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Atada a Tí - Sylvia Day - Capítulo 2

Mis muslos rozaron el colchón y aterricé de culo, cayendo boca arriba con Gideon inclinado sobre mí. Rodeándome la espalda con un brazo, me colocó en el centro de la cama y a continuación se me puso encima. Cuando quise darme cuenta, ya tenía su boca en uno de mis pechos, entre labios suaves y cálidos que succionaban con premura y avidez. Apretaba mi carne con la mano, friccionaba posesivamente.
—¡Cómo te echaba de menos! —exclamó. El frescor de mi carne contrastaba con su piel caliente, y acogía el peso de su cuerpo tras largas noches sin él.
Encajé las piernas en sus pantorrillas y metí las manos entre la cinturilla del pantalón para agarrarle aquel prieto y macizo trasero. Tiraba de él, arqueando las caderas para sentir su polla a través de la prenda de algodón que nos separaba, queriéndole dentro mí, para tener la certeza de que volvía a ser mío.
—Dilo —le rogué, necesitando oír las palabras que a él le parecían tan insuficientes.
Se separó un poco y, mirándome desde arriba, me apartó el pelo de la frente con delicadeza. Tragó saliva.
Me erguí y le estampé un beso en aquella boca tan hermosamente modelada.
—Lo diré yo primero: te quiero.
Cerró los ojos y se estremeció. Gideon me rodeó con sus brazos, apretándome tanto que casi no me dejaba respirar.
—Te quiero —susurró—. Demasiado.
Aquella ferviente declaración reverberó en mi interior. Apoyé la cara en su hombro y lloré.
—Cielo. —Me cogió un mechón de pelo y cerró el puño.
Levanté la cabeza y le atrapé la boca, aderezando nuestro beso con la sal de mis lágrimas. Mis labios se movían desesperadamente sobre los suyos, como si pudiera desaparecer en cualquier momento y no me diera tiempo a saciarme de él.
—Eva. Deja... —Me cogió la cara entre las manos, lamiéndome la boca hasta dentro—. Déjame quererte.
—Por favor —susurré, entrelazando los dedos por detrás de su cuello para atraerle. Sentía su ardiente y poderosa erección contra los labios de mi vulva y su peso ejercía la presión adecuada sobre mi clítoris palpitante—. No pares.
—No lo haré. Me es imposible.
Poniéndome una mano en el trasero, me alzó diestramente entre sus caderas. Jadeé cuando el placer se irradió por todo mi cuerpo, duros y erectos mis pezones contra su pecho. La estimulación que me proporcionaba aquel suave y crespo vello era insoportable. Me dolía en lo más íntimo y mi cuerpo pedía a gritos la vigorosa embestida de su polla.
Recorrí su espalda con las uñas, desde los hombros hasta las caderas. Él se fue arqueando al ritmo de la tosca caricia, emitiendo un débil gemido, con la cabeza hacia atrás en un delicioso abandono erótico.
—Otra vez —ordenó bruscamente, con las mejillas encendidas y los labios abiertos.
Me incorporé un poco y le hinqué los dientes en el pectoral. Estremeciéndose, Gideon silbó y aguantó.
No podía contener la intensa oleada de emoción que necesitaba liberarse, el amor y
la necesidad, la rabia y el miedo. Y el dolor. Dios mío, el dolor. Aún lo sentía vivamente. Quería lanzarme sobre él. Castigar tanto como dar placer. Hacerle experimentar una pequeña parte de lo que viví cuando él me apartó de su lado.
Le pasé la lengua por las leves marcas de mis dientes y él meneó las caderas acoplándose a mí, deslizando la polla por los labios abiertos de mi sexo.
—Me toca a mí —susurró en tono enigmático. Apoyándose en un brazo, de macizos y hermosos bíceps, me rodeó un pecho con la otra mano. Bajó la cabeza y posó los labios en la punta erecta de mi pezón. Le ardía la boca; su lengua era áspero terciopelo en mi carne sensible. Cuando clavó los dientes en la arrugada punta, grité, estremeciéndome cuando la intensidad del deseo afluyó a lo más íntimo de mi ser.
Le agarré del pelo con poca delicadeza, tal era la pasión que me embargaba. Le rodeé con las piernas, apretándole, dejándole ver que el deseo le reclamaba. Quería poseerle, hacerle mío otra vez.
