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Pídeme lo que quieras, ahora y siempre Cap.27 y 28


Por la mañana, cuando me levanto, Eric está tomando café en la cocina. Flyn está junto a él, y cuando me ven, los dos me miran.
—Buenos días, Jud —dice Eric.
—Buenos días —respondo.
No me acerco a él. No le doy mi beso de buenos días, y Flyn nos observa. Simona rápidamente me acerca un café y sonrío al ver que me ha hecho churros. Encantada, se lo agradezco y me siento a comérmelos. El silencio es sepulcral en la cocina, cuando por norma soy yo la que habla e intenta sacar tema de conversación.
Eric me mira, me mira y me mira; sé que mi actitud no le gusta. Lo incomoda. Pero me da igual. Quiero incomodarlo, tanto o más como él me incomoda a mí.
Norbert entra en la cocina y le indica a Flyn que se dé prisa o llegará tarde al colegio. Al momento, suena mi teléfono. Es Marta. Sonrío, me levanto y salgo de la cocina. Subo las escaleras y llego hasta mi dormitorio.
—¡Hola, loca! —la saludo.
Marta se ríe.
—¿Cómo va todo por allí?
Resoplo, miro por la ventana y respondo:
—Bien. ¡Ya tú sabes mi amol! Con ganas de matar a tu hermano.
De nuevo, resuena la risa de Marta.
—Entonces, eso significa que todo sigue bien.
Tras hablar con ella durante un rato queda en pasar a recogerme. Quiere que la acompañe a comprarse algo de ropa. Cuando cierro el móvil, al darme la vuelta, Eric está detrás de mí.
—¿Has quedado con mi hermana?
—Sí.
Paso por su lado, y Eric, alargando la mano, me para.
—Jud..., ¿no me vas a volver a hablar?
Lo miro y respondo con seriedad:
—Creo que te estoy hablando.
Eric sonríe. Yo no. Eric deja de sonreír. Yo me río por dentro.
Me agarra por la cintura.
—Escucha, cariño. Sobre lo que ocurrió ayer...
—No quiero hablar de ello.
—Tú me has enseñado a hablar de los problemas. Ahora no puedes cambiar de opinión.
—Pues mira —contesto con chulería—, por una vez, voy a ser yo la que no quiera hablar de los problemas. Me tienes harta.
Silencio. Tensión.
—Cariño, discúlpame. Ayer no fue un buen día para mí y...
—Y lo pagaste con el pobre Susto, ¿verdad? Y de paso me recordaste que ésta es tu casa y que Flyn es tu sobrino. Mira, Eric, ¡vete a la mierda!
Lo miro. Me mira. Reto en nuestras miradas, hasta que murmura:
—Jud, ésta es tu casa y...
—No, guapito, no. Es tu casa. Mi casa está en España, un lugar del que nunca debería haber salido.
De un tirón, me acerca a él y sisea:
—No sigas por ese camino, por favor.
—Pues cállate, y no hables más sobre lo que ocurrió ayer.
Tensión. El aire se corta con un cuchillo. Pienso en la moto. Cuando se entere, me descuartiza. Nos miramos y, finalmente, mi alemán dice:
—Tengo que marcharme de viaje. Te lo iba a decir ayer, pero...
—¿Que te marchas de viaje?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
—¿Adónde?
—Tengo que ir a Londres. He de solucionar unos asuntos, pero regresaré pasado mañana.
Londres. Eso me alerta. ¡¡Amanda!!
—¿Verás a Amanda? —pregunto, incapaz de contenerme.
Eric asiente, y yo de un manotazo me retiro de él. Los celos me pueden. Esa bruja no me gusta y no quiero que estén solos. Pero Eric, que sabe lo que pienso, me vuelve a acercar a él.
—Es un viaje de negocios. Amanda trabaja para mí y...
—¿Y con Amanda juegas también? Con ella te lo pasas de vicio en esos viajes y ésta va a ser una de esas veces, ¿verdad?
—Cariño, no...—susurra.
Pero los celos son algo terrible y grito fuera de mí:
—¡Oh, genial! Vete y pásatelo bien con ella. Y no me niegues lo que sé que va a ocurrir porque no me chupo el dedo. ¡Dios, Eric, que nos conocemos! Pero vamos, ¡tranquilo!, estaré esperándote en tu casa para cuando regreses.
—Jud...
—¡¿Qué?! —grito totalmente fuera de mí.
