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Atada a Tí - Sylvia Day - Capítulo 21

Gideon y yo estábamos sentados en el suelo de mi sala de estar comiendo pizza y vestidos con nuestro chándal cuando entró Cary poco después de las diez. Tatiana estaba con él. Extendí la mano por encima de Gideon para coger queso parmesano y susurré:
—La madre del niño.
Él hizo una mueca de dolor.
—Es conflictiva. Pobre de él.
Eso mismo pensé yo cuando aquella rubia alta entró y arrugó la nariz de forma grosera al oler nuestra pizza. Entonces, vio a Gideon y le dedicó una sonrisita tentadora.
Yo respiré hondo y me obligué a mí misma a dejarlo pasar.
—Hola, Cary. —Gideon saludó a mi mejor amigo antes de echar el brazo por encima de mi hombro y enterrar la cara en mi cuello.
—Hola —respondió Cary—. ¿Qué estáis viendo?
Sin tregua —respondí—. Es muy buena. ¿Queréis verla con nosotros?
—Claro.
Cary agarró la mano de Tatiana y la llevó hasta el sofá.
Ella no tuvo la cortesía de ocultar su desaprobación ante aquella idea.
Se sentaron en el sofá entrelazando cómodamente los cuerpos en una postura que claramente era habitual en ellos. Gideon les acercó la caja de la pizza.
—Coged si tenéis hambre.
Cary cogió una porción mientras Tatiana se quejó de que él la empujase. Me fastidiaba que no fuera muy agradable pasar el rato con ella. Si iba a tener al bebé de Cary, iba a formar parte de mi vida y no me gustaba la idea de que nuestra relación fuese complicada.
Al final, no se quedaron mucho rato en la sala de estar. Ella no paraba de decir que las escenas de cámara al hombro de la película la estaban mareando y Cary se la llevó a su dormitorio. Poco después, me pareció oírla reír y aquello me hizo pensar que su mayor problema era la necesidad de querer tener a Cary para ella sola. Entendía aquella inseguridad. Yo misma estaba muy familiarizada con ella.
—Tranquila —murmuró Gideon haciendo que me echara sobre su pecho—. Todo se arreglará con ellos. Dales un poco de tiempo.
Le agarré la mano izquierda que colgaba por encima de mi hombro y jugueteé con su anillo.
Él apretó sus labios sobre mi sien y terminamos de ver la película.
Aunque Gideon dormía en el apartamento de al lado, vino temprano al mío para subirme la cremallera de mi vestido de tubo y prepararme un café. Yo acababa de ponerme unos pendientes de perlas y estaba saliendo al pasillo cuando apareció Tatiana desde la cocina con dos botellas de agua en la mano.
Estaba desnuda.
La rabia casi me hierve la sangre pero mantuve la calma. La verdad es que el embarazo no se le notaba, pero saber que existía fue motivo suficiente como para evitar el
grito que le correspondía.
—Perdona. Deberías vestirte si vas a estar moviéndote por mi apartamento.
—Este apartamento no es sólo tuyo —repuso echándose su leonada melena por encima del hombro mientras avanzaba para pasar por mi lado.
Yo extendí el brazo en el pasillo para bloquearle el paso.
—No te andes con juegos conmigo, Tatiana.
—¿O qué?
—O perderás.
Se me quedó mirando un largo rato.
—Él me escogerá a mí.
—Si llegara a hacerlo, estaría resentido contigo y perderías igualmente. —Dejé caer el brazo—. Piénsalo bien.
La puerta de Cary se abrió detrás de mí.
—¿Qué coño estás haciendo, Tat?
Giré la cabeza y vi a mi mejor amigo ocupando la puerta vestido sólo con sus calzoncillos.
—Dándote una buena excusa para que le compres una bonita bata, Cary.
Apretó los dientes y me despidió con un movimiento de mano, abriendo más la puerta con una orden silenciosa para que Tatiana volviera dentro con su culo desnudo.
Retomé mi camino hacia la cocina con una amplia sonrisa. Mi buen humor desapareció cuando encontré a Gideon en la cocina, apoyado en la encimera bebiéndose su café tranquilamente. Llevaba puesto un traje negro con una corbata gris claro y estaba increíblemente guapo.
—¿Has disfrutado del espectáculo? —pregunté con tono serio. No me gustaba que hubiese visto desnuda a otra mujer. Y no se trataba de cualquier mujer, sino de una modelo con el tipo de cuerpo delgado y esbelto que todos sabían que era su preferido.
