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Millennium 1: Capitulo 18



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CAPÍTULO 18

Miércoles, 18 de junio
Lisbeth Salander se despertó con un sobresalto. No había soñado nada. Se sentía levemente mareada. No le hizo falta girar la cabeza para saber que Mimmi ya se había ido a trabajar, aunque su olor permaneciera todavía flotando en el viciado aire del dormitorio. La noche anterior Lisbeth había tomado demasiadas cervezas en la reunión que los Evil Fingers celebraban cada martes en el Kvarnen. Poco antes de que el bar cerrara, apareció Mimmi y la acompañó a casa y a la cama.
A diferencia de Mimmi, Lisbeth Salander nunca se había considerado seriamente lesbiana. Nunca le dedicó tiempo a reflexionar si era hetero, homo o, incluso, bisexual. En general, hacía caso omiso de las etiquetas; además pensaba que con quién pasara la noche era asunto suyo y de nadie más. Si se viera obligada a manifestar sus preferencias sexuales, preferiría a los chicos; o eso era, al menos, lo que se desprendía de su estadística personal. El único problema residía en encontrar un chico que no fuera tonto y que, además, valiera en la cama; Mimmi representaba una dulce alternativa; y, encima, la ponía caliente. La conoció en la barra de una carpa de cerveza durante el día del orgullo gay del año anterior, y era la única persona que Lisbeth les había presentado a los Evil Fingers. En el transcurso del último año su relación había sido intermitente; en el fondo, no era más que un pasatiempo para ambas. Mimmi poseía un cálido y suave cuerpo al que arrimarse; además se trataba de alguien a cuyo lado Lisbeth podía despertarse e incluso desayunar.
El despertador de la mesilla marcaba las nueve y media de la mañana; Lisbeth se estaba preguntando qué era lo que la había despertado cuando volvió a sonar el timbre de la puerta. Se incorporó desconcertada. Nadie llamaba jamás a esas horas de la mañana. La verdad es que tampoco solía recibir visitas a ninguna otra hora del día. Medio dormida, se envolvió en una sábana y, dando tumbos, se acercó a la entrada y abrió. Se encontró cara a cara con Mikael Blomkvist, sintió cómo el pánico le recorría el cuerpo e, involuntariamente, dio un paso hacia atrás.
—Buenos días, señorita Salander —saludó de muy buen humor—. Ya veo que anoche se lo pasó usted muy bien. ¿Puedo entrar?
Sin esperar la invitación, Mikael cruzó el umbral y cerró la puerta. Contempló con curiosidad el montón de ropa que había en el suelo del vestíbulo y la montaña de bolsas llenas de periódicos; luego, de reojo, le echó un vistazo al dormitorio mientras el mundo de Lisbeth Salander giraba al revés: «¿cómo?, ¿qué?, ¿quien?». Mikael Blomkvist observaba, divertido, su boca abierta.
—Me imaginaba que no habías desayunado todavía, así que te he traído bagels, uno de roastbeef, uno de pavo con mostaza de Dijon y otro vegetal con aguacate. No sé lo que te gusta. ¿Roastbeef?
Fue a la cocina y, nada más entrar, vio la cafetera.
—¿Dónde guardas el café? —gritó.
Salander permaneció paralizada en el vestíbulo, hasta que oyó correr el agua del grifo de la cocina. Se acercó en tres zancadas rápidas.
—¡Para!
Se dio cuenta de que estaba chillando y bajó la voz.
—No puedes entrar aquí así como así, como si estuvieras en tu casa, joder. Ni siquiera nos conocemos.
Mikael Blomkvist, que estaba a punto de echar el agua en la cafetera, se detuvo, giró la cabeza y miró a Lisbeth. Le contestó con voz seria:
—Te equivocas. Tú me conoces mejor que la mayoría. ¿A que sí? —Le dio la espalda y siguió llenando de agua la cafetera; acto seguido, se puso a abrir unos botes en el fregadero—. Por cierto, sé cómo lo haces. Conozco tus secretos.


Lisbeth Salander cerró los ojos deseando que el suelo dejara de moverse bajo sus pies. Se encontraba en un estado de parálisis intelectual. Tenía resaca. La situación le resultaba irreal y su cerebro se negaba a funcionar. Nunca se había encontrado cara a cara con ninguno de los sujetos investigados. «¡Sabe dónde vivo!» Estaba en la cocina de su casa. Imposible. No podía ser. «¡Sabe quién soy!»
De repente, se dio cuenta de que la sábana se le caía; se envolvió mejor en ella, pegándosela más al cuerpo. Él dijo algo que Lisbeth, al principio, no percibió.
—Tenemos que hablar —le repitió—. Pero creo que antes debes meterte en la ducha.
Ella intentaba hablar con sensatez.
—Oye, si piensas armarla, te confundes de persona. Yo sólo hice un trabajo. Habla con mi jefe.
Se plantó delante de ella y levantó las manos con las palmas hacia fuera. «No voy armado.» Una señal universal de paz.