—Gideon —gemí. Tenía las sienes húmedas de la estela que me habían dejado las lágrimas; la garganta, tirante y dolorida.
—Aquí estoy, cielo —dijo en voz baja, mordisqueándome el escote camino del otro pecho. Con aquellos dedos diabólicos tiró del húmedo pezón que acababa de dejar, pellizcándolo suavemente hasta que le empujé la mano—. No te me opongas. Deja que te quiera.
Me di cuenta de que estaba tirándole del pelo, queriendo apartarle al tiempo que pugnaba por acercarme más a él. Gideon me tenía sitiada, seduciéndome con su impresionante perfección masculina y su íntima pericia con mi cuerpo. Y yo me rendía. Notaba los pechos pesados, el sexo húmedo e inflamado. Movía las manos sin descanso mientras le aprisionaba con las piernas.
Aun así, él se apartó de mí un poco más, susurrando tentaciones mientras me recorría el estómago con la boca. Te he echado tanto de menos... te necesito... tengo que poseerte... Noté una cálida humedad en la piel y al bajar la vista vi que él lloraba también, asolada su hermosa cara por la misma plétora de emociones que me invadían a mí.
Con dedos trémulos, le rocé la mejilla, queriendo secar unas lágrimas que volvieron a aparecer en el instante mismo en que se las enjugué. Él me frotó la mano con la nariz, emitiendo un débil y quejumbroso gemido; no podía soportarlo. Su dolor me resultaba más difícil de sobrellevar que el mío propio.
—Te quiero —le dije.
—Eva. —Se puso de rodillas y se elevó, sus muslos extendidos entre los míos, con la polla, dura y gorda, cabeceando por el peso.
Todo en mí se tensó con una avidez insaciable. Se le marcaban los prietos músculos, duros como una piedra y perfectamente definidos, de su cuerpazo, le brillaba la piel morena con el sudor. Salvo por el pene, definitivamente primario, con sus gruesas venas y su ancha raíz, Gideon era de una elegancia portentosa. La bolsa testicular también le colgaba grande y pesada. Su escultura sería tan hermosa como el David de Miguel Ángel, pero con un detalle de un erotismo flagrante.
Francamente, Gideon Cross estaba hecho para follar con una mujer hasta volverla loca.
—Me perteneces —dije con brusquedad, incorporándome y trepando torpemente hacia él, apretando mi torso contra el suyo—. Por entero.
—¡Cielo! —Me apresó la boca en un beso rudo, cargado de lascivia. Me alzó y nos dimos la vuelta de manera que él se colocó de espaldas a la cabecera y yo encima de él. Nos
deslizamos hasta que toda la carne de nuestros cuerpos, resbaladizos por el sudor, quedó en contacto.
Sus manos surgían por todas partes, y su cuerpo macizo pugnaba por alzarse como lo había hecho el mío. Le puse las palmas en la cara y empecé a lamerle la boca, intentado saciar la sed que tenía de él.
Él introdujo una mano entre mis piernas y con un cuidado reverencial hurgó en mi hendidura. Luego me acarició el clítoris con las yemas de los dedos y rodeó la trémula abertura de mi sexo. Con los labios apretados contra los suyos, gemí, meneando las caderas. Me acariciaba sin prisas, avivándome el deseo, follándome la boca con su beso lento y profundo.
El placer me impedía respirar. Mi cuerpo entero se estremeció cuando me abarcó con una mano y, muy despacio, me introdujo su largo dedo corazón. Con la palma me frotó el clítoris, rozando delicados tejidos con las yemas. Con la otra mano me agarró de la cadera, sujetándome, refrenándome.
Gideon parecía ejercer un control absoluto, seducir con perversa minuciosidad, pero él temblaba más que yo y el pecho le palpitaba con más fuerza. Los sonidos que de él emanaban estaban teñidos de remordimiento y súplica.
Echándome hacia atrás, le cogí la verga con ambas manos, agarrándole con firmeza. Conocía su cuerpo muy bien, sabía lo que necesitaba y lo que deseaba. Empecé a bombeársela desde la raíz hasta la punta, extrayendo una espesa gota de rocío de su enorme capullo. Retrocedió hacia la cabecera de la cama con un gruñido, curvando el dedo que tenía dentro de mí. Yo observé, fascinada, cómo la espesa gota rodaba hacia un lado del glande y luego resbalaba a lo largo del pene hasta caer en la parte superior de mi puño.
