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CAPÍTULO 27
Salgo del apartamento de Miller y me encuentro a Gregory apoyado
en la
pared del
descansillo, mirando el móvil.
—Hola —digo, y cierro la puerta.
Levanta la vista y se aparta de la pared con una tensa sonrisa.
—Hola, muñeca.
Sólo con escuchar esas palabras me dan ganas de llorar.
—¿Qué nos ha pasado? —pregunto.
Gregory mira hacia la brillante puerta negra y después a mí.
—Que apareció ese tío que detesta tu café.
—Es muchas más cosas que el tío que detesta mi café —contesto
tranquila
—. Y sólo odió
mi primer café, así que, técnicamente, ya no podemos seguir
llamándolo
así.
—Soplapollas.
—Eso está reservado para Ben. ¿Lo has visto últimamente?
Sus anchos hombros se ponen rígidos. Se siente culpable.
—No estamos aquí para hablar de mi desequilibrada vida
sentimental.
Casi tropiezo como resultado de su osadía.
—Mi vida sentimental no está desequilibrada —replico.
—¡Relájate! —Se coloca delante de mí en dos pasos—. ¡Ése de ahí
dentro
—dice
señalando la puerta de Miller— está desequilibrado, y te lo está
pegando!
Me pongo a la defensiva y el rostro se me descompone de la rabia.
—No pienso escuchar esto.
Doy media vuelta y me dispongo a abandonar nuestra «charla» para
ir a
buscar el consuelo
de mi desequilibrado, obsesivo-compulsivo, perseguido por sus demonios,
posesivo, dolido,
drogadicto, excélebre chico de compañía y caballero a tiempo
parcial. Es
cierto que está algo
desequilibrado, pero es mi Miller, con sus manías y sus problemas.
Y lo
amo.
—¡Olivia, espera! —Gregory me agarra del brazo con cierta brusquedad,
pero me suelta en
cuanto grito—. ¡Mierda! —maldice.
Me vuelvo y me froto el brazo con el ceño fruncido.
—¡Contrólate!
Parece realmente nervioso.
—Perdona, es que no quería que te fueras.
—Pues dímelo.
Fija sus ojos marrones en mi brazo.
—Espero no haberte dejado ninguna marca. Me gustaría conservar
intacto
el espinazo.
Aprieto los labios para evitar sonreír ante su chiste mordaz.
—Estoy bien.
—Joder, menos mal. —Se mete las manos en los bolsillos y baja la
vista
avergonzado—.
¿Empezamos de nuevo?
Siento un tremendo alivio.
—Por favor.
—Genial. —Levanta la vista con sus ojos marrones llenos de
remordimiento—. ¿Damos
un paseo y hablamos? No me siento cómodo criticando al tío que
odia tu
café cuando está tan
cerca.
Pongo los ojos en blanco, me agarro de su brazo y lo guío hacia la
escalera.
—Vamos.
—¿Se ha averiado el ascensor?
Me detengo al instante, extrañada ante mí misma. No me había dado
cuenta de que estaba
adoptando todos los hábitos obsesivos de Miller.
—No.
Gregory arruga la frente también mientras nos dirigimos al
ascensor y nos
metemos en él
en cuanto llega. Su rostro refleja temor, pero no estoy segura de
si debo
decírselo o
preguntarle cómo está, ya que ambos estamos sonriendo ahora, de
modo
que pruebo algo
completamente diferente.
—¿Qué tal el trabajo?
—Como siempre —masculla sin entusiasmo, zanjando en el acto la
conversación.
Me esfuerzo de nuevo.
—¿Tus padres bien?
—Estupendamente.
—¿Qué tal van las cosas con Ben?
—Regular.
—¿Ha salido del armario?
—No.
Pongo los ojos en blanco.
—¿De qué hablábamos antes de que conociera a Miller?
Se encoge de hombros mientras la puerta se abre. Salgo primero y
busco en
mi mente en
blanco algo de lo que hablar que no sea Miller y la inevitable
intromisión
que se avecina. No
se me ocurre nada.
Saludo amablemente al portero con la cabeza y, haciendo caso omiso
del
reflejo del cuerpo
de Gregory arrastrando los pies detrás de mí, empujo la puerta y
emerjo a
un soleado y fresco
día londinense. Creía que el inmenso espacio abierto que me rodea
me
provocaría una
sensación de libertad, pero no es así en absoluto. Me asfixio al
pensar en el
inminente
interrogatorio de Gregory, y estoy desesperada por volver
corriendo junto a
Miller y obtener
mi libertad a través de sus besos en su apartamento. A través de
«lo que
más le gusta». A
través de él.
Me vuelvo, suspirando, y encuentro a Gregory con cierto aire
incómodo
detrás de mí. Es
evidente que tampoco se le ocurre nada que decir o hacer. Ha
insistido en
charlar. Debe de
tener cosas que decir y, aunque no deseo escucharlas
especialmente, me
gustaría que lo soltase
ya y decirle que está perdiendo el tiempo... otra vez.
—¿Vamos a tomar café o no? —pregunto señalando la dirección de la
cafetería.
—Claro —farfulla malhumorado, como si supiera que está a punto de
malgastar saliva.
Se acerca a mí y empezamos a avanzar por la calle. Nos separa una
distancia de al menos
un metro y la incomodidad rellena ese espacio. Las cosas nunca
habían
sido así entre nosotros,
y no estamos conversando, lo que me proporciona demasiado tiempo de
reflexión silenciosa
para preguntarme cómo hemos llegado a esto. Nuestra estúpida
discusión
en mi dormitorio
aquel día fue motivo de preocupación, pero parece que la
hostilidad entre
Miller y Gregory ha
disminuido, lo cual es sin duda algo positivo.
Cruzamos una carretera con bastante facilidad, ya que es bastante
temprano, y seguimos
caminando tranquilamente. Gregory toma aire constantemente para
hablar,
pero nunca llega a
decir nada, y yo busco ansiosa una señal que me indique que
estamos cerca
de la cafetería. El
malestar que nos oprime se está volviendo casi insoportable.
—Sólo dime qué le ves.
Gregory me detiene y yo abro y cierro la boca intentando buscar la
mejor
manera de
explicarlo. En mi mente está clarísimo, pero cuando intento
exteriorizarlo
no me salen las
palabras adecuadas. No tengo por qué justificarme ante nadie, pero
de
repente es muy
importante para mí que Gregory entienda por qué sigo aquí.
—Todo. —Sacudo la cabeza, deseando que se me hubiera ocurrido algo
mejor.
—¿Es porque es chico de compañía?
—¡No!
—¿Por dinero?
—No seas idiota. Sabes que tengo una cuenta en el banco repleta de
pasta.
—¿Porque es intenso?
—Mucho, pero no tiene nada que ver con eso. No sería Miller si no
tuviera
sus problemas.
Ese hombre es el resultado de la vida que ha tenido hasta ahora.
Era
huérfano, Gregory. Sus
abuelos lo metieron en un orfanato de dudosa reputación y
obligaron a su
joven madre a volver
a Irlanda, dejándolo atrás porque su existencia supondría una
vergüenza
para la familia.
—Eso no le da derecho a comportarse como un auténtico capullo —
masculla arrastrando
las botas sobre el suelo de cemento bajo sus pies—. Todos tenemos
problemas.
—¿Problemas? —exclamo indignada—. ¡Ser huérfano, indigente, sufrir
de
TOC y recurrir
a la prostitución para sobrevivir no es un problema, Greg, es una
puta
tragedia!
Mi amigo abre los ojos como platos, y yo frunzo el ceño extrañada.
—¿Indigente?
—Sí, era indigente.
—¿Tiene un TOC?
—No está diagnosticado, pero es bastante evidente.
—¡¿Prostitución?! —grita con efectos retardados.
Soy consciente de mi error inmediatamente. Chico de compañía. No
es
necesario que
Gregory sepa que Miller fue un prostituto normal y corriente y,
aunque no
haya mucha
diferencia, lo último resulta menos horrible. Lo cual es
totalmente ridículo.
—Sí. —Elevo la barbilla, retándolo a hacer algún comentario, y
pienso en
lo que diría si
añadiese lo de las drogas a la lista.
Mi estrategia fracasa a todos los niveles.
—¡Vaya, la cosa mejora! —Se ríe, pero es una sonrisa nerviosa—. Y
estoy
bastante seguro
de que es un psicótico también, así que tienes un pirado en toda
regla.
—Él-no-es-un-pirado —digo deteniéndome en todas las palabras con
los
dientes apretados,
y siento que empieza a hervirme la sangre—. Tú no lo ves cuando
estamos
solos. Nadie lo ve.
