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No te escondo nada - Sylvia Day - Cap.11


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Abrí rápidamente los otros enlaces del boletín y me encontré con la misma
fotografía y similares pies de foto y artículos. Sobresaltada, me eché hacia atrás y pensé en
qué significaba todo aquello. Si un solo beso era noticia de primera plana, ¿qué posibilidad
tendríamos Gideon y yo de conseguir que nuestra relación funcionara?
Me temblaban las manos según cerraba las pestañas del navegador. No había tenido
en cuenta a la prensa, pero debería haberlo hecho.
—¡Maldita sea!
El anonimato era mi aliado. Me protegía de mi pasado. Protegía a mi familia de la
vergüenza, y a Gideon también. Ni siquiera tenía cuentas en redes sociales, de manera que
sólo las personas con las que mantenía una estrecha relación podían encontrarme.
El muro delgado e invisible que había entre la atención mediática y yo había
desaparecido.
—¡Demonios! —exclamé en voz baja, al encontrarme en una dolorosa situación que
podría haber evitado si hubiera empleado las neuronas en algo más aparte de Gideon.
Además, había que tener en cuenta cómo iba a reaccionar él a todo esto... Me moría
de vergüenza sólo de pensarlo. Y mi madre. No tardaría mucho en llamarme y sacar las
cosas de quicio.
—¡Mierda! —Al acordarme de que ella no tenía mi nuevo número de móvil,
descolgué el teléfono de mi mesa y llamé a mi otro buzón de voz para ver si ya había
intentado ponerse en contacto conmigo. Me estremecí al oír tenía el buzón lleno.
Colgué, agarré el bolso y me fui a almorzar, segura de que Cary me ayudaría a
poner todo aquello en perspectiva. Estaba tan aturdida cuando llegué al vestíbulo que salí
corriendo del ascensor con la sola idea de encontrar a mi compañero de piso. Cuando le vi,
no me fijé en nadie más hasta que Gideon se hizo a un lado delante de mí y me cerró el
paso.
—Eva. —Me miró con el ceño fruncido. Cogiéndome del codo, me giró
ligeramente. Fue entonces cuando me fijé en las dos mujeres y el hombre que me habían
impedido verle.
Les sonreí como buenamente pude.
—Hola.
Gideon me presentó a las personas con las que había quedado para almorzar.
—¿Qué ocurre? Pareces alterada.
—Está por todos lados —susurré—. Una foto de ti y de mí juntos.
El afirmó con la cabeza.
—La he visto.
Le miré sorprendida, desconcertada por su despreocupación.
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—¿No te importa?
—¿Por qué iba importarme? —respondió tranquilamente—. Para una vez que dicen
la verdad...
Me asaltó una duda.
—Lo has planeado tú. Tú has filtrado esta historia.
—Eso no es del todo cierto —dijo suavemente—. El fotógrafo estaba allí por
casualidad. Yo sólo le di una fotografía que valiera la pena imprimir, y dije a los de
relaciones públicas que aclararan quién eres tú y lo que significas para mí.
—¿Por qué? ¿Por qué tenías que hacerlo?
—Tú superas los celos a tu manera y yo a la mía. Ambos estamos fuera del mercado
y ahora todo el mundo lo sabe. ¿Qué problema tienes?
—Me preocupaba cómo reaccionarías, pero hay algo más... Hay cosas que no sabes
y yo... —Inspiré profunda y temblorosamente—. Nuestra relación no puede ser así, Gideon.
No puede ser de dominio público. No quiero... ¡Maldita sea! No quiero avergonzarte.
—No podrías. Es imposible. —Me retiró un mechón de pelo suelto de la cara—.
¿Podemos hablar de ello luego? Si me necesitas...
—No, no pasa nada. Vete.
Cary se me acercó. Aun vestido con unos holgados pantalones de cargo negros y
una camisa blanca de cuello pico daba la impresión de llevar ropa cara.
—¿Todo bien?
—Hola, Cary. Todo bien.
Gideon me apretó la mano.
