10
Mantuve la cabeza
baja al pasar por el mostrador de recepción y salí del hotel por
una puerta lateral.
Tenía la cara roja de vergüenza al recordar al gerente que había saludado
a Gideon cuando
entramos en el ascensor. Era fácil imaginarse lo que habría pensado de
mí. Él debía de saber
para qué tenía Gideon reservada la habitación. No podía soportar la
idea de ser una de
tantas y, sin embargo, eso es exactamente lo que había sido desde el
momento en que entré
en el hotel.
¿Tanto habría costado
acercarse al mostrador y conseguir una habitación que sólo
fuera para nosotros?
Empecé a caminar sin
rumbo. Ya era de noche y la ciudad asumía una vida
completamente
diferente a la que tenía durante la jornada. Carros de comida humeante
salpicaban las
aceras, un puesto donde se vendían cuadros enmarcados, otro de camisetas, y
otro, y otro más que
tenía dos mesas plegables cubiertas de guiones de películas y series de
televisión.
Con cada paso que
daba se iba quemando la adrenalina de la huida. Se desvanecía el
malicioso regocijo al
imaginar a Gideon saliendo del baño y encontrándose con una
habitación vacía y
una cama llena de trastos desparramados. Empecé a calmarme... y a
pensar seriamente en
lo que acababa de suceder.
¿Había sido pura
coincidencia que Gideon me hubiera invitado a un gimnasio que
estaba justo al lado
de su picadero?
Recordé la
conversación que habíamos tenido en su oficina a la hora de la comida y
cómo se había
esforzado para retenerme. Estaba tan confuso como yo respecto a lo que
estaba pasando entre
nosotros, y a mí me constaba lo fácil que era caer en los patrones
establecidos. Después
de todo, ¿no había caído yo en uno de los míos al salir huyendo?
Había pasado
bastantes años haciendo terapia como para salir corriendo cuando algo me
dolía.
Completamente
abatida, entré en un restaurante italiano y me senté a una mesa. Pedí
un vaso de syrah y
una pizza margarita, esperando que el vino y la comida aplacaran mi
ansiedad y pudiera
pensar con lucidez.
Cuando el camarero
volvió con el vino, me bebí media copa sin saborearlo. Ya
echaba de menos a
Gideon y el ánimo alegre y divertido que tenía cuando me fui. Estaba
invadida por su olor
—la fragancia de su piel y de su sexo caliente y juguetón—. Me
escocían los ojos y
dejé resbalar unas lágrimas por las mejillas, a pesar de que era un
restaurante muy
concurrido. Llegó la comida, escarbé un poco en ella. Me sabía a cartón,
aunque suponía que ni
el cocinero ni el lugar tenían la culpa.
Acerqué la silla
donde había puesto el bolso y saqué mi nuevo smartphone con la
intención de dejar un
mensaje en el contestador del doctor Travis. Me había sugerido que
106
nos comunicáramos por
video-chat hasta que encontrara otro psicólogo en Nueva York y
decidí aceptar su
propuesta. Entonces fue cuando vi las veintiuna llamadas perdidas y un
mensaje de Gideon:
«La he cagado otra vez. No me dejes. Habla conmigo. Xfvr».
Las lágrimas brotaron
de nuevo. Sujeté el teléfono contra el pecho, sin saber qué
hacer. No podía
quitarme de la cabeza las imágenes de Gideon con otras mujeres. No podía
dejar de imaginármelo
follando a todo follar con otra en aquella misma cama, usando
juguetes con ella,
volviéndola loca, obteniendo placer de su cuerpo.
Pensar en esas cosas
era irracional e inútil, y me hacía sentir mezquina, y enferma.
Di un respingo cuando
vibró el teléfono, y casi lo dejé caer. Me daba pena de mí
misma y no sabía si
dejar contestar al buzón de voz porque veía en la pantalla que era
Gideon (además, era
el único que tenía el número), pero no podía pasar de él porque se veía
que estaba
desesperado. Con todo lo que había querido herirle antes, ahora me era
imposible hacerlo.
—Hola. —Mi voz no
parecía la mía, empañada como estaba de lágrimas y emoción.
—¡Eva! Gracias a Dios
—Gideon parecía muy preocupado—, ¿dónde estás?
Miré a mi alrededor
pero no vi nada que me indicara el nombre del restaurante.