Eric me coge en brazos, me tumba en la cama y dice, agarrándome la cara con sus manos:
—¿Por qué piensas que voy a hacer algo con ella? ¿Todavía no te has dado cuenta de que yo sólo te quiero y te deseo a ti?
—Pero ella...
—Pero ella nada —me corta—. Tengo que viajar por trabajo, y ella trabaja conmigo. Pero, cariño, eso no significa que tenga que haber nada entre nosotros. Vente conmigo. Prepara una pequeña maleta y acompáñame. Si realmente no te fías de mí, hazlo, pero no me acuses de cosas que ni hago ni haré.
De pronto, me siento ridícula. Absurda. Estoy tan enfadada por lo de Susto que soy incapaz de razonar. Sé que Eric no me mentiría en algo así y, tras resoplar, murmuro:
—Lo siento, pero yo...
No puedo continuar hablando. Eric toma mi boca y me besa. Me devora, y entonces soy yo la que lo abraza con desesperación. No quiero estar enfadada. Odio cuando nos incomunicamos. Disfruto su beso. Lo aprieto contra mí hasta que mi boca pide...
—Fóllame.
Eric se levanta. Echa el pestillo que yo puse en la puerta y, mientras se quita la corbata, murmura:
—Encantado de hacerlo, señorita Flores. Desnúdese.
Sin perder tiempo me quito la bata y el pijama, y cuando estoy totalmente desnuda ante él, y él ante mí, se sienta en la cama y dice:
—Ven...
Me acerco a él. Aproxima su cara a mi monte de Venus y lo besa. Pasea sus manos por mi cuerpo y susurra mientras me sienta a horcajadas sobre él y con sus manos abre los labios de mi vagina:
—Tú... eres la única mujer que yo deseo.
Su pene entra en mí y lo clava hasta el fondo.
—Tú... eres el centro de mi vida.
Yo me muevo en busca de mi placer y, cuando veo que él jadea, añado:
—Tú... eres el hombre al que quiero y en el que quiero confiar.
Mis caderas van de adelante atrás, y cuando la que jadea soy yo, Eric se levanta de la cama, me posa sobre ella y, tumbándose sobre mí, me penetra profundamente.
—Tú... eres mía como yo soy tuyo. No dudes de mí, pequeña.
Una embestida fuerte hace que su pene entre hasta el útero y yo me arquee.
—Mírame —me ordena.
Lo miro, y mientras profundiza más y más, y yo jadeo, asegura:
—Sólo a ti te puedo hacer el amor así, sólo a ti te deseo y sólo contigo disfruto de los juegos.
Calor..., fogosidad..., exaltación.
Eric me agarra por la cintura, me empala contra él y dice cosas maravillosas y bonitas, y yo, excitada, las disfruto tanto como lo que me hace. Durante varios minutos entra y sale de mí, fuerte..., rápido..., intenso, hasta que me ordena:
—Dime que confías en mí tanto como yo en ti.
Vuelve a hundirse en mi interior y me da un azote a la espera de mi contestación. Yo lo miro. No contesto, y él vuelve a penetrarme mientras me agarra de los hombros para que la embestida sea más atroz.
—¡Dímelo! —exige.
Sus caderas se retuercen antes de volver a lanzarse contra mí, y cuando me contraigo de placer, Eric me aprieta más contra él, y yo, enloquecida, murmuro:
—Confío en ti..., sí..., confío en ti.
Una sonrisa lobuna se dibuja en su rostro; me coge por la cintura y me levanta. Me maneja a su antojo. ¡Lo adoro! Me lleva contra la pared y, enardecido, me penetra con fuerza una y otra vez mientras yo enredo mis piernas en su cintura y me arqueo para recibirlo.
¡Oh, sí, sí, sí!
Mi gemido placentero queda mitigado porque le muerdo el hombro, pero le hace ver
que mi disfrute ha llegado, y entonces, sólo entonces, él se deja llevar por su placer. Desnudos y sudorosos, nos abrazamos mientras seguimos contra la pared. Amo a Eric. Lo quiero con toda mi alma.
—Te quiero, Jud... —afirma, bajándome al suelo—. Por favor, no lo dudes, cariño.
Cinco minutos después estamos en la ducha. Aquí me vuelve a hacer el amor. Somos insaciables. El sexo entre nosotros es fantástico. Colosal.
