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Atada a Tí - Siyvia Day - Capítulo 1

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1
Los taxistas de Nueva York son una casta especial. Audaces hasta el extremo, conducen a toda pastilla y zigzaguean con brusquedad por calles abarrotadas con una calma antinatural. Para no perder la cordura, había aprendido a centrarme en la pantalla de mi smartphone en vez de en los coches que pasaban veloces a escasos centímetros. Siempre que cometía el error de levantar la vista, terminaba con el pie derecho clavado en el suelo, como si instintivamente quisiera pisar el freno. Pero, por una vez, no me hacía falta ninguna distracción. Estaba pegajosa de sudor tras una intensa clase de Krav Maga, y la cabeza me daba vueltas pensando en lo que había hecho el hombre al que amaba.
Gideon Cross. Sólo pensar en ese nombre me provocaba una ardiente llamarada de anhelo por todo mi ejercitado cuerpo. Desde el primer momento en que le vi —desde que vi a través de su increíble y bellísimo exterior al oscuro y peligroso hombre que llevaba dentro—había sentido esa atracción que procedía de haber encontrado la otra mitad de mí misma. Le necesitaba como necesitaba que me latiera el corazón, pero se había expuesto demasiado, lo había arriesgado todo... por mí.
El estruendo de un claxon me devolvió bruscamente a la realidad.
Por el parabrisas, vi la sonrisa de felicidad de mi compañero de piso dirigiéndose a mí desde la cartelera publicitaria del lateral de un autobús. Los labios de Cary Taylor esbozaban una insinuante curva y su largo y macizo cuerpo bloqueaba el cruce. El taxista no dejaba de tocar el claxon, como si eso fuera a despejar el camino.
Ni en broma. Cary no se movía y yo tampoco. Estaba tumbado de lado, desnudo de cintura para arriba y descalzo, con los vaqueros desabrochados para enseñar la cinturilla del calzoncillo y las elegantes líneas de sus marcados abdominales. Estaba muy sexy, con el pelo castaño oscuro todo revuelto y aquella mirada pícara de sus ojos verde esmeralda.
De repente caí en la cuenta de que tendría que ocultarle un terrible secreto a mi mejor amigo. Cary era mi guía, la voz de la razón, el hombro en el que prefería apoyarme, y un hermano para mí en todo lo importante de la vida. Me desagradaba la idea de tener que guardarme lo que Gideon había hecho por mí.
Me moría por hablar de ello, por que alguien me ayudara a entenderlo, pero nunca podría decírselo a nadie. Incluso nuestro terapeuta podría verse ética y legalmente obligado a romper la confidencialidad.
Apareció un fornido agente de tráfico que llevaba chaleco reflectante e instó al autobús a que circulara por su carril con una autoritaria mano enguantada de blanco y un grito que no dejaba lugar a dudas. Nos hizo señas de que prosiguiéramos justo antes de que cambiara el semáforo. Me eché hacia atrás, abrazándome la cintura, balanceándome.
El trayecto desde el ático de Gideon en la Quinta Avenida hasta mi apartamento en el Upper West Side era corto, pero se me estaba haciendo eterno. La información que la detective Shelley Graves, del Departamento de Policía de Nueva York, me había comunicado hacía apenas unas horas me había cambiado la vida. También me había obligado a abandonar a la persona con la que necesitaba estar.
Había dejado a Gideon porque no podía fiarme de los motivos de Graves. No podía correr el riesgo de que me hubiera contado sus sospechas sólo para ver si volvería con él y probar que su ruptura conmigo era una mentira bien urdida.
¡Dios santo! Era tal el torrente de sentimientos que el corazón me latía desbocado. Ahora Gideon me necesitaba tanto como yo a él, si no más, pero me había marchado.
El desconsuelo que se le veía en los ojos cuando las puertas de su ascensor privado se interpusieron entre nosotros me había desgarrado las entrañas.
Gideon.
El taxi dobló la esquina y se detuvo delante de mi apartamento. El portero de noche abrió la puerta del coche antes de que pudiera decirle al conductor que diera la vuelta, y el aire pegajoso de agosto sustituyó enseguida al acondicionado.
—Buenas tardes, señorita Tramell. —El portero acompañó el saludo con un ligero toque del ala del sombrero y esperó pacientemente mientras pasaba mi tarjeta de débito por el lector electrónico. Cuando terminé de pagar, acepté su ayuda para salir del taxi y noté que se fijaba, con discreción, en que tenía la cara manchada de lágrimas.
Sonriendo como si todo me fuera de maravilla, entré deprisa en el vestíbulo y me fui derecha al ascensor, tras un breve saludo al personal de recepción.