—No lo sé. Yo... lo
siento, Gideon.
—No, Eva. No lo
sientas. Es culpa mía. Tengo que encontrarte ¿Puedes describir
dónde estás? ¿Has ido
andando?
—Sí, he venido
andando.
—Sé por qué puerta
saliste. ¿Hacia dónde fuiste luego? —Respiraba deprisa y se
oían de fondo el
ruido del tráfico.
—A la izquierda.
—¿Y luego te metiste
por alguna calle lateral?
—Creo que no. No lo
sé. —Busqué con la mirada algún camarero a quien
preguntar—. Estoy en
un restaurante italiano. Tiene mesas en la acera... y una verja de
hierro forjado.
Ventanas francesas. Por Dios, Gideon, yo...
Apareció su silueta
en la entrada, con el teléfono pegado al oído. Le reconocí de
inmediato, le vi
detenerse cuando me encontró sentada contra la pared del fondo. Se guardó
el teléfono en el
bolsillo de los vaqueros que tenía en el hotel. Pasó de largo delante de la
encargada, que le
estaba diciendo algo, y fue directo hasta mí. Apenas me había puesto en
pie cuando me atrapó
entre sus brazos y me atrajo con fuerza hacia él.
—Dios mío —temblando
ligeramente, hundió la cara en mi cuello—, Eva.
Yo también le abracé.
Estaba fresco por la ducha reciente y me hizo darme cuenta
de que yo también
necesitaba una.
—No puedo estar aquí
—dijo con voz trémula y separándose un poco para cogerme
la cara con las
manos—; no puedo dejarme ver en público ahora, ¿vienes a casa conmigo?
De algún modo mi
expresión debió de traicionar mi persistente cautela, porque me
besó en la frente y
murmuró:
—No será como el
hotel, te lo prometo. Mi madre es la única mujer que ha estado
en mi casa, aparte
del ama de llaves y el servicio.
107
—Esto es una idiotez
—dije entre dientes—. Soy una idiota.
—No. —Me retiró el
pelo hacia atrás y me susurró al oído—. Si tú me hubieras
llevado a un sitio
que reservaras para follar con otros, no lo habría soportado.
El camarero regresó y
nos separamos.
—¿Le traigo una
carta, señor?
—No hace falta
—Gideon sacó la cartera del bolsillo posterior y le dio su tarjeta de
crédito—, nos vamos
ya.
Cogimos un taxi hasta
su casa y no me soltó la mano en todo el tiempo. No debería
haberme puesto tan
nerviosa en el ascensor privado que nos llevaba al ático de Gideon en la
Quinta Avenida. Los
techos altos y la arquitectura de antes de la guerra no eran nuevos para
mí y, en realidad,
era de esperar si salías con un hombre que parecía tenerlo casi todo. Y las
codiciadas vistas a
Central Park, por supuesto que también las tenía.
Pero la tensión de
Gideon era palpable, y ello me hizo darme cuenta de que para él
esto era algo
importante. Cuando el ascensor se abrió directamente al vestíbulo de mármol
del apartamento me
dio un apretón en la mano antes de soltarme. Abrió la doble puerta de
entrada para hacerme
pasar, y pude notar su nerviosismo mientras observaba mi reacción.
La casa de Gideon era
tan hermosa como el hombre que la habitaba. Muy diferente
de su oficina, tan
aséptica, moderna y fría. Su espacio privado era cálido y suntuoso, lleno
de antigüedades y
objetos de arte, realzados por preciosas alfombras Aubusson sobre
relucientes suelos de
maderas nobles.
—Es... impresionante
—dije en voz baja, sintiéndome privilegiada de poder verlo.
Era como un atisbo
del Gideon privado que yo me moría por conocer, y resultaba
maravilloso.
—Entra —me llevó
dentro del apartamento—. Quiero que duermas aquí esta noche.
—No tengo ropa ni mis
cosas...
—Sólo necesitas un
cepillo de dientes y tienes uno en el bolso. Podemos acercarnos
a tu casa por la
mañana y traemos lo demás. Te prometo que te llevaré a trabajar a tiempo.
—Me atrajo contra su
cuerpo y apoyó la barbilla sobre mi cabeza—. De verdad, me
encantaría que te
quedaras, Eva. No te culpo por escaparte de aquella habitación, pero al
ver que te habías ido
me llevé un susto de muerte. Necesito estar contigo un poco más.
