Gideon y yo estábamos sentados
en el suelo de mi sala de estar comiendo pizza y vestidos con nuestro chándal
cuando entró Cary poco después de las diez. Tatiana estaba con él. Extendí la
mano por encima de Gideon para coger queso parmesano y susurré:
—La madre del niño.
Él hizo una mueca de dolor.
—Es conflictiva. Pobre de él.
Eso mismo pensé yo cuando
aquella rubia alta entró y arrugó la nariz de forma grosera al oler nuestra
pizza. Entonces, vio a Gideon y le dedicó una sonrisita tentadora.
Yo respiré hondo y me obligué a
mí misma a dejarlo pasar.
—Hola, Cary. —Gideon saludó a
mi mejor amigo antes de echar el brazo por encima de mi hombro y enterrar la
cara en mi cuello.
—Hola —respondió Cary—. ¿Qué
estáis viendo?
—Sin tregua —respondí—.
Es muy buena. ¿Queréis verla con nosotros?
—Claro.
Cary agarró la mano de Tatiana
y la llevó hasta el sofá.
Ella no tuvo la cortesía de
ocultar su desaprobación ante aquella idea.
Se sentaron en el sofá
entrelazando cómodamente los cuerpos en una postura que claramente era habitual
en ellos. Gideon les acercó la caja de la pizza.
—Coged si tenéis hambre.
Cary cogió una porción mientras
Tatiana se quejó de que él la empujase. Me fastidiaba que no fuera muy
agradable pasar el rato con ella. Si iba a tener al bebé de Cary, iba a formar
parte de mi vida y no me gustaba la idea de que nuestra relación fuese
complicada.
Al final, no se quedaron mucho
rato en la sala de estar. Ella no paraba de decir que las escenas de cámara al
hombro de la película la estaban mareando y Cary se la llevó a su dormitorio.
Poco después, me pareció oírla reír y aquello me hizo pensar que su mayor
problema era la necesidad de querer tener a Cary para ella sola. Entendía
aquella inseguridad. Yo misma estaba muy familiarizada con ella.
—Tranquila —murmuró Gideon
haciendo que me echara sobre su pecho—. Todo se arreglará con ellos. Dales un
poco de tiempo.
Le agarré la mano izquierda que
colgaba por encima de mi hombro y jugueteé con su anillo.
Él apretó sus labios sobre mi
sien y terminamos de ver la película.
Aunque Gideon dormía en el
apartamento de al lado, vino temprano al mío para subirme la cremallera de mi
vestido de tubo y prepararme un café. Yo acababa de ponerme unos pendientes de
perlas y estaba saliendo al pasillo cuando apareció Tatiana desde la cocina con
dos botellas de agua en la mano.
Estaba desnuda.
La rabia casi me hierve la
sangre pero mantuve la calma. La verdad es que el embarazo no se le notaba,
pero saber que existía fue motivo suficiente como para evitar el
grito
que le correspondía.
—Perdona. Deberías vestirte si
vas a estar moviéndote por mi apartamento.
—Este apartamento no es sólo
tuyo —repuso echándose su leonada melena por encima del hombro mientras
avanzaba para pasar por mi lado.
Yo extendí el brazo en el
pasillo para bloquearle el paso.
—No te andes con juegos
conmigo, Tatiana.
—¿O qué?
—O perderás.
Se me quedó mirando un largo
rato.
—Él me escogerá a mí.
—Si llegara a hacerlo, estaría
resentido contigo y perderías igualmente. —Dejé caer el brazo—. Piénsalo bien.
La puerta de Cary se abrió
detrás de mí.
—¿Qué coño estás haciendo, Tat?
Giré la cabeza y vi a mi mejor
amigo ocupando la puerta vestido sólo con sus calzoncillos.
—Dándote una buena excusa para
que le compres una bonita bata, Cary.
