Mikael
pasó dos días repasando todo su material, mientras aguardaba que le informaran
de si Henrik Vanger iba a sobrevivir o no. Se mantenía en permanente contacto
con Dirch Frode, quien, el jueves por la noche, pasó a verle para comunicarle
que, de momento, parecía que Henrik se hallaba fuera de peligro.
—Se
encuentra débil, pero hoy he podido hablar un rato con él. Quiere verte cuanto
antes.
El
viernes, el día de Midsommar, a la una del mediodía, Mikael fue al
hospital de Hedestad y buscó la planta donde estaba ingresado Henrik Vanger. Se
topó con un irritado Birger Vanger, que, cerrándole el paso, le manifestó de
manera autoritaria que Henrik Vanger no podía recibir visitas bajo ningún
concepto. Mikael guardó la calma y miró fijamente al consejero municipal.
—¡Qué
raro! Henrik Vanger me ha hecho llegar un mensaje en el que decía expresamente
que quería verme hoy mismo.
—No
eres de la familia; tú aquí no pintas nada.
—Tienes
razón, no pertenezco a la familia. Pero me rijo por mandato directo de Henrik
Vanger y sólo recibo órdenes de él.
El
encuentro podría haber derivado en una acalorada discusión si no hubiese dado
la casualidad de que, en ese preciso instante, Dirch Frode salió de la
habitación de Henrik.
—Ah,
estás aquí. Henrik acaba de preguntar por ti.
Frode
abrió la puerta. Mikael pasó por delante de Birger Vanger y entró en la
habitación.
Henrik
Vanger parecía haber envejecido diez años en una semana. Tenía los párpados
entornados y un tubo de oxígeno metido por la nariz; su cabello estaba más
alborotado que nunca. Una enfermera detuvo a Mikael poniéndole una mano sobre
el brazo.
—Dos
minutos. No más. Y que no se emocione.
Mikael
asintió con la cabeza y se sentó en una silla para poder verle bien la cara. Le
invadió una ternura que le dejó perplejo, alargó la mano y la apretó suavemente
contra la del viejo, flácida. Henrik Vanger empezó a hablar con una voz débil y
entrecortada.
—¿Novedades?
Mikael
asintió.
—Te
informaré en cuanto estés un poco mejor. No he resuelto el misterio todavía,
pero he encontrado nuevo material y estoy tirando de algunos hilos. Dentro de
una semana o dos te diré si me han conducido a algún sitio.
Henrik
Vanger intentó mover la cabeza, pero no consiguió más que parpadear, dando a
entender que lo había comprendido.
—Estaré
fuera unos días.
Henrik
Vanger frunció el ceño.
—No,
no abandono el barco. Tengo que irme para investigar. Le he dicho a Dirch Frode
que le mantendré informado. ¿Te parece bien?
—Dirch
es... mi representante... en todos los sentidos.
Mikael
asintió con la cabeza.
—Mikael...
si no... salgo de ésta... quiero que, de todos modos, termines... el trabajo.
—Te
lo prometo.
—Le
he firmado a Dirch... todos los poderes.
—Henrik,
quiero que te recuperes. Si te mueres ahora que he avanzado tanto en el trabajo,
me cabrearías muchísimo.
—Dos
minutos —dijo la enfermera.
—Debo
irme. La próxima vez que venga hablaremos largo y tendido.
Al salir
al pasillo, Birger Vanger lo estaba esperando y lo detuvo poniéndole una mano
sobre el hombro.
—No
quiero que vuelvas a molestar a Henrik. Se encuentra gravemente enfermo y no
debe, bajo ningún concepto, ponerse nervioso o emocionarse.
—Entiendo
tu preocupación y tienes toda mi simpatía. No lo molestaré.
—Todo
el mundo sabe que Henrik te ha contratado para hurgar en su pequeño hobby... Harriet. Dirch Frode dijo que
Henrik se alteró mucho tras la conversación que mantuvisteis antes del infarto.
Incluso me comentó que tú pensabas que había sido por tu culpa.
—Ya
no lo creo. Henrik Vanger tenía una arteriosclerosis coronaria aguda. El simple
hecho de ir al baño le podría haber provocado un ataque. Supongo que, a estas
alturas, ya lo sabrás.
—Exijo
un control total sobre esa absurda historia. Estás metiendo las narices en la
vida de mi familia.
—En
fin, como ya he dicho... trabajo para Henrik. No para la familia.
Al
parecer, Birger Vanger no estaba acostumbrado a que nadie le plantara cara.
Durante un breve instante, sin duda con el objetivo de infundirle respeto,
clavó los ojos en Mikael, pero más que otra cosa le hizo parecer un alce
henchido de arrogancia. Acto seguido, Birger Vanger se dio media vuelta y entró
en la habitación de Henrik.
