Mis muslos rozaron el colchón y
aterricé de culo, cayendo boca arriba con Gideon inclinado sobre mí. Rodeándome
la espalda con un brazo, me colocó en el centro de la cama y a continuación se
me puso encima. Cuando quise darme cuenta, ya tenía su boca en uno de mis
pechos, entre labios suaves y cálidos que succionaban con premura y avidez.
Apretaba mi carne con la mano, friccionaba posesivamente.
—¡Cómo te echaba de menos! —exclamó.
El frescor de mi carne contrastaba con su piel caliente, y acogía el peso de su
cuerpo tras largas noches sin él.
Encajé las piernas en sus
pantorrillas y metí las manos entre la cinturilla del pantalón para agarrarle
aquel prieto y macizo trasero. Tiraba de él, arqueando las caderas para sentir
su polla a través de la prenda de algodón que nos separaba, queriéndole dentro
mí, para tener la certeza de que volvía a ser mío.
—Dilo —le rogué, necesitando
oír las palabras que a él le parecían tan insuficientes.
Se separó un poco y, mirándome
desde arriba, me apartó el pelo de la frente con delicadeza. Tragó saliva.
Me erguí y le estampé un beso
en aquella boca tan hermosamente modelada.
—Lo diré yo primero: te quiero.
Cerró los ojos y se estremeció.
Gideon me rodeó con sus brazos, apretándome tanto que casi no me dejaba
respirar.
—Te quiero —susurró—.
Demasiado.
Aquella ferviente declaración
reverberó en mi interior. Apoyé la cara en su hombro y lloré.
—Cielo. —Me cogió un mechón de
pelo y cerró el puño.
Levanté la cabeza y le atrapé
la boca, aderezando nuestro beso con la sal de mis lágrimas. Mis labios se
movían desesperadamente sobre los suyos, como si pudiera desaparecer en
cualquier momento y no me diera tiempo a saciarme de él.
—Eva. Deja... —Me cogió la cara
entre las manos, lamiéndome la boca hasta dentro—. Déjame quererte.
—Por favor —susurré,
entrelazando los dedos por detrás de su cuello para atraerle. Sentía su
ardiente y poderosa erección contra los labios de mi vulva y su peso ejercía la
presión adecuada sobre mi clítoris palpitante—. No pares.
—No lo haré. Me es imposible.
Poniéndome una mano en el
trasero, me alzó diestramente entre sus caderas. Jadeé cuando el placer se
irradió por todo mi cuerpo, duros y erectos mis pezones contra su pecho. La
estimulación que me proporcionaba aquel suave y crespo vello era insoportable.
Me dolía en lo más íntimo y mi cuerpo pedía a gritos la vigorosa embestida de
su polla.
Recorrí su espalda con las
uñas, desde los hombros hasta las caderas. Él se fue arqueando al ritmo de la
tosca caricia, emitiendo un débil gemido, con la cabeza hacia atrás en un
delicioso abandono erótico.
—Otra vez —ordenó bruscamente,
con las mejillas encendidas y los labios abiertos.
Me incorporé un poco y le
hinqué los dientes en el pectoral. Estremeciéndose, Gideon silbó y aguantó.
No podía contener la intensa
oleada de emoción que necesitaba liberarse, el amor y
la
necesidad, la rabia y el miedo. Y el dolor. Dios mío, el dolor. Aún lo sentía
vivamente. Quería lanzarme sobre él. Castigar tanto como dar placer. Hacerle
experimentar una pequeña parte de lo que viví cuando él me apartó de su lado.
Le pasé la lengua por las leves
marcas de mis dientes y él meneó las caderas acoplándose a mí, deslizando la
polla por los labios abiertos de mi sexo.
—Me toca a mí —susurró en tono
enigmático. Apoyándose en un brazo, de macizos y hermosos bíceps, me rodeó un
pecho con la otra mano. Bajó la cabeza y posó los labios en la punta erecta de
mi pezón. Le ardía la boca; su lengua era áspero terciopelo en mi carne
sensible. Cuando clavó los dientes en la arrugada punta, grité, estremeciéndome
cuando la intensidad del deseo afluyó a lo más íntimo de mi ser.
Le agarré del pelo con poca
delicadeza, tal era la pasión que me embargaba. Le rodeé con las piernas,
apretándole, dejándole ver que el deseo le reclamaba. Quería poseerle, hacerle
mío otra vez.
—Gideon —gemí. Tenía las sienes
húmedas de la estela que me habían dejado las lágrimas; la garganta, tirante y
dolorida.
