Se me hizo raro ir a trabajar
el lunes por la mañana y que nadie se diera cuenta de que mi vida había
cambiado enormemente. ¿Quién iba a decir lo que unas cuantas palabras y un
anillo de metal podía cambiar la percepción de una persona sobre sí misma?
Yo ya no era simplemente Eva,
la chica recién llegada a Nueva York que trataba de abrirse paso ella sola en
la gran ciudad con su mejor amigo. Era la esposa de un magnate. Tenía un montón
de responsabilidades y expectativas nuevas. Sólo pensarlo me intimidaba.
Megumi se puso de pie cuando
apretó el botón para dejarme pasar por las puertas de seguridad de Waters Field
& Leaman. Iba vestida con una formalidad poco habitual en ella, con un
vestido negro sin mangas de bajo asimétrico y tacones de color fucsia fuerte.
—¡Vaya! ¡Traes un bronceado
impresionante! Qué envidia.
—Gracias. ¿Qué tal te ha ido el
fin de semana?
—Nada nuevo. Michael ha dejado
de llamar. —Arrugó la nariz—. Echo de menos el acoso. Me hacía sentir deseada.
Negué con la cabeza mirándola.
—Estás loca.
—Lo sé. Pero cuéntame dónde has
estado. ¿Has ido con la estrella del rock o con Cross?
—Mis labios están sellados.
—Aunque estuve tentada de revelarle todo. Lo único que me contuvo fue que aún
no se lo había dicho a Cary y él tenía que ser el primero.
—¡Ni hablar! —Entrecerró los
ojos—. ¿De verdad no me lo vas a contar?
—Por supuesto que sí —respondí
guiñando un ojo—. Pero no ahora.
—Sé dónde trabajas, ¿sabes?
—dijo a mis espaldas mientras yo me dirigía por el vestíbulo hacia mi cubículo.
Cuando llegué a mi mesa, me
dispuse a enviarle un mensaje a Cary y descubrí que él ya me había enviado unos
cuantos a lo largo del fin de semana y que no me habían llegado hasta después.
Desde luego, no estaban cuando hice mi habitual llamada de los sábados a mi
padre.
«¿Quieres ir a comer?»,
escribí.
Como no recibí una respuesta de
inmediato, silencié el teléfono y lo dejé en el cajón de arriba.
—¿Dónde has pasado el fin de
semana? —me preguntó Mark cuando llegó al trabajo—. Tienes un bronceado
estupendo.
—Gracias. He estado descansando
en el Caribe.
—¿De verdad? Yo he estado
mirando esas islas como posible destino para la luna de miel. ¿Me recomiendas
el sitio donde has estado?
Me reí, más contenta de lo que
me había sentido en mucho tiempo. Puede que en toda mi vida.
—Por supuesto.
—Dame los detalles. Añadiré ese
sitio a la lista de mis destinos posibles.
—¿Eres tú el encargado de
buscar el lugar de la luna de miel? —Me puse de pie para que fuéramos juntos a
por una taza de café antes de empezar la jornada.
—Sí. —Mark arqueó la boca hacia
un lado—. Voy a dejar las cosas de la boda a
Steven,
que lleva mucho tiempo planeándola. Pero el viaje de novios es cosa mía.
Parecía feliz y supe
exactamente cómo se sentía. Su buen humor hizo que mi día tuviera un comienzo
aún mejor.
La suave travesía terminó
cuando Cary llamó al teléfono de mi mesa poco después de las diez.
—Despacho de Mark Garrity —respondía—.
Eva Tramell...
—... necesita una patada en el
culo —dijo Cary terminando la frase—. No recuerdo cuándo fue la última vez que
me enfadé contigo.
Fruncí el ceño y sentí un nudo
en el estómago.
—Cary, ¿qué te pasa?
—No voy a hablar por teléfono
de cosas importantes, Eva, al contrario que otras personas a las que conozco.
Nos vemos para comer. Y para que lo sepas, he rechazado una entrevista con un
agente esta tarde para aclarar las cosas contigo, porque eso es lo que hacen
los amigos —dijo con tono rabioso—. Buscan un momento en sus agendas para
hablar de las cosas importantes. ¡No dejan mensajes cursis en el buzón de voz
pensando que con eso está todo hecho!
La línea se cortó. Yo me quedé
allí sentada, aturdida y un poco asustada.
Mi vida entera se frenó con un
derrape. Cary era mi ancla. Cuando las cosas no iban bien entre nosotros, yo me
dispersaba rápidamente. Y sabía que a él le pasaba lo mismo. Cuando perdíamos
el contacto, él empezaba a cagarla.
Saqué el móvil y le llamé.
—¿Qué? —contestó con
brusquedad. Pero era una buena señal que me hubiese respondido.
—He metido la pata —dije
rápidamente—. Lo siento y lo voy a arreglar. ¿Vale?
Soltó un gruñido.
—¡Joder, Eva, me has tocado las
pelotas!