Mikael
refrenó el impulso de reírse. No le pareció oportuno hacerlo en el pasillo,
delante de un Henrik enfermo postrado en una cama que podría convertirse en su
lecho de muerte. Pero de pronto acudió a su mente una estrofa del abecedario
rimado de Lennart Hyland, cuya publicación formó parte de una campaña de
colecta de Radiohjälpen en
los años sesenta y que, por alguna incomprensible razón, él había memorizado
cuando aprendió a leer y escribir. La letra A decía así: «Al alce solitario
miro; en el bosque suena un tiro».
Mikael se
topó con Cecilia Vanger en la entrada del hospital. Desde que ella regresara de
su interrumpido viaje, había intentado telefonearla al móvil una docena de
veces, pero Cecilia no le había contestado. Tampoco se encontraba en casa, en
Hedeby, cuando pasaba y llamaba a su puerta.
—Hola,
Cecilia —dijo—; siento mucho lo de Henrik.
—Gracias
—contestó ella, asintiendo con la cabeza.
Mikael
intentó adivinar sus sentimientos, pero no percibió en su rostro ni frío ni
calor.
—Tenemos
que hablar —dijo él.
—Siento
haberte ignorado de esta manera. Entiendo que estés enfadado, pero ahora mismo
no puedo ni con mi alma.
Mikael
tardó unos segundos en comprender lo que ella quería decir. Se apresuró a
ponerle una mano sobre el brazo y le sonrió.
—Espera,
me has entendido mal, Cecilia. No estoy enfadado en absoluto. Confío en que
podamos seguir siendo amigos, pero si no quieres verme... si ésa es tu
decisión, la respetaré.
—Las
relaciones no son mi fuerte —dijo.
—Tampoco
el mío. ¿Tomamos un café?
Señaló
con la cabeza hacia la cafetería del hospital.
Cecilia
Vanger dudó.
—No,
hoy no. Quiero ver a Henrik ahora.
—Vale,
pero necesito hablar contigo de todos modos. Es un tema de trabajo.
—¿Qué
quieres decir?
Cecilia
se puso inmediatamente en guardia.
—¿Te
acuerdas de cuando nos conocimos, en enero, el día que viniste a verme a mi
casa? Te dije que nuestra conversación era off
the record, y
que si alguna vez tuviera que hacerte preguntas de verdad, te lo comunicaría.
Es referente a Harriet.
De
repente, la cara de Cecilia Vanger se encendió de rabia.
—¡Qué
hijo de puta eres!
—Cecilia,
he encontrado cosas que, simplemente, necesito comentar contigo.
Ella
dio un paso hacia atrás.
—¿No
ves que toda esta jodida búsqueda de la condenada Harriet no es más que una
terapia para Henrik, algo con lo que entretenerse? ¿No te das cuenta de que
quizá esté muriéndose allí arriba y de que lo que menos necesita ahora es
emocionarse y albergar falsas esperanzas?
Se
calló.
—Tal
vez sea un hobby para
Henrik, pero da la casualidad de que he hallado nuevo material: el que nadie en
treinta y cinco años ha sabido encontrar. Hay preguntas sin respuesta en la
investigación; y yo trabajo por encargo de Henrik.
—Si
Henrik se muere, esa maldita investigación se cerrará muy de prisa. Y te
echaremos a patadas —le espetó Cecilia Vanger, pasando por delante de él.
Todo
estaba cerrado. Hedestad estaba prácticamente desierto; la población entera
parecía haberse ido a celebrar la fiesta de Midsommar al
campo. Al final, Mikael encontró abierta la terraza del Stadshotellet; allí
podría pedir café y un sándwich, y sentarse a leer los periódicos vespertinos.
No había sucedido nada importante en el mundo.
Dejó
los periódicos de lado y se puso a pensar en Cecilia Vanger. Ni a Henrik ni a
Dirch Frode les había contado nada sobre sus sospechas de que fue ella la que
abrió la ventana de la habitación de Harriet. Temía que si lo hacía, la
convertiría en sospechosa, y lo último que quería era hacerle daño. Pero tarde
o temprano tendría que formularle la pregunta.
Se
quedó en la terraza una hora, antes de decidirse a aparcarlo todo
momentáneamente y dedicar la noche a otra cosa que no fuera la familia Vanger.
Su móvil permanecía en silencio. Erika estaba de viaje divirtiéndose con su
marido en alguna parte, así que Mikael no tenía con quién hablar.
Regresó
a la isla de Hedeby hacia las cuatro de la tarde y tomó otra decisión: dejar de
fumar. Desde que estuvo en la mili había hecho ejercicio con regularidad, bien
yendo al gimnasio o bien corriendo a lo largo de Söder Mälarstrand, pero perdió
la costumbre por completo cuando empezaron los problemas con Hans-Erik
Wennerström. Hasta que ingresó en la cárcel de Rullåker no volvió a levantar
pesas, más que nada como terapia, pero desde que salió de allí se había movido
más bien poco. Ya era hora de volver a empezar. Decidido, se puso un chándal y
empezó a correr a un ritmo bastante perezoso por el camino que iba a la cabaña
de Gottfried. Giró hacia La Fortificación y, saliéndose del camino, aceleró el
paso corriendo a campo través. No hacía orientación desde que estuvo en la
mili, pero siempre le había gustado más correr por el bosque que en pistas. De
vuelta hacia el pueblo, siguió en paralelo a la valla que cercaba el terreno de
la granja de Östergården. Se sentía completamente machacado cuando, jadeando,
dio los últimos pasos hasta su casa.
