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No te escondo nada - Sylvia Day - Cap.10


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Mantuve la cabeza baja al pasar por el mostrador de recepción y salí del hotel por
una puerta lateral. Tenía la cara roja de vergüenza al recordar al gerente que había saludado
a Gideon cuando entramos en el ascensor. Era fácil imaginarse lo que habría pensado de
mí. Él debía de saber para qué tenía Gideon reservada la habitación. No podía soportar la
idea de ser una de tantas y, sin embargo, eso es exactamente lo que había sido desde el
momento en que entré en el hotel.
¿Tanto habría costado acercarse al mostrador y conseguir una habitación que sólo
fuera para nosotros?
Empecé a caminar sin rumbo. Ya era de noche y la ciudad asumía una vida
completamente diferente a la que tenía durante la jornada. Carros de comida humeante
salpicaban las aceras, un puesto donde se vendían cuadros enmarcados, otro de camisetas, y
otro, y otro más que tenía dos mesas plegables cubiertas de guiones de películas y series de
televisión.
Con cada paso que daba se iba quemando la adrenalina de la huida. Se desvanecía el
malicioso regocijo al imaginar a Gideon saliendo del baño y encontrándose con una
habitación vacía y una cama llena de trastos desparramados. Empecé a calmarme... y a
pensar seriamente en lo que acababa de suceder.
¿Había sido pura coincidencia que Gideon me hubiera invitado a un gimnasio que
estaba justo al lado de su picadero?
Recordé la conversación que habíamos tenido en su oficina a la hora de la comida y
cómo se había esforzado para retenerme. Estaba tan confuso como yo respecto a lo que
estaba pasando entre nosotros, y a mí me constaba lo fácil que era caer en los patrones
establecidos. Después de todo, ¿no había caído yo en uno de los míos al salir huyendo?
Había pasado bastantes años haciendo terapia como para salir corriendo cuando algo me
dolía.
Completamente abatida, entré en un restaurante italiano y me senté a una mesa. Pedí
un vaso de syrah y una pizza margarita, esperando que el vino y la comida aplacaran mi
ansiedad y pudiera pensar con lucidez.
Cuando el camarero volvió con el vino, me bebí media copa sin saborearlo. Ya
echaba de menos a Gideon y el ánimo alegre y divertido que tenía cuando me fui. Estaba
invadida por su olor —la fragancia de su piel y de su sexo caliente y juguetón—. Me
escocían los ojos y dejé resbalar unas lágrimas por las mejillas, a pesar de que era un
restaurante muy concurrido. Llegó la comida, escarbé un poco en ella. Me sabía a cartón,
aunque suponía que ni el cocinero ni el lugar tenían la culpa.
Acerqué la silla donde había puesto el bolso y saqué mi nuevo smartphone con la
intención de dejar un mensaje en el contestador del doctor Travis. Me había sugerido que
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nos comunicáramos por video-chat hasta que encontrara otro psicólogo en Nueva York y
decidí aceptar su propuesta. Entonces fue cuando vi las veintiuna llamadas perdidas y un
mensaje de Gideon: «La he cagado otra vez. No me dejes. Habla conmigo. Xfvr».
Las lágrimas brotaron de nuevo. Sujeté el teléfono contra el pecho, sin saber qué
hacer. No podía quitarme de la cabeza las imágenes de Gideon con otras mujeres. No podía
dejar de imaginármelo follando a todo follar con otra en aquella misma cama, usando
juguetes con ella, volviéndola loca, obteniendo placer de su cuerpo.
Pensar en esas cosas era irracional e inútil, y me hacía sentir mezquina, y enferma.
Di un respingo cuando vibró el teléfono, y casi lo dejé caer. Me daba pena de mí
misma y no sabía si dejar contestar al buzón de voz porque veía en la pantalla que era
Gideon (además, era el único que tenía el número), pero no podía pasar de él porque se veía
que estaba desesperado. Con todo lo que había querido herirle antes, ahora me era
imposible hacerlo.
—Hola. —Mi voz no parecía la mía, empañada como estaba de lágrimas y emoción.
—¡Eva! Gracias a Dios —Gideon parecía muy preocupado—, ¿dónde estás?