Cuando Eric se marcha, le digo adiós con la mano. Confío en él. Quiero confiar en él. Sé lo importante que soy en su vida y estoy segura de que no me decepcionará.
Marta pasa a recogerme y sonrío. Me monto en su coche y nos sumergimos en el tráfico de Múnich.
Llegamos hasta una elegante tienda. Aparcamos el coche, y cuando entramos, veo que es la tienda de Anita, la amiga de Marta que estuvo con nosotras en el bar cubano. Tras elegir varios vestidos, a cuál más bonito y más caro, cuando entramos en el espacioso e iluminado probador cuchichea:
—Tengo que comprarme algo sexy para la cena de pasado mañana.
—¿Tienes una cena con un churri?
—Sí —dice riendo Marta.
—¡Vaya!, ¿y con quién es esa cena?
Divertida, Marta me mira y murmura:
—Con Arthur.
—¿Arthur?, ¿el camarero buenorro?
—Sí.
—¡Guau, genial! —aplaudo.
—Decidí seguir tu consejo y darle una oportunidad. Quizá salga bien, quizá no, pero mira, nunca podré decir que ¡no lo intenté!
—¡Olé, mi chica...! —exclamo, alegre.
Se prueba varios vestidos y al final se decide por uno azul eléctrico. Marta está guapísima con él. De pronto, una voz llama mi atención. ¿Dónde he oído yo esa voz? Salgo del probador y me quedo sin habla. A pocos metros de mí tengo a la persona que he deseado echarme a la cara en estos últimos meses hablando con otra mujer: Betta. La sangre se me enciende y mi sed de venganza me atenaza.
Sin poder contener mis impulsos más asesinos, voy hacia ella y, antes de que Betta pueda reaccionar, ya la tengo cogida por el cuello y siseo en su cara:
—¡Hola, Rebeca!, ¿o mejor te llamo Betta?
Ella se queda blanca como el papel, y su amiga aún más. Está asombrada. No esperaba verme aquí y menos todavía que yo reaccionara así. Soy pequeña, pero matona, y esa imbécil se va a enterar de quién soy yo. Anita, al vernos, se dirige a nosotras. Pero no dispuesta a soltar a mi presa, la meto en un probador.
—Tengo que hablar con ella. ¿Nos dais un momento?
Cierro la puerta del probador, y Betta me mira, horrorizada. No tiene escapatoria. Sin más, le suelto una bofetada que le gira la cara.
—Esto para que aprendas, y esto —digo, y le doy otra bofetada con la mano bien abierta— por si todavía no has aprendido.
Betta grita. Anita grita. La amiga de Betta grita. Todas gritan y aporrean la puerta, y yo, dispuesta a darle su merecido a esta sinvergüenza, le retuerzo un brazo, la hago caer de rodillas ante mí y suelto:
—No soy agresiva ni mala persona, pero cuando lo son conmigo, soy la peor. Me
convierto en una bicha muy..., muy mala. Y lo siento, chata, pero tú solita has despertado el monstruo que hay en mí.
—Suéltame..., suéltame que me haces daño —grita Betta desde el suelo.
—¿Daño? —repito con sarcasmo—. Esto no es hacerte daño, ¡so asquerosa! Esto es simplemente un aviso de que conmigo no se juega. Jugaste con ventaja la última vez. Tú sabías quién era yo, pero, en cambio, yo a ti no te conocía. Jugaste sucio conmigo, y yo, tonta de mí, no te vi venir. Pero escucha, conmigo no se juega, y si se hace, hay que estar dispuesta a encontrarse con la revancha.
Marta, asustada por los gritos, se suma a aporrear la puerta con las demás. No entiende lo que pasa. No entiende por qué me he puesto así. Eso me agobia, me desconcentra y, antes de soltar a Betta, siseo en su oído:
—Que sea la última vez que te acercas a Eric o a mí, porque te juro que, si lo vuelves a hacer, esto no se va a quedar en un aviso. Por tu bien, te quiero muy lejos de Eric. Recuérdalo.
Dicho esto la suelto, pero con el pie le doy en el trasero y cae de bruces al suelo. ¡Oh, Dios! ¡Qué subidón! Después, abro la puerta y salgo. Marta me mira asustada. No entiende nada, y entonces ve a Betta y lo comprende todo. Justo cuando la otra se levanta, se acerca a ella y, con toda su rabia, le suelta otro bofetón.
—Esto por mi hermano. ¡¿Cómo pudiste acostarte con su padre, zorra?!
