Capítulo 17
Me despierto y oigo el zumbido. Me incorporo y
de inmediato aparecen las náuseas, así que vuelvo a
tumbarme con un gemido. Me doy cuenta de mi
error cuando se me revuelve el estómago. No tengo
tiempo para evaluar lo mal que me encuentro. Voy
a vomitar.
Salto de la cama y corro al cuarto de baño. Casi
no consigo llegar a nuestro encantador lavabo
para decorar la taza con la cena de anoche.
—No —lloriqueo cortando un trozo de papel
higiénico.
Ahora nada está bien. Mi cuerpo rechaza mis
felices pensamientos. Me quedo abrazada al váter
una eternidad, con la cabeza apoyada en los
brazos, luchando contra los sudores fríos y gimoteando
en el gigantesco cuarto de baño.
—Mierda —refunfuño—. ¿Por qué me haces esto? —le
pregunto a mi vientre—. Eres tan
imposible como tu padre.
Suspiro, me levanto, vuelvo a la habitación y me
pongo lo primero que pillo: la camisa que
Jesse llevaba ayer. No intento arreglarme porque
quiero que me vea sufrir. Bajo la escalera y lo
encuentro saliendo del gimnasio, espectacular en
pantalón corto y con una toalla sobre sus magníficos
hombros. El pelo es un amasijo de mechones
húmedos sobre su frente resplandeciente. Me pone
mala.
—Ay, nena —susurra con cariño—. ¿Te encuentras
muy mal?
—Fatal. —Intento poner morritos, pero mi cuerpo
exhausto no me deja. Estoy de pie delante de
él, con los brazos caídos y sin vida. Me
compadezco de mí misma.
Me coge en volandas y me lleva a la cocina.
—Iba a preguntarte por qué no estás desnuda.
—Ni te molestes —gruño—. Te vomitaré encima.
Se ríe, me sienta en la encimera y me aparta el
pelo de la cara macilenta.
—Estás preciosa.
—No mientas, Ward. Estoy horrible.
—Ava... —me regaña con dulzura.
No pido perdón, más que nada porque apenas tengo
fuerzas para hablar.
—Debes comer.
Tengo arcadas sólo de pensar en echarle comida a
mi estómago. Niego con la cabeza,
suplicante. Sé que es una batalla perdida. No me
dejará en paz hasta que haya desayunado.
Oigo la puerta principal y a Cathy, que
canturrea alegremente. Sólo llevo puesta la camisa de
Jesse, pero ni siquiera puedo preocuparme por
eso. Me quedo donde estoy, tranquila, sin moverme y
con unas náuseas espantosas.
—¡Buenos días! —nos saluda dejando su enorme
bolsa de tela en la encimera—. Ay, cielo,
¿qué te pasa?
Jesse contesta por mí, cosa que está muy bien
porque yo he perdido el habla.
—Ava está algo indispuesta.
Doy un respingo. Se ha quedado muy corto. Pego
la frente contra su pecho. Es como si estuviera
muerta.—
¿Las temidas náuseas matutinas? Se te pasará
—anuncia Cathy como si no pareciera que estoy
lista para entregar mi alma a Dios. Por lo
visto, ella también está enterada.
—¿De verdad? —balbuceo pegada a Jesse—. ¿Cuándo?
Me acaricia la espalda y me besa el pelo pero no
dice nada. Es buena señal, él también quiere
oír la respuesta.
—Depende. Chico, chica, mamá, papá —dice la
mujer poniendo la tetera al fuego—. Algunas
mujeres dejan atrás las náuseas a las pocas
semanas. Otras lo pasan fatal durante todo el embarazo.
—Ay, Dios —aúllo—. No me digas eso.
—Chitón. —Jesse me hace callar y me masajea la
espalda con más fuerza. Ni siquiera estoy
haciéndome la blanda. Esto es mucho peor de lo
que parece.
—¡Jengibre! —exclama entonces Cathy.
La extraña palabra que no tiene relación con
nada me hace levantar la cabeza del torso de mi
marido.
—¿Qué?
—¡Jengibre! —repite rebuscando en su bolsa.
Miro a Jesse, que parece igual de perdido.
—Necesitas jengibre, querida —explica sacando un
paquete de galletas de jengibre—. He
venido preparada. —Aparta a Jesse, abre el
paquete y me ofrece una galleta—. Tómate una todas las
mañanas nada más levantarte. ¡Hace milagros!
Verás, come.
Con Jesse vigilante y Cathy haciendo de madre no
tiene sentido rechazar la galleta. La agarro y
le doy un pequeño mordisco.