—Sí, ya. Se me da muy bien
cabrear a la gente, por si no lo habías notado, pero odio hacértelo a ti
también. —Solté un suspiro—. Cary, me voy a volver loca hasta que podamos
solucionarlo. Necesito que estemos bien, lo sabes.
—Últimamente no has actuado
como si de verdad te importara —espetó—. Soy el último en el que piensas, y eso
duele.
—Siempre pienso en ti. Si no te
lo demuestro, es fallo mío.
No respondió.
—Te quiero, Cary. Incluso
cuando lo echo todo a perder.
Exhaló sobre el auricular.
—Vuelve al trabajo y no te
preocupes por esto. Lo hablaremos durante la comida.
—Lo siento. De verdad.
—Te veo a las doce.
Colgué y traté de concentrarme,
pero me resultó difícil. Una cosa era que Cary estuviese enfadado conmigo y
otra completamente distinta saber que le había hecho daño. Yo era una de las
pocas personas que había en su vida en las que él confiaba que no le
decepcionarían.
A las once y media recibí un
pequeño montón de sobres de correo interno. Me
emocioné
al ver que uno de ellos traía una nota de Gideon.
«MI PRECIOSA Y ATRACTIVA
ESPOSA,
NO DEJO DE PENSAR EN TI.
TUYO,
X»
Moví los pies con una pequeña
danza bajo mi escritorio. Mi día torcido mejoró un poco.
Le respondí:
«Mi hombre oscuro y peligroso,
estoy locamente enamorada de ti.
Tu esposa atada a ti con
cadenas,
la señora X»
Lo metí en un sobre y lo dejé
en la bandeja de correo saliente.
Estaba redactando una respuesta
al artista encargado de una campaña de tarjetas de regalo cuando sonó el
teléfono de mi mesa. Respondí con mi saludo habitual y oí una respuesta en un
familiar acento francés.
—Eva, soy Jean-François Giroux.
Apoyé la espalda en la silla
antes de responder.
—Bonjour, monsieur Giroux.
—¿A qué hora le viene bien que
nos veamos hoy?
¿Qué demonios quería de mí?
Supuse que si quería saberlo, tendría que seguir hasta el final.
—¿A las cinco? Hay un bar que
no está lejos del Crossfire.
—Me parece bien.
Le di la dirección y colgó,
dejándome cierta sensación de haber recibido un latigazo con aquella llamada.
Me giré en la silla, pensando. Gideon y yo estábamos intentando seguir adelante
con nuestras vidas, pero la gente y algunos asuntos de nuestro pasado seguían
siendo un lastre. ¿Cambiaría eso el anuncio de nuestra boda o incluso del
compromiso?
Dios, esperaba que sí. ¿Pero
alguna vez había resultado algo así de fácil?
Eché un vistazo al reloj. Volví
a concentrarme en el trabajo y en el correo electrónico.
Estaba en el vestíbulo de abajo
a las doce menos cinco, pero Cary no había llegado aún. Mientras lo esperaba,
empecé a ponerme nerviosa. Había repasado mi breve conversación con Cary una y
otra vez y sabía que él tenía razón. Me había convencido a mí misma de que le
parecería bien que Gideon se uniera a nuestro acuerdo de convivencia porque no
podía imaginarme tener que enfrentarme a la alternativa: elegir entre mi mejor
amigo y mi novio.
Y ya no había elección. Estaba
casada. Estaba casada y eufórica.
Aun así, di gracias de haber
guardado mi anillo de casada en el bolsillo de cremallera del bolso. Que Cary
notara una distancia cada vez mayor entre nosotros y
descubriera
que me había casado durante el fin de semana, no sería de ayuda.
Sentí un nudo en el estómago.
Los secretos entre nosotros se iban amontonando. No podía soportarlo.
—Eva.
Salí de mis pensamientos con un
respingo al oír la voz de mi mejor amigo. Venía hacia mí con unas bermudas
anchas y una camiseta de cuello de pico. Se dejó puestas las gafas de sol y
llevaba las manos en los bolsillos. Parecía distante y frío. Las cabezas se
giraban a su paso pero él no lo notaba, pues tenía su atención puesta en mí.
Mis pies se pusieron en marcha.
Eché a correr hacia él antes de darme cuenta, me abalancé sobre él con tal
fuerza que se le cortó la respiración con un gruñido. Lo abracé presionando la
mejilla sobre su pecho.
—Te he echado de menos —dije. Y
lo decía de corazón, aunque él no supiera exactamente por qué.
Murmuró algo en voz baja y me abrazó.
—Nena, hay veces que eres un
incordio.
Me aparté para mirarlo.
—Lo siento.
Entrelazó sus dedos con los
míos y me sacó del Crossfire. Fuimos al lugar de los tacos tan buenos donde
habíamos estado la última que vino a verme para almorzar. También tenían unos
estupendos y dulzones margaritas sin alcohol, perfectos para un tórrido día de
verano.