Apretó los dientes y me
despidió con un movimiento de mano, abriendo más la puerta con una orden
silenciosa para que Tatiana volviera dentro con su culo desnudo.
Retomé mi camino hacia la
cocina con una amplia sonrisa. Mi buen humor desapareció cuando encontré a
Gideon en la cocina, apoyado en la encimera bebiéndose su café tranquilamente.
Llevaba puesto un traje negro con una corbata gris claro y estaba
increíblemente guapo.
—¿Has disfrutado del
espectáculo? —pregunté con tono serio. No me gustaba que hubiese visto desnuda
a otra mujer. Y no se trataba de cualquier mujer, sino de una modelo con el
tipo de cuerpo delgado y esbelto que todos sabían que era su preferido.
Levantó un hombro con gesto
despreocupado.
—No especialmente.
—Te gustan altas y flacas.
—Cogí la taza de café que me esperaba a su lado en la encimera.
Gideon colocó la mano izquierda
sobre la mía. Los rubíes de su anillo de boda brillaron bajo las alegres luces
de la cocina.
—Según mis últimas
comprobaciones, la mujer a la que no me puedo resistir es pequeña y voluptuosa.
Y muy espectacular.
Cerré los ojos tratando de
dejar a un lado los celos.
—¿Sabes por qué escogí este
anillo?
—El rojo es nuestro color
—respondió en voz baja—. Vestidos rojos en limusinas. Tacones rojos y
seductores en fiestas al aire libre. Una rosa roja en tu pelo cuando te casaste
conmigo.
El hecho de que lo hubiese
entendido me reconfortó.
—Humm —ronroneó abrazándome—.
Eres una cosita suave y deliciosa, cielo.
Yo negué con la cabeza mientras
mi rabia se convertía en exasperación.
Él restregó su nariz contra mi
cuello.
—Te quiero.
—Gideon. —Incliné mi cabeza
hacia atrás para ofrecerle mi boca y dejar que con un beso hiciera desaparecer
mi mal humor.
La sensación de sus labios
sobre los míos no dejaba nunca de provocar que los
dedos
de mis pies se encogieran.
—Esta noche tengo cita con el
doctor Petersen. Te llamaré cuando haya terminado y vemos qué hacemos para la
cena.
—De acuerdo.
Sonrió ante mi feliz y
tranquila respuesta.
—Puedo concertar una cita para
que vayamos a verlo el jueves.
—Que sea para el siguiente, por
favor —dije recobrando la seriedad—. Odio faltar más a terapia, pero mamá
quiere que Cary y yo vayamos a una gala benéfica este jueves. Me ha comprado un
vestido y todo. Me da miedo de que si no voy se lo tome a mal.
—Iremos juntos.
—¿Sí? —Gideon vestido con
esmoquin era un afrodisíaco para mí. Por supuesto, Gideon vestido con cualquier
cosa o sin nada me ponía también caliente. Pero con esmoquin.... Dios, era de
lo más sensual.
—Sí. Es una ocasión tan buena
como cualquier otra para que nos vean juntos de nuevo. Y para anunciar nuestro
compromiso.
Me lamí los labios.
—¿Te puedo meter mano en la
limusina?
Me miró con ojos sonrientes.
—Por supuesto que sí, cielo.
Cuando llegué al trabajo,
Megumi no estaba en su mesa, así que no pude saber cómo le iba. Aquello me dio
una excusa para llamar a Martin y ver si las cosas entre él y Lacey estaban
bien tras nuestra noche salvaje en Primal.
Saqué mi teléfono para ponerme
una nota y vi que mi madre había dejado un mensaje de voz la noche anterior. Lo
escuché de camino a mi mesa. Quería saber si me gustaría que me peinaran y
maquillaran antes de la cena del jueves y me sugería que podría venir con un
equipo de esteticistas para arreglarnos juntas.
Cuando llegué a mi mesa le
contesté con un mensaje diciéndole que me encantaba la idea, pero que andaría
escasa de tiempo, pues no saldría del trabajo hasta las cinco.
