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03 Confesión - Mi Hombre Capítulo 12

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Capítulo 12
—Te quiero.
El susurro ronco me hace sonreír. Me vuelvo e intento cogerlo a ciegas.
—Mmm —asiento atrayendo su cuerpo hacia el mío.
—Ava, son las siete y media.
—Lo sé —farfullo contra su cuello—. Quiero sexo soñoliento —exijo poniéndole la mano en el
muslo hasta que encuentro lo que estaba buscando. Lo agarro con fuerza.
—Me encantaría, nena, pero cuando te hayas despertado de verdad te va a dar un ataque y me
vas a dejar a medias. —Coge mi mano, se la lleva a la cara y me besa los dedos con ternura—. Es
lunes, son las siete y media de la mañana, y no quiero que me eches la culpa si llegas tarde.
Abro los ojos como platos y veo su cara suspendida sobre la mía. Se ha duchado, lo que
significa que ha ido a correr, lo que significa que es tarde. Me levanto de un salto y se aparta para
que no le dé un coscorrón.
—¿Qué hora es?
Me sonríe con amor.
—Las siete y media.
—¡Jesse! —grito, y de inmediato salgo corriendo al cuarto de baño—. ¿Por qué no me has
despertado antes de ir a correr?
Abro el grifo de la ducha y corro al lavabo. Pongo pasta de dientes en el cepillo.
—No quería despertarte.
Se apoya en el marco de la puerta y observa cómo me cepillo los dientes a mil por hora. Se está
riendo, le hace gracia que esté tan apurada.
—Nunca... ha... importado —le espeto con la boca llena de pasta de dientes.
Se ríe a gusto.
—¿Perdona?
Niego con la cabeza, pongo los ojos en blanco y me miro al espejo. Acabo de cepillarme los
dientes y me enjuago la boca.
—He dicho que nunca antes te ha importado. ¿Por qué no me has sacado de la cama y me has
obligado a correr veintidós kilómetros? —Por mi tono, se nota que la cosa me escama.
Se encoge de hombros, se acerca a mi lado y coge su cepillo de dientes.
—Lo haré si eso es lo que quieres.
—No, sólo sentía curiosidad. —No voy a insistir.
Me meto en la ducha, me lavo el pelo y me afeito las piernas a toda velocidad antes de salir y
correr al vestidor. Me quedo mirando las perchas llenas de ropa y más ropa. Casi todas las prendas
todavía llevan la etiqueta colgando. Es imposible elegir, hay demasiados vestidos, así que cojo mi
vestido rojo recto.
Para cuando me he secado el pelo, maquillado y bajado la escalera, Jesse se ha puesto un traje
azul marino y está cogiendo las llaves del coche.
—Yo te llevo —dice.
—¿Dónde está Cathy? —Lo miro de cabo a rabo. Ese hombretón es mi marido. ¿De verdad
necesito trabajar?
Frunce el ceño.
—No lo sé. No es propio de ella llegar tarde. —Me coge de la mano y tira de mí para que
salgamos del ático—. ¿Lo llevas todo?
—Sí.
Llegamos al vestíbulo del Lusso y, al acercarnos al mostrador del conserje, veo a Cathy
charlando con Clive. Sonrío y miro a Jesse, que me ignora, aunque sabe que lo estoy observando, y
seguro que también sabe lo que estoy pensando.
—Ya entiendo —gruñe él sin dejar de andar.
—Parecen estar muy a gusto.
Cathy se toca el pelo y Clive no para de hablar y de gesticular. Parece estar embelesado con la
asistenta de Jesse.
Entonces, ella nos ve.
—¡Ay! ¡Estaba a punto de subir!
—No pasa nada.
Jesse no parece contento y no se detiene. A mí me encantaría quedarme a cotillear. Les sonrío al
pasar y ambos se ponen como dos tomates.
—No queda mantequilla de cacahuete —refunfuña Jesse en tono de reproche.
—Hay una caja entera en la despensa. ¿Crees que dejaría que mi chico se quedara sin ella? —
Cathy parece dolida por el comentario crítico de mi marido. Me hace gracia, sobre todo cuando
Jesse empieza a gruñir en voz baja.
—No seas tan cascarrabias. Sólo están hablando —lo regaño en cuanto salimos del edificio y
Jesse se pone las Wayfarer.
—No está bien. —Se estremece y suelta mi mano.
Empiezo a buscar mis gafas de sol en el bolso.