Sobre
las seis de la tarde ya se había duchado. Mientras hervía unas patatas, puso en
el jardín una mesa un poco coja con arenques a la mostaza acompañados de
cebolleta y huevo cocido. Se sirvió un chupito de aguardiente y se lo tomó a su
salud. Luego abrió una novela policíaca titulada The
Mermaids Singing,
de Val McDermid.
Alrededor
de las siete, Dirch Frode pasó a verle y, algo apesadumbrado, se sentó en la
silla de enfrente. Mikael le sirvió un chupito de Skåne.
—Hoy
has despertado bastantes resentimientos —le dijo Frode.
—Ya
me lo figuraba.
—Birger
Vanger es un payaso.
—Ya
lo sé.
—Pero
Cecilia Vanger no lo es y está furiosa contigo.
Mikael
asintió.
—Me
ha pedido que me encargue de que no continúes hurgando en los asuntos privados
de la familia.
—Entiendo.
¿Y tu respuesta?
Dirch
Frode observó el chupito de Skåne y, acto seguido, se lo bebió de un trago.
—Mi
respuesta es que Henrik me ha dado instrucciones muy claras sobre tu cometido.
Mientras no cambie de opinión, sigues contratado según el acuerdo que firmamos.
Lo que espero de ti es que hagas lo imposible para cumplir tu parte del
contrato.
Mikael
asintió. Levantó la mirada a un cielo que amenazaba lluvia.
—Se
avecina una tormenta —dijo Frode—. Si el viento sopla con mucha fuerza, yo te
sujetaré; no te preocupes.
—Gracias.
Guardaron
silencio durante un rato.
—¿Me
das otro trago? —preguntó Dirch Frode.
Tan
sólo unos minutos después de que Dirch Frode se fuera a su casa, Martin Vanger
frenó delante de la casita de invitados y aparcó su coche en el borde del
camino. Se acercó a saludar. Mikael le deseó una buena noche de Midsommar y
le ofreció un chupito de aguardiente.
—No,
mejor no. Sólo voy a casa a cambiarme; luego tengo que coger el coche hasta la
ciudad para pasar la noche con Eva.
Mikael
aguardaba.
—He
hablado con Cecilia. Anda un poco nerviosa estos días; tiene una relación muy
estrecha con Henrik. Espero que la perdones si dice algo... desagradable.
—Yo
quiero mucho a Cecilia —contestó Mikael.
—Eso
tengo entendido. Pero puede resultar complicada. Sólo quiero que sepas que ella
está totalmente en contra de que investigues en el pasado de la familia.
Mikael
suspiró. Todo el mundo parecía comprender por qué Henrik lo había contratado.
—¿Y
tú qué piensas?
Martin
Vanger hizo un gesto con la mano.
—Henrik
lleva décadas obsesionado con lo de Harriet. No lo sé... Era mi hermana, pero,
en cierto modo, ya me parece algo muy lejano. Dirch Frode dijo que tienes un
contrato blindado que sólo Henrik en persona puede rescindir; y me temo que
eso, en su estado actual, le haría más daño que otra cosa.
—¿Así
que quieres que continúe?
—¿Has
avanzado algo?
—Lo
siento, Martin, pero rompería mi contrato si te contara algo sin el permiso de
Henrik.
—Entiendo
—dijo, sonriendo—; Henrik es muy aficionado a las teorías conspirativas. Pero
no me gustaría que le infundieras falsas esperanzas.
—Te
lo prometo. Sólo hechos demostrables.
—Bien...
Por cierto, cambiando de tema: también hemos de pensar en otro contrato. Con la
enfermedad de Henrik y su incapacidad para cumplir con sus deberes en la junta
directiva de Millennium, yo tengo la obligación de
sustituirle.
Mikael
aguardaba la continuación.
—Creo
que debemos convocar una reunión y analizar la situación.
—Es
una buena idea. Pero, si no he entendido mal, se ha decidido que la próxima
reunión no se celebre hasta agosto.
—Ya
lo sé, aunque a lo mejor habría que adelantarla.
Mikael
sonrió educadamente.
—Es
posible, pero no te estás dirigiendo a la persona apropiada. De momento no
formo parte de la junta de Millennium. Abandoné la revista en diciembre y no
ejerzo ninguna influencia sobre la junta. Sugiero que te pongas en contacto con
Erika Berger.