Me disponía a trabajar cuando
Will pasó por mi mesa.
—¿Tienes planes para comer?
—preguntó, muy guapo con una camisa de cuadros que sólo él podía acompañar tan
bien de una corbata azul marino lisa.
—Por favor, no más festines de
carbohidratos. Mi trasero no puede permitírselo.
—No. —Sonrió—. Natalie ha
pasado ya la fase más cruel de su dieta, así que ahora es mejor. Estaba
pensando en sopa y ensalada.
Sonreí.
—Me apunto. ¿Le preguntas a
Megumi si viene?
—Hoy no ha venido.
—Ah. ¿Está enferma?
—No lo sé. Me he enterado
simplemente porque he tenido que llamar yo a la agencia de trabajo temporal
para pedir a alguien que la sustituya.
Me eché sobre mi respaldo con
el ceño fruncido.
—La llamaré durante mi descanso
a ver cómo está.
—Salúdala de mi parte. —Golpeteó
con los dedos sobre el borde de mi cubículo y se fue.
El
resto del día pasó en una nebulosa. Le dejé un mensaje a Megumi durante mi
descanso y, luego, traté de ponerme de nuevo en contacto con ella después del
trabajo mientras Clancy me llevaba a Brooklyn para mi clase de Krav Maga.
—Que me llame Lacey si no te
encuentras muy bien —dije en mi mensaje de voz—. Sólo quiero saber cómo estás.
Colgué y, a continuación, me
eché en el respaldo del asiento y aprecié la grandiosidad del puente de
Brooklyn. Siempre que atravesaba aquellos enormes arcos de piedra que se
alzaban sobre el East River me sentía como si estuviese viajando a un mundo
distinto. Por debajo, el agua estaba salpicada de ferris que conducían a muchas
personas de su lugar de trabajo a casa y un velero que se dirigía al concurrido
puerto de Nueva York.
Llegamos a la salida del puente
en menos de un minuto y volví a dirigir mi atención al teléfono.
Llamé a Martin.
—Eva —contestó con tono alegre,
reconociendo claramente mi número de su lista de contactos—. Me alegro de
oírte.
—¿Cómo estás?
—Bien. ¿Tú?
—Sobreviviendo. Deberíamos
vernos alguna vez. —Sonreí a la policía que dirigía con maña el tráfico en un
cruce complicado de la parte de Brooklyn. Hacía que todo se moviera con un
silbato entre los dientes y fluidos gestos de la mano y actitud seria—. Podríamos
ir a tomar una copa después del trabajo o salir a cenar en plan doble pareja.
—Eso me gustaría. ¿Estás
saliendo con alguien en particular?
—Gideon y yo estamos arreglando
lo nuestro.
—¿Gideon Cross? Bueno, si
alguien puede lanzarle el anzuelo, ésa eres tú.
Me reí y deseé tener puesto mi
anillo. No me lo ponía durante el día como Gideon llevaba el suyo. A él no le
importaba si los demás sabían que estaba con alguien ni con quién, pero yo aún
se lo tenía que decir a todas las personas que formaban parte de mi vida.
—Gracias por el voto de
confianza. ¿Y tú? ¿Sales con alguien?
—Lacey y yo nos estamos viendo.
Me gusta. Es muy divertida.
—Es estupendo. Me alegro de
oírlo. Oye, si hablas hoy con ella, ¿puedes pedirle que me cuente cómo está
Megumi? Está enferma y quiero asegurarme de que está bien y que no necesita
nada.
—Por supuesto. —Oí en mi
auricular un repentino ruido, el inconfundible sonido de que salía a la calle—.
Lacey no está en la ciudad, pero se supone que tiene que llamarme esta noche.
—Gracias. Te lo agradezco de
verdad. Veo que has salido, así que te dejo. Planeemos un encuentro para la
semana que viene. Nos daremos los detalles en estos días.