Levantó un hombro con gesto despreocupado.
—No especialmente.
—Te gustan altas y flacas. —Cogí la taza de café que me esperaba a su lado en la encimera.
Gideon colocó la mano izquierda sobre la mía. Los rubíes de su anillo de boda brillaron bajo las alegres luces de la cocina.
—Según mis últimas comprobaciones, la mujer a la que no me puedo resistir es pequeña y voluptuosa. Y muy espectacular.
Cerré los ojos tratando de dejar a un lado los celos.
—¿Sabes por qué escogí este anillo?
—El rojo es nuestro color —respondió en voz baja—. Vestidos rojos en limusinas. Tacones rojos y seductores en fiestas al aire libre. Una rosa roja en tu pelo cuando te casaste conmigo.
El hecho de que lo hubiese entendido me reconfortó.
—Humm —ronroneó abrazándome—. Eres una cosita suave y deliciosa, cielo.
Yo negué con la cabeza mientras mi rabia se convertía en exasperación.
Él restregó su nariz contra mi cuello.
—Te quiero.
—Gideon. —Incliné mi cabeza hacia atrás para ofrecerle mi boca y dejar que con un beso hiciera desaparecer mi mal humor.
La sensación de sus labios sobre los míos no dejaba nunca de provocar que los
dedos de mis pies se encogieran.
—Esta noche tengo cita con el doctor Petersen. Te llamaré cuando haya terminado y vemos qué hacemos para la cena.
—De acuerdo.
Sonrió ante mi feliz y tranquila respuesta.
—Puedo concertar una cita para que vayamos a verlo el jueves.
—Que sea para el siguiente, por favor —dije recobrando la seriedad—. Odio faltar más a terapia, pero mamá quiere que Cary y yo vayamos a una gala benéfica este jueves. Me ha comprado un vestido y todo. Me da miedo de que si no voy se lo tome a mal.
—Iremos juntos.
—¿Sí? —Gideon vestido con esmoquin era un afrodisíaco para mí. Por supuesto, Gideon vestido con cualquier cosa o sin nada me ponía también caliente. Pero con esmoquin.... Dios, era de lo más sensual.
—Sí. Es una ocasión tan buena como cualquier otra para que nos vean juntos de nuevo. Y para anunciar nuestro compromiso.
Me lamí los labios.
—¿Te puedo meter mano en la limusina?
Me miró con ojos sonrientes.
—Por supuesto que sí, cielo.
Cuando llegué al trabajo, Megumi no estaba en su mesa, así que no pude saber cómo le iba. Aquello me dio una excusa para llamar a Martin y ver si las cosas entre él y Lacey estaban bien tras nuestra noche salvaje en Primal.
Saqué mi teléfono para ponerme una nota y vi que mi madre había dejado un mensaje de voz la noche anterior. Lo escuché de camino a mi mesa. Quería saber si me gustaría que me peinaran y maquillaran antes de la cena del jueves y me sugería que podría venir con un equipo de esteticistas para arreglarnos juntas.
Cuando llegué a mi mesa le contesté con un mensaje diciéndole que me encantaba la idea, pero que andaría escasa de tiempo, pues no saldría del trabajo hasta las cinco.
Me disponía a trabajar cuando Will pasó por mi mesa.
—¿Tienes planes para comer? —preguntó, muy guapo con una camisa de cuadros que sólo él podía acompañar tan bien de una corbata azul marino lisa.
—Por favor, no más festines de carbohidratos. Mi trasero no puede permitírselo.
—No. —Sonrió—. Natalie ha pasado ya la fase más cruel de su dieta, así que ahora es mejor. Estaba pensando en sopa y ensalada.
Sonreí.
—Me apunto. ¿Le preguntas a Megumi si viene?
—Hoy no ha venido.
—Ah. ¿Está enferma?
—No lo sé. Me he enterado simplemente porque he tenido que llamar yo a la agencia de trabajo temporal para pedir a alguien que la sustituya.
Me eché sobre mi respaldo con el ceño fruncido.
—La llamaré durante mi descanso a ver cómo está.
—Salúdala de mi parte. —Golpeteó con los dedos sobre el borde de mi cubículo y se fue.
El resto del día pasó en una nebulosa. Le dejé un mensaje a Megumi durante mi descanso y, luego, traté de ponerme de nuevo en contacto con ella después del trabajo mientras Clancy me llevaba a Brooklyn para mi clase de Krav Maga.