—Te asentará el estómago. —Me dedica una cálida
sonrisa y me coge la mejilla—. Estoy muy
emocionada.
No comparto su entusiasmo, no cuando me
encuentro así de mal. Sonrío débilmente y dejo que
Jesse me siente en el taburete.
—El nuevo me ha dado esto —dice entonces ella al
tiempo que le entrega a Jesse el correo—.
Es un joven muy guapo, ¿verdad?
Eso me hace reír, y más cuando Jesse da un
respingo de disgusto y le arrebata los sobres de
entre los dedos arrugados.
—Sí, es muy majo —confirmo. De repente soy capaz
de articular una frase entera—. Pero yo
creo que vas a echar de menos a Clive, ¿no,
Cathy?
—¡Para nada! —Saca los bagels y nos los enseña. Jesse y yo asentimos—. Voy a salir con él
esta noche.
Le doy un codazo a mi hombre mientras mordisqueo
los bordes de mi galleta, pero él me ignora.
En vez de darle gusto a mi mente curiosa, se
dedica a abrir el correo.
—¡Seguro que lo pasáis bien! —digo. Esto me
interesa.
—Seguro que sí —afirma ella metiendo los bagels en la tostadora. Saca los huevos de la
nevera.
Estoy charlando con Cathy la mar de contenta,
desayunando, escuchando adónde la va a llevar
Clive y contándoselo todo sobre mis náuseas
matutinas. De repente me doy cuenta de que Jesse lleva
mucho rato callado. De hecho, ni siquiera se ha
movido. Tampoco ha tocado su bagel. Le acerco el
plato.
—Cómete el desayuno.
No se mueve, y parece que no me ha visto.
—¿Jesse? —inquiero. Es como si estuviera en
trance—. Jesse, ¿estás bien?
Le da la vuelta a un sobre y lo mira. Yo
también.
Jesse Ward
Confidencial
—¿Qué es eso? —pregunto.
Me mira. Tiene los ojos opacos y recelosos. No
me gusta.
—Sube al dormitorio —me ordena.
Frunzo el ceño.
—¿Por qué?
—No me obligues a repetírtelo, Ava.
Me callo intentando adivinar qué le pasa, pero
lo único que saco en claro es que está mosca
conmigo. Aun así, sé que tengo que subir al
dormitorio antes de que me lo diga dos veces. Es uno de
esos momentos en los que sé que no debo
discutir. Está empezando a temblar y, aunque no tengo ni
idea de por qué, estoy segura de que no es apto
para los oídos de Cathy. Me bajo del taburete y me
retiro. Salgo de la cocina y subo la escalera
que lleva al dormitorio principal. Me pregunto qué le
pasa. No me da mucho tiempo para pensarlo, porque
entra a grandes zancadas en la habitación con el
sobre y la carta en la mano.
Le hierve la sangre; lo noto por cómo le
tiemblan las manos y en lo turbio de sus ojos. Me deja
clavada en el sitio con una mirada asesina.
—¿Qué coño es esto?
Miro el papel que sostiene en la mano pero no
tengo ni idea de lo que es.
—¿Qué es? —pregunto, aprensiva.
Arroja el papel al espacio que hay entre
nosotros.
—¿Ibas a matar a nuestro bebé? —inquiere
despacio.
La tierra se abre bajo mis pies y siento que me
precipito al vacío. No puedo mirarlo. Tengo los
ojos llenos de lágrimas y no sé adónde mirar. Mi
cerebro no responde, pero aunque me diera alguna
pista y pusiera las palabras adecuadas en mi
boca, le estaría mintiendo y él lo sabría.
—¡Contéstame! —ruge.
Doy un brinco, sobresaltada, pero sigo sin poder
mirarlo. Estoy muy avergonzada, y después de
pasar estos días con Jesse, de verlo tan feliz,
de ver cómo me cuida y lo atento que es, la culpa me
corroe. No puede ser peor. Pensé en poner fin a
mi embarazo. Pensé en librar a mi cuerpo de este
bebé. Su bebé. Nuestro bebé. No tengo excusa.
—¡Ava, por el amor de Dios!
Antes de que pueda pensar en algo que decir, me
coge por los antebrazos y se agacha para que
nuestras caras queden a la misma altura. Aun
así, me niego a mirar sus ojos verdes. No puedo
enfrentarme a lo que sé que voy a encontrarme.
Desprecio... Asco... Desconfianza.
—¡Maldita sea, mírame!