—Suena muy bien. Me alegra que
hayas llamado.
Sonreí.
—Y a mí.
Colgamos y, como me apetecía
ponerme en contacto con más gente, le envié un mensaje a Shawna y otro a Brett.
Sólo unos rápidos saludos con emoticonos sonrientes.
Cuando levanté la mirada vi que
Clancy me miraba por el espejo retrovisor.
—¿Qué tal está mamá? —pregunté.
—Se pondrá bien —contestó, con
su habitual tono sin afectaciones.
Asentí, miré por la ventanilla
y vi una reluciente parada de autobús de acero con un
cartel
publicitario de Cary.
—Las familias son complicadas a
veces, ya sabes.
—Lo sé.
—¿Tienes hermanos, Clancy?
—Un hermano y una hermana.
¿Cómo eran? ¿Eran serios y
aburridos como Clancy? ¿O era él la oveja negra?
—¿Estáis muy unidos? Si me
permites la pregunta...
—Nos llevamos bien. Mi hermana
vive en otro estado, así que no la veo mucho. Pero hablamos por teléfono al
menos una vez a la semana. Mi hermano vive en Nueva York, así que nos vemos más
a menudo.
—Qué bien. —Traté de imaginarme
a un Clancy relajado tomando cervezas con alguien parecido a él, pero no lo
conseguí—. ¿Él también trabaja como guardia de seguridad?
—Todavía no. —Su boca se
retorció un poco con una especie de sonrisa—. Por ahora está en el FBI.
—¿Tu cuñada es policía?
—Está en la Marina.
—Vaya. Increíble.
—Sí, es estupenda.
Lo observé a él y a su corte de
pelo a lo militar.
—¿Tú también fuiste militar,
¿no?
—Sí. —No pareció dispuesto a
decir nada más.
Cuando abrí la boca para
sonsacarle algo más, giró por una calle y me di cuenta de que habíamos llegado
al antiguo almacén donde Parker tenía su estudio.
Cogí mi bolsa del gimnasio y
salí antes de que Clancy pudiera abrirme la puerta.
—Te veo dentro de una hora.
—Dales fuerte, Eva —dijo él
mirándome hasta que entré.
La puerta apenas se había
cerrado tras de mí cuando vi a una chica morena que me resultaba familiar y que
preferiría no haber vuelto a ver. Nunca. Estaba a un lado, justo fuera de las
colchonetas de entrenamiento, con los brazos cruzados. Estaba vestida con unos
pantalones negros de gimnasia con una llamativa raya azul a los lados a juego
con su camiseta de manga larga. Llevaba el pelo, castaño y rizado, recogido en
una elaborada coleta.
Se giró. Unos ojos fríos y
azules me recorrieron de la cabeza a los pies.
Enfrentándome a lo inevitable,
respiré hondo y me acerqué a ella.
—Detective Graves.
—Eva. —Me saludó con un seco
movimiento de cabeza—. Bonito bronceado.
—Gracias.
—¿La ha llevado Cross de viaje
el fin de semana?
No era exactamente una pregunta
trivial. La espalda se me tensó.
—He pasado unos días de
descanso.
Su boca apretada se torció
hacia un lado.
—Aún sigue siendo recelosa. Eso
está bien. ¿Qué opinión tiene su padre de Cross?
—Creo que mi padre se fía de mi
criterio.
Graves asintió.
—Si yo fuera usted, seguiría
pensando en la pulsera de Nathan Barker. Pero claro, a mí los cabos sueltos me
ponen nerviosa.
Un
escalofrío de inquietud me recorrió la espalda. Todo aquello me ponía nerviosa,
pero ¿con quién podría hablar de ello? Con nadie aparte de Gideon, y lo conocía
demasiado bien como para dudar de que estuviese haciendo todo lo que su considerable
poder le permitía para resolver aquel misterio.