—Necesito que me
abraces. —Metí las manos debajo de su camiseta para acariciar
la dureza sedosa de
su espalda desnuda—. También me vendría bien una ducha.
Con la nariz en mi
pelo, inhaló profundamente.
—Me gusta que huelas
como yo.
Pero me llevó a
través de la sala de estar y un pasillo hasta la entrada de su
dormitorio.
—¡Vaya! —exclamé
cuando dio la luz. Una enorme cama trineo dominaba la
estancia, de madera
oscura, que parecía su favorita, y la ropa de cama de suave color crema.
El resto del
mobiliario iba a juego, y los accesorios eran de oro pulido. Era un espacio
acogedor y masculino,
sin cuadros en las paredes que distrajeran de la serena vista nocturna
de Central Park y los
magníficos edificios residenciales del otro lado. Mi lado de
108
Manhattan.
—El baño está aquí.
Mientras yo observaba
el tocador, que parecía estar hecho de una antigua vitrina de
nogal con patas en
forma de garra, él sacó toallas de un armario del mismo estilo y me las
entregó, moviéndose
con aquella seguridad elegante y sensual que tanto admiraba en él.
Verlo en su casa, con
ropa informal, me llegó al alma. Saber que era la primera mujer que
vivía esa experiencia
con él me emocionó aún más. Sentí que lo estaba viendo más desnudo
que nunca.
—Gracias.
Me miró y pareció
entender que me refería a algo más que a las toallas.
—Está muy bien
tenerte aquí.
—No tengo ni idea de
cómo he terminado así, contigo. —Pero de verdad, de verdad,
me encantaba.
—¿Importa mucho?
—Gideon se acercó a mí, levantándome la barbilla para
besarme la punta de
la nariz—. Te dejaré una camiseta encima de la cama. ¿Qué te parecen
caviar y vodka?
—Bueno, está un
peldaño por encima de la pizza.
—Petrossian’s Ossetra
—dijo, sonriendo.
—Rectifico. Cientos
de peldaños por encima. —Sonreí yo también.
Me duché y me vestí
con la enorme camisa de Cross Industries que me había
preparado. Luego
llamé a Cary para decirle que pasaría la noche fuera y hacerle un breve
resumen del incidente
del hotel.
Cary soltó un
silbido.
—No sé qué decir.
Decía mucho de él que
no dijera nada.
Busqué a Gideon en la
sala de estar y nos sentamos en el suelo para comer sobre la
mesa de centro el
costoso caviar con mini tostadas y nata fresca. Vimos una reposición de
una serie policíaca
ambientada en Nueva York que, curiosamente, incluía una escena
filmada en la calle
del Crossfire.
—Creo que sería guay
ver un edificio mío en la televisión —dije.
—No está mal, si no
cierran la calle durante varias horas para filmar.
Le di un golpecito en
un hombro con el mío.
—Pesimista.
Nos metimos en la
cama de Gideon a las diez y media y vimos juntitos la mitad de
un programa. Saltaban
chispas por el aire de la tensión sexual que había entre nosotros,
pero él no hizo
ningún avance ni yo tampoco. Suponía que aún estaba intentando
desagraviarme por lo
del hotel, intentando demostrar que quería pasar tiempo conmigo sin
necesidad de follar.
Funcionó. A pesar de
desearlo tanto, se estaba bien estando sólo abrazados.
Dormía desnudo, así
que fue estupendo acurrucarse junto a él. Puse una pierna
sobre la suya, un
brazo alrededor de su cintura y apoyé una mejilla sobre su corazón. No
109
me acuerdo del final
del programa, así que supongo que me quedé dormida antes de que
terminara.
Cuando me desperté,
aún estaba oscuro en la habitación y yo me había movido
hasta el otro lado de
mi mitad de la cama. Me incorporé para mirar la hora en el reloj digital
de la mesilla de
Gideon y vi que apenas eran las tres de la mañana. Yo solía dormir toda la
noche de un tirón y
pensé que tal vez había extrañado el lugar y eso me había quitado el
sueño. Entonces
Gideon emitió un quejido y se revolvió, muy inquieto, así que comprendí
qué era lo que me
había despertado. Escapaba de él un murmullo dolorido junto a una
respiración
atormentada.
