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Pídeme lo que quiera o dejame - Cap.31 y 32


31
La primera noche en el hospital es movidita.
Tras visitarnos el pediatra y decirnos que Eric está perfecto, me pregunta si le voy a dar el pecho o
biberón.
Rápidamente y sin dudarlo opto por el biberón. Me da igual lo que piense el resto del mundo. No
pienso convertirme ahora en una fábrica de leche andante, cuando sé que los bebés con biberón se crían
de maravilla.
El día que lo hablé con Frida por teléfono no le pareció bien. Según ella, la leche materna es ideal.
Inmuniza de cientos de cosas y es lo mejor. Sonia me dijo lo mismo, incluso me habló del instinto
materno. Pues bien, mi instinto materno me dice que le dé biberón y también que a quien toque a mi hijo
lo mato.
Cuando se lo comenté a Eric, me dio la opción de decidir. Y como quiero que desde el minuto uno mi
marido sea partícipe de esta nueva historia, elijo biberón para que esté tan pringado como yo y santas
pascuas. Lo que piense el resto del mundo, como siempre, ¡me importa tres pepinos!
Cuando traen un biberón con un poquito de leche para lactantes, se lo entrego a Eric y digo:
—Vamos, papi, dale su primer biberón.
Veo cómo, nervioso, mi amor coge a su bebé de la cunita, se sienta en una silla y lo hace. El
pequeñín, que es un tragón, se tira rápidamente a la tetina como un león y, encantado, recibe lo que lleva
un buen rato reclamando: comida.
Una vez se toma la dosis, se queda dormido como un ceporrito. Divertida, pienso si limpiarle la baba
al pequeño o a su padre.
¡Qué monos son los dos!
Tras la toma, las enfermeras vienen para llevárselo al nido. Quieren que yo duerma y descanse. Pero
el pequeñajo tiene unos pulmones tremendos y le gusta hacerse notar. ¡Menudo genio tiene el rubito!
Eric, al saber que es su hijo el que llora como un descosido, hace que lo traigan a la habitación y se
ocupa de él toda la noche. Lo mece, lo acuna, le habla y yo, a oscuras, los observo emocionada.
Estoy cansada, agotada, pero no puedo dormir. Mis ojos no quieren dejar de mirar el precioso
espectáculo que me ofrecen mis dos Eric.
—Vamos, duérmete, pequeña, descansa —susurra mi amor, acercándose a mí.
—Es perfecto, ¿verdad?
Sonríe, mira al pequeño que se mueve en sus brazos y murmura:
—Tan perfecto como tú, preciosa.
Comienza a tocarme la cabeza y eso es bálsamo para mí. Lo sabe, me conoce. Eso me relaja y,
finalmente, caigo rendida en los brazos de Morfeo.
Cuando me despierto, estoy sola en la habitación. La luz entra por la ventana y, cuando voy a llamar a
las enfermeras, la puerta se abre y Eric, con una radiante sonrisa, dice:
—Entra, abuelo, tu morenita ya se ha despertado.
Cuando veo a mi padre, sonrío, sonrío y sonrío.
Él corre a abrazarme. Detrás entra Raquel con Lucía y Luz.
—Enhorabuena, mi vida. Has tenido un bebé precioso.
—Un chico, papá, ¡lo que tú querías! —exclamo.
Mi padre asiente y, mirando a Eric, dice:
—Lo siento, hijo, esta vez la apuesta la he ganado yo.
—Estoy tan contento como tú, Manuel. No lo dudes ni un segundo.
—Cuchuuuuuuuuuuu. —Mi hermana me abraza—. Pero qué niño más guapo has tenido.
—Es igualito a Eric, ¿verdad? —pregunto.
—Por eso digo lo de guapo —asiente mi hermana, haciéndome reír.
Luz, mi Luz, se sube a la cama y me abraza, me da un paquete y dice:
—He visto al primo y es guapísimo, tita. Pero no tiene los ojos como Flyn.
Sonrío por su comentario, abro el paquete y al ver una equipación de fútbol de la selección española,
me río y digo:
—¿Queréis que lo echen de Alemania?
Todos se ríen y, al no ver a mi pequeño, pregunto:
—¿Dónde está?
—Le están haciendo unas pruebas, cariño. Ahora lo traerán —responde Eric.
Cuando mi padre, junto con Lucía, Eric y Luz se van a tomar algo a la cafetería, mi hermana se sienta
a mi lado y, con una cariñosa sonrisa, dice:
—Enhorabuena, Judith. Eres mamá.
Asiento y me emociono y Raquel me abraza.
—Esto es para toda la vida, cuchu. El pequeño Eric es precioso y estoy segura de que te va dar
muchas alegrías. Lo malo es que crecen y un día comenzará a salir con chicas, a mirar revistas guarras y
a fumar porros.
—Raquel…
Ambas nos reímos. Mi hermana tiene unas cosas que es imposible no reírse con ella.
—Bueno, cuéntame, ¿algo nuevo?
Amorosa, se acerca y cuchichea:
—Jesús y yo, de mutuo acuerdo, hemos pedido el divorcio hace veinte días.
—¿En serio?
Asiente.
—Tiene nueva churri y por lo visto con ésta va en serio. Y, aprovechando el subidón que tiene,
mencioné lo del divorcio exprés y de cabeza que lo hemos pedido.
—Ostras, qué bien. Volverás a ser una mujer soltera para tu rollito salvaje. —Me río.
Pero al ver su gesto, sé que algo no va bien y pregunto:
—¿Cómo sigue tu rollito salvaje?
—Fatal.
—¿Fatal?
