grillete.
Estoy atada, expuesta en la cruz, a su merced. Pero estoy cien por cien a salvo y cien por cien
cómoda.
—Nena, mírame —susurra acariciándome la mejilla.
Levanto los pesados párpados y sus estanques verdes de puro amor me dejan tonta.
—Dime que nunca antes habías hecho esto.
Es el único pensamiento que me distrae. Cuando estuve en el salón comunitario no vi nada que
sugiriera este nivel de intensidad y de intimidad entre dos personas, pero no me quedé mucho rato y,
aunque lo que presencié fue intenso, no había nada de amor en aquello. Entre nosotros, sí.
Desliza la mano por mi nuca y tira para que nuestras caras estén lo más cerca que pueden estar
sin tocarse.
—Nunca.
Su boca cubre la mía con ternura y cierro los ojos. Me abro a sus labios, con gusto pero sin
prisa. Me siento tranquila y relajada mientras su lengua acaricia mi boca, se retuerce, me lame y se
retira para volver a entrar y continuar seduciéndome poco a poco. No me molesta no poder
abrazarlo. Me sujeta el cuello con firmeza, me besa como si fuera de cristal y yo no puedo tocarlo.
Su boca me da todo lo que necesito. No siento deseos de un contacto más fiero. Esto es simplemente
perfecto.
Traslada la boca a mi oreja. Pasa la lengua por el borde de mi lóbulo y le acerco la mejilla en
busca de una caricia más profunda. La sombra de su barba es una vieja conocida. No paro de
estremecerme. La sensual rutina de sus labios me provoca un hormigueo constante en cada centímetro
de mi piel. Luego abandona mi oreja y se aparta.
—Abre los ojos, nena.
Tengo que echar mano de toda mi decisión para obedecer y ver cómo se quita la camisa. Su piel
ligeramente bronceada y su cuerpo tonificado son un placer para mi vista, que vaga por el amplio
territorio de su pecho, por sus pectorales, por su abdomen y su cicatriz. Es una visión que me hace
desear no tener las manos atadas. Sin embargo, pronto olvido mis ganas de tocarlo porque se quita el
cinturón, se desabrocha el botón del pantalón y la bragueta y se baja los pantalones por los muslos
robustos.
Está de pie delante de mí, desnudo y fenomenal. Ya no me siento tan tranquila. Estoy luchando
contra el impulso de intentar quitarme los grilletes y gritarle que quiero tocarlo. Se da cuenta de que
voy perdiendo el control porque en un nanosegundo se ha pegado a mi cuerpo, mirándome a los ojos.
—Deja que la música te envuelva, Ava. Contrólalo.
Lo intento, pero con sus músculos en contacto con mi cuerpo maniatado me es muy difícil.
—No puedo —confieso sin ningún pudor. No siento vergüenza. Me estoy consumiendo.
Cierro los ojos otra vez para sacar fuerzas de flaqueza y obedecerlo. De repente tengo las
manos tibias y me doy cuenta de que ha envuelto mis puños con sus manos. Abro los puños en
silencio para que vea que colaboro, y me suelta antes de deslizar los dedos por el interior de mis
brazos. Se me pone la carne de gallina a su paso, hasta que llega a mi pecho y me coge las tetas con
ambas manos. Cierro los ojos pero sé que su boca se acerca. Siento su aliento en mi pecho derecho.
Su táctica es precisa. Chupa, lame, me besa el pezón y vuelta a empezar. Chupa, lame y besa. Echo la
cabeza atrás, suspiro en silencio y dejo la cabeza muerta. Un cosquilleo bulle entre mis piernas y late
a un ritmo constante.
Sus dientes se cierran sobre mi pezón y levanto la cabeza con un grito. No me suelta, a pesar de
que es evidente que me duele. Me mira a través de sus largas y espesas pestañas y me dice que
aguante. No voy a rendirme. No voy a pedirle que pare. Bloqueo el dolor y lo miro, decidida. Sonríe
con mi pezón entre los dientes. Sé que he hecho bien en bloquearlo. Me suelta, la sangre vuelve a
fluir y luego chupa mi pezón para devolverle la vida. Dejo escapar un profundo gemido.
—Mi hermosa mujer está aprendiendo a controlarlo —masculla bajándome las bragas y
dándome un golpecito en cada tobillo para quitármelas. Se abre camino a besos entre mis pechos y
mi garganta. Vuelve a mis labios, me coge con delicadeza el coño y, lentamente, me penetra con dos
dedos. Estoy jadeando al instante—. Chsss —susurra—. Disfrútalo, Ava. Siente cada pizca de placer
que te regalo.
