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Pídeme lo que quiera o dejame - Cap.29 y 30


29
A la mañana siguiente, cuando me despierto, como siempre estoy sola en la cama. Eric ya se ha ido a
trabajar. Cuando bajo a la cocina, Simona me prepara el desayuno y dice:
—Tenemos dos capítulos de Locura Esmeralda grabados, ¿quieres que los veamos?
Asiento y, una vez acabo de desayunar, las dos vamos al salón.
Ese día, vemos esperanzadas cómo Luis Alfredo Quiñones, al abrir una cajita y ver un colgante que
Esmeralda Mendoza le regaló, sufre un fogonazo en su mente y comienza a recordar cosas. Simona y yo
nos cogemos de la mano. Esto pinta bien. Esa mañana, Esmeralda ha salido a cabalgar con su hijito y Luis
Alfredo los observa desde la lejanía y sufre otro fogonazo. Su mente se llena de recuerdos y Simona y yo
aplaudimos cuando de pronto es consciente de que la mujer de su vida es Esmeralda y no la enfermera
Lupita Santúñez.
Cuando acaban los dos capítulos las dos estamos animadas.
Le propongo a Simona salir a dar un paseo. Ella se niega, está nevando y no es buen momento para
que una embarazada como yo ande por los caminos.
Tiene razón. Me voy a mi cuartito y, como no me puedo sentar sobre la mullida alfombra que tanto me
gusta, o si no luego me tendrá que levantar una grúa, me siento en una silla, abro mi portátil y me conecto
a Facebook para charlar con mis amigas las guerreras. Como siempre, hablar con ellas me sube el ánimo
y acabo sonriendo.
Simona entra y me da el teléfono. Es Eric.
—Dime.
—Hola, cariño. ¿Cómo estás hoy?
—Bien.
Tras un silencio, añade.
—¿Sigues enfadada por lo de anoche?
—Sí.
—Escucha, pequeña, tienes que…
—No, escúchame tú a mí —lo corto—. Estoy muy enfadada. Lo que hiciste anoche me dolió. ¿Por qué
eres tan duro? ¿Acaso no oíste decir a la doctora que podemos tener una vida sexual plena?
—Jud…
—Ni Jud, ni leches. ¿Por qué eres tan gilip…?
Me paro. No es justo que lo insulte y, tras un silencio, dice:
—Dímelo, cariño, ¡lo estás deseando!
—No. No te voy a dar el gusto de decírtelo.
Se calla. Yo juego con la ventaja de que estoy en casa, pero él está en la oficina y finalmente dice:
—Tengo partido de baloncesto esta tarde y se me ha olvidado la bolsa con las cosas. ¿Me la llevarías
al polideportivo a las cinco?
Estoy a punto de decirle que no, que se la lleve su prima, pero finalmente respondo:
—De acuerdo, Norbert te la llevará.
—Me gustaría que me la trajeras tú.
Qué bonito lo que me ha dicho, pero la víbora que vive en mí suelta:
—Y a mí me gustarían otras cosas y, mira, me jorobo y me aguanto.
Oigo a Eric resoplar y, tras unos segundos, murmura:
—Tengo ganas de verte, pequeña.
—De acuerdo. Yo te la llevaré.
Cuando cuelgo, me doy cuenta de que ni me he despedido. Por Dios, ¡qué borde soy!
La verdad es que mi Iceman se merece el cielo. Aguantarme a mí cuando me pongo insoportable es
insufrible. Y últimamente soy lo peor. Por ello, llamo a su móvil y, cuando lo coge, digo:
—Te quiero, gruñón.
Oigo su risa y adoro cuando me dice:
—Y yo te quiero más que a mi vida, pequeña.
Por la tarde, cuando salgo de casa nieva y hace mucho frío. Norbert me lleva al polideportivo y soy
feliz. Soy como una veleta con mis hormonas y cuando al llegar veo a mi chico apoyado en nuestro coche,
esperándome, sonrío.
¡Dios qué guapo es!
Al vernos llegar, Eric viene hacia el coche y, cuando me bajo, me da un beso en los labios y
murmura:
—Hola, preciosa, ¿cómo estás?
Dispuesta a fumar la pipa de la paz, respondo:
—Feliz, ahora que estoy contigo.
Abrazados, caminamos hacia el interior del polideportivo y, cuando llegamos a los vestuarios, me
mira y pregunta:
—Ya sabes por dónde tienes que ir, ¿verdad?
Asiento y, cuando creo que me va a soltar, se acerca de nuevo a mí, me chupa el labio superior,
después el inferior y, tras un mordisquito, me besa.
Oh, sí… Oh, sí…
Disfruto de ese contacto, sin importarme quién nos pueda mirar.
Eric es mi marido, yo su mujer y no me importa lo que el resto del mundo pueda pensar. Cuando se
separa de mí, me mira a los ojos y dice:
—No quiero volver a discutir contigo, ¿entendido, pequeña?
Asiento como un muñequito. Está claro que el efecto Zimmerman, cuando se lo propone, me deja
totalmente fuera de combate. Sonríe. Sonrío y, dándome un dulce azotito en el trasero, murmura:
—Ve a las gradas y espérame.
Con una tonta sonrisita en los labios, lo hago. Llego hasta las gradas y, con pesar, veo que no está
ninguna de las amigas y añoro a Frida. Miro a mi alrededor y observo que la gente comienza a llegar. Mi
gesto se descompone cuando veo entrar al caniche estreñido de Björn.
Nos miramos y, contoneando las caderas, Fosqui viene hacia mí subida en sus impresionantes
tacones. La diva de la televisión va vestida con unos pantalones de leopardo y una blusa semitransparente
de lo más sugerente. Sonrío sin darme cuenta. Yo llevo un peto premamá y las botas de nieve. Glamurazo
a tope.
—Hola, Judith —saluda.
Sorprendida de que se acuerde de mi nombre, intento recordar el suyo. ¿Cómo se llamaba? Al final,
tras estrujarme las neuronas y sólo venirme lo de Fosqui o caniche estreñido, respondo:
—Hola, ¿qué tal?
Me mira con curiosidad. Me escanea en profundidad y, finalmente, pregunta:
—¿Te encuentras bien?
Oh, qué monaaaaaaaaaaa.
Pero con las mismas ganas de hablar que ella, respondo:
—Perfecta.
Asiente, se sienta a mi lado y no vuelve a cruzar palabra conmigo. Diez minutos más tarde, cuando
los chicos salen a la pista, sonrío encantada y grito al más puro estilo yanqui, mientras saludo a Eric y
Björn. Ellos me saludan también y el partido comienza.
Entregada, chillo y protesto cuando le hacen falta a mi equipo, mientras el caniche no dice ni mu.
Calladita, observa cómo juegan. Cuando acaba el partido, el equipo de Eric ha perdido y murmuro:
—Hoy no ha sido un buen día.