Niego débilmente con la cabeza, como la cobarde
patética que soy. Se merece una explicación
pero no sé por dónde empezar. Mi cerebro ha
echado el cierre, como si me estuviera protegiendo de
lo inevitable: Jesse va a perder el control. Ya
está al límite.
Me coge bruscamente de la barbilla y la levanta
para obligarme a mirarlo. Tengo los ojos llenos
de lágrimas pero veo con claridad meridiana su
expresión de dolor.
—Lo siento —sollozo. Es lo único que se me
ocurre. Es lo único que debería decir. Siento
mucho haber pensado hacer una cosa tan horrible.
Se derrumba delante de mí y me siento aún más
culpable.
—Me has roto el corazón, Ava.
Me suelta y se mete en el vestidor. Me deja
hecha un trozo de carne patético y tembloroso. Las
náuseas matutinas han desaparecido, pero la
vergüenza no me deja ni respirar. De repente me doy
asco, así que me hago una idea de lo que Jesse
opina de mí.
Reaparece con un puñado de ropa pero no la mete
en una maleta ni va al baño a coger nada más,
sino que sale de la habitación vestido
únicamente con los pantalones de deporte.
Tengo tal nudo en la garganta que ni siquiera
puedo gritarle que se quede. Estoy paralizada. Lo
único que funciona son mis ojos, que sueltan un
chorro imparable de lágrimas. La puerta principal se
cierra entonces de un portazo. Me quedo llorando
en silencio, hecha un ovillo en el suelo.
—¿Ava, cielo? —La voz suave y cálida de Cathy
apenas es audible entre mis sollozos—. Dios
mío, Ava, ¿qué ha pasado?
Es evidente que esto no son náuseas matutinas y
que ha oído los gritos de Jesse.
Me aprieta contra su cuerpo mullido e
instintivamente me abrazo a ella.
—No llores, cariño, no llores... —Me acuna con
cuidado, intentando que me calme y
susurrándome palabras de consuelo al oído—. Ay,
Ava. Vamos, cariño. Dime qué ha pasado.
Intento hablar pero sólo consigo llorar con más
fuerza. La necesidad que siento de compartir mi
culpa, mis remordimientos, no sirve más que para
que me dé cuenta de lo egoísta que he sido.
—Ya, ya... Voy a prepararte una taza de té —me
conforta Cathy.
Levanta su cuerpo rechoncho del suelo del
dormitorio y me coge del brazo para intentar que me
mueva. Lo consigo, a duras penas, y me acuna
bajo su brazo y me lleva a la cocina.
Saca un pañuelo del bolsillo del delantal, me lo
ofrece y se dispone a preparar el té. La observo
en silencio, salvo cuando se me escapa un hipido
mientras trato de controlar mi cuerpo tembloroso y
mi respiración errática. Lo estoy intentando con
todas mis fuerzas, pero no puedo dejar de pensar en
todas las veces que lo he visto enloquecer de
ira, sólo que esta vez parecía trastornado de verdad.
Esta vez lo he vuelto loco de verdad.
Cathy deja la tetera en la isleta y sirve dos
tazas. Pone un par de azucarillos en la mía, aunque
no me lo ha preguntado y yo tampoco se los he
pedido.
—Necesitas energía —dice removiendo la taza de
té que a continuación me coloca entre las
manos—. Bebe, querida. No hay nada que no cure
una taza de té.
Coge la suya, sopla, y una oleada de vapor se
desintegra delante de mí. Me quedo mirándola
hasta que ya no está. Entonces me quedo mirando
a la nada.
—Cuéntame por qué mi chico está de tan mal humor
y tú en este estado.
—Pensé en abortar. —Miro al frente, no quiero
ver la cara de horror que sin duda tendrá en
estos momentos la buena, dulce e inocente
asistenta.
Su silencio y la taza de té que veo suspendida
delante de sus labios me confirman mis
sospechas. Se ha quedado de piedra y, después de
oírlo en voz alta, yo también. Estoy aún más
avergonzada que antes.
—Ah —se limita a decir. ¿Qué otra cosa puede
añadir?
Sé lo que debería decir yo. Debería explicarme y
darle mis razones, pero no sólo siento que he
decepcionado a Jesse y que le he fastidiado su
felicidad, sino que me parece que debo protegerlo. No
quiero que Cathy lo juzgue por cómo se las apañó
para dejarme embarazada, que es de traca. Es la
única razón por la que consideré el aborto. Eso
y el hecho de que pensaba que no estaba preparada.
