Lisbeth Salander se despertó con un sobresalto. No había soñado nada. Se
sentía levemente mareada. No le hizo falta girar la cabeza para saber que Mimmi
ya se había ido a trabajar, aunque su olor permaneciera todavía flotando en el
viciado aire del dormitorio. La noche anterior Lisbeth había tomado demasiadas
cervezas en la reunión que los Evil Fingers celebraban cada martes en el
Kvarnen. Poco antes de que el bar cerrara, apareció Mimmi y la acompañó a casa
y a la cama.
A diferencia de Mimmi, Lisbeth Salander
nunca se había considerado seriamente lesbiana. Nunca le dedicó tiempo a
reflexionar si era hetero, homo o, incluso, bisexual. En general, hacía caso
omiso de las etiquetas; además pensaba que con quién pasara la noche era asunto
suyo y de nadie más. Si se viera obligada a manifestar sus preferencias
sexuales, preferiría a los chicos; o eso era, al menos, lo que se desprendía de
su estadística personal. El único problema residía en encontrar un chico que no
fuera tonto y que, además, valiera en la cama; Mimmi representaba una dulce
alternativa; y, encima, la ponía caliente. La conoció en la barra de una carpa
de cerveza durante el día del orgullo gay del año anterior, y era la
única persona que Lisbeth les había presentado a los Evil Fingers. En el
transcurso del último año su relación había sido intermitente; en el fondo, no
era más que un pasatiempo para ambas. Mimmi poseía un cálido y suave cuerpo al
que arrimarse; además se trataba de alguien a cuyo lado Lisbeth podía
despertarse e incluso desayunar.
El despertador de la mesilla marcaba las
nueve y media de la mañana; Lisbeth se estaba preguntando qué era lo que la
había despertado cuando volvió a sonar el timbre de la puerta. Se incorporó desconcertada.
Nadie llamaba jamás a esas horas de la mañana. La verdad es que tampoco solía
recibir visitas a ninguna otra hora del día. Medio dormida, se envolvió en una
sábana y, dando tumbos, se acercó a la entrada y abrió. Se encontró cara a cara
con Mikael Blomkvist, sintió cómo el pánico le recorría el cuerpo e,
involuntariamente, dio un paso hacia atrás.
—Buenos días, señorita Salander —saludó de
muy buen humor—. Ya veo que anoche se lo pasó usted muy bien. ¿Puedo entrar?
Sin esperar la invitación, Mikael cruzó el
umbral y cerró la puerta. Contempló con curiosidad el montón de ropa que había
en el suelo del vestíbulo y la montaña de bolsas llenas de periódicos; luego,
de reojo, le echó un vistazo al dormitorio mientras el mundo de Lisbeth
Salander giraba al revés: «¿cómo?, ¿qué?, ¿quien?». Mikael Blomkvist observaba,
divertido, su boca abierta.
—Me imaginaba que no habías desayunado todavía,
así que te he traído bagels, uno de roastbeef, uno de pavo con
mostaza de Dijon y otro vegetal con aguacate. No sé lo que te gusta. ¿Roastbeef?
Fue a la cocina y, nada más entrar, vio la
cafetera.
—¿Dónde guardas el café? —gritó.
Salander permaneció paralizada en el
vestíbulo, hasta que oyó correr el agua del grifo de la cocina. Se acercó en
tres zancadas rápidas.
—¡Para!
Se dio cuenta de que estaba chillando y
bajó la voz.
—No puedes entrar aquí así como así, como
si estuvieras en tu casa, joder. Ni siquiera nos conocemos.
Mikael Blomkvist, que estaba a punto de
echar el agua en la cafetera, se detuvo, giró la cabeza y miró a Lisbeth. Le
contestó con voz seria:
—Te equivocas. Tú me conoces mejor que la
mayoría. ¿A que sí? —Le dio la espalda y siguió llenando de agua la cafetera;
acto seguido, se puso a abrir unos botes en el fregadero—. Por cierto, sé cómo
lo haces. Conozco tus secretos.
Lisbeth Salander cerró los ojos deseando que el suelo dejara de moverse
bajo sus pies. Se encontraba en un estado de parálisis intelectual. Tenía
resaca. La situación le resultaba irreal y su cerebro se negaba a funcionar.
Nunca se había encontrado cara a cara con ninguno de los sujetos investigados.
«¡Sabe dónde vivo!» Estaba en la cocina de su casa. Imposible. No podía ser.
«¡Sabe quién soy!»
De repente, se dio cuenta de que la sábana
se le caía; se envolvió mejor en ella, pegándosela más al cuerpo. Él dijo algo
que Lisbeth, al principio, no percibió.
—Tenemos que hablar —le repitió—. Pero
creo que antes debes meterte en la ducha.
Ella intentaba hablar con sensatez.
—Oye, si piensas armarla, te confundes de
persona. Yo sólo hice un trabajo. Habla con mi jefe.
Se plantó delante de ella y levantó las
manos con las palmas hacia fuera. «No voy armado.» Una señal universal de paz.
—Ya he hablado con Dragan Armanskij. Por
cierto, quiere que lo llames; anoche no le cogiste el móvil.