—Claro, es posible que lo invite a subir mientras no estamos en casa. He notado que las
sábanas del cuarto de invitados están un poco revueltas.
—¡Ava! —me grita con el gesto torcido y mirando al cielo—. ¡Calla!
Me echo a reír.
—Los mayores también tienen derecho a divertirse.
—Claro. —El gesto torcido desaparece al instante. Ahora sonríe.
—¿De qué te ríes?
Se quita las gafas de sol, me abraza y se agacha un poco para que quedemos a la misma altura.
Me da un beso de esquimal.
—Te he comprado un regalo.
—¿Qué es? —Le doy un pico.
—Date la vuelta.
Doy un paso atrás y observo la alegría con la que señala con la cabeza por encima de mi
hombro. Me vuelvo, despacio, e intento adivinar qué es lo que tengo que buscar en el aparcamiento
pero no hay nada distinto. Su brazo aparece por encima de mi hombro con un juego de llaves
tintineando en la mano, delante de mis narices. Luego veo un enorme y reluciente Range Rover Sport
blanco nuevecito. Un tanque, más bien.
«¡Ay, no!»
No tengo palabras. ¿Cómo es que no lo he visto? Ahora me deslumbra. Me tenso cuando vuelve
a hacer tintinear el llavero, como si no se hubiera dado cuenta de que he visto mi regalo.
«Deja las llavecitas. Ya lo he visto ¡Y lo detesto!»
—Justo ahí —me indica sacudiendo las llaves otra vez.
—¿Esa nave espacial? —pregunto sin interés.
No voy a conducir esa cosa por muchos polvos de entrar en razón y muchas cuentas atrás que me
eche.
—¿No te gusta? —parece dolido. Mierda, ¿qué le digo?
—Me gusta mi Mini.
Se pone delante de mí y observa mi cara de susto.
—Éste es mucho más seguro.
No puedo evitar poner cara de escepticismo.
—Jesse, ése es un coche de hombres. ¡Es la clase de coche que conduciría John! ¡Es un puto
tanque!—
¡Ava! ¡Cuidado con esa puta boca! —Me mira mal—. Lo he comprado blanco, que es un
color de mujer. Ven, que te lo enseño.
Me pone las manos sobre los hombros y me empuja hacia la enorme bola de nieve. Cuanto más
me acerco, menos me gusta. Es demasiado chillón. Amo mi Mini.
—Mira. —Abre la puerta, y trago saliva.
Es aún peor.
Es todo... blanco. El volante es de cuero blanco. La palanca de cambios es de cuero blanco. Los
asientos son de cuero blanco. Hasta las alfombrillas son blancas.
Miro a mi marido, que vive en la luna, y niego con la cabeza, pero no puedo ser una
desagradecida. Está tan contento con su compra. Creía que ese hombre tenía buen gusto.
—No sé qué decir. —Es la verdad—. Podrías haberme comprado un reloj, o un collar, o algo
así... No tenías que... —Ojalá me hubiera comprado un reloj, un collar o algo así.
—Arriba —dice, y me sube en esa... cosa.
Trago saliva. «¡Por Dios, no!» Bordado en el reposacabezas del asiento delantero, puede
leerse: «Señora Ward.»
Se ha pasado tres pueblos.
—¡No voy a conducir esta bola de nieve! —protesto antes de que mi cerebro censure mi
declaración insultante.
—¡Claro que lo harás!
«Gracias por librarme del sentimiento de culpa.» Clavo los tacones en el suelo, no voy a ceder.
—¡Ni de coña! ¡Es demasiado grande para mí, Jesse!
—Pero es seguro —insiste. Luego me coge y me coloca en el asiento del conductor—. Mira. —
Pulsa un botón, se abre un compartimento y aparece una pantalla de ordenador—. Tiene todo lo que
necesitas. He grabado tus canciones favoritas.
Sonríe, aprieta otro botón y Massive Attack empieza a sonar en un millón de altavoces.
—Para que te acuerdes de mí.
—Me acuerdo de ti cada vez que me llamas y suena esa canción —salto—. Quiero tu coche. Tú
puedes quedarte con éste. —Señalo el amasijo brillante de metal.
—¿Yo? —replica con cara de preocupación—. Pero es un poco... —examina mi regalo con la
vista—... de chica.
—Lo es, y sé a qué está jugando, señor Ward. —Le clavo el índice varias veces en el pecho—.
Sólo quieres que conduzca este armatoste porque es enorme y hay menos posibilidades de que resulte
herida en caso de accidente. No vas a convencerme por más que intentes adornarlo.
