Con los días, la recuperación de
Eric es alucinante. Tiene una fortaleza de hierro y, tras las revisiones
pertinentes, sus médicos le dan el alta. Ambos estamos felices y retomamos
nuestras vidas.
Una mañana, cuando se va a
trabajar, le pido a Eric que me lleve a la casa de su madre. Mi objetivo es ver
el estado de la moto de Hannah. A él no le digo nada, o sé que me la va a
montar. Cuando Eric se marcha, su madre y yo vamos al garaje. Y tras retirar
varias cajas y ponernos de polvo hasta las cejas, aparece la moto. Es una
Suzuki amarilla RMZ de 250.
Sonia se emociona, coge un casco
amarillo y me dice:
—Tesoro, espero que te diviertas
con ella tanto como mi Hannah se divirtió.
La abrazo y asiento. Calmo su
angustia, y cuando se marcha y me deja sola en el garaje, sonrío. Como era de
esperar, la moto no arranca. La batería, tras tanto tiempo sin ser utilizada,
ha muerto. Dos días más tarde aparezco por la casa con una batería nueva. Se la
pongo, y la moto arranca al instante. Encantada por estar sobre una moto, me
despido de Sonia y me encamino hacia mi nueva casa. Disfruto del pilotaje y
tengo ganas de gritar de felicidad. Cuando llego, Simona y Norbert me miran, y
este último me avisa:
—Señorita, creo que al señor no
le va a gustar.
Me bajo de la moto y, quitándome
el casco amarillo, respondo:
—Lo sé. Con eso ya cuento.
Cuando Norbert se marcha
refunfuñando, Simona se acerca a mí y cuchichea:
—Hoy, en «Locura esmeralda», Luis
Alfredo Quiñones ha descubierto que el bebé de Esmeralda Mendoza es suyo y no
de Carlos Alfonso. Ha visto en su nalguita izquierda la misma marca de
nacimiento que tiene él.
—¡Oh, Dios, y me lo he perdido!
—protesto, llevándome la mano al corazón.
Simona niega con la cabeza.
Sonríe y me confiesa, haciéndome reír:
—Lo he grabado.
Aplaudo, le doy un beso, y
corremos juntas al salón para verlo.
Tras ver la horterada de
telenovela que me tiene enganchada, regreso al garaje. Quiero hacerle una
puesta a punto a la moto antes de usarla con regularidad y acompañar a Jurgen y
sus amigos por los caminos de tierra a los que ellos van. Lo primero que he de
hacer es cambiarle el aceite. Norbert, a regañadientes, va a comprarme aceite
para la moto. Una vez que lo trae me posiciono en un recoveco del garaje de
difícil acceso y comienzo a hacerle una estupenda puesta a punto tal como me
enseñó mi padre.
Tras la visita a Müller y la
operación de Eric, decido que de momento no quiero trabajar. Ahora puedo
elegir. Quiero disfrutar de esa sensación de plenitud sin prisas,
problemas y cuchicheos
empresariales. Demasiada gente desconocida dispuesta a machacarme por ser la
extranjera novia del jefazo. No, ¡me niego! Prefiero pasear con Susto,
ver «Locura esmeralda», bañarme en la maravillosa piscina cubierta o irme con
Jurgen, el primo de Eric, a correr con la moto. Ésta es una maravilla y tira
que da gusto. Eric no sabe nada. Se lo oculto, y Jurgen me guarda el secreto.
De momento, mejor que no se entere.
Un miércoles por la mañana me voy
con Marta y Sonia al campo, donde siguen el curso de paracaidismo. Entusiasmada
veo cómo el instructor les indica lo que tienen que hacer cuando estén en el
aire. Me animan a que participe, pero prefiero mirar. Aunque tirarse en
paracaídas tiene que ser una chulada, cuando lo veo tan cercano me acojona. Van
a hacer su primer salto libre, y están nerviosas. ¡Yo, histérica! Hasta el
momento siempre lo han hecho enganchadas a un monitor, pero esta vez es
diferente.
Pienso en Eric, en lo que diría
si supiera esto. Me siento fatal. No quiero ni imaginar que pueda salir algo
mal. Sonia parece leerme el pensamiento y se acerca a mí.
—Tranquila, tesoro. Todo va a
salir bien. ¡Positividad!
Intento sonreír, pero tengo la
cara congelada por el frío y los nervios.
Antes de subir a la avioneta,
ambas me besan.
—Gracias por guardarnos el
secreto —dice Marta.
Cuando se montan en la avioneta
les digo adiós con la mano. Nerviosa, observo cómo el avión coge altura y
desaparece casi de mi vista. Un monitor se ha quedado conmigo y me explica
cientos de cosas.
—Mira..., ya están en el aire.
Con el corazón en la boca, veo
caer unos puntitos. Angustiada, compruebo cómo los puntitos se acercan..., se
acercan..., y, cuando estoy a punto de gritar, los paracaídas se abren y
aplaudo al punto del infarto. Minutos después, cuando toman tierra, Sonia y
Marta están pletóricas. Gritan, saltan y se abrazan. ¡Lo han conseguido!
Yo aplaudo de nuevo, pero
sinceramente no sé si lo hago porque lo han logrado o porque no les ha pasado
nada. Sólo con pensar en lo que Eric diría, se me abren las carnes. Cuando me
ven, corren hacia mí y me abrazan. Como tres niñas chicas, saltamos
emocionadas.
Por la noche, cuando Eric me
pregunta dónde he estado con su madre y su hermana, miento. Me invento que hemos
estado en un spa dándonos unos masajes de chocolate y coco. Eric sonríe.
Disfruta con lo que me invento, y yo me siento mal. Muy mal. No me gusta
mentir, pero Sonia y Marta me lo han hecho prometer. No las puedo defraudar.
Una mañana, Frida me llama por
teléfono y una hora después llega a casa acompañada por el pequeño Glen. ¡Qué
rico está el mocosete! Charlamos durante horas, y me confiesa que es una
acérrima seguidora de «Locura esmeralda». Eso me hace reír. ¡Qué fuerte! No soy
la única joven de mi edad que la ve. Al final, Simona va a tener razón en
cuanto a que esa telenovela mexicana está siendo un fenómeno de masas en
Alemania. Tras varias confidencias, le enseño la moto y a Susto.
—Judith, ¿te gusta enfadar a
Eric?
—No —respondo, divertida—. Pero tiene
que aceptar las cosas que a mí me gustan igual que yo acepto las que le gustan
a él, ¿no crees?
—Sí.
—Odio las pistolas, y yo acepto
que él haga tiro olímpico —insisto para justificarme.
—Sí, pero lo de la moto no le va
a hacer ninguna gracia. Además, era de Hannah
y...
—Sea la moto de Hannah o de
Pepito Grillo se va a enfadar igual. Lo sé y lo asumo. Ya encontraré el mejor
momento para contárselo. Estoy segura de que, con tiento y delicadeza por mi
parte, lo entenderá.
Frida sonríe y, mirando a Susto,
que nos observa, comenta:
—Más feo el pobrecito no puede
ser, pero tiene unos ojitos muy lindos.
Embobada, me río y le doy un beso
en la cabeza al animal.
—Es precioso. Guapísimo —afirmo.
—Pero Judith, esta clase de perro
no es muy bonita. Si quieres un perro, yo tengo un amigo que tiene un criadero
de razas preciosas.
—Pero yo no quiero un perro para
lucirlo, Frida. Yo quiero un perro para quererlo, y Susto es cariñoso y
muy bueno.
—¿Susto? —repite, riendo—.
¿Lo has llamado Susto?
—La primera vez que lo vi me dio
un susto tremendo —le aclaro animadamente.
Frida comprende. Repite el
nombre, y el animal da un salto en el aire mientras el pequeño Glen sonríe.
Tras pasar varias horas juntas, cuando se marcha promete llamarme para vernos
otro día.
Por la tarde telefoneo a mi
hermana. Llevo tiempo sin hablar con ella y necesito oír su voz.
—Cuchu, ¿qué te ocurre?
—pregunta, alertada.
—Nada.
—¡Oh, sí!, algo te ocurre. Tú
nunca me llamas —insiste.
Eso me hace reír. Tiene razón,
pero, dispuesta a disfrutar del parloteo de mi loca Raquel, contesto:
—Lo sé. Pero ahora que estoy
lejos te echo mucho de menos.