—Disfruta del almuerzo y no te preocupes.
Eso lo decía él porque no sabía.
Y yo no sabía si seguiría queriéndome cuando lo hiciera.
Cary se me puso delante cuando Gideon se alejó.
—¿Qué te preocupa? ¿Qué ocurre?
—Todo. —Suspiré—. Vámonos de aquí y te lo contaré mientras comemos.
—Bueno —murmuró Cary, mirando el enlace que le había enviado desde mi
smartphone al suyo—. Eso sí que es un beso. La postura es todo un detalle. No podría
parecer más colado por ti ni aunque se lo propusiera.
—Ésa es la cuestión. —Tomé otro buen trago de agua—. Que se lo propuso.
Se guardó el teléfono en el bolsillo.
—La semana pasada no dejabas de meterte con él porque sólo le interesaba tu
vagina. Esta semana está anunciando a los cuatro vientos que mantiene una seria y
apasionada relación contigo, y tampoco estás contenta. Estoy empezando a compadecerle.
Parece que todo lo que hace está mal.
Eso me dolió.
—Los periodistas van a investigar, Cary, y encontrarán trapos sucios. Y como es
material escabroso, lo esparcirán por todas partes, y pondrá a Gideon en una situación
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embarazosa.
—Nena. —Me puso una mano encima de la mía—. Stanton enterró todo aquello.
Stanton. Me enderecé. No había pensado en mi padrastro. Él vería avecinarse el
desastre y se encargaría de taparlo porque sabía lo que supondría para mi madre el que
aquello saliera a la luz. Aun así...
—Tengo que contárselo a Gideon. Tiene derecho a estar prevenido.
Me sentía desgraciada sólo de pensar en esa conversación.
Cary sabía cómo funcionaba mi cabeza.
—Me parece que te equivocas si crees que va a cortar y salir corriendo. Te mira
como si no existiera nadie más.
Hurgué en la ensalada César que me había pedido.
—Él tiene sus propios demonios. Pesadillas. Se ha encerrado en sí mismo, creo, por
lo que sea que le reconcome.
—Pero a ti te ha dejado entrar.
—Y ya ha dado muestras de lo posesivo que podría ser respecto a esa relación. Lo
he aceptado porque es un defecto que yo tengo también, pero aun así...
—Lo analizas todo hasta el cansancio, Eva —dijo Cary—. Piensas que lo que él
siente por ti tiene que ser un golpe de suerte o un error. Alguien como él no podría colgarse
de ti por tu gran corazón y tu inteligencia, ¿verdad?
—No tengo la autoestima tan mal —protesté.
Tomó un sorbo de champán.
—¿De veras? Pues dime algo que creas que le gusta de ti que no tenga nada que
ver con el sexo ni la dependencia mutua.
Lo pensé y no se me ocurrió nada, lo cual me hizo fruncir el ceño.
—Vale —siguió, con un gesto de la cabeza—. Y si por un casual Cross tiene tantos
problemas como nosotros, estará pensando lo mismo sólo que al revés, y se preguntará qué
ve una chica tan despampanante como tú en un tipo como él. Tienes dinero, así que ¿qué
tiene él aparte de ser un semental que no para de joder?
Apoyé la espalda en la silla y asimilé todo lo que había dicho.
—Cary, cuánto te quiero.
Sonrió.
—Lo mismo digo, mi vida. Si quieres un consejo: terapia de pareja. Es lo que
siempre he pensado que haré yo cuando encuentre a la persona con la que sentar la cabeza.
Y procura divertirte con él. Tienes que tener tantos buenos ratos como malos; si no, todo se
vuelve muy complicado y doloroso.
Me acerqué y le apreté la mano.
—Gracias.
—¿Por qué? —Quitó importancia a mi gratitud con un elegante gesto de la mano—.
Es fácil criticar la vida de los demás. Tú sabes que no podría sobrellevar mis puntos débiles
sin ti.