Miro el interior e imagino sillitas de bebé y asientos infantiles. Y un cochecito en el maletero.
«¡Ah, no!» Doy media vuelta y echo a andar hacia mi pequeño y adorable Mini, en el que un
cochecito de bebé no cabe ni de coña.
Me sorprende haber podido llegar hasta mi coche sin que Jesse me monte una de sus escenas.
Me siento, echo un vistazo por el retrovisor y lo veo apoyado en el DBS con los brazos cruzados. No
hago caso de la cara de pena que pone y arranco mi Mini, doy marcha atrás y me dirijo a la salida.
—Ese hombre es imposible —murmuro buscando el botón del pequeño dispositivo que abre la
puerta. No está.
—¡¿Qué?! —grito sin poder creérmelo—. ¡La madre que lo parió!
Freno en seco, salgo del coche y veo que la cara de pena se ha transformado en una
deslumbrante sonrisa.
—¿Ibas a alguna parte?
—¡Que te den! —grito desde la otra punta del aparcamiento.
Cojo el bolso y dejo el coche exactamente donde está, con la puerta abierta. Taconeo, furiosa,
hacia la puerta para peatones, pero esta vez Jesse monta una de las suyas. Me coge en brazos y me
lleva a mi reluciente regalo de bodas.
—¡Cuidado con esa boca! —Me deposita en el asiento del conductor, me pone el cinturón de
seguridad y me arranca las llaves del Mini de la mano—. ¿Por qué tienes que desobedecerme por
sistema?
Comienza a pasar todas mis llaves al llavero de mi nuevo coche.
—¡Porque eres un cabrón imposible! —bufo incómoda en el asiento—. ¿No puedes llevarme al
trabajo?
—Llego tarde a una reunión porque mi desobediente esposa no hace lo que le digo. —Me coge
por la nuca y me obliga a acercarle la cara—. Cualquiera pensaría que andas detrás de un polvo de
represalia.
—¡Pues no!
Sonríe y me besa apasionadamente. Es un beso largo, uno de esos que acaban con mi testarudez.
—Mmm. Sabes a gloria, nena. ¿A qué hora sales de trabajar?
Me suelta y, como siempre, me ha dejado sin aliento.
—A las seis.
—Ven directa a La Mansión y trae tus diseños y las cosas del proyecto para que podamos
acabar las nuevas habitaciones.
Pulsa otro botón, baja la ventanilla del conductor, cierra la puerta y mete la cabeza por la
ventanilla. Está muy satisfecho consigo mismo.
—Te quiero.
—Lo sé —farfullo metiendo la llave en el contacto.
—¿Has hablado ya con Patrick? —pregunta haciendo que se me olvide el berrinche y me
acuerde de que no he cumplido con mis obligaciones.
—¡Mueve mi coche! —contesto sin saber qué decirle.
—Me lo tomaré como un no. Tienes que hablar hoy mismo con él. —Eso ha sido una orden.
—Mueve mi coche —repito de mala manera.
—Tus deseos son órdenes, señorita —dice, y me dedica una mirada de advertencia, pero la
ignoro.—
¿Dónde voy a aparcar este armatoste?
Se echa a reír y se aleja para cambiar mi coche de sitio. Luego monta en su DBS y sale
derrapando del aparcamiento.
Tras pasarme una hora dando vueltas por el parking más cercano, encuentro dos plazas libres en
las que dejar el trasto. Entro en la oficina como un rayo y lo primero que veo es un ramo de calas
sobre mi mesa. Al acercarme veo que también hay una cajita.
—¡Amor! —La voz cantarina de Tom no me hace apartar la vista de la caja.
—Buenos días —lo saludo, me siento y la cojo—. ¿Estás bien?
—Feliz como una perdiz. ¿Y tú? —Tom parece estar muriéndose de la curiosidad, y ahora que
he apartado la vista de la cajita, recuerdo cuándo nos vimos por última vez.
—Muy bien. —No saco el tema, y en su cara aparece una sonrisa picarona.
—No me canso de decirlo: ¡ese hombre está muy sexy cuando se enfada! —dice al tiempo que
se abanica con un posavasos—. ¡De infarto!
Doy un respingo y miro de nuevo la cajita. ¿Qué me habrá comprado?
—¿Quién ha traído esto? —pregunto, levantándola.
—La chica de la floristería —contesta Tom sin mucho interés.