—¡Aisss, mi
cuchufletaaaaaaaaaaaaaa...! —exclama, emocionada.
Hablamos durante un buen rato. Me
pone al día en relación con su embarazo, sus vómitos y sus náuseas, y por
extraño que parezca no me habla de sus problemas maritales. Eso me sorprende.
Yo no saco el tema. Eso es buena señal.
Cuando cuelgo tras una hora de
conversación, sonrío. Me pongo el abrigo y voy al garaje. Susto, a mi
silbido, sale de su escondrijo y, encantada, me voy a dar un paseo con él.
Dos días después, una mañana,
cuando Flyn y Eric se van al colegio y al trabajo respectivamente, comienzo la
remodelación del salón. Pasamos mucho tiempo en él y necesito darle otro aire.
Yo misma me encargo de hacer los cambios. Norbert se horroriza por verme encima
de la escalera. Dice que si el señor me viera me regañaría. Pero yo estoy
acostumbrada a esas cosas, y descuelgo y cuelgo cortinas encantada de la vida.
Sustituyo los cojines de cuero oscuro por los míos color pistacho, y el sillón
ahora parece moderno y actual, y no soso y aburrido.
Sobre la bonita mesa redonda
coloco un jarrón de cristal verde y con unas maravillosas calas rojas. Quito
las figuras oscuras que Eric tiene sobre la chimenea y coloco varios marcos con
fotografías. Son tanto de mi familia como de la de Eric, y me enternezco al ver
a mi sobrina Luz sonreír.
¡Qué linda es! Y cuánto la echo
en falta.
Sustituyo varios cuadros, a cuál
más feo, y pongo los que yo he comprado. En un lateral del salón, cuelgo un
trío de cuadros de unos tulipanes verdes. ¡Queda monísimo!
Por la tarde, cuando Flyn regresa
del colegio y entra en el salón, su gesto se contrae. La estancia ha cambiado
mucho. Ha pasado de ser un lugar sobrio a uno colorido y lleno de
vida. Le horroriza, pero me da
igual. Sé que cualquier cosa que haga no le gustará.
Cuando Eric llega por la tarde la
impresión de lo que ve le deja mudo. Su sobrio y oscuro salón ha desaparecido
para dejar paso a una estancia llena de alegría y luz. Le gusta. Su cara y su
gesto me lo dicen y, cuando me besa, yo sonrío ante la cara de disgusto del
pequeño.
Al día siguiente Eric decide
llevar a Flyn al colegio. Por norma, siempre lo hace Norbert y el niño acepta
contento. Los acompaño en el coche. No sé dónde está pero estoy deseosa de dar
un paseo por mi cuenta por la ciudad.
A Eric no le hace gracia que yo
ande por Múnich sola, pero mi cabezonería puede con la suya y al final accede.
En el camino recogemos a dos niños, Robert y Timothy. Son charlatanes y me
miran con curiosidad. Yo me percato de que ambos llevan un skate de
colores en las manos, justo el juguete que Eric prohíbe a Flyn. Cuando llegamos
al colegio, para el coche, los críos abren la puerta y se bajan. Flyn lo hace
el último. Después, cierra la puerta.
—¡Vaya!, no me ha dado un besito
—me mofo.
Eric sonríe.
—Dale más tiempo.
Suspiro, volteo los ojos y me
río.
—¿Tú me das un besito? —pregunto
cuando voy a bajarme del coche.
Sonriendo, Eric me atrae hacia
él.
—Todos los que tú quieras,
pequeña.
Me besa y yo disfruto de su
posesivo beso mientras dura.
—¿Estás segura de que sabes
regresar tú sola hasta la casa?
Divertida, asiento. No tengo ni
idea, pero sé la dirección y estoy segura de que no me perderé. Le guiño un
ojo.
—Por supuesto. No te preocupes.
No está muy convencido de dejarme
aquí.
—Llevas el móvil, ¿verdad?
Lo saco de mi bolsillo.
—A tope de carga, por si tengo
que pedir ¡auxilio! —respondo con guasa.
Al final, mi loco amor sonríe, le
doy un beso y me bajo del vehículo. Cierro la puerta, arranca y se va. Sé que
me mira por el espejo retrovisor y con la mano digo adiós como una tonta.
¡Madre mía, qué enamoradita estoy!
Cuando el coche tuerce hacia la
izquierda y lo pierdo de vista miro hacia el colegio. Hay varios grupos de
niños en la entrada y, desde mi posición, observo que Flyn se queda parado en
un lateral. Está solo. ¿Dónde están Robert y Timothy? Me quedo parada tras un
árbol y observo que con disimulo mira hacia una guapa niña rubia, y me
emociono.
¡Aisss, mi pitufo enfadica tiene
corazoncito!
Se apoya en la verja del colegio
y no le quita la mirada de encima mientras ella juega y habla con otros niños.
Sonrío.
Suena un timbre y los críos
comienzan a entrar. Flyn no se mueve. Espera a que la niña y sus amigas entren
en el colegio, y luego lo hace él. Con curiosidad lo sigo con la mirada y de
pronto veo que Robert, Timothy y otros dos chicos con sus skates en las
manos se acercan a él y Flyn se para. Hablan. Uno de ellos le quita la gorra y
se la tira al suelo. Cuando él se agacha a cogerla, Robert le da una patada en
el trasero y Flyn cae de bruces contra el suelo. La sangre se me enciende.
¡Estoy indignada! ¿Qué hacen?
¡Malditos niños!
Los chavales, muertos de risa, se
alejan y observo cómo Flyn se levanta y se mira la mano. Veo que tiene sangre.
Se la limpia con un kleneex que saca de su abrigo, coge la gorra y, sin
levantar la mirada del suelo, entra en el colegio.
Boquiabierta, pienso en lo que ha
pasado mientras me pregunto cómo puedo hablar de eso con Flyn.
Una vez que el niño desaparece
comienzo a andar, y pronto estoy en la vorágine de las calles de Múnich. Eric
me llama. Le indico que estoy bien y cuelgo. Tiendas..., muchas tiendas, y yo,
disfrutando, me paro en todos los escaparates. Entro en una tienda de motocross
y compro todo lo que necesito. Estoy emocionada. Cuando salgo más feliz que una
perdiz, observo a los viandantes. Todos llevan un gesto serio. Parecen
enfadados. Pocos sonríen. Qué poquito se parecen a los españoles en eso.
Paso caminando por un puente, el
Kabelsteg. Me sorprendo al ver la cantidad de candados de colores que hay en
él. Con cariño toco esas pequeñas muestras de amor y leo nombres al azar: Iona
y Peter, Benni y Marie. Incluso hay candados a los que se le han sumado
pequeños candaditos con otros nombres que imagino que son los hijos. Sonrío. Me
parece superromántico, y me encantaría hacerlo con Eric. Se lo tengo que
proponer. Pero suelto una carcajada. Con seguridad pensará que me he vuelto
loca a la par que ñoña.
Tras visitar una parte bonita de
la ciudad, me paro ante una tienda erótica. Suena mi móvil. Eric. Mi loco amor
está preocupado por mí. Le aseguro que ninguna banda de albanokosovares me ha
raptado, y tras hacerle reír me despido de él. Divertida, entro en la tienda
erótica.
Curiosa miro a mi alrededor. Es
un local donde venden todo tipo de juguetes eróticos y lencería sexy, y está
decorado con gusto y refinamiento. Las paredes son rojas, y todo lo que hay
allí llama mi atención. Cientos de vibradores de colores y juguetes de formas
increíbles están ante mí y curioseo. Veo unas plumas negras y las cojo. Me
servirán para jugar otro día con Eric. También elijo unos cubrepezones de
lentejuelas negros de los que cuelgan unas borlas. La dependienta me indica que
son reutilizables y que se pegan con unas almohadillas adhesivas al pezón. Me
río. Imaginarme con esto puesto ante Eric me da risa. Pero conociéndolo, ¡le
gustará! Cuando voy a pagar, me fijo en un lateral de la tienda y suelto una
carcajada al ver unos disfraces. Sonrío y cojo uno de policía malota. Lo
compro. Esta noche sorprenderé a mi Iceman. Cuando salgo de la tienda con mi
bolsa en la mano y una sonrisa de oreja a oreja, paso ante una ferretería.
Recuerdo algo. Entro y compro un pestillo para la puerta. Quiero sexo en casa
sin invitados imprevistos de ojos rasgados.