Tras hacer una cola de unos
diez minutos, pedí solamente dos tacos, pues no había ido al gimnasio desde
hacía mucho. Cary pidió seis. Conseguimos una mesa justo cuando sus anteriores
ocupantes se marchaban y Cary se comió un taco antes de que a mí me diera
tiempo siquiera de quitarle el papel a mi pajita.
—Siento lo del buzón de voz
—dije.
—No lo entiendes. —Se pasó una
servilleta por unos labios que convertían a las mujeres sensatas en niñas
tontas cuando sonreía—. Es toda esta situación, Eva. Me dejas un mensaje
diciéndome que piensas compartir casa con Cross, después de haberle
dicho a tu madre que esa historia está terminada y antes de marcharte al
otro lado del mundo para pasar el fin de semana. Supongo que lo que yo piense
al respecto no significa una mierda para ti.
—¡Eso no es cierto!
—Además, ¿por qué ibas a querer
un compañero de piso cuando estés viviendo con tu novio? —preguntó claramente
excitado—. ¿Y por qué pensabas que yo querría un tercero?
—Cary...
—No necesito ninguna jodida
limosna, Eva. —Sus ojos esmeralda se entrecerraron—. Tengo muchos sitios a los
que ir, otra gente con la que puedo vivir. No me hagas favores.
Sentí una presión en el pecho.
Aún no estaba dispuesta a dejar marchar a Cary. Algún día, en el futuro,
tomaríamos caminos distintos y puede que sólo nos viéramos en las fechas
señaladas. Pero ese momento no había llegado. No podía ser así. Sólo pensarlo
me hacía polvo.
—¿Quién te ha dicho que hago
esto por ti? —repliqué—. Puede que simplemente no soporte la idea de no tenerte
cerca.
Soltó un bufido y dio otro
bocado a su taco. Masticó con fuerza y se tragó su
comida
con un largo sorbo de su pajita.
—¿Qué soy yo? ¿Tu insignia de
que llevas tres años limpia? ¿Tu premio en la asociación de Eva Anónimos?
—¿Cómo? —Me incliné hacia
delante—. Estás enfadado, lo entiendo. Te he dicho que lo siento. Te quiero y
quiero tenerte en mi vida, pero no voy a quedarme aquí sentada para que me des
una paliza porque la he cagado.
Me retiré de la mesa y me puse
de pie.
—Te veré luego.
—¿Os vais a casar Cross y tú?
Me detuve y lo miré.
—Me lo ha pedido. He respondido
que sí.
Cary asintió, como si no le
sorprendiera, y dio otro bocado. Cogí mi bolso del respaldo de mi silla, donde
estaba colgado.
—¿Tienes miedo de vivir sola
con él? —preguntó mientras masticaba.
Estaba claro que era eso lo que
él pensaba.
—No. Va a dormir en otro
dormitorio.
—¿Ha estado durmiendo en otro
dormitorio las últimas semanas que has estado viviendo con él?
Me quedé mirándolo. ¿Sabía a
ciencia cierta que Gideon era el «señor amante» con el que me había estado
viendo? ¿O simplemente estaba lanzándose un farol? Decidí que no me importaba. Estaba
cansada de mentirle.
—La mayoría de las veces, sí.
Dejó el taco en el plato.
—Por fin dices alguna verdad.
Estaba empezando a pensar que se te había olvidado cómo ser sincera.
—Vete a la mierda.
Sonrió e hizo un gesto a mi
silla vacía.
—Sienta el culo, nena. No hemos
terminado de hablar.
—Estás siendo un capullo.
Su sonrisa desapareció y su
mirada se volvió más dura.
—Cuando me mienten durante
semanas me pongo de mal humor. Siéntate.
Me senté y lo miré con furia.
—Ya. ¿Contento?
—Come. Tengo que decirte una
cosa.
Resoplé con frustración, colgué
el bolso en la silla de nuevo y lo miré con las cejas levantadas.
—Si crees que por el hecho de
que esté sobrio y trabajando sin parar ya no me funciona el detector de
mentiras, vas mal. Sabía que estabas follando con Cross otra vez desde el
momento en que volvisteis.
Dándole un mordisco a mi taco,
le lancé una mirada de escepticismo.
—Eva, cariño, ¿no crees que si
hubiese otro hombre en Nueva York que pudiese estar dándole toda la noche como
Cross, yo ya lo habría encontrado?
Tosí y casi escupí la comida.
—Nadie tiene tanta suerte como
para encontrar a dos tíos así uno detrás de otro —dijo arrastrando las
palabras—. Ni siquiera tú. Habrías pasado primero por una época de sequía o, al
menos, por un par de polvos malos.
Le lancé el papel arrugado de
mi pajita y él lo esquivó con una carcajada.
Después,
se puso serio.
—¿Creías que te iba a juzgar
por volver con él tras su cagada?
—Es más complicado que eso,
Cary. Todo era... un lío. Había mucha presión. Aún la hay, con una reportera
que está acosando a Gideon...
—¿Acosándolo?