—Que ahora mismo no tienes —señalé, centrando la atención en él—. Estás a punto
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de aparecer en la cartelera de Times Square. Vas a dejar de ser mi secreto. ¿No crees que
deberíamos elevar la categoría de la cena de pizza a algo más acorde con la ocasión? ¿Qué
te parece si sacamos la caja de Cristal que nos dio Stanton?
—Así se habla.
—¿Vamos al cine? ¿Hay alguna película que quieras ver?
—Lo que tú quieras. No me gustaría interferir con un genio de los peliculones.
Sonreí, sintiéndome mejor, como sabría que me sentiría después de una hora con
Cary.
—Tú dime si me pongo muy espesa para darme cuenta de que Trey y tú queréis
estar solos.
—¡Ja! No te preocupes por eso. Tu agitada vida amorosa me hace sentir soso y
aburrido. No me vendría mal echar un buen polvo con mi propio semental.
—Sólo tuviste un revolcón de cuarto de mantenimiento hace un par de días.
Él suspiró.
—Casi me había olvidado. ¿A que es triste?
—No lo es cuando tus ojos se están riendo.
Acababa de volver a mi mesa cuando comprobé mi smartphone y me encontré con
un texto de Gideon en el que me decía que tenía quince minutos libres a las tres menos
cuarto. Me pasé la siguiente hora y media dejándome llevar por la imaginación, ya que
había decidido seguir el consejo de Cary y divertirme un poco. Gideon y yo, no tardando,
tendríamos que lidiar con la fealdad de nuestro pasado, pero de momento, yo podría ofrecer
algo que nos hiciera sonreír a ambos.
Le envié un mensaje de texto antes de salir para decirle que iba de camino.
Teniendo en cuenta las limitaciones de tiempo, no podríamos perder ni un minuto. Gideon
debía de haber pensado lo mismo, pues me encontré con que Scott me esperaba en
recepción cuando llegué a la zona de espera de Cross Industries. Me acompañó en cuanto la
recepcionista me abrió la puerta.
—¿Cómo te va el día? —le pregunté.
Él sonrió.
—Hasta ahora bien. ¿Y a ti?
Le devolví la sonrisa.
—Los he tenido peores.
Gideon estaba al teléfono cuando entré en su oficina. Su tono de voz era cortante e
impaciente mientras le decía a la persona que estaba al otro lado de la línea que tenían que
ser capaces de arreglárselas sin que él tuviera que supervisar el trabajo personalmente.
Levantó un dedo en mi dirección, dándome a entender que sólo tardaría un minuto.
Yo respondí haciendo un enorme globo con el chicle que tenía en la boca y reventándolo
después ruidosamente.
Él enarcó las cejas, y presionó los botones para cerrar las puertas y escarchar la
pared de cristal.
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Sonriendo, me acerqué despacio a su mesa y me senté en ella, haciendo espirales
con los dedos alrededor de los labios y balanceando las piernas. Él estalló el siguiente globo
que hice de un pinchazo con el dedo. Hice un gracioso mohín.
—Soluciónalo —dijo con serena autoridad a quien estuviera al teléfono—. No
podría ir allí hasta la semana que viene, y esperando sólo conseguiríamos retrasarlo más.
Deja ya de hablar. Tengo algo encima de la mesa que requiere atención inmediata y estás
impidiendo que se la dedique. Te aseguro que eso no mejora mi predisposición. Arregla lo
que haya que arreglar y vuelve a informarme mañana.
Dejó el teléfono en su soporte con violencia reprimida.
—Eva...
Levanté una mano para interrumpirle y envolví el chicle en un Post-it que cogí de
un dispensador que tenía en la mesa.
—Antes de que me riña, señor Cross, quiero decir que cuando, ayer en el hotel,
llegamos a un punto muerto en nuestras negociaciones de fusión, yo no debería haberme
marchado. No ayudó a resolver la situación. Y sé que no he reaccionado muy bien al asunto
de los relaciones públicas con la foto. Pero aun así... Aunque no he sido una buena
secretaria, creo que se me debería dar otra oportunidad para superarme.
