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CAPÍTULO 9
El teléfono de Gregory empieza a sonar en cuanto detiene el coche en la esquina de la cafetería, y levanta el culo del asiento para buscarlo en el bolsillo de sus
pantalones mientras yo abro la puerta.
—Luego te llamo —digo, y me inclino hacia él para darle un beso en la mejilla.
De repente, veo que frunce el ceño mirando la pantalla.
—¿Qué pasa?
—Espera. —Levanta un dedo para indicarme que aguarde un momento mientras contesta—. ¿Diga? —Vuelvo a relajarme en mi asiento, con la mano apoyada en el
pomo de la puerta abierta. Observo cómo escucha atentamente durante unos segundos. Parece hacerse pequeño en el asiento—. Está conmigo.
Me encojo, hago una mueca de dolor y aprieto los dientes a la vez, y entonces, de manera instintiva, salgo de la furgoneta y cierro la puerta. Mis pies se apresuran
a trasladarme al otro lado de la carretera. Debería haber imaginado una partida de búsqueda después de haber dejado a Ted esperándome en el hospital y de no haber
respondido a las numerosas llamadas de Miller y William.
—¡Olivia! —grita Gregory.
Me vuelvo cuando estoy a salvo al otro lado de la carretera y veo que me mira sacudiendo la cabeza. Encojo los hombros y me siento tremendamente culpable,
pero sólo porque no he avisado a Gregory de que Ted me estaba esperando por órdenes de William. No lo he arrastrado de manera intencionada al centro de esta batalla.
Me despido de él meneando ligeramente la mano, le doy la espalda y desaparezco por una calle secundaria que me llevará hasta la cafetería. Pero me estremezco
cuando en mi sofisticado iPhone empieza a sonar I’m Sexy and I Know It dentro de mi bolso.
—Mierda —mascullo. Lo extraigo, llorando por dentro por haber escogido este tono para mi mejor amigo.
—Dime, Gregory —saludo sin detenerme.
—¡Eres una zorra retorcida!
Me río y compruebo el tráfico antes de cruzar la calle.
—No soy retorcida. Simplemente no te he contado que hoy tenía chófer.
—¡Joder, Olivia! William está muy cabreado, y también acaba de llamarme el otro chalado.
—¿Miller? —No sé para qué pregunto. ¿Quién si no iba a ser el otro chalado?
—Sí. ¡Joder, nena! ¿En qué momento ser amigo tuyo se convirtió en algo peligroso? Temo por mi columna, mis huesos... ¡y mi puta cara bonita!
—Relájate, Gregory. —Doy un brinco cuando el claxon de un coche me pita y levanto una mano a modo de disculpa mientras llego a la acera—. Ahora los llamo a
los dos.
—Sí, pero hazlo —gruñe.
Esto es absurdo, y ahora estoy sopesando qué es peor. Mi autoinfligida vida solitaria era un poco aburrida, pero mucho más sencilla, ya que sólo estaba yo
conmigo misma para dirigirla. Nadie más. Tengo la sensación de que Miller me despertó, me liberó, tal y como él dijo, pero ahora está intentando arrebatarme esa
sensación de libertad, y estoy empezando a estar resentida con él por ello. Se supone que Gregory tiene que estar de mi parte. Estaré perdida si consiguen llevarse a mi
mejor amigo al lado oscuro.
—¿Eres amigo mío o suyo?
—¿Qué?
—Ya me has oído. ¿Eres amigo mío o suyo? ¿O es que acaso William y tú os habéis hecho íntimos en este tiempo que he estado fuera?
—Muy gracioso, nena. Muy gracioso.
—No es ninguna broma. Respóndeme a la pregunta.
Hay una breve pausa seguida de una larga inspiración.
—Tuyo —responde mientras exhala.
—Me alegro de haberlo aclarado. —Frunzo el ceño, cuelgo a Gregory y miro a ambos lados antes de cruzar la calle que da a la cafetería.
Mis pies vuelan sobre el asfalto, y casi brincan conforme me aproximo a mi lugar de trabajo. También estoy sonriendo.