—No sigas —dijo de manera entrecortada—. Estoy a punto.
Le acaricié de nuevo, y se me hizo la boca agua cuando expulsó un chorro de fluido preseminal. Me excitaba muchísimo verle disfrutar de aquella manera y saber que producía semejante efecto en una criatura tan descaradamente sexual.
Emitió una exclamación al tiempo que sacaba los dedos de mi vagina. Me cogió por las caderas y me desplazó. Me echó hacia delante y luego me bajó un poco, colocándome entre sus caderas, clavándome su embravecida polla.
Grité y me agarré a sus hombros, contrayéndose mi sexo contra la gruesa penetración.
Eva. —Estiró el cuello y la mandíbula por la tensión y empezó a correrse, derramándose con fuerza dentro de mí.
Aquel chorro de lubricación me abrió, acoplándose mi sexo a su palpitante erección hasta que me llenó por completo. Clavé las uñas en sus rígidos músculos, con la boca abierta para aspirar el aire que me faltaba.
—Tómalo —dijo, dirigiendo mi descenso para ganar la pequeña parte de mí que le permitiría hundirse hasta la base—. Tómame.
Yo gemí, agradeciendo aquel conocido dolor que me producía tenerle tan dentro. El orgasmo me pilló tan de sorpresa que arqueé la espalda cuando me traspasó aquel ardiente placer.
El instinto se encargó de que yo siguiera moviendo las caderas, apretando y aflojando los músculos mientras me concentraba en el momento, en la recuperación de mi amor. De mi corazón.
Gideon cedió a mis exigencias.
—Eso es, cielo —me animó con la voz quebrada y una erección tan dura como si no
acabara de tener un orgasmo de órdago.
Bajó los brazos y se agarró al edredón. Con los movimientos, contraía y flexionaba los bíceps. Se le tensaban los abdominales cada vez que yo le llevaba al límite, brillando con el sudor el exacto entramado de sus músculos. Su cuerpo era una máquina perfectamente engrasada y yo estaba poniéndola a prueba.
Me dejaba hacerlo. Se entregaba a mí.
Ondulando las caderas, busqué el placer, mientras decía su nombre entre gemidos. Experimenté unos espasmos rítmicos y alcancé otro orgasmo demasiado deprisa. Me tambaleé, con los sentidos embargados.
—Por favor —supliqué—. Gideon, por favor.
Me cogió por la nuca y la cintura, y me deslizó hasta que estuvimos tumbados en la cama. Sujetándome firmemente, me mantuvo inmóvil, empujando hacia arriba... una y otra vez... jodiéndome con rápidas y enérgicas embestidas. La fricción de su grueso pene, entrando y saliendo, era demasiado. Me estremecí violentamente y me corrí de nuevo, clavándole los dedos en los costados.
Sacudiéndose, Gideon me siguió, tensando los brazos hasta que yo apenas podía respirar. Sus fuertes exhalaciones eran el aire que llenaba mis pulmones ardientes. Estaba totalmente poseída, completamente indefensa.
—¡Dios!, Eva. —Hundió la cara en mi cuello—. Te necesito. Te necesito muchísimo.
—Mi vida. —Le abracé con fuerza. Aún me daba miedo despegarme de él.
Parpadeé mirando el techo y me di cuenta de que me había dormido. Entonces me invadió el pánico, la horrible certeza de despertarme de un maravilloso sueño y volver a una realidad de pesadilla. Me incorporé, aspirando bocanadas de aire, sintiendo una tremenda opresión en el pecho.
Gideon.
Casi me echo a llorar cuando le vi acostado a mi lado, con los labios ligeramente entreabiertos, profunda y acompasada la respiración. El amante por el que se me había roto el corazón volvía a mí.
Dios...
Apoyándome en el cabecero de la cama, me obligué a tranquilizarme, a saborear el inusitado placer de observarle mientras dormía. La cara se le transformaba cuando estaba despreocupado; esos momentos me recordaban lo joven que era en realidad. Era fácil olvidarse de ello cuando estaba despierto e irradiando la tremenda fuerza de voluntad que literalmente hizo que me cayera de culo la primera vez que le vi.
Con unos dedos llenos de adoración, le retiré de la mejilla sus oscuros mechones de pelo, fijándome en las nuevas arrugas que le habían aparecido alrededor de los ojos y la boca. También me fijé en que había adelgazado. Nuestra separación le había pasado factura, pero lo había disimulado muy bien. O tal vez yo le veía siempre como alguien perfecto y sin mácula.