Tres horas después, tras patearme
las calles de Múnich, cojo un taxi y llego hasta casa. Simona y Norbert me
saludan y, mirando al hombre, le pido herramientas. Sorprendido, asiente, pero
no pregunta. Me las proporciona.
Encantada de la vida con lo que
Norbert me ha traído, subo a la habitación que comparto con Eric y, en la
puerta, pongo el pestillo. Espero que no le moleste, pero no quiero que Flyn
nos pille mientras estoy vestida de policía malota o hacemos salvajemente el
amor. ¿Qué pensaría el crío de nosotros?
Por la tarde, cuando Flyn regresa
del colegio, como siempre está taciturno. Se encierra en su cuarto a hacer
deberes. Simona le va a llevar la merienda y le pido que me deje hacerlo a mí.
Cuando entro en la habitación, el niño está sentado la mesita enfrascado en sus
deberes. Le dejo el plato con el sándwich y me fijo en su mano. La herida se
ve.
—¿Qué te ha pasado en la mano?
—pregunto.
—Nada —responde sin mirarme.
—Para no haberte pasado nada,
tienes un buen rasponazo —insisto.
El crío levanta la vista y me
escruta.
—Sal de mi cuarto. Estoy haciendo
los deberes.
—Flyn..., ¿por qué estás siempre
enfadado?
—No estoy enfadado, pero me vas a
enfadar.
Su contestación me hace sonreír.
Ese pequeño enano es como su tío, ¡hasta responde igual! Al final, desisto y
salgo de la habitación. Voy a la cocina y cojo una coca-cola; la abro y doy un
trago de la lata. Cuando la estoy tomando, aparece el niño y me mira.
—¿Quieres? —le ofrezco
Niega con la cabeza y se va.
Cinco minutos después me siento en el salón y pongo la televisión. Miro la
hora. Las cinco. Queda poco para que regrese Eric. Decido ver una película y
busco algo que me pueda interesar. No hay nada, pero al final en un canal pasan
un episodio de «Los Simpson» y me quedo mirándolo.
Durante un rato, río por las
ocurrencias de Bart y, cuando menos me lo espero, aparece Flyn a mi lado. Me
mira y se sienta. Doy un trago a mi lata de coca-cola. El pequeño coge el mando
con la intención decambiar de canal.
—Flyn, si no te importa, estoy
viendo la televisión.
Lo piensa. Deja el mando sobre la
mesa, se acomoda en el sillón y, de pronto, dice:
—Ahora sí quiero una coca-cola.
Mi primer instinto es
contestarle: «Pues ánimo, chato, tienes dos piernas muy hermosas para ir a por
ella». Pero como quiero ser amable con él, me levanto y me ofrezco a traérsela.
—En un vaso y con hielo, por
favor.
—Por supuesto —asiento, encantada
por aquel tono tan apaciguado.
Más contenta que unas pascuas
llego a la cocina. Simona no está. Cojo un vaso, le pongo hielo, saco la
coca-cola del frigorífico y, cuando la abro, ¡zas!, la coca-cola explota. El
gas y el líquido me entran en los ojos y nos empapamos la cocina y yo.
Como puedo, suelto la bebida en
la encimera y, a tientas, busco el papel de cocina para secarme la cara.
¡Diosssssss, estoy empapada! Pero entonces me percato a través del espejo del
microondas de que Flyn me observa con una cruel sonrisa por el hueco de la
puerta.
¡La madre que lo parió!
Seguro que ha sido él quien ha
movido la coca-cola para que explotara y por eso me la ha pedido con tanta
amabilidad.
Respiro..., respiro y respiro
mientras me seco, y limpio el suelo de la cocina. ¡Maldito niño! Una vez que
termino, salgo como un toro de Osborne, y cuando voy a decirle algo al enano,
convencida de que es el culpable de todo, me encuentro en el salón a Eric con
él en brazos.
—¡Hola, cariño! —me saluda con
una amplia sonrisa.
Tengo dos opciones: borrarle la
sonrisa de un plumazo y contarle lo que su riquísimo sobrino acaba de hacer, o
disimular y no decir nada del minidelincuente que está en sus brazos. Opto por
lo segundo, y entonces mi Iceman deja al crío en el suelo, se acerca a mí y me
da un dulce y sabroso beso en los labios.
—¿Estás mojada? ¿Qué te ha
pasado?
Flyn me mira, y yo le miro, pero
respondo:
—Al abrir una coca-cola me ha
explotado y me he puesto perdida.
Eric sonríe y, aflojándose la
corbata, señala:
—Lo que no te pase a ti no le
pasa a nadie.
Sonrío. No puedo evitarlo. En
este momento entra Simona.
—La cena está preparada. Cuando
quieran pueden pasar.
Eric mira a su sobrino.
—Vamos, Flyn. Ve con Simona.
El pequeño corre hacia la cocina,
y Simona va tras él. Entonces, Eric se acerca a mí y me da un caliente y
morboso beso en los labios que me deja ¡atontá!
—¿Qué tal tu día por Múnich?
—Genial. Aunque ya lo sabes. Me
has llamado mil veces, ¡pesadito!
Eric se muestra sonriente.
—Pesadito, no. Preocupado. No
conoces la ciudad y me inquieta que andes sola.
Suspiro, pero no me da tiempo a
responder.
—Pero cuéntame, ¿por dónde has
estado?
Le explico a mi manera los
lugares que he visitado, todos grandiosos y alucinantes y, cuando le comento lo
del puente de los candados, me sorprende.
—Me parece una excelente idea.
Cuando quieras, vamos al Kabelsteg a ponerlo. Por cierto, en Múnich hay más
puentes de los enamorados. Está el Thalkirchner y el Großhesseloher.
—¿Alguna vez has puesto un
candado tú ahí? —pregunto, sorprendida.
Eric me mira..., me mira y, con
media sonrisa, cuchichea:
—No, cuchufleta. Tú serás la
primera que lo consiga.
Alucinadita me ha dejado. Mi
Iceman es más romántico de lo que yo imaginaba. Encantada por su respuesta y su
buen humor, pienso en mi disfraz de policía malota. ¡Le va a encantar!
—¿Qué te parece si tú y yo vamos
a cenar esta noche a casa de Björn?
¡Glups y reglups!
Desecho rápidamente mi disfraz de
poli malota. Mi cuerpo se calienta en cero coma un segundo y me quedo sin
aliento. Sé lo que significa esa proposición. Sexo, sexo y sexo. Sin quitarle
los ojos de encima, asiento.
—Me parece una fantástica idea.
Eric sonríe, me suelta, entra en
la cocina y le oigo hablar con Simona. También escucho las protestas de Flyn.
Se enfada porque su tío se marche. Una vez que mi loco amor regresa, me coge de
la mano y dice:
—Vamos a vestirnos.
Eric se asombra por el cerrojo
que le enseño que he puesto en la habitación. Le prometo que sólo lo
utilizaremos en momentos puntuales. Asiente. Lo entiende.
—He comprado algo que te quiero
enseñar. Siéntate y espera —le comunico, ansiosa.
Entro presurosa al baño. No le
digo lo del disfraz de poli malota. Esa sorpresa la guardo para otro día. Me
quito la ropa y me coloco los cubrepezones. ¡Qué graciosos! Divertida, abro la
puerta del baño y, en plan Mata Hari, me planto ante él.
—¡Guau, nena! —exclama Eric al
verme—. ¿Qué te has comprado?
—Son para ti.
Divertida, muevo mis hombros y
las borlas que cuelgan de los pezones se menean. Eric ríe. Se levanta y echa el
cerrojo. Yo sonrío. Cuando me acerco hasta él y antes de tumbarme en la cama,
mi lobo hambriento murmura:
—Me encantan, morenita. Ahora los
disfrutaré yo, pero no te los quites. Quiero que
Björn los vea también.
Con una sonrisa acepto su beso
voraz.
—De acuerdo, mi amor.
Una hora después, Eric y yo vamos
en su coche. Estoy nerviosa, pero esos nervios me excitan a cada segundo más.
Mi estómago está contraído. No voy a poder cenar y, cuando llegamos a casa de
Björn, mi corazón late como un caballo desbocado.
Como era de esperar, el guapísimo
Björn nos recibe con la mejor de sus sonrisas. Es un tío muy sexy. Su mirada ya
no resulta tan inocente como cuando estamos con más gente. Ahora es morbosa.