—Sin duda. Pero yo no quería
que... —Quedaras desprotegido. Vulnerable. Que fueras acusado de cómplice a
posteriori—. Simplemente tenía que dejar que todo siguiera su curso.
—Terminé diciendo sin convicción.
Dejó un tiempo para asimilarlo
y, a continuación, asintió.
—Y ahora vas a casarte con él.
—Sí. —Bebí, pues necesitaba
deshacer el nudo que tenía en la garganta—. Pero tú eres el único que lo sabe
aparte de nosotros.
—Por fin, un secreto en el que
me dejas entrar. —Apretó los labios unos segundos—. Y aún queréis que viva con
vosotros.
Volví a inclinarme hacia
delante y extendí la mano para buscar la suya.
—Sé que puedes hacer otras
cosas, irte a otros sitios. Pero preferiría que no lo hicieras. No estoy
preparada todavía para estar sin ti, casada o no.
Me cogió la mano con tanta
fuerza que me aplastó los huesos.
—Eva...
—Espera —dije rápidamente. De
repente, se puso muy serio. No quería que me interrumpiera antes de decirle
todo.
—El ático de Gideon tiene un
apartamento contiguo de un dormitorio que no utiliza.
—Un apartamento de un
dormitorio. En la Quinta Avenida.
—Sí. Es estupendo, ¿no? Todo
para ti. Tu propio espacio, tu propio vestíbulo y vistas a Central Park. Pero
aun así, junto a mí. Lo mejor de los dos mundos. —Me apresuré a decir,
esperando haber dicho algo a lo que él se agarrara—. Seguiremos un tiempo en el
Upper West Side mientras hago cambios en el ático. Gideon dice que podemos
hacer los cambios que quieras en tu apartamento al mismo tiempo.
—Mi apartamento. —Se quedó
mirándome, y eso me puso aún más nerviosa. Un hombre y una mujer trataron de
pasar a duras penas entre nuestra mesa y el respaldo de una silla ocupada que
impedía el paso, pero no les hice caso.
—No estoy hablando de ninguna
limosna —le aseguré—. He estado pensando que me gustaría dedicar a algo el
dinero que tengo. Crear una fundación o algo así y decidir cómo utilizarlo para
ayudar a causas y organizaciones benéficas en las que creemos. Necesito tu
ayuda. Y te pagaré. No sólo por tus ideas, sino por tu imagen. Quiero que seas
el portavoz principal de la fundación.
Cary aflojó la mano.
Asustada, yo apreté la mía.
—¿Cary?
Sus hombros se hundieron.
—Tatiana está embarazada.
—¿Qué? —Sentí que me ponía
pálida. El pequeño restaurante estaba de bote en bote y los gritos de los
pedidos tras la barra y el ruido estrepitoso de bandejas y utensilios hacía que
fuera difícil oír, pero escuché aquellas tres palabras que salieron de la boca
de Cary como si me las hubiese gritado—. ¿Es una broma?
—Ojalá. —Retiró la mano y se
apartó el flequillo que le tapaba un ojo—. No es que no quiera tener un hijo.
Eso me mola. Pero... joder. No ahora, ¿entiendes? Y no con ella.
—¿Cómo
narices se ha quedado embarazada? —Cary era muy concienzudo en el tema de la
protección, pues era muy consciente de que su estilo de vida era de alto
riesgo.
—Pues le metí la polla,
empujé...
—Basta —espeté—. Tú eres muy cuidadoso.
—Sí, bueno. Ponerse un calcetín
no es un método de protección seguro del todo —dijo con voz de cansancio—. Y
Tat no toma la píldora porque dice que le salen granos y le da mucha hambre.
—Dios mío. —Los ojos se me
llenaron de lágrimas—. ¿Estás seguro de que es tuyo?
Soltó un bufido.
—No, pero eso no significa que
no lo sea. Está de seis semanas, así que es posible.
—¿Va a tenerlo? —Tenía que
preguntarlo.
—No lo sé. Se lo está pensando.
—Cary... —No pude contener la
lágrima que me caía por la mejilla. Me dio pena—. ¿Qué vas a hacer?
—¿Qué puedo hacer? —Se desplomó
en su silla—. Es decisión de ella.
Su impotencia debía estar
matándolo. Después de que su madre lo tuviera, sin quererlo, había utilizado el
aborto como método anticonceptivo. Yo sabía que aquello le atormentaba. Me lo
había dicho.
—¿Y si decide continuar con el
embarazo? Pedirás una prueba de paternidad, ¿no?
—Eva, por Dios. —Me miró con
los ojos enrojecidos—. Aún no he pensado en eso. ¿Qué demonios se supone que le
voy a decir a Trey? Las cosas acababan de empezar a calmarse entre los dos. ¿Y
ahora le voy a ir con esto? Me va a dejar. Se ha acabado.
Tomé aire con fuerza y me
incorporé en mi silla. No podía permitir que Cary y Trey se separaran. Ahora
que Gideon y yo estábamos bien, había llegado el momento de poner en orden los
demás aspectos de mi vida que había descuidado.