—Aquí estoy, cielo —dijo en voz
baja, mordisqueándome el escote camino del otro pecho. Con aquellos dedos
diabólicos tiró del húmedo pezón que acababa de dejar, pellizcándolo suavemente
hasta que le empujé la mano—. No te me opongas. Deja que te quiera.
Me di cuenta de que estaba
tirándole del pelo, queriendo apartarle al tiempo que pugnaba por acercarme más
a él. Gideon me tenía sitiada, seduciéndome con su impresionante perfección
masculina y su íntima pericia con mi cuerpo. Y yo me rendía. Notaba los pechos
pesados, el sexo húmedo e inflamado. Movía las manos sin descanso mientras le
aprisionaba con las piernas.
Aun así, él se apartó de mí un
poco más, susurrando tentaciones mientras me recorría el estómago con la boca. Te
he echado tanto de menos... te necesito... tengo que poseerte... Noté una
cálida humedad en la piel y al bajar la vista vi que él lloraba también,
asolada su hermosa cara por la misma plétora de emociones que me invadían a mí.
Con dedos trémulos, le rocé la
mejilla, queriendo secar unas lágrimas que volvieron a aparecer en el instante
mismo en que se las enjugué. Él me frotó la mano con la nariz, emitiendo un
débil y quejumbroso gemido; no podía soportarlo. Su dolor me resultaba más
difícil de sobrellevar que el mío propio.
—Te quiero —le dije.
—Eva. —Se puso de rodillas y se
elevó, sus muslos extendidos entre los míos, con la polla, dura y gorda,
cabeceando por el peso.
Todo en mí se tensó con una
avidez insaciable. Se le marcaban los prietos músculos, duros como una piedra y
perfectamente definidos, de su cuerpazo, le brillaba la piel morena con el
sudor. Salvo por el pene, definitivamente primario, con sus gruesas venas y su
ancha raíz, Gideon era de una elegancia portentosa. La bolsa testicular también
le colgaba grande y pesada. Su escultura sería tan hermosa como el David de
Miguel Ángel, pero con un detalle de un erotismo flagrante.
Francamente, Gideon Cross
estaba hecho para follar con una mujer hasta volverla loca.
—Me perteneces —dije con
brusquedad, incorporándome y trepando torpemente hacia él, apretando mi torso
contra el suyo—. Por entero.
—¡Cielo! —Me apresó la boca en
un beso rudo, cargado de lascivia. Me alzó y nos dimos la vuelta de manera que
él se colocó de espaldas a la cabecera y yo encima de él. Nos
deslizamos
hasta que toda la carne de nuestros cuerpos, resbaladizos por el sudor, quedó
en contacto.
Sus manos surgían por todas
partes, y su cuerpo macizo pugnaba por alzarse como lo había hecho el mío. Le
puse las palmas en la cara y empecé a lamerle la boca, intentado saciar la sed
que tenía de él.
Él introdujo una mano entre mis
piernas y con un cuidado reverencial hurgó en mi hendidura. Luego me acarició
el clítoris con las yemas de los dedos y rodeó la trémula abertura de mi sexo.
Con los labios apretados contra los suyos, gemí, meneando las caderas. Me
acariciaba sin prisas, avivándome el deseo, follándome la boca con su beso
lento y profundo.
El placer me impedía respirar.
Mi cuerpo entero se estremeció cuando me abarcó con una mano y, muy despacio,
me introdujo su largo dedo corazón. Con la palma me frotó el clítoris, rozando
delicados tejidos con las yemas. Con la otra mano me agarró de la cadera,
sujetándome, refrenándome.
Gideon parecía ejercer un
control absoluto, seducir con perversa minuciosidad, pero él temblaba más que
yo y el pecho le palpitaba con más fuerza. Los sonidos que de él emanaban
estaban teñidos de remordimiento y súplica.
Echándome hacia atrás, le cogí
la verga con ambas manos, agarrándole con firmeza. Conocía su cuerpo muy bien,
sabía lo que necesitaba y lo que deseaba. Empecé a bombeársela desde la raíz
hasta la punta, extrayendo una espesa gota de rocío de su enorme capullo.
Retrocedió hacia la cabecera de la cama con un gruñido, curvando el dedo que
tenía dentro de mí. Yo observé, fascinada, cómo la espesa gota rodaba hacia un
lado del glande y luego resbalaba a lo largo del pene hasta caer en la parte
superior de mi puño.