—Ya he hablado con Dragan Armanskij. Por cierto, quiere que lo llames; anoche no le cogiste el móvil.
Se acercó a ella. No se sentía amenazada, pero aun así retrocedió algún centímetro cuando le rozó el brazo al señalarle la puerta del baño. No le gustaba que nadie la tocara sin permiso, aunque la intención fuera amistosa.
—No voy a armar nada —dijo con voz sosegada—. Pero estoy muy ansioso por hablar contigo. Eso será después de que te despiertes, claro. El café ya estará listo cuando te hayas vestido. Anda, métete en la ducha.
Le obedeció, apática. «Lisbeth Salander nunca se muestra apática», pensó.


Ya en el cuarto de baño, se apoyó contra la puerta e intentó ordenar sus pensamientos. Estaba más impresionada de lo que creía posible. Luego se fue dando cuenta, poco a poco, de que tenía la vejiga a punto de explotar y de que, tras la gran juerga de la noche anterior, meterse en la ducha no sólo era un buen consejo, sino una necesidad. Una vez duchada, se metió en el dormitorio y se puso unas bragas, unos vaqueros y una camiseta con el texto Armageddon was yesterday; today we have a serious problem.
Tras un segundo de reflexión, buscó la chupa de cuero, que estaba tirada encima de una silla. Sacó la pistola eléctrica, comprobó la carga y se la metió en el bolsillo trasero de los vaqueros. El aroma a café se fue extendiendo por el piso. Inspiró profundamente y volvió a la cocina.
—¿No limpias nunca? —preguntó Mikael a modo de saludo.
Había llenado la pila de vasos y platos sucios. Había vaciado los ceniceros, tirado un viejo cartón de leche y quitado de la mesa una capa de periódicos de cinco semanas. Había lavado y puesto encima de la mesa las tazas, además de los bagels, lo cual no había sido una broma. Presentaban un aspecto apetecible y la verdad era que, tras la noche con Mimmi, tenía hambre. «De acuerdo, vamos a ver adonde nos llevará todo esto.» Se sentó frente a él con actitud expectante.
—No has contestado a mi pregunta: ¿roastbeef? pavo o vegetal?
—Roastbeef.
—Entonces yo cojo el de pavo.
Desayunaron en silencio observándose mutuamente. Al terminar su bagel se zampó también la mitad del vegetal. Luego cogió un paquete arrugado de tabaco del alféizar de la ventana y hurgó en él hasta encontrar un cigarrillo.
—Vale, ya lo tengo claro —dijo él, rompiendo el silencio—. Puede que no sea tan bueno como tú para las investigaciones personales, pero ahora por lo menos he deducido que no eres ni vegetariana ni, a diferencia de lo que pensaba Dirch Frode, anoréxica. Introduciré los datos en mi informe sobre ti.
Salander se lo quedó mirando fijamente, pero al ver su cara se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo. Mikael daba la impresión de divertirse tanto que Lisbeth no pudo resistirse a responderle de la misma manera. Ella lo obsequió con una sonrisa torcida. La situación le parecía absolutamente absurda. Apartó el plato. Sus ojos le resultaban amables. Fuera como fuese, seguramente no se trataba de una persona malvada, concluyó Lisbeth. Tampoco había nada en la investigación que indicara que era un tipo siniestro que maltrataba a sus novias o algo por el estilo. Recordó que era ella la que lo sabía todo de él, no al revés. «La información es poder.»
—¿A qué viene esa sonrisa burlona? —preguntó ella.
—Perdóname. La verdad es que no tenía prevista una entrada así. No pretendía asustarte, algo que, al parecer, he hecho. Pero deberías haberte visto la cara cuando abriste la puerta. Eso no tiene precio. No he podido resistir la tentación de tomarte un poco el pelo.
Silencio. Para su sorpresa, Lisbeth Salander encontró su forzosa compañía bastante aceptable o, cuando menos, no desagradable.
—Considéralo como mi venganza personal por haber hurgado en mi vida privada —añadió con regocijo—. ¿Me tienes miedo?
—No —contestó Salander.
—Bien. Porque no estoy aquí para castigarte ni para pelearme contigo.
—Si intentas algo conmigo, te haré daño. Mucho daño.
Mikael la examinó detenidamente. Medía poco más de un metro y medio; no daba la impresión de ser capaz de oponer mucha resistencia si él hubiese sido un malhechor y hubiese forzado la puerta de su casa. Pero sus ojos eran inexpresivos y tranquilos.
—No va a ser necesario —dijo al final—. No vengo con malas intenciones. Necesito hablar contigo. Si quieres que me vaya, no tienes más que decírmelo. —Mikael reflexionó un instante antes de seguir—: Por raro que pueda parecer me da la impresión de que... bah —interrumpió la frase.
—¿Qué?