—¡Olivia!
El bramido, cargado de odio, hace que me detenga en medio de la carretera para volverme. Oigo varios cláxones y más gritos de horror.
—¡Olivia! ¡Apártate!
Miro a mi alrededor frenéticamente, confundida, intentando averiguar la procedencia y la razón de tanta conmoción. Entonces veo un todoterreno negro que viene
en mi dirección a toda velocidad. Mi mente emite las órdenes adecuadas:
«¡Apártate! ¡Corre! ¡Sal de ahí!».
Pero mi cuerpo hace caso omiso de todas ellas. Estoy en shock. Inmóvil. Una presa fácil.
Las constantes órdenes de mi mente eclipsan todos los demás sonidos a mi alrededor. En lo único que puedo centrarme es en ese coche que se acerca cada vez más.
El chirrido de unas ruedas es lo que por fin me saca de mi trance, seguido de unas fuertes pisadas sobre el asfalto. Alguien me agarra por un costado y me lanza
contra el suelo. El impacto me devuelve a la vida, pero mi aterrizaje es suave. Estoy desorientada. Confundida. De repente me estoy moviendo, pero no por mi propia
voluntad, y pronto me encuentro sentada con Ted agachado delante de mí. ¿De dónde ha salido? Si lo he dejado en el hospital...
—Va a conseguir que me echen —dice mientras inspecciona rápidamente mi rostro para comprobar que no estoy herida—. ¡Maldita sea! —refunfuña ayudándome
a levantarme.
—Lo... lo siento —tartamudeo al tiempo que Ted me sacude la ropa sin parar de resoplar con irritación. Me tiembla todo el cuerpo—. No he visto el coche.
—Eso es lo que pretendían —masculla en voz baja, pero lo he oído alto y claro.
—¿Han intentado atropellarme a propósito? —pregunto, perpleja y petrificada ante él.
—Puede que fuese sólo una advertencia, pero no saquemos conclusiones precipitadas. ¿Adónde iba?
Señalo sin mirar por encima de mi hombro hacia la cafetería al otro lado de la calle, incapaz de expresarlo con palabras.
—La espero aquí.
Sacude la cabeza mientras se saca el teléfono del bolsillo y me mira con severidad para advertirme que no vuelva a escabullirme.
Me vuelvo con piernas temblorosas y hago todo lo posible para que recuperen algo de estabilidad antes de presentarme ante mis compañeros de trabajo. No quiero
que sospechen que algo va mal. Pero algo va muy mal. Alguien acaba de intentar atropellarme, y si tengo en cuenta la preocupación que M iller ha expresado en los
últimos días, sólo puedo llegar a la conclusión de que los matones, los cerdos inmorales o como quieran llamarlos, son los responsables. Me están lanzando un mensaje.
Percibo el aroma familiar y los sonidos de la cafetería, y al hacerlo casi me resulta fácil sonreír.
—¡Dios mío! ¡Livy! —Sylvie sale corriendo por el salón y deja a un montón de clientes pasmados mientras siguen su recorrido hasta mí. Yo permanezco donde
estoy por miedo a que se estrelle contra la puerta si me aparto—. ¡Cuánto me alegro de verte!
Choca contra mí y me deja sin aliento.
—Hola —digo con el poco aire que me queda, y frunzo el ceño de nuevo al ver un rostro desconocido tras el mostrador de la cafetería.
—¿Cómo estás? —Sylvie se aparta, pero mantiene las manos sobre mis hombros y aprieta los labios mientras inspecciona mi rostro.
—Bien —respondo a pesar de lo poco que lo estoy, distraída por la chica tras el mostrador que controla la cafetera como si llevase años aquí.
—Me alegro —contesta Sylvie, sonriendo—. ¿Y Miller?
—Bien, también —confirmo, y de repente me siento incómoda y empiezo a mover los pies de manera nerviosa.