Miré a mi alrededor pero no vi nada que me indicara el nombre del restaurante.
—No lo sé. Yo... lo siento, Gideon.
—No, Eva. No lo sientas. Es culpa mía. Tengo que encontrarte ¿Puedes describir
dónde estás? ¿Has ido andando?
—Sí, he venido andando.
—Sé por qué puerta saliste. ¿Hacia dónde fuiste luego? —Respiraba deprisa y se
oían de fondo el ruido del tráfico.
—A la izquierda.
—¿Y luego te metiste por alguna calle lateral?
—Creo que no. No lo sé. —Busqué con la mirada algún camarero a quien
preguntar—. Estoy en un restaurante italiano. Tiene mesas en la acera... y una verja de
hierro forjado. Ventanas francesas. Por Dios, Gideon, yo...
Apareció su silueta en la entrada, con el teléfono pegado al oído. Le reconocí de
inmediato, le vi detenerse cuando me encontró sentada contra la pared del fondo. Se guardó
el teléfono en el bolsillo de los vaqueros que tenía en el hotel. Pasó de largo delante de la
encargada, que le estaba diciendo algo, y fue directo hasta mí. Apenas me había puesto en
pie cuando me atrapó entre sus brazos y me atrajo con fuerza hacia él.
—Dios mío —temblando ligeramente, hundió la cara en mi cuello—, Eva.
Yo también le abracé. Estaba fresco por la ducha reciente y me hizo darme cuenta
de que yo también necesitaba una.
—No puedo estar aquí —dijo con voz trémula y separándose un poco para cogerme
la cara con las manos—; no puedo dejarme ver en público ahora, ¿vienes a casa conmigo?
De algún modo mi expresión debió de traicionar mi persistente cautela, porque me
besó en la frente y murmuró:
—No será como el hotel, te lo prometo. Mi madre es la única mujer que ha estado
en mi casa, aparte del ama de llaves y el servicio.
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—Esto es una idiotez —dije entre dientes—. Soy una idiota.
—No. —Me retiró el pelo hacia atrás y me susurró al oído—. Si tú me hubieras
llevado a un sitio que reservaras para follar con otros, no lo habría soportado.
El camarero regresó y nos separamos.
—¿Le traigo una carta, señor?
—No hace falta —Gideon sacó la cartera del bolsillo posterior y le dio su tarjeta de
crédito—, nos vamos ya.
Cogimos un taxi hasta su casa y no me soltó la mano en todo el tiempo. No debería
haberme puesto tan nerviosa en el ascensor privado que nos llevaba al ático de Gideon en la
Quinta Avenida. Los techos altos y la arquitectura de antes de la guerra no eran nuevos para
mí y, en realidad, era de esperar si salías con un hombre que parecía tenerlo casi todo. Y las
codiciadas vistas a Central Park, por supuesto que también las tenía.
Pero la tensión de Gideon era palpable, y ello me hizo darme cuenta de que para él
esto era algo importante. Cuando el ascensor se abrió directamente al vestíbulo de mármol
del apartamento me dio un apretón en la mano antes de soltarme. Abrió la doble puerta de
entrada para hacerme pasar, y pude notar su nerviosismo mientras observaba mi reacción.
La casa de Gideon era tan hermosa como el hombre que la habitaba. Muy diferente
de su oficina, tan aséptica, moderna y fría. Su espacio privado era cálido y suntuoso, lleno
de antigüedades y objetos de arte, realzados por preciosas alfombras Aubusson sobre
relucientes suelos de maderas nobles.
—Es... impresionante —dije en voz baja, sintiéndome privilegiada de poder verlo.
Era como un atisbo del Gideon privado que yo me moría por conocer, y resultaba
maravilloso.
—Entra —me llevó dentro del apartamento—. Quiero que duermas aquí esta noche.
—No tengo ropa ni mis cosas...
—Sólo necesitas un cepillo de dientes y tienes uno en el bolso. Podemos acercarnos
a tu casa por la mañana y traemos lo demás. Te prometo que te llevaré a trabajar a tiempo.