Raquel asiente y dice:
—Quiere que nos vayamos a vivir a México con él.
—Pero ¿qué dices?
—Lo que oyes, cuchu… pero le he dicho que no. Primero, porque no me quiero alejar tanto de papá y
de ti. Segundo, porque Jesús no está de acuerdo con que me lleve a las niñas tan lejos y tercero, porque si
fuera el caso contrario, a mí tampoco me gustaría que Jesús se llevara a las niñas tan lejos de mí. Y antes
de que digas nada, Jesús ha sido un capullo integral conmigo, pero con las niñas siempre ha intentado ser
un buen padre y no voy a hacerle esa guarrada. Sé que las quiere y ellas, especialmente Luz, lo quieren a
él. Y una cosa es que me divorcie y otra muy diferente que me lleve a las niñas de su lado.
Pienso lo que dice y la entiendo perfectamente cuando añade:
—Por lo tanto, el güey, como dice Luz, se ha sentido rechazado y lleva sin llamarme diez largos y
tormentosos días.
—Llámale tú.
—Ni loca.
—¿Le has comentado lo de tu divorcio?
—No.
—Le has explicado las cosas como me las has explicado a mí.
—No.
—¿Por qué?
—Porque Juan Alberto no me ha dado opción. Cuando le dije que no a lo de México, el muy
cabezota, tras enfadarse, no me permitió darle ninguna explicación y, literalmente, dijo: «Muy bien reina,
que te vaya bonito».
—¿Te dijo eso?
Raquel asiente y, al ver su cara, pregunto:
—¿Y tú qué le dijiste?
—Pues mira, chica, ¡para chula yo! Literalmente le dije: «Muy bien, rey, que te coma otra con
tomate». —Y bajando la voz, añade—: Me dieron ganas de decirle algo mucho peor, ya me conoces
cuando me pongo en plan víbora, pero pensé: ¡Raquel, contención!
Me parto de risa y, abrazándola, insisto:
—Entonces, ¿tu rollito salvaje de mujer moderna se acabó?
—Creo que sí, pero, chica…, todavía pienso en él.
—Pero vamos a ver, Raquel. Si tú le quieres y él te quiere, ¿por qué no le explicas las cosas y le
propones que…?
—¿Que se venga a vivir a España? —me corta—. No…, no…, imagínate que la empresa se le hunde
y me culpa a mí de ello. No, ¡me niego!
Hablamos durante un buen rato, pero nada. Raquel se cierra en banda y es imposible hacerla razonar.
Luego dicen que la cabezona de la familia soy yo, pero mi hermana, ¡telita!
La puerta se abre y aparecen Eric con Björn y mi pequeñín. Björn lleva un precioso ramo de rosas.
Saluda a mi hermana, luego a mí y murmura:
—Felicidades, mamá.
—Gracias, guapo.
Mi amor deja a nuestro niño en la cunita y pregunto:
—¿Todo bien?
Eric asiente y vuelvo a preguntar:
—¿Y mi padre?
—Se ha quedado con mi madre y los niños en la cafetería, ahora suben.
Asiento y, enamorada de mi pequeñín, miro a Björn y le digo:
—¿Qué te parece?
Bajando la voz, mi buen amigo me mira y contesta:
—Es precioso, Judith. Habéis tenido un niño precioso.
—¿Quieres cogerlo?
Björn rápidamente da un paso atrás con gesto de susto.
—No. A mí tan pequeños no me gustan. Los prefiero cuando tienen la edad de Flyn y me puedo
comunicar con ellos.
Todos nos reímos y añade, mirando a su amigo:
—Espero que saque el carácter de Judith, porque como tenga el tuyo, colega, lo llevamos claro.
—Pues con el de la cuchufleta lo vais a llevar claro también —se mofa mi hermana.
Nos estamos riendo, cuando unos golpecitos en la puerta nos hacen mirar. Se abre y, encantada, veo
que se trata de Mel, la chica del ascensor.
—¿Se puede?
—Pasa, Mel, pasa. —Sonrío contenta.
Al entrar, veo que trae un cochecito con una bebita preciosa dormida. Poniéndola a un lado, dice,
mientras coge unas flores, que deja sobre la cama:
—Se acaba de dormir, ¡espero que aguante un ratito!
Eric la saluda con dos besos y, acercándose a mí, Mel dice, tras mirar al pequeñín que duerme en la
cuna:—
Qué guapo y qué gordito. —Y con complicidad, añade—: ¿Qué es Medusa niño o niña?
—Un precioso niño —respondo orgullosa.
Ella me da un abrazo muy cariñoso y murmura:
—Enhorabuena, Judith.
Cuando se separa de mí, veo que choca con Björn y, al reconocerlo, dice:
—Vaya…, pero si está aquí James Bond.
Björn no sonríe. La mira de arriba abajo y responde con mofa:
—Hombre, súper woman la mandona, ¿tú por aquí?
Eric y yo nos miramos y, antes de que podamos decir nada, ella pregunta:
—¿Cuánto tardaste en llegar ayer con tu Aston Martin? ¿Ocho minutitos?
Björn, que por norma es un conquistador nato, al oír eso, en vez de sonreír y entrar en el juego, arruga
el entrecejo y, mirándola con indiferencia, responde:
—Un poquito más, «simpática».
Vaaaaaaaya. ¿Qué le ocurre a Björn?
¿Acaso esta mujer lo desconcierta porque no cae rendida a sus pies?
Boquiabierta, observo que no despliega sus artes de donjuán con ella. Eso me sorprende y más
cuando añade, mirando a Eric:
—Estaré en la cafetería con Manuel y Sonia. Más tarde, cuando haya menos gente, subiré de nuevo.