Me enseña su espectacular casa y
me sorprendo cuando al abrir una puerta me indica que ésas son las oficinas de
su despacho particular. Me explica que allí trabajan cinco abogados, tres
hombres y dos mujeres. Cuando pasamos junto a una de las mesas, Eric dice:
—Aquí trabaja Helga. ¿Te acuerdas
de ella?
Asiento. Eric y Björn se miran y,
dispuesta a ser tan sincera como ellos, explico:
—Por supuesto. Helga es la mujer
con la que hicimos un trío aquella noche en el hotel, ¿verdad?
Mi alemán se muestra asombrado
por mi sinceridad.
—Por cierto, Eric —dice Björn—,
pasemos un momento a mi despacho. Ya que estás aquí, fírmame los documentos de
los que hablamos el otro día.
Sin hablar entramos en un bonito
despacho. Es clásico, tan clásico como el que tiene Eric en su casa. Durante
unos segundos, ambos ojean unos papeles, mientras yo me dedico a fisgar a su
alrededor. Ellos están tranquilos. Yo no. Yo no puedo dejar de pensar en lo que
deseo. Los observo, y me caliento. Los cubrepezones me endurecen el pecho
mientras los oigo hablar, y me excito. Deseo que me posean. Quiero sexo. Ellos
provocan en mí un morbo que puede con mi sentido, y cuando no puedo más, me
acerco, le quito los papeles a Eric de la mano y, con un descaro del que nunca
me creí capaz, lo beso.
¡Oh, sí! Soy una ¡loba!
Muerdo su boca con anhelo, y Eric
responde al segundo. Con el rabillo del ojo veo que Björn nos mira. No me toca.
No se acerca. Sólo nos mira mientras Eric, que ya ha tomado las riendas del
momento, pasea sus manos por mi trasero, arrastrando mi vestido hacia arriba.
Cuando separa sus labios de los
míos, soy consciente de lo que he despertado en él y le susurro, extasiada,
dispuesta a todo:
—Desnúdame. Juega conmigo. —Eric
me mira, y deseosa de sexo, musito sobre su boca—: Entrégame.
Su boca vuelve a tomar la mía y
siento sus manos en la cremallera de mi vestido. ¡Oh, sí! La baja, y cuando ya
ha llegado a su tope, me aprieta las nalgas. Calor.
Sin hablar, me quita el vestido,
que cae a mis pies. No llevo sujetador y mis cubrepezones quedan expuestos para
él y su amigo. Excitación
Björn no habla. No se mueve. Sólo
nos observa mientras Eric me sienta sobre la mesa del despacho vestida solo con
un tanga negro y los cubrepezones. Locura.
Me abre las piernas y me besa.
Acerca su erección a mi sexo y lo aprieta. Deseo.
Me tumba sobre la mesa, se agacha
y me chupa alrededor de los cubrepezones. Luego su boca baja hasta mi monte de
Venus y, tras besarlo, enloquecido, agarra el tanga y lo rompe. Exaltación.
Sin más, veo que mira a su amigo
y le hace una señal. Ofrecimiento.
Björn se acerca a él, y los dos
me observan. Me devoran con la mirada. Estoy tumbada en la mesa, desnuda, y con
los cubrepezones y el tanga roto aún puesto. Björn sonríe, y tras pasear su
caliente mirada por mi cuerpo, murmura mientras uno de sus dedos tira del tanga
roto:
—Excitante.
Expuesta ante ellos y deseosa de
ser su objeto de locura, subo mis pies a la mesa, me impulso y me coloco mejor.
Llevo uno de mis dedos a mi boca, lo chupo y, ante la atenta mirada de los
hombres a los que me estoy ofreciendo sin ningún decoro, lo introduzco en mi
húmeda vagina. Sus respiraciones se aceleran, y yo meto y saco el dedo de mi
interior una y otra vez. Me masturbo para ellos. ¡Oh, sí!
Sus ojos me devoran. Sus cuerpos
están deseosos de poseerme, y yo de que lo hagan. Los tiento. Los reto con mis
movimientos. Eric pregunta:
—Jud, ¿llevas en el bolso lo...?
—Sí —le corto antes de que
termine la frase.
Eric coge mi bolso. Lo abre y
saca el vibrador en forma de pintalabios, y se sorprende al ver también la joya
anal. Sonríe y se acerca a mí.
—Date la vuelta y ponte a cuatro
patas sobre la mesa.
Hago caso. Mi dueño me ha pedido
eso, y yo, gustosa, lo obedezco. Björn me da un azotito en el trasero, y luego
me lo estruja con sus manos mientras Eric mete la joya en mi boca para que la
lubrique con mi saliva. Los vuelvo locos, lo sé. Una vez que Eric saca la joya
de mi boca, me abre bien las piernas e introduce la joya en mi ano. Entra de
tirón. Jadeo, y más cuando noto que la gira produciéndome un placer maravilloso
mientras me tocan.
Con curiosidad miro hacia atrás y
observo que los dos miran mi culo, mientras sus alocadas manos se pasean por
mis muslos y mi vagina.
—Jud —dice Eric—, ponte como estabas
antes.
Me vuelvo a tumbar sobre la mesa
mientras noto la joya en mi interior. Cuando mi espalda descansa de nuevo en el
escritorio, Eric me abre las piernas, me expone a los dos, y después se mete
entre ellas y besa el centro de mi deseo. Me quemo.
Su lengua, exigente y dura, toca
mi clítoris, y yo salto.
—No cierres las piernas —pide
Björn.
Me agarro con fuerza a la mesa y
hago lo que me pide, mientras Eric me coge por las caderas y me encaja en su
boca. Gemidos de placer salen de mí, y mientras disfruto con ello, observo que
Björn se quita los pantalones y se pone un preservativo.
De pronto, Eric se para, le
entrega a Björn el pequeño vibrador en forma de pintalabios, sale de entre mis
piernas, y su amigo toma su lugar. Eric se pone a mi lado, me echa el pelo
hacia atrás y sonríe. Me mima y me besa. Björn, que ha entendido el mensaje,
enciende el vibrador. Eric, cargado de erotismo, murmura:
—Vamos a jugar contigo y después
te vamos a follar como anhelas.
Las manos de Björn recorren mis
piernas. Las toca. Se acomoda entre ellas y pasa uno de sus dedos por mis
húmedos labios vaginales. Después, dos, y cuando los ha abierto para dejar al
descubierto mi ya hinchado clítoris, pone el vibrador sobre él, y yo grito. Me
muevo. Aquel contacto tan directo me vuelve loca.
—No cierres las piernas, preciosa
—insiste Björn, y me lo impide.
Eric me besa. Pone una de sus
manos sobre mi abdomen para que no me mueva, mientras Björn aprieta el vibrador
en mi clítoris, y yo grito cada vez más. Esto es asolador. Tremendo. Voy a
explotar. Mi ano está lleno. Mi clítoris, enloquecido. Mis pezones, duros.
Dos hombres juegan conmigo y no
me dejan moverme, y creo que no lo voy a poder aguantar. Pero sí..., mi cuerpo
acepta las sacudidas de placer que todo esto me provoca y, cuando me he
corrido, Björn me penetra, y Eric mete su lengua en mi boca.
—Así..., pequeña..., así.
Ardo. Me quemo. Abraso.
Entregada a ellos, a lo que me
piden, disfruto mientras mi Iceman me hace el amor con su boca, y Björn se mete
en mí una y otra vez.
Nunca había imaginado que algo
así pudiera gustarme tanto.
Nunca había imaginado que yo
pudiera prestarme a algo así.
Nunca había imaginado que yo
iniciaría un juego tan carnal, pero sí, yo lo he comenzado. Me he ofrecido a
ellos y ansío que jueguen, me devoren y hagan conmigo lo que quieran. Soy suya.
De ellos. Me gusta esa sensación y deseo continuar. Anhelo más.
El calor es abrasador. Eric,
entre beso y beso, dice cosas calientes y morbosas en mi boca, y yo enloquezco
de excitación. Mientras, Björn sigue penetrándome sobre la mesa de su despacho
una y otra vez, a la par que me da azotitos en el trasero.
Me llega el clímax y grito
mientras me abro para que Björn tenga más accesibilidad a mi interior. Eric me
muerde la barbilla y, segundos después, es Björn quien se deja ir.