Sin embargo, estos últimos días me han
demostrado lo contrario. Jesse ha desenterrado un profundo
sentimiento de esperanza, de felicidad y de amor
hacia este bebé que crece dentro de mí, parte de él
y parte de mí que se ha combinado para crear una
vida. Nuestro bebé. Ahora, la idea de deshacerme
de él me parece una aberración. Me doy asco.
Miro a Cathy.
—Nunca lo habría hecho. No tardé en darme cuenta
de que me estaba comportando como una
estúpida. Sólo que no me lo esperaba. No sé cómo
se ha enterado.
Ahora que estoy más tranquila, me pregunto cómo
lo ha descubierto.
El papel. El sobre.
—Ava, es evidente que se ha escandalizado. Dale
tiempo. Sigues embarazada, y eso es lo que
importa.
Sonrío, pero sus palabras no hacen que me sienta
mejor. No sabe lo que pasó la última vez que
se marchó con viento fresco.
—Gracias por el té, Cathy —digo bajando del
taburete—. Voy a vestirme para ir a trabajar.
Frunce el ceño y mira mi taza.
—Si no lo has tocado.
—Ah.
Cojo el té y le doy varios tragos al líquido
caliente. Me quemo el velo del paladar en el
proceso, pero hay un papel en el suelo del
dormitorio principal que me está llamando a gritos para
que lo lea. Le doy a Cathy un beso rápido en la
mejilla. Ella me frota el brazo con mucho cariño
antes de que me escape de la cocina.
Subo la escalera corriendo y cojo el papel.
Lleva un montón de folletos grapados en la esquina.
La carta es una cita para hacerme una ecografía.
Los folletos dan información sobre el aborto. Lo
asimilo todo muy de prisa. Miro la cabecera de
la carta: lleva mi nombre y mi dirección. No, no es
mi dirección. Es la de Matt.
Trago saliva, arrugo el papel y lo tiro contra
la pared gritando de frustración. Cómo puedo ser
tan tonta. No he dado mi nueva dirección en la
consulta del médico. No le he dado a nadie mi nueva
dirección. Matt recibe toda mi correspondencia y
el maldito hijo de perra la ha abierto. Seguro que
esta carta le alegró el día. ¿Qué problema
tiene? Es una sabandija. Me desbordan las emociones.
Estoy triste, estoy dolida, estoy roja de la
rabia.
Para no pagarlo con la puerta, con la pared o
con lo primero que pille, me meto en la ducha.
Sigo temblando de ira cuando cruzo el vestíbulo
del ático media hora después. Llego tarde pero,
por primera vez, mi trabajo ocupa el último lugar
entre mis prioridades. Es una suerte, porque estoy
mirando con cara de pava el teclado numérico del
ascensor porque no sé el código. Puedo volver a
casa y preguntárselo a Cathy, pero decido usar
la escalera de incendios. Necesito ventilar parte de la
furia que siento antes de ver a nadie. Podría
arrancarle a alguien la cabeza y quiero reservarme la
mala leche para cuando vea a Matt.
—Buenos días, señora Ward. —La voz amable de
Casey es lo primero que oigo al salir de la
escalera, jadeando por el esfuerzo y no por el
enfado.
—Casey —resoplo poniéndome los tacones.
Me mira de cabo a rabo. A saber qué pinta llevo.
Ni siquiera he usado un espejo. Me he puesto
cuatro horquillas en el pelo a ciegas.
—¿Se encuentra bien? —pregunta.
—Sí.
—Enhorabuena —dice.
Lo miro, espantada. Jesse no le contaría la
buena nueva al joven conserje. Le cae de pena.
—Por su boda —añade Casey—. No me había
enterado.
Frunzo el ceño. ¿Se lo habrá dicho Jesse? Es
probable. Estaría marcando su territorio, sus
pertenencias.
—Gracias.
Sigo andando y me pongo las gafas antes de salir
a la luz del sol. Espero que oculten los ojos
hinchados y mi cara de pena. John está aquí. Se
encoge de hombros y niego con la cabeza.
—No voy a irme contigo, John.
Aprieto el llavero y camino hacia mi Mini.
—Vamos, muchacha. No tientes tu suerte. —Su voz
es un gruñido grave, pese a que me lo está
rogando.
—Lo siento, John, pero hoy conduzco yo —insisto
en el tono más tajante de que soy capaz.
Me cuesta. Sólo quiero llorar. Está muy cabreado
conmigo pero aun así ha enviado a John para
que me lleve al trabajo. Como de costumbre, no
puede evitarlo. Me paro y me vuelvo para mirar al
gigante bonachón. Está delante del capó de su
Range Rover, con sus enormes brazos extendidos,
suplicantes.