No había sido capaz de ocultar mi desolación. Me había creído que nuestra relación había terminado y todos se dieron cuenta, algo con lo que Gideon había contado. Negación plausible, lo había llamado él. Infierno lo llamaba yo, y mientras no dejáramos de fingir que habíamos roto, para mí seguiría siéndolo.
Moviéndome con cuidado, apoyé la cabeza en una mano y observé a aquel hombre
desmedido que embellecía mi cama. Rodeaba la almohada con los brazos, exhibiendo unos bíceps esculturales y una musculosa espalda adornada con los arañazos y las marcas, en forma de media luna, de mis uñas. También le había agarrado el trasero, excitada hasta la locura al sentir cómo lo contraía y lo relajaba mientras me follaba incansablemente, empotrándome su larga y gruesa polla hasta lo más profundo.
Una y otra vez...
Moví las piernas nerviosamente, notando que mi cuerpo se agitaba con renovada avidez. Pese a toda su refinada elegancia, Gideon era un animal indómito de puertas adentro, un amante que me desnudaba el alma cada vez que me hacía el amor. Carecía de defensas contra él cuando me tocaba; era incapaz de resistirme al placer de extender los muslos para aquel hombre tan viril y apasionado.
Abrió los ojos, anonadándome con aquellos vívidos iris azules. Me miró de arriba abajo con tan seductora indolencia que el corazón me dio un vuelco.
—Tienes la mirada de me-muero-por-echar-un-polvo —dijo, arrastrando las palabras.
—Debe de ser por el polvazo que tienes tú —repliqué—. Despertarme contigo es como... un regalo de Navidad.
Esbozó una sonrisa.
—Para mayor comodidad, ya estoy desenvuelto. Y funciono sin pilas.
El tremendo deseo que me invadió me produjo una sensación de opresión en el pecho. Le amaba demasiado. Me preocupaba constantemente la posibilidad de perderle. Él era un relámpago en una botella, un sueño que yo intentaba sostener en las manos.
Dejé escapar un trémulo suspiro.
—Eres un lujo exquisito para cualquier mujer. Un voluptuoso y sensual...
—Calla. —Antes de que pudiera ver sus intenciones, se dio la vuelta y me arrastró debajo de él—. Soy asquerosamente rico, pero tú sólo me quieres por mi cuerpo.
Levanté la vista, admirando la forma en que su oscuro pelo enmarcaba aquel extraordinario rostro.
—Quiero el corazón que hay en su interior.
—Es tuyo. —Me envolvió con sus brazos y sus piernas se entrelazaron con las mías, estimulando mi piel hipersensible con el áspero vello de sus pantorrillas.
Estaba dominada, poseída. La sensación de su cálido y macizo cuerpo contra el mío era deliciosa. Suspiré, y sentí que la duda que me atenazaba se disipaba un poco.
—No debería haberme quedado dormido —dijo en voz queda.
Le acaricié el pelo, sabiendo que tenía razón, que sus pesadillas y su parasomnia sexual atípica hacían que dormir con él fuera peligroso. A veces repartía golpes a diestro y siniestro mientras dormía, y, si me encontraba cerca, me llevaba toda la violencia de la ira que le consumía por dentro.
—Me alegro de que lo hicieras.
Me agarró la muñeca y se llevó los dedos a la boca para besarlos.
—Necesitamos pasar tiempo juntos cuando no estamos mirando por encima del hombro.
—Ay, Dios. Casi me olvido. Deanna Johnson estuvo aquí hace un rato. —En cuanto esas palabras salieron de mi boca lamenté el muro que levantaron entre nosotros.
Gideon parpadeó y, en aquella décima de segundo, la calidez que había en sus ojos desapareció.
—No te acerques a ella. Es periodista.
Le rodeé con mis brazos.
—Quiere sangre.
—Tendrá que ponerse a la cola.
—¿Por qué está tan interesada? Es freelance. Nadie le ha encargado que escriba sobre ti.
—Déjalo ya, Eva.
Aquella forma de dar por concluido el asunto me fastidió.
—Sé que has follado con ella.
—No, no lo sabes. Y en lo que deberías centrarte ahora es en el hecho de que me dispongo a follar contigo.