—¡Eva!
Al volver la cabeza, vi que, en la zona de descanso, se ponía de pie una esbelta morena vestida con un elegante conjunto de falda y blusa. Su oscura y ondulada melena le llegaba a los hombros y una sonrisa embellecía sus carnosos labios, que eran de un rosa brillante. Fruncí el ceño, pues no la conocía.
—¿Sí? —contesté, súbitamente recelosa. Había un destello de rapacidad en aquellos ojos oscuros que me mosqueó. A pesar de lo hecha polvo que me sentía, y con toda probabilidad también lo parecía, me puse derecha y la miré directamente.
—Deanna Johnson —se presentó, tendiendo una mano muy cuidada—. Reportera independiente.
Arqueé una ceja.
—Hola.
Ella se echó a reír.
—No hace falta que seas tan suspicaz. Sólo quiero hablar contigo unos minutos. Estoy trabajando en un reportaje y me vendría bien tu ayuda.
—Sin ánimo de ofender, pero no se me ocurre nada de lo que quiera hablar con una reportera.
—¿Ni siquiera de Gideon Cross?
Se me erizaron los pelos de la nuca.
—De él menos aún.
Gideon, uno de los veinticinco hombres más ricos del mundo, con una cartera de bienes inmuebles en Nueva York tan extensa que dejaba alucinado a cualquiera, siempre era noticia; por lo tanto, también lo era el que me hubiera dejado y vuelto con su antigua novia.
Deanna cruzó los brazos, movimiento que le acentuó el escote, algo en lo que me fijé sólo porque volví a mirarla con más atención.
—Vamos —insistió—. Te dejaré en el anonimato, Eva. No utilizaré nada que te identifique. Aprovecha la oportunidad de tomarte la revancha.
Sentí un peso en el estómago. Aquella mujer era exactamente el tipo de Gideon: alta, delgada, de pelo oscuro y piel morena. Nada que ver conmigo.
—¿Estás segura de que quieres ir por ese camino? —pregunté calmadamente, convencida de que había follado con mi novio en algún momento del pasado—. Yo que tú no le cabrearía.
—¿Le tienes miedo? —me soltó—. Yo no. El que tenga dinero no le da derecho a hacer lo que le venga en gana.
Tomé aliento lenta y profundamente y recordé que el doctor Terrence Lucas —otra persona que discrepaba con Gideon—me había dicho algo parecido. Ahora que sabía de lo que Gideon era capaz, de hasta dónde llegaría por protegerme, aún podía responder sinceramente y sin reservas:
—No, no le tengo miedo. Pero he aprendido a elegir qué batallas quiero librar. Seguir adelante es la mejor revancha.
Ella alzó el mentón.
—No todos tenemos a una estrella del rock esperando entre bastidores.
—Lo que sea. —Suspiré para mis adentros cuando mencionó a mi ex, Brett Kline, que era el líder de un grupo musical en ascenso y uno de los hombres más sexys que había conocido. Al igual que Gideon, irradiaba atractivo sexual como ola de calor. A diferencia de Gideon, él no era el amor de mi vida. Nunca más volvería a tirarme a esa piscina.
—Mira —Deanna sacó una tarjeta profesional de un bolsillo de la falda—, pronto entenderás que Gideon Cross te utilizaba para poner celosa a Corinne Giroux y, de ese modo, conseguir que volviera con él. Cuando bajes de las nubes, llámame. Estaré esperando.
Acepté la tarjeta.
—¿Por qué crees que sé algo que merezca la pena contar?
Afinó sus exuberantes labios.
—Porque cualquiera que fuese el motivo de Cross para liarse contigo, has hecho mella en él. El hombre de hielo se ha derretido un poco por ti.
—Es posible, pero se ha terminado.
—Eso no significa que no sepas alguna cosa, Eva. Yo puedo ayudarte a comprender lo que es de interés periodístico.
—¿Qué enfoque piensas darle? —Ni en sueños iba a cruzarme de brazos mientras alguien ponía a Gideon en su punto de mira. Si ella estaba decidida a convertirse en una amenaza para él, yo lo estaba a interponerme en su camino.
—Ese hombre tiene un lado oscuro.
—¿Acaso no lo tenemos todos? —¿Qué había descubierto sobre Gideon? ¿Qué le había revelado él en el curso de su... relación? Si es que la habían tenido.
Dudaba de que llegara el día en que pensar en Gideon manteniendo relaciones íntimas con otra mujer no despertara en mí unos celos furibundos.