Acalorada, excitada, enardecida y
con ganas de más juegos respiro con dificultad sobre la mesa. Eric me coge
entre sus brazos, y aún con el tanga roto colgando de mi cuerpo, y la joya
anal, me saca del despacho. Traspasamos la vacía oficina y entramos en la casa
de Björn. Allí vamos hasta un baño. Éste, que nos sigue, no entra. Sabe cuándo
y dónde debe estar, y sabe que ese momento es íntimo entre Eric y yo.
Cuando entramos en el baño, Eric
me deja en el suelo. Me quita los cubrepezones, se agacha y, con delicadeza,
retira los restos del tanga. Yo sonrío, y cuando se levanta con él en la mano,
suelto:
—Está claro que te gusta romperme
la ropa interior.
Eric sonríe. Lo tira en una
papelera y, mientras se quita la camisa, asegura:
—Desnuda me gustas más.
Con la mirada risueña, pregunto:
—¿La joya?
Eric sonríe y me da un cachete en
el culo.
—La joya se queda donde está.
Cuando la saque lo haré para meter otra cosa, si tú quieres.
Acto seguido, abre el grifo de la
ducha, y ambos nos metemos. El pelo se me empapa y me abraza. No me enjabona.
—¿Estás bien, cariño?
Hago un gesto de asentimiento,
pero él, deseoso de oír mi voz, se separa de mí unos centímetros. Yo lo miro y
murmuro:
—Deseaba hacerlo, Eric, y aún lo
deseo.
Mi alemán sonríe y levanta una
ceja.
—Me vuelves loco, pequeña.
Me agarro a su cuello y doy un
salto para llegar a su boca. Él me coge en volandas, y mientras el agua corre
por nuestros cuerpos, nos besamos. La joya presiona mi ano.
—Quiero más —le confieso—. Me
gusta la sensación que me produce que me ofrezcas y juegues conmigo. Me excita
que me hables y digas cosas calientes. Me vuelve loca ser compartida, y quiero
que lo vuelvas a hacer una y mil veces.
Su sonrisa seductora me hace
temblar. Su delicadeza mientras me abraza es
extrema, y yo me siento pletórica
de felicidad.
Una vez fuera de la ducha, Eric
me envuelve en una esponjosa toalla, me coge en brazos de nuevo y, sin secarse
y desnudo, me saca del baño. Me lleva hasta una habitación en color burdeos y
me posa en la cama. Presupongo que es la habitación de Björn, que en este mismo
momento sale de otro baño, desnudo y húmedo. Se ha duchado como nosotros.
Veo que ambos se miran y, sin
hacer el más mínimo gesto, se han comunicado con la mirada. El juego continúa.
Björn se dirige a un lateral de la habitación y la carne se me pone de gallina
cuando escucho sonar la canción Cry me a river en la voz de Michael
Bublé.
—Me comentó Eric que te gusta
mucho este cantante, ¿es cierto? —pregunta Björn
—Sí, me encanta —le confirmo tras
mirar a mi Iceman y sonreír.
Björn se acerca.
—He comprado este CD
especialmente para ti.
Como una gata en celo y dispuesta
a excitarlos de nuevo, me pongo de pie. Me quito la toalla, me toco los pechos
y juego con ellos al compás de la música. Ellos me comen con la mirada.
Tentadora, me revuelvo en la cama y me pongo a cuatro patas. Les enseño mi
trasero, donde aún está la joya, y me contoneo al ritmo de la canción. Ambos me
miran y veo sus erecciones duras y dispuestas para mí. Me bajo de la cama y,
desnuda, los obligo a acercarse. Quiero bailar con los dos. Eric me mira
mientras le agarro de la cintura y obligo a Björn a que me aferre por detrás.
Durante unos minutos, los tres, desnudos, mojados y excitados, bailamos esa
dulce y sensual melodía. En tanto Eric me devora la boca con pasión, Björn me
besa el cuello y aprieta la joya en mi ano.
Morbo. Todo es morboso entre los
tres en esta habitación. Ambos me sacan una cabeza y sentirme pequeña entre
ellos me gusta. Sus erecciones latentes chocan contra mi cuerpo y las deseo. Se
me seca la boca y sonrío a Eric. Mi alemán, tras besarme, me da la vuelta, y
veo los ojos de Björn. Su boca desea besarme, ¡lo sé!, pero no lo hace. Se
limita a besarme los ojos, la nariz, las mejillas, y cuando sus labios rozan la
comisura de mis labios, me mira con deseo.
—Juega conmigo. Tócame —le
susurro.
Björn asiente, y una de sus manos
baja a mi vagina. La toca. La explora y mete uno de sus dedos en mí, haciéndome
gemir. Eric me muerde el hombro mientras sus manos vuelan por mi cuerpo hasta
terminar en la joya. Le da vueltas, y las piernas me flaquean. Me agarra por la
cintura y me dejo hacer. Soy su juguete. Quiero que jueguen conmigo.
Bailamos..., nos devoramos...,
nos tocamos..., nos excitamos.
Ser el centro de atención de
estos dos titanes me gusta. Me encanta. Sentirme perversa mientras ellos me
tocan y desean es lo máximo para mí en este momento. Cierro los ojos, me
aprietan contra sus cuerpos y sus erecciones me indican que están preparados
para mí. Me enloquece esa sensación. Adoro ser su objeto de deseo.
La canción acaba, y comienza Kissing
a fool, y mi excitación está por las nubes. Eric y Björn están como yo. Al
final, Eric exige con voz cargada de tensión:
—Björn, ofrécemela.
Éste se sienta en la cama, me
hace sentar delante de él, pasa sus brazos por debajo de mis piernas y me las
abre. ¡Oh, Dios, qué morbo! Mi vagina queda abierta totalmente para mi amor.
Eric se agacha entre mis piernas, muerde mi monte de Venus y después mis labios
vaginales. Tiemblo. Su ávida lengua me saborea y pronto encuentra mi clítoris.
Juega. Lo tortura. Me enloquece, y el remate es cuando sus dedos da vueltas a
la joya de mi ano. Grito.
—Me gusta oírte gritar de placer
—cuchichea Björn en mi oído.
Eric se levanta. Está
enloquecido. Pone su duro pene en mi vagina y me penetra. ¡Oh, sí!... Sus
penetraciones son duras y asoladoras mientras Björn continúa diciendo:
—Te voy a follar, preciosa. No
veo el momento de volver a hundirme en ti.
Las maravillosas penetraciones de
Eric me hacen gritar de placer, mientras se hunde una y otra vez en mí
consiguiendo arrancarme cientos de jadeos gustosos. Calientes. Perversos. De
pronto, se para y, sin salir de mi interior, me agarra por la cintura y me
alza. Me hunde más en él. Björn se levanta de la cama, y en volandas, como si
en una silla invisible estuviera sentada, Eric continúa sus penetraciones
mientras los fuertes brazos de Björn me sujetan y me lanzan una y otra vez
contra mi Iceman.
Soy su muñeca. Me desmadejo entre
sus brazos cuando mi chillido placentero le hace saber a Eric que he llegado al
orgasmo y sale de mí. Björn me tumba en la cama, y Eric, con su falo erecto, se
acerca, me agarra por la cabeza y con rudeza lo introduce en mi boca. Lo chupo.
Lo degusto, enloquecida. Oigo rasgar un preservativo e imagino que Björn se lo
está poniendo. Segundos después, abre mis piernas sin contemplaciones y me
penetra. ¡Sí! Extasiada por el momento que estos dos me están proporcionando,
disfruto de la erección de Eric. ¡Dios, me encanta!, hasta que segundos después
se retira de mi boca y se corre sobre mi pecho.
Björn está muy excitado por lo
que ve, así que me agarra por las caderas y comienza a bombear dentro de mí con
fuerza. ¡Oh, sí!
Una..., dos..., tres...,
cuatro..., cinco..., seis...
Mis gemidos de placer salen
descontrolados de mi boca mientras los dos hombres se hacen con mi cuerpo. Me
poseen a su antojo, y yo accedo. Yo quiero. Yo me abro a ellos, hasta que Björn
se corre y yo con él. Eric, tan enloquecido como nosotros, extiende por mis
pechos el jugo de su excitación y veo en sus vidriosos ojos que disfruta del
momento. Todos disfrutamos.