—No sé si esto suena sensato, pero hace cuatro días ni siquiera sabía de tu existencia. Luego pude leer el informe que hiciste sobre mí —rebuscó en la bolsa y lo sacó—, y no me hizo mucha gracia. —Se calló y miró un instante por la ventana—. ¿Me das un cigarrillo?
Ella le acercó el paquete.
—Has dicho antes que no nos conocemos y te he contestado que no es verdad —dijo, señalando el informe—. Todavía no me he puesto a tu altura: sólo he hecho un pequeño control rutinario para enterarme de tu dirección, tu fecha y lugar de nacimiento y datos de ese tipo, pero tú, sin lugar a dudas, sabes infinitamente más de mí. La mayoría son cosas muy personales que sólo mis amigos más íntimos conocen. Y ahora estoy en tu cocina desayunando bagels contigo. Tan sólo hace media hora que nos hemos visto las caras y de repente me ha dado la sensación de que llevamos años siendo amigos. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
Ella asintió con la cabeza.
—Tienes unos ojos muy bonitos —dijo Mikael.
—Tú tienes unos ojos muy dulces —contestó Lisbeth.
Mikael no supo apreciar si lo había dicho con ironía o no.
Silencio.
—¿Por qué estás aquí? —le soltó ella de buenas a primeras.
Kalle Blomkvist —a Lisbeth le vino a la mente el apodo, pero reprimió el impulso de pronunciarlo— puso de pronto un rostro serio. Sus ojos reflejaban cansancio. La seguridad de la que había hecho gala al entrar había desaparecido y Lisbeth llegó a la conclusión de que las bromas se habían terminado o de que, al menos, se dejaban de lado momentáneamente. Por primera vez, tuvo la sensación de que la estaba examinando a fondo, con una reflexiva seriedad. No fue capaz de determinar lo que pasaba por su cabeza, pero sintió inmediatamente que una sombra se cernía en el ambiente.


Lisbeth Salander sabía que su calma no era más que superficial, que no controlaba del todo sus nervios. La visita de Blomkvist, completamente inesperada, la estaba afectando como nunca antes había experimentado en relación con su trabajo. Se ganaba la vida espiando a la gente. Lo cierto es que jamás había definido lo que hacía para Dragan Armanskij como un «verdadero trabajo», sino más bien como un complicado pasatiempo, casi un hobby.
La verdad era —hacía ya tiempo que lo había descubierto— que le gustaba hurgar en la vida de los otros y revelar los secretos que intentaban ocultar. Lo llevaba haciendo, de una u otra forma, desde que le alcanzaba la memoria. Y hoy en día seguía con ello, no sólo cuando Armanskij le daba encargos, sino a veces sólo por puro placer. Le producía un subidón de satisfacción, como un complejo juego de ordenador, pero con la diferencia de que se trataba de personas de carne y hueso. Y ahora, de repente, su hobby estaba sentado en la cocina de su casa invitándola a bagels. La situación le resultaba totalmente absurda.
—Tengo un asunto fascinante entre manos —respondió Mikael—. Dime, cuando llevaste a cabo la investigación sobre mí para Dirch Frode..., ¿tenías alguna idea del uso que se le iba a dar?
—No.
—El objetivo era obtener información sobre mí porque Frode, o más bien su cliente, quería contratarme para un trabajo de freelance.
—Vale.
Mikael le dirigió una leve sonrisa.
—Ya hablaremos tú y yo un día sobre si es ético o no hurgar en la vida privada de otra persona. Pero, de momento, tengo otros problemas... El trabajo que me encargaron y que acepté por algún incomprensible motivo es, sin punto de comparación, el más extraño que he tenido jamás. ¿Puedo confiar en ti, Lisbeth?
—¿Por qué?
—Dragan Armanskij dice que eres completamente fiable. Pero te lo pregunto de todas maneras: ¿puedo confiarte secretos sin que se los cuentes a nadie?
—Espera. Has hablado con Dragan; ¿te ha enviado él?
«Te voy a matar, maldito armenio de mierda.»
—No, no exactamente. No eres la única capaz de encontrar la dirección de alguien; eso lo he hecho yo sólito. Te busqué en el registro civil. Hay tres personas llamadas Lisbeth Salander; a las otras dos las descarté inmediatamente. Pero ayer me puse en contacto con Armanskij y mantuvimos una larga conversación. Al principio, él también pensaba que yo quería guerra porque habías metido las narices en mi vida privada, pero al final conseguí convencerle de que las razones de mi visita eran perfectamente legítimas.
—¿Y cuáles son?
—Como ya he dicho, el cliente de Dirch Frode me contrató para un trabajo. He llegado a un punto en el que necesito la ayuda de un investigador competente, y lo necesito ya, con urgencia. Frode me habló de ti y dijo que eras competente. Se le escapó sin querer; así fue como me enteré de tu investigación sobre mí. Ayer se lo comenté a Armanskij y le expliqué lo que quería. Dio su visto bueno e intentó llamarte, pero no le cogiste el teléfono, de modo que... aquí estoy. Si quieres, puedes llamar a Armanskij y confirmarlo.