Sólo yo. Sí, puede ser un estirado, y ¿qué más da si le gusta que
las cosas
estén de una manera
determinada? ¡Ni que estuviera matando a alguien!
—Probablemente lo haya hecho.
Reculo disgustada. Las palabras se me acumulan en la punta de la
lengua y
en el cerebro,
sin saber con cuáles empezar a insultar a Gregory.
—¡Vete a la mierda! —Me decanto por esta socorrida expresión y,
una vez
se la espeto a la
cara, doy media vuelta y me dirijo de regreso al apartamento de
Miller
pisando con fuerza el
pavimento.
—¡Livy, venga ya!
—¡Lárgate! —No me vuelvo para mirarlo. Es posible que estalle si
lo
hago. Pero entonces
me viene algo a la cabeza y doy media vuelta de nuevo—. ¿De dónde
sacaste la tarjeta de
Miller?
Se encoge de hombros.
—De esa tía morena que estaba en Ice la noche de la inauguración.
¡Esa
que era un pibón!
«Cassie.»
Monto en cólera y la presión se acumula en mi cabeza. «¡Será
zorra!»
Acelero el paso,
preocupada por mi creciente furia. Quiero golpear algo. Con
fuerza.
—¡Ah! —grito con voz aguda cuando Gregory me levanta de pronto en
el
aire cogiéndome
en brazos.
Cambia de dirección y cruza de nuevo la calle en dirección a la
cafetería,
haciendo caso
omiso de mi mirada de incredulidad.
—Impertinente —dice simplemente—. Me alegra que te hayas mostrado
tan perseverante.
La tensión acumulada desaparece de mi cuerpo y me relajo en sus
brazos.
—Lo quiero, Gregory.
—Ya lo veo —admite a regañadientes—. Y ¿él te quiere?
—Sí —respondo, porque sé a ciencia cierta que es así. No lo dice
directamente, pero es su
manera de ser.
—¿Te hace feliz?
—Más de lo que te puedas llegar a imaginar, pero sería mucho más
feliz si
la gente nos
dejara en paz.
Siento que mi amigo se desinfla bajo mi cuerpo suspendido con un
suspiro.
Se detiene, me
deja en el suelo y me agarra de mis pequeños hombros.
—Nena, tengo una mala sensación. Es tan... —Hace una pausa, se
lleva la
mano a la frente
y se la frota en un claro gesto de preocupación.
—¿Tan qué?
Arruga los labios y deja caer ambas manos a sus costados.
—Oscuro.
Asiento e inspiro hondo.
—Conozco todo lo oscuro que hay en él. Y yo lo lleno de luz. Lo
estoy
ayudando y, tanto si
decides aceptarlo como si no, él me ha ayudado a mí también. Es el
hombre de mi vida,
Gregory. Jamás renunciaré a él.
—Vaya. —Mi amigo exhala y a continuación hincha las mejillas de
aire—.
Lo que estás
diciendo es muy fuerte, Olivia.
Me encojo de hombros.
—Es la verdad. ¿Es que no lo ves? No me tiene presa ni me obliga a
nada.
Estoy ahí por
voluntad propia y porque es donde tengo que estar. Espero que
encuentres a
la persona
adecuada para ti algún día, y espero que te mueras por él tanto
como yo por
Miller. Él es
especial.
Hago una mueca de dolor para mis adentros al darme cuenta de lo
que
acabo de decir, y a
continuación alejo ese pensamiento de mi mente todo lo posible.
Siento una inmensa paz cuando veo la evidente expresión de
asimilación
de Gregory. No
estoy segura de que lo entienda, y tal vez nunca lo haga, pero con
que lo
aceptara me bastaría
para empezar. No espero que sean amigos del alma. No creo que
Miller
pueda tener una
amistad así de intensa con nadie; no es una persona sociable. No
encaja con
la gente, y menos
aún con los entrometidos. Pero lo mínimo que podrían hacer es
comportarse de manera
civilizada. Por mí, deberían hallar la manera de hacerlo.
—Lo intentaré —susurra Gregory casi a regañadientes, pero el
corazón me
da un brinco de
alegría—. Si él está dispuesto a intentarlo, yo también.
Sonrío, probablemente sea la sonrisa más amplia que he esbozado
jamás, y
me lanzo a sus
brazos haciendo que se tambalee con una pequeña risita.
—Gracias. Él también se preocupa por mí, Gregory. Tanto como tú. —
Decido omitir que
probablemente se preocupe más, porque sé que eso no ayudaría a mi
causa.
No decimos nada más. Simplemente nos abrazamos con la energía de
demasiadas semanas
de tiempo perdido, hasta que por fin me separo victoriosa y
eufórica. Su
disposición, claro
está, depende de que Miller acceda, pero no me cabe la menor duda
de que
lo hará. Mientras
Greg prometa no interferir y dejar que sea feliz, todo irá bien. Beso
su
atractiva mejilla, me
agarro de su brazo y nos volvemos para continuar con nuestro
trayecto
hasta la cafetería.
Entonces me quedo parada.
La sangre abandona mi cerebro y Gregory me sostiene con el otro
brazo
para que no me
caiga.
—¿Livy? ¿Qué pasa?
No conozco el BMW blanco que está aparcado junto al bordillo, pero
no es
el sofisticado
vehículo lo que llama mi atención, sino la mujer que está apoyada
en él,
observándonos
mientras se fuma un cigarrillo. Ya la he visto antes, y jamás
olvidaré su
rostro.
Sophia.
Viste una preciosa gabardina impermeable de color blanco polar
como su
coche. Lleva los
labios pintados de rojo intenso, y su melenita perfecta y recta
está tan
perfecta como la última
vez que tuve el placer de verla. Siento náuseas.
—¿Livy? —La voz de preocupación de Gregory me devuelve a la
realidad
y arranca mis
ojos de la expresión de superioridad dibujada en todo su rostro
impecable
—. Joder, te has
quedado blanca como la cal. —Me pone la mano en la frente—. ¿Vas a
vomitar?
—No —respondo débilmente, considerando las altas probabilidades
que
hay de que lo
haga.
Esa mujer despierta mis recelos más que ninguna de las otras de la
vida de
Miller con las
que me he topado. Por una razón, y es que estaba en el apartamento
de
Miller en mitad de la
noche. También estaba bebiendo vino, en casa, y esa idea no se me
había
pasado por la cabeza
hasta ahora. Con ella hay algo diferente, y no me gusta. No me
gusta nada.
Después de arreglar
las cosas con Gregory, lo que menos necesito es que me monte una
escena,
me suelte alguna
advertencia o me menosprecie.
Intentando desesperadamente recomponerme, fuerzo una sonrisa y
tiro del
brazo de mi
amigo.
—¿Vamos a llegar algún día a la cafetería?
—Me estaba preguntando lo mismo. —Sonríe y me sigue. Creo que no
se
ha dado cuenta
de nada, aparte de que me haya dado un algo de repente.
Sophia podría fastidiarlo todo y, cuando oigo el sonido de unos
tacones
caros sobre el
pavimento a mis espaldas, sé al instante que está a punto de
hacerlo.
—Olivia, ¿no? —ronronea, lo que provoca que se tensen todos los
músculos de mi cuerpo.
Tropiezo y cierro los ojos con fuerza con la esperanza de que, si
finjo no
oírla, tal vez se
largue. Lo dudo mucho, pero por intentarlo que no quede. Continúo
caminando. Gregory me
está hablando, pero no escucho nada de lo que dice, sólo el
murmullo
distante de su tono en la
distancia. A ella, en cambio, sí la oigo:
—¿O prefieres que te llamen «niña dulce e inocente»?
El corazón se me para en el pecho y mis pies dejan de pisar la
acera. No
hay escapatoria.
Y, cuando Gregory mira por encima de su hombro con curiosidad, sé
que
estoy a punto de
vivir una confrontación.
Me vuelvo despacio y la veo a sólo unos pasos detrás de mí. Da una
lenta
calada a su
cigarrillo y me observa detenidamente.
—¿Puedo ayudarte? —pregunto con el tono más relajado y
despreocupado
que consigo
expresar, sin molestarme en mirar y analizar la expresión de
Gregory. Sé
que será inquisitiva,
y de todos modos yo no puedo apartar mi mirada recelosa de esa
mujer
altiva.
—Ehhh, creo que sí —responde, y tira la colilla de su cigarrillo a
la cuneta
—. Vayamos a
dar una vuelta, ¿te parece? —Alarga el brazo hacia el BMW y,
cuando
miro, me encuentro al
chófer sujetando la puerta abierta.