Saca los dedos y vuelve a metérmelos. Empuja hacia arriba, hasta el fondo. Puede ser tierno y
comedido, pero mis músculos se aferran con fuerza a él. De pronto, ya no están, pero antes de que
pueda protestar por la retirada siento la punta empapada de su polla en el clítoris. A él también le
cuesta coger aire, aunque estoy demasiado ebria de sus ardientes caricias como para decirle que lo
controle. Me encantaría decirle que lo controle. Restriega la punta, dura y resbaladiza por mi sexo,
levanta la cabeza y respira en mi boca. Nos miramos fijamente, con total adoración, y acerca los
labios despacio y me besa. Es un beso pasional, cargado de deseo y de devoción.
Esta vez gemimos los dos, los dos nos quedamos sin aliento y a los dos nos tiemblan las
rodillas.
—¿Aguantan bien tus brazos? —masculla en mi boca.
—Sí.
—¿Estás lista para que te posea, Ava? Dime que estás lista.
—Estoy lista —digo, en una nube.
Se encorva y se queda suspendido a las puertas de mi sexo; luego suelta mis labios.
—Abre los ojos para que te vea, nena.
Obedezco; su magnetismo los atrae allá donde deben estar. Observo cómo se desliza hacia mi
interior sin prisa.
—Dios —exhalo manteniendo el contacto visual, no quiero romper nuestra increíble intimidad.
—Jesús —resopla, niega con la cabeza y un velo de sudor se materializa en su frente cuando me
pasa los brazos por debajo del culo y lo levanta a la altura de sus estrechas caderas.
Coge impulso y arremete hacia adelante con un gemido ronco. Acerca la boca y me muerde la
garganta. Ladeo la cabeza y cierro los ojos mientras me lame el cuello sin prisa. Termina con un
tierno beso en mi oreja.
—Yo marco el ritmo —masculla—. Y tú me sigues.
Sus palabras me hacen tragar saliva y volverme hacia su boca. Capturo sus labios y lo adoro
mientras me bendice con los avances constantes, consistentes y controlados de sus caderas.
Mete y saca. Mete y saca. Mete y saca.
Cuando estamos así no existe nada ni nadie más. Nos hallamos rodeados por esta música
tranquila, los dos estamos en paz, pero los dos nos hemos quedado pegajosos, resbalando por la piel
del otro y enajenados de placer.
Me la saca y me la vuelve a meter. Me está llenando entera, y no sólo con cada una de sus
estocadas perfectas. Mi corazón también está lleno. Está repleto de un amor fiero, fuerte e inmortal.
Me penetra una vez más pero su respiración es muy superficial.
—Vas a correrte —digo. Mis palabras son una dulce bocanada de aire.
—Aún no.
Cierra los ojos con fuerza y la arruga de la frente va de una sien a otra pero mantiene el ritmo
constante. Su autocontrol es increíble. En cambio, yo estoy llegando rápidamente a donde necesito
llegar. Sólo de verle la cara una espiral de placer desciende hacia mi vientre y me preocupa acabar
antes que él.
Jadeo y poso los labios en los suyos. Esta vez soy yo la que lo provoca, y él acepta de buena
gana. Su lengua entra en mi boca y traza grandes círculos entrelazada con la mía. Sus dedos se clavan
en mi culo y me levanta un poco más alto para poder penetrarme con más profundidad. Me la clava
hasta el fondo y grita en mi boca cuando suelto sus labios y me refugio en el hueco de su cuello.
Reprimo un grito en cuanto empiezan los espasmos febriles. Me penetra intensamente, se retira
despacio y fluye de vuelta sin perder el control.
—Jesús, María y José —gruñe en voz baja retirándose y embistiéndome de nuevo con una
última estocada demoledora.
—¡Jesse! —Le clavo los dientes en el hombro mientras cabalgo las violentas pulsaciones que se
disparan a todos los rincones de mi cuerpo. Arquea la espalda, grita, me aprieta las nalgas al
correrse, y entonces recibo su tibia esencia, que me desborda, me calienta y me completa. Estoy
mareada y no puedo moverme pero, por extraño que parezca, me siento más fuerte que nunca.
Tiene la cara enterrada en mi cuello y yo tengo la mía en el suyo. A pesar de lo tranquila que ha
resultado la sesión amatoria, el final no ha sido un tranquilo paseo hacia el orgasmo, ni una explosión
acelerada y frenética. Hemos encontrado el punto intermedio, una mezcla del Jesse gentil y del señor
del sexo dominante que tanto me gusta.
—Ha sido perfecto —le susurro al oído.