Unas vacaciones sorpresa. Eso es lo que ella cree. Después de los altibajos en nuestra relación, que Miller quisiese disfrutar conmigo de un poco de tiempo de
calidad era una excusa perfectamente creíble para justificar mi ausencia repentina. Del pareció sorprendido cuando lo llamé para decirle que iba a estar fuera una semana,
pero me dio su bendición y me deseó buen viaje. El problema es que ha sido más de una semana.
Mi teléfono me vuelve a sonar en la mano y empiezo a evaluar de nuevo las ventajas de no tener uno. Aparto la pantalla de los ojos curiosos de Sylvie y silencio el
dispositivo. Será Miller o William, y aún no quiero hablar con ninguno de los dos.
—¿Cómo van las cosas por aquí? —pregunto, usando la única técnica de distracción que tengo.
Funciona. Su brillante melenita negra se mueve de un lado a otro cuando sacude la cabeza y suspira con cansancio.
—Es una locura. Y Del tiene más encargos de catering que nunca.
—¡Livy! —Del aparece por la puerta de vaivén de la cocina, seguido de Paul—. ¿Cuándo has vuelto?
—Ayer.
Sonrío incómoda y un poco avergonzada por no haberlo avisado. Pero todo ha sido muy repentino, y desde que Miller me contó lo del ataque al corazón de mi
abuela no he podido pensar en nada más que no fuera en ella. Todo lo demás me parecía intrascendente, incluido mi trabajo. Sin embargo, ahora que estoy aquí, me
muero de ganas de empezar otra vez, en cuanto me asegure de que la abuela se ha recuperado del todo.
—Me alegro de verte, querida. —Paul me guiña un ojo, regresa a la cocina y deja a Del secándose las manos con un trapo.
Mira de soslayo a la chica nueva, que está ahora entregándole un café a un cliente, y me mira de nuevo con una sonrisa embarazosa.
De repente me siento cohibida y fuera de lugar.
—No sabía cuándo ibas a volver —empieza—. Y no dábamos abasto. Rose vino preguntando si había algún puesto libre, y tuvimos que dárselo.
Se me cae el alma a las Converse. Me han sustituido y, por la expresión de culpabilidad de Del y por el sonido de su voz, deduzco que no piensa readmitirme.
—Lo entiendo. —Sonrío, fingiendo indiferencia.
No lo culpo. Apenas acudí las semanas anteriores a mi desaparición.
Observo a Rose cargando el filtro de la cafetera y me invade un irracional sentido de la posesión. El hecho de que esté realizando la tarea con tanta soltura y con
una mano cuando alarga la otra para coger un trapo no ayuda. Me han sustituido, y lo peor de todo es que lo han hecho por alguien más competente. Me siento herida,
y estoy agotando todas mis fuerzas para que no se me note.
—No te preocupes, Del. En serio. No esperaba que me guardases el puesto. No sabía que iba a estar tanto tiempo fuera. —M iro mi teléfono en la mano y veo el
nombre de Miller, pero no contesto y me obligo a mantener mi sonrisa fija en la cara—. Además, a mi abuela le darán el alta mañana, así que tendré que quedarme en
casa para cuidar de ella.
Es irónico. Me pasé mucho tiempo usando a la abuela como excusa para mantenerme alejada del mundo alegando que tenía que cuidar de ella, y ahora de verdad
necesita mi ayuda. Cuando quiero formar parte del mundo. Me siento tremendamente culpable por permitirme cierto resentimiento. Estoy empezando a estar enfadada
con todos y por todo. La misma gente que me da la libertad es la que me la arrebata.
—¿Tu abuela está enferma? —pregunta Sylvie con cara de compasión—. No sabíamos nada.
—Vaya, Livy, cielo, lo siento mucho. —Del se aproxima a mí, pero me aparto y siento cómo mis emociones se apoderan de mí.
—Sólo ha sido un susto, nada importante. Le darán el alta mañana o el viernes.
—Bueno, me alegro. Cuida de ella.
Sonrío cuando Sylvie me frota el brazo. Tanta compasión se me hace insoportable.
Necesito huir de aquí.
—Ya nos veremos —digo, y me despido de Del con la mano antes de salir del establecimiento.