La música va in crescendo, y
nuestros cuerpos se acompasan. Eric me besa y yo gozo. Tras salir de mí, Björn
mete su cabeza entre mis piernas y busca mi clítoris. Desea más. Lo aprieta
entre sus labios y tira de él. Me retuerzo. Mueve la joya en mi ano. Grito. Su
boca muerde la cara interna de mis muslos mientras Eric me masajea la cabeza y
me mira. Calor..., tengo calor y creo que me voy a correr otra vez. Pero cuando
estoy a punto de hacerlo, oigo decir a Eric:
—Todavía no, pequeña...Ven aquí.
Se sienta en la cama, me coge de
la mano y tira de mí. Me hace sentar a horcajadas sobre él y me penetra de
nuevo. Quiero correrme. Necesito correrme. Como loca me muevo en busca de mi
placer y, enloquecida, grito:
—No pares, Eric. Quiero más. Os
quiero a los dos dentro.
A través de las pestañas, veo que
Eric asiente. Björn abre un cajón y saca lubricante. Eric, al verme tan
enloquecida, detiene sus penetraciones.
—Escucha, amor, Björn va a poner
lubricante para facilitar su entrada. —Asiento, y prosigue al ver mi mirada—:
Tranquila..., nunca permitiría que nada te doliera. Si te duele, me avisas y
paramos, ¿de acuerdo?
Le digo que sí y me besa; me
aprieto contra él y suspiro.
Eric me acerca más a su cuerpo
mientras su erección continúa proporcionándome placer. Björn, desde atrás, me
da uno de sus azotes en el culo. Sonrío. Saca la joya de mi ano y siento que
unta algo frío y húmedo mientras me susurra en el oído:
—No sabes cuánto te deseo,
Judith. No veía el momento de penetrar este bonito
culo tuyo. Voy a jugar contigo.
Te voy a follar, y tú me vas a recibir.
Accedo. Quiero que lo haga, y
Eric añade:
—Eres mía, pequeña, y yo te
ofrezco. Hazme disfrutar con tu orgasmo.
Con el dedo, Björn juguetea en mi
interior, mientras Eric me penetra y me dice cosas calientes. Muy calientes.
Ardorosas. Ambos me conocen y saben que eso me excita. Segundos después, Björn
le pide a Eric que me abra para él. Mi Iceman, sin retirar sus preciosos ojos
de mí, me agarra de las cachas del culo y me muerde el labio inferior. Sin
soltarme noto la punta de la erección de Björn sobre mi ano y cómo centímetro a
centímetro, apretándome, se introduce en mí.
—Así, cariño..., poco a poco...
—murmura Eric tras soltarme el labio—. No tengas miedo. ¿Duele? —Niego con la
cabeza, y él sigue—: Disfruta, mi amor..., disfruta de la posesión.
—Sí..., preciosa..., sí... tienes
un culito fantástico... —masculla Björn, penetrándome—. ¡Oh, Dios!, me encanta.
Sí, nena..., sí...
Abro la boca y gimo. La sensación
de esa doble penetración es indescriptible y escuchar lo que cada uno dice me
calienta a cada segundo más. Eric me mira con los ojos brillantes por la
expectación y, ante mis jadeos, me pide:
—No dejes de mirarme, cariño.
Lo hago.
—Así..., así..., acóplate a
nosotros... Despacio..., disfruta...
Estoy entre dos hombres que me
poseen.
Dos hombres que me desean.
Dos hombres que deseo.
Cuatro manos me sujetan desde
diferentes sitios, y ambos me llenan con delicadeza y pasión. Siento sus penes
casi rozarse en mi interior, y me gusta verme sometida por y para ellos. Eric
me mira, toca mi boca con la suya, y cada uno de mis jadeos los toma para él
mientras me dice dulces y calientes palabras de amor. Björn me pellizca los
pezones, me posee desde atrás y cuchichea en mi oído:
—Te estamos follando... Siente
nuestras pollas dentro de ti...
Calor..., tengo un calor
horroroso y, de pronto, noto como si toda la sangre de mi cuerpo subiera a la
cabeza y grito, extasiada. Estoy siendo doblemente penetrada y enloquezco de
placer. Me estrujan contra ellos exigiéndome más, y vuelvo a gritar hasta que
me arqueo y me dejo ir. Ellos no paran; continúan con sus penetraciones.
Eric...Björn... Eric... Björn... Sus respiraciones enloquecidas y sus movimientos
me hacen saltar en medio de los dos, hasta que sueltan unos gruñidos varoniles,
y sé que el juego, de momento, ha finalizado.
Con cuidado, Björn sale de mí y
se tumba en la cama. Eric no lo hace y quedo tendida sobre él mientras me
abraza. Durante unos minutos, los tres respiramos con dificultad mientras la
voz de Michael Bublé resuena en la habitación, y nosotros recuperamos el
control de nuestros cuerpos.
Pasados cinco minutos, Björn toma
mi mano, la besa y susurra con una media sonrisa:
—Con vuestro permiso, me voy a la
ducha.
Eric sigue abrazándome, y yo lo
abrazo a él. Cuando quedamos solos en la cama, lo miro. Tiene los ojos
cerrados. Le muerdo el mentón.
—Gracias, amor.
Sorprendido, abre los ojos.
—¿Por qué?
Le doy un beso en la punta de la
nariz que le hace sonreír.
—Por enseñarme a jugar y a
disfrutar del sexo.
Su carcajada me hace reír a mí, y
más cuando afirma:
—Estás comenzando a ser
peligrosa. Muy peligrosa.
Media hora más tarde, duchados,
los tres vamos a la cocina de Björn. Allí, sentados sobre unos taburetes,
comemos y nos divertimos mientras charlamos. Les confieso que sus exigencias y
su rudeza en ciertos momentos me excitan, y los tres reímos. Dos horas después,
vuelvo a estar desnuda sobre la encimera de la cocina, mientras ellos me vuelven
a poseer, y yo, gustosa, me ofrezco.
26
La vida con Iceman va viento en
poca a pesar de nuestras discusiones. Nuestros encuentros a solas son locos,
dulces y apasionados, y cuando visitamos a Björn, calientes y morbosos. Eric me
entrega a su amigo, y yo acepto, gustosa. No hay celos. No hay reproches. Sólo
hay sexo, juego y morbo. Los tres hacemos un excepcional trío, y lo sabemos;
disfrutamos de nuestra sexualidad plenamente en cada encuentro. Nada es sucio.
Nada es oscuro. Todo es locamente sensual.
Flyn es otro cantar. El pequeño
no me lo pone fácil. Cada día que pasa lo noto más reticente a ser amable
conmigo y a nuestra felicidad. Eric y yo sólo discutimos por él. Él es la
fuente de nuestras peleas, y el niño parece disfrutar.
Ahora acompaño a Norbert alguna
mañana al colegio. Lo que Flyn no sabe es que cuando Norbert arranca el coche y
se va, yo observo sin ser vista. No entiendo qué ocurre. No soy capaz de
comprender por qué Flyn es el centro de las burlas de sus supuestos amigos. Lo
vapulean, le empujan, y él no reacciona. Siempre acaba en el suelo. He de poner
remedio. Necesito que sonría, que tenga confianza en sí mismo, pero no sé cómo
lo voy a hacer.
Una tarde, mientras estoy en mi
habitación tarareando la canción Tanto de Pablo Alborán, observo a
través de los cristales que vuelve a nevar. Nieva sobre lo nevado, y eso me
alegra. ¡Qué bonita que es la nieve! Encantada con ello, voy a la habitación de
juegos donde Flyn hace deberes y abro la puerta.
—¿Te apetece jugar en la nieve?
El niño me mira y, con su
habitual gesto serio, responde:
—No.
Tiene el labio partido. Eso me
enfurece. Le cojo la barbilla y le pregunto:
—¿Quién te ha hecho esto?
El crío me mira y con mal genio
responde:
—A ti no te importa.
Antes de contestar, decido
callar. Cierro la puerta y voy en busca de Simona, que está en la cocina
preparando un caldo. Me acerco a ella.
—Simona.
La mujer, secándose las manos en
el delantal, me mira.
—Dígame, señorita.
—¡Aisss, Simona, por Dios, que me
llames por mi nombre, Judith!
Simona sonríe.
—Lo intento, señorita, pero es
difícil acostumbrarme a ello.
Comprendo que, efectivamente,
debe de ser muy difícil para ella.
—¿Hay algún trineo en la casa?
—pregunto.
La mujer lo piensa un momento.
—Sí. Recuerdo que hay uno
guardado en el garaje.
—¡Genial! —aplaudo. Y mirándola,
digo—: Necesito pedirte un favor.
—Usted dirá.