Afiló la mirada mientras me observaba, aquilatando, reevaluando la situación a toda
pastilla.
—¿Le he pedido su opinión sobre la medida más adecuada que hay que tomar,
señorita Tramell?
Negué con la cabeza y le miré desde debajo de mis pestañas. Vi cómo la frustración
que le había producido la llamada telefónica le desaparecía e iba dando paso a un creciente
interés y a la excitación sexual.
Me bajé de la mesa de un salto, me fui acercando a él y le aflojé su inmaculada
corbata con las dos manos.
—¿Podemos solucionar algo? Poseo una amplia variedad de útiles destrezas.
Me cogió por las caderas.
—Que es una de las muchas razones por las que nunca he considerado a ninguna
otra mujer para el puesto.
Me invadió una oleada de ternura al oír sus palabras. Rodeándole la polla con la
mano descaradamente, le acaricié a través de los pantalones.
—¿Debería volver a mis obligaciones, entonces? Puedo mostrarle en qué aspectos
estoy excepcionalmente capacitada para ser su ayudante.
A Gideon se le puso dura con deliciosa prontitud.
—¡Qué iniciativa la suya, señorita Tramell! Pero tengo una reunión dentro de diez
minutos. Y además, no acostumbro estudiar nuevas oportunidades de ampliación de las
responsabilidades laborales en mi oficina.
Le desabroché el botón de la bragueta y le bajé la cremallera.
—Si crees que hay algún sitio en el que no puedo hacer que te corras, habrá que
volver y comprobarlo.
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—Eva —dijo entre dientes, con la mirada tierna y ardiente. Me rodeó la garganta,
acariciándome la mandíbula con los pulgares.
—Me estás derritiendo, ¿lo sabías? ¿Lo haces a propósito?
Hurgué dentro de sus calzoncillos bóxers y le rodeé la verga con las manos,
ofreciéndole los labios para besarnos. Él me complació, cogiéndome la boca con una
intensidad que me dejó sin respiración.
—Te deseo —masculló.
Me arrodillé en el suelo enmoquetado y le bajé los pantalones lo suficiente para
acceder a lo que me interesaba.
Él espiró con fuerza.
—Eva, ¿qué estás...?
Posé los labios en el ancho capullo. Él se agarró al borde de la mesa, con tanta
fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Le sujeté el miembro con ambas manos, me
metí la suave cabeza en la boca y empecé a succionar con delicadeza. La suavidad de la piel
y aquel olor tan increíblemente atrayente me hicieron gemir. Noté cómo se le sacudía todo
el cuerpo y oí que en su pecho resonaba un sonido ronco.
Gideon me rozó la mejilla.
—Lámeme.
Excitada por aquella orden, deslicé la lengua por la cara inferior y me estremecí de
gusto cuando me recompensó con un chorro caliente de líquido preseminal. Agarrándole
por la base del tronco con una mano, ahuequé los carrillos y mamé rítmicamente, esperando
que me diera más.
Pensé que ojalá tuviera tiempo para prolongarlo. Para volverle loco...
Emitió un sonido teñido de dulce agonía.
—¡Dios, Eva... qué boca! No dejes de chupar. Así... con fuerza.
Yo estaba tan caliente viéndole disfrutar que me revolvía inquieta. Él me empujaba
la cabeza con las manos, tirándome del pelo, que llevaba recogido. Me encantaba la ternura
con que había empezado y cómo había ido volviéndose más rudo a medida que el deseo
podía con él.
Aquellas pequeñas punzadas de dolor me hacían más ávida, más codiciosa. Movía
la cabeza arriba y abajo mientras le daba placer, masturbándole con una mano a la vez que
le chupaba y le acariciaba el glande con la boca. Se le marcaban las venas a lo largo de la
polla, y yo, ladeando la cabeza, se las recorrí una a una con la lengua.
Se ponía más grande y más gruesa por momentos. Yo estaba incómoda de rodillas,
pero me daba igual; no apartaba los ojos de Gideon, que tenía la cabeza hacia atrás y trataba
de respirar normalmente.