—¿Por qué no vamos a algún sitio y hablamos? —insistió, tratando de camelarme.
Lancé una mirada a los empleados de recepción, que, muy educados, se comportaban como si no estuviéramos allí. Estaba muy dolida emocionalmente para hablar con Deanna, y aún no me había recuperado del impacto que me había producido la conversación con la detective Graves.
—Quizá en otro momento —respondí, dejando la posibilidad abierta porque tenía intención de vigilarla.
Como si hubiera notado mi desazón, Chad, uno de los trabajadores nocturnos de recepción, se acercó.
—La señorita Johnson se marcha ya —le dije, relajándome conscientemente. Si la detective Graves no había podido colgarle nada a Gideon, a una entrometida reportera freelance no iba a irle mejor.
Una lástima que yo supiera la clase de información que podía filtrarse de la policía,
y la facilidad y la frecuencia con que se hacía. Mi padre, Victor Reyes, era poli, y yo había oído muchas cosas a ese respecto.
Me giré hacia los ascensores.
—Buenas noches, Deanna.
—Nos vemos —se despidió ella cuando me alejaba.
Entré en el ascensor y apreté el botón de mi piso. Al cerrarse las puertas, me flaquearon las fuerzas y me apoyé en el pasamanos. Tenía que advertir a Gideon, pero no había forma de contactar con él que no pudiera rastrearse.
El dolor que tenía en el pecho se me agudizó. Nuestra relación se había jodido de tal manera que ni siquiera podíamos hablarnos.
Salí en el piso correspondiente y entré en mi apartamento, crucé la espaciosa sala y dejé el bolso en uno de los taburetes de la cocina. La vista de Manhattan que se contemplaba desde las ventanas de suelo a techo del salón no consiguió conmoverme. Me sentía muy inquieta y todo me daba igual. Lo único que importaba era que no estaba con Gideon.
Mientras me dirigía por el pasillo hacia mi habitación, oí el sonido de música a poco volumen que salía del cuarto de Cary. ¿Estaría acompañado? Y si era así, ¿de quién? Mi mejor amigo había decidido intentar compatibilizar dos relaciones: una con una mujer que le aceptaba como era, y otra con un hombre que no soportaba que Cary estuviera liado con otra persona.
Me desnudé y fui dejando la ropa en el suelo del cuarto de baño de camino a la ducha. Mientras me enjabonaba, me era imposible no pensar en las veces que me había duchado con Gideon, ocasiones en las que la incontenible lujuria que sentíamos el uno por el otro había provocado encuentros extraordinariamente eróticos. Le echaba muchísimo de menos. Necesitaba su roce, su deseo, su amor. Ansiaba todas esas cosas con una avidez que me llenaba de inquietud y me tenía con los nervios a flor de piel. Ignoraba cómo podría quedarme dormida sin saber cuándo tendría la oportunidad de volver a hablar con Gideon. Había tanto de lo que hablar...
Me envolví en una toalla y salí del baño.
Gideon estaba al otro lado de la puerta cerrada de mi dormitorio. Verle me produjo una impresión tan violenta que fue como un golpe físico. Se me cortó la respiración y el corazón empezó a latirme a un ritmo desbocado, respondiendo todo mi ser a su presencia con un fortísimo sentimiento de añoranza. Era como si hiciera años que no le veía, en lugar de una sola hora.
Le había dado una llave, pero el edificio era de su propiedad. Dar conmigo sin dejar un rastro que pudiera seguirse era posible contando con esa ventaja..., de la misma manera que había podido llegar hasta Nathan.
—Es peligroso que estés aquí —señalé. Lo cual no impidió que me emocionara el hecho de que estuviera. Me lo comía con la mirada, recorriendo con avidez su cuerpo macizo y ancho de espaldas.
Vestía unos pantalones de chándal negros y una sudadera de la Universidad de Columbia, un conjunto que le hacía parecer el hombre de veintiocho años que era y no el magnate multimillonario que conocían todos los demás. Llevaba una gorra de los Yankees muy calada hasta las cejas, pero la sombra que proyecta el ala no ocultaba el llamativo azul de sus ojos, que me miraban con intensidad. Había una adusta expresión en sus sensuales labios.
—Tenía que venir.
Gideon Cross era un hombre increíblemente atractivo, tan guapo que la gente se le quedaba mirando por la calle. Hubo un tiempo en que le consideré un dios del sexo, y las frecuentes —y entusiastas— exhibiciones de su destreza en ese terreno me demostraron que estaba en lo cierto, pero sabía también que era muy humano. Le habían hecho daño, como a mí.
Nuestra relación tenía escasas posibilidades.