—Necesito que salgas al exterior
de la casa conmigo y juegues a tirarnos bolas.
Incrédula, parpadea, y no
entiende nada. Yo, divirtiéndome, le agarro las manos y cuchicheo:
—Quiero que Flyn vea lo que se
pierde. Es un niño, y debería querer jugar con la nieve y tirarse en trineo.
Vamos, demostrémosle lo divertido que puede ser jugar con algo que no sean las
maquinitas.
En un principio, la mujer se
muestra reticente. No sabe qué hacer, pero al ver que la espero, se quita el
mandil.
—Deme dos segundos que me pongo
unas botas. Con el calzado que llevo, no se puede salir al exterior.
—¡Perfecto!
Mientras me pongo mi plumón rojo
y los guantes en la puerta de la casa, aparece Simona, que coge su plumón azul
y un gorro.
—¡Vamos a jugar! —digo,
agarrándola del brazo.
Salimos de la casa. Caminamos por
la nieve hasta llegar frente al cuarto de juegos de Flyn, y allí comenzamos
nuestra particular guerra de bolas. Al principio, Simona se muestra tímida,
pero tras cuatro aciertos míos, ella se anima. Cogemos nieve y, entre risas,
las dos nos la tiramos.
Norbert, sorprendido por lo que
hacemos, sale a nuestro encuentro. Primero, es reticente a participar, pero dos
minutos después, lo he conseguido, y se une a nuestro juego. Flyn nos observa.
Veo a través de los cristales que nos está mirando y grito:
—Vamos, Flyn... ¡Ven con
nosotros!
El niño niega con la cabeza, y
los tres continuamos. Le pido a Norbert que traiga del garaje el trineo. Cuando
lo saca, veo que es rojo. Encantada, me subo en él y me tiro por una pendiente
llena de nieve. El guarrazo que me meto es considerable, pero la mullida nieve
me para y me río a carcajadas. La siguiente en tirarse en Simona, y después lo
hacemos las dos juntas. Terminamos rebozadas de nieve, pero felices, pese al
gesto incómodo de Norbert. No se fía de nosotras. De pronto, y contra todo
pronóstico, veo que Flyn sale al exterior y nos mira.
—¡Vamos, Flyn, ven!
El pequeño se acerca y le invito
a sentarse en el trineo. Me mira con recelo, así que le digo:
—Ven, yo me sentaré delante y tú
detrás, ¿te parece?
Animado por Simona y Norbert, el
niño lo hace y con sumo cuidado me tiro por la pendiente. A mis gritos de
diversión se unen los de él, y cuando el trineo se para, me pregunta,
extasiado:
—¿Lo podemos repetir?
Encantada de ver un gesto en él
que nunca había visto, asiento. Ambos corremos hasta donde está Simona y
repetimos la bajada.
A partir de este momento, todo
son risas. Flyn, por primera vez desde que estoy en Alemania, se está
comportando como un niño, y cuando consigo convencerlo para que baje él solo en
el trineo y lo hace, su cara de satisfacción me llena el alma.
¡Sonríe!
Su sonrisa es adictiva, preciosa
y maravillosa, hasta que de pronto veo que la cambia, y al mirar en la
dirección que él mira, observo que Susto corre hacia nosotros. Norbert
se ha dejado el garaje abierto, y, al oír nuestros gritos, el animal no lo ha
podido remediar y viene a jugar. Asustado, el niño se paraliza y yo doy un
silbido. Susto viene a mí, y cuando le agarro de la cabeza, murmuro:
—No te asustes, Flyn.
—Los perros muerden —susurra,
paralizado.
Recuerdo lo que el niño contó
aquel día en la cama, y acariciando a Susto, intento tranquilizarlo:
—No, cielo, no todos los perros
muerden. Y Susto te aseguro que no lo va a hacer. —Pero el niño no se
convence, e insisto mientras alargo la mano—: Ven. Confía en mí. Susto no
te morderá.
No se acerca. Sólo me mira.
Simona lo anima, y Norbert también, y el niño da un paso adelante pero se para.
Tiene miedo. Yo sonrío y vuelvo a decir:
—Te prometo, cariño, que no te va
a hacer nada malo.
Flyn me mira receloso, hasta que
de pronto Susto se tira en la nieve y se pone patas arriba. Simona,
divertida, le toca la barriga.
—Ves, Flyn. Susto sólo
quiere que le hagamos cosquillas. Ven...
Yo hago lo que hace Simona, y el
animal saca la lengua por un lateral de su boca en señal de felicidad.
De pronto, el niño se acerca, se
agacha y, con más miedo que otra cosa, le toca con un dedo. Estoy segura de que
es la primera vez que toca a un animal en muchos años. Al ver que Susto sigue
sin moverse, Flyn se anima y le vuelve a tocar.
—¿Qué te parece?
—Suave y mojado —murmura el crío,
que ya le toca con la palma de la mano.
Media hora después, Susto y
Flyn ya son amigos, y cuando nos tiramos en el trineo, Susto corre a
nuestro lado mientras nosotros gritamos y reímos.
Todos estamos empapados y
rebozados de nieve. Es divertido. Lo estamos pasando bien, hasta que oímos que
un coche se acerca. Eric. Simona y yo nos miramos. Flyn, al ver que es su tío,
se queda paralizado. Eso me extraña. No corre en su busca. Cuando el vehículo
se acerca, compruebo que Eric nos observa y, por su cara, parece estar de mala
leche. Vamos, lo normal. Sin que pueda evitarlo murmuro cerca de Simona:
—¡Oh, oh!, nos ha pillado.
La mujer asiente. Eric para el
coche. Se baja y da un portazo que me hace estimar el calibre de su enfado
mientras camina hacia nosotros intimidatoriamente.
¡Madre mía! ¡Qué rebote tiene mi
Iceman!
Cuando quiere ser malote, es el
peor. Nadie respira. Yo le miro. Él me mira. Y cuando está cerca de nosotros,
grita con gesto reprobador:
—¿Qué hace este perro aquí?
Flyn no dice nada. Norbert y
Simona están paralizados. Todos me miran a mí, y yo respondo:
—Estábamos jugando con la nieve,
y él está jugando con nosotros.
Eric coge de la mano a Flyn y
gruñe:
—Tú y yo tenemos que hablar. ¿Qué
has hecho en el colegio?
El tono de voz que emplea con el
crío me subleva. ¿Por qué tiene que hablarle así? Pero, cuando voy a decir
algo, le escucho decir:
—Me han llamado del colegio otra
vez. Por lo visto, has vuelto a meterte en otro lío y esta vez ¡muy gordo!
—Tío, yo...
—¡Cállate! —grita—. Vas a ir
derechito al internado. Al final, lo vas a conseguir. Ve a mi despacho y espérame
allí.
Simona, Norbert y el pequeño,
tras la dura mirada de Eric, se van.
Con gesto de tristeza, la mujer
me mira. Yo le guiño un ojo, a pesar de que sé que me va a caer una buena.
Telita el mosqueo que tiene el pollo alemán. Una vez solos, Eric ve el trineo y
las huellas que hay en la pendiente, y sisea:
—Quiero a ese perro fuera de mi
casa, ¿me has oído?
—Pero Eric..., escucha...
—No, no voy a escuchar, Jud.
—Pues deberías —insisto.
Tras un duelo de miradas
tremendo, finalmente grita:
—¡He dicho fuera!
—Oye, si vienes enfadado de la
oficina, no lo pagues conmigo. ¡Serás borde...!
Resopla, se toca el pelo y
farfulla:
—Te dije que no quería ver a ese
chucho aquí y que yo sepa no te he dado permiso para que mi sobrino se monte en
un trineo, y menos al lado de ese animal.
Sorprendida por el arranque de
mal humor y dispuesta a presentar batalla, protesto.
—No creo que tenga que pedirte
permiso para jugar en la nieve, ¿o sí? Si me dices que así es, a partir de hoy
te pediré permiso por respirar. ¡Joder, sólo me faltaba oír esto!
Eric no responde, y añado
malhumorada:
—En cuanto a Susto, quiero
que se quede aquí. Esta casa es lo bastante grande como para que no tengas que
verlo si no quieres. Tienes un jardín que es como un parque de grande. Le puedo
construir una caseta para que viva en ella y nos guardará la casa. No sé por
qué te empeñas en echarlo con el frío que hace. Pero ¿no lo ves? ¿No te da
pena? Pobrecito, hace frío. Nieva, y pretendes que lo deje en la calle. Venga,
Eric, por favor.