—Eva, ¡qué bien me chupas! —Me sujetó la cabeza para que estuviera quieta y
asumió el control de los movimientos: impulsaba violentamente las caderas, restregándose
dentro de mi boca, despojado de todo lo que no fuera el instinto básico de conseguir el
orgasmo.
Me electrizaba la imagen de nosotros que tenía en el cerebro: Gideon, con toda la
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urbana sofisticación que le adornaba, junto a la mesa desde donde dirigía su imperio,
metiendo y sacando su gran polla en mi ávida cavidad bucal.
Le agarré con fuerza por los muslos, tan tirantes, y usé frenéticamente los labios y la
lengua en un irresistible intento por que llegara a su clímax. Luego, le cogí las bolas,
grandes y cargadas, ostentosa evidencia de su potente virilidad, y las acaricié con dulzura,
notando cómo se endurecían y preparaban para el acto final.
—¡Ay, Eva! —exclamó con un timbre gutural, al tiempo que se aferraba a mi
pelo—, me obligas a correrme...
El primer chorro de semen fue tan espeso que lo tragué con dificultad. Inmerso en
su placer, Gideon me hundía la polla hasta el fondo de la garganta, vibrando dentro de mi
boca a cada sinuoso envite. Me lloraban los ojos, los pulmones me quemaban, pero yo
seguía bombeando con las manos para exprimírsela al máximo. Se estremeció todo entero
cuando le extraje hasta la última gota. Sus jadeos y el balbuceante elogio que me hizo
fueron los sonidos más gratificantes de toda mi vida.
Le limpié lamiéndole, maravillada de que no se le ablandara del todo ni siquiera
después de un orgasmo tan explosivo. Todavía era capaz de follarme a lo loco, y de muy
buena gana, yo lo sabía. Pero no había tiempo y a mí no me importaba. Yo quería hacer
aquello por él. Por nosotros. Por mí misma, en realidad, pues necesitaba estar segura de que
podía permitirme una práctica sexual desinteresada sin sentir que se aprovechaban de mí.
—Tengo que irme —le susurré, incorporándome y apretando sus labios contra los
míos—. Espero que el resto del día sea estupendo, y la cena de negocios también.
Empecé a alejarme pero me asió por las muñecas, con la mirada puesta en la
pantallita del reloj de su teléfono de mesa. En ese momento advertí mi fotografía, colocada
en un lugar prominente donde podía verla todo el tiempo.
—Eva, coño, espera...
Hablaba con un tono de inquietud y frustración y yo torcí un poco el gesto.
Enseguida recuperó su apariencia normal; se puso los calzoncillos y estiró el faldón
de la camisa para poder abrocharse los pantalones. Era muy agradable verle recomponerse,
restablecer la fachada que llevaba para el mundo mientras yo conocía por lo menos un poco
del hombre que había detrás.
Me atrajo hacia él y me besó en la frente. Metió las manos entre mi pelo para quitar
el pasador de carey que me lo sujetaba.
—Yo no te lo he hecho a ti.
—Ni falta que hace. —Me encantaba el roce de sus manos en mi cuero cabelludo—.
Eso ha estado bien así.
Estaba concentrado en colocarme el pelo, con las mejillas encendidas por el
orgasmo.
—En esto es necesario un intercambio equitativo. No puedo dejar que te sientas
como si yo te hubiera utilizado.
Una ternura agridulce me invadió el alma. Gideon me había escuchado. Y le
importaba.
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Le cogí la cara con las manos.
—Sí, me has utilizado, pero con mi permiso, y ha sido increíble. Yo quería darte
eso, Gideon, ¿recuerdas? Quería que tuvieras ese recuerdo mío, te lo dije.
—¿Para qué coño necesito recuerdos tuyos si te tengo a ti? Si te refieres a la foto...
—Calla y disfruta de la euforia. —No teníamos tiempo de tocar el tema de la foto
en ese momento, y además yo no quería porque iba a estropearlo todo—. Si tuviéramos una
hora, tampoco dejaría que me lo hicieras a mí. No llevo la cuenta de los tantos, campeón.