Vuelve a su ordenador y me deja a solas para que abra la cajita de regalo, que está envuelta con
todo el mimo del mundo. Suspiro cuando la abro y me encuentro con un Rolex de oro y grafito. Es la
versión para mujer del relojazo de Jesse, pero es otra responsabilidad más.
—¡Mi madre! —Sally casi se cae de culo al ver el contenido de la caja—. ¡Uy, uy, uy! ¡Es
precioso!
Sonrío ante su entusiasmo, lo saco y me lo pongo en la muñeca. Sí que es precioso.
—Lo sé —digo en voz baja—. Muchas gracias, Sal.
Quito las flores de encima de la mesa y dejo la cajita junto a mi bolso.
—¿Te apetece un café, Ava? —Sal se marcha hacia la cocina.
—Sí, gracias. ¿Dónde están Patrick y Victoria?
—Patrick tenía una reunión personal, y Victoria está visitando a un cliente.
—Ah, vale.
Pongo las flores en agua y me vuelco en el trabajo. Me preparo las cosas que tengo que llevar a
la reunión con Ruth Quinn y luego imprimo toda la información sobre las carísimas camas que Jesse
quiere que le fabriquen para La Mansión.
A las diez en punto se me revuelve el estómago y desaparezco en el baño para ver si consigo
vomitar, pero no hay manera. Me desplomo sobre la taza del váter, acalorada, molesta y llorosa.
Tengo que pedir cita en el hospital. Lo decido de pronto, seguramente por lo mal que me encuentro.
Salgo de los servicios dispuesta a hacerlo pero me paro a medio camino cuando veo que hay alguien
sentado en uno de los sillones de mi despacho.
Es Sarah.
Ya no tengo náuseas. Ahora estoy cabreada. ¿Qué coño hace aquí? Me encantaría arrancarle la
piel a tiras pero no quiero hacerlo en mi oficina, así que doy media vuelta para esconderme en los
servicios.
—¿Ava?
Me recupero del susto y me vuelvo. Hacía semanas que no oía esa voz. Me sorprende que haya
venido a mi encuentro, sobre todo después de lo ocurrido. Hice que la despidieran.
—Sarah —respondo sin entusiasmo. Estoy consternada. ¿Se ha propuesto sumarse a mi lista de
preocupaciones?
Se la ve más comedida que de costumbre. Su pelo no está tan cardado como siempre y lleva las
tetas escondidas debajo de una torera. La falda, a juego con la chaqueta, tiene un largo respetable,
por la rodilla.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Esperaba que pudiéramos hablar —dice revolviéndose incómoda en la silla. No hay ni rastro
de su chulería.
Me ha pillado por sorpresa. ¿A qué juega?
—¿Hablar? —pregunto, recelosa—. ¿De qué? —No tengo nada que decirle a esa mujer.
Echa un vistazo a la oficina, igual que yo. Tom, mi amigo gay y cotilla, tiene la antena puesta, y
no le quita ojo a la mujer desconocida que está sentada en mi despacho.
—¿Puedo invitarte a una taza de café? —ofrece.
Me mira. Debería pedirle que se marchara, pero me puede la curiosidad. Cojo mi bolso.
—Media hora —digo, cortante, saliendo de mi despacho sin echar la vista atrás. El corazón me
late desbocado. Pensé que no volvería a ver a la bruja del látigo, y ahora está en mi despacho. Tengo
muy frescos en la memoria lo mal que me lo ha hecho pasar y los dramas que ha montado en mi vida.
Lo único que veo son las marcas de sus latigazos en la espalda de Jesse, su expresión de dolor y mi
penoso cuerpo hecho un ovillo contra el suyo. La señora tiene mucho valor.
Entro en un Starbucks cercano y me siento en una silla. No voy a invitarla a café. Sé que tengo
una cara de asco mayúscula pero no puedo disimular. No quiero disimular. Quiero que sepa lo mucho
que la detesto.
—¿Te apetece tomar algo? —pregunta con educación. Ésta no es la Sarah que conozco y
desprecio.
—No, gracias.
Me sonríe tímidamente.
—Yo voy a pedir. No creo que al encargado le guste que ocupemos una mesa si no consumimos
algo. ¿Seguro que no quieres nada?
—Sí. —Niego con la cabeza y la observo acercarse al mostrador. Me aseguro de que está
entretenida pidiendo, saco el móvil del bolso y le mando un mensaje a Kate. Necesito desahogarme.
¡La zorra sinvergüenza se ha plantado en mi oficina!