El caniche me mira, parpadea y susurra:
—Para mí, a partir de ahora lo será. Björn y yo hemos quedado con unos amigos. —Y bajando la voz,
cuchichea—: … para jugar.
¿Por qué me cuenta eso?
Parece regodearse en mi problema, pero dispuesta a no darle el gusto, respondo:
—Hacéis bien. Jugad todo lo que podáis.
Sin mirarla a la cara, camino hacia los vestuarios y siento una de mis contracciones. Me toco la
barriga y se calma. Björn sale, le da un beso en los labios al caniche y después me saluda a mí.
—Hola, gordita, ¿cómo estás?
—Ruedo más que ando, pero bien —respondo.
Me abraza, sonríe y aparece Eric. Björn y yo aún sonreímos y, al vernos, Eric, divertido, pregunta:
—¿Tengo que desconfiar?
Björn y yo nos miramos y, al unísono, contestamos:
—Sí.
Todos reímos, Björn me suelta y Eric me abraza. El caniche, que nos observa, dice:
—La comida del otro día fue fantástica, ¿verdad?
Björn asiente y veo que Eric también. ¿Comida? ¿Qué comida? Y, entonces, ella añade:
—Tenemos que repetir. Estaré encantada de ir de nuevo a tu casa, Björn.
La cara se me congela.
¿Qué es eso de que Eric ha comido con Fosqui y Björn en casa de éste?
Una niña se acerca al caniche para pedirle un autógrafo y se alejan de nosotros unos pasos. Björn y
Eric me miran y, al entender lo que yo he entendido, se miran y, rápidamente, Björn explica:
—Jud, fue una comida de trabajo.
—¿En tu casa?
Alarmado, Eric se acerca y, cogiéndome de la muñeca, dice:
—Jud, no saques conclusiones.
—¿Has comido con Fosqui? ¿Con el caniche estreñido?
Björn suelta una carcajada.
—¿Fosqui? ¿La llamas caniche estreñido?
Pero Eric no se ríe y, cuando comienzo a caminar hacia la salida del polideportivo, aclara:
—No comimos en su casa. Comimos en un restaurante, Jud.
Con la furia en el rostro, me doy la vuelta y siseo:
—Sé muy bien lo que hacéis en su casa. —Y mirando a Björn, gruño—. Y tú, mal amigo, ¿cómo lo
has podido permitir?
Bloqueado, Björn va a responder, cuando Eric dice:
—Cariño, ¿quieres tranquilizarte? No pasó nada. Fuimos al restaurante que hay al lado de la casa de
Björn. Yo quería pedirle a Agneta contactos para publicitar la empresa en televisión.
Pero ya me ha dado el subidón de mala leche. Estoy furiosa y, mirándolos a los dos, respondo:
—¡Gilipollas! ¡Sois dos gilipollas!
Se miran. Björn no sale de su asombro y Eric murmura:
—Ya la tenemos liada para hoy.
Su comentario me enfada aún más y echo a andar.
—Escucha, gordita —dice Björn, adelantándome—: No pienses mal. Eric vino a buscarme al
despacho, luego llegó Agneta y cinco minutos después salimos y comimos en un restaurante para hablar
sobre la publicidad de Müller. Pero ¿por qué no nos crees?
Cuando va a sujetarme, le doy un manotazo y, ante su cara de incredulidad, siseo:
—Punto uno, te permito llamarme gordita porque estoy embarazada, una vez deje de estarlo, si lo
vuelves a decir, te rompo las piernas. Punto dos, lo que tú hagas con tu caniche me importa tres pepinos
y, aunque no lo creas, sé que Eric con esa… esa… no ha tenido nada que ver. —Y volviéndome hacia
Eric, que nos observa, finalizo—: Y punto tres, ¿por qué no me dijiste que habías comido con ella?
—Joder, qué mala leche tienes, morenita —dice Björn, divertido.
Eric cruza una mirada con su amigo y luego, mirándome a mí, explica:
—Ese día estabas enfadada y no querías hablar. Por eso no te lo comenté. Pero por favor, que no se
te pase por la cabeza que esa mujer, Björn y yo hemos tenido nada, porque no es cierto, ¿entendido?
Cierro los ojos y resoplo. Sé que tiene razón y, acercándome a él, apoyo la cabeza en su pecho y
murmuro:
—No vuelvas a dejar que me quede embarazada. Me estoy volviendo loca.
Eric sonríe. Me abraza y dice ante las risas de Björn:
—Me voy a casa con Jud. ¡Suerte con el caniche!
30
Los días pasan y yo engordo por segundos.
En vez de Judith, debería llamarme Judota, ¡madre mía cómo me estoy poniendo!
¡Ya no me veo los pies! Y ni qué decir otras cosas.
Las bragas que llevo son como poco de la época victoriana. Según los dependientes, son bragas de
embarazada, según yo, son de cuello vuelto. ¿Acaso una no puede estar sexy cuando está embarazada?
Definitivamente, con estas bragas que me llegan hasta debajo de las tetas, como que no.
El día que Eric las ve, no puede parar de reír hasta que le tiro un zapato a la cabeza. Pobrecito, acerté
de pleno y le hice un chichón.
Las contracciones cada vez son más frecuentes y más intensas. No me duelen, pero sé que son la
antesala al calvario que voy a pasar. Madre mía, qué dolor. ¡No lo quiero ni pensar!
El régimen no lo hago y en la siguiente visita, la ginecóloga me echa la bronca.
Pero para qué voy a negarlo, por un oído me entra y por otro me sale. Sólo he engordado doce kilos
en siete meses y medio. Mi hermana engordó veinticinco.
¿De qué se queja?
Eric me mira mientras la ginecóloga me regaña. Yo le ordeno que se calle y él, prudentemente, no
abre el pico. Soy consciente de que en esos últimos meses me estoy volviendo una tirana y el pobre
aguanta y calla. El día que explote, ¡arderá Troya!
De nuevo, al hacer la ecografía, Medusa no se deja ver. Nos ha salido tímida o tímido. Una vez
acabamos, la doctora me da fecha para una semana después. Tengo que ir a monitorización.
Cuando salimos de la consulta, llamo al pintor que va a pintar la habitación de Medusa y le digo que
lo haga en amarillo. Eric me escucha y asiente. Según él, lo que yo decida bien hecho está.
Dos días después, cuando el pintor está en casa, haciendo lo que le he pedido, cambio de opinión.
Ahora quiero que, de las cuatro paredes de la habitación, dos las pinte en amarillo, una en rojo y otra en
azul. Cuando Eric me pregunta que por qué he decidido eso, lo miro y le explico que el azul representa la
frialdad de Alemania y el rojo la calidez de España. Sorprendido, me mira, no dice lo que piensa y
asiente. ¡Pobre!