Y, sinceramente, eres el primer hombre a quien puedo decírselo. Ahora, tengo que irme. Y
tú, también.
Volví a intentar marcharme, pero me retuvo.
La voz de Scott salió del altavoz.
—Disculpe, señor Cross, pero son las tres.
—Estoy bien, Gideon, te lo aseguro. Vendrás esta noche, ¿verdad?
—Nada podría impedírmelo.
Me puse de puntillas y le besé en la mejilla.
—Ya hablaremos luego.
Al terminar la jornada, bajé por las escaleras hasta la planta baja para sentirme
menos culpable por no haber ido al gimnasio y lo lamenté muchísimo cuando llegué al
vestíbulo. La falta de sueño de la noche anterior me había dejado hecha polvo. Estaba
contemplando la posibilidad de coger el metro en vez de volver andando a casa, cuando vi
el Bentley de Gideon aparcado allí delante. El chófer salió y se dirigió a mí por mi nombre;
yo me detuve, extrañada.
—El señor Cross me ha dicho que la lleve a casa —me informó, muy elegante con
un traje negro y gorra de chófer. Era un hombre mayor, con el pelo rojo canoso, los ojos de
un azul pálido y acento agradable y cultivado.
Con lo que me dolían las piernas, agradecí mucho la oferta.
—Gracias... lo siento, ¿cómo se llama?
—Angus, señorita Tramell.
¿Cómo no me había acordado? Tenía un nombre tan original que me hizo sonreír.
—Gracias, Angus.
Se llevó la mano a la gorra.
—No hay de qué.
Entré por la puerta que él había abierto para mí y me acomodé en el asiento.
Alcancé a ver la pistola que llevaba enfundada en un costado, debajo de la chaqueta.
Parecía que Angus, igual que Clancy, eran tanto guardaespaldas como chóferes.
Nos pusimos en marcha y le pregunté:
—Angus, ¿cuánto tiempo lleva trabajando con el señor Cross?
—Ocho años ya.
—Bastante.
—Le conozco desde mucho antes —me informó motu proprio, mirándome por el
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espejo retrovisor—. Le llevaba a la escuela cuando era niño. Después, en su momento, dejé
de trabajar con el señor Vidal y me fui con él.
Una vez más intenté imaginarme a Gideon de pequeño. Seguro que ya entonces era
guapísimo y atractivo.
¿Habría tenido relaciones sexuales «normales» de adolescente? No podía dejar de
pensar que las mujeres se le echarían a los brazos incluso entonces. Y, con esa sensualidad
innata que poseía, seguro que era un jovencito muy fogoso.
Busqué unas llaves en mi bolso y me incliné hacia delante para dejarlas en el
asiento delantero.
—¿Puede dárselas a Gideon? Vendrá después de terminar lo que esté haciendo
ahora y, según lo tarde que sea, puede que no le oiga llamar.
—Por supuesto.
Al llegar a mi casa, Paul abrió la puerta y saludó a Angus por su nombre,
haciéndome recordar quién era el propietario del edificio. Me despedí de los dos hombres,
dije en recepción que Gideon vendría después y subí a mi apartamento. La expresión de
Cary me hizo reír.
—Gideon viene luego —le expliqué—, pero me encuentro tan molida que no sé si
podré estar levantada mucho tiempo, así que le he dado unas llaves para que entre. ¿Has
pedido la cena?
—Sí, y he puesto unas botellas de Cristal en el vinoteca.
—Eres un encanto —le dije, y le pasé mi bolso.
Me duché y llamé a mi madre desde mi habitación. Hice una mueca de crispación
cuando la oí decir con tono estridente:
—¡Llevo varios días intentando localizarte!
—Mamá, si es por Gideon Cross...
—Bueno, en parte, sí. Eva, por amor de Dios, te llaman la actual pareja en su vida.
¿Cómo no iba a hablar de eso contigo?
—Mamá...