Me contesta de inmediato. No era la clase de mensaje que uno deja para luego.
¡¡¡No jodas!!! Ava, deja de hablar en clave. ¿Quién es la «zorra sinvergüenza»?
Casi se me escapa un taco.
¡Sarah!
Contesta en seguida.
¡¡¡¡¡¡¡¡Nooooooo!!!!!!!!
Mis dedos vuelan sobre el teclado mientras levanto la vista para comprobar que Sarah sigue
ocupada.
¡Como te lo cuento! Te llamo luego.
Me dispongo a guardar el móvil en el bolso cuando recibo otro mensaje. Como si lo viera: está
emocionada y tecleando a toda velocidad con sus dedos blancuchos. Seguro que está conduciendo.
Llámame ahora y deja el móvil sobre la mesa. ¡Quiero oír lo que tiene que decir!
Doy un respingo y niego con la cabeza. ¡Es la monda! Sería incapaz de mantener la boca cerrada
si oye algo que no le gusta, y a ver cómo explico yo luego los gritos lejanos de la loca de mi mejor
amiga.
No.
Pulso «Enviar» y sonrío al recibir otro mensaje.
¡Zorra!
Meto el teléfono en el bolso cuando Sarah se acerca con un café. Cruzo las piernas y mantengo
la expresión de odio. Así es. La odio. Odio todo lo que representa pero, sobre todo, odio el dolor
que le causó a Jesse. Tengo que parar de pensar. Me estoy cabreando. Mis cambios de humor soy
muy extremos últimamente.
Se sienta y remueve su café con cuidado, sin levantar la vista.
—Quería disculparme por todo lo ocurrido.
Me río.
—¿Te burlas de mí?
Deja de remover el café y me mira. Sonríe, nerviosa.
—Ava, lo siento. Supongo que tu llegada me pilló por sorpresa.
—¿Ah, sí? —digo frunciendo el ceño.
—No te culpo si me mandas a paseo. Me he portado fatal. No tengo excusa.
—Excepto que estás enamorada de él —digo con franqueza, y abre unos ojos como platos—.
¿Por qué otro motivo ibas a comportarte así, Sarah?
Aparta la mirada y creo que tiene lágrimas en los ojos. Está enamorada de él hasta la médula.
¿Le habré restado importancia al problema?
—No voy a engañarte, Ava. Llevo tantos años enamorada de Jesse que ya he perdido la cuenta.
—Vuelve a mirarme—. Pero eso no es excusa.
—Y, aun así, lo inflaste a latigazos. —No lo entiendo—. ¿Por qué le hiciste eso a alguien a
quien amas?
Se ríe tímidamente.
—Eso es precisamente lo que yo hago. Me visto de cuero, cojo un látigo y les pego una paliza
antes de follármelos.
Parpadeo.
—Ah.
—A Jesse nunca le ha ido ese rollo.
—Pero, aun así, te lo follaste —digo con sinceridad. Él me lo ha confesado, y sé que, hasta
aquel fatídico día en que los pillé juntos en su despacho, nunca antes le habían cosido la espalda a
latigazos. Seguro que Sarah estaba en su salsa, especialmente cuando se las apañó para que yo fuera
a La Mansión y viera la terrorífica escena.
Parece sorprendida.
—Sí, pero sólo una vez.
Sí, está conteniendo las lágrimas. He subestimado el problema.
—Tiene gracia, ¿sabes? Ni siquiera borracho me quería. Se follaba a cualquiera menos a mí.
Empiezo a comprender, aunque no me entusiasma que me recuerde la vida pasada de Jesse. Se
follaba a cualquiera, le daba a todo a todas horas... Pero no tocaba a Sarah. La Mansión está llena de
mujeres deseosas de tirárselo, ninguna lo desea más que Sarah, y él nunca la ha deseado.
—¿Lo azotaste con la esperanza de que después se acostara contigo? —Sólo de pensarlo se me
revuelve el estómago. Vuelvo a tener ganas de vomitar.
Niega con la cabeza.
—No. Sabía que no iba a hacerlo. Estaba en un estado lamentable por ti. Jamás pensé que
llegaría el día en que vería a Jesse Ward de rodillas por una mujer.
—Quieres decir que esperabas que ese día no llegara nunca.
—Eso es. También esperaba que salieras corriendo en cuanto descubrieras lo que sucede en La
Mansión.