—¿Quién es ésta? —pregunta por fin Gregory acercándose a mí.
—Sólo soy una amiga —dice Sophia respondiendo por mí, aligerando
la
presión de
inventarme una respuesta consistente antes de que Gregory continúe
sondeando. Sin embargo,
no estoy segura de que su explicación haya colado.
—¿Livy? —Mi amigo me da un toque en el hombro para obligarme a
volverme hacia él.
Tiene las cejas enarcadas a modo de interrogación.
—Una amiga —farfullo débilmente mientras mi mente se apresura en
calcular mi próximo
movimiento.
No se me ocurre nada. Ella me ha llamado «niña dulce e inocente».
¿Miller
ha estado
hablando con ella sobre mí?
—No tengo todo el día. —Sophia interrumpe mis pensamientos con su
impaciencia.
—No tengo nada que decirte.
—Pero yo tengo mucho que decirte a ti. Si es que Miller te importa
lo más
mínimo... —me
suelta para provocarme.
Mis piernas me sorprenden transportándome automáticamente hacia el
coche, incentivadas
por sus palabras y por la posible información.
—¡Livy! —grita Gregory, pero no me doy la vuelta. No necesito
verle la
cara, y no
necesito que me disuada de hacer algo que sé que podría ser
tremendamente imprudente—.
Olivia, ¿adónde vas?
Me vuelvo y veo que el chófer de Sophia intercepta a Gregory para
evitar
que venga a por
mí.
Gregory lo mira con el ceño fruncido.
—¿Quién coño eres tú? ¡Apártate de mi camino!
El chófer levanta la mano y la apoya en el hombro de Gregory.
—Sé inteligente, chico. —Su tono apesta a amenaza, y Gregory se
asoma
por encima de él,
todavía frunciendo el ceño, con su atractivo rostro cargado de
confusión.
—¡Olivia!
Empieza a forcejear con el conductor, pero es un hombre
corpulento,
amenazador.
Me meto en el coche. La puerta se cierra y, unos momentos después,
la otra
puerta trasera
se abre y Sophia se acomoda en el asiento de piel. Debo de estar
completamente loca. No me
gusta esta mujer, y sé que no me va a gustar lo que tenga que
decirme. Aun
así, me invade un
deseo completamente irracional de saber. Si ella sabe algo que
pueda
ayudar, necesito
averiguar qué es. Más información. Información que puede que me
rompa
el corazón, ya
maltrecho, o puede que simplemente acabe con mi persona.
El coche se aleja del bordillo justo cuando Gregory empieza a
golpear la
ventana de mi
lado. Me odio por hacerle esto, pero le hago caso omiso.
—¿Es tu novio? —pregunta Sophia alisándose la gabardina.
Estoy a punto de espetarle que mi novio es Miller, pero algo me
detiene.
¿El instinto, tal
vez?
—Es mi mejor amigo —digo en cambio—. Y es gay.
—¡Vaya! —se ríe—. Qué idílico. El mejor amigo gay.
—¿Adónde vamos? —pregunto para cambiar de tema. No quiero que sepa
nada más sobre
mi vida.
—A dar un agradable paseo.
Me mofo. Nada que tenga que ver con Sophia es agradable.
—Has dicho que tenías información. ¿Qué información? —le espeto.
Vayamos al grano.
No quiero estar en este coche, y estoy decidida a salir de él cuanto
antes.
Tan pronto como esta
mujer me informe de por qué estoy aquí.
—Antes de nada, me gustaría que te alejases de Miller Hart.
Es una petición, pero la ha expresado de tal manera que es
imposible pasar
por alto la
amenaza. El alma, el corazón, la esperanza..., todo se me cae a
los pies.
Pero ahora las palabras
de Miller sobre control de daños y distracción cobran sentido.
Nadie puede
saber lo nuestro, y,
aunque me mata, sé lo que tengo que hacer.
—¿Alejarme de él? Si sólo lo he visto unas cuantas veces —repongo.
Siento que estoy a punto de meter la pata y decir la verdad, y eso
que sólo
acaba de
empezar. Sophia tiene mucho más que decir, lo intuyo.
—No está disponible.
Frunzo el ceño, centrándome en sus ojos azules que rezuman
victoria. Esta
mujer siempre
consigue lo que quiere.
—Eso no es asunto mío.
—¿Ah, no? —Sonríe. Me pone los pelos de punta—. Estás bastante
cerca
de su
apartamento.
Siento que flaqueo, pero recobro la compostura antes de delatarme.
—Mi amigo vive cerca de aquí.
—Hum...
Abre un bolso estructurado de Mulberry, mete la mano y saca una
pitillera
de plata
labrada. Su gesto condescendiente me encoleriza. Noto que la
irritación
sustituye a la
incomodidad que siento, y llego a la conclusión de que eso es algo
positivo. «¡Insolencia,
joder, no me falles ahora!» Sus largos dedos seleccionan un
cigarrillo de
una fila ordenada
sujeta por una barra de plata. Cierra la tapa y se lleva el
pitillo a los labios
rojos.
—Miller Hart no puede perder el tiempo con una niñita curiosa.
Estiro el cuello mientras se enciende el cigarrillo.
—¿Disculpa?
Ella da una larga calada, me observa con aire pensativo y expulsa
una
columna de humo en
mi dirección. Hago caso omiso de la pútrida nube que me envuelve
con la
vista fija en ella. No
pienso amilanarme. Mi descaro hace acto de aparición y llega
pisando con
fuerza.
—La mayoría de las mujeres se divierten con Miller Hart, «niña
dulce e
inocente» —dice
subrayando de nuevo el término cariñoso con el que Miller se
refiere a mí
—. Y algunas, como
tú, son tan estúpidas que creen que conseguirán algo más. No lo
harán. De
hecho, creo que dijo
que eras «sólo una niñita que tiene más curiosidad de la que le
conviene»,
que cogió tu dinero
y se divirtió contigo, pero nada más.
Sus palabras me revuelven el estómago, y se suman a todas las
demás
reacciones
indeseadas que está obteniendo de mí con sus crueles comentarios.
—Sé perfectamente lo que puedo esperar de Miller —digo—. No soy
estúpida. Fue
divertido mientras duró.
—Hum... —murmura mientras me observa detenidamente y haciéndome
sentir tan
incómoda que quiero apartar la mirada. No obstante, me mantengo
firme y
no lo hago—.
Nadie lo conoce como yo. Lo conozco bien —asegura.
Me dan ganas de partirle la cara.
—¿Cómo de bien? —No sé a qué ha venido esa pregunta. No quiero
saber
la respuesta.
—Conozco sus normas —dice—, sus manías, los demonios que lo
persiguen. Los conozco
todos.
—¿Crees que es tuyo?
—Sé que es mío.
—¿Estás enamorada de él?
Su vacilación me dice todo lo que necesito saber, pero sé que me
lo va a
confirmar.
—Amo profundamente a Miller Hart.
La presión en mi cuello aumenta, pero no ha dicho que Miller la
ame a
ella, y eso fortalece
mi determinación. No soy una más ni ninguna «curiosa». Puede que
al
principio sí, pero
nuestra recíproca fascinación cambió eso muy deprisa. Él no
soporta a
Sophia. Canceló su cita,
y era yo la que estaba ahí para preocuparse por él cuando se sumió
en ese
estado. No tengo
miedo de que esté enamorado de esta mujer. Ella es sólo una
clienta. Es
evidente que quiere
ser algo más, pero para Miller es sólo otra entrometida a la que
probablemente heriría si
volviera a verla. Quiere lo que no puede tener. Para Sophia,
Miller Hart es
inalcanzable, al
igual que para cualquier otra mujer. Excepto para mí. Yo ya lo
tengo.
Cuando el coche se detiene junto al bordillo, se vuelve en su
asiento de
cara a mí y eleva la
barbilla para exhalar el humo hacia el techo del vehículo,
ahorrándome
esta vez la tóxica
bocanada. A través de sus capas de maquillaje, detecto un aire
pensativo
mientras me mira de
arriba abajo con ojos de desaprobación.
—Hemos terminado. —Sonríe y señala hacia la puerta, ordenándome en
silencio que salga.
Lo hago, ansiosa por alejarme de la gélida presencia de esta mujer
tan
horrible. Cierro de un
portazo, me vuelvo y la ventanilla desciende. Está sentada en su
asiento,
con aspecto
pretencioso y como si no pasara nada—. Ha sido una charla
agradable.