Se acercó a ella. No se sentía amenazada,
pero aun así retrocedió algún centímetro cuando le rozó el brazo al señalarle
la puerta del baño. No le gustaba que nadie la tocara sin permiso, aunque la
intención fuera amistosa.
—No voy a armar nada —dijo con voz
sosegada—. Pero estoy muy ansioso por hablar contigo. Eso será después de que
te despiertes, claro. El café ya estará listo cuando te hayas vestido. Anda,
métete en la ducha.
Le obedeció, apática. «Lisbeth Salander
nunca se muestra apática», pensó.
Ya en el cuarto de baño, se apoyó contra la puerta e intentó ordenar sus
pensamientos. Estaba más impresionada de lo que creía posible. Luego se fue
dando cuenta, poco a poco, de que tenía la vejiga a punto de explotar y de que,
tras la gran juerga de la noche anterior, meterse en la ducha no sólo era un
buen consejo, sino una necesidad. Una vez duchada, se metió en el dormitorio y
se puso unas bragas, unos vaqueros y una camiseta con el texto Armageddon
was yesterday; today we have a serious problem.
Tras un segundo de reflexión, buscó la
chupa de cuero, que estaba tirada encima de una silla. Sacó la pistola
eléctrica, comprobó la carga y se la metió en el bolsillo trasero de los
vaqueros. El aroma a café se fue extendiendo por el piso. Inspiró profundamente
y volvió a la cocina.
—¿No limpias nunca? —preguntó Mikael a
modo de saludo.
Había llenado la pila de vasos y platos
sucios. Había vaciado los ceniceros, tirado un viejo cartón de leche y quitado
de la mesa una capa de periódicos de cinco semanas. Había lavado y puesto
encima de la mesa las tazas, además de los bagels, lo cual no había sido
una broma. Presentaban un aspecto apetecible y la verdad era que, tras la noche
con Mimmi, tenía hambre. «De acuerdo, vamos a ver adonde nos llevará todo
esto.» Se sentó frente a él con actitud expectante.
—No has contestado a mi pregunta: ¿roastbeef?
pavo o vegetal?
—Roastbeef.
—Entonces yo cojo el de pavo.
Desayunaron en silencio observándose
mutuamente. Al terminar su bagel se zampó también la mitad del vegetal.
Luego cogió un paquete arrugado de tabaco del alféizar de la ventana y hurgó en
él hasta encontrar un cigarrillo.
—Vale, ya lo tengo claro —dijo él,
rompiendo el silencio—. Puede que no sea tan bueno como tú para las
investigaciones personales, pero ahora por lo menos he deducido que no eres ni
vegetariana ni, a diferencia de lo que pensaba Dirch Frode, anoréxica.
Introduciré los datos en mi informe sobre ti.
Salander se lo quedó mirando fijamente,
pero al ver su cara se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo. Mikael daba
la impresión de divertirse tanto que Lisbeth no pudo resistirse a responderle
de la misma manera. Ella lo obsequió con una sonrisa torcida. La situación le
parecía absolutamente absurda. Apartó el plato. Sus ojos le resultaban amables.
Fuera como fuese, seguramente no se trataba de una persona malvada, concluyó
Lisbeth. Tampoco había nada en la investigación que indicara que era un tipo
siniestro que maltrataba a sus novias o algo por el estilo. Recordó que era
ella la que lo sabía todo de él, no al revés. «La información es poder.»
—¿A qué viene esa sonrisa burlona?
—preguntó ella.
—Perdóname. La verdad es que no tenía
prevista una entrada así. No pretendía asustarte, algo que, al parecer, he
hecho. Pero deberías haberte visto la cara cuando abriste la puerta. Eso no
tiene precio. No he podido resistir la tentación de tomarte un poco el pelo.
Silencio. Para su sorpresa, Lisbeth Salander
encontró su forzosa compañía bastante aceptable o, cuando menos, no
desagradable.
—Considéralo como mi venganza personal por
haber hurgado en mi vida privada —añadió con regocijo—. ¿Me tienes miedo?
—No —contestó Salander.
—Bien. Porque no estoy aquí para
castigarte ni para pelearme contigo.
—Si intentas algo conmigo, te haré daño.
Mucho daño.
Mikael la examinó detenidamente. Medía
poco más de un metro y medio; no daba la impresión de ser capaz de oponer mucha
resistencia si él hubiese sido un malhechor y hubiese forzado la puerta de su
casa. Pero sus ojos eran inexpresivos y tranquilos.
—No va a ser necesario —dijo al final—. No
vengo con malas intenciones. Necesito hablar contigo. Si quieres que me vaya,
no tienes más que decírmelo. —Mikael reflexionó un instante antes de seguir—:
Por raro que pueda parecer me da la impresión de que... bah —interrumpió la
frase.
—¿Qué?
—No sé si esto suena sensato, pero hace
cuatro días ni siquiera sabía de tu existencia. Luego pude leer el informe que
hiciste sobre mí —rebuscó en la bolsa y lo sacó—, y no me hizo mucha gracia.