—¿Jesse está bien? —pregunto.
—No, se ha vuelto loco del todo, muchacha. ¿Qué
ha pasado?
—Nada —digo en voz baja. Doy gracias de que John
no sepa por qué Jesse ha perdido la
chaveta. Probablemente se avergüenza demasiado
de mí como para contárselo a nadie. Está en su
derecho.
—¿Nada? —Se echa a reír y a continuación se pone
muy serio—. ¿No tiene nada que ver con
ese hijo de puta danés?
—No. —Niego con la cabeza y pienso que Mikael
podría ser otro motivo para que Jesse pierda
el control.
—¿Estás bien? —Lleva las gafas de sol puestas pero
sé que me está mirando el vientre. Piensa
que le ha pasado algo al bebé.
Asiento y deslizo la mano por mi vestido azul
claro hasta el ombligo.
—Estoy bien, John.
—Ava, muchacha, deja que te lleve al trabajo
para que al menos pueda volver a La Mansión y
decirle que has llegado sana y salva —dice
señalando su mole de metal negro.
Me cuesta decirle que no a John. Piensa en Jesse
y sé que también se preocupa por mí. En otras
circunstancias, le diría que sí, pero tengo un
ex con el que tratar y no puedo esperar para arrancarle
la piel a tiras.
—Lo siento, John.
Me subo en mi coche y llamo a Casey para que me
abra las puertas. Ni código ni dispositivo de
apertura. Cualquiera pensaría que intenta
mantenerme presa. Dejo a John, no muy contento, en el
aparcamiento del Lusso y me voy al despacho.
La mirada que les lanzo a mis compañeros de
trabajo en cuanto pongo el pie en la oficina hace
que agachen la cabeza y vuelvan a sus quehaceres
cautelosamente. Hoy no estoy para chácharas ni
para fingir que la vida es un cuento de hadas.
Tengo que centrarme en acabar la jornada laboral
cuanto antes. No puedo arriesgarme a interactuar
con nadie. Podría explotar y eso sería malgastar mi
ira.
Me dejan trabajar en paz. Mi única distracción
es mi imaginación, que vuela de qué estará
haciendo Jesse a qué le voy a hacer yo a Matt.
Sobrevivo sin problemas hasta que Patrick se sienta
en el borde de mi mesa nueva. Lo veo antes de
oírlo, cosa que no había pasado nunca. Ya no hay
crujido de advertencia, lo que me entristece un
poco. Le había cogido cariño al sonido de mi jefe
aposentándose sobre mi mesa, aunque me hiciera
contener el aliento y desear que estuviera hecha de
madera reforzada.
—Flor, cuéntame cosas. Hace días que no
hablamos. Es culpa mía, lo sé.
No necesito esto. Tengo mil cosas en la cabeza,
el trabajo no es una de ellas, y temo que me
pregunte por Mikael. Estoy en el tiempo de
descuento, soy consciente, pero ahora no es el momento.
—No hay mucho que contar, la verdad —digo, y
sigo con el correo electrónico en el que llevo
trabajando una hora. Únicamente he escrito dos
líneas, y sólo es una solicitud de muestras a un
proveedor.
—Entonces ¿todo bien?
—Sí —asiento. Mis respuestas son cortas y secas,
pero intento no ser borde.
—¿Te encuentras bien, flor? —Salta a la vista
que Patrick está preocupado, pero lo que debería
decirme es que me anime y que conteste en
condiciones.
Dejo de teclear y miro al oso de peluche que
tengo por jefe.
—Perdona. Sí, estoy bien, pero tengo que
terminar un montón de cosas hoy. —Me aplaudo
mentalmente a mí misma por haber terminado con
profesionalidad mi pequeño discurso. Se me oía
bien y con ganas de seguir trabajando, cosa a la
que Patrick nunca se opondría.
—¡Excelente! —se ríe—. Te dejo, pues. Estaré en
mi despacho.
Se levanta de mi mesa y, por primera vez en
años, no cruje. Aun así, hago una mueca.
—Ava, perdona que te moleste. —La voz temerosa
de Sally hace que casi me sienta culpable.
—¿Qué pasa, Sal? —Miro a nuestra chica del
montón transformada en sirena de oficina y me
obligo a sonreír hasta que veo la falda
escocesa. Ha vuelto, y yo estaba tan ocupada lanzando
miradas de advertencia cuando he llegado esta
mañana que ni siquiera me había dado cuenta.