El pecho se me dilató al inspirar profundamente, mi cuerpo reaccionaba a la proximidad del suyo. Aunque él estaba a una cierta distancia, yo notaba la embriagadora atracción, el empuje magnético que se producía al estar cerca de la otra mitad de mi alma. Había sido así desde nuestro primer encuentro, una atracción recíproca inexorable. Habíamos confundido aquella irresistible adhesión mutua con la mera lujuria, hasta que nos dimos cuenta de que ni podíamos respirar el uno sin el otro.
Luché contra el impulso de lanzarme a sus brazos, que era donde ansiaba estar. Estaba demasiado quieto, demasiado contenido. En vilo, esperé a que él tomara la iniciativa.
¡Dios santo!, cuánto le quería.
Apretó los puños a ambos lados del cuerpo.
—Te necesito.
Noté cómo me tensaba en lo más íntimo en respuesta a la aspereza de su voz, cálida y lujuriosa.
—No hace falta que te alegres tanto por ello —bromeé, jadeante, intentando levantarle el ánimo antes de que se me echara encima.
Amaba su lado salvaje, y amaba su lado tierno. Le tomaría de cualquier manera en que pudiera tenerle, pero llevaba tanto tiempo... Expectante, notaba ya tensión y hormigueo en la piel, ansiaba la voraz reverencia de su contacto físico. Me asustaba lo que sucedería si se me acercaba con todo su vigor, anhelando como anhelaba su cuerpo. Podríamos destrozarnos el uno al otro.
—Me mata estar sin ti —dijo bruscamente—, echarte de menos. Me siento como si mi puñetero sano juicio dependiera de ti, Eva, ¿y tú quieres que me alegre de ello?
Tuve que pasarme la lengua por mis labios resecos, y él gruñó, consiguiendo que me estremeciera.
—Vale..., me alegro.
Adoptó una postura claramente más relajada. Debía de estar muy preocupado por cómo reaccionaría yo a lo que él había hecho por mí. Para ser sincera, yo estaba preocupada. ¿Significaba mi agradecimiento que era más retorcida de lo que pensaba?
Entonces recordé las manos de mi hermanastro recorriéndome entera, el peso de su cuerpo apretándome contra el colchón, el dolor desgarrador entre mis piernas mientras me embestía una y otra vez...
Volví a estremecerme de ira. Si alegrarme de que ese cabrón estuviera muerto me convertía en un mal bicho, ¿qué se le iba a hacer?
Gideon respiró profundamente. Se llevó una mano al pecho y se frotó la zona del corazón como si le doliera.
—Te quiero —le dije, con lágrimas en los ojos—. Te quiero muchísimo.
—Cielo. —Dejando caer las llaves al suelo, me alcanzó de dos rápidas zancadas y con ambas manos me acarició el pelo húmedo. Estaba temblando, y yo lloré, abrumada por la certeza de lo mucho que me necesitaba.
Ladeando la cabeza como él quería, Gideon me apresó la boca con posesiva
vehemencia, saboreándome con pausadas e intensas lenguaradas. Aquella pasión y aquella avidez produjeron en mis sentidos el efecto de una detonación; y, con un gemido, me aferré a su sudadera. El quejido con el que él respondió me hizo vibrar de tal manera que se me endurecieron los pezones y me puso la piel de gallina.
Me entregué por completo, y le quité la gorra de la cabeza para hundir los dedos en su sedoso pelo negro. Me abandoné a sus besos, dejándome llevar por su exuberante sensualidad. Se me escapó un sollozo.
—No llores —susurró, echándose hacia atrás para colocarme una mano en la mejilla. Me destroza verte llorar.
—Es demasiado —respondí, estremecida.
Sus preciosos ojos parecían tan cansados como los míos. Asintió con tristeza.
—Lo que hice...
—No se trata de eso, sino de lo que siento por ti.
Me rozó con la punta de la nariz, deslizando las manos por mis brazos desnudos con veneración, unas manos manchadas de sangre proverbial, lo cual me hacía amar su tacto aún más.
—Gracias —susurré.
Él cerró los ojos.
—Dios mío, cuando te marchaste esta noche..., no sabía si volverías..., si te había perdido...
—Te necesito, Gideon.
—No pediré perdón. Volvería a hacerlo. —Me agarró con más fuerza—. ¿Qué otras opciones había, aparte de más órdenes de alejamiento y un incremento en las medidas de seguridad y la vigilancia para el resto de tu vida? Era imposible que estuvieras a salvo mientras Nathan siguiera vivo.
—Me apartaste. Me dejaste al margen. Tú y yo...