—Iremos paso a paso. Lo veremos
sobre la marcha. Saldremos adelante.
Tragó saliva.
—Te necesito.
—Yo también te necesito.
Estaremos juntos y lo solucionaremos. —Conseguí poner una sonrisa—. No me voy a
ir a ningún sitio y tú tampoco, excepto a San Diego este fin de semana. —Me
corregí rápidamente recordándome que tenía que hablar con Gideon sobre ello.
—Gracias a Dios. —Cary volvió a
inclinarse hacia delante—. Cómo me gustaría echar unas canastas con el doctor
Travis ahora mismo.
—Sí. —Yo no jugaba al
baloncesto, pero sabía que podía tener un mano a mano con el doctor Travis.
¿Qué diría cuando supiera lo
mucho que nos habíamos desviado de nuestro camino durante los pocos meses que
llevábamos en Nueva York? Habíamos tejido grandes sueños la última vez que nos
habíamos sentado juntos. Cary quería protagonizar un anuncio de la Super Bowl y
yo quería ser la que estuviese detrás de ese anuncio. Ahora él se enfrentaba a
la posibilidad de tener un niño y yo estaba casada con el hombre más complicado
que había conocido nunca.
—El doctor Travis va a flipar
—murmuró Cary leyéndome la mente.
Por algún motivo, aquello hizo
que los dos nos echáramos a reír hasta que se nos saltaron las lágrimas.
Cuando
volví a mi mesa encontré otro pequeño montón de sobres de correo interno. Me
mordí el labio inferior y fui mirando de uno en uno hasta que encontré el que
esperaba.
«Se me ocurren muchos usos para
esas cadenas,
señora X.
Con todos ellos disfrutarías
enormemente.
Tuyo,
X».
Algunas de las oscuras nubes
del almuerzo desaparecieron.
Tras la alucinante revelación
de Cary, la reunión con Giroux tras el trabajo apenas suponía nada en mi escala
de «qué otra cosa puede salir mal».
Él ya estaba en el bar cuando
yo llegué. Vestido a la perfección con unos pantalones caqui y una camisa de
vestir blanca con las mangas remangadas y el cuello abierto, tenía buen
aspecto. Informal. Pero eso no le hacía parecer relajado. Estaba tenso como un
arco, nervioso por la intranquilidad y por lo que fuera que le estaba
consumiendo.
—Eva —me saludó. Con aquella
actitud manifiestamente amistosa que no me había gustado la primera vez, me
besó de nuevo en las dos mejillas—. Enchanté.
—Supongo que hoy no voy
demasiado rubia para usted.
—Ah. —Me dedicó una sonrisa que
no se extendió a sus ojos—. Me lo merezco.
Me senté con él en su mesa
junto a la ventana y, poco después, vinieron a servirnos.
El bar tenía la apariencia de
esos establecimientos que llevan en el barrio toda la vida. El techo estaba revestido
de placas metálicas y los suelos de madera vieja y la barra tallada de forma
laboriosa indicaban que ese lugar había sido una taberna inglesa en algún
momento de su historia. Había sido modernizado con elementos cromados y un
botellero tras la barra que podría ser una escultura abstracta.
Giroux me observó abiertamente
mientras el camarero nos servía el vino. Yo no tenía ni idea de qué era lo que
quería encontrar, pero estaba claro que algo buscaba.
Mientras yo le daba un sorbo a
mi delicioso vino Syrah, él se acomodó en su silla y le dio vueltas al vino de
su copa.
—Conoce a mi esposa.
—Sí, la conozco. Muy guapa.
—Sí que lo es. —Bajó la mirada
a su vino—. ¿Qué más piensa de ella?
—¿Qué importa lo que yo piense?
Me volvió a mirar.
—¿La considera una rival? ¿O
una amenaza?
—Ninguna de las dos cosas. —Di
otro sorbo y vi que un Bentley negro se detenía en la acera justo delante de la
ventana junto a la que yo estaba sentada. Angus estaba al volante y,
aparentemente, indiferente a la señal de no aparcar delante de la cual se había
parado.
—¿Tan segura está de Cross?
Mi atención volvió con Giroux.
—Sí. Pero eso no significa que
no desee que meta a su mujer en una maleta y se la lleve de vuelta a Francia
con usted.
Torció
su boca hacia un lado con una sonrisa triste.
—Usted está enamorada de Cross,
¿verdad?
—Sí.
—¿Por qué?
Eso me hizo sonreír.
—Si cree usted que puede
averiguar qué ve Corinne en él sabiendo qué es lo que veo yo, olvídelo.
Él y yo somos... diferentes el uno con el otro de cómo somos con los demás.
—Eso ya lo he visto. Con él.
—Giroux dio un trago y lo saboreó antes de tragárselo.
—Perdone, pero no sé por qué
estamos aquí sentados. ¿Qué quiere de mí?
—¿Siempre es usted tan directa?
—Sí. —Me encogí de hombros—. Me
impaciento cuando me desconciertan.