Al momento, Anita deja de pedir explicaciones y entiende de lo que habla Marta. La amiga de Betta, horrorizada, la ayuda.
—Llame a la policía, por favor.
—¿Por qué? —pregunta Anita con indiferencia.
—Esas mujeres han atacado a Rebeca, ¿no lo ha visto?
Anita niega con la cabeza.
—Lo siento, pero yo no he visto nada. Sólo he visto una rata en el suelo.
Más ancha que pancha, me apoyo en el lateral de la puerta y la miro. Me contengo. Quisiera darle una buena paliza, pero tampoco me tengo que pasar aunque se la merezca. Betta está aturdida, no sabe qué hacer y finalmente dice, cogiéndole el brazo a su amiga:
—Vámonos.
Cuando desaparecen de la tienda, Anita y Marta me miran.
—Lo siento. Disculpadme, chicas, pero tenía que hacerlo. Esa mujer nos ha dado muchos problemas a Eric y a mí, y cuando la he visto, no he podido remediarlo. Me ha salido mi carácter y yo, yo...
Anita asiente, y Marta contesta:
—No lo sientas. Se lo merecía por guarra.
Unos segundos después, las tres nos reímos mientras la mano aún me duele por los bofetones que le he dado a Betta. Pero ¡qué a gustito me he quedado!
Cuando salimos de la tienda, decidimos ir a un local a tomar unas cervezas. Lo necesitamos. El encuentro con Betta ha sido algo que ninguna esperaba y nos ha descentrado un poco. Cuando conseguimos relajarnos, Marta me habla de su cita.
—¿Pasado mañana es el día de los Enamorados?
—Sí —afirma Marta—. ¿No lo sabías?
—Pues no... Tengo en la cabeza tantas cosas que sinceramente se me había olvidado. Aunque bueno, conociendo a tu hermano, seguro que tampoco le dará importancia a un día así. Si pasaba de la Navidad, ni te cuento lo que pensará de un día tan romántico y consumista.
—Mujer, de entrada te ha dicho que regresará de su viaje ese día.
—Sí, pero no ha mencionado que haremos nada especial. Aunque hace poco le propuse poner un candado en el puente de los enamorados y respondió que sí.
—¿Mi hermano?
—¡Ajá!
—¿Eric?, ¿don Gruñón dijo que sí a poner un candado del amor?
—Eso dijo —le confirmo, riendo—. Se lo comenté como algo que me había llamado la atención y me dijo que, cuando quisiera, podíamos ir a poner el nuestro. Pero, vamos, no lo ha vuelto a mencionar.
Tras unas risas incrédulas por parte de ambas, Marta cuchichea:
—Sinceramente. Nunca he visto a mi hermano muy romántico para esas cosas. Y que yo recuerde, cuando estaba con la cerda de Betta, nunca le oí que hicieran nada especial el día de los Enamorados.
Mencionarla nos vuelve a mosquear.
—Me imagino que te has puesto así por algo más que por lo que esa sinvergüenza le hizo a mi hermano, ¿verdad? —inquiere Marta.
—Sí.
—¿Me lo puedes contar?
Mi cabeza comienza a funcionar a mil por hora. No puedo contarle la verdad de lo sucedido a Marta. Ella no conoce nuestros juegos sexuales.
—En España se metió en nuestra relación, y tu hermano y yo discutimos y rompimos.
—¿Que mi hermano rompió contigo por esa asquerosa? —pregunta boquiabierta Marta.
—Bueno..., es algo complicado.
—¿Quiso volver con ella? Porque si es así, ¡lo mato!
—No..., no fue por eso. Fue por un malentendido que generó esa innombrable, y él le dio más credibilidad a ella que a mí.
—No me lo puedo creer. ¿Mi hermano es tonto?
—Sí, además de gilipollas.
Ambas nos reímos y decidimos dar la conversación por finalizada y comer algo. Eric me llama y hablo con él. Ha llegado a Londres y omito contarle lo que ha pasado con Betta. Será lo mejor.
28
Tras la comida, Marta me deja en la casa de Eric. Simona me indica que Flyn está haciendo los deberes en su sala de juegos y que ella se va con Norbert al supermercado. Ha grabado el capítulo de «Locura esmeralda» y más tarde lo veremos. Asiento, subo a la habitación y me cambio de ropa. Me pongo una camiseta y un pantalón de algodón gris para estar por casa y decido ir a ver cómo está el niño.