Lisbeth Salander tardó varios minutos en encontrar su móvil bajo el montón de ropa que le había quitado Mimmi. Mikael Blomkvist contemplaba su embarazosa búsqueda con gran interés mientras daba una vuelta por la casa. Todos los muebles, sin excepción, parecían haber sido recogidos de contenedores de basura. Encima de una pequeña mesa de trabajo del salón, había un impresionante PowerBook, state of the art. En una estantería, un reproductor de cedes. La colección de compactos, sin embargo, era cualquier cosa menos impresionante: estaba compuesta por una miserable decena de discos de grupos desconocidos para Mikael, cuyos integrantes se le antojaron vampiros de otra galaxia. Constató que la música no era su fuerte.
Salander vio que Armanskij la había llamado no menos de siete veces la noche anterior y dos por la mañana. Marcó el número mientras Mikael, apoyado contra el marco de la puerta, escuchaba la conversación.
—Soy yo... Lo siento, estaba apagado... Sé que me quiere contratar...; no, está aquí en mi casa. Dragan, tengo resaca y me duele la cabeza, así que corta el rollo... —le soltó, elevando la voz—. ¿Le has dado el visto bueno al trabajo o no...? Gracias.
Clic.
Lisbeth Salander miraba de reojo a través de la puerta del salón. Mikael fisgoneaba entre sus discos y sacaba libros de la librería. Acababa de encontrar un frasco marrón de medicamentos, sin etiqueta, que alzó y miró al trasluz con curiosidad. Cuando estaba a punto de desenroscar el tapón, ella alargó la mano y le quitó el frasco; acto seguido volvió a la cocina, se sentó en una silla y se puso a masajearse las sienes hasta que Mikael se volvió a sentar.
—Las reglas son sencillas —dijo ella—. Lo que hables conmigo o con Dragan Armanskij no trascenderá a nadie más. Firmaremos un contrato en el que Milton Security se compromete a guardar silencio. Quiero saber en qué consiste el trabajo antes de decidir si aceptarlo o no. Significa que no diré ni una sola palabra de todo lo que me cuentes, acepte el encargo o no; con la condición, eso sí, de que no te dediques a actividades delictivas de envergadura. En tal caso, informaré a Dragan, quien, a su vez, dará parte a la policía.
—Bien.
Mikael dudó.
—Puede que Armanskij no esté del todo al tanto de la naturaleza de la misión...
—Me dijo que querías que yo te ayudara con una investigación histórica.
—Sí, es correcto. Pero lo que quiero que hagas es que me ayudes a identificar a un asesino.


A Mikael le llevó más de una hora contarle todos los intrincados detalles del caso Harriet Vanger. No omitió nada. Tenía el permiso de Frode para contratarla, pero para hacerlo era necesario que confiara plenamente en ella.
También le habló de su relación con Cecilia Vanger y de cómo había descubierto su cara en la ventana de la habitación de Harriet. Le proporcionó a Lisbeth una descripción todo lo detallada que pudo acerca de la personalidad de Cecilia; en su fuero interno Mikael empezaba a admitir que ella había ascendido muchos peldaños en la lista de sospechosos. Pero todavía estaba muy lejos de entender cómo podría haber estado vinculada a un asesino en activo cuando no era más que una niña.
Finalmente le dio a Lisbeth Salander una copia de la lista de la agenda de teléfonos.
Magda — 32016
Sara — 32109
RJ — 30112
RL — 32027
Mari — 32018
—¿Qué quieres que haga?
—He identificado a RJ, Rebecka Jacobsson, y la he relacionado con una cita bíblica que trata sobre la ley del holocausto. La asesinaron introduciendo su cabeza en brasas ardiendo, una muerte parecida al sacrificio descrito en el pasaje bíblico. Si todo esto es como yo pienso, me temo que nos encontraremos con otras cuatro víctimas más: Magda, Sara, Mari y RL.
—¿Crees que están muertas? ¿Asesinadas?
—Un asesino que actuó en los años cincuenta y, tal vez, en los sesenta. Y que, de una manera u otra, tiene que ver con Harriet Vanger. He estado hojeando números atrasados del Hedestads-Kuriren. El asesinato de Rebecka es el único crimen monstruoso vinculado a Hedestad que he encontrado. Quiero que sigas investigando en el resto de Suecia.
Lisbeth Salander se sumió en sus propios pensamientos con un silencio tan inexpresivo y tan largo que Mikael empezó a rebullir impacientemente en su silla. Se estaba preguntando si no se habría equivocado de persona cuando ella, finalmente, levantó la vista.
—De acuerdo. Acepto el trabajo. Pero tienes que firmar el contrato con Armanskij.


Dragan Armanskij imprimió el contrato que Mikael Blomkvist debía llevar a Hedestad para que lo firmara Dirch Frode. Al volver al despacho de Lisbeth Salander vio, a través del cristal, cómo la joven y Mikael Blomkvist permanecían inclinados sobre el PowerBook de Lisbeth. Mikael puso una mano en un hombro de ella —«la estaba tocando»— y señaló algo con el dedo. Armanskij se detuvo.