—Me atrajo contra su cuerpo y apoyó la barbilla sobre mi cabeza—. De verdad, me
encantaría que te quedaras, Eva. No te culpo por escaparte de aquella habitación, pero al
ver que te habías ido me llevé un susto de muerte. Necesito estar contigo un poco más.
—Necesito que me abraces. —Metí las manos debajo de su camiseta para acariciar
la dureza sedosa de su espalda desnuda—. También me vendría bien una ducha.
Con la nariz en mi pelo, inhaló profundamente.
—Me gusta que huelas como yo.
Pero me llevó a través de la sala de estar y un pasillo hasta la entrada de su
dormitorio.
—¡Vaya! —exclamé cuando dio la luz. Una enorme cama trineo dominaba la
estancia, de madera oscura, que parecía su favorita, y la ropa de cama de suave color crema.
El resto del mobiliario iba a juego, y los accesorios eran de oro pulido. Era un espacio
acogedor y masculino, sin cuadros en las paredes que distrajeran de la serena vista nocturna
de Central Park y los magníficos edificios residenciales del otro lado. Mi lado de
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Manhattan.
—El baño está aquí.
Mientras yo observaba el tocador, que parecía estar hecho de una antigua vitrina de
nogal con patas en forma de garra, él sacó toallas de un armario del mismo estilo y me las
entregó, moviéndose con aquella seguridad elegante y sensual que tanto admiraba en él.
Verlo en su casa, con ropa informal, me llegó al alma. Saber que era la primera mujer que
vivía esa experiencia con él me emocionó aún más. Sentí que lo estaba viendo más desnudo
que nunca.
—Gracias.
Me miró y pareció entender que me refería a algo más que a las toallas.
—Está muy bien tenerte aquí.
—No tengo ni idea de cómo he terminado así, contigo. —Pero de verdad, de verdad,
me encantaba.
—¿Importa mucho? —Gideon se acercó a mí, levantándome la barbilla para
besarme la punta de la nariz—. Te dejaré una camiseta encima de la cama. ¿Qué te parecen
caviar y vodka?
—Bueno, está un peldaño por encima de la pizza.
—Petrossian’s Ossetra —dijo, sonriendo.
—Rectifico. Cientos de peldaños por encima. —Sonreí yo también.
Me duché y me vestí con la enorme camisa de Cross Industries que me había
preparado. Luego llamé a Cary para decirle que pasaría la noche fuera y hacerle un breve
resumen del incidente del hotel.
Cary soltó un silbido.
—No sé qué decir.
Decía mucho de él que no dijera nada.
Busqué a Gideon en la sala de estar y nos sentamos en el suelo para comer sobre la
mesa de centro el costoso caviar con mini tostadas y nata fresca. Vimos una reposición de
una serie policíaca ambientada en Nueva York que, curiosamente, incluía una escena
filmada en la calle del Crossfire.
—Creo que sería guay ver un edificio mío en la televisión —dije.
—No está mal, si no cierran la calle durante varias horas para filmar.
Le di un golpecito en un hombro con el mío.
—Pesimista.
Nos metimos en la cama de Gideon a las diez y media y vimos juntitos la mitad de
un programa. Saltaban chispas por el aire de la tensión sexual que había entre nosotros,
pero él no hizo ningún avance ni yo tampoco. Suponía que aún estaba intentando
desagraviarme por lo del hotel, intentando demostrar que quería pasar tiempo conmigo sin
necesidad de follar.
Funcionó. A pesar de desearlo tanto, se estaba bien estando sólo abrazados.
Dormía desnudo, así que fue estupendo acurrucarse junto a él. Puse una pierna
sobre la suya, un brazo alrededor de su cintura y apoyé una mejilla sobre su corazón. No
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me acuerdo del final del programa, así que supongo que me quedé dormida antes de que
terminara.
Cuando me desperté, aún estaba oscuro en la habitación y yo me había movido
hasta el otro lado de mi mitad de la cama. Me incorporé para mirar la hora en el reloj digital
de la mesilla de Gideon y vi que apenas eran las tres de la mañana. Yo solía dormir toda la
noche de un tirón y pensé que tal vez había extrañado el lugar y eso me había quitado el
sueño. Entonces Gideon emitió un quejido y se revolvió, muy inquieto, así que comprendí
qué era lo que me había despertado. Escapaba de él un murmullo dolorido junto a una
respiración atormentada.