Cuando abro la puerta, me mira. Por su gesto, está enfadado. Pero vamos, eso no me extraña. Vive enfadado. Me acerco a él y le revuelvo el pelo.
—¿Qué tal hoy en el cole?
El crío mueve al cabeza para que lo deje de tocar y responde:
—Bien.
Veo que su labio está mejor que ayer. Niego con la cabeza. Esto no puede continuar así y, agachándome para estar a su altura, murmuro:
—Flyn, no debes permitir que los chicos te sigan haciendo lo que te hacen. Debes defenderte.
—Sí, claro, y cuando lo hago, mi tío se enfada —espeta furioso.
Recuerdo lo que me contó Eric y asiento.
—Vamos a ver, Flyn, entiendo lo que dices. No sé bien qué ocurrió ayer para que a ese muchacho le tuvieran que dar puntos.
El niño no me mira, pero por lo tieso que se ha puesto intuyo que le molesta lo que digo.
—Escucha, tú no debes permitir que...
—¡Cállate! —grita, airado—. No sabes nada. ¡Cállate!
—Vale. Me callaré. Pero quiero que sepas que estoy al corriente de lo que pasa. Lo he visto. He visto cómo esos supuestos amiguitos tuyos que van contigo en el coche, cuando desaparece Norbert, te empujan y se burlan de ti.
—No son mis amigos.
—Eso no hace falta que me lo jures —me mofo—. Ya me he dado cuenta. Lo que no comprendo es por qué no se lo explicas a tu tío.
Flyn se levanta. Me empuja para sacarme de la habitación y me echa. Cuando cierra la puerta en mis narices, mi primer instinto es abrirla y cantarle las cuarenta, pero tras pensarlo decido dejarlo. Ya le he dicho que lo sé. Ahora debo esperar a que me pida ayuda. Mi móvil suena. Es Eric.
Encantada, hablo con él durante más de una hora. Me pregunta por mi día, yo a él por el suyo, y después nos dedicamos a decirnos cosas bonitas y calientes. Lo adoro. Le quiero. Lo echo de menos. Antes de colgar, dice que me volverá a llamar cuando llegue al
hotel. ¡Genial!
Cuando cuelgo, aburrida y sin saber qué hacer, me meto en la habitación que Eric dice que es mía y me pongo a sacar de las cajas mis CD de música. Al ver el CD de Malú que tan buenos recuerdos me trae, decido ponerlo en mi pequeño equipo de música.
Sé que faltaron razones..., sé que sobraron motivos.
Contigo porque me matas... y ahora sin ti ya no vivo.
Tú dices blanco..., yo digo negro.
Tú dices voy..., yo digo vengo.
Mientras tarareo esa canción que para mí y mi loco amor es tan importante, continúo sacando cosas de las cajas. Miro con cariño mis libros y comienzo a colocarlos en las estanterías que he comprado para ellos.
De pronto, la puerta de la habitación se abre de par en par, y Flyn dice muy enfadado:
—Quita la música. Me molesta.
Lo miro sorprendida.
—¿Te molesta?
—Sí.
Resoplo. La música no le puede molestar. No está tan alta como para ello, pero dispuesta a ser condescendiente me levanto y bajo dos puntos el volumen del equipo. Regreso junto a la estantería y cojo los libros que he dejado en el suelo. Con el rabillo del ojo, veo que el mocoso se dirige hacia el equipo y, de un manotazo, para la música y se marcha.
«La madre que lo parió. Me está buscando y me va a encontrar.»
Dejo los libros sobre una mesa, me acerco al equipo y pongo de nuevo la música. El niño, que salía por la puerta en ese instante, se para, me mira como si quisiera matarme y grita:
—¡¿Por qué no te vas a tu casa?!
—¡¿Qué?!
—Vete, y deja de molestar.
Me muerdo la lengua. ¡Oh, sí! Mejor me la muerdo porque como me deje llevar por mi genio, ese enano gruñón se va a enterar de cómo se enfada una española. Con mal gesto llega hasta el equipo de música. Lo para. Saca el CD y sin decir nada se encamina hacia la cristalera, abre la puerta y tira el CD al exterior.
¡Dios, mi CD de Malú!
¡Lo mato, lo mato, lo matooooooooooooo!
Sin pensarlo salgo al exterior en su busca. Lo cojo de la nieve como si se tratara de mi bebé, lo limpio con mi camiseta mientras me acuerdo de todos los antepasados de ese pequeño cabroncete y, cuando me doy la vuelta, oigo el clic de la puerta al cerrarse.