Ahora sí que necesito abrazarlo, pero no me hace falta decírselo, ya está cogiéndome en brazos
con una mano y quitándome los grilletes con la otra. Luego cambia de mano. A pesar de que se me
han dormido los brazos, encuentro la forma de agarrarme a sus hombros. Lo abrazo con todo mi ser.
Lo aprieto fuertemente con los muslos y apoyo la mejilla en su hombro mientras me lleva a la cama y
me acuesta debajo de él. El satén frío es un agradable contraste con mi espalda sudada, y no se me
pasa por alto que Jesse no está dejando caer todo su peso sobre mí.
—¿Te gusta nuestra habitación? —me pregunta con la nariz escondida en mi pelo.
Sonrío mirando al techo.
—Le falta una cuna. Ya sabes, para cuando traigamos al bebé aquí. —La idea es dejarlo caer, y
parece que surte efecto porque su cuerpo en recuperación se queda inmóvil.
Se levanta de encima de mí y se tumba a mi lado, con la cabeza apoyada en la mano y el codo en
la cama. Dibuja círculos con el dedo alrededor de mi ombligo.
—El sarcasmo no te pega, señorita.
Pongo cara de inocente. Sé que no supondrá la menor diferencia: me ha pillado.
—Una cosa. —Levanta las cejas y una mirada muy seria desciende por mi cuerpo para ver las
rotaciones de su dedo—. Tienes barriga.
—¡No seas tonto! ¡Si acabo de quedarme embarazada!
—No soy tonto —replica acariciándome el vientre con la palma de la mano—. Es muy pequeña,
pero está ahí. —Se agacha y me besa en la barriga antes de volver a apoyar la cabeza en la otra mano
—. Conozco este cuerpo, y sé que está cambiando.
Frunzo el ceño y me miro el vientre. A mí me parece que está plano. Se está imaginando cosas.
—Lo que tú digas, Jesse. —No voy a discutir después del momento perfecto, aunque me muera
de ganas de darle una bofetada por insinuar que he cogido peso.
Vuelve a agacharse y acerca la boca a mi abdomen.
—¿Lo ves, cacahuete? Tu madre está aprendiendo quién manda aquí.
—¡Nada de cacahuete! —Levanto la cabeza y lo miro de mala manera. Él me sonríe—. Ya
puedes ir pensando otro nombre. No vas a llamar a nuestro bebé igual que esa cosa asquerosa con la
que estás obsesionado y que engulles a diario.
—Estoy obsesionado contigo y también te devoro a diario, pero no puedo llamar al bebé
pequeña seductora desobediente.
—No, eso no estaría bien. Pero podrías llamarlo «nena». —Ahora soy yo la que se ríe.
Se levanta de un salto y se sienta sobre mis caderas. Me sujeta las manos junto a la cabeza pero
sin apoyarse en mi vientre.
—Lo llamaremos cacahuete.
—Jamás.
—¿Te echo un polvo de entrar en razón?
—Sí, por favor —contesto con demasiadas ganas y una enorme sonrisa.
Se ríe y me da un beso casto.
—El embarazo te está convirtiendo en un monstruo. Vamos. Mi mujer y el cacahuete deben de
tener hambre.
—Tu mujer y el bebé tienen mucha hambre.
Le brillan los ojos cuando me levanta de la cama. Me viste antes de ponerse el bóxer, los
pantalones y la camisa. Le aparto las manos y le abrocho los botones mientras él me observa en
silencio. Le meto la camisa por dentro de los pantalones y apoyo la mejilla en su pecho mientras me
tomo mi tiempo para dejarlo presentable.
—¿Cinturón? —pregunto apartándome un poco.
Se agacha y lo recoge del suelo. Me lo da con una sonrisa divertida. Lo cojo, le devuelvo la
sonrisa, lo paso por las trabillas del pantalón y se lo abrocho.
—Ya estás.
—No —dice señalando los zapatos—. Si vas a hacer algo, hazlo bien.
Ignoro su insolencia y hago que se siente en el borde de la cama. Me arrodillo delante de él con
el culo sobre los talones y empiezo a ponerle los calcetines.
—¿Está bien así, mi señor? —Tiro del vello rubio que le cubre la base de la espinilla.
Da un respingo.
—¡Joder! —Se frota la espinilla—. Eso sobraba.
—No seas descarado —le contesto, cortante.
Le dejo los zapatos junto a los pies y me levanto.
Se los pone y se levanta; recoge la chaqueta, mete la corbata en el bolsillo y no deja de mirarme
con el ceño fruncido.
—Eres un monstruo.
Le sonrío con dulzura. La arruga de la frente desaparece y sus labios se relajan.