Una semana después, Eric y yo vamos al hospital. Está nervioso y yo estoy histérica. La enfermera
que nos atiende me hace tumbar en una camilla, me pasa un ancho cinturón por la tripa, lo conecta a un
monitor y nos explica que eso sirve para comprobar los parámetros de la frecuencia cardíaca del bebé y
las contracciones del útero, entre otras cosas.
Estoy acojonada, pero al ver la cara de mi Iceman cuando escucha el corazón al galope de Medusa,
se me quita todo el miedo. ¡Me parto! La enfermera que nos atiende, tras ver los valores, nos dice que
todo está bien y que regresemos la semana siguiente.
Cuando salimos del hospital, los dos estamos emocionados. Nuestra relación es una montaña rusa.
Se supone que durante un embarazo las parejas se unen y se quieren. En nuestro caso, nos queremos y
Eric me aguanta. Soy consciente de que me he convertido en una víbora gorda, llorona, comilona y
enfadica.
Simona y Norbert no saben qué ocurre, sólo saben que nos adoramos, que nos queremos, pero que
discutimos todos los días. Flyn, mi gran defensor, se pasa la mayor parte del tiempo enfadado con su tío y
demostrándome su cariño. Y Björn, nuestro gran amigo, es el encargado de poner paz entre nosotros. Los
únicos que están ajenos a todo son Sonia, Marta y mi familia.
Como yo digo, ¡ojos que no ven, corazón que no siente!
Una noche no puedo dormir. Miro el reloj. Son las 03.28 de la madrugada y decido levantarme. Estoy
harta de dar vueltas en la cama y las contracciones me incomodan, no me dejan conciliar el sueño.
Con sigilo, me pongo la bata y, como una ballena a punto de explotar, bajo la escalera.
Susto y Calamar, al verme, acuden a saludarme. Qué agradecidos son los animales. Sea la hora que
sea, ellos siempre están para regalarte un cariñito. Durante varios minutos, me dedico a besuquearlos y a
prestarles la atención que se merecen y, cuando los agoto, se marchan a dormir y yo retomo mi camino
hacia la cocina.
Una vez allí, abro el congelador, miro los botes de helado y, tras decidirme por el de vainilla con
nueces de Macadamia, pillo el bote por banda, saco una cuchara y me siento en una de las sillas de la
cocina a saborearlo, mientras observo la oscuridad del exterior.
Paladeo el helado. Está buenísimo y, de pronto, oigo:
—¿Qué te ocurre, cariño?
La voz me asusta y, al ver que es Eric, susurro, llevándome la mano al corazón:
—Joder, qué susto me has pegado.
Él se acerca a mí y, agachándose, insiste preocupado:
—¿Estás bien, pequeña?
Nos miramos y, finalmente, respondo:
—Las puñeteras contracciones no me dejan dormir. Pero tranquilo, no te alarmes.
Eric asiente y no dice nada. Es un bendito. Se sienta frente a mí a la mesa e intenta animarme:
—Ya queda poco, preciosa. En tres semanas nuestro bebé estará con nosotros.
Asiento, pero me acojono y no quiero pensar en ello. El parto se acerca y ahora es la ansiedad la que
me puede.
—Te quiero, cariño —susurra.
Yo también le quiero y en vez de decirle nada, le ofrezco una cucharada de helado. La acepta y,
cuando la traga, dice con tiento:
—Escucha, cariño, no te enfades por lo que te voy a decir, pero si sigues comiendo helado, cuando te
pese la doctora…
—Cállate —lo corto—. No empieces tú también.
Durante unos segundos permanecemos callados, mientras sigo comiendo helado sin parar. Soy una
máquina. Una vez me acabo el bote, me levanto, lo tiro a la basura y Eric, con semblante sombrío y
mordiéndose la lengua para no decir lo que piensa, pregunta:
—¿Contenta?
Asiento. Lo reto con la mirada y respondo:
—Contentísima.
Dicho esto, salimos de la habitación y nos metemos en la cama. Ofuscados, cada uno mira para un
lado, hasta que me quedo dormida.
Al día siguiente, cuando me despierto es tardísimo. Las once de la mañana.
Cuando me levanto, tengo una acidez que me muero y me acuerdo de todos los familiares de los que
inventaron el helado de vainilla con nueces de Macadamia. Estoy pesada y me siento como al ralentí.
Estoy lavándome los dientes cuando veo aparecer a Eric vestido con su traje oscuro. ¡Qué guapo está!
Entra, me da un beso en la cabeza y dice:
—Vístete, vamos a salir.
—¿No vas hoy a la oficina?
—No. Hoy tengo otros planes —responde.
Cuando me visto, bajo a la cocina y sólo tomo un vaso de leche. La acidez y la pesadez me matan.
Estamos solos. Flyn está en el colegio y Simona y Norbert no sé dónde están. No pregunto. Sigo ofuscada
por la conversación de la noche anterior.
Cuando me subo al coche ninguno habla. Tampoco ponemos música. Eric conduce por las calles de
Múnich y se mete en un parking.
Cuando salimos, caminamos de la mano. El aire me despeja y poco a poco sonrío. Él no habla. Está
imponente con su traje oscuro y yo orgullosa de ir de su mano. De pronto, al llegar a una esquina, miro
sorprendida lo que hay frente a mí y digo:
—No me digas que vamos a ir ahí.
Eric asiente y pregunta:
—Ése es el puente que visitaste hace meses, ¿verdad?
Ojiplática, asiento.
Ante mí está el puente Kabelsteg, lleno de cientos de candados de enamorados, y no puedo creer lo
que estoy pensando.
Cruzamos la calle y, cuando comenzamos a caminar por las tablas de madera del puente, Eric me
abraza y murmura:
—Recuerdo que me dijiste que te gustó pasear por aquí y que viste muchos candados de enamorados,
¿verdad?
Asiento… Como hayamos ido a poner lo que creo, ¡me lo como a besos ahí mismo!
Él sigue serio, pero no me engaña, tiene la comisura de los labios ladeada y digo:
—¿De verdad vamos a poner un candado?
Sorprendiéndome de nuevo, Eric saca uno rojo y azul en el que están grabados nuestros nombres y,
enseñándomelo, pregunta:
—¿Dónde quieres que lo pongamos?
Me llevo la mano a los labios. Me emociono. Me da una de mis contracciones. Me siento fatal. Él
cambia su expresión y me ruega:
—No…, no…, no…, ahora no llores, cariño.
Pero las compuertas de mis ojos se abren y comienzo a hacerlo desconsoladamente. La gente que
pasa por nuestro lado nos mira y Eric me lleva hasta un banquito, donde me sienta. Se saca rápidamente
un pañuelo del bolsillo y, secándome las lágrimas, murmura con cariño:
—Eh…, pequeña, ¿por qué lloras ahora? ¿No te gusta la idea de poner nuestro candado?
Intento hablar, pero sólo salen de mí balbuceos.