Cierro los ojos mientras murmuro:
—¡Por favor, Dios mío, dame paciencia!
Hace frío, mucho frío, y desde el exterior toco a la puerta.
—Flyn, abre ahora mismo, por favor.
El pequeño demonio me mira. Sonríe con maldad, se da la vuelta y tras tirar los
libros que he colocado en la estantería y pisotear varios CD de música, veo que sale de la habitación. ¡Será malo el tío! Intento abrir, pero ha cerrado desde dentro.
—¡Joder!
Con ganas de estrangularlo camino hacia la siguiente cristalera mientras mis deportivas empapadas se hunden en la nieve. ¡Dios, qué frío! Llego hasta el exterior de la habitación donde él hace los deberes y veo que entra en ella. Toco el cristal y digo:
—Flyn, por favor, abre la puerta.
Ni me mira. ¡Pasa de mí!
Tiemblo. Hace un frío horroroso e intento que me abra la puerta. Pero nada. No se apiada de mí, y diez minutos después, cuando los dientes me castañetean, el pelo húmedo está tieso en mi cabeza y siento estalactitas debajo de la nariz, grito como una posesa mientras aporreo la puerta.
—¡La madre que te parió, Flyn! ¡Abre la puñetera puerta!
El crío, por fin, me mira. Creo que se va a compadecer de mí. Se levanta, camina hacia la cristalera y, ¡zas!, echa las cortinas. Boquiabierta, sigo aporreando la puerta mientras le digo de todo en español. Absolutamente de todo menos bonito.
Nieva. Estoy en la calle vestida con unas míseras prendas de algodón y las zapatillas de deporte. Tengo frío. Un frío horroroso. Me froto las manos y pienso qué hacer. Corro hacia la puerta de la cocina. Cerrada. Recuerdo que Simona no está. Intento entrar por la puerta del salón. Cerrada. La puerta de la calle. Cerrada. La puerta del despacho de Eric. Cerrada. La ventana del baño. Cerrada.
Tirito. Me estoy congelando por instantes y mi pelo húmedo y tieso me hace estornudar. Menuda pulmonía voy a pillar. Regreso hasta donde sé que está Flyn tras las cortinas. Tengo ganas de asesinarlo. Miro hacia arriba. El balcón de una de las habitaciones. Sin pararme a pensar en el peligro, me subo a un poyete para intentar alcanzar el balcón, pero estoy tan congelada y el poyete tan resbaladizo que voy derechita al suelo. Me levanto e insisto. Me siento en un muro congelado, me levanto y antes de alcanzar el balcón, ¡zaparrás!, mis zapatillas se escurren y voy contra el suelo, aunque antes me doy con el muro. El golpe ha sido horroroso y me duele la barbilla una barbaridad.
Tumbada sobre la nieve me resiento, y cuando me levanto con la cara llena de hielo, grito:
—¡Abre la maldita puerta! Me estoy congelando.
Flyn descorre entonces las cortinas, y su cara ya no es la que era. Dice algo. No lo oigo. Y cuando abre la puerta, grita:
—¡Tienes sangre!
—¿Dónde tengo sangre?
Pero ya no hace falta que me lo diga. Al mirar hacia el suelo, veo la nieve roja a mis pies. Mi camiseta gris es roja y al tocarme la barbilla siento la herida y las manos se llenan de sangre. Flyn, asustado, me mira. No sabe qué hacer, y digo mientras entro en su habitación:
—Dame una toalla o algo, ¡corre!
Sale corriendo y regresa con una toalla, pero el suelo ya está manchado de sangre. Me la pongo en la barbilla e intento tranquilizarme. En la boca siento el sabor metálico de la sangre. Me he mordido el labio también. Estoy sola con Flyn. Simona y Norbert no están, y necesito ir urgentemente a un hospital. Sin más, miro a Flyn, que está desconcertado, y le pregunto:
—¿Sabes dónde está el hospital más cercano?
El crío asiente.
—Vamos, ponte el abrigo y el gorro.
Sin rechistar los dos llegamos a la puerta y cogemos nuestros abrigos. Gotas de sangre caen al suelo y no tengo tiempo para limpiarlas. Cuando voy a ponerme mi abrigo, retiro la toalla de la barbilla; la sangre gotea a chorretones. Me asusto, y Flyn también. Me vuelvo a poner la toalla, y empapada de agua y sangre, le pregunto:
—¿Me ayudas a ponérmelo?