—No, no lo ha sido —escupo.
—Me alegro de que ambas sepamos en qué situación estamos. No
pueden
pillar a Miller
con niñitas estúpidas. Sería su fin.
Sube la ventanilla, el coche se aleja rápidamente y yo me quedo
temblando
nerviosa en la
cuneta. Me esfuerzo por respirar para controlar el miedo, pero por
más que
intento relajarme y
decirme que sólo está tratando de asustarme, no puedo evitar que
pequeños
fragmentos de
temor se instalen en lo más profundo de mi ser. No, no son
pequeños
fragmentos. Son
meteoros. Inmensos y dañinos. Y me asusta que nos destruyan. ¿Su
fin?
Sumida en un torbellino de incertidumbres, me llevo la mano al
cuello y
empiezo a
masajeármelo, pero me detengo un momento al darme cuenta de que
hay
una razón por la que
estoy haciendo esto. Levanto la mano y el vello se me vuelve a
poner de
punta. Me doy la
vuelta en busca de mi sombra. Hay peatones por todas partes. La
mayoría
de ellos se desplazan
rápido, pero ninguno parece especialmente sospechoso. El temor
asciende
por mi columna,
obligándome a enderezar la espalda. Me están vigilando. Sé que me
están
vigilando. Me
vuelvo hacia un lado y el pelo me golpea la cara, después me vuelvo
hacia
el otro con la
esperanza de que algo me llame la atención, cualquier cosa que
haga que
deje de pensar que
me estoy volviendo totalmente loca.
No veo nada.
Pero sé que hay algo.
Sophia. Pero se ha marchado. ¿O son sólo las consecuencias
prolongadas
de su reciente
presencia? Es posible; la mujer tiene pinta de dejar una huella
indeseada.
Sigo mirando hacia todas partes mientras analizo el entorno que me
rodea,
y no tardo en
darme cuenta de que me han dejado a kilómetro y medio largo de
casa de
Miller. El pánico se
apodera de mí. Me vuelvo y echo a correr a toda velocidad en
dirección al
bloque de
apartamentos de Miller. No miro atrás. Esquivo a la gente y cruzo
las
calles sin mirar hasta
que veo su edificio en la distancia. La visión no me alivia.
Entro volando en el vestíbulo y me meto directamente en un
ascensor que
estaba abierto.
Pulso el botón de la décima planta varias veces frenéticamente.
—¡Vamos! —grito, y me planteo salir del ascensor y subir por la
escalera.
La adrenalina
se ha apoderado de mí, y seguramente subiría más rápido andando
que en
este ascensor, pero
las puertas empiezan a cerrarse, y me dejo caer contra la pared,
cada vez
más impaciente—.
¡Vamos, vamos, vamos! —Comienzo a pasearme por el pequeño espacio,
como si moverme
fuese a hacer que ascendiera más deprisa—. ¡Vamos! —Pego la cara
contra
las puertas cuando
se abren y salgo en cuanto el agujero es lo bastante grande como
para que
quepa mi cuerpo
menudo.
Mis pies apenas tocan el suelo. Corro por el descansillo como alma
que
lleva el diablo, con
el pelo agitándose detrás de mí. Tengo el corazón a punto de
estallar de
nervios, de miedo, de
ansiedad, de desesperación...
La puerta está abierta de par en par, y oigo gritos. Gritos
fuertes. Es Miller.
Ha perdido los
papeles. Mi necesidad de llegar hasta él se dispara. Apenas siento
las
piernas después del
sobreesfuerzo, y cruzo la puerta mirando en todas las direcciones
hasta que
veo su espalda
desnuda. Tiene a Gregory cogido de la garganta y empotrado contra
la
pared.
—¡Miller! —grito, y mis rodillas ceden cuando me detengo de
repente.
Me veo obligada a agarrarme a una mesa cercana para permanecer de
pie.
Los ojos se me
inundan de lágrimas. Todas mis emociones se agolpan y es tanta la
presión
que siento que ya
no puedo contenerla más.
Se vuelve violentamente, con ojos feroces, el pelo alborotado y
movimientos salvajes.
Parece una bestia, una fiera peligrosa. Es peligroso. Implacable.
Único.
Es el chico especial.
Suelta a Gregory de inmediato, y el cuerpo de mi amigo desciende
por la
pared mientras
jadea y se lleva las manos a la garganta con un gesto de dolor. Mi
desesperación no deja
espacio en mi mente para sentirme culpable o preocuparme por él.
Las largas piernas de Miller recorren la distancia que nos separa
en una
milésima de
segundo. Sus ojos siguen oscuros, pero el alivio se refleja en esa
mirada
azul que tanto adoro.
—Livy —exhala con el pecho desnudo tremendamente agitado.
Me abalanzo hacia adelante cuando estoy segura de que está lo
bastante
cerca como para
cogerme y aterrizo en sus brazos abiertos. El estrés que siento se
reduce un
millón de niveles
con el simple hecho de notar su tacto.
—Me han seguido —sollozo.
—Joder —maldice. Suena como si eso le causase un dolor físico—.
¡Mierda! —Me
levanta del suelo y me estrecha con fuerza—. ¿Sophia?
La ansiedad que destila su voz ronca de nuevo hace aumentar mis
niveles
de estrés. Está
demasiado agitado.
—No lo sé. —Y no hace falta que le pregunte cómo sabe que era
Sophia.
Imagino que ha
conseguido una descripción estrangulando a Gregory—. Me dejó a
varias
calles de distancia.
Los sentí después de que se marchara.
Sacudo la cabeza y mantengo el rostro pegado a su cuello. Es
absurdo, pero
me concentro
en inhalar su aroma con la esperanza de que rodearme de todas las
cosas
que me hacen sentir
bien haga que desaparezca este desasosiego. Estoy temblando, da
igual lo
fuerte que me abrace
y, a través de ese movimiento involuntario de mi cuerpo, siento su
corazón
golpeándome el
pecho. Está muerto de preocupación, y eso no hace sino
intensificar mi
creciente temor.
—Ven aquí —dice con voz áspera, como si no tuviera ya el control
pleno
de mi peso
muerto.
Me lleva hasta el interior de su apartamento mientras yo le clavo
las uñas
en los hombros.
Intenta brevemente desengancharme de él, pero cuando me niego en
silencio aferrándome aún
con más fuerza a su cuerpo, lo deja estar y se sienta en el sillón
conmigo
todavía pegada. Se
esfuerza por moverme, colocándome las piernas a un lado hasta que
quedo
acunada sobre su
regazo con la cabeza enterrada bajo su barbilla.
—¿Por qué te has subido a ese coche, Olivia? —pregunta sin ira ni
reproche en el tono—.
Contéstame.
—No lo sé —admito.
Por estupidez. Por curiosidad. Deben de ser la misma cosa.
Suspira y farfulla para sí.
—No te acerques a esa mujer, ¿me oyes?
Asiento, deseando de corazón no haberlo hecho. No he sacado nada
positivo de ello,
excepto saber algo que no quería saber y hacerme algunas preguntas
dolorosas.
—Me ha dicho que le dijiste que yo no era más que un
entretenimiento
para ti.
Las palabras, aunque ya están fuera de mi boca, me dejan un sabor
amargo.
—No quiero que la veas —dice con los dientes apretados, intentando
de
nuevo apartarme
de su pecho. Esta vez cedo, porque necesito verle el rostro, un
rostro
perfecto que refleja un
millón de emociones distintas—. Es mala persona, Olivia. La peor.
Tenía
un motivo para
decirle lo que le dije.
—¿Quién es? —susurro temiendo su respuesta.
—Una entrometida. —Su respuesta es directa y me dice todo lo que
necesitaba saber.
—Está perdidamente enamorada de ti —le digo, aunque sospecho que
él ya
lo sabe.
Asiente y el gesto hace que se desprenda su mechón rebelde. Desvío
la
mirada hacia éste
brevemente y siento una imperiosa necesidad de apartárselo. Y lo
hago.
Despacio.
Me agarra de la barbilla y me acerca a su cara hasta que nuestras
bocas
están a un
milímetro de distancia.
—Quiero que tengas muy claro que la odio.
Asiento, y sus ojos se cierran muy despacio. Inspira lentamente y
libera el
aire de la
misma manera.
—Gracias —musita acariciándome la mejilla con la nariz.
Me sumerjo en su evidente agradecimiento y veo la realidad de la
situación: son mujeres
despechadas; mujeres que dependen de las atenciones que este
hombre
herido les
proporcionaba. Nadie me dijo que mi relación con Miller fuese a
ser fácil,
pero nadie me
advirtió tampoco que sería casi imposible.