—¡No me toques! —murmuraba con violencia—. ¡Quítame esas manos asquerosas
de encima!
Me quedé helada, con el corazón a mil. Sus palabras, llenas de furia, rasgaban la
oscuridad.
—¡Maldito cabrón! —Se retorcía y daba patadas a las mantas. Arqueaba la espalda
con un lamento que resultaba perversamente erótico—. ¡No! ¡Dios mío...! Me duele.
Yo no podía soportar ver cómo se crispaba y estremecía.
—Gideon. —Como Cary a veces tenía pesadillas, yo sabía que no hay que tocar a
nadie en ese trance, así que me arrodillé al lado de la cama y le llamé—: Gideon, despierta.
Paralizado de súbito, se dejó caer de espaldas, tenso y expectante. Su respiración era
agitada. Tenía la polla dura reposando sobre el vientre.
Le hablé con firmeza, aunque se me estaba rompiendo el corazón.
—Gideon, estás soñando. Vuelve conmigo.
Se desmadejó sobre el colchón.
—¡Eva!
—Me tienes aquí. —Me alejé de la luz de la luna, pero no vi ningún brillo que me
indicara que tuviera los ojos abiertos—. ¿Estás despierto?
Empezó a respirar con más calma, pero se quedó callado. Tenía los puños cerrados
en la sábana bajera. Me saqué por la cabeza la camisa que llevaba puesta y la dejé caer
sobre la cama. Me acerqué sigilosamente, estirando una mano cautelosa para tocarle el
brazo.
Como no se movía, lo acaricié, deslizando suavemente los dedos sobre el duro
músculo de sus bíceps.
—Gideon...
Se despertó con un sobresalto
—¿Qué? ¿Qué pasa?
Me senté sobre los talones, con las manos en los muslos. Me miró parpadeando y se
pasó los dedos por el pelo. Aún se percibía la pesadilla que le tenía atrapado, yo la notaba
en la rigidez de su cuerpo.
—¿Qué ocurre? —preguntó con brusquedad, apoyándose en un codo—. ¿Estás
bien?
—Te deseo.
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Me estiré a su lado, alineando mi cuerpo desnudo contra el suyo. Presioné la cara
contra su garganta, húmeda de sudor, y lamí con delicadeza la piel salada. Sabía por mis
propias pesadillas que sentirte abrazado y querido podía devolver a los fantasmas al
armario durante un rato. Me rodeó con los brazos y recorrió la curva de mi columna de
arriba a abajo. Oí cómo se libraba del mal sueño con un suspiro largo y profundo.
Le empujé hacia atrás, me subí encima de él y sellé su boca con la mía. Su pene
erecto apuntaba hacia los labios de mi sexo y yo me friccionaba con él. Me sujetó la cabeza
para tomar las riendas del beso, y el simple contacto de su mano en mi pelo me puso
enseguida a punto. Froté el clítoris una y otra vez contra toda la longitud de su atributo y lo
usé para masturbarme hasta que Gideon lanzó una brusca exclamación y se giró para
ponerme debajo.
—No tengo condones aquí —musitó, antes de envolverme un pezón con los labios y
lamerlo tiernamente.
Me encantó que no estuviese preparado. Aquél no era su picadero; era su casa y yo,
la única amante que había llevado allí.
—Ya sé que hablaste de intercambiar certificados de no padecer enfermedades
contagiosas cuando tocamos el tema del control de natalidad y ése es el comportamiento
más responsable, pero...
—Yo confío en ti. —Levantó la cabeza para mirarme a la pálida luz de la luna.
Luego, separándome las rodillas, me penetró unos centímetros. Estaba ardiente y suave
como la seda—. Eva —me dijo, agarrándome muy fuerte—, yo nunca... ¡Cuánto me gusta
tocarte! ¡Cuánto me alegro de que estés aquí!
Atraje sus labios hasta los míos y le besé.
—Yo también.
Me desperté como me había quedado dormida, con Gideon encima y dentro de mí.