Rápidamente lo hace. Una vez que los dos estamos abrigados, entramos en el garaje. Allí cojo el Mitsubishi, y cuando las puertas del garaje se abren, Flyn sujeta la toalla en mi barbilla para que yo conduzca y me indica por dónde tengo que ir. Me tiemblan las manos y las rodillas, pero intento serenarme mientras estoy al volante.
El hospital no está lejos y cuando llegamos y ven cómo voy rápidamente me atienden. Flyn no se separa de mi lado. Le dice a uno de los doctores que su tía es Marta Grujer y que por favor la llamen a casa y le digan que acuda al hospital. Me sorprende la capacidad que tiene el enano para dar órdenes, pero estoy tan dolorida que me da igual lo que diga. Como si quiere llamar a Mickey Mouse.
Nos pasan a otra sala, y cuando el doctor ve mi herida, me indica que lo del labio sanará solo, pero que me tiene que dar cinco puntos en la barbilla. Eso me asusta. Tengo ganas de llorar. Me asustan los puntos. Una vez de pequeña me dieron cinco en la rodilla y lo recuerdo como un trauma. Miro a Flyn. Está blanco como la nieve. Tiene un susto horroroso. Y me doy cuenta de que no lloro por vergüenza, pero cuando me pinchan la anestesia en la barbilla, inconscientemente, una lágrima sale de mis ojos, y Flyn la ve.
Al momento se levanta de la banqueta donde está sentado, su mano coge la mía y la aprieta. El doctor le ordena que se siente de nuevo, pero el niño se niega. Al final, escucho decir al médico:
—Eres igualito que tu tío.
Eso me sorprende, ¿o no?
—¿Tu nombre es? —pregunta el doctor.
—Judith Flores.
—¿Española?
¡Dios, que no diga eso de «¡olé, paella, toro, castañetas!». No quiero oírlo. Pero cuando asiento, el hombre dice:
—¡Olé, toro!
Ni me inmuto, o le doy un puñetazo. Malditos guiris. Me duele la cabeza, la boca, la barbilla y este idiota sólo dice: «¡Olé, toro!». Cierro los ojos para no mirarlo y oigo que Flyn le explica:
—Es la novia de mi tío Eric.
Abro los ojos. Me sorprende lo que ha admitido el pequeño.
—Bien, Judith, voy a darte los puntos —me informa el doctor—. No te preocupes que con seguridad cuando sequen no se notarán. Pero me temo que mañana y durante unos días tendrás la cara amoratada. Te has dado un buen golpe y ya tienes algún moratón.
—Vale...
Inconscientemente, aprieto la manita de Flyn. Y su energía es de pronto mi energía y me tranquilizo. Cuando el doctor acaba de poner un enorme apósito en mi barbilla, aplica una crema en mi labio y me indica que tengo que regresar en una semana. Asiento. Y cuando pregunto cómo pago la consulta, me dice que ya lo hablará con Marta.
Como no tengo muchas ganas de hablar y me duele la cara, acepto. Cojo el informe
que me da el médico y al salir me encuentro con el gesto angustiado de Marta.
—¡Por Dios!, ¿qué te ha pasado, Judith? —pregunta horrorizada al ver la pinta que tengo.
Sin querer dar muchas explicaciones, miro a Flyn, que no ha soltado mi mano, y murmuro:
—Al correr por la nieve, me he resbalado, con la mala suerte de que me he dado en la barbilla.
—Deja tu coche aquí —dice Marta con premura—. Luego Norbert vendrá a por él. Vamos, os llevaré en el mío.
Necesito cerrar los ojos y olvidarme del dolor que tengo. Por el camino comienza a llover, y cuando llegamos a casa, diluvia. Al entrar, Simona y Norbert nos esperan con cara de susto. Al regresar del supermercado y ver sangre en el suelo se han imaginado de todo. Lo tranquilizo, y ellos se tranquilizan al vernos al niño y a mí, aunque me miran asustados. Flyn no se separa de mi lado. Parece que le han puesto pegamento. Esto me gusta, pero al mismo tiempo me enfada. Todo lo que me ha ocurrido se lo debo a él.