—Te acompaño —responde Eric.
Cuando los dos hombres se van, mi hermana me mira, yo miro a Mel y ésta, divertida, se encoge de
hombros y suelta:
—Qué borde es el guaperas, ¿no?
No contesto y me río. Está claro que mi nueva amiga y Björn no se van a llevar bien.
Cuando nos quedamos las tres solas, hablamos de niños, embarazos y partos. De pronto, me doy
cuenta de que soy una más del clan de las madres y explico mi parto como algo único y alucinante.
Raquel y Mel hacen lo mismo. Nunca había entendido ese empeño de las madres por contar sus partos,
pero ahora que yo he tenido el mío, me gusta recrearme en él y recordarlo.
Samantha se despierta y cuando Mel la saca del cochecito, mi hermana y yo nos enamoramos de ella.
Es una muñequita rubia con los mismos ojos azules que su mamá. La niña sonríe y nos hace todas las
monerías del mundo.
Al cabo de una hora, Mel y la niña se marchan, pero la habitación se vuelve a llenar de gente.
Sonia y mi padre, los orgullosos abuelos del pequeño Eric, quieren estar con él. Raquel se baja un
rato con Lucía y los niños están con Björn y Eric. Poco después aparecen Marta, Arthur y algunos amigos
del Guantanamera. Cuando Sonia ve a Máximo, se saludan y yo tengo que sonreír. Pero cuando me parto
de risa es cuando aparece Eric y ve al argentino hablando con su madre. Calla y finge no saber nada.
Esa noche, cuando todos se van y la habitación se queda en calma, mientras Eric ejerce de padre y le
cambia los pañales a nuestro hijo como yo le indico, le pregunto:
—¿Eres feliz?
Él me mira, mete el pequeñín dormido en la cuna y responde:
—Como nunca en mi vida, cariño.
Al día siguiente nos dan el alta en el hospital y toda la familia, con uno más, regresamos a casa.
32
El pequeño Eric tiene casi dos meses.
Es un niño bueno, encantador y con unos ojazos azules y cautivadores como los de su padre. Nos tiene
a todos como tontos babeando por él.
Tras los primeros días en que todo es un caos, estamos aclimatados a los nuevos horarios. El
pequeño es el rey de la casa. Él manda y todos giramos a su alrededor.
Come cada dos horas día y noche. Es agotador, porque además de tragón, no duerme mucho.
Eric se ocupa de él. Quiere que yo descanse, pero veo que su cansancio es tremendo cuando un día,
tras una nochecita jerezana con los gases del pequeño, se despierta sobre las once de la mañana. ¡Hasta él
se asusta!
Dos noches más tarde, de pronto me despierto sobresaltada y me encuentro a Eric sentado en la cama,
moviéndose solo. Lo miro sorprendida. No tiene al bebé en brazos pero se acuna. Miro y el bebé esta
dormidito en su cuna. Me río y, acercándome a Eric, murmuro:
—Cariño, échate y duérmete.
Lo hace. Está dormido y, cuando se acurruca entre mis brazos, me siento la mujer más dichosa del
mundo por tenerlo a mi lado.
Flyn es un hermano maravilloso. Nada de celos y está más cariñoso que nunca. Por la tarde, tras
hacer los deberes, quiere coger al pequeñín. Está orgulloso de ser su hermano mayor y eso se le ve en la
cara.
¡Todos hablamos balleno!
¡Hasta Norbert!
Vuelvo a ser yo. Dejo de ser Judota para ser Judith, aunque cinco kilos se resisten a abandonarme.
Tanto helado y plum cake es lo que tiene. Pero no importa. Lo importante es que mi pequeñín esté bien.
Las hormonas se me han asentado y estoy feliz. Ya no lloro, ya no gruño y por no tener no tengo ni la
tan conocida depresión posparto.
Mi padre y mi hermana vienen un par de veces a vernos en estos dos meses. Él no cabe en sí de
orgullo cada vez que ve a su muchachote y Raquel también. Aunque la noto algo decaída por la
finalización de su rollito salvaje.
Intento hablar con ella, pero no quiere. Al final desisto. Cuando quiera hablar, vendrá a mí. Lo sé.
El pequeño Eric es lo más bonito y maravilloso que me ha pasado nunca y ahora, cuando lo miro,
estoy segura de que volvería a tener mil embarazos más sólo por tenerlo junto a mí.
Como una boba, estoy mirándolo dormir en la cuna cuando Eric entra en la habitación, se acerca a mí
y, tras ver que el bebé duerme, me besa y dice:
—Vamos, pequeña, tenemos que irnos.
Ataviada con un maravilloso vestido de noche y con unos taconazos de infarto, lo miro y murmuro:
—Ahora me da penita dejarle.
Eric sonríe, me besa en el cuello y dice:
—Es nuestra primera noche para nosotros. Tú y yo solos.
Su voz me reactiva. Llevamos planeando esta salida desde que la ginecóloga nos dijo que podíamos
retomar nuestra vida sexual. Al final, tras convencerme de que la vida sigue y tengo que recuperar algo
de normalidad, me levanto. Le doy un besito a mi precioso bebé y camino de la mano de mi amor.
Cuando llegamos al salón, Sonia, que está con Flyn jugando al Monopoly de la Wii, nos mira y
exclama:
—Pero ¡qué guapos estáis los dos!
—Hala, Juddddddddd, ¡qué guapaaaaaaaa! —grita Flyn.