Martin
Vanger no se esperaba esa respuesta. Reflexionó un instante y, acto seguido, se
levantó.
—Tienes
razón. Voy a hablar con ella.
Se
despidió de Mikael dándole unas palmaditas en el hombro y se fue hasta el
coche.
Mikael
se quedó mirándolo pensativo. Aunque Martin Vanger no se había mostrado
explícito, la amenaza flotaba claramente en el aire: la estabilidad de Millennium pendía
de un hilo. Al cabo de un rato, Mikael se sirvió otro chupito y retomó la
novela de Val McDermid.
Hacia
las nueve, la gata parda apareció frotándose contra sus piernas. La levantó y
la rascó por detrás de las orejas.
—Ya
somos dos aburriéndonos esta noche —dijo.
Apenas
empezó a llover, entró y se acostó. La gata quiso quedarse fuera.
Ese mismo
viernes de Midsommar, Lisbeth Salander sacó su Kawasaki y
dedicó la mañana a darle un buen repaso. Una moto de 125 centímetros cúbicos
tal vez no fuera la máquina más chula del mundo, pero era suya y sabía
manejarla. La había puesto a punto ella misma y había trucado el motor para
poder correr más.
A
mediodía se puso el casco y el mono de cuero y se fue a la residencia de
Åppelviken, donde pasó la tarde en el parque con su madre. Lisbeth sentía una
punzada de inquietud y mala conciencia. Durante las tres horas que estuvieron
juntas, sólo intercambiaron unas pocas palabras sueltas. Su madre parecía más
ausente que nunca y ni siquiera dio la impresión de saber con quién estaba
hablando.
Mikael
perdió varios días intentando identificar el coche con la matrícula AC. Tras
numerosos quebraderos de cabeza y gracias, finalmente, a la ayuda de un
mecánico jubilado de Hedestad al que consultó, pudo saber que se trataba de un
Ford Anglia; al parecer, un modelo normal y corriente del que Mikael no había
oído hablar en su vida. Luego contactó con un funcionario de Tráfico para ver
qué posibilidades había de conseguir un listado de todos los Ford Anglia que en
1966 tuvieran una matrícula que empezara por AC3. Tras unas cuantas
averiguaciones más, le comunicaron que ese tipo de excavaciones arqueológicas
tal vez se pudieran realizar en el registro de Tráfico, pero que les llevaría
mucho tiempo y se alejaba un poco de lo que se consideraba el derecho del
ciudadano a la información pública.
Hasta
varios días después de la fiesta de Midsommar Mikael
no se puso al volante del Volvo para enfilar la autopista E4 en dirección
norte. Nunca le había gustado correr con el coche, así que condujo sin prisas.
Justo antes del puente de Härnösand, paró y se tomó café en la pastelería de
Vesterlund.
La
siguiente parada fue Umeå, donde entró en un bar de carretera para comer.
Compró una guía de carreteras y continuó hasta Skellefteå, donde tomó el desvío
de la izquierda hacia Norsjö. Llegó a las seis de la tarde y se alojó en el
hotel Norsjö.
Al
día siguiente, a primera hora de la mañana, empezó su búsqueda. La carpintería
de Norsjö no figuraba en el listín telefónico. La recepcionista de ese hotel
polar, una chica de unos veinte años, no había oído hablar jamás de la empresa.
—¿A
quién se lo podría preguntar?
Por
un momento pareció desconcertada, hasta que se le iluminó la cara y dijo que
iba a llamar a su padre. Dos minutos después regresó y le comunicó que la
carpintería se había cerrado a principios de los años ochenta. No obstante, si
Mikael necesitaba hablar con alguien que supiera más de la empresa, debía
dirigirse a un tal Burman, quien trabajó allí como encargado y ahora vivía en
una calle llamada Solvändan.
Norsjö
era un pequeño pueblo que contaba con una calle principal, muy acertadamente
bautizada como Storgatan [“la calle mayor”], la cual se extendía por todo el
pueblo, flanqueada por tiendas y calles perpendiculares con bloques de
apartamentos. En la entrada este había una pequeña zona industrial y unos
establos; en la salida oeste se alzaba una iglesia de madera de una insólita
belleza. Mikael advirtió que la población también contaba con una iglesia de
los Misioneros y otra pentecostal. En el tablón de anuncios de delante de la
estación de autobuses un cartel promocionaba un museo de caza y otro de
esquiadores de fondo. Por su parte, un viejo póster anunciaba que Veronika
había cantado allí en la fiesta de Midsommar. Mikael recorrió el pueblo andando, de
punta a punta, en poco más de veinte minutos.
La
calle de Solvändan, situada a unos cinco minutos del hotel, estaba flanqueada
en su totalidad por chalés. Cuando llamó al timbre, no abrió nadie. Eran las
nueve y media de la mañana y Mikael supuso que el tal Burman se encontraría en
el trabajo o que, si era pensionista, habría salido a realizar alguna gestión.