—Que me llame Lacey si no te encuentras muy bien —dije en mi mensaje de voz—. Sólo quiero saber cómo estás.
Colgué y, a continuación, me eché en el respaldo del asiento y aprecié la grandiosidad del puente de Brooklyn. Siempre que atravesaba aquellos enormes arcos de piedra que se alzaban sobre el East River me sentía como si estuviese viajando a un mundo distinto. Por debajo, el agua estaba salpicada de ferris que conducían a muchas personas de su lugar de trabajo a casa y un velero que se dirigía al concurrido puerto de Nueva York.
Llegamos a la salida del puente en menos de un minuto y volví a dirigir mi atención al teléfono.
Llamé a Martin.
—Eva —contestó con tono alegre, reconociendo claramente mi número de su lista de contactos—. Me alegro de oírte.
—¿Cómo estás?
—Bien. ¿Tú?
—Sobreviviendo. Deberíamos vernos alguna vez. —Sonreí a la policía que dirigía con maña el tráfico en un cruce complicado de la parte de Brooklyn. Hacía que todo se moviera con un silbato entre los dientes y fluidos gestos de la mano y actitud seria—. Podríamos ir a tomar una copa después del trabajo o salir a cenar en plan doble pareja.
—Eso me gustaría. ¿Estás saliendo con alguien en particular?
—Gideon y yo estamos arreglando lo nuestro.
—¿Gideon Cross? Bueno, si alguien puede lanzarle el anzuelo, ésa eres tú.
Me reí y deseé tener puesto mi anillo. No me lo ponía durante el día como Gideon llevaba el suyo. A él no le importaba si los demás sabían que estaba con alguien ni con quién, pero yo aún se lo tenía que decir a todas las personas que formaban parte de mi vida.
—Gracias por el voto de confianza. ¿Y tú? ¿Sales con alguien?
—Lacey y yo nos estamos viendo. Me gusta. Es muy divertida.
—Es estupendo. Me alegro de oírlo. Oye, si hablas hoy con ella, ¿puedes pedirle que me cuente cómo está Megumi? Está enferma y quiero asegurarme de que está bien y que no necesita nada.
—Por supuesto. —Oí en mi auricular un repentino ruido, el inconfundible sonido de que salía a la calle—. Lacey no está en la ciudad, pero se supone que tiene que llamarme esta noche.
—Gracias. Te lo agradezco de verdad. Veo que has salido, así que te dejo. Planeemos un encuentro para la semana que viene. Nos daremos los detalles en estos días.
—Suena muy bien. Me alegra que hayas llamado.
Sonreí.
—Y a mí.
Colgamos y, como me apetecía ponerme en contacto con más gente, le envié un mensaje a Shawna y otro a Brett. Sólo unos rápidos saludos con emoticonos sonrientes.
Cuando levanté la mirada vi que Clancy me miraba por el espejo retrovisor.
—¿Qué tal está mamá? —pregunté.
—Se pondrá bien —contestó, con su habitual tono sin afectaciones.
Asentí, miré por la ventanilla y vi una reluciente parada de autobús de acero con un
cartel publicitario de Cary.
—Las familias son complicadas a veces, ya sabes.
—Lo sé.
—¿Tienes hermanos, Clancy?
—Un hermano y una hermana.
¿Cómo eran? ¿Eran serios y aburridos como Clancy? ¿O era él la oveja negra?
—¿Estáis muy unidos? Si me permites la pregunta...
—Nos llevamos bien. Mi hermana vive en otro estado, así que no la veo mucho. Pero hablamos por teléfono al menos una vez a la semana. Mi hermano vive en Nueva York, así que nos vemos más a menudo.
—Qué bien. —Traté de imaginarme a un Clancy relajado tomando cervezas con alguien parecido a él, pero no lo conseguí—. ¿Él también trabaja como guardia de seguridad?
—Todavía no. —Su boca se retorció un poco con una especie de sonrisa—. Por ahora está en el FBI.
—¿Tu cuñada es policía?
—Está en la Marina.
—Vaya. Increíble.
—Sí, es estupenda.
Lo observé a él y a su corte de pelo a lo militar.
—¿Tú también fuiste militar, ¿no?
—Sí. —No pareció dispuesto a decir nada más.
Cuando abrí la boca para sonsacarle algo más, giró por una calle y me di cuenta de que habíamos llegado al antiguo almacén donde Parker tenía su estudio.