Como siempre, me encanta escucharlo. Es la primera vez que me arreglo desde que di a luz. Doy mi
típica vueltecita ante el niño para que me vea, él sonríe y, cuando me abraza, le digo:
—Esta noche tú mandas en la casa. Eres el hermano mayor.
Flyn asiente y Sonia dice, guiñándome un ojo:
—Id tranquilos. Yo cuido de los dos pequeñines.
Sonrío, le doy un beso y pregunto:
—Tienes nuestros números de móvil, ¿verdad?
Mi suegra me mira, asiente y contesta:
—Sí, cariño. Desde hace mucho. Anda…, marchaos y pasadlo bien.
Eric se acerca a ella y la besa.
—Gracias, mamá. —Y, dándole un papelito, explica—: Estaremos en este hotel por si pasa cualquier
cosa. Da igual la hora que sea, ¡llámanos!
Sonia coge el papel y, empujándonos, responde:
—Por el amor de Dios, ¿qué va a pasar? Marchaos de una vez.
Entre risas, salimos de la casa. Susto y Calamar se acercan rápidamente al vernos y los saludamos.
Después subimos al coche de Eric y nos vamos, dispuestos a pasarlo bien.
Cuando llegamos al hotel y cerramos la puerta de nuestra habitación, nos miramos. Es nuestra noche.
Hoy por fin vamos a poder hacer el amor como queremos y sin interrupciones. Veo sobre la mesa una
cubitera con champán.
—Vaya… pegatinas rosa —murmuro y Eric sonríe.
Nos miramos…
Nos acercamos…
Y suelto el bolso, que cae en el suelo.
Acto seguido mi amor me agarra por la cintura y hace eso que tanto me gusta. Me chupa el labio
superior, luego el inferior y, tras darme un mordisquito, pregunta:
—¿Quieres cenar?
Pero yo sé ya lo que quiero y contesto:
—Vayamos directos a los postres.
Eric sonríe y murmura con voz ronca:
—Desnúdate.
Sonrío mimosa. Me doy la vuelta para que me baje la cremallera del vestido y cuando éste cae al
suelo, me coge en brazos y me lleva a la cama.
Cuando me suelta sobre ella con una mirada que incita a todo, veo cómo mi chico se desnuda. Fuera
camisa. Fuera pantalón. Fuera bóxer.
Oh, sí…, qué maravillosas vistas me ofrece.
Madre mía, mi Paul Walker particular. ¡Se me hace la boca agua!
Tengo delante al hombre más sexy del mundo, con una sonrisa peligrosa y provocativa. Se tumba
sobre mí y me besa. Degusto sus labios, su sabor, su ardoroso beso. Es la primera vez que lo vamos a
hacer tras el nacimiento de nuestro pequeño y sabemos que tenemos que ir con cuidado.
Pasea sus dedos por mis muslos. Me chifla.
Susurra palabras calientes en mi oído. Me perturba.
Y cuando tira de mi tanga y éste salta hecho pedazos, me vuelve loca y me alegro de haberme traído
otros de repuesto. La noche será larga.
—Quiero entrar en ti.
—Hazlo —susurro acalorada y añado—: Pero pídemelo de otra manera.
Eric sonríe. Sabe lo que quiero y murmura con ardor:
—Quiero follarte.
—Sí, así… sí.
Con cuidado, Eric pone la punta de su pene en mi húmeda vagina. Madre mía… lo que me hace sentir.
Me tienta…
Me enloquece…
Me estimula…
Y, mirándome a los ojos, murmura:
—Si te hago daño, dime que pare, ¿vale?
Asiento. Estoy excitada pero asustada.
¿Dolerá el sexo tras tener un bebé?
Eric se introduce en mí poco a poco. Sus ojos me taladran en busca del más mínimo gesto de dolor.
Yo me arqueo, cierro los ojos y lo recibo.
—Mírame —exige.
Lo hago. Lo miro y me caliento más.
Nuestras respiraciones se aceleran y con toda la contención del mundo, mi amor, mi Eric, mi marido
prosigue su camino.
—¿Duele?
Oh, no…, no duele. Me gusta la sensación y contesto tras morderme el labio inferior:
—No, cariño… Sigue…, sigue.
Un poquito más…
Más profundidad…
Siento que mi vagina se abre por completo, se humedece, tiembla.
La excitación me puede. No me duele nada. Sólo siento placer. Un placer intenso y, cuando no puedo
más y el ansia viva me desborda, le agarro del trasero y me empalo totalmente en él. Los dos jadeamos y,
cuando me mira, digo:
—Ya no estoy embarazada. No me duele. Dame lo que necesito, Zimmerman.
Los ojos de Eric brillan. Sonríe. El vello del cuerpo se me eriza al saber qué significa eso.
Pasión en estado puro.
Disfruto…
Disfruta…
Disfrutamos…
La locura nos rodea, olvidamos la existencia del mundo y sólo sentimos el roce de nuestros cuerpos
mientras nos besamos enloquecidos y hacemos el amor a nuestra manera.
Cansados y sudados, cinco minutos después los dos jadeamos sobre la cama y susurro:
—Alucinante.
—Sí.
—¡Ha sido alucinante!
Eric tiene la respiración agitada y, posando una mano sobre mi vientre, ahora casi plano, murmura:
—Como tú dices, pequeña, ¡flipante!
Nos reímos y nos abrazamos y de los abrazos pasamos a los besos. Cuando ambos estamos
dispuestos de nuevo, pregunto:
—¿Repetimos?
No lo duda. Con fuerza, se levanta de la cama y me lleva consigo. Me coge en brazos y, con la
sensualidad en todo lo alto, susurra mientras sonríe:
—No voy a parar en toda la noche, pequeña, ¿estás preparada?