Me corrijo al instante: hubo una persona que sí lo hizo.
—¿Qué le has dicho? —pregunta Miller.
—Nada.
Recula.
—¿Nada?
—Dijiste que cuanta menos gente lo supiera, mejor.
Con una expresión de dolor, me estrecha de nuevo contra sí.
—Mi niña lista y preciosa...
Nos quedamos en silencio, y siento que la pesada carga de un
millón de
preocupaciones
desaparece. Tenemos que resolverlas, encargarnos de ellas o lo que
sea,
pero en este momento
me dan igual. Me siento feliz escondiéndome del mundo cruel en el
que
estamos atrapados,
sumergida en el confort que me proporciona Miller, un confort del
que he
empezado a
depender.
—No perderé, Olivia —me jura—. Te lo prometo.
Asiento sin moverme mientras él sigue acunándome con fervor.
—Vaya, vaya.
El arrogante saludo me hiela la sangre, y tanto Miller como yo
levantamos
la cabeza al
instante. No me gusta lo que veo y, definitivamente, no me gustan
las
arrugas de furia que se
dibujan en el atractivo rostro del ser que amo.
—No sirve de nada que te dé un móvil, Olivia, si nunca lo coges.
—William —exhalo, y siento cómo Miller se mueve debajo de mí.
Joder. Gregory, William, un montón de mierda por parte de
Sophia... La
situación no
podría ponerse peor. Siento que está a punto de desatarse el caos,
y la
hostilidad instantánea
que emana de Miller con la aparición de William no ayuda a que me
relaje.
Las cosas pueden
ponerse muy feas muy deprisa.
William entra en la habitación con el teléfono en la mano, y le
lanza una
breve mirada de
pocos amigos a Gregory al pasar. El pobrecillo sigue frotándose la
garganta en el suelo
apoyado contra la pared. Aun así, la llegada del antiguo chulo de
mi madre
despierta su interés
inmediatamente.
Sin darme cuenta, me encuentro de pie, y Miller está todo erguido,
sacando
pecho como un
gorila a punto de atacar.
—Anderson —dice prácticamente gruñendo, reclamándome y pegando mi
espalda a su
pecho desnudo.
William se sirve un whisky. Cavila durante unos instantes antes de
seleccionar una botella
baja y regordeta que está al fondo.
—Dijiste que me llamarías, Olivia.
Decido pasar por alto su observación y espero conteniendo el
aliento a que
Miller entre en
modo obsesivo ante la visión de un entrometido, de alguien que no
sólo se
está entrometiendo
en esta relación, sino que también ha osado tocar sus botellas
perfectamente ordenadas. Va a
montar en cólera.
—¿Qué haces aquí? —pregunto.
William se vuelve lentamente y menea el líquido oscuro en el vaso
antes
de olfatearlo y
asentir brevemente con aprobación. Siento que Miller pierde los
papeles, y
sé que William
también lo ha notado, incluso desde el otro lado de la habitación.
Pero hace
como si nada. Lo
está provocando. Sabe lo de su TOC.
—Me ha llamado Miller —responde de manera casual.
—¿En serio? —balbuceo, y me suelto y me vuelvo para mirarlo.
¿De verdad ha invitado a William a interferir?
Las fosas nasales de Miller ondean y vuelve a agarrarme con
enfado.
—Creía que te habían secuestrado.
—¿Creías que me habían secuestrado? —repito—. ¿Que me había
secuestrado Sophia?
¿Por qué narices iba a hacer eso? Y ¿por qué ha llamado a William?
Miller
lo detesta, y sé
que el sentimiento es mutuo.
Su rostro no refleja ninguna expresión, pero sus ojos exudan un
temor puro
y absoluto.
—Sí.
Me quedo sin palabras.
Y sin aliento.
Entonces algo me golpea como una bala en la sien.
—¿Le has contado a William lo de mi sombra? —Me preparo para su
respuesta, aunque ya
sé cuál va a ser.
Miller asiente. De pronto tengo una necesidad imperiosa de elevar
las
manos y liberar mi
cuello de una soga invisible, y acabo palpándome la garganta con
frenesí.
Miller interviene y
me agarra las manos.
—¿Olivia? —La voz sedosa pero cargada de hostilidad de William
hace
que me vuelva
hacia el extremo opuesto de la estancia—. Cuando digo que te
recogeré a
una hora
determinada en un lugar determinado, espero que estés ahí. Y,
cuando te
llamo, espero que me
contestes.
Hago acopio de la poca paciencia y la poca fuerza que me queda
para no
echar la cabeza
atrás de pura exasperación, pero incluso sin ver directamente su
falta de
respeto, William
provoca mi insolencia. Cosa que no me importa, y menos ahora.
—No soy una puta cría —siseo formando puños con las manos bajo la
retención de Miller.
Me libero y me alejo de él. La ansiedad desaparece con una
sucesión de
estúpidos titulares
de noticias que me vienen a la cabeza.
—Deberías haber escuchado —dice Miller con voz suave desde detrás
de
mí, haciendo que
me dé la vuelta al instante. Me estoy mareando con tanto giro de
sorpresa.
—¿Qué? —grito.
Deduzco por su mirada de acero y la reticencia de su tono que
detesta tener
que admitirlo.
Sus brazos caen sin fuerza sobre sus costados, hunde sus anchos
hombros y
su mirada es
amenazadora pero de rendición al mismo tiempo. No sé qué pensar de
todo
esto.
—Si Anderson te pide algo, deberías escucharlo, Livy.
Justo cuando pensaba que ya nada podría sorprenderme, va y me dice
eso.
—Quería venir a por mí. ¡Estaba contigo! Y ¿debería haberlo
escuchado?
Y ¿debería
haberlo escuchado también cuando no paraba de decirme que me
alejara de
ti?
Miller desvía la vista y fija una mirada asesina en William, al
otro lado de
la habitación.
—No lo escuches jamás cuando te diga eso —sisea.
Dejo caer la cabeza hacia atrás y miro al cielo suplicando ayuda,
preguntándome a quién y
qué debería escuchar.
—¿Por qué crees que Sophia podría secuestrarme?
No me puedo creer que esa pregunta haya salido de mi boca. Sé que
necesito algo de
insolencia para sobrevivir con Miller Hart, pero no un cinturón
negro ni...
Sofoco un grito
cuando de repente comprendo algo.
—Autodefensa.
—Es una necesidad.
—¡¿Por si alguna de vuestras putas celosas intenta secuestrarme?!
—¡Olivia! —grita Miller encolerizado, y yo cierro la boca al
instante,
sobresaltada.
De repente reparo en Gregory y me centro en él por un momento.
Está
boquiabierto y sus
ojos reflejan inquietud.
—No me puedo creer lo que estoy oyendo —balbucea—. ¿Estamos
rodando una escena de
El padrino?
Cierro los ojos, me dirijo al sofá y me dejo caer sobre el blando
cojín,
agotada.
—No me ha retenido en contra de mi voluntad. —Tomo aire y pienso
en
preguntas dentro
de mi mente plagada de tanta locura—. Si te pillan conmigo será tu
fin. —
Lo miro—. Eso es
lo que me ha dicho.
Y aunque antes me ha parecido una advertencia absurda, el rostro
serio de
Miller y su
mirada hacen que vea la realidad. Me siento y trago saliva. No
quiero
formular la pregunta que
tengo en la punta de la lengua.
—¿Tenía ella...? ¿Me ha...? ¿Es ver...? —Hago una pausa para
ordenar las
palabras en mi
mente y luego las dejo escapar con un susurro de aprensión—: ¿Ha
dicho la
verdad?
Miller asiente, lo que provoca que mi mundo, que ya se estaba
desmoronando, se derrumbe
por completo. El temor que se había transformado en sorpresa y en
ira
resurge y me paraliza.
Se me revuelve el estómago. Oigo cómo Gregory sofoca un grito.
Siento
que Miller se pone
tenso. William parece... triste.
¿Sophia sabe cuáles son las consecuencias de que Miller deje esta
vida?
Está engrilletado,
y no sólo por las mujeres que forman parte de esta red de
hedonismo.
Siento náuseas. ¿Su fin?
¿Quién es esa gente?
El sonido de un teléfono móvil atraviesa la tensión en el
ambiente, y
William contesta sin
perder ni un instante. Parece apesadumbrado mientras habla en voz
baja
con la persona que ha
llamado, y se mueve nervioso en el sitio con su traje fino y gris.