—¡Llámanos o pásate de vez en cuando! —grita mi exjefe antes de volver a la cocina y continuar con su negocio como de costumbre, un negocio del que ya no
formo parte.
—Cuídate, Livy. —Sylvie parece sentirse culpable. No debería. Esto no es culpa suya y, en un intento de animarla, le hago ver que estoy bien y planto una
enorme sonrisa en la cara mientras hago una reverencia.
Se ríe, da media vuelta con sus botas de motera, regresa tras el mostrador y deja que cierre la puerta de mi viejo trabajo y de la gente a la que tanto cariño le había
cogido. Me pesan los pies mientras avanzo por la acera y, cuando por fin levanto la vista, veo un coche que me espera y a Ted sosteniendo la puerta de atrás abierta.
Entro sin mediar palabra. La puerta se cierra y Ted se sienta delante en un santiamén y se funde con el tráfico londinense de la tarde. M i baja moral es evidente, tal y
como esperaba, aunque parece ser que últimamente tengo tendencia a bajármela todavía más.
—Tú conociste a mi madre —digo en voz baja, pero sólo recibo un leve asentimiento con la cabeza por respuesta—. Creo que ha regresado a Londres —digo como
si tal cosa, como si no fuese importante que fuese así.
—Tengo órdenes de llevarla a casa, señorita Taylor.
Hace caso omiso de mi observación, lo cual me indica que los labios de Ted están sellados, si es que hay algo que saber. El caso es que espero que no haya nada, y
eso hace que me pregunte por qué intento indagar entonces. La abuela no lo soportaría.
Decido conformarme con el silencio de Ted.
—Gracias por salvarme —digo, mostrándole mi bandera blanca a modo de agradecimiento.
—Un placer, señorita Taylor. —El chófer mantiene los ojos en la carretera y evita el contacto visual a través del retrovisor.
Con la mirada perdida por la ventana, veo pasar el mundo. Una enorme nube negra desciende y envuelve mi ciudad favorita en una sombría oscuridad que armoniza
con mi estado mental actual.
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CAPÍTULO 9
El teléfono de Gregory empieza a sonar en cuanto detiene el coche en la esquina de la cafetería, y levanta el culo del asiento para buscarlo en el bolsillo de sus
pantalones mientras yo abro la puerta.
—Luego te llamo —digo, y me inclino hacia él para darle un beso en la mejilla.
De repente, veo que frunce el ceño mirando la pantalla.
—¿Qué pasa?
—Espera. —Levanta un dedo para indicarme que aguarde un momento mientras contesta—. ¿Diga? —Vuelvo a relajarme en mi asiento, con la mano apoyada en el
pomo de la puerta abierta. Observo cómo escucha atentamente durante unos segundos. Parece hacerse pequeño en el asiento—. Está conmigo.
Me encojo, hago una mueca de dolor y aprieto los dientes a la vez, y entonces, de manera instintiva, salgo de la furgoneta y cierro la puerta. Mis pies se apresuran
a trasladarme al otro lado de la carretera. Debería haber imaginado una partida de búsqueda después de haber dejado a Ted esperándome en el hospital y de no haber
respondido a las numerosas llamadas de Miller y William.
—¡Olivia! —grita Gregory.
Me vuelvo cuando estoy a salvo al otro lado de la carretera y veo que me mira sacudiendo la cabeza. Encojo los hombros y me siento tremendamente culpable,
pero sólo porque no he avisado a Gregory de que Ted me estaba esperando por órdenes de William. No lo he arrastrado de manera intencionada al centro de esta batalla.
Me despido de él meneando ligeramente la mano, le doy la espalda y desaparezco por una calle secundaria que me llevará hasta la cafetería. Pero me estremezco
cuando en mi sofisticado iPhone empieza a sonar I’m Sexy and I Know It dentro de mi bolso.
—Mierda —mascullo. Lo extraigo, llorando por dentro por haber escogido este tono para mi mejor amigo.
—Dime, Gregory —saludo sin detenerme.
—¡Eres una zorra retorcida!