—Necesito una pareja para
entrenar —dijo de repente la detective—. Vamos.
—Eh... ¿qué? —La miré
pestañeando—. ¿Es...? ¿Podemos...?
—No hay más pistas para el
caso, Eva. —Saltó sobre la colchoneta y empezó a hacer estiramientos—. Rápido.
No tengo toda la noche.
Graves me dio una paliza. Para
tratarse de una mujer tan delgada y enjuta, tenía fuerza. Estaba concentrada,
era precisa e implacable. La verdad es que aprendí mucho de ella durante la
hora y media que estuvimos entrenando, sobre todo, a no bajar nunca la guardia.
Actuaba con la velocidad de un rayo a la hora de aprovecharse de cualquier
ventaja.
Cuando llegué tambaleándome a
mi apartamento poco después de las ocho, me dirigí directa a la bañera. Me
sumergí en el agua con aroma a vainilla rodeada de velas y esperé a que Gideon
apareciera antes de que me arrugara como una pasa.
Al final, llegó justo cuando me
estaba envolviendo en una toalla, y por su pelo mojado y sus vaqueros supe que
se había duchado tras haber ido a ver a su entrenador.
—Hola, campeón.
—Hola, esposa. —Se acercó a mí,
me abrió la toalla y bajó la cabeza hacia mis pechos.
Me quedé sin respiración cuando
me chupó un pezón, tirando de él rítmicamente hasta que se puso duro.
Se incorporó y admiró su obra.
—Dios, qué buena estás.
Me puse de puntillas y le besé
en el mentón.
—¿Cómo te ha ido esta noche?
Me miró con una sonrisa
irónica.
—El doctor Petersen me ha
felicitado por lo nuestro y, después, ha continuado con una terapia sobre lo
importante que es la pareja.
—Piensa que nos hemos casado
demasiado pronto.
Gideon soltó una carcajada.
—Ni siquiera quería que
tuviéramos sexo, Eva.
Arrugué la nariz, me ajusté la
toalla y cogí un cepillo para mi pelo mojado.
—Déjame a mí —dijo cogiendo el
cepillo y llevándome hasta el ancho filo de la bañera. Me obligó a sentarme.
Mientras me peinaba, le hablé
de mi encuentro con la detective Graves en mi clase de Krav Maga.
—Mis abogados me han dicho que
el caso está archivado —dijo Gideon.
—¿Cómo te hace sentir eso?
—Estás a salvo. Eso es lo único
que importa.
No había ninguna inflexión en
su voz, por lo cual supe que le importaba más de lo que me decía. Yo sabía que
en algún lugar, en lo más hondo de él, el asesinato de Nathan le atormentaba.
Porque a mí me atormentaba lo que Gideon había hecho por mí y los dos éramos
las dos mitades de la misma alma.
Por
eso es por lo que Gideon había deseado tanto que nos casáramos. Yo era el lugar
donde se encontraba a salvo. La persona que conocía cada uno de sus oscuros y
tormentosos secretos y, aun así, le amaba desesperadamente. Y él necesitaba el
amor más que ninguna otra persona que yo hubiese conocido nunca.
Sentí una vibración en mi
hombro.
—¿Llevas en tu bolsillo un
nuevo juguete, campeón?
—Debería haber apagado esta
maldita cosa —murmuró sacando su teléfono. Miró la pantalla y, a continuación,
respondió pulsando un botón—. Aquí Cross.
Oí la voz nerviosa de una mujer
a través del auricular, pero no pude distinguir lo que decía.
—¿Cuándo? —Tras oír la
respuesta, preguntó—: ¿Dónde? Sí, voy para allá.
Colgó y se pasó una mano por el
pelo.
Me puse de pie.
—¿Qué pasa?
—Corinne está en el hospital.
Mi madre dice que es grave.
—Voy a vestirme. ¿Qué ha
pasado?
Gideon me miró. La piel se me
puso de gallina. Nunca le había visto tan... destrozado.