—Se calló y miró un instante por la ventana—. ¿Me das un cigarrillo?
Ella le acercó el paquete.
—Has dicho antes que no nos conocemos y te
he contestado que no es verdad —dijo, señalando el informe—. Todavía no me he
puesto a tu altura: sólo he hecho un pequeño control rutinario para enterarme
de tu dirección, tu fecha y lugar de nacimiento y datos de ese tipo, pero tú,
sin lugar a dudas, sabes infinitamente más de mí. La mayoría son cosas muy personales
que sólo mis amigos más íntimos conocen. Y ahora estoy en tu cocina desayunando
bagels contigo. Tan sólo hace media hora que nos hemos visto las caras y
de repente me ha dado la sensación de que llevamos años siendo amigos.
¿Entiendes lo que te quiero decir?
Ella asintió con la cabeza.
—Tienes unos ojos muy bonitos —dijo
Mikael.
—Tú tienes unos ojos muy dulces —contestó
Lisbeth.
Mikael no supo apreciar si lo había dicho
con ironía o no.
Silencio.
—¿Por qué estás aquí? —le soltó ella de
buenas a primeras.
Kalle Blomkvist —a Lisbeth le vino a la mente
el apodo, pero reprimió el impulso de pronunciarlo— puso de pronto un rostro
serio. Sus ojos reflejaban cansancio. La seguridad de la que había hecho gala
al entrar había desaparecido y Lisbeth llegó a la conclusión de que las bromas
se habían terminado o de que, al menos, se dejaban de lado momentáneamente. Por
primera vez, tuvo la sensación de que la estaba examinando a fondo, con una
reflexiva seriedad. No fue capaz de determinar lo que pasaba por su cabeza,
pero sintió inmediatamente que una sombra se cernía en el ambiente.
Lisbeth Salander sabía que su calma no era más que superficial, que no
controlaba del todo sus nervios. La visita de Blomkvist, completamente
inesperada, la estaba afectando como nunca antes había experimentado en
relación con su trabajo. Se ganaba la vida espiando a la gente. Lo cierto es
que jamás había definido lo que hacía para Dragan Armanskij como un «verdadero
trabajo», sino más bien como un complicado pasatiempo, casi un hobby.
La verdad era —hacía ya tiempo que lo
había descubierto— que le gustaba hurgar en la vida de los otros y revelar los
secretos que intentaban ocultar. Lo llevaba haciendo, de una u otra forma,
desde que le alcanzaba la memoria. Y hoy en día seguía con ello, no sólo cuando
Armanskij le daba encargos, sino a veces sólo por puro placer. Le producía un
subidón de satisfacción, como un complejo juego de ordenador, pero con la
diferencia de que se trataba de personas de carne y hueso. Y ahora, de repente,
su hobby estaba sentado en la cocina de su casa invitándola a bagels.
La situación le resultaba totalmente absurda.
—Tengo un asunto fascinante entre manos
—respondió Mikael—. Dime, cuando llevaste a cabo la investigación sobre mí para
Dirch Frode..., ¿tenías alguna idea del uso que se le iba a dar?
—No.
—El objetivo era obtener información sobre
mí porque Frode, o más bien su cliente, quería contratarme para un trabajo de freelance.
—Vale.
Mikael le dirigió una leve sonrisa.
—Ya hablaremos tú y yo un día sobre si es
ético o no hurgar en la vida privada de otra persona. Pero, de momento, tengo
otros problemas... El trabajo que me encargaron y que acepté por algún incomprensible
motivo es, sin punto de comparación, el más extraño que he tenido jamás. ¿Puedo
confiar en ti, Lisbeth?
—¿Por qué?
—Dragan Armanskij dice que eres
completamente fiable. Pero te lo pregunto de todas maneras: ¿puedo confiarte
secretos sin que se los cuentes a nadie?
—Espera. Has hablado con Dragan; ¿te ha
enviado él?
«Te voy a matar, maldito armenio de
mierda.»
—No, no exactamente. No eres la única
capaz de encontrar la dirección de alguien; eso lo he hecho yo sólito. Te
busqué en el registro civil. Hay tres personas llamadas Lisbeth Salander; a las
otras dos las descarté inmediatamente. Pero ayer me puse en contacto con Armanskij
y mantuvimos una larga conversación. Al principio, él también pensaba que yo
quería guerra porque habías metido las narices en mi vida privada, pero al
final conseguí convencerle de que las razones de mi visita eran perfectamente
legítimas.
—¿Y cuáles son?
—Como ya he dicho, el cliente de Dirch
Frode me contrató para un trabajo. He llegado a un punto en el que necesito la
ayuda de un investigador competente, y lo necesito ya, con urgencia. Frode me
habló de ti y dijo que eras competente. Se le escapó sin querer; así fue como
me enteré de tu investigación sobre mí. Ayer se lo comenté a Armanskij y le
expliqué lo que quería. Dio su visto bueno e intentó llamarte, pero no le
cogiste el teléfono, de modo que... aquí estoy. Si quieres, puedes llamar a
Armanskij y confirmarlo.