Mikael dijo algo que pareció sorprender a Lisbeth. Acto seguido ella soltó una sonora carcajada.
Armanskij no la había oído nunca reírse, a pesar de llevar años intentando ganarse su confianza. Hacía tan sólo cinco minutos que Lisbeth conocía a Mikael Blomkvist y ya se estaba riendo con él.
En ese momento odió a Mikael con tanta intensidad que hasta él mismo se asombró. Se aclaró la voz al entrar por la puerta y le entregó una carpeta de plástico con el contrato.


Por la tarde, Mikael tuvo tiempo de hacer una rápida visita a la redacción de Millennium. Era la primera vez desde que recogiera su mesa de trabajo antes de Navidad, y, de repente, le resultó extraño subir por esas escaleras que, por otra parte, le eran tan familiares. El código de acceso seguía siendo el mismo, de modo que pudo entrar por la puerta sin llamar la atención y quedarse un rato en la redacción mirando a su alrededor.
La redacción de Millennium se hallaba en un local con forma de L. La entrada era un gran vestíbulo que ocupaba mucha superficie y que realmente no servía para nada más. Lo habían amueblado con un tresillo para recibir a las visitas. Detrás de éste había un comedor con una cocinita, unos servicios y dos cuartos llenos de librerías y archivos. Y también una mesa de trabajo para el consabido becario. A la derecha de la entrada, un gran cristal daba al estudio de Christer Malm; tenía su propia empresa en unos ochenta metros cuadrados, con acceso directo desde la escalera. A la izquierda se situaba la redacción propiamente dicha, de unos ciento cincuenta metros cuadrados, con una fachada acristalada que daba a Götgatan.
La distribución había sido cosa de Erika, quien mandó poner unas cristaleras creando, de este modo, tres despachos individuales y un espacio abierto para los otros tres colaboradores. Ella se quedó con el despacho más grande, al fondo de la redacción, y mandó a Mikael al otro extremo del local, en el único sitio que se podía ver desde la entrada. Advirtió que nadie se había instalado allí.
El tercer despacho, un poco apartado, lo ocupaba Sonny Magnusson, de sesenta años, exitoso vendedor de espacios publicitarios de Millennium desde hacía varios años. Erika encontró a Sonny al quedarse éste en el paro por los recortes de plantilla que hubo en la empresa donde llevaba trabajando casi toda su vida. Por aquel entonces, Sonny se encontraba en una edad en la que no esperaba que le ofrecieran otro empleo fijo. Erika le eligió a dedo; le ofreció una pequeña retribución fija mensual, más una comisión por los ingresos de los anuncios. Sonny mordió el anzuelo y, hasta la fecha, ninguno de los dos se había arrepentido. Sin embargo, durante el último año poco importaban sus habilidades como vendedor; los ingresos habían caído en picado, al igual que el salario de Sonny. Pero, en lugar de buscarse otra cosa, se apretó el cinturón y permaneció fiel a su puesto. «A diferencia de mí, que he provocado la caída», pensó Mikael.
Al final, Mikael hizo de tripas corazón y entró en la redacción, que estaba medio vacía. Pudo ver a Erika en su despacho con el teléfono pegado a la oreja. Tan sólo dos de los colaboradores se encontraban en la redacción. Monika Nilsson, de treinta y siete años, era una hábil reportera especializada en temas políticos y probablemente la cínica más consumada que Mikael había conocido en su vida. Llevaba nueve años en Millennium, donde se sentía muy a gusto. El colaborador más joven de la redacción se llamaba Henry Cortez y tenía veinticuatro años. Había entrado directamente desde la Escuela Superior de Periodismo, dos años antes, para hacer las prácticas, declarando que era en Millennium —y en ningún otro sitio— donde quería trabajar. El presupuesto de Erika no daba para contratarle, pero le ofrecieron una mesa en un rincón y le integraron en el equipo como freelance fijo.
Encantados, los dos irrumpieron en gritos al ver a Mikael, y lo recibieron con besos y unas palmadas en la espalda. Enseguida le preguntaron si pensaba volver, pero suspiraron decepcionados cuando les explicó que le quedaban todavía seis meses en Norrland y que sólo había pasado por allí para saludarlos y hablar con Erika.
Erika también se alegró de verle; sirvió café y cerró la puerta de su despacho. Se interesó inmediatamente por la salud de Henrik Vanger. Mikael le explicó que sólo sabía lo que le había dicho Dirch Frode: su estado era grave, pero el viejo todavía seguía con vida.
—¿Qué haces en la ciudad?