Eric me abraza. Yo me aprieto a él y, cuando me tranquilizo, susurro:
—Perdona, Eric…, perdona.
—¿Por qué, cariño?
—Por lo mal que me estoy portando contigo últimamente.
Él sonríe. Es un amor. Y, con cariño, cuchichea:
—No es tu culpa cariño. Son las hormonas.
Eso me vuelve a hacer llorar y, entre hipos, como una imbécil, respondo:
—Las hormonas y yo… yo tengo mucha culpa. Estoy tan enfadada últimamente por todo que…
—No pasa nada, cielo. Estás asustada. Yo lo entiendo. He hablado con tu doctora y…
—¿Has hablado con mi doctora?
Eric asiente y responde con cautela:
—Necesitaba hablar con alguien o me volvía loco yo también, pequeña. Lo hice con Andrés y me dijo
que a Frida le pasó lo mismo estando embarazada de Glen. Pero aun así, pedí cita con tu ginecóloga. Me
ha atendido esta mañana y me ha comentado que, en algunas mujeres, durante el embarazo, el deseo
sexual se eleva más de lo normal. Me ha explicado que, para soportar la gestación, tu organismo vierte
una gran cantidad de progesterona y estrógeno en tu torrente sanguíneo y la consecuencia de ello es la
enorme necesidad que tienes de sexo.
—¿Y tú solito has ido a preguntar eso?
Eric sonríe y contesta:
—Sí, yo solito.
Asiento, asiento y asiento.
Eric me besa. Yo lo beso.
Eric me abraza. Yo lo abrazo.
Y enamorada y loca por mi alemán, señalo un lado del puente y digo:
—Ahí es donde quiero poner nuestro candado.
Nos levantamos y, cogidos de la mano, caminamos hasta donde yo digo. Abro el candado, le doy un
beso, Eric le da otro y lo anclamos al puente. Después, él coge mi mano y, divertidos, tiramos la llave al
río y nos besamos.
Cuando nos vamos del puente, pregunta:
—¿Dónde quieres que te invite a comer?
No tengo mucha hambre. Me noto el cuerpo algo revuelto, pero por no hacerle un feo, digo con una
gran sonrisa:
—Me muero por un brezn de los que hace el padre de Björn, mojado en salsita.
Eric asiente, sonríe y juntos caminamos hacia el parking.
Cuando llegamos al restaurante, al entrar vemos a Björn todo trajeado, como Eric, hablando con su
padre. Al vernos, nuestro amigo sonríe y pregunta:
—Pero ¿qué hacéis aquí?
—Queremos comer —respondo.
—Se muere por comer un brezn de tu padre con salsita —explica Eric.
Los tres hombres me miran y, finalmente, el padre de Björn dice:
—Ahora mismo los hago para ti, preciosa. Id al salón dos. Allí estaréis más tranquilos.
—¿Comes con nosotros? —le pregunta Eric a su amigo.
Björn asiente y, minutos más tarde, disfruto de los ricos brezn, mientras charlamos divertidos.
Cuando terminamos de comer, animamos a Björn a que se venga con nosotros de compras a un centro
comercial. Tenemos que comprar la cuna para Medusa. Lo había dejado hasta el último momento hasta
saber su sexo, pero visto lo visto ha llegado el momento de hacerlo.
Cuando llegamos, nos metemos en una tienda enorme de cosas para bebés. En todo este tiempo, Eric y
yo no hemos ido de compras ni un solo día y ahora estamos dispuestos a disfrutarlo: nos volvemos locos.
Compramos la cuna, Björn nos regala un cochecito rojo monísimo y nos quedamos todo lo habido y por
haber. Damos nuestra dirección para que nos lo envíen todo a casa.
Tres horas después, Björn y Eric no pueden más, pero yo deseo seguir comprando y, al ver las pocas
ganitas de ellos, les propongo que se vayan a tomar un café o un whisky a un bar del centro comercial,
mientras yo voy a unas tiendas que quiero visitar.
Encantados, aceptan mi oferta y yo me marcho tras asegurarle a Eric mil veces que llevo el móvil
encima.
Cuando salgo de una tienda donde he comprado un calienta-biberones estoy cansada y me da una
nueva contracción. Ésta ha sido más fuerte que otras veces. Me paro, respiro y, cuando se me pasa,
continúo mi camino.
Entro en varias tiendas más y las contracciones se repiten. Me cogen los siete males, pero me vuelvo
a tranquilizar cuando se me pasan. Saco el móvil para llamar a Eric, pero al final me lo vuelvo a guardar
en la chaqueta.
Estamos a 11 de junio y el parto es para el 29. Debo tranquilizarme. Todo está bien. No voy a
alarmarlo.
Veo que en el piso de arriba está la tienda Disney. Sin pensarlo, corro hacia el ascensor. No me
apetece subir escaleras. Una chica sube conmigo. Miro sus pantalones de camuflaje. ¡Me gustan! Le doy
al piso tres y ella al cuatro. Las puertas del ascensor se cierran y, de pronto, cuando está subiendo, se va
la luz y el ascensor se para.
La chica y yo nos miramos y fruncimos el cejo. De nuevo me vuelve a dar una contracción. Ésta ha
sido más fuerte que las otras dos y tan dolorosa que suelto las bolsas que llevo en la mano y me agarro al
pasamanos del ascensor.
La joven, al verme, me mira y pregunta:
—¿Estás bien?
No puedo responder. Respiro… respiro… como me han enseñado en las clases preparto. Cuando el
dolor cede, miro a la joven de pelo oscuro y corto, que me mira tras unas gafas de aviador, y respondo:
—Sí, tranquila. Estoy bien.
Pero según digo eso, noto que por mis piernas corre un líquido.
Dios, ¡¿me estoy meando?!
Intento contenerlo, pero esto es incontrolable. Las cataratas del Iguazú salen de mi cuerpo. Mis pies
pronto están rodeados de agua, yo empapada y murmuro en español:
—Joder…, joder… Me cago en la mar. ¡No me lo puedo creer!
—¿Eres española? —pregunta la chica.
Yo asiento, pero no puedo hablar.
¡Acabo de romper aguas!
Comienzo a tocar todos los botones. El ascensor no se mueve y me pongo histérica. La joven me coge
de las manos tira de mí y dice:
—Tranquila, no te preocupes por nada. Rápidamente te saco de aquí.
Aprieta el botón de la alarma del ascensor.
Yo comienzo a temblar y ella, agarrándome por los hombros, dice para distraerme:
—Me llamo Melanie Parker, pero puedes llamarme Mel.
—¿Por qué hablas español?
—Nací en Asturias.
—¿Asturiana con ese nombre?
La joven sonríe, se quita las gafas de aviador que lleva y, mirándome con sus ojos azuletes, aclara:
—Mi padre es americano y mi madre de Asturias. Con eso te lo digo todo.