Él tenía los ojos entrecerrados de deseo mientras yo pasaba de la inconsciencia al placer
encendido. Le caía el pelo por la cara y los hombros, alborotado, y así parecía todavía más
sexy. Pero lo mejor de todo era que no había sombras en sus espléndidos ojos, ningún resto
del sufrimiento que rondaba sus sueños.
—Espero que no te importe —murmuró con una sonrisa malvada, saliendo y
entrando—, pero estás suave y calentita. No puedo evitar desearte.
Estiré los brazos y arqueé la espalda, apretando los senos contra su pecho. Por las
esbeltas ventanas rematadas por un arco entraba la tenue luz del amanecer que se extendía
por el cielo.
—Mmm... qué fácil sería acostumbrarse a despertar así.
—Eso mismo pensé yo a las tres de la madrugada. —Hizo girar las caderas y se
hundió en mi cuerpo—. Pensé que podía devolver el favor.
Mi ser entero se activó, con el pulso a toda pastilla.
—Sí, por favor.
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Cary se había ido ya cuando llegamos a mi apartamento; había dejado una nota
diciendo que tenía trabajo, pero que volvería con tiempo de sobra para la pizza con Trey.
Como el día anterior estaba demasiado disgustada para disfrutarla, no me importaba
intentarlo de nuevo ahora que me sentía tan bien.
—Tengo una cena de negocios esta noche —dijo Gideon, asomándose por encima
de mi hombro para leer la nota—. Esperaba que vinieras conmigo para hacerla más
llevadera.
—No puedo dejar tirado a Cary —dije en tono de disculpa y me volví a mirarle—.
Las chicas antes que las pollas y todo eso.
Frunció los labios y me aprisionó contra la encimera. Llevaba un traje que yo le
había elegido, un Prada gris grafito, con un brillo muy sutil. La corbata era del azul de sus
ojos, y como estaba tumbada en la cama mientras él se vestía, tuve que contenerme para no
quitárselo todo.
—Cary no es una chica, pero entiendo lo que quieres decir. Quiero verte esta noche.
¿Puedo venir después de la cena y quedarme a dormir?
Me estremecí de placer con sólo pensarlo. Le alisé la chaqueta con la sensación de
que yo guardaba un secreto especial porque sabía exactamente cómo estaba sin ropa.
—Me encantaría.
—Bien —asintió con satisfacción—. Haré café mientras te vistes.
—El café en grano está en el congelador. El molinillo, al lado de la cafetera. Me
gusta con mucha leche y un poco de edulcorante.
Cuando volví, veinte minutos después, Gideon cogió dos tazas desechables y
salimos. Paul nos apremió a salir por la puerta y a subir al asiento trasero del Bentley de
Gideon, que nos estaba esperando.
Mientras el chófer se incorporaba al tráfico, Gideon me echó un vistazo y dijo:
—Decididamente, quieres matarme. ¿Te has puesto ligueros otra vez?
Me levanté la falda y le enseñé el punto en que el liguero prendía la media negra de
seda.
Soltó un taco entre dientes que me hizo sonreír. Yo llevaba un jersey de cuello alto
de seda negra y manga corta a juego con una falda roja plisada, de limitada pero decente
longitud, y unos zapatos Mary Janes de tacón. Como Cary no estaba para hacerme algo
bonito en el pelo, me lo recogí en una cola de caballo.
—¿Te gusta?
—Estoy empalmado. —Hablaba con la voz ronca mientras se organizaba el interior
de la bragueta—. ¿Cómo quieres que aguante todo el día pensando en ti vestida de esa
manera?
—Siempre está la hora de la comida —sugerí fantaseando con un polvo a mediodía
en el sofá de la oficina de Gideon.
—Hoy tengo un almuerzo de trabajo. La pospondría si no lo hubiera hecho ya ayer.
—¿La cambiaste por mí? Me siento muy halagada.
Se acercó y me rozó la mejilla con los dedos, un gesto afectuoso que ahora era
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habitual, tierno y muy íntimo. Estaba empezando a depender de aquellas caricias.
Apoyé la cara en la palma de su mano.
—¿No puedes sacar quince minutos para mí?
—Lo intentaré.
—Llámame cuando sepas la hora.