Mikael no supo qué decir. Milton Security estaba a sólo unas pocas manzanas de distancia; su visita respondía más bien a un impulso espontáneo. Le parecía complicado explicarle a Erika que acababa de contratar a una asesora personal de una empresa de seguridad, la misma persona que había pirateado su ordenador. Se encogió de hombros y dijo que se había visto obligado a bajar a Estocolmo por un asunto relacionado con Vanger y que regresaba de inmediato al norte. Preguntó cómo les iba en la redacción.
—Aparte de las agradables noticias, tanto el número de anuncios como de suscriptores continúa subiendo, hay un nubarrón que se avecina por el horizonte.
—¿Ah, sí?
—Janne Dahlman.
—Claro.
—En abril, poco después de que hiciéramos público que Henrik Vanger entraba como socio, tuve que hablar seriamente con él. No sé si es así de negativo por naturaleza o si hay algo más. Tal vez esté jugando.
—¿Qué ocurrió?
—Ya no me fío de él. Tras firmar el acuerdo con Henrik Vanger, Christer y yo podíamos optar por informar inmediatamente a toda la redacción de que ya no corríamos el riesgo de tener que cerrar en otoño, o...
—O avisar a unos cuantos colaboradores de manera selectiva.
—Exacto. Quizá me haya vuelto paranoica, pero no quería arriesgarme a que Dahlman filtrara la historia. Así que decidimos informar a toda la redacción el mismo día que se hizo pública la noticia. Por lo tanto, estuvimos callados durante más de un mes.
—Bueno, eran las primeras noticias buenas que la redacción recibía en muchos años. Todo el mundo lanzó gritos de júbilo, menos Dahlman. Bueno, ya sabes que no somos precisamente la redacción más grande del mundo; o sea, tres personas saltan de alegría, más el becario, y una persona se cabrea porque no lo han puesto al corriente del acuerdo con anterioridad...
—También tenía su parte de razón...
—Ya lo sé. Lo que pasa es que seguía dando la lata sobre el tema un día sí y otro también, y el ambiente de la redacción cayó en picado. Tras dos semanas soportando esa mierda lo llamé al despacho y le expliqué que la razón por la que no había informado a la redacción era porque no tenía confianza en él y no estaba segura de que supiera guardar silencio.
—¿Y cómo se lo tomó?
—Evidentemente, se mostró muy herido e indignado. Yo no me eché atrás y le di un ultimátum: o se espabilaba o ya podía ponerse a buscar otro trabajo.
—¿Y?
—Ha mejorado. Pero sólo va a lo suyo y hay mucha tensión entre él y el resto de la redacción. Christer no le soporta y se lo demuestra muy claramente siempre que tiene ocasión.
—¿Qué es lo que sospechas de Dahlman?
Erika suspiró.
—No lo sé. Le contratamos hace un año, cuando ya habíamos empezado la batalla con Wennerström. No puedo probar absolutamente nada, pero me da la sensación de que no trabaja para nosotros.
Mikael asintió con la cabeza.
—Confía en tu instinto.
—A lo mejor es sólo un cabrón que sigue sin encontrar su sitio y que va creando mal rollo a su alrededor.
—Es posible. Pero estoy de acuerdo contigo en que fue un error contratarle.
Veinte minutos más tarde, Mikael pasaba por Slussen de camino al norte en el coche que le había prestado la mujer de Dirch Frode, un Volvo de diez años que ella no usaba nunca. Le había prometido dejárselo las veces que quisiera.
Se trataba de pequeños y sutiles detalles que Mikael habría pasado por alto si no hubiera estado más atento. Una pila de papeles algo menos ordenada de lo que recordaba. Un archivador no del todo colocado en su sitio en la estantería. Y el cajón de la mesa se hallaba completamente cerrado; Mikael recordaba perfectamente que se había quedado algo entreabierto cuando el día anterior abandonó la isla de Hedeby para ir a Estocolmo.
Se quedó un rato inmóvil, asaltado por la duda. Luego una total certidumbre se fue imponiendo en su interior: alguien había estado en su casa.
Salió al porche y miró a su alrededor. Había cerrado la puerta con llave, pero era una vieja cerradura normal y corriente; sin duda, se abría con un simple destornillador. Por otra parte, sabe Dios cuántas copias de llaves circularían por allí. Volvió a entrar y examinó sistemáticamente su cuarto de trabajo por si había desaparecido algo. Al cabo de un rato llegó a la conclusión de que no faltaba nada.
No obstante, era un hecho más que evidente que alguien había entrado en la casa para fisgonear en sus papeles y carpetas. El ordenador lo llevaba en el coche, así que eso no lo habían podido tocar. Dos preguntas le vinieron a la mente: ¿quién?, y ¿cuánto habría sacado en claro aquel misterioso visitante?
Las carpetas formaban parte del material de Henrik Vanger que Mikael había vuelto a llevar a la casa después de salir de la cárcel. No había nada nuevo. Los cuadernos de la mesa resultarían indescifrables para alguien no iniciado, pero la persona que había estado revolviendo sus cajones ¿era alguien no iniciado?