Asiento. Pero no estoy yo para charlas y, mirándola, digo, sacando mi móvil de la chaqueta:
—Tengo que llamar a mi marido. Está en el centro comercial. Seguro que él nos saca de aquí en
seguida.
Mientras marco el teléfono de Eric, veo que la joven sigue apretando el botón de auxilio y mis pies
están cada vez mas encharcados. Un timbrazo y Eric me saluda.
—Hola, cariño.
Controlando las ganas de chillar por el susto que tengo, digo mientras me rasco el cuello:
—Eric, no te asustes, pero…
—¿Que no me asuste? —grita—. ¿Dónde estás? ¿Qué ocurre?
Cierro los ojos. Me lo imagino descompuesto en ese instante. Pobre… pobre…
Me viene una contracción y, apoyada como estoy en la pared del ascensor, me escurro hasta caer al
suelo. La joven que está conmigo, al verme, me quita el teléfono y dice:
—Soy Mel. Estoy con tu mujer en el ascensor del fondo del centro comercial. Se ha ido la luz y ha
roto aguas. Llama a una ambulancia a la de ¡ya! —Eric debe de decirle algo, porque ella contesta—:
Tranquilo… He dicho tranquilo. Estoy con ella y todo irá bien.
Cuando cuelga y me devuelve el teléfono, sonríe y afirma:
—Por la voz de tu marido, no creo que tarde en llegar.
No lo dudo. Me lo imagino corriendo por el centro comercial como un loco. Menos mal que está con
Björn y no solo, aunque compadezco al que se atreva a llevarle la contraria en un momento así.
Una nueva contracción me vuelve a encoger de dolor. Pero ¿por qué tiene que ocurrirme esto en este
momento? Me entran las cagalandras de la muerte y soy incapaz de respirar. ¡Me ahogo!
Mel me observa sin perder la calma.
Me sorprende su aplomo cuando yo estoy que me subo por las paredes. Pero claro, el dolorcito
puñetero lo tengo yo, no ella.
Con voz controlada, me obliga a mirarla y a respirar. Cuando lo consigue y el dolor cede, abre su
móvil y, tras hablar con alguien, dice:
—He pedido refuerzos. Si no nos saca tu marido, nos sacarán mis compañeros.
¿Comienza a hacer calor o soy yo la que está sudando?
Me pica el cuello. ¡Me rasco los ronchones!
—¿Cómo te llamas?
—Judith… Judith Flores.
La joven, dispuesta a distraerme, pregunta:
—¿Y de qué parte de España eres?
—Nací en Jerez, pero mi madre era catalana, mi padre de Jerez y yo vivía en Madrid.
No puedo decir más. El dolor vuelve. Me agobio. La joven me coge las manos y dice:
—Muy bien, Judith…, mírame de nuevo. Vamos a respirar. Vamos, hazlo.
Acompañada por esa desconocida de nombre Mel, comienzo a respirar y, cuando el dolor pasa, la
miro.—
Gracias…
Sonríe. Pasan los minutos y el ascensor no se mueve. Me rasco. Mi móvil suena. Supongo que es
Eric, preocupado. Mel contesta. Lo tranquiliza y, cuando cuelga, dice, agarrándome una mano:
—Te estás destrozando el cuello.
Oímos golpes, pero el ascensor no va para arriba ni para abajo. Mel, al ver que contraigo la cara, me
da aire con un papel que saca de su mochila y pregunta:
—¿Y qué es lo que vas a tener, un niño o una niña?
—No lo sé. Medusa no se dejaba ver.
Sonríe y, al entender el nombre, explica:
—Yo a mi hija, mientras estaba embarazada, la llamé Cookie. —Ambas sonreímos y añade—: Sea lo
que sea, será precioso.
—Eso espero.
Me acaloro. El agobio me sofoca aún más y ella continúa hablando:
—Yo tengo una niña y sé lo que estás sufriendo. Sólo te puedo decir que todo pasa y lo olvidarás.
Cuando tienes a tu bebé en los brazos, todo se olvida.
—¿Seguro?
—Segurísimo. —Sonríe.
—¿Cuánto tiempo tiene tu hija?
—Quince meses y se llama Samantha.
Se vuelven a oír los golpes. El teléfono de Mel suena. Ella habla y, cuando cuelga, me dice:
—En dos minutos te saco de aquí.
Y tiene razón. Instantes después, las luces del ascensor se encienden y retomamos el ascenso. Mel le
da rápidamente al Stop, nos volvemos a parar y aprieta el botón de la planta baja. El ascensor comienza a
bajar y, cuando las puertas se abren, veo cuatro tipos como cuatro armarios, vestidos con pantalones de
camuflaje como los de Mel. Ella los pregunta:
—¿Dónde está la ambulancia?
Uno de ellos va a responder, cuando, empujándolo, Eric se acerca a mí y, pálido, pregunta:
—Cariño, ¿estás bien?
Asiento, pero es mentira, ¡estoy fatal! Mira mi cuello y, al verlo enrojecido, murmura:
—Tranquila… tranquila.
Björn, con gesto preocupado en medio de todo ese caos, va a acercarse, cuando veo que Mel lo para
y dice:
—No la agobies ahora.
—¿Cómo dices? —veo que pregunta él, boquiabierto.
—Necesita aire… nene.
—Quítate de en medio… nena —replica Björn con voz profunda y las llaves de su coche en la mano.
—He dicho que necesita aire… James Bond.
—Y yo he dicho que te quites de en medio —sisea él, apartándola.
La gente se arremolina a nuestro alrededor y en ese momento me viene una nueva contracción.
Aprieto la mano de mi amor y susurro:
—Ostras, Eric…
La joven que me ha acompañado durante aquel último rato los empuja a él y a Björn y, cogiéndome la
mano, dice con voz de mando:
—Mírame, Judith. Vamos a respirar.
Lo hago y el dolor se pasa. Sin soltarme, les dice a los que van vestidos como ella:
—Hernández, Fraser, despejadme esto.
Sin dudarlo, ellos hacen lo que Mel les ha dicho. Mientras yo observo las dotes de mando de la
chica, Eric dice, retirándome el flequillo de la cara:
—Dime que estás bien, cariño.
—Estoy fatal, Eric…, creo que Medusa quiere salir.
Björn se acerca a nosotros con gesto preocupado.
—Acabo de hablar con Marta. Ya nos esperan en el hospital.
—Ay, Dios mío… Ay, Dios mío —susurro horrorizada.
Ya no hay marcha atrás, ¡estoy de parto!
¡Qué dolor… qué dolorrrrrrrrrrr!
Eric me da un beso y dice:
—Tranquila, cariño. Tranquila. Todo va a ir bien.
El caos se hace tangible. Todos nos observan y Mel pregunta:
—Pero ¿dónde está la puñetera ambulancia? —Nadie lo sabe y entonces ordena—: Fraser, ve a por
el coche. Lo quiero en la puerta norte en dos minutos. —Luego mira a Eric y pregunta—: ¿A qué hospital
hay que llevarla?