—No sigas —dijo de manera
entrecortada—. Estoy a punto.
Le acaricié de nuevo, y se me
hizo la boca agua cuando expulsó un chorro de fluido preseminal. Me excitaba
muchísimo verle disfrutar de aquella manera y saber que producía semejante
efecto en una criatura tan descaradamente sexual.
Emitió una exclamación al
tiempo que sacaba los dedos de mi vagina. Me cogió por las caderas y me
desplazó. Me echó hacia delante y luego me bajó un poco, colocándome entre sus
caderas, clavándome su embravecida polla.
Grité y me agarré a sus
hombros, contrayéndose mi sexo contra la gruesa penetración.
—Eva. —Estiró el cuello
y la mandíbula por la tensión y empezó a correrse, derramándose con fuerza
dentro de mí.
Aquel chorro de lubricación me
abrió, acoplándose mi sexo a su palpitante erección hasta que me llenó por
completo. Clavé las uñas en sus rígidos músculos, con la boca abierta para
aspirar el aire que me faltaba.
—Tómalo —dijo, dirigiendo mi
descenso para ganar la pequeña parte de mí que le permitiría hundirse hasta la
base—. Tómame.
Yo gemí, agradeciendo aquel
conocido dolor que me producía tenerle tan dentro. El orgasmo me pilló tan de
sorpresa que arqueé la espalda cuando me traspasó aquel ardiente placer.
El instinto se encargó de que
yo siguiera moviendo las caderas, apretando y aflojando los músculos mientras
me concentraba en el momento, en la recuperación de mi amor. De mi corazón.
Gideon cedió a mis exigencias.
—Eso es, cielo —me animó con la
voz quebrada y una erección tan dura como si no
acabara
de tener un orgasmo de órdago.
Bajó los brazos y se agarró al
edredón. Con los movimientos, contraía y flexionaba los bíceps. Se le tensaban
los abdominales cada vez que yo le llevaba al límite, brillando con el sudor el
exacto entramado de sus músculos. Su cuerpo era una máquina perfectamente
engrasada y yo estaba poniéndola a prueba.
Me dejaba hacerlo. Se entregaba
a mí.
Ondulando las caderas, busqué
el placer, mientras decía su nombre entre gemidos. Experimenté unos espasmos
rítmicos y alcancé otro orgasmo demasiado deprisa. Me tambaleé, con los
sentidos embargados.
—Por favor —supliqué—. Gideon,
por favor.
Me cogió por la nuca y la
cintura, y me deslizó hasta que estuvimos tumbados en la cama. Sujetándome
firmemente, me mantuvo inmóvil, empujando hacia arriba... una y otra vez... jodiéndome
con rápidas y enérgicas embestidas. La fricción de su grueso pene, entrando y
saliendo, era demasiado. Me estremecí violentamente y me corrí de nuevo,
clavándole los dedos en los costados.
Sacudiéndose, Gideon me siguió,
tensando los brazos hasta que yo apenas podía respirar. Sus fuertes
exhalaciones eran el aire que llenaba mis pulmones ardientes. Estaba totalmente
poseída, completamente indefensa.
—¡Dios!, Eva. —Hundió la cara
en mi cuello—. Te necesito. Te necesito muchísimo.
—Mi vida. —Le abracé con
fuerza. Aún me daba miedo despegarme de él.
Parpadeé mirando el techo y me
di cuenta de que me había dormido. Entonces me invadió el pánico, la horrible
certeza de despertarme de un maravilloso sueño y volver a una realidad de
pesadilla. Me incorporé, aspirando bocanadas de aire, sintiendo una tremenda
opresión en el pecho.
Gideon.
Casi me echo a llorar cuando le
vi acostado a mi lado, con los labios ligeramente entreabiertos, profunda y
acompasada la respiración. El amante por el que se me había roto el corazón
volvía a mí.
Dios...
Apoyándome en el cabecero de la
cama, me obligué a tranquilizarme, a saborear el inusitado placer de observarle
mientras dormía. La cara se le transformaba cuando estaba despreocupado; esos
momentos me recordaban lo joven que era en realidad. Era fácil olvidarse de
ello cuando estaba despierto e irradiando la tremenda fuerza de voluntad que
literalmente hizo que me cayera de culo la primera vez que le vi.
Con unos dedos llenos de
adoración, le retiré de la mejilla sus oscuros mechones de pelo, fijándome en
las nuevas arrugas que le habían aparecido alrededor de los ojos y la boca.