Lisbeth Salander tardó varios minutos en
encontrar su móvil bajo el montón de ropa que le había quitado Mimmi. Mikael
Blomkvist contemplaba su embarazosa búsqueda con gran interés mientras daba una
vuelta por la casa. Todos los muebles, sin excepción, parecían haber sido
recogidos de contenedores de basura. Encima de una pequeña mesa de trabajo del
salón, había un impresionante PowerBook, state of the art. En una
estantería, un reproductor de cedes. La colección de compactos, sin embargo,
era cualquier cosa menos impresionante: estaba compuesta por una miserable
decena de discos de grupos desconocidos para Mikael, cuyos integrantes se le
antojaron vampiros de otra galaxia. Constató que la música no era su fuerte.
Salander vio que Armanskij la había
llamado no menos de siete veces la noche anterior y dos por la mañana. Marcó el
número mientras Mikael, apoyado contra el marco de la puerta, escuchaba la
conversación.
—Soy yo... Lo siento, estaba apagado... Sé
que me quiere contratar...; no, está aquí en mi casa. Dragan, tengo resaca y me
duele la cabeza, así que corta el rollo... —le soltó, elevando la voz—. ¿Le has
dado el visto bueno al trabajo o no...? Gracias.
Clic.
Lisbeth Salander miraba de reojo a través
de la puerta del salón. Mikael fisgoneaba entre sus discos y sacaba libros de
la librería. Acababa de encontrar un frasco marrón de medicamentos, sin
etiqueta, que alzó y miró al trasluz con curiosidad. Cuando estaba a punto de
desenroscar el tapón, ella alargó la mano y le quitó el frasco; acto seguido
volvió a la cocina, se sentó en una silla y se puso a masajearse las sienes
hasta que Mikael se volvió a sentar.
—Las reglas son sencillas —dijo ella—. Lo
que hables conmigo o con Dragan Armanskij no trascenderá a nadie más.
Firmaremos un contrato en el que Milton Security se compromete a guardar
silencio. Quiero saber en qué consiste el trabajo antes de decidir si aceptarlo
o no. Significa que no diré ni una sola palabra de todo lo que me cuentes,
acepte el encargo o no; con la condición, eso sí, de que no te dediques a
actividades delictivas de envergadura. En tal caso, informaré a Dragan, quien,
a su vez, dará parte a la policía.
—Bien.
Mikael dudó.
—Puede que Armanskij no esté del todo al
tanto de la naturaleza de la misión...
—Me dijo que querías que yo te ayudara con
una investigación histórica.
—Sí, es correcto. Pero lo que quiero que
hagas es que me ayudes a identificar a un asesino.
A Mikael le llevó más de una hora contarle todos los intrincados detalles
del caso Harriet Vanger. No omitió nada. Tenía el permiso de Frode para
contratarla, pero para hacerlo era necesario que confiara plenamente en ella.
También le habló de su relación con
Cecilia Vanger y de cómo había descubierto su cara en la ventana de la
habitación de Harriet. Le proporcionó a Lisbeth una descripción todo lo
detallada que pudo acerca de la personalidad de Cecilia; en su fuero interno
Mikael empezaba a admitir que ella había ascendido muchos peldaños en la lista
de sospechosos. Pero todavía estaba muy lejos de entender cómo podría haber
estado vinculada a un asesino en activo cuando no era más que una niña.
Finalmente le dio a Lisbeth Salander una
copia de la lista de la agenda de teléfonos.
Magda — 32016
Sara — 32109
RJ — 30112
RL — 32027
Mari — 32018
—¿Qué quieres que haga?
—He identificado a RJ, Rebecka Jacobsson,
y la he relacionado con una cita bíblica que trata sobre la ley del holocausto.
La asesinaron introduciendo su cabeza en brasas ardiendo, una muerte parecida
al sacrificio descrito en el pasaje bíblico. Si todo esto es como yo pienso, me
temo que nos encontraremos con otras cuatro víctimas más: Magda, Sara, Mari y
RL.
—¿Crees que están muertas? ¿Asesinadas?
—Un asesino que actuó en los años
cincuenta y, tal vez, en los sesenta. Y que, de una manera u otra, tiene que
ver con Harriet Vanger. He estado hojeando números atrasados del Hedestads-Kuriren.
El asesinato de Rebecka es el único crimen monstruoso vinculado a Hedestad que
he encontrado. Quiero que sigas investigando en el resto de Suecia.
Lisbeth Salander se sumió en sus propios
pensamientos con un silencio tan inexpresivo y tan largo que Mikael empezó a
rebullir impacientemente en su silla. Se estaba preguntando si no se habría equivocado
de persona cuando ella, finalmente, levantó la vista.
—De acuerdo. Acepto el trabajo. Pero
tienes que firmar el contrato con Armanskij.
Dragan Armanskij imprimió el contrato que Mikael Blomkvist debía llevar a
Hedestad para que lo firmara Dirch Frode. Al volver al despacho de Lisbeth
Salander vio, a través del cristal, cómo la joven y Mikael Blomkvist
permanecían inclinados sobre el PowerBook de Lisbeth. Mikael puso una mano en
un hombro de ella —«la estaba tocando»— y señaló algo con el dedo. Armanskij se
detuvo.