—¿Listo?
Asiente, me coge de la mano, me saca de nuestra habitación y me conduce al bar. Me deja en el
taburete de siempre y Mario aparece en un santiamén.
—¡Señora Ward! —Su voz y su acento alegres me ponen siempre de buen humor.
Sonrío.
—Mario, llámame Ava —lo regaño en broma—. ¿Cómo te va?
—¡Va! —Se echa el trapo al hombro y se acerca—. Muy bien, gracias. ¿Qué le apetece tomar?
—Dos botellas de agua —interviene Jesse—. Sólo agua, Mario.
Le dedico una mirada de crítica a mi marido, que se ha sentado en el taburete libre que había a
mi lado.
—Me gustaría tomar un poco de vino con la cena.
Mi mirada de reproche no lo conmueve ni un poco. De hecho, ni siquiera me mira.
—Puede, pero no hay vino para ti. Dos botellas de agua, Mario. —Esta vez no se lo está
pidiendo, sino que se lo está ordenando y, a juzgar por la expresión asustada del camarero, no
volverá a ofrecerme alternativas al agua.
Mario corre a la hilera de neveras que hay detrás de la barra mientras yo observo a Jesse, que
se niega a mirarme a la cara. Le hace un gesto a Pete para que se acerque.
—Dos filetes, Pete. Uno al punto y otro muy hecho. Sin sangre.
La cara de confusión de Pete salta a la vista, y la que pongo yo, de escepticismo, también.
—Eh, vale, señor Ward. ¿Con ensalada y patatas nuevas? —pregunta Pete, que me observa con
aire de no entender nada. Yo estoy demasiado ocupada admirando a mi marido imposible como para
saludarlo.
—Sí, y asegúrate de que uno de los filetes está cocido del todo. —Jesse coge la botella que le
ofrece Mario y empieza a servirme un vaso—. ¿El aliño lleva huevo?
Me atraganto y toso. Ni se entera. Está muy ocupado mirando a Pete con una ceja enarcada. El
pobre hombre no tiene ni idea de lo que está pasando.
—No lo sé. ¿Quiere que lo pregunte?
—Sí. Si lleva huevo, que no le pongan aliño ni al filete ni a la ensalada.
—De acuerdo, señor Ward.
Mario y Pete se retiran y nos quedamos a solas en el bar, yo asombrada y en silencio y Jesse
sirviendo agua para no tener que mirar a su esposa. Sabe que lo estoy observando boquiabierta, vaya
si lo sabe.
Me vuelvo para mirar al frente, tranquila y sosegada, pero por dentro estoy que muerdo. No
puedo contenerme.
—Si no vas a esa cocina, cambias mi comanda y me traes una copa de vino, voy a estar un paso
más cerca de irme a casa de mis padres lo que me queda de embarazo —le espeto.
Ahora sí que me mira. Sus sorprendidos ojos verdes me están taladrando el perfil. Cojo mi vaso
de agua y me vuelvo hacia él.
—No vas a decidir mi dieta, señor Ward.
—Ya te has emborrachado una vez estando embarazada —sisea en voz baja. No está contento, y
yo tampoco.
—Estaba cabreada contigo. —Todavía parezco tranquila y sosegada, pero me siento culpable.
Levanta las cejas.
—¿Así que vas y lo pagas con mi bebé?
El resentimiento le sale a borbotones.
—Deja de decir «mi bebé». Es nuestro.
—¡Eso mismo quería decir!
—Entonces ¿no te preocupas por mí? ¿Ya no te preocupa mi seguridad? —Espero que reaccione
a mis palabras.
Debo de haberlo dejado de piedra porque no contraataca. Sólo se muerde el labio inferior con
ganas. Los engranajes trabajan a mil por hora. Por fin suspira y gira el taburete para no verme. Se
lleva las manos al pelo rubio ceniza.
—Mierda —maldice en voz baja—. ¡Mierda, mierda, mierda!
—Lo digo en serio, Jesse. —Le recuerdo mi amenaza.
Necesito que sepa que no voy a consentírselo. Hice mal en salir por ahí y emborracharme
sabiendo que estaba embarazada, pero fue el resultado de lo que me hace este hombre, de lo que
provoca en mí. No volveré a emborracharme, pero una copa pequeña de vino tinto no va a hacerme
daño, y un filete con un poco de sangre es inofensivo. Y no quiero ni hablar de los huevos.
Cierra los ojos con fuerza, respira hondo y me mira. Deja mi botella de agua sobre la barra y
luego me coge las manos.
—Lo siento.
Estoy a punto de caerme del taburete.