—Pero también está la cita con el doctor Petersen. —El matiz de petulante regocijo
de su voz me provocó una risita—. Tenemos que verle el jueves a las seis. Espero que esa
hora te venga bien. No da muchas citas por la tarde.
Me dejé caer en la cama suspirando. Había estado tan entretenida con el trabajo y
con Gideon que lo de la cita se me había olvidado.
—El jueves a las seis está bien. Gracias.
—Y ahora, háblame de Cross...
Cuando salí del dormitorio, vestida con pantalones de punto y camiseta de la
Universidad de San Diego, encontré a Trey con Cary en el salón. Los dos se levantaron al
verme y Trey me saludó con una franca y amistosa sonrisa.
—Siento que me veáis con esta pinta —dije, con un poco de vergüenza y
pasándome la mano por la coleta mojada—. Bajar por las escaleras hoy en el trabajo casi
me mata.
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—¿El ascensor tenía el día libre?
—Pues no, pero mi cerebro sí; no sé en qué estaría yo pensando. —Pasar la noche
con Gideon ya era un buen ejercicio.
Sonó el timbre de la puerta y Cary fue a abrir mientras yo me dirigía a la cocina a
buscar el Cristal. Me reuní con él junto al mostrador del desayuno mientras él firmaba el
recibo de haber pagado con la tarjeta de crédito. Me enterneció la mirada que le dedicó a
Trey.
Se cruzaron muchas más miradas como aquélla entre los dos a lo largo de la noche.
Y tuve que admitir que, como decía Cary, Trey era un bombonazo. Vestido con vaqueros
envejecidos, chaqueta a juego y camiseta de manga larga, el aspirante a veterinario tenía un
aspecto informal pero bien conjuntado. Parecía muy diferente del tipo de hombres con los
que Cary solía salir. Trey parecía más asentado; no excesivamente formal, pero tampoco
frívolo. Pensé que sería una buena influencia para Cary si seguían juntos el tiempo
suficiente.
Entre los tres nos zampamos dos pizzas, dos botellas de Cristal y toda Demolition
Man antes de darme por satisfecha. Le sugerí a Trey que se quedara a ver Driven para
redondear la minimaratón de Stallone; yo me fui a mi cuarto y me puse un «picardías»
negro, que me habían regalado en una boda en que fui dama de honor, pero sin la parte de
abajo.
Encendí una vela para Gideon y me quedé frita.
Me desperté en medio de la oscuridad, percibiendo el fragante aroma de la piel
Gideon. Los ruidos de la ciudad quedaban amortiguados por las ventanas insonorizadas; las
luces, por las cortinas opacas.
Gideon se deslizó sobre mí, como una sombra, con la piel desnuda, fresca al tacto.
Su boca, besándome la mía despacio y sutilmente, tenía sabor a menta además del suyo
propio, insuperable. Le pasé las manos por la espalda, musculosa y elegante al mismo
tiempo, y separé las piernas para que se colocase cómodamente entre ellas. Sentir su peso
en mi cuerpo hizo suspirar a mi corazón y encendió mi sangre de deseo.
—Bueno, hola a ti también —dije casi sin respiración.
—La próxima vez vendrás conmigo —me susurró con aquella voz sexy y
decadente, mientras me mordisqueaba el cuello.
—¿Ah, sí?
Metió las manos debajo de mi trasero, adaptándolo a un hábil movimiento de sus
caderas.
—Sí, Eva. Te he echado de menos.
Le acaricié el pelo con los dedos, deseando poder verle.
—No me conoces lo suficiente como para echarme de menos.
—Eso da una idea de lo que sabes —dijo, burlándose, y se escurrió más abajo para
poner la boca entre mis pechos.
Lancé una exclamación cuando me apresó un pezón y comenzó a chuparlo por
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encima del satén, Profundas succiones que repercutían en mis entrañas, forzándolas a
contraerse. Se cambió al otro pecho, levantando el camisón al mismo tiempo. Yo me curvé
hacia él, perdida entre la magia de sus labios que se movían por doquier, su lengua que se
hundía en el ombligo y luego bajaba más.