La
siguiente parada fue la ferretería de Storgatan. Si vives en Norsjö, tarde o
temprano acabas visitando la ferretería, razonó Mikael. En la tienda había dos
dependientes; Mikael eligió al que le parecía mayor, de unos cincuenta años.
—Hola,
estoy buscando a una pareja que probablemente viviera aquí, en Norsjö, en los
años sesenta. Es posible que el hombre trabajara en la carpintería de Norsjö.
No sé cómo se llaman, pero tengo dos fotografías hechas en 1966.
El
dependiente pasó un buen rato estudiando las fotos, pero al final negó con la
cabeza lamentando no reconocer ni al hombre ni a la mujer.
A
la hora de comer, Mikael se tomó un perrito caliente en el quiosco de comida
rápida, junto a la estación de autobuses. Había dejado atrás las tiendas y
pasado por las oficinas del Ayuntamiento, por la biblioteca y por la farmacia.
En la comisaría de policía no había nadie; ya en la calle, Mikael empezó a
preguntar al azar a la gente mayor. Sobre las dos de la tarde dos mujeres
jóvenes que, lógicamente, no reconocieron a la pareja de la foto, le dieron,
sin embargo, una buena idea.
—Si
la foto está hecha en 1966, esas personas tendrán, en la actualidad, unos
sesenta años por lo menos. ¿Por qué no te acercas a la residencia de Solbacka y
preguntas allí?
En
la recepción de la residencia, Mikael se presentó a una mujer de unos treinta
años y le explicó el tema. Ella le lanzó una mirada llena de desconfianza, pero
al final se dejó convencer. Acompañó a Mikael al cuarto de estar, donde,
durante una media hora, mostró las fotos a una gran cantidad de ancianos de
diversa edad, pero todos mayores de setenta años. Fueron muy amables, aunque
ninguno de ellos pudo identificar a las personas fotografiadas en Hedestad en
1966.
Hacia
las cinco volvió de nuevo a Solvändan y llamó a la puerta de Burman. Esta vez
corrió mejor suerte. Los Burman, tanto el señor como la señora, eran
pensionistas y habían pasado el día fuera. Lo invitaron a entrar en la cocina,
donde la mujer se puso de inmediato a preparar café, mientras Mikael explicaba
el motivo de su visita. Igual que en los anteriores intentos de ese día, no
hubo suerte. Burman se rascó la cabeza, encendió una pipa y al cabo de un rato
constató que no conocía a las personas de la foto. La pareja hablaba un
dialecto de Norsjö tan cerrado que, a ratos, le costaba mucho entenderlos. Ella
empleaba palabras como knövelhära para
referirse al pelo rizado.
—Pero
tienes razón, se trata de una pegatina de la carpintería —comentó el marido—.
Has sido muy astuto al reconocerla. El problema es que las repartíamos a
diestro y siniestro. A transportistas, a gente que compraba o entregaba madera,
a reparadores, a maquinistas y a muchos otros.
—Encontrar
a esta pareja está resultando más complicado de lo que me figuraba.
—¿Por
qué los buscas?
Mikael
había decidido decir la verdad si alguien le preguntaba. Cualquier intento de
inventar una historia alrededor de la pareja de la foto sólo sonaría a
inverosímil y crearía confusión.
—Es
una larga historia. Investigo un crimen que tuvo lugar en Hedestad en 1966 y
creo que hay una posibilidad, aunque sea minúscula, de que las personas de la
foto puedan haber visto lo que ocurrió. No son en absoluto sospechosos, ni
conscientes, seguramente, de que tal vez posean la información que puede
resolver este caso.
—¿Un
crimen? ¿Qué tipo de crimen?
—Lo
siento, pero no puedo revelar más datos. Comprendo lo misterioso que resulta
que alguien aparezca, después de casi cuarenta años, buscando a estas personas,
pero el crimen sigue sin resolverse. Y estas nuevas pistas han salido a la luz
hace muy poco.
—Entiendo.
Bueno, la verdad es que tienes entre manos un asunto bastante extraño.
—¿Cuánta
gente trabajaba en la carpintería?
—Normalmente,
la plantilla estaba formada por cuarenta personas. Yo trabajé allí desde que
tenía diecisiete años, a mediados de la década de los cincuenta, hasta que se
cerró la carpintería. Luego me hice transportista.
Burman
reflexionó un rato.
—Lo
que sí te puedo decir es que el chaval de la fotografía nunca trabajó en la
carpintería. Quizá fuera transportista, pero creo que en tal caso le
reconocería. Claro que también existe otra posibilidad: puede que su padre o
algún otro familiar trabajara en la carpintería y que el coche no fuera suyo.
Mikael
asintió.
—Es
verdad que hay muchas posibilidades. ¿Se te ocurre con quién podría hablar?