También me fijé en que había adelgazado. Nuestra separación le había pasado
factura, pero lo había disimulado muy bien. O tal vez yo le veía siempre como
alguien perfecto y sin mácula.
No había sido capaz de ocultar
mi desolación. Me había creído que nuestra relación había terminado y todos se
dieron cuenta, algo con lo que Gideon había contado. Negación plausible,
lo había llamado él. Infierno lo llamaba yo, y mientras no dejáramos de fingir
que habíamos roto, para mí seguiría siéndolo.
Moviéndome con cuidado, apoyé
la cabeza en una mano y observé a aquel hombre
desmedido
que embellecía mi cama. Rodeaba la almohada con los brazos, exhibiendo unos
bíceps esculturales y una musculosa espalda adornada con los arañazos y las
marcas, en forma de media luna, de mis uñas. También le había agarrado el
trasero, excitada hasta la locura al sentir cómo lo contraía y lo relajaba
mientras me follaba incansablemente, empotrándome su larga y gruesa polla hasta
lo más profundo.
Una y otra vez...
Moví las piernas nerviosamente,
notando que mi cuerpo se agitaba con renovada avidez. Pese a toda su refinada
elegancia, Gideon era un animal indómito de puertas adentro, un amante que me
desnudaba el alma cada vez que me hacía el amor. Carecía de defensas contra él
cuando me tocaba; era incapaz de resistirme al placer de extender los muslos
para aquel hombre tan viril y apasionado.
Abrió los ojos, anonadándome
con aquellos vívidos iris azules. Me miró de arriba abajo con tan seductora
indolencia que el corazón me dio un vuelco.
—Tienes la mirada de
me-muero-por-echar-un-polvo —dijo, arrastrando las palabras.
—Debe de ser por el polvazo que
tienes tú —repliqué—. Despertarme contigo es como... un regalo de Navidad.
Esbozó una sonrisa.
—Para mayor comodidad, ya estoy
desenvuelto. Y funciono sin pilas.
El tremendo deseo que me
invadió me produjo una sensación de opresión en el pecho. Le amaba demasiado.
Me preocupaba constantemente la posibilidad de perderle. Él era un relámpago en
una botella, un sueño que yo intentaba sostener en las manos.
Dejé escapar un trémulo
suspiro.
—Eres un lujo exquisito para
cualquier mujer. Un voluptuoso y sensual...
—Calla. —Antes de que pudiera
ver sus intenciones, se dio la vuelta y me arrastró debajo de él—. Soy
asquerosamente rico, pero tú sólo me quieres por mi cuerpo.
Levanté la vista, admirando la
forma en que su oscuro pelo enmarcaba aquel extraordinario rostro.
—Quiero el corazón que hay en
su interior.
—Es tuyo. —Me envolvió con sus
brazos y sus piernas se entrelazaron con las mías, estimulando mi piel
hipersensible con el áspero vello de sus pantorrillas.
Estaba dominada, poseída. La
sensación de su cálido y macizo cuerpo contra el mío era deliciosa. Suspiré, y
sentí que la duda que me atenazaba se disipaba un poco.
—No debería haberme quedado
dormido —dijo en voz queda.
Le acaricié el pelo, sabiendo
que tenía razón, que sus pesadillas y su parasomnia sexual atípica hacían que
dormir con él fuera peligroso. A veces repartía golpes a diestro y siniestro
mientras dormía, y, si me encontraba cerca, me llevaba toda la violencia de la
ira que le consumía por dentro.
—Me alegro de que lo hicieras.
Me agarró la muñeca y se llevó
los dedos a la boca para besarlos.
—Necesitamos pasar tiempo
juntos cuando no estamos mirando por encima del hombro.
—Ay, Dios. Casi me olvido.
Deanna Johnson estuvo aquí hace un rato. —En cuanto esas palabras salieron de
mi boca lamenté el muro que levantaron entre nosotros.
Gideon parpadeó y, en aquella
décima de segundo, la calidez que había en sus ojos desapareció.
—No te acerques a ella. Es
periodista.
Le
rodeé con mis brazos.
—Quiere sangre.
—Tendrá que ponerse a la cola.
—¿Por qué está tan interesada?
Es freelance. Nadie le ha encargado que escriba sobre ti.
—Déjalo ya, Eva.
Aquella forma de dar por
concluido el asunto me fastidió.
—Sé que has follado con ella.
—No, no lo sabes. Y en lo que
deberías centrarte ahora es en el hecho de que me dispongo a follar contigo.
La certeza me traspasó el
corazón. Le solté, apartándome de él.