Tampoco me había dado cuenta de que no hay ni
rastro de las uñas pintadas ni de las camisetas
escotadas. Por la cara que tiene, parece que le
han dado la peor noticia posible: la han dejado.
—Patrick me ha pedido que actualice todas las
facturas pendientes de pago. Aquí tienes la lista
—dice pasándome un listado impreso de mis
clientes—. Las que están subrayadas vencen dentro de
una semana, y Patrick quiere que se lo recuerdes
a tus clientes para que recibamos los pagos a
tiempo.
Frunzo el ceño y reviso la hoja de cálculo.
—Pero no han vencido aún. No puedo recordarles
algo que no han olvidado —replico. Ya paso
bastante apuro persiguiendo a los que no pagan a
tiempo.
Se encoge de hombros.
—Yo sólo soy el mensajero.
—Nunca nos había pedido algo así antes.
—¡Yo sólo soy el mensajero! —salta, y retrocedo
en mi silla.
Luego se echa a llorar y sé que debería correr a
consolarla, pero me quedo sentada viendo cómo
solloza en mi mesa. Se sorbe los mocos, hipa,
solloza y llama la atención de todo el mundo, incluido
Patrick, que ha salido de su despacho para ver a
qué venía tanto alboroto. Se retira a toda velocidad
cuando ve a Sal hecha un mar de lágrimas. Tom y
Victoria tamborilean con sus bolígrafos y ninguno
de los dos acude a sacarme del apuro. Y estoy en
un apuro. No sé qué hacer con ella, pero como
nadie parece dispuesto a hacer nada, sólo quedo
yo. Guardo la hoja de cálculo en mi bandeja, me
levanto, cojo a Sal y me la llevo al servicio.
Le lleno las manos de papel higiénico y aguardo en
silencio a que se le pase.
Tras cinco minutos eternos, por fin abre la
boca.
—Odio a los hombres —es todo cuanto dice.
Me hace sonreír. Creo que todas las mujeres del
planeta han dicho lo mismo alguna vez.
—¿Las cosas no van bien con...?
—¡No pronuncies su nombre! —salta—. No quiero
volver a oírlo en mi vida.
Genial, porque no me acuerdo.
—¿Quieres hablar de ello?
—No —espeta limpiándose la cara con un pañuelo
de papel. No se mancha de maquillaje.
Vuelve a ser la Sal aburrida—. ¡Ni de coña!
—añade con una mirada de odio.
Qué alivio. Mi cerebro no está en condiciones.
Podría escucharla, pero poco más.
—Bien —asiento al tiempo que le paso la mano por
el brazo para darle a entender que la
comprendo, cuando en realidad lo que siento es
alivio.
—Hoy está, mañana no está. Un día llama, al otro
se le olvida. ¿Qué significa? —dice, y me
mira expectante, como si yo tuviera la respuesta.
—¿Quieres decir que está jugando contigo? —Estoy
participando en la conversación.
—Sí, sólo me llama cuando le apetece. Me paso la
vida esperando que me telefonee y cuando
quiere verme es estupendo, pero todo cuanto
quiere hacer es hablar de mí, de mis amigos, de mi
trabajo... —Se sorbe los mocos—. ¿Cuándo querrá
acostarse conmigo?
Me atraganto de la risa.
—¿Te preocupa que no haya intentado llevarte al
huerto? —Eso es poco frecuente. Debería
estar encantada.
—¡Sí! —contesta desplomándose contra la pared—.
¡Ya no sé de qué hablar!
—Es bonito que quiera conocerte, Sal. Hay
demasiados hombres que sólo piensan en una cosa.
¿Está frustrada sexualmente? ¿O es que es un
cero a la izquierda en la cama? ¿Se ha acostado
con alguien alguna vez? No me lo imagino y, a
juzgar por lo mucho que se ha ruborizado, yo diría que
no. ¿Sal es virgen? ¡La leche! ¿Qué edad tiene?
De repente tengo muchas ganas de seguir
hablando, pero Victoria asoma la cabeza y pone fin a
mi futuro interrogatorio.
—Ava, tu móvil no para de sonar —anuncia. No
puede evitar mirarse al espejo antes de irse.
—Sal, tengo que atender el teléfono. —Podría ser
Jesse, y se estará mordiendo los muñones—.
¿Seguro que estás mejor?
Asiente, hipa, se suena la nariz y me mira con
ojos llorosos.
—¿Tú también estás mejor?
—Sí —respondo. Frunzo el ceño y no digo nada por
haber faltado al trabajo estos días. No
estoy preparada para darles la noticia.