Cogí mi bolsa del gimnasio y salí antes de que Clancy pudiera abrirme la puerta.
—Te veo dentro de una hora.
—Dales fuerte, Eva —dijo él mirándome hasta que entré.
La puerta apenas se había cerrado tras de mí cuando vi a una chica morena que me resultaba familiar y que preferiría no haber vuelto a ver. Nunca. Estaba a un lado, justo fuera de las colchonetas de entrenamiento, con los brazos cruzados. Estaba vestida con unos pantalones negros de gimnasia con una llamativa raya azul a los lados a juego con su camiseta de manga larga. Llevaba el pelo, castaño y rizado, recogido en una elaborada coleta.
Se giró. Unos ojos fríos y azules me recorrieron de la cabeza a los pies.
Enfrentándome a lo inevitable, respiré hondo y me acerqué a ella.
—Detective Graves.
—Eva. —Me saludó con un seco movimiento de cabeza—. Bonito bronceado.
—Gracias.
—¿La ha llevado Cross de viaje el fin de semana?
No era exactamente una pregunta trivial. La espalda se me tensó.
—He pasado unos días de descanso.
Su boca apretada se torció hacia un lado.
—Aún sigue siendo recelosa. Eso está bien. ¿Qué opinión tiene su padre de Cross?
—Creo que mi padre se fía de mi criterio.
Graves asintió.
—Si yo fuera usted, seguiría pensando en la pulsera de Nathan Barker. Pero claro, a mí los cabos sueltos me ponen nerviosa.
Un escalofrío de inquietud me recorrió la espalda. Todo aquello me ponía nerviosa, pero ¿con quién podría hablar de ello? Con nadie aparte de Gideon, y lo conocía demasiado bien como para dudar de que estuviese haciendo todo lo que su considerable poder le permitía para resolver aquel misterio.
—Necesito una pareja para entrenar —dijo de repente la detective—. Vamos.
—Eh... ¿qué? —La miré pestañeando—. ¿Es...? ¿Podemos...?
—No hay más pistas para el caso, Eva. —Saltó sobre la colchoneta y empezó a hacer estiramientos—. Rápido. No tengo toda la noche.
Graves me dio una paliza. Para tratarse de una mujer tan delgada y enjuta, tenía fuerza. Estaba concentrada, era precisa e implacable. La verdad es que aprendí mucho de ella durante la hora y media que estuvimos entrenando, sobre todo, a no bajar nunca la guardia. Actuaba con la velocidad de un rayo a la hora de aprovecharse de cualquier ventaja.
Cuando llegué tambaleándome a mi apartamento poco después de las ocho, me dirigí directa a la bañera. Me sumergí en el agua con aroma a vainilla rodeada de velas y esperé a que Gideon apareciera antes de que me arrugara como una pasa.
Al final, llegó justo cuando me estaba envolviendo en una toalla, y por su pelo mojado y sus vaqueros supe que se había duchado tras haber ido a ver a su entrenador.
—Hola, campeón.
—Hola, esposa. —Se acercó a mí, me abrió la toalla y bajó la cabeza hacia mis pechos.
Me quedé sin respiración cuando me chupó un pezón, tirando de él rítmicamente hasta que se puso duro.
Se incorporó y admiró su obra.
—Dios, qué buena estás.
Me puse de puntillas y le besé en el mentón.
—¿Cómo te ha ido esta noche?
Me miró con una sonrisa irónica.
—El doctor Petersen me ha felicitado por lo nuestro y, después, ha continuado con una terapia sobre lo importante que es la pareja.
—Piensa que nos hemos casado demasiado pronto.
Gideon soltó una carcajada.
—Ni siquiera quería que tuviéramos sexo, Eva.
Arrugué la nariz, me ajusté la toalla y cogí un cepillo para mi pelo mojado.
—Déjame a mí —dijo cogiendo el cepillo y llevándome hasta el ancho filo de la bañera. Me obligó a sentarme.
Mientras me peinaba, le hablé de mi encuentro con la detective Graves en mi clase de Krav Maga.
—Mis abogados me han dicho que el caso está archivado —dijo Gideon.
—¿Cómo te hace sentir eso?
—Estás a salvo. Eso es lo único que importa.