Me río y compruebo el tráfico antes de cruzar la calle.
—No soy retorcida. Simplemente no te he contado que hoy tenía chófer.
—¡Joder, Olivia! William está muy cabreado, y también acaba de llamarme el otro chalado.
—¿Miller? —No sé para qué pregunto. ¿Quién si no iba a ser el otro chalado?
—Sí. ¡Joder, nena! ¿En qué momento ser amigo tuyo se convirtió en algo peligroso? Temo por mi columna, mis huesos... ¡y mi puta cara bonita!
—Relájate, Gregory. —Doy un brinco cuando el claxon de un coche me pita y levanto una mano a modo de disculpa mientras llego a la acera—. Ahora los llamo a
los dos.
—Sí, pero hazlo —gruñe.
Esto es absurdo, y ahora estoy sopesando qué es peor. Mi autoinfligida vida solitaria era un poco aburrida, pero mucho más sencilla, ya que sólo estaba yo
conmigo misma para dirigirla. Nadie más. Tengo la sensación de que Miller me despertó, me liberó, tal y como él dijo, pero ahora está intentando arrebatarme esa
sensación de libertad, y estoy empezando a estar resentida con él por ello. Se supone que Gregory tiene que estar de mi parte. Estaré perdida si consiguen llevarse a mi
mejor amigo al lado oscuro.
—¿Eres amigo mío o suyo?
—¿Qué?
—Ya me has oído. ¿Eres amigo mío o suyo? ¿O es que acaso William y tú os habéis hecho íntimos en este tiempo que he estado fuera?
—Muy gracioso, nena. Muy gracioso.
—No es ninguna broma. Respóndeme a la pregunta.
Hay una breve pausa seguida de una larga inspiración.
—Tuyo —responde mientras exhala.
—Me alegro de haberlo aclarado. —Frunzo el ceño, cuelgo a Gregory y miro a ambos lados antes de cruzar la calle que da a la cafetería.
Mis pies vuelan sobre el asfalto, y casi brincan conforme me aproximo a mi lugar de trabajo. También estoy sonriendo.
—¡Olivia!
El bramido, cargado de odio, hace que me detenga en medio de la carretera para volverme. Oigo varios cláxones y más gritos de horror.
—¡Olivia! ¡Apártate!
Miro a mi alrededor frenéticamente, confundida, intentando averiguar la procedencia y la razón de tanta conmoción. Entonces veo un todoterreno negro que viene
en mi dirección a toda velocidad. Mi mente emite las órdenes adecuadas:
«¡Apártate! ¡Corre! ¡Sal de ahí!».
Pero mi cuerpo hace caso omiso de todas ellas. Estoy en shock. Inmóvil. Una presa fácil.
Las constantes órdenes de mi mente eclipsan todos los demás sonidos a mi alrededor. En lo único que puedo centrarme es en ese coche que se acerca cada vez más.
El chirrido de unas ruedas es lo que por fin me saca de mi trance, seguido de unas fuertes pisadas sobre el asfalto. Alguien me agarra por un costado y me lanza
contra el suelo. El impacto me devuelve a la vida, pero mi aterrizaje es suave. Estoy desorientada. Confundida. De repente me estoy moviendo, pero no por mi propia
voluntad, y pronto me encuentro sentada con Ted agachado delante de mí. ¿De dónde ha salido? Si lo he dejado en el hospital...
—Va a conseguir que me echen —dice mientras inspecciona rápidamente mi rostro para comprobar que no estoy herida—. ¡Maldita sea! —refunfuña ayudándome
a levantarme.
—Lo... lo siento —tartamudeo al tiempo que Ted me sacude la ropa sin parar de resoplar con irritación. Me tiembla todo el cuerpo—. No he visto el coche.
—Eso es lo que pretendían —masculla en voz baja, pero lo he oído alto y claro.
—¿Han intentado atropellarme a propósito? —pregunto, perpleja y petrificada ante él.
—Puede que fuese sólo una advertencia, pero no saquemos conclusiones precipitadas. ¿Adónde iba?