La cabeza me mata. Me duele horrores y decido irme a la cama. Me tomo lo que el médico me ha dicho, me quito la ropa manchada de sangre y me duermo. Marta indica que dormirá en la habitación de invitados por si necesito algo. De madrugada, un trueno me despierta. Dolorida me doy la vuelta en la cama y toco el lado vacío de Eric. Lo echo de menos. Quiero que regrese. Cierro de nuevo los ojos, me relajo y retumba otro trueno. Abro los ojos. ¡Flyn!
Me levanto y, dolorida, me dirijo a su habitación. La cabeza se me va para los lados. Cuando entro veo que tiene la lamparita encendida y está despierto, sentado en la cama, temblando. Su cara es de susto total. Me acerco a él y pregunto:
—¿Puedo dormir contigo?
El crío me mira alucinado. Debo de tener unos pelos de loca tremendos.
—Flyn —insisto—, los truenos me dan miedo.
Aprueba con un gesto y me meto en la cama. Pone la almohada en medio de los dos. Como siempre marcando las distancias. Sonrío. Cuando consigo que se tumbe, susurro:
—Cierra los ojos y piensa en algo bonito. Verás cómo te duermes y no oyes los truenos.
Durante un rato los dos estamos tumbados en silencio en la habitación, mientras la tormenta descarga con furia en el exterior. Vuelve a sonar un trueno, y Flyn da un salto en la cama. En ese momento, quito la almohada que hay entre los dos, le agarro de la mano y le atraigo hacia mi cuerpo. Está congelado, tembloroso y asustado. Cuando lo acerco a mí no protesta. Es más, noto que se cobija todavía más. Con cariño y cuidado de no golpearme en la barbilla, le beso la coronilla.
—Cierra los ojos, piensa en cosas bonitas y duerme. Juntos nos protegeremos de los truenos.
Diez minutos después, los dos, agotados, dormimos abrazados.
Un golpe en la barbilla me hace despertar. Dolor. Flyn al moverse me ha dado y duele. Me siento en la cama y me toco el mentón. El apósito es enorme y maldigo. La lluvia y los truenos han cesado. Miro el reloj que hay sobre la mesilla, son las cinco y veintisiete minutos de la madrugada.
Vaya, ¡qué pronto es!
Dolorida, voy a tumbarme de nuevo cuando veo que Eric está sentado en una silla en un lateral de la habitación. ¡Eric! Rápidamente, se levanta y se acerca a mí. Sus ojos
están preocupados y su rictus es serio. Me da un beso en la frente, me coge entre sus brazos y me saca de la habitación.
Estoy tan adormilada que no sé si es un sueño o es verdad, hasta que me posa en nuestra cama y murmura, preocupado:
—No te preocupes por nada, cariño. He regresado para cuidarte.
Sorprendida, pestañeo, y tras recibir un dulce beso en los labios, pregunto:
—Pero ¿qué haces tú aquí? ¿No regresabas mañana?
Con un gesto asiente, a la vez que observa el apósito que tengo en la barbilla.
—He llamado para hablar contigo, y Simona me ha contado lo ocurrido. He regresado de inmediato. Siento mucho no haber estado aquí, pequeña.
—Tranquilo, estoy bien, ¿no lo ves?
Eric me escruta con la mirada.
—¿Te encuentras bien?
Me encojo de hombros.
—Sí, estoy dolorida, pero bien. No te preocupes.
—¿Qué ha ocurrido?
Tentada estoy de contarle la verdad. Su sobrino es una buena pieza. Pero sé que eso le causaría más quebraderos de cabeza a él y problemas a Flyn. Al final, le explico:
—He salido al jardín, he resbalado y me he dado en la barbilla.
Sus ojos no me creen. Dudan. Pero estoy dispuesta a que me crea.
—Ya sabes que soy algo patosa en la nieve. Pero, tranquilo, estoy bien. Lo malo será la marca que me quede. Espero que no se note mucho.
—Presumida —sonríe Eric.
Yo también sonrío.
—Tengo un novio muy guapo y quiero que esté orgulloso de mí —aclaro.
Eric se tumba a mi lado y me abraza. Noto cómo tiembla su cuerpo.
—Siempre estoy orgulloso de ti, pequeña. —Hunde su cabeza en el hueco de mi cuello, y añade—: No me perdonaré no haber estado aquí. No me lo perdonaré.

Su dramatismo me deja muda. No soporta imaginar lo que ha podido pasar. Cierro los ojos. Estoy cansada y maltrecha. Me acurruco contra él, y entre sus brazos, me duermo.
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