Mikael dijo algo que pareció sorprender a
Lisbeth. Acto seguido ella soltó una sonora carcajada.
Armanskij no la había oído nunca reírse, a
pesar de llevar años intentando ganarse su confianza. Hacía tan sólo cinco
minutos que Lisbeth conocía a Mikael Blomkvist y ya se estaba riendo con él.
En ese momento odió a Mikael con tanta
intensidad que hasta él mismo se asombró. Se aclaró la voz al entrar por la
puerta y le entregó una carpeta de plástico con el contrato.
Por la tarde, Mikael tuvo tiempo de hacer una rápida visita a la redacción
de Millennium. Era la primera vez desde que recogiera su mesa de trabajo
antes de Navidad, y, de repente, le resultó extraño subir por esas escaleras
que, por otra parte, le eran tan familiares. El código de acceso seguía siendo
el mismo, de modo que pudo entrar por la puerta sin llamar la atención y
quedarse un rato en la redacción mirando a su alrededor.
La redacción de Millennium se
hallaba en un local con forma de L. La entrada era un gran vestíbulo que
ocupaba mucha superficie y que realmente no servía para nada más. Lo habían
amueblado con un tresillo para recibir a las visitas. Detrás de éste había un
comedor con una cocinita, unos servicios y dos cuartos llenos de librerías y
archivos. Y también una mesa de trabajo para el consabido becario. A la derecha
de la entrada, un gran cristal daba al estudio de Christer Malm; tenía su
propia empresa en unos ochenta metros cuadrados, con acceso directo desde la
escalera. A la izquierda se situaba la redacción propiamente dicha, de unos ciento
cincuenta metros cuadrados, con una fachada acristalada que daba a Götgatan.
La distribución había sido cosa de Erika,
quien mandó poner unas cristaleras creando, de este modo, tres despachos
individuales y un espacio abierto para los otros tres colaboradores. Ella se
quedó con el despacho más grande, al fondo de la redacción, y mandó a Mikael al
otro extremo del local, en el único sitio que se podía ver desde la entrada.
Advirtió que nadie se había instalado allí.
El tercer despacho, un poco apartado, lo
ocupaba Sonny Magnusson, de sesenta años, exitoso vendedor de espacios
publicitarios de Millennium desde hacía varios años. Erika encontró a
Sonny al quedarse éste en el paro por los recortes de plantilla que hubo en la
empresa donde llevaba trabajando casi toda su vida. Por aquel entonces, Sonny
se encontraba en una edad en la que no esperaba que le ofrecieran otro empleo
fijo. Erika le eligió a dedo; le ofreció una pequeña retribución fija mensual,
más una comisión por los ingresos de los anuncios. Sonny mordió el anzuelo y,
hasta la fecha, ninguno de los dos se había arrepentido. Sin embargo, durante
el último año poco importaban sus habilidades como vendedor; los ingresos
habían caído en picado, al igual que el salario de Sonny. Pero, en lugar de buscarse
otra cosa, se apretó el cinturón y permaneció fiel a su puesto. «A diferencia
de mí, que he provocado la caída», pensó Mikael.
Al final, Mikael hizo de tripas corazón y
entró en la redacción, que estaba medio vacía. Pudo ver a Erika en su despacho
con el teléfono pegado a la oreja. Tan sólo dos de los colaboradores se
encontraban en la redacción. Monika Nilsson, de treinta y siete años, era una
hábil reportera especializada en temas políticos y probablemente la cínica más
consumada que Mikael había conocido en su vida. Llevaba nueve años en Millennium,
donde se sentía muy a gusto. El colaborador más joven de la redacción se
llamaba Henry Cortez y tenía veinticuatro años. Había entrado directamente
desde la Escuela Superior de Periodismo, dos años antes, para hacer las
prácticas, declarando que era en Millennium —y en ningún otro sitio—
donde quería trabajar. El presupuesto de Erika no daba para contratarle, pero
le ofrecieron una mesa en un rincón y le integraron en el equipo como freelance
fijo.
Encantados, los dos irrumpieron en gritos
al ver a Mikael, y lo recibieron con besos y unas palmadas en la espalda.
Enseguida le preguntaron si pensaba volver, pero suspiraron decepcionados
cuando les explicó que le quedaban todavía seis meses en Norrland y que sólo
había pasado por allí para saludarlos y hablar con Erika.
Erika también se alegró de verle; sirvió
café y cerró la puerta de su despacho. Se interesó inmediatamente por la salud
de Henrik Vanger. Mikael le explicó que sólo sabía lo que le había dicho Dirch
Frode: su estado era grave, pero el viejo todavía seguía con vida.
—¿Qué haces en la ciudad?
Mikael no supo qué decir. Milton Security
estaba a sólo unas pocas manzanas de distancia; su visita respondía más bien a
un impulso espontáneo. Le parecía complicado explicarle a Erika que acababa de
contratar a una asesora personal de una empresa de seguridad, la misma persona
que había pirateado su ordenador. Se encogió de hombros y dijo que se había
visto obligado a bajar a Estocolmo por un asunto relacionado con Vanger y que
regresaba de inmediato al norte. Preguntó cómo les iba en la redacción.