Lo más grave era una pequeña funda de plástico donde había metido la lista de los supuestos números de teléfono y una copia pasada a limpio de las citas bíblicas a las que hacían referencia. Quien estuviera husmeando en su estudio sabía ahora que Mikael había descifrado el código de la Biblia.
«¿Quién?»
Henrik Vanger estaba en el hospital. De Anna, el ama de llaves, no sospechaba. ¿Dirch Frode? Ya conocía todos los detalles... Cecilia Vanger había cancelado su viaje a Florida y acababa de volver de Londres acompañada de su hermana. No se habían encontrado todavía, pero la vio a lo lejos el día anterior cuando pasó el puente en un coche. Martin Vanger. Harald Vanger. Birger Vanger, que apareció un día después del infarto de Henrik, cuando lo convocaron a un consejo familiar al que Mikael no había sido invitado. Alexander Vanger. Isabella Vanger: una mujer cualquier cosa menos simpática.
¿Con quién había hablado Frode? ¿Qué se le habría escapado? ¿Cuántos de los más allegados estaban al tanto de que Mikael, efectivamente, había abierto una brecha en sus pesquisas?
Eran más de las ocho de la noche. Llamó a Låsjouren, en Hedestad, para que fueran a cambiarle la cerradura de la puerta. El cerrajero le dijo que podría ir al día siguiente. Mikael prometió pagarle el doble si acudía inmediatamente. Acordaron que pasara sobre las diez y media de la noche para instalar una nueva cerradura de seguridad.


Sobre las ocho y media de la noche, mientras esperaba al cerrajero, Mikael se acercó a casa de Dirch Frode y llamó a la puerta. La mujer de Frode lo acompañó al jardín de detrás y le ofreció una cerveza fresca que Mikael aceptó con mucho gusto. Quería saber cómo se encontraba Henrik Vanger.
Dirch Frode negaba con la cabeza.
—Le han operado. Tiene una arteriosclerosis coronaria. El médico dice que el mero hecho de que esté vivo es esperanzador, pero los próximos días van a ser críticos.
Meditaron un rato acerca de esas palabras mientras se tomaban la cerveza.
—¿Has hablado con él?
—No. No estaba en condiciones. ¿Qué tal en Estocolmo?
—Lisbeth Salander ha aceptado. Aquí está el contrato de Dragan Armanskij. Lo tienes que firmar y luego enviárselo.
Frode hojeó los papeles.
—Nos va a salir cara —constató.
—Henrik se lo puede permitir.
Frode asintió, sacó un bolígrafo del bolsillo de su camisa y firmó con un garabato.
—Es mejor que lo firme mientras Henrik esté vivo. ¿Puedes pasar por el buzón que hay al lado de Konsum?


A medianoche Mikael ya estaba acostado, pero le resultaba difícil conciliar el sueño. Hasta ese momento su estancia en la isla de Hedeby había tenido el carácter de una investigación de curiosidades históricas. Pero si a alguien le interesaban sus actividades lo suficiente como para entrar en su estudio, tal vez la historia tuviera más relación con el presente de lo que creía.
De repente se le ocurrió que había otras personas que también podrían interesarse por lo que hacía. La súbita aparición de Henrik Vanger en la junta directiva de Millennium difícilmente habría pasado desapercibida para Hans-Erik Wennerström. ¿O acaso este tipo de ideas indicaba que se estaba volviendo paranoico?
Mikael se levantó de la cama. Desnudo, se acercó a la ventana de la cocina y se quedó pensativo observando la iglesia. Encendió un cigarrillo.
No llegaba a entender a Lisbeth Salander. Tenía un comportamiento raro, con largas pausas en medio de la conversación. El desorden de su casa rayaba el caos: una montaña de bolsas de periódicos en la entrada y una cocina que llevaba años sin limpiar. Su ropa se esparcía por todo el suelo; obviamente, se había pasado toda la noche de juerga. Los chupetones de su cuello evidenciaban que había disfrutado de compañía en la cama. Llevaba numerosos tatuajes por todo el cuerpo y un par de piercings en la cara. Y quién sabe en qué otros sitios. En resumen, se trataba de una chica un tanto peculiar.
Pero, por otra parte, Armanskij le había asegurado que era la mejor investigadora de la empresa; y el detallado y minucioso informe sobre Mikael demostraba que, indudablemente, era muy meticulosa. «Una chica rara.»


Lisbeth Salander se hallaba delante de su PowerBook reflexionando sobre su reacción a la visita de Mikael Blomkvist. En su vida adulta, nunca había dejado que nadie no invitado expresamente con anterioridad entrara en su casa; y ese reducido grupo de personas se podía contar con los dedos de una mano. Mikael había irrumpido en su vida desvergonzadamente y ella no fue capaz de reaccionar más que con unas sosas protestas.
Y no sólo eso; le tomó el pelo. Se rio de ella.