—¡No me toques!
—murmuraba con violencia—. ¡Quítame esas manos asquerosas
de encima!
Me quedé helada, con
el corazón a mil. Sus palabras, llenas de furia, rasgaban la
oscuridad.
—¡Maldito cabrón! —Se
retorcía y daba patadas a las mantas. Arqueaba la espalda
con un lamento que
resultaba perversamente erótico—. ¡No! ¡Dios mío...! Me duele.
Yo no podía soportar
ver cómo se crispaba y estremecía.
—Gideon. —Como Cary a
veces tenía pesadillas, yo sabía que no hay que tocar a
nadie en ese trance,
así que me arrodillé al lado de la cama y le llamé—: Gideon, despierta.
Paralizado de súbito,
se dejó caer de espaldas, tenso y expectante. Su respiración era
agitada. Tenía la
polla dura reposando sobre el vientre.
Le hablé con firmeza,
aunque se me estaba rompiendo el corazón.
—Gideon, estás
soñando. Vuelve conmigo.
Se desmadejó sobre el
colchón.
—¡Eva!
—Me tienes aquí. —Me
alejé de la luz de la luna, pero no vi ningún brillo que me
indicara que tuviera
los ojos abiertos—. ¿Estás despierto?
Empezó a respirar con
más calma, pero se quedó callado. Tenía los puños cerrados
en la sábana bajera.
Me saqué por la cabeza la camisa que llevaba puesta y la dejé caer
sobre la cama. Me
acerqué sigilosamente, estirando una mano cautelosa para tocarle el
brazo.
Como no se movía, lo
acaricié, deslizando suavemente los dedos sobre el duro
músculo de sus
bíceps.
—Gideon...
Se despertó con un
sobresalto
—¿Qué? ¿Qué pasa?
Me senté sobre los
talones, con las manos en los muslos. Me miró parpadeando y se
pasó los dedos por el
pelo. Aún se percibía la pesadilla que le tenía atrapado, yo la notaba
en la rigidez de su
cuerpo.
—¿Qué ocurre?
—preguntó con brusquedad, apoyándose en un codo—. ¿Estás
bien?
—Te deseo.
110
Me estiré a su lado,
alineando mi cuerpo desnudo contra el suyo. Presioné la cara
contra su garganta,
húmeda de sudor, y lamí con delicadeza la piel salada. Sabía por mis
propias pesadillas
que sentirte abrazado y querido podía devolver a los fantasmas al
armario durante un
rato. Me rodeó con los brazos y recorrió la curva de mi columna de
arriba a abajo. Oí
cómo se libraba del mal sueño con un suspiro largo y profundo.
Le empujé hacia
atrás, me subí encima de él y sellé su boca con la mía. Su pene
erecto apuntaba hacia
los labios de mi sexo y yo me friccionaba con él. Me sujetó la cabeza
para tomar las
riendas del beso, y el simple contacto de su mano en mi pelo me puso
enseguida a punto.
Froté el clítoris una y otra vez contra toda la longitud de su atributo y lo
usé para masturbarme
hasta que Gideon lanzó una brusca exclamación y se giró para
ponerme debajo.
—No tengo condones
aquí —musitó, antes de envolverme un pezón con los labios y
lamerlo tiernamente.
Me encantó que no
estuviese preparado. Aquél no era su picadero; era su casa y yo,
la única amante que
había llevado allí.
—Ya sé que hablaste
de intercambiar certificados de no padecer enfermedades
contagiosas cuando
tocamos el tema del control de natalidad y ése es el comportamiento
más responsable,
pero...
—Yo confío en ti.
—Levantó la cabeza para mirarme a la pálida luz de la luna.
Luego, separándome
las rodillas, me penetró unos centímetros. Estaba ardiente y suave
como la seda—. Eva
—me dijo, agarrándome muy fuerte—, yo nunca... ¡Cuánto me gusta
tocarte! ¡Cuánto me
alegro de que estés aquí!
Atraje sus labios
hasta los míos y le besé.
—Yo también.
Me desperté como me
había quedado dormida, con Gideon encima y dentro de mí.