—Dos minutos —dice con firmeza antes de colgar y de atravesarme
con su
mirada
plateada. Está lleno de pesar. Se me hace un nudo en el estómago—.
Cógela y marchaos —
murmura mientras me mira—. De inmediato.
Enarco una ceja confundida y me levanto mirando a Miller. Él
asiente
como si supiera a
qué se está refiriendo.
—¿Qué sucede? —pregunto. No estoy segura de cuánta mierda más
puedo
tragar.
Miller se acerca a mí y desliza la palma por mi cuello,
recurriendo a su
táctica de
relajarme masajeándome la nuca. Me lo quitaría de encima, pero no
puedo
moverme. Se
vuelve hacia William.
—¿Tienes el paquete?
William se lleva la mano al bolsillo interior y saca un sobre
marrón. Cavila
durante unos
segundos y finalmente se lo entrega a Miller, que se lo coloca
debajo del
brazo, mete la mano
y saca dos pasaportes y un montón de papeleo. Abre uno de los
libritos de
color vino con la
boca por la página de la foto y le echa un vistazo. Soy yo. Me
atraganto con
nada, incapaz de
hablar mientras veo cómo comprueba el siguiente, con una foto
suya.
—Tenéis que marcharos ya —insiste William mirando su reloj.
—Vigílala. —Miller me suelta y corre hacia su dormitorio dejándome
ahí
plantada,
ahogándome de pánico. Me estoy asfixiando. Un mundo cruel se
cierne
sobre mí y hace de mi
vida un caos.
—¿Qué está pasando? —pregunto por fin, y mi voz tiembla tanto como
mi
cuerpo.
—Os marcháis —responde William directamente, esta vez sin emoción
en
la voz.
—No tengo pasaporte.
—Ahora sí.
—¿Es falso? ¿Por qué tienes un pasaporte mío falso?
Y ¿de dónde lo han sacado? Casi me echo a reír, pero la falta de
energía me
lo impide.
Estamos hablando de William Anderson. Nada es imposible para él.
Debería saberlo ya.
Se aproxima a mí con cuidado, con una mano en el bolsillo y la
otra en su
vaso de whisky.
—Porque, Olivia, desde que descubrí tu relación con Miller Hart,
supe que
la cosa acabaría
de esta manera. No intervine para complicar las cosas.
—¿Acabaría cómo? ¿Qué está pasando? ¿Por qué habláis todos en
clave?
William parece considerar algo por un momento antes de mirarme con
sus
ojos grises
llenos de compasión. Él lo sabe todo acerca de la oscuridad de
Miller. Las
cadenas que lo atan
y su mal temperamento no son los únicos motivos por los que
William se
había mostrado tan
insistente en su empeño por mantenerme alejada de él. De repente
lo veo
todo claro. Él
también conoce las consecuencias de nuestra relación. Sonríe
ligeramente,
apoya la palma en
mi mejilla y me acaricia la piel fría con el pulgar.
—Quizá debería haber hecho esto con Gracie —dice con un hilo de
voz,
casi para sí
mismo, y su distinguido rostro refleja la evocación de aquella
época—.
Quizá debería haberla
alejado de aquellos horrores. Haberla apartado de esto.
Observo su semblante lleno de remordimientos, pero no le hago la
pregunta evidente, que
sería a qué se refiere con esto.
—¿Te arrepientes de ello?
—Todos los días de mi maldita vida.
La preocupación se transforma en tristeza. William Anderson, el
hombre
que amó a mi
madre con pasión, vive arrepentido. Es un arrepentimiento intenso
y vivo.
Un arrepentimiento
que lo traumatiza. No se me ocurre ninguna palabra para aliviar su
dolor,
de modo que hago lo
único que me parece que puedo hacer. Alargo los brazos hacia esa
bestia
poderosa y le doy un
abrazo. Es un estúpido intento de hacer disminuir un dolor que
durará toda
la vida, pero
cuando oigo que se ríe ligeramente y acepta mi gesto sosteniéndome
con
fuerza con su brazo
libre, creo que al menos lo he conseguido durante un minuto.
—Ya basta por ahora —dice recuperando su tono autoritario.
Me aparto de él y veo a Miller a unos metros de distancia, de pie
junto a
Gregory. Mi
mejor amigo parece estar en trance, y Miller está extrañamente
relajado
después de lo que
acaba de ver. Lleva puestos un pantalón de chándal gris, una camiseta
negra y unas zapatillas
de deporte. Se me hace raro verlo así, pero después de la masacre
de sus
máscaras, supongo
que no le queda más remedio. Entonces me llama la atención la
bolsa
deportiva que lleva en la
mano, y me permito un segundo para procesar el momento pasaportes
y las
palabras de
William.
—Marchaos —dice él indicando la puerta con la cabeza—. Mi chófer
ha
aparcado en la
esquina. Salid por la puerta del segundo piso y usad la escalera
de
incendios. —Miller no se
pone en acción, de modo que William prosigue—: Hart, ya hemos
hablado
sobre esto.
Miro a Miller con confusión y veo que está furibundo. La mandíbula
que se
esconde bajo
su barba incipiente se tensa.
—Acabaré con todos ellos —promete con una voz cargada de
violencia.
Trago saliva.
—Olivia. —William pronuncia mi nombre con sobriedad. Es un
recordatorio. Miller me
mira y, al hacerlo, toma conciencia de la situación—. Sácala de
este puto
lío hasta que
averigüemos qué está pasando. No la sigas arrastrando por el
peligro, Hart.
Control de daños.
—El teléfono de William empieza a sonar de nuevo en su mano y
maldice
mientras contesta
—. ¿Qué pasa? —pregunta mientras mira a Miller. No me gusta la
expresión de cautela de su
rostro—. Marchaos —dice con urgencia mientras sigue al teléfono.
Miller me agarra y me lleva hacia la puerta en un abrir y cerrar
de ojos.
William nos
acompaña.
Estoy desorientada, confundida. Dejo que me saquen del apartamento
sin
tener ni la más
mínima idea de adónde me llevan.
Llegamos rápido al descansillo, y Miller me guía hacia la
escalera.
—¡No! —grita William.
Miller se detiene al instante y se vuelve con los ojos abiertos
como platos.
—Vienen por la escalera.
—¿Qué? —ruge Miller, y empieza a sudar de ansiedad—. ¡Mierda!
—Conocen tus debilidades, chico. —El tono de William es aciago, al
igual
que sus ojos.
—¿Qué está pasando? —pregunto soltándome. Mi mirada oscila entre
Miller y William—.
¿Quiénes son ellos? —No me gusta la mirada de precaución que William
lanza en dirección a
Miller, aunque él no se da ni cuenta. Está empezando a temblar,
como si
hubiera visto un
fantasma, y su piel se vuelve pálida ante mis ojos—. ¡Contestadme!
—
grito.
Miller da un brinco y eleva sus brillantes ojos azules lentamente.
Al ver la
angustia
reflejada en ellos me quedo sin aliento.
—Son los que tienen las llaves de mis cadenas —murmura con la
frente
empapada en
sudor—. Los cabrones amorales.
Un sollozo escapa de mis labios al asimilar lo que me está
confesando.
—¡No!
Empiezo a sacudir la cabeza y mi ritmo cardíaco se dispara. No
quiero
preguntar. Parece
verdaderamente asustado, y no sé si es porque ellos, quienesquiera
que
sean, vienen de
camino, o porque están bloqueando su vía de escape y necesita
sacarme de
aquí. Mi intuición
me dice que es más bien lo segundo, pero es precisamente esa opción
la
que me inquieta.
—¿Qué es lo que quieren?
Me preparo para la respuesta, haciendo una mueca de dolor al ver
cómo se
esfuerza por
controlar los síntomas de un ataque de ira, y, cuando por fin
habla, lo hace
en un mero susurro.
—He presentado mi dimisión. —Me mira a los ojos mientras asimilo
la
gravedad de sus
palabras.
Y entonces los ojos se me inundan de lágrimas.
—¿No nos dejarán en paz si nos quedamos? —pregunto con voz
entrecortada.
Niega con la cabeza lentamente. El dolor invade su bello y perfecto
rostro.
—Lo siento, preciosa mía. —Deja caer la bolsa al suelo y veo que
el
derrotismo se apodera
de él—. Les pertenezco. Las consecuencias serán devastadoras si
nos
quedamos.