—Al Frauenklinik Munchen West —responde.
La joven se da la vuelta, mira a otro de sus compañeros y grita:
—Hernández, dame ruta y tiempo. Thomson, llama a Bryan infórmale de la situación. Dile que nos
espere en una hora donde habíamos quedado. Yo llamaré a Neill.
Björn, al ver que estoy algo mejor, se agacha y pregunta con gesto serio:
—¿De dónde ha salido súper woman?
Me entra la risa. No conozco a Mel, pero me encanta su poderío. Tan pronto habla inglés, como
español, como alemán. Una vez cierra su móvil, le dice algo a uno de sus compañeros, luego mira a Eric
y ordena:
—Seguidme. En doce minutos os dejo en el hospital.
—No hace falta —responde Björn, mirándola—. Yo los llevaré.
—¿En doce minutos? —pregunta ella.
Levantándose con chulería, nuestro amigo la mira, se estira el traje oscuro que lleva y, tocándose el
nudo de la corbata, sisea:
—En ocho, Cat Woman…
Eric y yo nos miramos. Me entra la risa. Esto es un duelo de titanes. Entonces, la joven sonríe y sin
amilanarse por la presencia de un tipazo como es Björn, pasea su azulada mirada por el cuerpo de éste
con chulería y dice, mientras se pone sus gafas de aviador:
—No me hagas reír, James Bond. —Después nos mira a Eric y a mí y explica—: Tenéis tres
opciones. La primera soy yo. La segunda es James Bond y la tercera esperar a que llegue la ambulancia.
Vosotros decidís.
—Escojo la primera —digo con decisión.
Björn, sorprendido, protesta y ella, sonriendo, dice mirando a Eric:
—Sígueme.
Eric me mira y yo asiento. Sé que hay más de cuarenta minutos hasta el hospital, pero extrañamente
creo que si Mel ha dicho que en doce llegamos, es que así será. Eric me coge en brazos y corre por el
centro comercial. Cuando salimos, un impresionante Hummer negro nos espera. Nos metemos en él y,
cuando Björn lo va a hacer también, la joven lo para y dice:
—Tú mejor ve en tu Aston Martin.
Sin más, cierra la puerta y el Hummer sale a toda leche. Mel nos mira.
—Son las 16.15, a las 16.27 estaremos allí.
El dolor vuelve. Es intenso, pero lo puedo aguantar. Eric y Mel me hacen respirar y yo agradezco sus
atenciones, mientras noto cómo el coche va a toda pastilla y no reduce ni una sola vez la velocidad.
Cuando para, oigo al conductor que dice:
—Hemos llegado.
Eric choca la mano con él y con una enorme sonrisa, murmura:
—Gracias, amigo.
Cuando salgo del coche, Marta nos espera en la puerta del hospital y, al sentarme en la silla de
ruedas, le dice a una enfermera:
—Avisa a maternidad de que ha llegado la señora Zimmerman. —Luego me mira—. Vamos,
campeona, que cuando estés repuesta nos vamos a ir a celebrarlo al Guantanamera.
—Marta, no jorobes —protesta Eric y a mí me entra la risa.
Mel se acerca a mí.
—Son las 16.27. Te he prometido que te traía en doce minutos y lo he cumplido. —Yo sonrío y ella
añade—: Encantada de haberte conocido, Judith. Espero que todo salga bien.
La agarro de la mano y, sin soltarla, digo:
—Gracias por todo, Mel.
Con una candorosa sonrisa, contesta:
—Si mañana tengo tiempo, pasaré a conocer a Medusa, ¿vale?
—Estaremos encantados —responde Eric, muy agradecido.
—¿Traerás a Samantha? —pregunto.
Mel sonríe y asiente. Instantes después, la joven se sube al Hummer y desaparece. Entramos en el
hospital y me llevan directamente al ala de maternidad, a una bonita habitación.
Llega mi ginecóloga y me dice que no me preocupe por el adelanto de Medusa. Todo va bien.
Después, me mete la mano y me hace un daño que veo las estrellas. Me acuerdo de toda su familia. Eric
me agarra y sufre. Cuando la mujer saca la mano de entre mis piernas, comenta, quitándose un guante de
látex:—
Estás de cuatro centímetros. —Y al ver mi tatuaje, dice—: Vaya tatuaje más sexy que llevas,
Judith.
Asiento. Me duele todo y no tengo ganas de sonreír. Eric, preoupado, pregunta:
—¿Todo va bien, doctora?
Ella lo mira y dice que sí.
—Todo va como tiene que ir. —Luego me toca la pierna y, dándome una palmadita tranquilizadora,
añade—: Ahora relájate e intenta descansar. Pasaré a verte dentro de un ratito.
Cuando se va, miro a Eric y me tiembla la barbilla. Él, al verlo, rápidamente dice:
—No, no, no, no llores, campeona.
Me abraza y, al sentir que el dolor vuelve, protesto:
—Esto duele una barbaridad.
Cojo la mano de Eric y se la retuerzo con la misma intensidad con que siento yo que la tripa se me
retuerce por dentro y, a pesar de que sé que le hago daño, no protesta. Aguanta más que yo. Cuando pasa
el dolor, lo miro y murmuro:
—No puedo, Eric… Yo no aguanto el dolor.
—Tienes que hacerlo, cariño.
—Y una chorra. Diles que me pongan la epidural ya. Que me saquen a Medusa, ¡que hagan algo!
—Tranquilízate, Jud.
—¡No me da la gana! —grito fuera de mí—. Si tú tuvieras estos dolores, yo removería cielo y tierra
para que te los quitaran.
Según digo eso, me doy cuenta de que estoy siendo cruel. Eric no se lo merece. Y, agarrándolo de la
mano, hago que se acerque y murmuro llorosa:
—Perdón…, perdón, cariño. Nadie mejor que tú me cuida en este mundo.
Él no me toma nada en cuenta y dice:
—Tranquila, pequeña…
Pero mi momento angelical y tranquilo dura poco. El dolor comienza y, retorciéndole el brazo, siseo:
—Dios… Dios… ¡Que esto me empieza a doler otra vez!
Eric llama a la enfermera y le pide la epidural. La mujer me ve histérica, pero dice que no puede
ponérmela hasta que la doctora se lo indique. Yo me cago en todo. Absolutamente en todo. Eso sí, en
español para que no me entiendan. El dolor cada vez es más intenso y no lo puedo soportar.
Soy una mala enferma…
Soy una mal hablada…
Soy lo peor…
Eric intenta distraerme con mil palabras cariñosas. Me hace respirar como nos han enseñado en las
clases preparto, pero yo no puedo. El dolor me hace contraerme y ya no sé si respiro, si chillo o si me
cago en los parientes de todos los del hospital.