—Entonces, seré directo yo
también. —Extendió el brazo y me agarró la mano izquierda—. Tiene una marca de
anillo en el moreno de su piel. Bastante grande, al parecer. ¿Quizá un anillo
de compromiso?
Me miré la mano y vi que tenía
razón. Tenía un punto con forma cuadrada en el dedo anular que era un poco más
claro que el resto de mi piel. Al contrario que mi madre, que era pálida, yo
había heredado el tono cálido de piel de mi padre y me bronceaba con facilidad.
—Es usted muy observador. Pero
le agradecería que se reservara sus especulaciones.
Sonrió y, por primera vez, fue
de verdad.
—Puede que, al final, pueda
recuperar a mi esposa.
—Creo que podría si lo
intentara. —Me incorporé en mi silla decidiendo que había llegado el momento de
marcharme—. ¿Sabe qué me dijo su esposa una vez? Que usted se mostraba
indiferente. En lugar de esperar a que su mujer vuelva, debería llevársela sin
más. Creo que es eso lo que ella quiere.
Se puso de pie cuando yo lo
hice, mirándome.
—Ha estado persiguiendo a
Cross. No creo que una mujer que persigue a los hombres encuentre atractivo a
un hombre que la persigue a ella.
—Yo no sé de esas cosas. —Saqué
un billete de veinte dólares y lo coloqué en la mesa, a pesar de su ceño
fruncido al verlo—. Ella respondió que sí cuando le pidió que se casara con
usted, ¿no? Lo que fuera que hizo usted antes, repítalo. Adiós, Jean-François.
Abrió la boca para hablar, pero
yo ya casi había salido por la puerta.
Angus me esperaba junto al
Bentley cuando salí del bar.
—¿Quiere ir a casa, señora
Cross? —preguntó mientras yo entraba en la parte de atrás.
Su forma de referirse a mí me
hizo sonreír. Eso, unido a mi reciente conversación con Giroux, hizo que se me
ocurriera una idea.
—La verdad es que me gustaría
hacer una parada, si no te importa.
Le di la dirección y apoyé la
espalda en el asiento deleitándome con las expectativas.
Eran las seis y media cuando
estuve lista para dar el día por terminado, pero cuando
le
pregunté a Angus dónde estaba Gideon, me dijo que seguía en su despacho.
—¿Me llevas con él? —le pedí.
—Por supuesto.
Volver al Crossfire fuera del
horario de trabajo se me hizo raro. Aunque aún había gente por el vestíbulo, la
sensación era diferente a la que había durante el día. Cuando llegué a la
planta superior, encontré abiertas las puertas de seguridad de cristal que
daban acceso a Cross Industries y al personal de limpieza en acción, vaciando
papeleras, limpiando los cristales y pasando la aspiradora.
Me dirigí directamente a la
oficina de Gideon, fijándome en las mesas vacías, entre las que estaba la de
Scott, su asistente. Gideon estaba tras la suya con un auricular en la oreja y
su chaqueta colgada en el perchero del rincón. Tenía las manos en la cadera y
hablaba moviendo los labios rápidamente y una expresión de concentración en el
rostro.
La pared que tenía en frente de
él estaba cubierta de pantallas planas que emitían noticias de todo el mundo. A
la derecha, había una barra con decantadores adornados con piedras preciosas
sobre estantes de cristal iluminados que eran el único punto de color en la
fría paleta de negros, blancos y grises del despacho. Tres zonas distintas para
sentarse ofrecían espacios confortables para reuniones menos formales, mientras
que la mesa negra de Gideon era un milagro de tecnología moderna que servía
como conducto para todos los aparatos electrónicos de la habitación.
Rodeado de todos sus caros
juguetes, mi marido estaba para comérselo. Las preciosas líneas entalladas de
su chaleco y sus pantalones mostraban la perfección de su cuerpo y verlo en su
centro de mando, haciendo uso del poder con el que había construido su imperio,
hizo que mi corazón se volviera loco. Las ventanas desde el suelo hasta el
techo que le rodeaban por dos lados hacían que las vistas de la ciudad se
convirtieran en un fondo imponente, pero en modo alguno aquella panorámica
podía con él.
Gideon era el dueño y señor de
todo aquello. Y se notaba.
Cogí mi bolso, abrí la
cremallera del pequeño bolsillo y saqué los anillos que había dentro. Me puse
el mío. A continuación, me acerqué a la pared de cristal y a la puerta doble
que lo separaba a él de todos los demás.
Giró la cabeza hacia mí y su
mirada entró en calor al verme. Pulsó un botón de su escritorio y la puerta
doble se abrió automáticamente. Un momento después, el cristal se volvió opaco,
garantizando que nadie que estuviese en la oficina pudiera vernos.
Entré.
—Estoy de acuerdo —dijo a quien
fuera que estuviese al teléfono—. Hazlo e infórmame.
Mientras se quitaba el
auricular para dejarlo en la mesa, no apartó la vista de mí.
—Eres una estupenda sorpresa,
cielo. Cuéntame cómo ha ido tu encuentro con Giroux.