Y salí corriendo. Pero volví. Aunque Sarah no tuvo que hacer nada para que yo saliera por
patas cuando descubrí a Jesse borracho. Miro a la mujer que tengo delante y siento lástima. Me odio
a mí misma por sentirme así, pero me da mucha pena.
—Sarah, él te considera una amiga.
No puedo creer que esté intentando que esa mujer se encuentre mejor después de todo lo que ha
hecho.—
Lo sé. —Se echa a reír, pero luego frunce el ceño y vuelve a remover su café—. Después de
lo que hiciste y de cómo reaccionaste, me di cuenta de lo estúpida que he sido. Se merece ser feliz.
Se merece a alguien como tú. Lo amas a pesar de La Mansión, de lo que hizo y de su problema con la
bebida. Lo amas tal y como es, incluso amas las locuras que hace cuando se trata de ti. —Sonríe—.
Haces que se sienta vivo. Nunca debería haber intentado arrebatarle eso.
Estoy atónita. Me quedo mirándola, en silencio, sin saber qué decir. ¿Qué le digo?
—Quieres recuperar tu trabajo.
¿Eso le he dicho?
Abre mucho los ojos.
—No creo que sea posible, ¿verdad?
Pues no. A pesar de su confesión, nunca podría confiar en ella. Nunca me caería bien. Me da
lástima, pero no puedo extenderle una invitación para que vuelva a nuestras vidas. Nunca le he
preguntado a Jesse qué pasó cuando la despidió. Él me dejó claro que no quería hablar del tema y yo
estaba como unas castañuelas por haber conseguido echarla de nuestras vidas. Sin embargo, ahora sí
quiero saber qué ocurrió aquel día.
—Debes de haberlo visto con muchísimas mujeres; ¿por qué la tomaste conmigo? —pregunto,
aunque ya sé la respuesta.
—Saltaba a la vista que contigo era distinto. Jesse Ward no persigue a las mujeres. Jesse Ward
no se lleva a nadie a casa. Jesse Ward no es abstemio. Has cambiado a ese hombre. Has hecho lo que
muchas mujeres han intentado hacer durante años sin éxito. Ava, te has ganado al señor. —Se pone en
pie—. Felicidades, señora Ward. Cuídalo bien. Hazlo muy feliz. Se lo merece.
Y se va.
La veo desaparecer del Starbucks y me entran ganas de llorar otra vez. Me he ganado al señor.
Lo he hecho cambiar. He hecho que dejara de beber y de follarse a todo lo que se movía. He hecho
que sienta y que ame. Y me ama. Vaya si me ama. Y yo también lo amo. Necesito verlo. Maldita sea
Ruth Quinn, la reina de las pesadas.
Me pongo en marcha y corro al parking para recoger mi regalo. Por el camino, llamo a Kate.
—¡¿Qué te ha dicho?! —chilla por teléfono. Ni siquiera ha dejado que sonara.
—Me ha pedido perdón. —Me falta el aliento—. Oye, voy a tener el bebé.
Se ríe de mí.
—¡Estaba cantado, so tonta!
Sonrío y corro al parking. Quiero quitarme de en medio la reunión con Ruth Quinn para poder ir
a ver a Jesse.
—¡Ava! —Su sonrisa casi me molesta.
—Hola, Ruth —saludo.
La dejo atrás y me meto en una cocina en obras para evaluar la situación. Todo parece ir según
lo previsto. No hay sorpresas desagradables.
—No puedo quedarme mucho rato, Ruth. Tengo otra reunión —digo volviéndome para mirarla.
—Ah. ¿Quieres un café? —me ofrece, esperanzada.
—No, gracias. ¿Cuál es el problema? —pregunto intentando que se dé prisa.
No obstante, se toma su tiempo para acercarse a una mesa provisional y empezar a llenar una
taza.
—Acabo de prepararlo. Podemos ir a sentarnos al salón, allí hay menos polvo.
Hago una mueca de frustración.
—Lo siento, me espera otro cliente, Ruth. ¿Te importa si nos vemos otro día? —Me está
entrando el pánico.
—No tardaremos mucho. —Sigue haciéndolo todo a la velocidad de un caracol, y yo me
revuelvo, impaciente, detrás de ella. Parece que lo hace a propósito—. ¿Lo has pasado bien con tus
padres este fin de semana?
La pregunta me pilla desprevenida, pero mi cerebro se pone al día rápidamente.
—Muy bien, gracias.
—¿Seguro que no quieres un café? —insiste mientras se acerca a la nevera a por leche.
—No, de veras. —No puedo evitar mi tono de impaciencia. Estoy empezando a enfadarme.