Sudo…
Tiemblo…
Siento que me viene una nueva contracción…
Agarro la mano de Eric, que me anima de nuevo a respirar. Respiro…, respiro…, respiro.
De nuevo el dolor cesa. Pero cada vez es más seguido, más intenso y más devastador.
—Me cago en la marrrrrrrrrrrrrr —jadeo.
Eric me pasa una toallita con agua fresca por la cara y dice:
—Fija la mirada en un punto y respira, cariño.
Lo hago y el dolor cesa.
Pero cuando va a comenzar de nuevo y preveo que me va a decir por enésima vez lo de fija la
mirada… lo agarro con fuerza por la corbata, tiro de él y, acercando su cara a la mía, siseo fuera de mí:
—Si me vuelves a decir que fije la mirada en un punto, te juro por mi padre que te saco los ojos y los
clavo en ese jodido punto.
Él no dice nada. Se limita a darme la mano mientras yo me encojo en la cama, muerta de dolor.
Dios… Dios… ¡Cómo duele!
Seguro que si los hombres pariesen, ya habrían inventado tener bebés en una probeta.
La puerta se abre y yo miro a la doctora como la niña del exorcista. La mato… juro que la mato. Ella,
sin inmutarse, retira la sábana, me mete mano de nuevo y dice, sin importarle mi mirada de asesina:
—Para ser primeriza, dilatas muy rápido, Judith. —Después mira a la enfermera—. Está de casi seis
centímetro. Que venga Ralf y le ponga la epidural. ¡Ya! Creo que este bebé tiene prisa por salir.
¡Oh, sí…, la epidural!
Escuchar eso es mejor que un orgasmo. Que dos… que veinte.
Quiero kilos y kilos de epidural. ¡Viva la epidural!
Eric me mira y, secándome el sudor, susurra:
—Ya está, cariño. Ya te la van a poner.
Me retuerzo con una nueva contracción y, cuando se pasa, murmuro:
—Eric…
—¿Qué, pequeña?
—No quiero volver a quedarme embarazada. ¿Me lo prometes?
El pobre asiente. Cualquiera me lleva la contraria en un momento así.
Me seca el sudor y va a decir algo cuando la puerta se abre y entra un hombre que se presenta como
Ralf el anestesista. Cuando veo la aguja que lleva, me mareo.
¿Dónde va a meter eso?
Ralf me pide que me siente y me eche hacia delante. Me explica que necesita que me esté totalmente
quieta para no dañar la columna vertebral. Me entra el agobio, pero dispuesta a colaborar al cien por
cien, casi ni respiro.
Eric me ayuda. No se separa de mí y, tras notar un pequeño pinchazo cuando menos me lo espero, el
anestesista dice:
—Ya está. Ya tienes puesta la epidural.
Sorprendida, lo miro. ¡Qué fuerte!
Yo que pensaba marearme por el dolor del pinchazo, no me he enterado de nada. Me explica que me
deja un catéter puesto por si la doctora necesita administrar más anestesia. Luego recoge sus bártulos y se
va. Cuando sale por la puerta y nos quedamos Eric y yo en la habitación, solos, me besa y susurra:
—Eres una campeona.
Pero qué rico es. Qué aguante tiene conmigo y cuánto amor me demuestra con sus actos y sus
palabras.
Diez minutos más tarde, noto cómo los horrorosos dolores comienzan a bajar de intensidad hasta que
desaparecen. Me siento la reina de Saba. Vuelvo a ser yo. Puedo hablar, sonreír y comunicarme con Eric
sin parecer una hidra de siete cabezas.
Llamamos a Sonia y le pedimos que pase por nuestra casa a recoger la bolsa con las cosas de
Medusa. La mujer se ataca al saber que estamos en el hospital. No quiero ni imaginar cómo se van a
poner mi padre y mi hermana.
Luego llamo a Simona. Sé lo importante que es para ella que yo misma la llame y le hago prometer
que se vendrá con Sonia para el hospital cuando ésta pase por casa para recoger la bolsa. La mujer no lo
duda. Después, tras mucho meditar, llamo a mi padre. Eric cree que es lo más justo. Pero como ya
presuponía yo, el pobre, al enterarse que estoy en el hospital ingresada para dar a luz, le entran los siete
males. Se lo noto en el habla. Cuando papá se pone nervioso no se le entiende. No da pie con bola.
Le pasa el teléfono a mi hermana. Otra que tal baila. Entre chillar y aplaudir emocionada, la loca de
Raquel tiene bastante. Al final, le doy el teléfono a Eric, que les dice que mandará su avión a recogerlos
a Jerez.
Cuando colgamos, nos miramos y, con mimo, me besa en los labios.
—El día ha llegado, pequeña. Hoy vamos a ser papás.
Sonrío. Estoy acojonada, pero feliz.
—Vas a ser un padre excelente, señor Zimmerman.
Eric me vuelve a besar y pregunta:
—Entonces, Hannah si es niña, ¿y si es un niño…?
La puerta de la habitación se abre y entra Björn, acalorado.
—Hombre…, llegó James Bond —me mofo.
Él me mira. La bromita no le hace gracia y, tras calibrar si me manda a la porra o no, pregunta:
—¿Cómo estás?
—Ahora perfecta. Me han puesto la epidural, no siento dolor y estoy la mar de bien.
Eric, más tranquilo al verme a mí serena, sonríe. No dice nada, pero sé que ha pasado un mal rato. Mi
niño, ¡cuánto lo quiero! Björn y él hablan durante un ratito y me tengo que reír cuando oigo que Eric dice:
—Doce minutos, colega. Hemos tardado exactamente doce minutos.
Björn al oírlo se asombra. Él ha tardado casi una hora. El tráfico estaba horroroso.
—¿Habéis venido volando?
—Ni idea. Yo iba pendiente de Jud y conducía otro. Eso sí, la Mel esa, ¡menudo carácter!
—Debe de ser inaguantable —murmura Björn.
Yo me río.
Estoy hablando con ellos relajada y tranquila, cuando llega Sonia con Flyn y Simona. Todos me besan
y yo sonrío a pesar de que no siento las piernas. Qué fuerte, me las toco y parecen de cartón piedra.
Mientras todos hablan, Flyn me agarra la mano y, acercándose a mí, cuchichea:
—¿Hoy conoceremos a Medusa?
—Creo que sí, cariño.
—¡Guay!
La puerta se vuelve a abrir y entra Norbert. Al verme, sonríe y yo le guiño un ojo. Diez minutos
después entra una enfermera y dice que allí hay mucha gente. Björn, como siempre, se hace cargo de todo
sin que nadie se lo diga y se lleva a los demás a la cafetería.
Flyn protesta. No quiere separarse de mí. Quiere ser el primero en ver a Medusa. Al final, lo
convenzo y, cuando nos quedamos solos, Eric dice divertido:
—Flyn va a ser un estupendo hermano.