Señalo sin mirar por encima de mi hombro hacia la cafetería al otro lado de la calle, incapaz de expresarlo con palabras.
—La espero aquí.
Sacude la cabeza mientras se saca el teléfono del bolsillo y me mira con severidad para advertirme que no vuelva a escabullirme.
Me vuelvo con piernas temblorosas y hago todo lo posible para que recuperen algo de estabilidad antes de presentarme ante mis compañeros de trabajo. No quiero
que sospechen que algo va mal. Pero algo va muy mal. Alguien acaba de intentar atropellarme, y si tengo en cuenta la preocupación que M iller ha expresado en los
últimos días, sólo puedo llegar a la conclusión de que los matones, los cerdos inmorales o como quieran llamarlos, son los responsables. Me están lanzando un mensaje.
Percibo el aroma familiar y los sonidos de la cafetería, y al hacerlo casi me resulta fácil sonreír.
—¡Dios mío! ¡Livy! —Sylvie sale corriendo por el salón y deja a un montón de clientes pasmados mientras siguen su recorrido hasta mí. Yo permanezco donde
estoy por miedo a que se estrelle contra la puerta si me aparto—. ¡Cuánto me alegro de verte!
Choca contra mí y me deja sin aliento.
—Hola —digo con el poco aire que me queda, y frunzo el ceño de nuevo al ver un rostro desconocido tras el mostrador de la cafetería.
—¿Cómo estás? —Sylvie se aparta, pero mantiene las manos sobre mis hombros y aprieta los labios mientras inspecciona mi rostro.
—Bien —respondo a pesar de lo poco que lo estoy, distraída por la chica tras el mostrador que controla la cafetera como si llevase años aquí.
—Me alegro —contesta Sylvie, sonriendo—. ¿Y Miller?
—Bien, también —confirmo, y de repente me siento incómoda y empiezo a mover los pies de manera nerviosa.
Unas vacaciones sorpresa. Eso es lo que ella cree. Después de los altibajos en nuestra relación, que Miller quisiese disfrutar conmigo de un poco de tiempo de
calidad era una excusa perfectamente creíble para justificar mi ausencia repentina. Del pareció sorprendido cuando lo llamé para decirle que iba a estar fuera una semana,
pero me dio su bendición y me deseó buen viaje. El problema es que ha sido más de una semana.
Mi teléfono me vuelve a sonar en la mano y empiezo a evaluar de nuevo las ventajas de no tener uno. Aparto la pantalla de los ojos curiosos de Sylvie y silencio el
dispositivo. Será Miller o William, y aún no quiero hablar con ninguno de los dos.
—¿Cómo van las cosas por aquí? —pregunto, usando la única técnica de distracción que tengo.
Funciona. Su brillante melenita negra se mueve de un lado a otro cuando sacude la cabeza y suspira con cansancio.
—Es una locura. Y Del tiene más encargos de catering que nunca.
—¡Livy! —Del aparece por la puerta de vaivén de la cocina, seguido de Paul—. ¿Cuándo has vuelto?
—Ayer.
Sonrío incómoda y un poco avergonzada por no haberlo avisado. Pero todo ha sido muy repentino, y desde que Miller me contó lo del ataque al corazón de mi
abuela no he podido pensar en nada más que no fuera en ella. Todo lo demás me parecía intrascendente, incluido mi trabajo. Sin embargo, ahora que estoy aquí, me
muero de ganas de empezar otra vez, en cuanto me asegure de que la abuela se ha recuperado del todo.
—Me alegro de verte, querida. —Paul me guiña un ojo, regresa a la cocina y deja a Del secándose las manos con un trapo.
Mira de soslayo a la chica nueva, que está ahora entregándole un café a un cliente, y me mira de nuevo con una sonrisa embarazosa.
De repente me siento cohibida y fuera de lugar.
—No sabía cuándo ibas a volver —empieza—. Y no dábamos abasto. Rose vino preguntando si había algún puesto libre, y tuvimos que dárselo.
Se me cae el alma a las Converse. Me han sustituido y, por la expresión de culpabilidad de Del y por el sonido de su voz, deduzco que no piensa readmitirme.