—Sí
—dijo Burman, asintiendo—. Pásate mañana por la mañana: daremos una vuelta y
charlaremos con algunos compañeros.
Lisbeth
Salander se encontraba ante un problema metodológico de cierta importancia. Era
experta en sacar información sobre quien fuera, pero su punto de partida
siempre había sido un nombre y el número de identificación personal de alguien
vivo. Si el individuo en cuestión aparecía en algún registro informático —donde
necesariamente figuraba todo el mundo—, la presa caería de inmediato en su
telaraña. Si tenía un ordenador conectado a Internet, una dirección de correo
electrónico o, incluso, quizá, una página web propia
—como casi todas las personas que eran objeto de las investigaciones especiales
de Lisbeth Salander—, podía revelar sus secretos más íntimos.
El
trabajo que le había encargado Mikael Blomkvist era completamente diferente.
Ahora la tarea consistía, sencillamente, en intentar averiguar cuatro números
de identificación personal partiendo de unos datos extremadamente pobres.
Además, esas mujeres vivieron hacía varias décadas; lo más probable es que no
constaran en ningún registro informático.
La
tesis de Mikael, basada en el caso Rebecka Jacobsson, consistía en que todas
ellas habían sido víctimas de un asesino. Aparecerían, por tanto, en diversas
investigaciones policiales no resueltas. No había ninguna indicación sobre
cuándo ni dónde tuvieron lugar esos supuestos homicidios; tan sólo que debían
haberse producido antes de 1966. Se hallaba, pues, ante una situación
completamente nueva.
«Bueno,
¿cómo lo haré?»
Encendió
el ordenador, entró en la página de Google y escribió «Magda + asesinato», la
forma más sencilla de búsqueda. Para su gran asombro, encontró un resultado de
inmediato. La primera página que apareció fue la programación de TV Värmland,
la televisión regional de Karlstad, anunciando un episodio de la serie Los
crímenes de Värmland que se emitió en 1999. Luego encontró
una breve presentación en el Värmlands Folkblad:
Dentro de la serie Los
crímenes de Värmland le ha llegado el turno al caso de Magda
Lovisa Sjöberg, de Ranmoträsk, un misterioso y desagradable homicidio que tuvo
ocupada a la policía de Karlstad hace varias décadas. En abril de 1960 se
encontró a la granjera Lovisa Sjöberg, de cuarenta y seis años, brutalmente asesinada
en el establo de la granja familiar. El reportero Claes Gunnars describe las
últimas horas de su vida y la infructuosa búsqueda del asesino. En su día, el
crimen causó un gran revuelo, al tiempo que se presentaron numerosas teorías
sobre la identidad del culpable. En el programa participa un joven pariente de
la víctima, que cuenta cómo las acusaciones hechas contra él le arruinaron la
vida. 20.00 h.
Lisbeth
encontró más información de utilidad en un artículo titulado «El caso Lovisa
conmocionó a un pueblo entero», publicado en Värmlandskultur, cuyos textos se colgaron íntegramente
en la red algún tiempo después de su publicación en la revista. Con evidente
deleite, y en un tono coloquial que incitaba a la curiosidad, se explicaba cómo
el marido de Lovisa Sjöberg, el leñador Holger Sjöberg, encontró muerta a su
esposa al volver del trabajo, a eso de las cinco de la tarde. Había sido
víctima de una extrema violencia sexual; luego la apuñalaron y finalmente la
asesinaron clavándole una horquilla de campesino. El crimen se cometió en el
establo, pero lo que más llamó la atención del caso fue que el asesino, tras
consumar el acto, la obligó a arrodillarse en uno de los compartimentos
destinados a los caballos y la amarró.
Posteriormente
se descubrió que uno de los animales de la granja, una vaca, mostraba en el
cuello una herida provocada por un navajazo.
Al
principio se sospechó del marido, pero éste pudo presentar una coartada
perfecta: desde las seis de la mañana estuvo talando árboles, a unos cuarenta
kilómetros de la casa, con sus compañeros de trabajo. Quedó demostrado que
Lovisa Sjöberg seguía con vida a las diez de la mañana, cuando recibió la
visita de una vecina. Nadie había oído ni visto nada; la granja se hallaba a
casi cuatrocientos metros del vecino más cercano.
Después
de descartar al marido como principal sospechoso, la investigación policial se
centró en un sobrino de la víctima, de veintitrés años de edad. Éste había
tenido problemas con la ley en repetidas ocasiones y había sufrido dificultades
económicas; de hecho, su tía le tuvo que prestar varias veces pequeñas sumas de
dinero. La coartada del sobrino era considerablemente más débil. Estuvo detenido
un tiempo, pero al final lo soltaron por falta de pruebas. A pesar de eso,
mucha gente del pueblo consideraba muy probable que fuera culpable.