Mi cuerpo se echa a temblar ante la oscuridad de sus palabras. Me
escuecen las mejillas
cuando me seco la cara intentando encontrar mis fuerzas para
reemplazar
las que Miller ha
perdido. Esto pinta mal, peor de lo que jamás había imaginado. Y
pienso
caer con él si es
necesario. Tomo aliento a duras penas y me acerco hasta él. Recojo
la
bolsa del suelo y lo
agarro de la mano temblorosa. Él se deja, pero en cuanto se da
cuenta de
hacia adónde nos
dirigimos, se pone tenso y oigo su respiración agitada a causa del
pánico.
Se resiste y me
dificulta que tire de él hacia donde necesito que vaya. Pero lo
logramos.
Aprieto el botón del ascensor y rezo en silencio para que esté
cerca del
último piso. Dirijo
la vista a la puerta de la escalera cada dos por tres.
—¿Olivia?
Miro hacia un lado y veo que Gregory está junto a William. Parece
perdido. Confundido.
Estupefacto. Le sonrío para intentar aliviar su preocupación, pero
sé que no
lo consigo.
—Te llamaré —le prometo justo cuando las puertas se abren y Miller
retrocede, tirando de
mí con él—. Por favor, dile a la abuela que estoy bien.
Meto la bolsa en el ascensor, me doy la vuelta y cojo la otra mano
de
Miller de manera que
quedamos unidos por ambas. Entonces empiezo a retroceder
lentamente,
consciente de que
nuestro tiempo se agota, pero más consciente todavía de que esto
no es
algo que pueda
apresurar. Está mirando más allá de mi persona, hacia el
habitáculo
cerrado. Todo su cuerpo se
agita con violencia y es en la intensidad de este momento cuando
me
pregunto cómo he podido
ser tan cruel todas esas veces que he utilizado esta fobia en su
contra.
Contengo las lágrimas
provocadas por mi sentimiento de culpa y sigo retrocediendo hasta
que
nuestros brazos quedan
estirados por completo y el espacio entre nuestros cuerpos es
amplio.
—Miller —digo en voz baja, desesperada por hacer que se centre en
mí en
lugar de en el
monstruo que ve a mis espaldas—. Mírame —le ruego—. Mírame a mí —
insisto con voz
temblorosa por mucho que intente mostrarme serena.
Siento un alivio tremendo cuando da un paso hacia adelante, pero
entonces
empieza a
sacudir la cabeza con frenesí y da dos pasos hacia atrás. No para
de tragar
saliva, y tiene las
manos cada vez más calientes. Las ondas de su precioso pelo
pierden
volumen con el peso del
sudor que emana de su cuero cabelludo, de su frente y de
prácticamente
todo su cuerpo.
—No puedo —jadea tragando saliva—. No puedo hacerlo.
Miro a William y veo su preocupación mientras comprueba su
teléfono y
controla la
escalera, y, al mirar a Gregory, veo algo que no había visto nunca
en mi
mejor amigo cuando
Miller está presente. Compasión. Me muerdo el labio inferior
cuando las
lágrimas empiezan a
descender por mis mejillas. Sollozo cuando sus ojos me alientan
con la
mirada. Entonces
asiente. Es un gesto casi imperceptible, pero lo veo y lo
entiendo. Me
siento impotente.
Necesito sacar a Miller de este edificio.
—Vete tú —dice él empujándome hacia el ascensor—. Estaré bien.
Vete.
—¡No! —grito—. ¡No, no vas a rendirte!
Me abalanzo sobre él y lo envuelvo con mis brazos, jurando en
silencio que
no lo
abandonaré jamás. No me pasa desapercibido el hecho de que su
tensión
disminuye cuando lo
abrazo.
«Lo que más me gusta.»
«Lo que más le gusta.»
«Lo que más nos gusta.»
Lo estrecho con fuerza, con los labios en su cuello y su rostro en
mi pelo.
Entonces me
aparto y tiro de su mano con más fuerza, rogándole con la mirada
que
venga conmigo. Y lo
hace. Da otro paso lento hacia adelante. Y después otro. Y otro. Y
otro.
Llega hasta el umbral.
Yo estoy en el ascensor. Está temblando y sigue tragando saliva y
sudando
sin parar.
Entonces oigo un fuerte sonido procedente de la escalera, seguido
de una
malsonante
maldición de William. Siguiendo mi instinto, tiro de Miller hacia
el
ascensor, pulso el botón
del segundo piso y envuelvo su cuerpo agitado con los brazos,
sumergiéndolo en «lo que más
nos gusta».
El frenético ritmo de su corazón latiendo en su pecho debe de
estar rozando
límites
peligrosos. Miro por encima de sus hombros hacia el descansillo
mientras
éste desaparece
lentamente conforme se van cerrando las puertas, y lo último que
veo antes
de quedarnos solos
en el aterrador habitáculo es a William y a Gregory, observando en
silencio
cómo Miller y yo
desaparecemos de su vista. Les sonrío a pesar de mi tristeza.
No me sorprendería nada que la fuerza con la que su corazón golpea
mi
pecho me dejase
cardenales. No cesa, por muy fuerte que lo abrace. Mis intentos
por
calmarlo son en vano.
Sólo tengo que concentrarme en conservarlo de pie hasta que
lleguemos al
segundo piso, cosa
que de momento está resultando sencilla. Se mantiene rígido
mientras
observo cómo van
bajando los pisos en la pantalla digital. Cada número tarda siglos
en
cambiar. Es como si
fuéramos a cámara lenta. Todo parece ir despacio.
Todo menos la respiración y el corazón de Miller.
Siento sus espasmos e intento apartarme, pero no voy a ninguna
parte. No
va a soltarme
por nada del mundo, y de repente tengo miedo de la posibilidad de
que no
pueda sacarlo del
ascensor una vez que éste se detenga.
—¿Miller? —musito en voz baja y calmada.
Es un vano intento de hacerle creer que estoy serena. Ni mucho
menos. No
responde, y
vuelvo a mirar el indicador digital.
—Miller, ya casi hemos llegado —digo empujándolo para obligarlo a
dar
un paso atrás
hasta que su espalda está contra las puertas.
La vibración del ascensor cuando se detiene me hace dar un brinco,
y
Miller deja escapar
un leve gemido y se pega a mí.
—Miller, ya hemos llegado.
Forcejeo contra su feroz resistencia y oigo cómo las puertas
empiezan a
abrirse. Es sólo en
estos instantes cuando considero la posibilidad de que nos estén
esperando
al otro lado de
éstas, y el pánico me invade. Me pongo rígida. ¿Y si están ahí?
¿Qué haré?
¿Qué harán ellos?
El patrón de mi respiración cambia e imita al de Miller mientras
me asomo
por encima de sus
hombros. Empiezan a dolerme los pies de estar de puntillas.
Las puertas se abren del todo y no revelan nada más que un
descansillo
vacío. Intento
escuchar para ver si oigo señales de vida.
Nada.
Empujo el peso muerto de Miller y no consigo moverlo. ¿Cómo se
comportará cuando
hayamos dejado este espacio? No tengo tiempo de convencerlo de que
salga del ascensor, por
no hablar del edificio.
—Miller, por favor —le ruego tragándome el nudo de desesperación
que
tengo en la
garganta—. Las puertas están abiertas.
Permanece inmóvil, pegado a mí, y unas lágrimas de pánico empiezan
a
inundar mis ojos.
—Miller —susurro con voz temblorosa y derrotada. No tardarán en
bajar.
Dejo caer mi peso muerto entre sus brazos, pero entonces suena una
melodía y las puertas
empiezan a cerrarse de nuevo. No me da tiempo a gritarle a Miller
que
salga. De repente
parece cobrar vida, seguramente al oír que las puertas se estaban
cerrando.
Me suelta al
instante y sale pitando como si alguien lo hubiese disparado desde
un
cañón. Contengo el
aliento mientras lo observo. Está empapado, con el pelo pegado a
la cabeza
y los ojos cargados
de temor. Y sigue temblando.
Sin saber qué otra cosa hacer, me agacho para recoger la bolsa y
me dirijo
a la salida del
ascensor, todo esto sin apartar la vista de él mientras mira a su
alrededor y
se familiariza con
el entorno. Y es como si de repente las piezas de mi mundo hecho
añicos se
unieran y me
devolvieran la esperanza. La máscara se cae, llevándose consigo
todo
atisbo de temor, y Miller
Hart regresa.
Me mira con ojos vacíos, ve la bolsa y, antes de que me dé cuenta,
ya la
está cargando él.
Después reclama mi mano y salgo del ascensor a la misma velocidad.
Empieza a correr,
forzando a mis pequeñas piernas a moverse a un ritmo vertiginoso
para
poder seguirlo, y se
vuelve cada dos por tres para comprobar que estoy bien y que nadie
nos
está siguiendo.