Respiré hondo, busqué en mi bolso y cogí un regalo que no estaba segura de si
Gideon querría recibir, pero no podía dejar de pensar en su pesadilla. Esperaba que lo que
iba a darle le hiciera recordarme a mí y al polvo de las tres de la mañana, y le ayudaría a
sobrellevar....
—Tengo una cosa. Pensé...
De pronto me pareció presuntuoso dárselo.
—¿Qué pasa? —Frunció el ceño.
—Nada. Sólo que... —se lo solté de golpe—: Mira, te he traído una cosa, pero
acabo de darme cuenta de que es uno de esos regalos... bueno, no es un regalo de verdad.
Estoy pensando que no sería adecuado y...
—Dámelo. —Me tendió la mano con brusquedad.
—Puedes rechazarlo sin problemas...
—Cállate, Eva, dámelo ya.
Lo saqué del bolso y se lo di.
Gideon miró la fotografía en completo silencio. Era lo último en marcos digitales,
con imágenes troqueladas que tenían que ver con la graduación, incluida una esfera digital
que marcaba las 3:00 A.M. En la foto estaba yo posando en Coronado Beach, con un bikini
de color coral y un gran sombrero de paja. Estaba bronceada, feliz y le tiraba un beso a
Cary, que había hecho el papel de fotógrafo de alta costura, gritando palabras ridículas para
animar: Preciosa, cariño. Ponte atrevida. Ponte sexy. Espléndida. Ponte
traviesa...…guau...
Me dio vergüenza y me moví, inquieta, en el asiento.
—Como te dije, no tienes que quedarte con...
—Yo... —carraspeó—. Gracias, Eva.
—Bueno... —Agradecí ver el Crossfire por la ventanilla. Salté deprisa cuando el
chófer se detuvo, y me arreglé la falda, sintiéndome cohibida.
—Si quieres, me la quedo hasta más tarde.
Gideon cerró la puerta del Bentley y negó con la cabeza.
—Es mía, no te la voy a devolver.
Entrelazó los dedos de nuestras manos y señaló la puerta giratoria con la mano con
que sostenía el marco. Me emocioné cuando comprendí que pensaba llevárselo al trabajo.
Una de las cosas divertidas del negocio de la publicidad era que ningún día era igual
que el anterior. Estuve corriendo de acá para allá toda la mañana y ya estaba pensando en
qué hacer durante la hora la comida cuando sonó el teléfono.
—Oficina de Mark Garrity. Le habla Eva Tramell.
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—Tengo noticias —dijo Cary a modo de saludo.
—¿Qué? —se notaba por su voz que eran buenas noticias, fuera lo que fuera.
—He conseguido una campaña de Grey Isles.
—¡Oh, Dios mío, Cary! ¡Es fantástico! Me encantan sus vaqueros.
—¿Qué vas a hacer en el descanso para comer?
Sonreí.
—Celebrarlo contigo. ¿Puedes venir a las doce?
—Ya voy para allá.
Colgué y me balanceé en la silla, tan entusiasmada por lo de Cary que me entraron
ganas de bailar. Necesitaba algo que hacer para rellenar los quince minutos que quedaban
hasta la hora del almuerzo, así que revisé mi correo y encontré una alerta de Google con el
nombre de Gideon. Más de treinta entradas en sólo un día.
Abrí el correo y aluciné con todos los titulares de «mujer misteriosa» que aparecían.
Pinché el primer enlace y me vi a mí misma en un blog de cotilleos.
Allí, a todo color, había una foto de Gideon besándome locamente en la acera de
enfrente de su gimnasio. El artículo adjunto era corto e iba al grano:
Gideon Cross, el soltero más codiciado de Nueva York desde John F. Kennedy Jr.,
fue visto ayer besándose apasionadamente en público con una mujer misteriosa. Fuentes
de Cross Industries identificaron a la afortunada como la socialité Eva Tramell, hija del
multimillonario Richard Stanton y su esposa Monica. Cuando se le preguntó por la
naturaleza de la relación, dicha fuente confirmó que Miss Tramell es la «actual pareja» del
magnate. Imaginamos que muchos corazones se estarán rompiendo esta mañana por todo
el país.

—¡Mierda! —exclamé.

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