—Es curioso, juraría que te vi el viernes por la noche en un bar —comenta como si nada—.
¿Cómo se llamaba? —Vierte leche en su café muy despacio y lo remueve aún más despacio—. Ya
me acuerdo. Baroque, en Piccadilly.
«¡Mierda!»
—Sí, fui con unos compañeros de trabajo. No gran cosa. Me fui a casa de mis padres el sábado
por la mañana —explico retorciéndome el pelo como una posesa. ¿Por qué me molesto en contarle
una mentira? Lo que yo haga o deje de hacer no es asunto suyo.
Se vuelve, sonriente, pero sus ojos reparan en mi mano izquierda y su expresión no da lugar a
dudas. Me miro el pedrusco que llevo en el dedo y de repente estoy muy incómoda.
—No me has contado que estabas casada. —Se echa a reír—. ¡Qué tonta soy! Yo diciéndote que
te alejaras de los hombres y resulta que estabas casada. —De repente se pone colorada y me doy
cuenta de lo que pasa. Es horrible.
¡Es lesbiana! «¡No, por favor!» Eso lo explica todo: su insistencia en ir de copas, las llamadas,
el querer que nos reunamos a todas horas... Y ahora no les quita ojo a mis anillos. Me desea. Ahora
sí que estoy incómoda.
—Espera un momento. —Frunce el ceño—. Recuerdo que me dijiste que tenías novio. —Frunce
el ceño aún más—. Y la semana pasada no llevabas ningún anillo.
No sé adónde mirar.
—Me casé hace poco —digo. No quiero entrar en detalles—. Me estaban arreglando los
anillos.
No puedo mirarla a la cara. Es una mujer atractiva, pero no en ese sentido.
—¿Por qué no me lo dijiste?
¿Que por qué no se lo dije? ¿Por dónde empiezo?
—Fue una boda muy sencilla, sólo para la familia.
¿Quería que la invitara o intentar impedirla? Esta conversación hace que todavía tenga más
ganas de ver a Jesse. ¿Le cuento que estoy embarazada? Seguro que la remataría. Parece dolida.
—Ruth, tengo que preguntarte de qué querías hablar para poder solucionarlo y marcharme.
Siento mucho tener tanta prisa.
Me dedica una sonrisa muy falsa, no logra disimular el susto que le he dado.
—No, vete. Puede esperar.
Estoy aliviada pero sorprendida. Tal vez haya sido lo mejor. ¿Dejará por fin de invitarme a
salir de copas y de solicitar reuniones? Qué raro que no me diera cuenta antes. ¿Una mujer tan guapa
y soltera? No me paro a pensarlo. Me muero por escapar, y no sólo porque tenga una admiradora.
—Gracias, Ruth. Nos vemos.
No me quedo ni un minuto más. Salgo a toda prisa y le digo adiós con la mano sin dejar de
andar. Soy una idiota.
Subo a mi coche nuevo y me echo a llorar en cuanto Angel comienza a sonar.
Pulso como una posesa el botón del interfono pero, pasados unos minutos eternos, las puertas
siguen cerradas. Meto la mano en el bolso, saco el móvil y llamo a Jesse. Sólo suena una vez.
—¿Ava?
—¡No se abren las puertas! —sueno estresada y enloquecida, pero tengo tantas ganas de verlo
que se me está yendo la pinza.
—Oye, tranquilízate. —Parece nervioso—. ¿Dónde estás?
—¡En la puerta! ¡He estado llamando al interfono pero nadie me abre!
—Ava, tranquila. Me estás preocupando.
—Te necesito —sollozo, y el sentimiento de culpa que lleva días devorándome por dentro se
apodera de mí—. Jesse, te necesito.
Lo oigo respirar con dificultad. Está corriendo.
—Nena, baja el parasol del coche.
Me enjugo las lágrimas y tiro de la visera de cuero blanco. Hay dos pequeños dispositivos
negros. No espero instrucciones. Pulso los dos y las puertas se abren. Arrojo el móvil sobre el
asiento del acompañante y piso a fondo. Estoy llorando como un bebé. Me caen unos lagrimones
como peras mientras serpenteo por el camino bordeado de árboles. Todo está borroso hasta que veo
el Aston Martin de Jesse, que viene hacia mí a toda velocidad. Piso el freno, salgo del vehículo y
voy a su encuentro.