Él tenía los ojos
entrecerrados de deseo mientras yo pasaba de la inconsciencia al placer
encendido. Le caía el
pelo por la cara y los hombros, alborotado, y así parecía todavía más
sexy. Pero lo mejor
de todo era que no había sombras en sus espléndidos ojos, ningún resto
del sufrimiento que
rondaba sus sueños.
—Espero que no te
importe —murmuró con una sonrisa malvada, saliendo y
entrando—, pero estás
suave y calentita. No puedo evitar desearte.
Estiré los brazos y
arqueé la espalda, apretando los senos contra su pecho. Por las
esbeltas ventanas
rematadas por un arco entraba la tenue luz del amanecer que se extendía
por el cielo.
—Mmm... qué fácil
sería acostumbrarse a despertar así.
—Eso mismo pensé yo a
las tres de la madrugada. —Hizo girar las caderas y se
hundió en mi cuerpo—.
Pensé que podía devolver el favor.
Mi ser entero se
activó, con el pulso a toda pastilla.
—Sí, por favor.
111
Cary se había ido ya
cuando llegamos a mi apartamento; había dejado una nota
diciendo que tenía
trabajo, pero que volvería con tiempo de sobra para la pizza con Trey.
Como el día anterior
estaba demasiado disgustada para disfrutarla, no me importaba
intentarlo de nuevo
ahora que me sentía tan bien.
—Tengo una cena de
negocios esta noche —dijo Gideon, asomándose por encima
de mi hombro para
leer la nota—. Esperaba que vinieras conmigo para hacerla más
llevadera.
—No puedo dejar
tirado a Cary —dije en tono de disculpa y me volví a mirarle—.
Las chicas antes que
las pollas y todo eso.
Frunció los labios y
me aprisionó contra la encimera. Llevaba un traje que yo le
había elegido, un
Prada gris grafito, con un brillo muy sutil. La corbata era del azul de sus
ojos, y como estaba
tumbada en la cama mientras él se vestía, tuve que contenerme para no
quitárselo todo.
—Cary no es una
chica, pero entiendo lo que quieres decir. Quiero verte esta noche.
¿Puedo venir después
de la cena y quedarme a dormir?
Me estremecí de
placer con sólo pensarlo. Le alisé la chaqueta con la sensación de
que yo guardaba un
secreto especial porque sabía exactamente cómo estaba sin ropa.
—Me encantaría.
—Bien —asintió con
satisfacción—. Haré café mientras te vistes.
—El café en grano
está en el congelador. El molinillo, al lado de la cafetera. Me
gusta con mucha leche
y un poco de edulcorante.
Cuando volví, veinte
minutos después, Gideon cogió dos tazas desechables y
salimos. Paul nos
apremió a salir por la puerta y a subir al asiento trasero del Bentley de
Gideon, que nos
estaba esperando.
Mientras el chófer se
incorporaba al tráfico, Gideon me echó un vistazo y dijo:
—Decididamente,
quieres matarme. ¿Te has puesto ligueros otra vez?
Me levanté la falda y
le enseñé el punto en que el liguero prendía la media negra de
seda.
Soltó un taco entre
dientes que me hizo sonreír. Yo llevaba un jersey de cuello alto
de seda negra y manga
corta a juego con una falda roja plisada, de limitada pero decente
longitud, y unos
zapatos Mary Janes de tacón. Como Cary no estaba para hacerme algo
bonito en el pelo, me
lo recogí en una cola de caballo.
—¿Te gusta?
—Estoy empalmado.
—Hablaba con la voz ronca mientras se organizaba el interior
de la bragueta—.
¿Cómo quieres que aguante todo el día pensando en ti vestida de esa
manera?
—Siempre está la hora
de la comida —sugerí fantaseando con un polvo a mediodía
en el sofá de la
oficina de Gideon.
—Hoy tengo un
almuerzo de trabajo. La pospondría si no lo hubiera hecho ya ayer.
—¿La cambiaste por
mí? Me siento muy halagada.
Se acercó y me rozó
la mejilla con los dedos, un gesto afectuoso que ahora era
112
habitual, tierno y
muy íntimo. Estaba empezando a depender de aquellas caricias.
Apoyé la cara en la
palma de su mano.
—¿No puedes sacar
quince minutos para mí?
—Lo intentaré.
—Llámame cuando sepas
la hora.