—¿Estás bien? —pregunta sin mostrar ningún signo de esfuerzo.
A mí, en cambio, la adrenalina que me alimentaba me ha abandonado.
Tal
vez mi
conciencia haya asimilado la resurrección de Miller y quiera
aliviarme de
la presión de llevar
las riendas. No lo sé, pero el agotamiento se está apoderando de
mí y de
mis emociones y
lucha por liberarse. Aunque no aquí. No puedo desmoronarme aquí.
Asiento y sigo avanzando
para no entorpecer nuestra huida. Con una expresión de ligera
preocupación en su perfecto
rostro, se echa la bolsa al hombro conforme nos acercamos a la
salida de
incendios y me suelta
la mano para correr a toda velocidad hasta la puerta. La abre con
un
estrépito y la luz del día
me ciega y me obliga a cerrar los ojos.
—Dame la mano, Olivia —me ordena con apremio.
Alargo el brazo y dejo que tire de mí por la salida de incendios
hasta la
calle lateral.
Oímos un claxon y veo al chófer de William sujetando la puerta
negra
abierta. Sorteamos unos
cuantos coches, furgonetas y taxis que nos pitan enfurecidos y
corremos
hacia el vehículo de
William.
—Entra.
Miller le hace un breve gesto al chófer con la cabeza y sostiene
la puerta en
su lugar
mientras me ladra esa orden y lanza la bolsa al interior. Sin
perder ni un
segundo, me deslizo
hacia el asiento trasero. Él hace lo propio. El conductor arranca
el coche a
toda prisa, derrapa
al incorporarse a la carretera, y su temeraria manera de conducir
me
alarma. Es un experto y
sortea el tráfico con facilidad y calma.
Y entonces la gravedad de lo que acaba de acontecer me golpea como
el
peor de los
tornados y me echo a llorar. Entierro el rostro en las manos y me
desmorono. Demasiados
pensamientos se agolpan en mi pobre mente agitada, algunos
razonables,
como que tengo que
llamar a la abuela. ¿Qué pasará con ella? Y algunos menos
razonables,
como ¿dónde aprendió
este hombre a conducir tan bien? Y ¿necesita William a personas
que
sepan conducir de esta
manera?
—Mi niña preciosa.
Su fuerte mano me agarra de la nuca y tira de mí hacia él, hasta
que me
recuesto sobre su
regazo y me acoge entre sus brazos de forma que mi mejilla
empapada
queda enterrada en su
pecho. Lloro sin cesar, de manera desconsolada, sin poder ni
querer
intentar evitarlo más. La
última media hora ha acabado conmigo.
—No llores —susurra—. No llores, por favor.
Me agarro a la tela de la camiseta que cubre sus pectorales hasta
que me
duelen las manos
y he llorado mares de lágrimas de confusión y de angustia.
—¿Adónde vamos?
—A alguna parte —responde, apartándome de su pecho para mirarme a
los
ojos—. A
alguna parte donde podamos perdernos el uno en el otro sin
interrupciones
ni interferencias.
Apenas puedo verlo a través de la humedad que me nubla la visión,
pero lo
siento y lo
oigo. Con eso me basta.
—¿Y mi abuela?
—Estará bien cuidada. No te preocupes por eso.
—¿Por quién? ¿Por William? —espeto, pensando en todas las
desgracias
que podrían pasar
si William se asoma por casa de la abuela. ¡Joder, lo asesinaría!
—Estará bien cuidada —repite él tajantemente.
—Pero la echaré de menos.
Levanta la mano, desliza los dedos entre mi pelo y me coge de la
nuca.
—No será por mucho tiempo, te lo prometo. Sólo el suficiente para
que las
cosas se
calmen.
—Y ¿cuánto tiempo llevará eso? ¿Y si no se calman las cosas? ¿Le
afectará esto a
William? ¿Él los conoce? ¿Quién es esa gente? —Hago una pausa para
respirar. Quiero
escupir todas esas preguntas antes de que mi mente agotada
desconecte y
las olvide—. No le
harán daño a la abuela, ¿verdad? —Sofoco un grito cuando algo me
viene a
la mente de pronto
—. ¡Gregory!
—Shhh —me tranquiliza como si no acabara de abandonar a mi mejor
amigo en el
apartamento de Miller cuando Dios sabe quiénes iban de camino—.
Está
con Anderson. Confía
en mí, estará bien. Y tu abuela también.
Siento un alivio tremendo. Confío en él, pero no ha contestado a
ninguna
de mis preguntas.
—Habla conmigo —le ruego, sin tener que explicarme más.
Sus encantadores ojos azules intentan infundirme seguridad y
eliminar mi
desasosiego de
manera desesperada. Y, curiosamente, funciona.
Asiente y vuelve a estrecharme entre sus brazos.
—Hasta que no me quede más aliento en los pulmones, Olivia Taylor.
Heathrow es un caos. No paro de darle vueltas a la cabeza, mi
corazón late
con fuerza y
recorro con la vista todo el camino hasta la puerta de embarque.
Mientras
que yo estaba toda
nerviosa al facturar y en el control de seguridad, Miller se
mostraba
completamente sereno,
sin despegarse de mí, seguramente en un intento de ocultar mis
temblores.
No he prestado
mucha atención a lo que ha sucedido desde que nos dejaron en la
terminal
5. No sé adónde
vamos ni durante cuánto tiempo. He llamado a mi abuela con la
intención
de soltarle algún
cuento de que Miller me había preparado un viaje sorpresa, pero ha
sido
William quien ha
cogido el teléfono. El corazón se me ha detenido en el pecho, y
sólo ha
vuelto a latir cuando la
abuela se ha puesto al aparato tan pancha. Hay algo que no he
entendido, y
sigo sin hacerlo, y
es que me ha repetido un montón de veces lo mucho que me quiere
antes
de hacerme prometer
que la llamaría cuando llegásemos allí adonde vamos.
Y todo eso nos lleva a este momento.
Estoy de pie ante la puerta de embarque, mirando la pantalla
boquiabierta.
—¿A Nueva York? —exclamo con incredulidad, resistiendo la
necesidad
de frotarme los
ojos para asegurarme de que no estoy teniendo visiones.
Miller no responde ante mi asombro y me guía hacia la señora que
nos
dejará pasar tras
comprobar nuestros pasaportes y tarjetas de embarque... otra vez.
Me
pongo tensa. Otra vez.
Pero ella sonríe y nos invita a pasar.
—Serías una criminal pésima, Olivia —dice Miller muy serio.
Permito que mis músculos se relajen mientras me guía por el túnel
hacia el
avión.
—No quiero ser una criminal.
Me sonríe con ojos brillantes. Todos los signos de la criatura
aterrada han
desaparecido, y
mi maniático y refinado Miller vuelve a mostrarse tan maravilloso
como
siempre. Realmente
maravilloso. Suspiro exhalando de manera prolongada y relajada y
apoyo
la cabeza en su
brazo. Levanto la vista y veo a la azafata exageradamente alegre
que nos da
la bienvenida. Me
dan ganas de gruñir de exasperación cuando nos pide que le
enseñemos los
pasaportes y las
tarjetas de embarque. Cualquiera diría que me habría acostumbrado
después de los millones de
veces que nos los han pedido desde que llegamos al aeropuerto.
Pero no es
así. Empiezo a
temblar de nuevo mientras pasa las páginas y nos mira para
comprobar que
somos los de la
fotografía. Fuerzo una sonrisa nerviosa, convencida de que se va a
poner a
gritar que son
falsos y que va a llamar a seguridad. Pero no lo hace.
Comprueba nuestras tarjetas de embarque y sonríe mientras se los
devuelve a Miller.
—Primera clase es por aquí, señor. —Señala a la izquierda—. Llegan
justo
a tiempo. El
comandante nos ha ordenado que cerremos las puertas.
Miller asiente levemente. Yo me vuelvo y veo cómo otra azafata
cierra la
puerta.
Y toda la sangre desaparece de mi cabeza cuando dirijo la vista
hacia la
puerta de
embarque. Es una ilusión; tiene que serlo. La curiosidad se
apodera de mí y
doy unos pasos
hacia adelante cuando la puerta que se cierra empieza a impedirme
la
visión, quiero acercarme
lo máximo posible, parpadeo todo el tiempo, convencida de que son
imaginaciones mías.
Entonces me detengo.
Me quedo anclada en el sitio con la mente en blanco y la sangre
helada.
Me estoy viendo a mí misma.
Sí, definitivamente soy yo... dentro de diecinueve años.
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