Me encogí de hombros.
—¿Cómo lo has sabido?
Torció la boca hacia un lado y
me lanzó una mirada como diciendo: «¿De verdad me lo preguntas?».
—¿Vas a estar aquí mucho rato?
—le pregunté.
—Tengo una conferencia
telefónica con la división japonesa dentro de media hora. Después, habré terminado.
Nos vamos a cenar luego.
—Vamos a comprar algo para
llevar a casa y comer con Cary. Va a tener un hijo.
Gideon me miró sorprendido.
—¿Cómo
dices?
—Bueno, puede que vaya a tener
un hijo —dije suspirando—. Le ha sentado muy mal la noticia y quiero estar con
él. Además, debería acostumbrarse a verte de nuevo por casa.
Me examinó con la mirada.
—A ti también te ha sentado muy
mal. Ven aquí. —Dio la vuelta a la mesa y abrió sus brazos—. Deja que te
abrace.
Dejé caer el bolso al suelo, me
quité los tacones de una patada y fui directa a él. Sus brazos me envolvieron y
sus labios, tan firmes y cálidos, se apretaron contra mi frente.
—Lo solucionaremos —murmuró—.
No te preocupes.
—Te quiero, Gideon.
Su abrazo se hizo más fuerte.
Me eché hacia atrás y levanté
la mirada hasta su precioso rostro. Sus ojos eran muy azules, y lo parecían aún
más con el tono de sol que había cogido durante nuestro viaje.
—Tengo una cosa para ti.
—¿Sí?
Di un paso atrás y le cogí la
mano izquierda antes de que la dejara caer. La sujeté y deslicé en su dedo el
anillo que acababa de comprarle, girándolo para pasarlo por encima de su
nudillo. Se quedó inmóvil durante todo ese rato. Cuando le solté la mano para
que pudiera verlo mejor, no la movió de donde estaba mientras yo la sujetaba,
como si se hubiese quedado congelada.
Incliné la cabeza para admirar
el anillo en él, pensando que había conseguido el efecto justo que yo había
buscado. Pero cuando pasó un rato sin que dijera una sola palabra, levanté los
ojos y lo vi mirándose la mano como si nunca antes la hubiese visto.
El corazón se me rompió.
—No te gusta.
Las fosas nasales se le
abrieron mientras tomaba aire y le daba la vuelta a la mano para mirarlo por el
otro lado, que era igual. El dibujo que había elegido rodeaba todo el anillo.
Aquella alianza de bodas de
platino era muy parecida a la que llevaba en la mano derecha. Tenía muescas
biseladas en el valioso metal, lo cual le daba una similar apariencia masculina
e industrial. Pero el anillo de bodas estaba aderezado con rubíes, haciendo que
fuera imposible no mirarlo. El tono rojo resaltaba sobre su piel bronceada y su
traje oscuro, una señal evidente de que era mío.
—Es demasiado —dije en voz
baja.
—Siempre es demasiado
—respondió con voz ronca. Y, a continuación, vino hasta mí, colocando las manos
sobre mi cabeza y sus labios sobre los míos, besándome apasionadamente.
Le agarré de las muñecas, pero
él se movió con rapidez, levantándome del suelo por la cintura y llevándome
después al mismo sofá donde había tumbado su cuerpo sobre el mío tantas semanas
atrás.
—No tienes tiempo para esto
—dije entre jadeos.
Me sentó dejando mi trasero en
el filo del sofá.
—No tardaremos mucho.
No bromeaba. Me metió las manos
por debajo de la falda, me bajó las medias por mis piernas y, a continuación,
las abrió y bajó la cabeza.
Allí, en su despacho, donde yo
acababa de estar admirando su poder y su imponente
presencia,
Gideon Cross estaba arrodillado entre mis muslos comiéndome con implacable
destreza. Su lengua revoloteó sobre mi clítoris hasta que yo me empecé a
retorcer deseando correrme, pero fue verlo a él, con su traje, en su despacho,
sirviéndome de forma tan concienzuda, lo que me llevó al orgasmo mientras
gritaba su nombre.
Yo me estremecía de placer
mientras él me lamía por dentro y mis tejidos sensibles vibraban alrededor de
las superficiales zambullidas de su lengua extremadamente experta. Cuando se
abrió la cremallera para liberar su erección, yo estaba desesperada por él y
arqueé mi cuerpo hacia el suyo con una súplica silenciosa y descarada.
Gideon cogió su pesada y larga
polla en la mano y acarició mi coño con su grueso capullo, cubriéndose con la
textura resbaladiza de mi orgasmo. El hecho de que los dos estuviésemos
vestidos con excepción de lo que necesitábamos sacar hizo que todo fuera aún
más sensual.
—Quiero que te entregues —dijo
con tono amenazante—. Inclínate y ábrete. Voy a follarte bien dentro.
Se me escapó un gemido al
pensar en aquello y me revolví para obedecerle. Consciente de lo alto que era,
me moví a un lado del sofá y me doblé sobre el brazo, echando las manos hacia
atrás para subirme la falda.