Respiré hondo, busqué
en mi bolso y cogí un regalo que no estaba segura de si
Gideon querría
recibir, pero no podía dejar de pensar en su pesadilla. Esperaba que lo que
iba a darle le
hiciera recordarme a mí y al polvo de las tres de la mañana, y le ayudaría a
sobrellevar....
—Tengo una cosa.
Pensé...
De pronto me pareció
presuntuoso dárselo.
—¿Qué pasa? —Frunció
el ceño.
—Nada. Sólo que...
—se lo solté de golpe—: Mira, te he traído una cosa, pero
acabo de darme cuenta
de que es uno de esos regalos... bueno, no es un regalo de verdad.
Estoy pensando que no
sería adecuado y...
—Dámelo. —Me tendió
la mano con brusquedad.
—Puedes rechazarlo
sin problemas...
—Cállate, Eva, dámelo
ya.
Lo saqué del bolso y
se lo di.
Gideon miró la
fotografía en completo silencio. Era lo último en marcos digitales,
con imágenes
troqueladas que tenían que ver con la graduación, incluida una esfera digital
que marcaba las 3:00
A.M. En la foto estaba yo posando en Coronado Beach, con un bikini
de color coral y un
gran sombrero de paja. Estaba bronceada, feliz y le tiraba un beso a
Cary, que había hecho
el papel de fotógrafo de alta costura, gritando palabras ridículas para
animar: Preciosa,
cariño. Ponte atrevida. Ponte sexy. Espléndida. Ponte
traviesa...…guau...
Me dio vergüenza y me
moví, inquieta, en el asiento.
—Como te dije, no
tienes que quedarte con...
—Yo... —carraspeó—.
Gracias, Eva.
—Bueno... —Agradecí
ver el Crossfire por la ventanilla. Salté deprisa cuando el
chófer se detuvo, y
me arreglé la falda, sintiéndome cohibida.
—Si quieres, me la
quedo hasta más tarde.
Gideon cerró la
puerta del Bentley y negó con la cabeza.
—Es mía, no te la voy
a devolver.
Entrelazó los dedos
de nuestras manos y señaló la puerta giratoria con la mano con
que sostenía el
marco. Me emocioné cuando comprendí que pensaba llevárselo al trabajo.
Una de las cosas
divertidas del negocio de la publicidad era que ningún día era igual
que el anterior.
Estuve corriendo de acá para allá toda la mañana y ya estaba pensando en
qué hacer durante la
hora la comida cuando sonó el teléfono.
—Oficina de Mark
Garrity. Le habla Eva Tramell.
113
—Tengo noticias —dijo
Cary a modo de saludo.
—¿Qué? —se notaba por
su voz que eran buenas noticias, fuera lo que fuera.
—He conseguido una
campaña de Grey Isles.
—¡Oh, Dios mío, Cary!
¡Es fantástico! Me encantan sus vaqueros.
—¿Qué vas a hacer en
el descanso para comer?
Sonreí.
—Celebrarlo contigo.
¿Puedes venir a las doce?
—Ya voy para allá.
Colgué y me balanceé
en la silla, tan entusiasmada por lo de Cary que me entraron
ganas de bailar.
Necesitaba algo que hacer para rellenar los quince minutos que quedaban
hasta la hora del
almuerzo, así que revisé mi correo y encontré una alerta de Google con el
nombre de Gideon. Más
de treinta entradas en sólo un día.
Abrí el correo y
aluciné con todos los titulares de «mujer misteriosa» que aparecían.
Pinché el primer enlace
y me vi a mí misma en un blog de cotilleos.
Allí, a todo color,
había una foto de Gideon besándome locamente en la acera de
enfrente de su
gimnasio. El artículo adjunto era corto e iba al grano:
Gideon
Cross, el soltero más codiciado de Nueva York desde John F. Kennedy Jr.,
fue
visto ayer besándose apasionadamente en público con una mujer misteriosa.
Fuentes
de
Cross Industries identificaron a la afortunada como la socialité
Eva Tramell, hija del
multimillonario
Richard Stanton y su esposa Monica. Cuando se le preguntó por la
naturaleza
de la relación, dicha fuente confirmó que Miss Tramell es la «actual pareja»
del
magnate.
Imaginamos que muchos corazones se estarán rompiendo esta mañana por todo
el
país.
—¡Mierda! —exclamé.
No hay comentarios:
Publicar un comentario