—Has mentido.
Retrocedió como si le hubiera
abofeteado.
—Jamás te he mentido.
—Me dijiste que habías follado
más desde que me conocías que en los últimos dos años juntos, pero al doctor
Petersen le dijiste que tenías relaciones sexuales dos veces a la semana. ¿En
qué quedamos?
Se puso boca arriba y frunció
el ceño.
—¿Tenemos que hablar de eso
ahora? ¿Esta noche?
Su lenguaje corporal era tan
tenso y estaba tan a la defensiva que mi irritación con su esquivez se evaporó
al instante. No quería pelearme con él, y mucho menos por el pasado. Lo que
importaba era el presente y el futuro. Tenía que confiar en que me sería fiel.
—No —respondí con ternura,
poniéndome de lado y posándole una mano en el pecho. En cuanto amaneciera,
tendríamos que volver a fingir que ya no estábamos juntos. Ignoraba durante
cuánto tiempo tendríamos que seguir con aquella farsa o cuándo volvería a estar
con él—. Sólo quería avisarte de que busca información. Ándate con cuidado.
—El doctor Petersen me preguntó
sobre relaciones sexuales, Eva —dijo de manera inexpresiva—, lo que no
significa follar necesariamente, en mi opinión. Creí que esa distinción no se
apreciaría cuando respondiera a la pregunta. Que quede claro: iba con mujeres
al hotel, pero no siempre me las tiraba. De hecho, lo excepcional era que
ocurriese.
Pensé en su picadero, una suite
provista de toda la parafernalia sexual reservada en uno de sus muchos
establecimientos de alojamiento. La había dejado, gracias a Dios, pero yo nunca
la olvidaría.
—Será mejor que no sepa nada
más.
—Tú has abierto la puerta
—soltó él—. Y hemos entrado.
Suspiré.
—Tienes razón.
—Había veces en las que no soportaba
estar a solas conmigo mismo, pero tampoco quería hablar. Ni siquiera quería pensar,
mucho menos sentir nada. Necesitaba la distracción de centrar mi atención en
otra persona, y hacer uso de la polla suponía mucho compromiso. ¿Me entiendes?
Por desgracia, lo comprendía,
acordándome de las veces en que me dejaba llevar por cualquier chico con tal de
acallarme la cabeza durante un rato. Aquellas relaciones nunca tuvieron que ver
con el sexo.
—¿Pero has follado con ella o
no? —Me desagradaba hacer esa pregunta, pero teníamos que quitárnosla de en
medio.
Giró la cabeza y me miró.
—Una
vez.
—Menudo buen polvo debió de ser
para que esté tan cabreada.
—No lo sé —musitó—. No me
acuerdo.
—¿Estabas borracho?
—Joder, no. —Se pasó las manos
por la cara—. ¿Qué demonios te ha dicho?
—Nada personal. Pero sí dijo
que tenías un «lado oscuro». Y he supuesto que se refería a algo sexual, pero
no le pedí más detalles. Actuaba como si nos uniera el hecho de que nos hayas
plantado a las dos. La «Hermandad de las Abandonadas por Gideon».
Me miró con frialdad en los
ojos.
—No seas maliciosa. No te pega.
—¡Oye! —Fruncí el ceño—.
Perdona. No pretendía ser una completa bruja, sólo una pequeñita. Bien mirado,
creo que tengo derecho.
—¿Qué otra cosa podía hacer,
Eva? Ni siquiera sabía de tu existencia. —La voz de Gideon se hizo más grave y
áspera—. Si hubiera sabido que andabas por ahí, te habría buscado. No habría
perdido ni un segundo. Pero no lo sabía, y me conformé con menos. Igual que tú.
Los dos perdimos el tiempo con personas que no eran adecuadas.
—Sí, es verdad. Tontos del
culo.
Hubo una pausa.
—¿Estás cabreada?
—No, estoy bien.
Se me quedó mirando.
Yo me reí.
—Estabas dispuesto a pelear,
¿verdad? Podemos hacerlo si quieres, pero yo confiaba en echar otro polvo.
Gideon se me puso encima. La
expresión de su rostro, aquella mezcla de alivio y gratitud, me provocó un
agudo dolor en el pecho. Me recordó lo mucho que necesitaba que se confiara en
él.
—Eres diferente —dijo,
acariciándome la cara.
Por descontado que lo era. El
hombre al que amaba había matado por mí. Muchas cosas se volvían
insignificantes después de semejante sacrificio.
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