—Aparte de las agradables noticias, tanto
el número de anuncios como de suscriptores continúa subiendo, hay un nubarrón
que se avecina por el horizonte.
—¿Ah, sí?
—Janne Dahlman.
—Claro.
—En abril, poco después de que hiciéramos
público que Henrik Vanger entraba como socio, tuve que hablar seriamente con
él. No sé si es así de negativo por naturaleza o si hay algo más. Tal vez esté
jugando.
—¿Qué ocurrió?
—Ya no me fío de él. Tras firmar el
acuerdo con Henrik Vanger, Christer y yo podíamos optar por informar
inmediatamente a toda la redacción de que ya no corríamos el riesgo de tener
que cerrar en otoño, o...
—O avisar a unos cuantos colaboradores de
manera selectiva.
—Exacto. Quizá me haya vuelto paranoica,
pero no quería arriesgarme a que Dahlman filtrara la historia. Así que
decidimos informar a toda la redacción el mismo día que se hizo pública la
noticia. Por lo tanto, estuvimos callados durante más de un mes.
—Bueno, eran las primeras noticias buenas
que la redacción recibía en muchos años. Todo el mundo lanzó gritos de júbilo,
menos Dahlman. Bueno, ya sabes que no somos precisamente la redacción más
grande del mundo; o sea, tres personas saltan de alegría, más el becario, y una
persona se cabrea porque no lo han puesto al corriente del acuerdo con
anterioridad...
—También tenía su parte de razón...
—Ya lo sé. Lo que pasa es que seguía dando
la lata sobre el tema un día sí y otro también, y el ambiente de la redacción
cayó en picado. Tras dos semanas soportando esa mierda lo llamé al despacho y
le expliqué que la razón por la que no había informado a la redacción era
porque no tenía confianza en él y no estaba segura de que supiera guardar
silencio.
—¿Y cómo se lo tomó?
—Evidentemente, se mostró muy herido e
indignado. Yo no me eché atrás y le di un ultimátum: o se espabilaba o ya podía
ponerse a buscar otro trabajo.
—¿Y?
—Ha mejorado. Pero sólo va a lo suyo y hay
mucha tensión entre él y el resto de la redacción. Christer no le soporta y se
lo demuestra muy claramente siempre que tiene ocasión.
—¿Qué es lo que sospechas de Dahlman?
Erika suspiró.
—No lo sé. Le contratamos hace un año,
cuando ya habíamos empezado la batalla con Wennerström. No puedo probar
absolutamente nada, pero me da la sensación de que no trabaja para nosotros.
Mikael asintió con la cabeza.
—Confía en tu instinto.
—A lo mejor es sólo un cabrón que sigue
sin encontrar su sitio y que va creando mal rollo a su alrededor.
—Es posible. Pero estoy de acuerdo contigo
en que fue un error contratarle.
Veinte minutos más tarde, Mikael pasaba
por Slussen de camino al norte en el coche que le había prestado la mujer de
Dirch Frode, un Volvo de diez años que ella no usaba nunca. Le había prometido
dejárselo las veces que quisiera.
Se trataba de pequeños y sutiles detalles
que Mikael habría pasado por alto si no hubiera estado más atento. Una pila de
papeles algo menos ordenada de lo que recordaba. Un archivador no del todo colocado
en su sitio en la estantería. Y el cajón de la mesa se hallaba completamente
cerrado; Mikael recordaba perfectamente que se había quedado algo entreabierto
cuando el día anterior abandonó la isla de Hedeby para ir a Estocolmo.
Se quedó un rato inmóvil, asaltado por la
duda. Luego una total certidumbre se fue imponiendo en su interior: alguien
había estado en su casa.
Salió al porche y miró a su alrededor.
Había cerrado la puerta con llave, pero era una vieja cerradura normal y
corriente; sin duda, se abría con un simple destornillador. Por otra parte,
sabe Dios cuántas copias de llaves circularían por allí. Volvió a entrar y
examinó sistemáticamente su cuarto de trabajo por si había desaparecido algo.
Al cabo de un rato llegó a la conclusión de que no faltaba nada.
No obstante, era un hecho más que evidente
que alguien había entrado en la casa para fisgonear en sus papeles y carpetas.
El ordenador lo llevaba en el coche, así que eso no lo habían podido tocar. Dos
preguntas le vinieron a la mente: ¿quién?, y ¿cuánto habría sacado en claro aquel
misterioso visitante?
Las carpetas formaban parte del material
de Henrik Vanger que Mikael había vuelto a llevar a la casa después de salir de
la cárcel. No había nada nuevo. Los cuadernos de la mesa resultarían indescifrables
para alguien no iniciado, pero la persona que había estado revolviendo sus
cajones ¿era alguien no iniciado?