La
policía también siguió otras numerosas pistas. Gran parte de la investigación
giró en torno a la búsqueda de un misterioso vendedor ambulante que había sido
visto por la zona. Tampoco ignoraron un rumor sobre un grupo de «gitanos
ladrones» que, supuestamente, estuvieron rondando por aquellas tierras. Pero
¿qué motivo les iba a llevar a cometer un brutal asesinato de carácter sexual
sin robar nada? Eso nunca les quedó muy claro.
Durante
un tiempo, el interés se centró en un vecino del pueblo, un soltero que en su
juventud había sido sospechoso de un delito homosexual —esto ocurrió en una
época en la que la homosexualidad era ilegal— y que, según varios testimonios,
tenía fama de «raro». Pero tampoco quedaba claro el motivo por el que un
homosexual cometería un crimen sexual contra una mujer. Ni éstas ni otras
pistas condujeron jamás a una detención o a una sentencia judicial.
Lisbeth
Salander concluyó que la vinculación con la lista de la agenda telefónica de
Harriet Vanger resultaba evidente. La cita bíblica del tercer libro del
Pentateuco (20:16) rezaba: «Si una mujer se acerca a una bestia para unirse con
ella, matarán a la mujer y a la bestia: ambas serán castigadas con la muerte y
su sangre caerá sobre ellas». No podía ser casual que una granjera llamada
Magda hubiera sido encontrada muerta en un establo, con el cuerpo atado e intencionadamente
colocado en un compartimento destinado a caballos.
La
pregunta era por qué Harriet Vanger apuntó el nombre de Magda en vez del de
Lovisa, como se conocía a la víctima. Si no hubiese aparecido el nombre
completo en el anuncio del programa televisivo, Lisbeth lo habría pasado por
alto.
Y,
por supuesto, la cuestión más importante: ¿había un vínculo entre el asesinato
de Rebecka en 1949, el de Magda Lovisa en 1960 y la desaparición de Harriet
Vanger en 1966? Y en tal caso, ¿cómo diablos se habría enterado Harriet Vanger?
El sábado
Burman se llevó a Mikael a dar un infructuoso paseo por Norsjö. A lo largo de
la mañana visitaron a cinco de los antiguos empleados de la carpintería, que
vivían cerca: tres en el centro de Norsjö y dos en Sörbyn, a las afueras. Todos
les invitaron a tomar café. Y todos negaron con la cabeza tras contemplar las
fotos.
Después
de una sencilla comida en casa de los Burman, cogieron el coche para dar otra
vuelta. Visitaron cuatro pueblos en los alrededores de Norsjö, donde algunos ex
trabajadores de la carpintería tenían fijada su residencia. En cada parada,
Burman fue recibido con simpatía, pero nadie pudo ayudarles con la
identificación. Mikael empezó a desesperarse y a preguntarse si el viaje a
Norsjö no habría sido más que un callejón sin salida.
Hacia
las cuatro de la tarde, Burman aparcó delante de una típica granja pintada de
rojo de la comarca de Västerbotten, en Norsjövallen, al norte de Norsjö, donde
Mikael fue presentado a Henning Forsman, maestro carpintero jubilado.
—Pero
¡si es el chaval de Assar Brännlund! —exclamó Henning Forsman en el mismo
momento en que Mikael le enseñó la foto.
«Bingo.»
—Anda,
¿así que ése es el chico de Assar? —dijo Burman, y añadió dirigiéndose a
Mikael—: Era comprador.
—¿Dónde
podría localizarle?
—¿Al
chaval? Bueno, tendrías que remover mucha tierra. Se llamaba Gunnar y trabajaba
en una de las minas de Boliden. Murió en una explosión que hubo a mediados de
los setenta.
«Maldita
sea.»
—Pero
su mujer está viva. Es la de la foto. Se llama Mildred y vive en Bjursele.
—¿Bjursele?
—Está
a unos diez kilómetros de aquí, cogiendo la carretera que va a Bastuträsk. La
encontrarás en la casa roja alargada que hay a mano derecha nada más entrar en
el pueblo. Es la tercera casa. Conozco muy bien a la familia.
—Hola, me
llamo Lisbeth Salander y estoy trabajando en una tesis de criminología sobre la
violencia sufrida por las mujeres durante el siglo XX. Me gustaría visitar el
distrito policial de Landskrona para leer los informes de un caso de 1957. Se
trata del asesinato de una mujer llamada Rakel Lunde, de cuarenta y cinco años
de edad. ¿Tiene alguna idea de dónde se podrían encontrar esos documentos actualmente?
Bjursele
parecía un póster turístico que promocionaba la vida rural de la comarca de
Västerbotten. El pueblo estaba compuesto por una veintena de casas, más o menos
apiñadas en semicírculo y a lo largo de la orilla de un lago. En medio del
pueblo había un cruce de caminos con una flecha apuntando hacia Hemmingen, a
once kilómetros, y otra señalando hacia Bastuträsk, a diecisiete kilómetros.