Asiento como un muñequito. Llevo preparada meses y, tras morderme el lóbulo de la oreja, murmura,
poniéndome la carne de gallina:
—Voy a hacer algo que ambos deseamos.
Divertida, sonrío. Sé lo que va a hacer y cuando me lleva contra la pared y me aprisiona contra él,
pregunta:
—¿Te gusta así?
¿Contra la pared? ¡Oh, sí! Cuánto he deseado este momento.
—Sí.
Eric sonríe, aprieta las caderas contra las mías y dice:
—Ahora sí, pequeña. Ahora sí.
Y, sin preámbulos, introduce su enorme, erecto y duro pene en mi interior, mientras nos miramos a los
ojos y yo abro la boca para gemir. Lo recibo y jadeo.
Una…
Dos…
Cien veces entra y sale de mí, mientras nuestro instinto animal aparece en manada para tomarnos por
completo. Lo disfrutamos.
Sexo. Fuerza. Ardor. Pasión.
Todo ello entre nosotros es caliente, pasional. Le muerdo el hombro. Paladeo el sabor de su piel
mientras me penetra. Pero de pronto se para y dice:
—Mírame.
Hago lo que me pide. Su mirada es felina y, apretando las caderas contra mí para darme una mayor
profundidad, pregunta con la voz entrecortada al sentir como mi vagina lo succiona:
—¿Te gusta así, pequeña?
Asiento y, al ver que no contesto, me da una palmadita en el trasero y digo:
—Sí… Oh, sí… No pares.
No para. Me vuelve loca.
Mi maravilloso y dulce amor me empala una y otra vez, mientras los dos disfrutamos hasta que el
clímax nos puede y tenemos que parar.
Nuestras respiraciones agitadas están desacompasadas y de pronto comienzo a reír.
—Cariño…, cuánto te he echado de menos.
Eric asiente y, acalorado por el esfuerzo, murmura:
—Seguramente tanto como yo a ti.
Sin separarme de él, llegamos a la ducha, donde volvemos a hacer el amor como dos salvajes. La
noche es larga y queremos disfrutar de lo que más nos gusta. De nosotros.
A las tres de la madrugada, agotados después de cinco asaltos de lo más fogosos, llamamos al
servicio de habitaciones. Estamos hambrientos. Nos traen unos sándwiches y más bebida con pegatinas
rosa. Mientras comemos desnudos sobre la cama, Eric me mira y pregunta:
—¿Todo bien?
Yo sonrío. Me encanta cuando me lo pregunta, y asiento.
Llenamos nuestras copas, brindamos mirándonos a los ojos y, después, Eric dice:
—Björn me llamó ayer. Dice que dentro de dos fines de semana habrá una fiestecita en el Sensations.
¿Qué opinas?
Guauuu… Definitivamente, nuestra vida se normaliza.
Levanto una ceja, sonrío y contesto:
—Un poco de complemento nunca viene mal, ¿no?
Eric suelta una carcajada, deja el sándwich sobre la bandeja y, abrazándome, murmura:
—Pídeme lo que quieras.
Emocionada por esa frase que tanto significa para nosotros, dejo también mi sándwich y, mirándolo,
murmuro, mientras abro las piernas para él:
—Dame placer.
Nos besamos. Eric comienza a bajar su boca por mi cuerpo. Oh, sí. Me besa el ombligo y yo jadeo,
cuando de pronto un sonido nos interrumpe. ¡Mi móvil!
Nos miramos. Son más de las tres de la madrugada. Que suene el móvil a esa hora no puede ser para
nada bueno. Asustados, pensamos en nuestro bebé. Saltamos de la cama, Eric llega antes que yo hasta el
teléfono y lo coge.
Veo cómo, angustiado, habla con alguien. Lo tranquiliza. Yo pregunto. Me hace un gesto con la mano.
Estoy histérica y, antes de que cuelgue, le oigo decir:
—No te muevas de ahí, vamos en seguida.
Con el corazón a punto de salírseme del pecho, lo miro e inquiero:
—¿Qué pasa? ¿Eric está bien? ¿Era tu madre?
Él me sienta en la cama. Estoy a punto de llorar.
—Tranquila, no era mi madre.
Saber eso me hace respirar. Mi niño está bien. Pero de pronto el susto vuelve a mí y pregunto:
—¿Y quién era entonces?
—Tu hermana.
—¿Mi hermana? —Mi corazón se acelera de nuevo y, agarrándome a la cama, pregunto, a punto del
infarto—: ¿Qué ha ocurrido? ¿Mi padre está bien?
Eric asiente, sonríe y dice:
—Todos están bien. Anda, vístete. Vamos a buscar a Raquel, que está en el aeropuerto de Múnich,
esperándonos.
—¿Cómo?
—Vamos, pequeña… —me apremia.
Bloqueada, me reactivo y rápidamente nos vestimos. A las cuatro y cinco de la madrugada y vestidos
de noche, aparecemos los dos en el aeropuerto. Estoy nerviosa. ¿Qué le ocurre a mi hermana? ¿Por qué
está a estas horas en el aeropuerto?
Al vernos llegar, Raquel, sorprendida, nos mira y pregunta:
—¿Venís de alguna fiesta?
Eric y yo asentimos y, rápidamente, la bombardeo a preguntas:
—¿Qué ocurre? ¿Estás bien? ¿Qué haces aquí?
Ella se desmorona y murmura:
—Ay, cuchu, creo que la he liado otra vez.
Sin entender nada, la miro. Luego miro a Eric, que nos observa, y susurro:
—No me asustes así, Raquel, que ya sabes que soy muy impresionable.