—Todo ha terminado. —Me presionó los labios con la yema de los dedos—. Para siempre, Eva. No discutamos por algo que ya no puede cambiarse.
—Le aparté la mano.
—¿Se ha terminado? ¿Ya podemos estar juntos? ¿O seguimos ocultando nuestra relación a la policía? ¿Tenemos siquiera una relación?
Gideon me sostuvo la mirada, sin esconder nada, dejándome ver su dolor y su miedo.
—Eso es lo que he venido a preguntarte.
—Si de mí depende, nunca te abandonaré —afirmé con vehemencia—. Nunca.
Gideon me deslizó las manos desde el cuello hasta los hombros, dejando una estela candente en mi piel.
—Necesito que eso sea verdad —dijo con suavidad—. Tenía miedo de que te alejaras..., de que tuvieras miedo... de mí.
—Gideon, no...
—Yo nunca te haría daño.
Le agarré por la cinturilla del pantalón y tiré, aunque no conseguí moverle.
—Lo sé.
Y, físicamente, no tenía dudas; siempre había sido cuidadoso conmigo, siempre cauto. Pero emocionalmente, mi amor se había utilizado en mi contra con meticulosa precisión. Me esforzaba por reconciliar la absoluta confianza que tenía en que Gideon conocía mis necesidades y el recelo que emanaba de un corazón roto aún en proceso de
curación.
—¿De verdad? —Me escrutó la cara, tan familiarizado como siempre con lo que no se decía—. Me moriría si me abandonaras, pero nunca te haría daño para retenerte.
—No deseo irme a ninguna parte.
Exhaló de forma audible.
—Mis abogados hablarán con la policía mañana, para hacerse una idea de cómo están las cosas.
Echando la cabeza hacia atrás, apreté con dulzura mis labios contra los suyos. Actuábamos en connivencia para ocultar un delito, y mentiría si dijera que no me preocupaba seriamente —después de todo, era hija de policía—, pero la alternativa era demasiado espantosa para tenerla en cuenta.
—Tengo que saber que puedes vivir con lo que he hecho —dijo en voz baja, enrollándose mi pelo en un dedo.
—Creo que sí. ¿Y tú?
Acercó de nuevo su boca a la mía.
—Puedo sobrevivir a cualquier cosa contigo a mi lado.
Metí las manos por debajo de su sudadera, en busca de aquella piel cálida y dorada. Notaba sus músculos, duros y marcados, bajo las palmas de mis manos; su cuerpo era una obra de arte viril y seductora. Le lamí los labios y le atrapé el inferior con los dientes, mordiendo con suavidad.
Gideon dejó escapar un gemido. Aquel sonido de placer me recorrió como una caricia.
—Tócame. —Sus palabras eran una orden, pero su tono era de súplica.
—Eso hago.
Alargando un brazo por detrás, me agarró una muñeca y puso mi mano delante. Sin pudor alguno, encajó su verga en la palma de mi mano y empezó a frotarse. Mis dedos envolvieron aquel cipote grueso y duro, con el pulso acelerado al darme cuenta de que no llevaba nada bajo los pantalones del chándal.
—¡Dios! —musité—. ¡Me pones tan caliente...!
Me miraba fijamente con aquellos ojos azules; tenía las mejillas encendidas, entreabiertos sus labios esculturales. Nunca trataba de ocultar el efecto que yo le producía, nunca fingía tener un mayor control de sus reacciones conmigo que el que yo tenía con él. Ello contribuía a que su dominio en el dormitorio fuera aún más fascinante, a sabiendas de que él también se sentía indefenso ante la atracción que existía entre los dos.
Sentí una opresión en el pecho. Aún no podía creer que fuera mío, que pudiera verle de aquella manera, tan abierto, tan ansioso y endemoniadamente sexy.
Gideon me quitó la toalla. Aspiró con brusquedad cuando ésta cayó al suelo, y me quedé totalmente desnuda ante él.
—Oh, Eva.
Le temblaba la voz de emoción, y yo noté un escozor en los ojos. Se subió la camisa, se la sacó por la cabeza y la tiró a un lado. Luego vino hacia mí, acercándoseme con cuidado, prolongando el momento en que se tocaría la piel desnuda de nuestros cuerpos.
Me asió por las caderas, flexionando los dedos con nerviosismo, con la respiración entrecortada. Las puntas de mis pechos le rozaron primero, provocándome una tremenda sensación por todo el cuerpo. Di un grito ahogado. Me apretó contra él, dejando escapar un gruñido, levantándome en volandas y retrocediendo en dirección a la cama.

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