Mi Iceman, que está impresionante
con su traje y su abrigo azulón, mira a Susto. El perro le mueve el
rabo, ¡animalillo!
—Pero, Jud, ¿tú te crees que yo
soy tonto? —dice, sorprendiéndome. Y como no respondo, afirma—: Este animal
lleva ya tiempo en el garaje.
Mi corazón se paraliza. ¿Habrá
visto también la moto?
—¿Lo sabías?
—Pero ¿me crees tan tonto como
para no haberme dado cuenta? Pues claro que lo sabía.
Primero me quedo boquiabierta, y
antes de que pueda responder, él insiste:
—Te dije que no lo quería dentro
de mi casa, pero, aun así, tú lo metiste y...
—Como vuelvas a decir eso de tu
casa..., me voy a enfadar —siseo, sin mencionar la moto. Si él no dice
nada, mejor no sacar el tema en este momento—. Llevas tiempo diciéndome que
considere esta casa como mía, y ahora, porque he dado cobijo a un pobre animal
en tu puñetero garaje para que no se muera de frío y hambre en la calle, te
estás comportando como un..., un...
—Gilipollas —acaba él.
—Exacto —asiento—. Tú lo has
dicho: ¡un gilipollas!
—Entre mi sobrino y tú vais a...
—¿Qué ha hecho Flyn en el
colegio? —le corto.
—Se ha metido en una pelea, y al
otro chico le han tenido que dar puntos en la cabeza.
Eso me sorprende. No veo yo a
Flyn de ese calibre, aunque tenga el labio roto. Eric se pasa la mano por la
cabeza furioso, mira a Susto y grita:
—¡Lo quiero fuera de aquí ya!
Tensión. El frío que hace no es
comparable con el frío que siento en mi corazón, y antes de que él vuelva a
decir algo, lo amenazo:
—Si Susto se va, yo me voy
con él.
Eric levanta las cejas con
frialdad, y dejándome con la boca abierta, dice antes de darse la vuelta:
—Haz lo que quieras. Al fin y al
cabo, siempre lo haces.
Y sin más, se marcha. Me deja
allí plantada, con cara de idiota y con ganas de discutir más. Pasan diez
minutos y continúo en el exterior de la casa junto al animal. Eric no sale. No
sé qué hacer. Por un lado, entiendo que hice mal al meter a Susto en el
garaje, pero por otro no puedo dejar a este pobre animal en la calle.
Veo que Flyn se asoma por la
cristalera de su cuarto de juegos y le saludo con la mano. Él hace lo mismo y
me salta el corazón. Jugar, el trineo y Susto le han ido bien, pero no
puedo dejar al perro en esa casa. Sé que sería otra fuente de problemas. Simona
sale y se acerca a mí.
—Señorita, se va a resfriar. Está
empapada y...
—Simona, tengo que encontrarle un
hogar a Susto. Eric no quiere que esté aquí.
La mujer cierra los ojos y
asiente, pesarosa.
—Sabe que me lo quedaría en mi
casa, pero el señor se molestaría. Lo sabe, ¿verdad? —Asiento, e indica—: Si
quiere, podemos llamar a los de la protectora de animales. Ellos seguro que se
lo encuentran.
Le pido que me localice el
teléfono. No queda otro remedio. No entro en la casa. Me niego. Si veo a Eric
me lo como en el mal sentido de la palabra. Camino con Susto por el sendero
hasta llegar a la enorme verja. Salgo al exterior y juego con el animal, que
está feliz por estar conmigo. Las lágrimas asoman a mis ojos y dejo que salgan.
Contenerlas es peor. Lloro. Lloro desconsoladamente mientras le lanzo piedras
al animal para que corra en su busca. ¡Pobrecillo!
Veinte minutos después, aparece
Simona y me entrega un papel con un teléfono.
—Norbert dice que llamemos aquí.
Que preguntemos por Henry y le digamos que llamamos de su parte.
Le doy las gracias y saco mi
móvil del bolsillo y, con el corazón destrozado, hago lo que Simona me dice.
Hablo con el tal Henry y me dice que en una hora pasarán a recoger al animal.
Ya es de noche. Obligo a Simona a
entrar en la casa para que puedan cenar Eric y Flyn, y yo me quedo en el
exterior con Susto. Estoy congelada. Pero eso no es nada para el frío
que ha debido de pasar el pobre animal todo este tiempo. Eric me llama al
móvil, pero lo corto. No quiero hablar con él. ¡Que le den!
Diez minutos después, unas luces
aparecen en el fondo de la calle y sé que es el coche que viene a llevarse al
animal. Lloro. Susto me mira. Una furgoneta de recogida de animales
llega hasta donde estoy y se para. Me acuerdo de Curro. Él se fue y
ahora también se va Susto. ¿Por qué la vida es tan injusta?
Se baja un hombre que se
identifica como Henry, mira al animal y le toca la cabeza. Firmo unos papeles
que me entrega y, mientras abre las puertas traseras de la furgoneta, me
dice:
—Despídase de él, señorita. Me
voy ya. Y, por favor, quítele lo que lleva al cuello.
—Es una bufanda que hice para él.
Está resfriado.
El hombre me mira e insiste:
—Por favor, quíteselo. Es lo
mejor.
Maldigo. Cierro los ojos y hago
lo que me pide. Cuando tengo la bufanda en mis manos resoplo. ¡Uf!, qué momento
más triste. Contemplo a Susto, que me mira con sus ojazos saltones y,
agachándome, murmuro mientras le toco su huesuda cabeza:
—Lo siento, cariño, pero ésta no
es mi casa. Si lo fuera, te aseguro que nadie te sacaría de aquí. —El animal
acerca su húmedo hocico a mi cara, me da un lametazo, y yo añado—: Te van a
encontrar un bonito hogar, un sitio calentito donde te van a tratar muy bien.
No puedo decir más. El llanto me
desencaja el rostro. Esto es como volver a despedirme de Curro. Le doy
un beso en la cabeza, y Henry coge a Susto y lo mete en la furgoneta. El
animal se resiste, pero Henry está acostumbrado y puede con él. Y cuando cierra
las puertas, se despide de mí y se va.
Sin moverme de donde estoy, veo
cómo la furgoneta se aleja, y en ella va Susto. Me tapo la cara con la
bufanda y lloro. Tengo ganas de llorar. Durante un rato, sola en esa oscura y
fría calle, lloro como llevaba tiempo sin hacerlo. Todo es difícil en Múnich.
Flyn no me lo pone fácil, y Eric, en ocasiones, es frío como el hielo.
Cuando me doy la vuelta para regresar
al interior de la casa, me sorprendo al ver a Eric parado tras la verja. La
oscuridad no me deja ver su mirada, pero sé que está clavada en mí. Tengo frío.
Camino, y él me abre la puerta. Paso por su lado y no digo nada.
—Jud...
Con rabia me vuelvo hacia él.
—Ya está. No te preocupes. Susto
ya no está en tu maldita casa.
—Escucha, Jud...
—No, no te quiero escuchar.
Déjame en paz.
Sin más, comienzo a caminar. Él
me sigue, pero andamos en silencio. Cuando llegamos a la casa entramos, nos
quitamos los abrigos y me coge de la mano. Rápidamente, me suelto y corro
escaleras arriba. No quiero hablar con él. Al subir la escalera, me encuentro
de frente con Flyn. El niño me mira, pero yo paso por su lado y me meto en mi
habitación, dando un portazo. Me quito las botas y los húmedos vaqueros, y me
encamino hacia la ducha. Estoy congelada y necesito entrar en calor.
El agua caliente me hace volver a
ser persona, pero irremediablemente vuelvo a llorar.
—¡Mierda de vida! —grito.
Un gemido sale de mi interior y
lloro. Tengo el día llorón. Oigo que la puerta del baño se abre y, a través de
la mampara, veo que es Eric. Durante unos minutos, nos volvemos a mirar, hasta
que sale del baño y me deja sola. Se lo agradezco.
Tras salir de la ducha, me
envuelvo en una toalla y me seco el pelo. Después, me pongo el pijama y me meto
en la cama. No tengo hambre. Rápidamente, el sueño me vence y me despierto
sobresaltada cuando noto que alguien me toca. Es Eric. Pero enfadada,
simplemente murmuro:
—Déjame. No me toques. Quiero
dormir.
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