Mi hermana asiente y yo insisto:
—¿Papá y las niñas están bien?
Ella asiente.
—Papá no sabe que estoy aquí.
—¿Y las niñas? —pregunta Eric, preocupado.
—Con su padre. Se las lleva hoy de vacaciones a Menorca diez días.
De pronto lo entiendo. Y, posándole una mano en el hombro, digo:
—No me lo puedo creer.
—¿El qué? —pregunta Eric.
Raquel me mira. Yo la miro y siseo:
—No me jorobes y me digas que te has acostado con Jesús y estás otra vez colgada de… de… ese
imbécil.
Ella se echa a llorar y yo maldigo. ¡No me lo puedo creer!
Pero ¿a mi hermana le falta un tornillo?
Eric me tranquiliza y, cuando por fin Raquel deja de llorar, me mira y aclara:
—Pues no, cuchu. No me he acostado con Jesús, ni estoy colgada de él. ¿Qué clase de mujer crees
que soy?
Ahora sí que me he perdido y, mientras la miro a la espera de una explicación, su cara se
descompone y dice llorando:
—¡Estoy embarazaaaaaaaada!
Eric y yo nos miramos. ¿Embarazada?
Raquel berrea en medio del aeropuerto de Múnich y yo no sé qué hacer. Miro a mi loco amor en
busca de ayuda, pero Eric se acerca a mí y susurra:
—No puedo con más hormonas lloronas, cariño, ¡no puedo!
A mí me entra la risa. Pobrecito, menudo trauma le he creado durante mi embarazo.
Al final reacciono.
Siento a mi hermana en una silla y digo:
—Vamos a ver, Raquel, si no te has acostado con Jesús, ¿de quién es el bebé?
—¿Tú qué crees?
Parpadeo y respondo:
—Pero ¿y yo qué sé? Según tú, en este tiempo no has salido con nadie.
Las lágrimas le salen a borbotones y de pronto dice:
—De mi rollito salvajeeeeeee.
—¿De Juan Alberto? —pregunta Eric, alucinado.
—Sí.
—Pero ¿qué me estás contando, Raquel?
—Lo que oyes, cuchufleta.
—¿Pero vosotros no habíais roto? —insiste Eric.
La embarazada de mi hermana se seca los ojos y responde:
—Sí, pero nos hemos seguido viendo cada vez que él venía a España.
Boquiabierta y alucinada, la miro y digo:
—Pues no me habías contado nada.
—Es que no había nada que contar.
—Joder, pues para no tener nada que contar, no veas lo que vas a tener que contarles ahora a papá, a
tu hija y al mexicano —me mofo.
Al oírme, mi hermana se levanta y, como una loca histérica, chilla en medio del aeropuerto:
—¡Al mexicano no le tengo que contar nada! ¡Absolutamente nada!
—Cálmate, mujer, cálmate —pide Eric.
—¡No me da la gana de calmarme! —grita ella.
Eric me mira con ganas de asesinarla. Yo lo miro y cuchicheo:
—No se lo tengas en cuenta, cariño. Ya sabes, las hormonas.
—Joder con las hormonas —protesta él.
Cojo a Raquel de las manos. Tiembla, está histérica y, al ver que la miro, fuera de sí, dice:
—¡No quiero volver a ver a ese güey en su puñetera vida! ¡Me niegoooooooooo!
La gente nos mira. Los policías del aeropuerto se acercan a nosotros. Preguntan qué ocurre y Eric,
como mejor puede, les responde que son problemas familiares. Ellos asienten y se marchan.
Mi chico y yo nos miramos. Estamos desconcertados. Nuestra bonita noche ha acabado en el
aeropuerto, con mi hermana llorando como una histérica, con las hormonas revolucionadas y embarazada.
Eric decide tomar las riendas de la situación y, agarrando a Raquel del brazo, dice:
—Venga, vamos a casa. Debes descansar.
Los tres caminamos hacia el coche. Mi hermana no lleva equipaje ni nada. En el camino, me cuenta
que estaba en Madrid para llevar a las niñas con su padre y que la llamó Juan Alberto mientras ella
estaba durmiendo a Lucía. Luz cogió el móvil y le dijo que estaban cenando en la casa de su padre y que
sus padres estaban en la habitación. Cuando Raquel cogió el teléfono, él se puso como un loco y ella,
como una hidra, lo había mandado a tomar por donde amargan los pepinos y le había colgado.
Cuando llegamos, Sonia, que acaba de darle un biberón a mi niño, se sorprende al vernos. Pero tras
ver a mi hermana y su aspecto, y después de hablar con su hijo, la mujer decide ver, oír y callar.
Raquel y yo vamos a ver a mi pequeñín, que duerme como un angelito. Es precioso. Mi hermana llora
y decido acompañarla a una habitación. Le dejo un pijama y hago que se acueste. Me tumbo con ella. No
quiero dejarla sola y, en la oscuridad de la habitación, pregunto:
—¿Estás mejor?
—No, estoy fatal. Siento haberos jorobado la fiesta a Eric y a ti.
—Eso no importa, Raquel, cariño.
Un quejido lastimoso sale de su boca y me dice:
—Ya he obtenido el divorcio exprés.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Me llegó la sentencia hace dos días. Legalmente vuelvo a ser una mujer soltera, cuchu. Y yo…
yo… —No puede continuar, pues le vuelven las lágrimas.
Qué mal rato está pasando, pobrecita, mi Raquel. Cuando consigo que deje de llorar, pregunto:
—¿Qué vas a hacer?
—¿Con qué?
—Con el bebé. ¿Vas a decírselo a Juan Alberto?