Normalmente, un comportamiento así la habría puesto en alerta para apretar mentalmente el gatillo. Pero no sintió ni la más mínima amenaza ni enemistad por su parte. Él tenía razones para echarle una buena bronca, incluso, tras descubrir que había pirateado su ordenador, para denunciarla a la policía. Pero también se había reído de eso.
Fue la parte más delicada de su conversación. Le dio la sensación de que Mikael, conscientemente, evitaba sacar el tema, y al final ella no pudo resistirse a hacerle la pregunta.
—Has dicho que sabías lo que yo había hecho.
—Eres una hacker. Has entrado en mi ordenador.
—¿Cómo te has enterado?
Lisbeth estaba perfectamente segura de no haber dejado rastro alguno y de que su infracción no podría descubrirse a menos que un experto en seguridad informática de alto nivel estuviese escaneando el disco duro en el preciso instante en que ella entraba.
—Cometiste un error.
Le explicó cómo ella había citado la versión de un texto que sólo existía en su ordenador y en ningún otro sitio más.
Lisbeth Salander permaneció callada un buen rato. Al final, lo miró con ojos inexpresivos.
—¿Cómo lo hiciste? —preguntó Mikael.
—Es un secreto. ¿Qué piensas hacer?
Mikael se encogió de hombros.
—¿Qué opciones tengo? Tal vez debería hablar contigo de la ética y de la moral, y del peligro de hurgar en la vida privada de la gente.
—Es lo mismo que haces tú como periodista.
Mikael asintió con la cabeza.
—Pues sí. Precisamente por eso los periodistas tenemos una comisión ética que controla los aspectos morales. Cuando escribo un texto sobre un hijo de puta del mundo de la banca, no incluyo, por ejemplo, su vida sexual. No menciono que una estafadora de cheques es lesbiana o que le pone hacerlo con su perro o cosas así, aunque sea verdad. Incluso los cabrones tienen derecho a la intimidad, y resulta muy fácil herir a la gente atacando su forma de vida. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Sí.
—En pocas palabras, has violado mi integridad personal. Mi jefe no necesita saber con quién me acuesto. Eso es cosa mía.
En la cara de Lisbeth Salander se dibujó una sonrisa torcida.
—Crees que no debería haberlo mencionado.
—En mi caso no tiene la mayor importancia. La mitad de Estocolmo conoce mi relación con Erika. Es sólo una cuestión de principios.
—Siendo así, quizá te gustaría saber que yo también tengo un principio; y mi propia comisión ética. Yo lo llamo «El principio de Salander». Según él, un cabrón es siempre un cabrón; y si puedo hacerle daño descubriendo sus mierdas, es que entonces lo tiene bien merecido. Sólo le pago con la misma moneda.
—Vale —contestó Mikael Blomkvist, sonriendo—. Mis ideas tampoco distan tanto de las tuyas, pero...
—Cuando investigo a alguien también tengo en cuenta mi opinión sobre él. No soy objetiva. Si parece una buena persona, puedo suavizar el informe.
—¿De verdad?
—Fue lo que hice en tu caso. Podría haber escrito un libro sobre tu vida sexual. Podría haberle contado a Frode que Erika Berger tiene un pasado en el Club Extreme y que en los años ochenta tonteó con el BDSM, lo cual, teniendo en cuenta la naturaleza de vuestra vida sexual, habría creado, sin duda, ciertas e inevitables asociaciones de ideas.
Las miradas de Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander se cruzaron. Acto seguido él miró por la ventana y soltó una carcajada.
—Eres realmente meticulosa. ¿Por qué no lo has introducido en el informe?
—Erika Berger y tú sois personas adultas y está claro que os queréis mucho. Lo que hacéis en la cama no es asunto de nadie, y lo único que habría conseguido revelando esos datos habría sido haceros daño o proporcionarle información a alguien para que os chantajeara. ¿Quién sabe? No conozco a Dirch Frode y el material podría haber acabado en manos de Wennerström.
—¿Y no quieres proporcionarle información a Wennerström?
—Si en un combate entre vosotros dos tuviera que elegir entre un rincón y otro del cuadrilátero, creo que acabaría en el tuyo.
—Erika y yo tenemos... nuestra relación es...
—Me importa una mierda la relación que tengáis. Pero no has contestado a mi pregunta: ¿qué piensas hacer ahora que sabes que he entrado en tu ordenador?
El silencio que guardó Mikael fue casi tan largo como el de Lisbeth.
—Lisbeth, no he venido a joderte. No pienso chantajearte. Estoy aquí para pedirte que me ayudes con una investigación. Puedes contestar sí o no. Si me dices que no, me largaré, buscaré a otra persona y nunca más sabrás nada de mí.
Reflexionó un instante; luego añadió sonriendo:
—Eso si no te vuelvo a encontrar fisgando en mi ordenador.
—Y entonces, ¿qué pasaría...?
—Sabes mucho de mí. Algunas cosas son privadas y personales, pero el daño ya está hecho. Sólo espero que no utilices contra mí o Erika Berger todo lo que sabes.
Ella lo observó con una mirada ausente.

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