La puerta se abre de nuevo y entra la doctora. Me coge el agobio al ver que retira las sábanas. Joder,
otra vez me va a meter mano. ¡Qué dolor! Pero esta vez con la epidural no me duele y, mirándome, dice:
—¡Al paritorio! Vamos a conocer a tu bebé.
Eric y yo nos miramos. La mujer llama a unos enfermeros y, cuando me sacan de la habitación, no
quiero soltar a Eric pero la doctora dice:
—Él se viene conmigo. Tiene que ponerse guapo para entrar en el quirófano.
Asiento. Lo suelto y le tiro un beso con la mano. Por Dios, qué momentazo. Cuando entro en el
quirófano, mi corazón va a mil por hora. Estoy aterrorizada. No me duele nada, pero el hecho de ir a
conocer a Medusa me asusta. ¿Y si no le gusto como madre?
Me pasan a la camilla del quirófano y los enfermeros se van. Entran dos mujeres con mascarillas, que
me conectan a varios monitores y me piden que ponga los pies en los estribos. Lo hago y una de ellas
dice:—
Vaya, «Pídeme lo que quieras». Qué tatuaje más original.
Asiento. Me río y digo:
—A mi marido le encanta.
Las tres nos reímos. En ese momento, veo que entra la doctora con Eric a su lado, con un pijama
verde y un gorrito de lo más ridículo. Me vuelvo a reír.
Ella se pone a mi lado y me explica el sistema para empujar. Al tener la epidural, no sentiré los
dolores, por lo que tengo que hacerlo siempre que ella me lo pida o yo vea que en el monitor se enciende
una luz roja y parar cuando ella me lo indique. Asiento. Estoy asustada, pero asiento, dispuesta a hacerlo
bien. La doctora se pone entre mis piernas y, cuando en el monitor que hay a mi derecha se enciende una
luz roja, me pide que empuje. Cojo aire como recuerdo que me han enseñado en las clases y empujo…
empujo… empujo… y empujo.
Eric me anima. Eric me ayuda. Eric no se separa de mí.
Vuelvo a repetir eso tantas veces, que a pesar de no sentir dolor, el agotamiento comienza a hacer
mella en mí. Entre empujón y empujón, Eric, sorprendido, me comenta que tengo una fuerza
impresionante. Yo también flipo. Me doy cuenta de que empujando soy una fiera.
La doctora sonríe y nos explica que Medusa es bastante grande y está encajado de tal manera que, a
pesar de mi dilatación y mis empujones, le cuesta salir.
De nuevo la luz del monitor se pone roja. Sigo empujando. El tiempo pasa y sólo empujo y empujo.
Aguanto, aguanto y aguanto y cuando, agotada, poso mi cabeza en la camilla, la ginecóloga dice:
—Papá…, no te pierdas las siguientes contracciones, que tu bebé ya está aquí.
Eso me emociona y se me llenan los ojos de lágrimas, en especial al ver el gesto de excitación e
incredulidad de Eric. Vuelvo a empujar y a empujar y noto que algo sale de mí. Eric abre los ojos
descomunalmente y murmura:
—Ha salido la cabeza, Jud…, la cabeza.
Quiero verlo, pero claro, ¡no puedo!
Aunque, bueno, casi que es mejor así, porque ver una cabeza asomando por mi vagina, como poco me
puede ocasionar un trauma.
La doctora sonríe y me anima:
—Vamos, Judith, un último empujón. Saldrán los hombros y tras eso todo el cuerpecito.
Agotada, cansada y emocionada, cuando la luz se pone roja, hago lo que me piden. Empujo…
empujo… empujo y empujo hasta notar que un peso enorme abandona mi cuerpo y la ginecóloga dice:
—Ya lo tenemos aquí.
Yo no lo veo. Sólo veo a Eric.
Sus ojos se llenan de lágrimas y sonríe. Su mirada se dulcifica en ese instante y pienso que es la más
bonita que le he visto nunca. Me emociono. Lloro de felicidad cuando, de pronto, el llanto de mi Medusa
inunda toda la estancia y la doctora dice:
—Es un niño. Un precioso niño.
¡Un niño!
¡Soy mamá de un niño!
Eric, con la respiración agitada, sonríe y la mujer dice:
—Vamos, papá, ven aquí y corta el cordón umbilical.
Yo lloro. Quiero ver a mi niño. ¿Cómo será?
Eric suelta mi mano, va hasta donde está la doctora y, tras hacer lo que ella le pide, vuelve conmigo,
baja su boca hasta la mía y, besándome, dice:
—Gracias, cariño, es precioso. ¡Precioso!
En ese instante, ponen una cosa maravillosa que llora sobre el vientre. Es mi Medusa. Mi bebé. Mi
niño. Emocionada, lo miro, lo toco y ambos lloramos.
—Hola, chiquitiiiiito. Hola, preciooooooooso, soy tu mamáááááááá.
¿Ya estoy hablando balleno?
Nunca imaginé que viviría un momento así…
Nunca imaginé que sentiría lo que siento…
Nunca imaginé que me sentiría tan completa…
Eric me besa emocionado y yo toco a mi niño. Es perfecto, maravilloso. Y a pesar de lo sucio que
está, es rubito como su papá y se parece a él.
Eric y yo nos miramos y sonreímos. Una de las enfermeras coge al bebé y se lo lleva, mientras la
doctora termina de atenderme a mí y saca la placenta. Eric y yo seguimos a la enfermera con la mirada.
Vemos que le hace varias pruebas al niño, después lo lava y mi pequeño llora. Le pone una pulserita
alrededor de la muñeca, lo viste y, cuando lo pesa, dice:
—Tres kilos seiscientos gramos.
¡Tres kilos seiscientos gramos!
Madre mía, ¡mi niño ya está criado!
Con razón decía la doctora que era grande.
Cuando por fin ésta termina conmigo, llegan los enfermeros con mi cama. Me pasan a ella y me ponen
a mi bebé vestidito en los brazos.
¡Dios mío, es el momento más bonito de mi vida!
Lo miro con un amor increíble. Lo observo, me enamoro de él. Es guapísimo. Perfecto.
Eric no parpadea y sonrío al ver que en la pulsera pone «Zimmerman Hab.610».
¡Zimmerman!
De nuevo un rubio, guapo y grandote Zimmerman ha llegado al mundo para dar guerra. Y entonces,
mirando a Eric que no me quita ojo, digo:
—Se llamará como tú, Eric Zimmerman.
—¿Como yo?
Asiento y, con una sonrisa que sé que a Eric le llega al alma, añado:
—Quiero que de aquí a unos años, otro Eric Zimmerman enamore locamente a otra mujer y la haga tan
feliz como tú me haces a mí.
Eric sonríe sin parar.

Sin que me lo diga, sé que es el día más feliz de su vida. El de la mía también.

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