—Se lo pensaba decir junto con lo del divorcio. Había comprado un billete para México y pensaba
darle una sorpresa, pero ahora no quiero verlo. Ese güey me acusó de ser una pendeja, una mala mujer.
Ha debido de pensar que se la estaba pegando con queso, como hizo anteriormente su mujerrrrrrrrr.
La forma de hablar de mi hermana me hace gracia. Pero no es momento de reír. Comienza a llorar de
nuevo. Intento consolarla, pero es difícil. Sufrir por amor estando embarazada es una mierda, es lo peor
de lo peor y, cuando se duerme, me levanto con sigilo y voy a mi cuarto. Allí está Eric con nuestro
pequeñín en la cuna. Cuando me ve aparecer, me mira y pregunta:
—¿Cómo está?
—Fatal, pobrecita.
Ambos nos callamos y Eric dice luego:
—¿Qué hacemos? ¿Llamamos a Juan Alberto o no?
No sé qué hacer. Meterme en los problemas sentimentales de otros nunca me ha gustado y al final
decido que no. Es problema de Raquel y es ella la que debe tomar la decisión. Me abrazo a Eric y, al
notar sus labios en mi cuello, murmuro:
—Siento lo que ha pasado, cariño. Está visto que no nos dejan.
Él sonríe.
—Lo hemos pasado muy bien, eso es lo que cuenta. Ya lo repetiremos.
A la mañana siguiente, cuando mi hermana se levanta, su aspecto no ha mejorado. Tiene más ojeras si
cabe. Simona, al verla allí, se sorprende, pero cuando le cuento lo que ocurre la compadece.
¡Maldito amor!
Sonia se lleva a Flyn a su casa para quitarlo de en medio y Eric decide alejarse de las hormonas y se
encierra en su despacho con el bebé. Aunque antes me dice que no me preocupe de nuestro pequeño, él se
ocupará mientras yo atiendo a mi hermana.
Llevo días sin ver Locura Esmeralda y Simona lo tiene grabado. Tenemos pendientes tres capítulos,
incluido el último de la serie. Pero antes de ponérnoslos, me ocupo de mi hermana, la convenzo para que
llame a mi padre y se tome una tila.
La oigo hablar con papá mientras llora y le dice lo del embarazo. Acto seguido, Raquel llora sin
parar y, cuando ya no puedo más, le quito el teléfono.
—Papá, no sé qué le has dicho, pero ahora sí que no para de llorar.
Oigo un resoplido al otro lado de la línea.
—Ojú, morenita. Sois dos, pero en ocasiones parecéis cien —Eso me hace sonreír y añade—: Le he
dicho que no se preocupe por nada. Donde entran cuatro, entran cinco, y mi nuevo nietecito será bien
recibido en su casa. Simplemente le he dicho que no se angustie por eso y que debería hablar con Juan
Alberto.
De nuevo, mi padre demuestra lo buena persona que es, y a pesar de saber que el nuevo embarazo de
mi hermana será el nuevo chisme de Jerez, él la apoya. Nos apoya, como siempre.
Después de hablar con él un rato y decirle que no se preocupe por nada, que yo me ocupo de Raquel,
le mando mil besos y cuelgo. Consigo llevar a mi hermana hasta la habitación tras darle otra tilita,
cuando se duerme, yo respiro aliviada.
Una vez salgo de la habitación, paso a ver a mis chicos. Padre e hijo están en el despacho. Eric
trabajando con su ordenador y mi pequeñín dormido como un ceporro. Después de darles mil besos a
cada uno, busco a Simona y, como dos niñas con zapatos nuevos, nos vamos las dos al salón, a disfrutar
de nuestra serie favorita.
Simona le da a lo grabado y juntas, con nuestro paquete de kleenex, nos proponemos disfrutarla.
Cuando comienza el último capítulo y aparece mi hermana, lo paramos y digo, consciente de que si ve
eso llorara más:
—Raquel, si quieres, date un bañito en la piscina. Quizá eso te relaje, cielo.
Pero no, la señora sabe lo que vamos a hacer y, repachingándose en el sofá, responde:
—Quiero ver Locura Esmeralda con vosotras.
Madre…, madre…, pronostico que esto va a ser un drama. Mi hermana embarazada, despechada por
el amor de un mexicano y Locura Esmeralda. Pinta mal. Muy mal.
Intento convencerla. Le digo que ese culebrón le recordará más su problema. Pero nada, de allí no la
mueve nadie. Al final decido poner la serie y, como dice mi padre, ¡que sea lo que Dios quiera!
La musiquita ya la hace llorar y, cuando aparece México y los mexicanos, lo que brota por sus ojos
son las mismísimas cataratas del Niágara. Simona y yo intentamos calmarla, pero ella nos pide que le
dejemos ver la novela. ¡Pa’ matarla!
Al final nos concentramos y Simona y yo disfrutamos como dos enanas asistiendo a la boda de
Esmeralda Mendoza y Luis Alfredo Quiñones. ¡Por fin!
Qué guapos están. Qué relucientes. Se merecen esa felicidad tan maravillosa a ritmo de mariachis y
los que hemos padecido su calvario nos lo merecemos también. Esmeralda y Luis Alfredo se juran amor
eterno mirándose a los ojos y Simona y yo lloramos. Mi hermana berrea. Cuando aparece el pequeño hijo
de ambos y le dice a su papá «Te quiero mucho, papito lindo», ya no sólo berrea mi hermana, ahora
berreamos las tres.