La certeza me traspasó el corazón. Le solté, apartándome de él.
—Has mentido.
Retrocedió como si le hubiera abofeteado.
—Jamás te he mentido.
—Me dijiste que habías follado más desde que me conocías que en los últimos dos años juntos, pero al doctor Petersen le dijiste que tenías relaciones sexuales dos veces a la semana. ¿En qué quedamos?
Se puso boca arriba y frunció el ceño.
—¿Tenemos que hablar de eso ahora? ¿Esta noche?
Su lenguaje corporal era tan tenso y estaba tan a la defensiva que mi irritación con su esquivez se evaporó al instante. No quería pelearme con él, y mucho menos por el pasado. Lo que importaba era el presente y el futuro. Tenía que confiar en que me sería fiel.
—No —respondí con ternura, poniéndome de lado y posándole una mano en el pecho. En cuanto amaneciera, tendríamos que volver a fingir que ya no estábamos juntos. Ignoraba durante cuánto tiempo tendríamos que seguir con aquella farsa o cuándo volvería a estar con él—. Sólo quería avisarte de que busca información. Ándate con cuidado.
—El doctor Petersen me preguntó sobre relaciones sexuales, Eva —dijo de manera inexpresiva—, lo que no significa follar necesariamente, en mi opinión. Creí que esa distinción no se apreciaría cuando respondiera a la pregunta. Que quede claro: iba con mujeres al hotel, pero no siempre me las tiraba. De hecho, lo excepcional era que ocurriese.
Pensé en su picadero, una suite provista de toda la parafernalia sexual reservada en uno de sus muchos establecimientos de alojamiento. La había dejado, gracias a Dios, pero yo nunca la olvidaría.
—Será mejor que no sepa nada más.
—Tú has abierto la puerta —soltó él—. Y hemos entrado.
Suspiré.
—Tienes razón.
—Había veces en las que no soportaba estar a solas conmigo mismo, pero tampoco quería hablar. Ni siquiera quería pensar, mucho menos sentir nada. Necesitaba la distracción de centrar mi atención en otra persona, y hacer uso de la polla suponía mucho compromiso. ¿Me entiendes?
Por desgracia, lo comprendía, acordándome de las veces en que me dejaba llevar por cualquier chico con tal de acallarme la cabeza durante un rato. Aquellas relaciones nunca tuvieron que ver con el sexo.
—¿Pero has follado con ella o no? —Me desagradaba hacer esa pregunta, pero teníamos que quitárnosla de en medio.
Giró la cabeza y me miró.
—Una vez.
—Menudo buen polvo debió de ser para que esté tan cabreada.
—No lo sé —musitó—. No me acuerdo.
—¿Estabas borracho?
—Joder, no. —Se pasó las manos por la cara—. ¿Qué demonios te ha dicho?
—Nada personal. Pero sí dijo que tenías un «lado oscuro». Y he supuesto que se refería a algo sexual, pero no le pedí más detalles. Actuaba como si nos uniera el hecho de que nos hayas plantado a las dos. La «Hermandad de las Abandonadas por Gideon».
Me miró con frialdad en los ojos.
—No seas maliciosa. No te pega.
—¡Oye! —Fruncí el ceño—. Perdona. No pretendía ser una completa bruja, sólo una pequeñita. Bien mirado, creo que tengo derecho.
—¿Qué otra cosa podía hacer, Eva? Ni siquiera sabía de tu existencia. —La voz de Gideon se hizo más grave y áspera—. Si hubiera sabido que andabas por ahí, te habría buscado. No habría perdido ni un segundo. Pero no lo sabía, y me conformé con menos. Igual que tú. Los dos perdimos el tiempo con personas que no eran adecuadas.
—Sí, es verdad. Tontos del culo.
Hubo una pausa.
—¿Estás cabreada?
—No, estoy bien.
Se me quedó mirando.
Yo me reí.
—Estabas dispuesto a pelear, ¿verdad? Podemos hacerlo si quieres, pero yo confiaba en echar otro polvo.
Gideon se me puso encima. La expresión de su rostro, aquella mezcla de alivio y gratitud, me provocó un agudo dolor en el pecho. Me recordó lo mucho que necesitaba que se confiara en él.
—Eres diferente —dijo, acariciándome la cara.

Por descontado que lo era. El hombre al que amaba había matado por mí. Muchas cosas se volvían insignificantes después de semejante sacrificio.

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