—Pastillas —dijo con voz
áspera—. Se ha tragado un bote de pastillas.
Cogió el DB9. Mientras
esperábamos a que nos trajeran el coche, Gideon llamó a Raúl para decirle que
se reuniera con nosotros en el hospital y que se encargara del Aston Martin
cuando llegáramos.
Cuando Gideon se puso tras el
volante, condujo con expresión tensa y concentrada; cada giro del volante y
pisada del acelerador era diestra y precisa. Metida en aquel pequeño espacio
con él, supe que se había encerrado. Emocionalmente, era imposible llegar a él.
Cuando le coloqué la mano en la pierna para darle consuelo y apoyo, ni siquiera
se movió. No estuve segura del todo de que lo hubiera sentido.
Raúl nos estaba esperando
cuando llegamos a urgencias. Me abrió la puerta y, a continuación, dio la
vuelta por detrás para ocupar el asiento del conductor después de que Gideon
saliera. El reluciente coche dejó la acera antes de que hubiésemos atravesado
las puertas automáticas.
Cogí la mano de Gideon, pero
tampoco estuve segura de que lo notara. Fijó la mirada en su madre, que se puso
de pie cuando entramos en la sala de espera privada a la que nos habían
conducido. Elizabeth Vidal apenas me miró y fue directa a su hijo para
abrazarlo.
Él no le devolvió el abrazo.
Pero tampoco se apartó. Su mano apretó más la mía.
La señora Vidal ni siquiera me
saludó. En lugar de ello, me dio la espalda y señaló a la pareja que estaba
sentada cerca de nosotros. Estaba claro que se trataba de los padres de
Corinne. Estaban hablando con Elizabeth cuando Gideon y yo entramos, lo cual me
pareció raro, pues Jean-François Giroux estaba de pie solo, junto a la ventana,
con aspecto de sentirse tan intruso como Elizabeth me estaba haciendo sentir a
mí.
Gideon aflojó mi mano cuando su
madre le acercó a la familia de Corinne. Me sentí incómoda al quedarme sola en
la puerta, así que fui hasta Jean-François.
Lo saludé calladamente.
—Lo siento mucho.
Él
me miró con ojos fríos y su cara parecía haber envejecido una década desde que
nos habíamos visto el día anterior en el bar.
—¿Qué está haciendo aquí?
—La señora Vidal ha llamado a
Gideon.
—Por supuesto que lo ha llamado
—Dirigió la mirada hacia los sillones—. Cualquiera diría que es él su marido y
no yo.
Seguí su mirada. Gideon estaba
agachado delante de los padres de Corinne, cogiéndole la mano a la madre. Una
desagradable sensación de pavor me recorrió el cuerpo y me hizo sentir frío.
—Prefiere estar muerta a vivir
sin él —dijo Giroux de forma monótona.
Lo miré. De repente, lo
comprendí.
—Se lo ha contado a ella,
¿verdad? Lo de nuestro compromiso.
—Y mire qué bien se ha tomado
la noticia.
Dios mío. Di un paso tembloroso
hacia la pared, pues necesitaba apoyarme. ¿Cómo no iba a saber ella lo que un
intento de suicidio provocaría en Gideon? No podía estar tan ciega. ¿O era la
reacción de él, su sentimiento de culpa, lo que ella buscaba? Sentí nauseas al
pensar que era tan manipuladora, pero no se podía dudar del resultado. Gideon
había vuelto a su lado. Al menos, por ahora.
Una médico entró en la sala,
una mujer de aspecto amable, cabello rubio y plateado muy corto y descoloridos
ojos azules.
—¿El señor Giroux?
—Oui. —Jean-François dio
un paso adelante.
—Soy la doctora Steinberg.
Estoy tratando a su esposa. ¿Podemos hablar un momento en privado?
El padre de Corinne se puso de
pie.
—Nosotros somos su familia.