Lo más grave era una pequeña funda de
plástico donde había metido la lista de los supuestos números de teléfono y una
copia pasada a limpio de las citas bíblicas a las que hacían referencia. Quien
estuviera husmeando en su estudio sabía ahora que Mikael había descifrado el
código de la Biblia.
«¿Quién?»
Henrik Vanger estaba en el hospital. De
Anna, el ama de llaves, no sospechaba. ¿Dirch Frode? Ya conocía todos los
detalles... Cecilia Vanger había cancelado su viaje a Florida y acababa de
volver de Londres acompañada de su hermana. No se habían encontrado todavía,
pero la vio a lo lejos el día anterior cuando pasó el puente en un coche. Martin
Vanger. Harald Vanger. Birger Vanger, que apareció un día después del infarto
de Henrik, cuando lo convocaron a un consejo familiar al que Mikael no había
sido invitado. Alexander Vanger. Isabella Vanger: una mujer cualquier cosa
menos simpática.
¿Con quién había hablado Frode? ¿Qué se le
habría escapado? ¿Cuántos de los más allegados estaban al tanto de que Mikael,
efectivamente, había abierto una brecha en sus pesquisas?
Eran más de las ocho de la noche. Llamó a
Låsjouren, en Hedestad, para que fueran a cambiarle la cerradura de la puerta.
El cerrajero le dijo que podría ir al día siguiente. Mikael prometió pagarle el
doble si acudía inmediatamente. Acordaron que pasara sobre las diez y media de
la noche para instalar una nueva cerradura de seguridad.
Sobre las ocho y media de la noche, mientras esperaba al cerrajero, Mikael
se acercó a casa de Dirch Frode y llamó a la puerta. La mujer de Frode lo
acompañó al jardín de detrás y le ofreció una cerveza fresca que Mikael aceptó
con mucho gusto. Quería saber cómo se encontraba Henrik Vanger.
Dirch Frode negaba con la cabeza.
—Le han operado. Tiene una
arteriosclerosis coronaria. El médico dice que el mero hecho de que esté vivo
es esperanzador, pero los próximos días van a ser críticos.
Meditaron un rato acerca de esas palabras
mientras se tomaban la cerveza.
—¿Has hablado con él?
—No. No estaba en condiciones. ¿Qué tal en
Estocolmo?
—Lisbeth Salander ha aceptado. Aquí está
el contrato de Dragan Armanskij. Lo tienes que firmar y luego enviárselo.
Frode hojeó los papeles.
—Nos va a salir cara —constató.
—Henrik se lo puede permitir.
Frode asintió, sacó un bolígrafo del
bolsillo de su camisa y firmó con un garabato.
—Es mejor que lo firme mientras Henrik
esté vivo. ¿Puedes pasar por el buzón que hay al lado de Konsum?
A medianoche Mikael ya estaba acostado, pero le resultaba difícil conciliar
el sueño. Hasta ese momento su estancia en la isla de Hedeby había tenido el
carácter de una investigación de curiosidades históricas. Pero si a alguien le
interesaban sus actividades lo suficiente como para entrar en su estudio, tal
vez la historia tuviera más relación con el presente de lo que creía.
De repente se le ocurrió que había otras
personas que también podrían interesarse por lo que hacía. La súbita aparición
de Henrik Vanger en la junta directiva de Millennium difícilmente habría
pasado desapercibida para Hans-Erik Wennerström. ¿O acaso este tipo de ideas
indicaba que se estaba volviendo paranoico?
Mikael se levantó de la cama. Desnudo, se
acercó a la ventana de la cocina y se quedó pensativo observando la iglesia.
Encendió un cigarrillo.
No llegaba a entender a Lisbeth Salander.
Tenía un comportamiento raro, con largas pausas en medio de la conversación. El
desorden de su casa rayaba el caos: una montaña de bolsas de periódicos en la
entrada y una cocina que llevaba años sin limpiar. Su ropa se esparcía por todo
el suelo; obviamente, se había pasado toda la noche de juerga. Los chupetones
de su cuello evidenciaban que había disfrutado de compañía en la cama. Llevaba
numerosos tatuajes por todo el cuerpo y un par de piercings en la cara.
Y quién sabe en qué otros sitios. En resumen, se trataba de una chica un tanto
peculiar.
Pero, por otra parte, Armanskij le había
asegurado que era la mejor investigadora de la empresa; y el detallado y
minucioso informe sobre Mikael demostraba que, indudablemente, era muy
meticulosa. «Una chica rara.»
Lisbeth Salander se hallaba delante de su PowerBook reflexionando sobre su
reacción a la visita de Mikael Blomkvist. En su vida adulta, nunca había dejado
que nadie no invitado expresamente con anterioridad entrara en su casa; y ese
reducido grupo de personas se podía contar con los dedos de una mano. Mikael
había irrumpido en su vida desvergonzadamente y ella no fue capaz de reaccionar
más que con unas sosas protestas.
Y no sólo eso; le tomó el pelo. Se rio de
ella.
Normalmente, un comportamiento así la
habría puesto en alerta para apretar mentalmente el gatillo. Pero no sintió ni
la más mínima amenaza ni enemistad por su parte. Él tenía razones para echarle
una buena bronca, incluso, tras descubrir que había pirateado su ordenador,
para denunciarla a la policía. Pero también se había reído de eso.