No había ninguna inflexión en su voz, por lo cual supe que le importaba más de lo que me decía. Yo sabía que en algún lugar, en lo más hondo de él, el asesinato de Nathan le atormentaba. Porque a mí me atormentaba lo que Gideon había hecho por mí y los dos éramos las dos mitades de la misma alma.
Por eso es por lo que Gideon había deseado tanto que nos casáramos. Yo era el lugar donde se encontraba a salvo. La persona que conocía cada uno de sus oscuros y tormentosos secretos y, aun así, le amaba desesperadamente. Y él necesitaba el amor más que ninguna otra persona que yo hubiese conocido nunca.
Sentí una vibración en mi hombro.
—¿Llevas en tu bolsillo un nuevo juguete, campeón?
—Debería haber apagado esta maldita cosa —murmuró sacando su teléfono. Miró la pantalla y, a continuación, respondió pulsando un botón—. Aquí Cross.
Oí la voz nerviosa de una mujer a través del auricular, pero no pude distinguir lo que decía.
—¿Cuándo? —Tras oír la respuesta, preguntó—: ¿Dónde? Sí, voy para allá.
Colgó y se pasó una mano por el pelo.
Me puse de pie.
—¿Qué pasa?
—Corinne está en el hospital. Mi madre dice que es grave.
—Voy a vestirme. ¿Qué ha pasado?
Gideon me miró. La piel se me puso de gallina. Nunca le había visto tan... destrozado.
—Pastillas —dijo con voz áspera—. Se ha tragado un bote de pastillas.
Cogió el DB9. Mientras esperábamos a que nos trajeran el coche, Gideon llamó a Raúl para decirle que se reuniera con nosotros en el hospital y que se encargara del Aston Martin cuando llegáramos.
Cuando Gideon se puso tras el volante, condujo con expresión tensa y concentrada; cada giro del volante y pisada del acelerador era diestra y precisa. Metida en aquel pequeño espacio con él, supe que se había encerrado. Emocionalmente, era imposible llegar a él. Cuando le coloqué la mano en la pierna para darle consuelo y apoyo, ni siquiera se movió. No estuve segura del todo de que lo hubiera sentido.
Raúl nos estaba esperando cuando llegamos a urgencias. Me abrió la puerta y, a continuación, dio la vuelta por detrás para ocupar el asiento del conductor después de que Gideon saliera. El reluciente coche dejó la acera antes de que hubiésemos atravesado las puertas automáticas.
Cogí la mano de Gideon, pero tampoco estuve segura de que lo notara. Fijó la mirada en su madre, que se puso de pie cuando entramos en la sala de espera privada a la que nos habían conducido. Elizabeth Vidal apenas me miró y fue directa a su hijo para abrazarlo.
Él no le devolvió el abrazo. Pero tampoco se apartó. Su mano apretó más la mía.
La señora Vidal ni siquiera me saludó. En lugar de ello, me dio la espalda y señaló a la pareja que estaba sentada cerca de nosotros. Estaba claro que se trataba de los padres de Corinne. Estaban hablando con Elizabeth cuando Gideon y yo entramos, lo cual me pareció raro, pues Jean-François Giroux estaba de pie solo, junto a la ventana, con aspecto de sentirse tan intruso como Elizabeth me estaba haciendo sentir a mí.
Gideon aflojó mi mano cuando su madre le acercó a la familia de Corinne. Me sentí incómoda al quedarme sola en la puerta, así que fui hasta Jean-François.
Lo saludé calladamente.
—Lo siento mucho.
Él me miró con ojos fríos y su cara parecía haber envejecido una década desde que nos habíamos visto el día anterior en el bar.
—¿Qué está haciendo aquí?
—La señora Vidal ha llamado a Gideon.
—Por supuesto que lo ha llamado —Dirigió la mirada hacia los sillones—. Cualquiera diría que es él su marido y no yo.
Seguí su mirada. Gideon estaba agachado delante de los padres de Corinne, cogiéndole la mano a la madre. Una desagradable sensación de pavor me recorrió el cuerpo y me hizo sentir frío.
—Prefiere estar muerta a vivir sin él —dijo Giroux de forma monótona.
Lo miré. De repente, lo comprendí.
—Se lo ha contado a ella, ¿verdad? Lo de nuestro compromiso.
—Y mire qué bien se ha tomado la noticia.