Él no vaciló. Con una fuerte
embestida de sus caderas, se metió dentro de mí, abriéndome.
—Eva.
Jadeando, me aferré a los
cojines del sofá. Él la tenía gruesa y dura y muy, muy dentro. Con el vientre
apretado contra la curva del brazo del sofá, juré que podía sentirle abriéndose
paso desde el interior.
Se echó sobre mí y me envolvió
con sus brazos, hundiendo los dientes en el lateral de mi cuello. Aquella
reivindicación primitiva hizo que mi sexo se aferrara a él acariciándolo.
Gideon gruñó deslizando sus
labios por mi cuerpo, erosionándome suavemente con la barba incipiente de su
mentón.
—Me gusta sentirte —dijo con
voz áspera—. Me encanta follarte.
—Gideon.
—Dame las manos.
Sin saber lo que quería,
acerqué los brazos a mi cuerpo y él me rodeó las muñecas con los dedos, tirando
de mis manos suavemente hasta ponerlas en la parte inferior de mi espalda.
Después, me siguió follando.
Golpeando dentro de mi sexo con incesantes embestidas, utilizando mis brazos
para tirar de mí hacia atrás para recibir el embiste de sus caderas. Sus
pesados huevos se golpeaban contra mi clítoris y aquellas rítmicas bofetadas me
fueron llevando hacia otro orgasmo. Él gruñía en cada zambullida como un
reflejo de mis gritos.
Su carrera hacia el orgasmo fue
enormemente excitante, al igual que su absoluto control de mi cuerpo. Yo no
podía hacer otra cosa que estar allí tumbada recibiéndolo, tomar su lujuria y
su ansia, sirviéndole lo mismo que él me había servido a mí. La fricción de sus
embistes, el continuo frotamiento y retirada, hizo que me volviera loca de
deseo.
Quería verlo, ver sus ojos
cuando se desenfocaran y el placer lo invadiera con su rostro en una mueca de
éxtasis agonizante. Me encantaba poder afectarle de aquella forma salvaje, que
mi cuerpo le gustara tanto, que el sexo conmigo hiciera añicos sus defensas.
Se estremeció y maldijo. Su
polla se hizo más grande, ensanchándose mientras las
pelotas
se le apretaban y se detenía.
—Eva... Dios mío. Te quiero.
Sentí el latigazo de su semen
dentro de mí, bombeando caliente y denso. Me mordí el labio para contener un
grito. Me puso muy caliente estar tan cerca de él.
Soltándome las muñecas, me
abrazó y los dedos de una de sus manos se deslizaron hacia el interior de mi
coño para frotarme el hinchado clítoris. Me corrí mientras él seguía bombeando,
con mi sexo ordeñándole su polla mientras se vaciaba a chorros. Tenía los
labios en mi mejilla y su respiración soplaba caliente y húmeda sobre mi piel,
mientras de su pecho se vertían unos ruidos sordos y graves al correrse con su
polla dura y larga.
Los dos seguimos jadeando
cuando nuestros orgasmos se fueron tranquilizando, echándonos pesadamente el
uno sobre el otro.
—Supongo que sí te ha gustado
el anillo —dije después de tragar saliva y hablando sin aliento.
Una fuerte carcajada suya me
llenó de alegría.
Cinco minutos después, yo
languidecía saciada en el sofá, incapaz de moverme. Gideon estaba sentado en su
mesa con un aspecto pulcro y perfecto, irradiando la salud y la vitalidad de un
macho que acaba de follar.
Hizo la conferencia telefónica
sin ningún contratiempo, hablando la mayor parte en nuestro idioma, pero empezó
y terminó en un japonés coloquial con su voz profunda y calmada. De vez en
cuando, dirigía su mirada hacia mí y curvaba la boca con una mínima sonrisa
teñida de inconfundible triunfo masculino.
Supuse que tenía derecho a
ello, teniendo en cuenta que mi cuerpo lo estaban recorriendo tantas endorfinas
posorgásmicas que casi me sentía como si estuviese borracha.
Gideon terminó su conferencia y
se puso de pie, quitándose de nuevo la chaqueta. El brillo de sus ojos me dijo
el porqué.
—¿No nos vamos? —pregunté
haciendo acopio de energía para levantar las cejas.
—Claro que sí. Pero todavía no.
—Quizá deberías dejar de tomar
esas vitaminas, campeón.
Retorció los labios mientras se
desabrochaba los botones de su chaleco.
—He pasado muchos días
fantaseando con follarte en ese sofá. Ni siquiera hemos cumplido la mitad de
esas fantasías.
Yo me estiré provocándole
deliberadamente.
—¿Podemos seguir siendo malos
ahora que estamos casados?
Por la chispa que iluminó sus
increíbles ojos, pude adivinar lo que opinaba al respecto.
Cuando salimos del Crossfire
casi a las nueve, Gideon había dejado bien respondida esa pregunta.
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