La doctora Steinberg lo miró
con una dulce sonrisa.
—Lo comprendo. Sin embargo, es
con el esposo de Corinne con quien tengo que hablar. Sí puedo decirles que
Corinne se pondrá bien con unos días de descanso.
Giroux y ella salieron de la
sala, lo cual efectivamente cortó el sonido de sus voces, pero aún se les
seguía viendo a través de la pared de cristal. Giroux era mucho más alto que la
doctora, pero lo que fuera que le dijese hizo que él se desmoronara
visiblemente. La tensión en la sala de espera aumentó hasta un nivel
insoportable. Gideon estaba de pie junto a su madre, con la atención puesta en
la desgarradora escena que se desarrollaba ante nosotros.
La doctora Steinberg extendió
una mano y la colocó sobre el brazo de Jean-François mientras seguía hablando.
Un momento después, dejó de hablar y se fue. Él se quedó allí, mirando al
suelo, con los hombros hundidos como si un enorme peso los empujara hacia
abajo.
Estaba a punto de acercarme a
él cuando Gideon se movió. En el momento en que salió de la sala de espera,
Giroux le dio un empujón.
El ruido sordo de los dos
hombres al colisionar fue estruendoso por su violencia. La sala tembló cuando
Gideon se golpeó contra la gruesa pared de cristal.
Alguien dio un grito de
sorpresa y, a continuación, llamó al servicio de seguridad.
Gideon se quitó de encima a
Giroux y bloqueó un puñetazo. Después, se agachó para esquivar un golpe en la
cara. Jean-François bramó algo, su rostro retorcido por la rabia y el dolor.
El
padre de Corinne salió corriendo hacia ellos al mismo tiempo que llegaban los
agentes de seguridad blandiendo sus pistolas paralizantes y apuntando con
ellas. Gideon volvió a quitarse de encima de un empujón a Jean-François,
defendiéndose sin lanzar un solo puñetazo. Su rostro permanecía pétreo y sus
ojos fríos, casi tan perdidos como los de Giroux.
Giroux le gritó a Gideon. Como
el padre de Corinne había dejado la puerta a medio abrir, escuché parte de lo
que dijo. La palabra «enfant» no necesitaba traducción. En mi interior
todo quedó en un silencio sepulcral y todo sonido se perdió bajo el zumbido de
mis oídos.
Todos salieron corriendo de la
sala mientras los guardias conducían a Gideon y Giroux esposados y a empujones
en dirección al ascensor de servicio. Yo parpadeé cuando Angus apareció en la
puerta, segura de que era producto de mi imaginación.
—Señora Cross —dijo en voz baja
acercándose a mí con cuidado y con su gorra en las manos.
Apenas puedo imaginar cuál era
mi aspecto. Seguía aferrada a la palabra «niño» y a lo que pudiera significar.
Al fin y al cabo, Corinne llevaba en Nueva York desde que yo había conocido a
Gideon... pero no su marido.
—He venido para llevarla a
casa.
Fruncí el ceño.
—¿Dónde está Gideon?
—Me ha enviado un mensaje
pidiéndome que viniera a por usted.
Mi confusión se convirtió en un
dolor agudo.
—Pero él me necesita.
Angus respiró hondo con los
ojos llenos de algo que pareció pena.
—Venga conmigo, Eva. Es tarde.
—No quiere que yo esté aquí
—dije con voz monótona, agarrándome a lo único que podía comprender.
—Quiere que esté en casa y
bien.
Sentí que los pies se me habían
pegado al suelo.
—¿Es eso lo que dice en su
mensaje?
—Eso es en lo que él está
pensando.
—Estás siendo muy amable.
—Empecé a caminar como con un piloto automático.
Pasé junto a uno de los
celadores que estaba arreglando el desorden provocado al caer Giroux sobre un
carro de medicinas. El modo en que evitó mirarme pareció confirmarme la cruda
realidad.
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