—No lo parece. ¿Qué te pasa?
Busco en mi cerebro una excusa plausible para
las frecuentes visitas al baño y los cambios de
humor.—
Gripe intestinal —digo. Es lo mejor que se me
ocurre.
—¿Y la vida de casada? ¿Bien? ¿Habrá luna de
miel?
Guardo silencio unos instantes y me pregunto
cómo es que hemos acabado hablando de mí.
—Todo bien —miento—. Tal vez vayamos de vacaciones
pronto, Jesse está ocupado. —Otra
trola, pero Sal es una de las pocas personas de
mi vida que no se han dado cuenta de mi mala
costumbre, así que estoy segura de que no me ha
pillado.
La dejo antes de que me haga más preguntas y me
apresuro a volver a mi mesa. Espero encontrar
muchas llamadas perdidas de Jesse. Qué
decepción: son de Ruth Quinn. No he hablado con ella
desde que me fui de nuestra reunión y no sé si
me apetece llamarla. Pero entonces el móvil vuelve a
sonar. No necesito llamarla. Va a seguir
insistiendo hasta que se lo coja, y no puedo evitarla toda la
vida.
—Hola, Ruth. —La saludo en un tono normal.
—Ava, ¿cómo estás? —Ella también suena normal.
—Bien, gracias.
—Esperaba tu llamada. ¿Te habías olvidado de mí?
—Se ríe.
La verdad es que sí. Su enamoramiento lésbico
les ha cedido el puesto a cosas más importantes.
—Para nada, Ruth. Iba a llamarte más tarde
—miento como una bellaca.
—Yo te he llamado primero. ¿Podemos reunirnos
mañana?
Me hundo en mi silla. Mi mente elabora mil
excusas para decirle que no, pero sé que tengo que
coger el toro por los cuernos. Puedo ser
profesional.
—Claro, ¿a la una, más o menos?
—Perfecto. Te estaré esperando. ¡Adiós!
Dejo la cabeza colgando. Genial... Me estará
esperando. Mañana me pondré pantalones y no
pienso arreglarme en absoluto.
Tom se baja las gafas de moderno hasta la punta
de la nariz.
—¿Dejada? —pregunta.
No necesito que elabore su pregunta de una
palabra.
—Es complicado —digo para quitármelo de encima,
y empiezo a hacer anotaciones en unos
dibujos, pero entonces algo llama mi atención
fuera del despacho.
Mi hermano.
Está en la acera, intentando divisar el interior
de la oficina, y nos tiramos un buen rato
mirándonos. Abre la puerta y entra.
—Hola —sonríe.
Lo saludo con un gesto de la mano.
—Hola —susurro.
Estamos otra vez a malas.
—¿Comemos juntos? —pregunta, esperanzado.
Sonrío, cojo mi bolso y me reúno con él. Se me
ha pasado un poco el cabreo pero ya lo avivaré
luego. Ahora mismo quiero arreglar las cosas con
Dan antes de que se vuelva a Australia. Ha sido un
capullo integral, pero no puedo guardarle
rencor. Es mi hermano.
—Tom, regresaré dentro de una hora.
—Mmm —contesta. Me vuelvo y veo que le está
poniendo ojos golosos a Dan—. Adiós,
hermano de Ava —canturrea despidiéndolo con la
mano al tiempo que le dedica una caída de ojos.
Me muerdo el labio y niego con la cabeza,
especialmente cuando Dan pone cara de susto y
empieza a andar hacia atrás.
—Sí, eso... —Se aclara la garganta y se pone
derecho para parecer más masculino—. Ya nos
vemos —añade. Ha bajado la voz una octava.
Me echo a reír.
—Vamos. —Empujo a Dan para que salga—. Tienes un
admirador.
—Genial —bromea él—. No es que sea homófobo, ya
sabes... Cada cual tiene sus gustos.
—Pues yo creo que a Tom le gustas tú.
—¡Ava! —Me mira horrorizado pero luego sonríe—.
Es evidente que tiene buen gusto.
—No quiero bajarte de tu nube, pero se porta así
con casi todos los hombres. No eres nada
especial.
Empezamos a andar por Bruton Street, en
dirección a Starbucks.
—Gracias —sonríe, y me da un codazo.
Se lo devuelvo y le sonrío a mi vez. Tengo la
impresión de que todo irá bien.
Dan deja los cafés y su sándwich en la mesa y de
inmediato me echo tres sobres de azúcar en mi
capuchino. Se me olvida que es algo que no suelo
hacer hasta que levanto la vista y veo que Dan me
observa removerlo con el ceño fruncido.