Está aterrorizado cuando baja del coche. Deja la puerta abierta y corre hacia la histérica de su
mujer. No puedo evitarlo, le estoy dando un susto de muerte, pero ahora lo veo todo tan claro que me
ha entrado el pánico. He perdido el dominio de mis emociones. La zorra fría y calculadora que he
sido últimamente se ha desvanecido y por fin veo las cosas como son.
Nuestros cuerpos chocan y me envuelve. Todos sus músculos me protegen. Me coge en brazos y
me aprieta contra su pecho. Lloro desconsoladamente con la cara escondida en su cuello. Él camina
por el sendero sin soltarme. Soy imbécil. Soy una zorra egoísta, estúpida y sin corazón.
—Por Dios, Ava —jadea contra mi cuello.
—Perdóname. —Mi tono es de histérica, a pesar de que en sus brazos me encuentro un millón
de veces mejor.
—¿Qué ha ocurrido?
—Nada. Necesitaba verte —digo al tiempo que lo agarro con más fuerza. Lo siento demasiado
lejos.
—¡Por todos los santos, Ava! ¡Explícate, por favor! —Intenta soltarme, pero soy una lapa y no
voy a consentir que me deje en el suelo—. ¿Ava?
—¿Podemos irnos a casa?
—¡No! ¡No hasta que me expliques por qué estás así! —grita tratando de que lo suelte.
Es más fuerte que yo. Pronto se separa de mí y lo tengo de pie delante, examinando cada
centímetro de mi cuerpo, sujetándome los brazos para que los mantenga extendidos.
—¿Qué te pasa?
—Estoy embarazada —sollozo—. Te engañé. Lo siento.
Se echa a temblar y me suelta. Da un paso atrás, abre unos ojos como platos y frunce el ceño.
—¿Qué?
Me enjugo las lágrimas y bajo la vista. Estoy muy avergonzada. Jesse no es ningún santo, pero
mientras él intentaba crear una vida, yo estaba planeando destruirla. Es imperdonable, y nunca podré
contarle lo que pensaba hacer.
—Me pones furiosa —susurro, lastimera—. Me pones furiosa y luego me haces muy feliz. No
sabía qué hacer. —Es una excusa pobre y patética.
Pasan unos instantes incómodos sin que ninguno de los dos diga nada. De hecho, él no ha dicho
nada aún. Me atrevo a mirarlo. Está estupefacto.
—¡Joder! ¿Es que quieres que acabe en un manicomio, Ava? —Se peina el pelo con los dedos y
alza la vista al cielo—. ¿Estás jugando conmigo? Porque es lo último que necesito, señorita. Acabo
de asimilar que no estás embarazada, ¿y ahora resulta que sí lo estás?
—Siempre lo he estado.
Deja caer la cabeza y los brazos, que cuelgan de sus costados mientras me observa atentamente
con expresión de escepticismo.
—¿Cuándo pensabas decírmelo?
—Cuando me hubiera hecho a la idea —respondo.
Ni siquiera intento mentirle, lo sé porque no necesito controlar el impulso de retorcerme el
pelo. Tal vez estuviera procurando disfrutar al máximo del Jesse dominante antes de que volviera a
tratarme como si fuera de cristal. No lo sé. He sido muy tonta.
—¿Vamos a tener un bebé? —Su voz es apenas un susurro.
Asiento. No puedo hablar. Deja de mirarme a los ojos y me mira el vientre. Una lágrima resbala
por su mejilla. Me siento todavía más culpable pero entonces se pone de rodillas y pierdo el control
de mi llanto. Permanezco de pie, llorando como una magdalena, contemplando cómo su cuerpo caído
derrama una lágrima tras otra delante de mí. Lo he mareado a base de bien, como si el hecho de estar
conmigo no lo volviera ya bastante loco.
Mi respuesta natural a la reacción de mi hombre apuesto y neurótico es acercarme a él y
arrodillarme. Le paso los brazos por los hombros y lo abrazo contra mi cuerpo mientras llora con la
cabeza hundida en mi cuello. Me acaricia la espalda como si intentara cerciorarse de que soy real.
—Perdóname —digo en voz baja.
No dice nada. Se pone de pie y me levanta. Me lleva a su coche y me deja en el asiento del
acompañante. Sigue callado mientras me abrocha el cinturón de seguridad. Saca el teléfono del
bolsillo de su chaqueta, cierra la puerta, se aleja y hace una llamada mientras saca mi coche de en
medio del camino.

Regresa y deja el bolso a mis pies. Luego me lleva a casa en el más absoluto silencio.

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