Fue la parte más delicada de su
conversación. Le dio la sensación de que Mikael, conscientemente, evitaba sacar
el tema, y al final ella no pudo resistirse a hacerle la pregunta.
—Has dicho que sabías lo que yo había
hecho.
—Eres una hacker. Has entrado en mi
ordenador.
—¿Cómo te has enterado?
Lisbeth estaba perfectamente segura de no
haber dejado rastro alguno y de que su infracción no podría descubrirse a menos
que un experto en seguridad informática de alto nivel estuviese escaneando el
disco duro en el preciso instante en que ella entraba.
—Cometiste un error.
Le explicó cómo ella había citado la
versión de un texto que sólo existía en su ordenador y en ningún otro sitio
más.
Lisbeth Salander permaneció callada un
buen rato. Al final, lo miró con ojos inexpresivos.
—¿Cómo lo hiciste? —preguntó Mikael.
—Es un secreto. ¿Qué piensas hacer?
Mikael se encogió de hombros.
—¿Qué opciones tengo? Tal vez debería
hablar contigo de la ética y de la moral, y del peligro de hurgar en la vida
privada de la gente.
—Es lo mismo que haces tú como periodista.
Mikael asintió con la cabeza.
—Pues sí. Precisamente por eso los
periodistas tenemos una comisión ética que controla los aspectos morales.
Cuando escribo un texto sobre un hijo de puta del mundo de la banca, no
incluyo, por ejemplo, su vida sexual. No menciono que una estafadora de cheques
es lesbiana o que le pone hacerlo con su perro o cosas así, aunque sea verdad.
Incluso los cabrones tienen derecho a la intimidad, y resulta muy fácil herir a
la gente atacando su forma de vida. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Sí.
—En pocas palabras, has violado mi
integridad personal. Mi jefe no necesita saber con quién me acuesto. Eso es
cosa mía.
En la cara de Lisbeth Salander se dibujó
una sonrisa torcida.
—Crees que no debería haberlo mencionado.
—En mi caso no tiene la mayor importancia.
La mitad de Estocolmo conoce mi relación con Erika. Es sólo una cuestión de
principios.
—Siendo así, quizá te gustaría saber que
yo también tengo un principio; y mi propia comisión ética. Yo lo llamo «El
principio de Salander». Según él, un cabrón es siempre un cabrón; y si puedo
hacerle daño descubriendo sus mierdas, es que entonces lo tiene bien merecido.
Sólo le pago con la misma moneda.
—Vale —contestó Mikael Blomkvist,
sonriendo—. Mis ideas tampoco distan tanto de las tuyas, pero...
—Cuando investigo a alguien también tengo
en cuenta mi opinión sobre él. No soy objetiva. Si parece una buena persona,
puedo suavizar el informe.
—¿De verdad?
—Fue lo que hice en tu caso. Podría haber
escrito un libro sobre tu vida sexual. Podría haberle contado a Frode que Erika
Berger tiene un pasado en el Club Extreme y que en los años ochenta tonteó con
el BDSM, lo cual, teniendo en cuenta la naturaleza de vuestra vida sexual,
habría creado, sin duda, ciertas e inevitables asociaciones de ideas.
Las miradas de Mikael Blomkvist y Lisbeth
Salander se cruzaron. Acto seguido él miró por la ventana y soltó una
carcajada.
—Eres realmente meticulosa. ¿Por qué no lo
has introducido en el informe?
—Erika Berger y tú sois personas adultas y
está claro que os queréis mucho. Lo que hacéis en la cama no es asunto de
nadie, y lo único que habría conseguido revelando esos datos habría sido
haceros daño o proporcionarle información a alguien para que os chantajeara.
¿Quién sabe? No conozco a Dirch Frode y el material podría haber acabado en
manos de Wennerström.
—¿Y no quieres proporcionarle información
a Wennerström?
—Si en un combate entre vosotros dos
tuviera que elegir entre un rincón y otro del cuadrilátero, creo que acabaría
en el tuyo.
—Erika y yo tenemos... nuestra relación
es...
—Me importa una mierda la relación que
tengáis. Pero no has contestado a mi pregunta: ¿qué piensas hacer ahora que
sabes que he entrado en tu ordenador?
El silencio que guardó Mikael fue casi tan
largo como el de Lisbeth.
—Lisbeth, no he venido a joderte. No
pienso chantajearte. Estoy aquí para pedirte que me ayudes con una
investigación. Puedes contestar sí o no. Si me dices que no, me largaré,
buscaré a otra persona y nunca más sabrás nada de mí.
Reflexionó un instante; luego añadió
sonriendo:
—Eso si no te vuelvo a encontrar fisgando
en mi ordenador.
—Y entonces, ¿qué pasaría...?
—Sabes mucho de mí. Algunas cosas son
privadas y personales, pero el daño ya está hecho. Sólo espero que no utilices
contra mí o Erika Berger todo lo que sabes.
Ella lo observó con una mirada ausente.
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