—¿Desde cuándo tomas azúcar con el café?
Dejo de remover en busca de una excusa
plausible. No hemos hablado, pero estamos a gusto. Si
le digo que estoy embarazada todo volverá a ser
raro. Voy a ser una cerda y a esperar a que esté de
vuelta en Australia. Luego convenceré a mi madre
para que se lo cuente ella.
—Estoy hecha polvo. Necesito un subidón de
azúcar —digo. Es lo mejor que se me ocurre.
—Pareces cansada. —Se sienta y me estudia
detenidamente.
—Es que lo estoy. —Es la verdad. No necesito
retorcerme el pelo.
—¿Por qué?
—Mucho estrés en el trabajo. —Es una media
verdad, y tengo que esforzarme para mantener las
manos sobre la mesa—. ¿Y tú estás bien?
—Kate me mandó a paseo, pero imagino que ya
estás al tanto. —Desenvuelve su sándwich y le
da un mordisco.
Lo estoy, pero no se lo voy a confirmar.
—No deberías haberte metido en berenjenales, y
mucho menos el día de mi boda.
—Sí, se me fue la pinza. Lo siento. —Me coge la
mano—. Nunca antes nos habíamos peleado.
—Lo sé. Fue horrible.
—Fue culpa mía.
—Es verdad —sonrío.
Él mete el dedo en la espuma de mi café y me
mancha la nariz.
—¡Oye!
—Enhorabuena —sonríe.
—¿Cómo? —salto.
—No te felicité el día de tu boda. Estaba muy
ocupado haciendo el capullo.
—Gracias. —Qué alivio.
Me relajo en la silla pero al instante estoy
tensa otra vez. Matt lo sabe y ha hecho un trabajo
fantástico manteniendo a mis padres al tanto de
mi vida amorosa. Debe de estar más contento que
unas castañuelas. El cabreo se ha convertido en pánico.
Llego a la conclusión de que no les ha ido a
mis padres con el cuento porque Dan no lo sabe,
y si lo supiera no estaría aquí conmigo, comiéndose
un sándwich de atún la mar de tranquilo. Es un
problemón. Tengo que hablar con Matt antes de que
llame a mis padres. O también podría llamarlos y
contárselo yo misma. Eso sería lo correcto, pero
preferiría ir a verlos con Jesse. Quiero hacer
esto bien, lo cual es ridículo, después de cómo se
enteraron de mi relación con él y de la sorpresa
que se llevaron con la boda exprés. Quiero que esto
sea especial.
—¿Estás bien? —El tono de preocupación de mi
hermano me libra del ataque de nervios.
—Sí; ¿cuándo vuelves a Australia?
—Cuando regrese a casa de Harvey me meteré en
internet a buscar billete. —Se limpia la boca
con la servilleta y me pide disculpas como Dios
manda.
Me paso media hora escuchando, asintiendo y
negando, aunque tengo la cabeza en otra parte. No
sé qué hacer. ¿Cómo es que Matt no los ha
llamado aún?
—Te van a despedir.
—¿Eh? —Miro la hora en mi Rolex. Son las dos y
cuarto. Llego tarde pero no tengo prisa por
volver a la oficina. Lo único urgente es
resolver mi pequeño problema con Matt de una vez por todas
—. Sí, será mejor que me vaya.
—Bonito reloj —añade señalando mi muñeca con la
cabeza.
—Regalo de boda —explico. Me pongo de pie y me
aliso el vestido—. ¿En qué dirección vas?
—De vuelta a casa de Harvey.
—Vale. ¿Me llamarás? Quiero decir que no te irás
sin despedirte, ¿verdad?
Se le enternece la mirada y me da un superabrazo
de hermano.
—No iría a ninguna parte sin despedirme de mi
hermana pequeña. —Me besa en la coronilla—.
No nos enfademos nunca más, ¿vale?
—Hecho. Pero mantén al canario encerrado en la
jaula. E intenta ser cordial con mi marido si
alguna vez volvéis a coincidir.
—Te lo prometo —me asegura. Me sorprende que no
saque el hecho de que Jesse también fue
muy descortés, porque lo fue—. Cuídate mucho.
—Tú también.
Me despido de Dan pero, en vez de volver a la
oficina, llamo diciendo que estoy indispuesta y
me dirijo al coche. Me estoy metiendo en terreno
pantanoso pero esto no puede esperar. Matt no
estará en casa. Estará en la oficina. Por mí,
bien: yo sólo quiero echarle la bronca.
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