—¿De verdad? —digo. Hay un matiz de sorpresa en mi voz. Y eso que mi amenaza iba en serio.
Pero no esperaba que me tuviera en consideración.
—Sí, lo siento. Voy a tardar un poco en acostumbrarme.
Me echo a reír.
—Jesse, esto ya es bastante duro sin tener que lidiar con un hombre controlador. No lo tenía
planeado, ni siquiera me había parado a pensarlo. No te necesito encima de mí a todas horas,
diciéndome qué hacer y qué no y vigilando todo lo que como. Por favor, no me lo hagas aún más
difícil. —He empezado entre risas pero he terminado el discurso muy seria. Todo lo que he dicho es
la pura verdad, y lo sabe: sus ojos apenados me lo confirman.
Sé que no puede evitarlo, pero tendrá que hacerlo. Necesito que vea que todo va bien, a ver si
así se relaja. Es un plan muy ambicioso si tenemos en cuenta que apenas está aprendiendo a controlar
su forma imposible de ser cuando se trata de mí.
Suspiro, bajo del taburete y me coloco entre sus piernas.
—Quiero que mi bebé tenga un padre. Intenta relajarte para que no te dé un infarto del estrés —
digo, y le como la cara a besos.
—Mmm. Lo intentaré, nena. Lo estoy intentando, de verdad, pero ¿no podemos llegar a un
acuerdo?
—¿Qué clase de acuerdo?
Me coge del pelo y aparta mis labios de su cara. Hace un mohín.
—Por favor, no bebas —me suplica con la mirada.
Me doy cuenta de lo importante que es para él. Es un ex alcohólico, aunque no quiera admitirlo.
Que eche un trago en circunstancias normales ya es muy desconsiderado por mi parte. Que beba
estando embarazada es mucho peor: es cruel.
—Vale —asiento, y la cara de alivio que me pone me hace sentir fatal—. Ve y pídeme un filete
en condiciones. —Le doy un pico y me siento de nuevo en mi taburete—. Y quiero aliño en la
ensalada.
Me acaricia la mejilla y me deja en el bar para cumplir con su obligación: conseguirle a su
esposa un filete al punto.
Miro a mi alrededor y noto que hay mucha gente en el bar, no me había dado cuenta cuando he
entrado con Jesse. Estábamos ocupados peleando y haciendo las paces. ¿Nos habrán oído?
¿Acabamos de desvelar, en un bar repleto de desconocidos, que estoy encinta? Miro a un grupo y a
otro, todos beben y charlan, pero el interés y la curiosidad que todos sienten hacia mí cuando estoy
en La Mansión es palpable. Veo a Natasha en la esquina, con la mujer número uno y la número dos, y
me quiero morir cuando sus miradas se posan en mi vientre. Me pongo colorada y me vuelvo hacia la
barra para escapar de sus miradas inquisitivas. Es tan fácil olvidarse de todo y de todos cuando
estamos abrazados, cuando discutimos o hacemos las paces...
—Buenas noches, Ava. —El tono reservado de Drew me saca de mis cavilaciones y alucino al
verlo en vaqueros. Lleva una camisa formal remetida por el pantalón y el pelo negro tan repeinado
como siempre, pero ¿vaqueros?
—Hola. —No puedo evitar mirarlo de arriba abajo varias veces y, cuando lo noto incómodo,
me doy cuenta de que sabe que le estaba dando un repaso. Es de mala educación y paro al instante—.
¿Cómo estás?
—Muy bien, ¿y tú? —Saluda a Mario, que saca un botellín de cerveza de una de las neveras y
se la sirve.
—Muy bien.
—Ah, enhorabuena —dice levantando la cerveza en mi dirección, y luego le da un trago.
Lo miro, atónita. ¿Él también lo sabe?
—Pensé que no lo verían mis ojos —añade negando con la cabeza.
—¡Sí! —canturrea Mario—. ¡Un bebé!
Mi suspiro de exasperación es alto y claro. Espero que mi querido marido lo oiga desde la
cocina, donde está asegurándose de que mi filete está rosa por dentro.
—Gracias. —No sé qué otra cosa decir, hasta que Jesse regresa al bar y preparo mi discurso
mentalmente.
Se me adelanta:
—Recuerda que no es asunto nuestro.
—¿Qué? —Frunzo el ceño cuando me dirige una mirada de advertencia. El problema es que no
sé de qué quiere advertirme—. ¿De qué estás hablando?
Pone los ojos en blanco, coge su botella de agua de la barra y entonces los veo.

Sam y Kate.

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1 comentario:

  1. No puedo leer el siguiente capitulo ayudaaaaaa!!!!! Por favor !!!!!

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