Y cuando la telenovela acaba con ese precioso final, con los tres subidos en un caballo,
encaminándose hacia el horizonte, la caja de kleenex se nos acaba y, como tres tontas, lloramos sin pizca
de vergüenza.
Esa noche, después de cenar, Raquel se va a dormir. No puede con su alma. Yo tampoco.
Psicológicamente me tiene agotada.
Eric y yo nos vamos a nuestra habitación y, tras darle un biberón al pequeñín, éste nos da una tregua y
se duerme en su cuna. Ya lo vamos conociendo y sabemos que esa toma al menos le dura tres horas.
Agotada, me tiro en la cama y cierro los ojos. Necesito mimitos. Pero de pronto comienzan a sonar
muy bajito las notas de una canción y Eric, acercándose, dice:
—¿Bailas?
Sonrío. Me levanto y me abrazo a él mientras se oye:
Si nos dejan,
nos vamos a querer toda la vida.
Si nos dejan,
nos vamos a vivir a un mundo nuevo.
Bailamos en silencio. Ninguno de los dos habla, sólo bailamos, escuchamos la canción y nos
abrazamos.
Del abrazo pasamos a besarnos. Lo deseo, me desea y queremos continuar con lo que nos
interrumpieron la noche anterior. Pero de pronto, suena el móvil de Eric. Yo pongo los ojos en blanco y
protesto furiosa:
—Pero ¿quién llama ahora?
Él sonríe. Entiende mi frustración. Me da un beso y coge el teléfono. Habla con alguien y sale de la
habitación rápidamente. Sin entender nada, me pongo una bata y, cuando llego a la planta de abajo, veo
que Eric abre la puerta de la casa y observo que las luces de un coche se acercan.
—¿Quién viene?
Pero antes de que pueda responder, un taxi llega hasta nuestra puerta y me quedo sin habla cuando
veo quién sale de él.
Madre mía la que se va a liar cuando mi hermana vea al mexicano aquí.
Miro a Eric, él me mira también y dice:
—Lo siento, cariño, pero las hormonas de tu hermana que se las coma quien las ha originado.
Su comentario me da risa. En vez de molestarme, ¡me parto!
Juan Alberto, con barba de varios días, pregunta al entrar:
—¿Dónde está esa mujer?
Y antes de que Eric o yo podamos responder, oímos:
—Como se te ocurra acercarte a mí, te juro que te abro la cabeza.
¡Mi hermana!
Me vuelvo y la veo en medio del vestíbulo, con un vaso de agua en las manos. Me muevo para ir a su
lado, pero mi marido me sujeta. Protesto.
—Eric…
—No te muevas, pequeña —susurra y le hago caso.
Juan Alberto, con la vista clavada en Raquel, sin temer por su integridad física, pasa por nuestro
lado, se acerca a ella y, sin tocarla, dice:
—Ahorita mismo me vas a besar y me vas a abrazar.
Ella, ni corta ni perezosa, le lanza el agua a la cara.
¡Toma ya!, empezamos bien.
Y como no la pare, lo próximo que hace es estamparle el vaso en la frente.
Pero el mexicano, en vez de enfadarse, da otro paso adelante y dice:
—Gracias, sabrosa. El agua me aclaró más las ideas.
Raquel levanta las cejas.
Uy…, malo… malo…
—Ahorita mismo te vas a ir por donde has venido, güey —suelta ella.
Juan Alberto deja la bolsa que sostiene y responde:
—¿Por qué no me has cogido el celular? Me he vuelto loco llamándote, mi reina. Siento lo que te dije
la última vez que hablamos. Me encelé como un burrote al imaginarme cosas que no son, pero yo te
quiero, relinda. Te quiero y necesito estar a tu lado y que me quieras.
Joder… esto parece Locura Esmeralda.
Mi hermana se derrumba. A cada palabra bonita y dulce de él, se desmorona por segundos. Es una
romántica empedernida y sé que eso que Juan Alberto le está diciendo le está llegando directamente al
corazón.
Pero me desconcierta su pasividad ante el hombre que yo sé que quiere y entonces éste añade:
—Sé que estás encinta y ese bebito que llevas en tu vientre es mío. Mi hijo. Nuestro hijo. Y le
agradeceré todita mi vida a mi buen amigo Eric que me llamara para decírmelo. ¿Por qué no me lo has
dicho tú, mi reina?
Raquel mira a Eric fulminándolo con la mirada.
La entiendo. En un momento así, yo haría lo mismo.
Mi marido, al verla, se encoge de hombros y dice con seguridad:
—Lo siento, cuñada, pero alguien se lo tenía que decir al padre.
La tensión se corta con un cuchillo. Yo no hablo. Mi hermana no habla y Juan Alberto, acercándose
un poco más a ella, susurra con voz melosa:
—Dímelo, relinda. Dime eso que tanto me gusta oír de tu dulce boca.
A Raquel, la barbilla le vuelve a temblar. Se masca la tragedia. Me temo lo peor. Le estampa el vaso
en la cabeza fijo… Pero de pronto, contra todo pronóstico, arruga el morrillo y dice:
—Te… Te como con tomate.
Juan Alberto la abraza, ella lo abraza a él y se besan.
Ojiplática, parpadeo. Pero ¿qué ha pasado aquí?
Eric, cogiéndome en brazos, me ordena callar y me lleva derechito a nuestra habitación. Cuando
entramos en ella, sin soltarme, vuelve a poner la canción que estábamos bailando y, mirándome con
deseo, murmura:
—Ahora sí, pequeña. Ahora sí que nos dejan.
Sonrío. Por fin todo, absolutamente todo está bien. Lo beso y, con sensualidad, digo:

—Desnúdate, señor Zimmerman.

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