—Y tú me has echado de menos también —dijo en un arrullo lleno de satisfacción
masculina, mientras me bordeaba la vagina con el dedo corazón—. Está abultada y húmeda
para mí.
Colocó mis piernas sobre sus hombros y comenzó a lamerme los pliegues de la
vulva en tenues y estimulantes lengüetazos, como de terciopelo caliente, por mi carne tan
sensible. Me agarré a las sábanas con los puños cerrados y mi pecho empezó a palpitar
cuando se puso a hacer círculos alrededor del clítoris con la punta de la lengua, presionando
suavemente sobre ese hiperdelicado nudo de nervios. Gemí, agitando las caderas sin parar y
contrayendo los músculos por la desesperada necesidad de correrme.
Los ligeros y excitantes lametones estaban volviéndome loca; me hacían retorcerme
pero no me daban lo suficiente para culminar.
—Gideon, por favor...
—Todavía no.
Era una tortura que me llevara al borde del orgasmo y luego me dejase venirme
abajo una y otra vez, hasta que el sudor me cubría la piel y el corazón parecía a punto de
estallar. Tenía una lengua incansable y diabólica, hábilmente concentrada en mi clítoris
hasta que un único roce me hiciera explotar, para luego bajar un poco y clavármela
descaradamente.
—Por favor, Gideon... déjame llegar... necesito llegar, por favor.
—Shh.. , cielo mío... ya me ocupo yo de ti.
Concluyó conmigo tan tiernamente que el orgasmo se expandió por mi cuerpo como
una onda que nace y aumenta mientras avanza, hasta hacerse una ola que choca y se
convierte en un torrente de placer.
Enlazó sus dedos con los míos cuando se puso encima de mí otra vez, sujetándome
los brazos. Acercó la punta de la polla a la resbaladiza entrada de mi cuerpo. Yo gemía,
moviéndome para dar cabida a la tremenda crecida de su pene.
Gideon me echaba su trabajosa y húmeda respiración en el cuello, estremeciéndose
todo él al deslizarse cuidadosamente dentro de mí.
—Eres tan cálida y tan suave... Mía, Eva. Eres mía.
Le rodeé las caderas con mis piernas, invitándole a entrar más hondo, sintiendo
cómo contraía y relajaba las nalgas contra mis pantorrillas, mientras le mostraba a mi
cuerpo que iba a introducir todo el grueso largo de su miembro hasta la raíz.
Con nuestras manos entrelazadas, me tomó la boca y empezó a moverse,
deslizándose adentro y afuera con lánguida destreza, con el tempo preciso e implacable,
pero tranquilo y sin prisa. Yo notaba cada endurecido centímetro de su cuerpo, notaba la
inconfundible reiteración de que cada centímetro de mí le pertenecía. Él insistió en ese
mensaje hasta que yo jadeaba contra su boca, agitándome sin cesar debajo de él, con las
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manos sin sangre en las venas por la fuerza con que me agarraba a él.
Me alababa y animaba con encendidas palabras, diciéndome lo hermosa que era... lo
perfecta que le parecía... que nunca pararía... que no podía parar. Me corrí con un agudo
grito de alivio, vibrando con el éxtasis, y allí estaba él conmigo. Aceleró el ritmo durante
varias potentes embestidas; luego alcanzó el clímax susurrando mi nombre, derramándose
dentro de mí.
Me hundí con el cuerpo laxo en el colchón, sudorosa, desmadejada, repleta.
—No he acabado —musitó enigmáticamente, ajustando las rodillas para aumentar
la fuerza de sus envites. Siguió midiendo el ritmo con pericia, reclamando con cada
inmersión: tu cuerpo existe para servirme.
Mordiéndome el labio, reprimí los sonidos de inevitable placer que podrían haber
roto la tranquilidad de la noche... y delatado la inquietante profundidad de los sentimientos

que empezaba a albergar hacia Gideon Cross.

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