Dios mío. Di un paso tembloroso hacia la pared, pues necesitaba apoyarme. ¿Cómo no iba a saber ella lo que un intento de suicidio provocaría en Gideon? No podía estar tan ciega. ¿O era la reacción de él, su sentimiento de culpa, lo que ella buscaba? Sentí nauseas al pensar que era tan manipuladora, pero no se podía dudar del resultado. Gideon había vuelto a su lado. Al menos, por ahora.
Una médico entró en la sala, una mujer de aspecto amable, cabello rubio y plateado muy corto y descoloridos ojos azules.
—¿El señor Giroux?
Oui. —Jean-François dio un paso adelante.
—Soy la doctora Steinberg. Estoy tratando a su esposa. ¿Podemos hablar un momento en privado?
El padre de Corinne se puso de pie.
—Nosotros somos su familia.
La doctora Steinberg lo miró con una dulce sonrisa.
—Lo comprendo. Sin embargo, es con el esposo de Corinne con quien tengo que hablar. Sí puedo decirles que Corinne se pondrá bien con unos días de descanso.
Giroux y ella salieron de la sala, lo cual efectivamente cortó el sonido de sus voces, pero aún se les seguía viendo a través de la pared de cristal. Giroux era mucho más alto que la doctora, pero lo que fuera que le dijese hizo que él se desmoronara visiblemente. La tensión en la sala de espera aumentó hasta un nivel insoportable. Gideon estaba de pie junto a su madre, con la atención puesta en la desgarradora escena que se desarrollaba ante nosotros.
La doctora Steinberg extendió una mano y la colocó sobre el brazo de Jean-François mientras seguía hablando. Un momento después, dejó de hablar y se fue. Él se quedó allí, mirando al suelo, con los hombros hundidos como si un enorme peso los empujara hacia abajo.
Estaba a punto de acercarme a él cuando Gideon se movió. En el momento en que salió de la sala de espera, Giroux le dio un empujón.
El ruido sordo de los dos hombres al colisionar fue estruendoso por su violencia. La sala tembló cuando Gideon se golpeó contra la gruesa pared de cristal.
Alguien dio un grito de sorpresa y, a continuación, llamó al servicio de seguridad.
Gideon se quitó de encima a Giroux y bloqueó un puñetazo. Después, se agachó para esquivar un golpe en la cara. Jean-François bramó algo, su rostro retorcido por la rabia y el dolor.
El padre de Corinne salió corriendo hacia ellos al mismo tiempo que llegaban los agentes de seguridad blandiendo sus pistolas paralizantes y apuntando con ellas. Gideon volvió a quitarse de encima de un empujón a Jean-François, defendiéndose sin lanzar un solo puñetazo. Su rostro permanecía pétreo y sus ojos fríos, casi tan perdidos como los de Giroux.
Giroux le gritó a Gideon. Como el padre de Corinne había dejado la puerta a medio abrir, escuché parte de lo que dijo. La palabra «enfant» no necesitaba traducción. En mi interior todo quedó en un silencio sepulcral y todo sonido se perdió bajo el zumbido de mis oídos.
Todos salieron corriendo de la sala mientras los guardias conducían a Gideon y Giroux esposados y a empujones en dirección al ascensor de servicio. Yo parpadeé cuando Angus apareció en la puerta, segura de que era producto de mi imaginación.
—Señora Cross —dijo en voz baja acercándose a mí con cuidado y con su gorra en las manos.
Apenas puedo imaginar cuál era mi aspecto. Seguía aferrada a la palabra «niño» y a lo que pudiera significar. Al fin y al cabo, Corinne llevaba en Nueva York desde que yo había conocido a Gideon... pero no su marido.
—He venido para llevarla a casa.
Fruncí el ceño.
—¿Dónde está Gideon?
—Me ha enviado un mensaje pidiéndome que viniera a por usted.
Mi confusión se convirtió en un dolor agudo.
—Pero él me necesita.
Angus respiró hondo con los ojos llenos de algo que pareció pena.
—Venga conmigo, Eva. Es tarde.
—No quiere que yo esté aquí —dije con voz monótona, agarrándome a lo único que podía comprender.
—Quiere que esté en casa y bien.
Sentí que los pies se me habían pegado al suelo.
—¿Es eso lo que dice en su mensaje?
—Eso es en lo que él está pensando.
—Estás siendo muy amable. —Empecé a caminar como con un piloto automático.
Pasé junto a uno de los celadores que estaba arreglando el desorden provocado al caer Giroux sobre un carro de medicinas. El modo en que evitó mirarme pareció confirmarme la cruda realidad.

Me habían dejado a un lado.

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