—Lo entiendo. —Sonrío, fingiendo indiferencia.
No lo culpo. Apenas acudí las semanas anteriores a mi desaparición.
Observo a Rose cargando el filtro de la cafetera y me invade un irracional sentido de la posesión. El hecho de que esté realizando la tarea con tanta soltura y con
una mano cuando alarga la otra para coger un trapo no ayuda. Me han sustituido, y lo peor de todo es que lo han hecho por alguien más competente. Me siento herida,
y estoy agotando todas mis fuerzas para que no se me note.
—No te preocupes, Del. En serio. No esperaba que me guardases el puesto. No sabía que iba a estar tanto tiempo fuera. —M iro mi teléfono en la mano y veo el
nombre de Miller, pero no contesto y me obligo a mantener mi sonrisa fija en la cara—. Además, a mi abuela le darán el alta mañana, así que tendré que quedarme en
casa para cuidar de ella.
Es irónico. Me pasé mucho tiempo usando a la abuela como excusa para mantenerme alejada del mundo alegando que tenía que cuidar de ella, y ahora de verdad
necesita mi ayuda. Cuando quiero formar parte del mundo. Me siento tremendamente culpable por permitirme cierto resentimiento. Estoy empezando a estar enfadada
con todos y por todo. La misma gente que me da la libertad es la que me la arrebata.
—¿Tu abuela está enferma? —pregunta Sylvie con cara de compasión—. No sabíamos nada.
—Vaya, Livy, cielo, lo siento mucho. —Del se aproxima a mí, pero me aparto y siento cómo mis emociones se apoderan de mí.
—Sólo ha sido un susto, nada importante. Le darán el alta mañana o el viernes.
—Bueno, me alegro. Cuida de ella.
Sonrío cuando Sylvie me frota el brazo. Tanta compasión se me hace insoportable.
Necesito huir de aquí.
—Ya nos veremos —digo, y me despido de Del con la mano antes de salir del establecimiento.
—¡Llámanos o pásate de vez en cuando! —grita mi exjefe antes de volver a la cocina y continuar con su negocio como de costumbre, un negocio del que ya no
formo parte.
—Cuídate, Livy. —Sylvie parece sentirse culpable. No debería. Esto no es culpa suya y, en un intento de animarla, le hago ver que estoy bien y planto una
enorme sonrisa en la cara mientras hago una reverencia.
Se ríe, da media vuelta con sus botas de motera, regresa tras el mostrador y deja que cierre la puerta de mi viejo trabajo y de la gente a la que tanto cariño le había
cogido. Me pesan los pies mientras avanzo por la acera y, cuando por fin levanto la vista, veo un coche que me espera y a Ted sosteniendo la puerta de atrás abierta.
Entro sin mediar palabra. La puerta se cierra y Ted se sienta delante en un santiamén y se funde con el tráfico londinense de la tarde. M i baja moral es evidente, tal y
como esperaba, aunque parece ser que últimamente tengo tendencia a bajármela todavía más.
—Tú conociste a mi madre —digo en voz baja, pero sólo recibo un leve asentimiento con la cabeza por respuesta—. Creo que ha regresado a Londres —digo como
si tal cosa, como si no fuese importante que fuese así.
—Tengo órdenes de llevarla a casa, señorita Taylor.
Hace caso omiso de mi observación, lo cual me indica que los labios de Ted están sellados, si es que hay algo que saber. El caso es que espero que no haya nada, y
eso hace que me pregunte por qué intento indagar entonces. La abuela no lo soportaría.
Decido conformarme con el silencio de Ted.
—Gracias por salvarme —digo, mostrándole mi bandera blanca a modo de agradecimiento.
—Un placer, señorita Taylor. —El chófer mantiene los ojos en la carretera y evita el contacto visual a través del retrovisor.
Con la mirada perdida por la ventana, veo pasar el mundo. Una enorme nube negra desciende y envuelve mi ciudad favorita en una sombría oscuridad que armoniza
con mi estado mental actual.
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