Junto al cruce había un pequeño puente con un riachuelo; Mikael supuso que era
el de Bjur. En pleno verano resultaba muy bonito, como una postal.
Mikael
aparcó en la explanada de un supermercado Konsum abandonado, al otro lado de la
carretera y casi enfrente de la tercera casa a mano derecha. Llamó a la puerta,
pero no había nadie.
Durante
una hora estuvo paseando por el camino de Hemmingen. Pasó por un sitio donde el
riachuelo se convertía en una corriente rápida. Se cruzó con dos gatos y divisó
un ciervo a lo lejos, pero no vio ni a una sola persona antes de dar la vuelta.
La puerta de Mildred Brännlund permanecía cerrada.
De
un poste que se levantaba junto al puente colgaba un viejo y descolorido cartel
que invitaba a participar en el BTCC 2002, algo que debería leerse como
«Bjursele Tukting Car Championship 2002». Al parecer, se trataba de un
entretenimiento invernal que consistía en hacer carreras de coches, sobre el
hielo del lago, hasta destrozarlos. Mikael contempló pensativo el póster.
Esperó
hasta las diez de la noche antes de rendirse y volver a Norsjö, donde cenó y se
acostó para leer el desenlace de la novela de Val McDermid.
Fue
espeluznante.
Sobre las
diez de la noche, Lisbeth Salander adjuntó otro nombre a la lista de Harriet
Vanger. Lo hizo con grandes dudas y tras haber meditado el tema durante horas y
horas.
Había
descubierto un atajo. A intervalos relativamente regulares se publicaban textos
sobre casos de crímenes no resueltos, y en un suplemento dominical de un
periódico vespertino encontró un artículo de 1999 titulado «Varios asesinos de
mujeres andan todavía sueltos». El artículo era recopilatorio, de modo que allí
figuraban los nombres y las fotografías de unas cuantas víctimas de llamativos
crímenes: el caso Solveig de Norrtälje, el asesinato de Anita en Norrköping, el
de Margareta en Helsingborg, y otros similares.
El
más antiguo de los casos recogidos era uno de los años sesenta; ninguno
encajaba con los de la lista que Mikael le había dado a Lisbeth. Sin embargo,
uno le llamó la atención.
En
el mes de junio de 1962, una prostituta de Gotemburgo de treinta y dos años de
edad, llamada Lea Persson, viajó a Uddevalla para visitar a su hijo de nueve
años, que vivía con su abuela. Un par de días después, un domingo por la noche,
Lea abrazó a su madre, se despidió y se marchó para coger el tren de regreso a
Gotemburgo. La encontraron dos días más tarde, detrás de un contenedor abandonado
en el solar de un polígono industrial. La habían violado y su cuerpo había sido
sometido a una violencia extremadamente salvaje.
El
asesinato de Lea dio lugar a una serie de artículos por entregas publicados por
el periódico durante aquel verano, que despertaron gran interés. Pero nunca se
llegó a identificar al culpable. En la lista de Harriet no había ni una sola
Lea. Y el crimen tampoco encajaba con ninguna de las citas bíblicas.
Sin
embargo, existía una circunstancia tan peculiar que el radar de Lisbeth
Salander se activó inmediatamente. A unos diez metros del lugar donde se
encontró el cadáver había una maceta con una paloma. Alguien había colocado una
cuerda alrededor del cuello del ave y la había pasado por el agujero de la base
de la maceta. Luego, el tiesto fue colocado encima de un pequeño fuego
encendido entre dos ladrillos. No hallaron pruebas que vincularan la tortura
del animal con el asesinato de Lea; podría tratarse de algún cruel juego de
niños, pero en los medios de comunicación el caso fue conocido como «el asesinato
de la paloma».
Lisbeth
Salander no había leído nunca la Biblia —ni siquiera poseía un ejemplar—, pero
por la tarde subió a la iglesia de Högalid y, tras no poco esfuerzo, consiguió
que le prestaran una. Se sentó en un banco del parque delante de la iglesia y
se puso a leer el Levítico. Al llegar al capítulo 12, versículo 8, arqueó las
cejas. El capítulo 12 trataba de la purificación de la parturienta:
Si no le alcanza para presentar una res
menor, tome dos tórtolas o dos pichones, uno para el holocausto y otro para el
sacrificio por el pecado; y el sacerdote hará por ella el rito de expiación y
quedará pura.
Lea
podría haber figurado perfectamente en la agenda de Harriet como Lea: 31208.
Lisbeth
Salander se dio cuenta de que ninguna investigación de las que había llevado a
cabo con anterioridad poseía ni una mínima parte de las dimensiones que
presentaba esta misión.
Mildred
Brännlund, casada por segunda vez y cuyo actual apellido era Berggren, abrió
cuando Mikael Blomkvist llamó a la puerta de su casa hacia las diez de la
mañana del domingo. La mujer era casi cuarenta años más vieja y tenía
aproximadamente el mismo número de kilos de más, pero Mikael la reconoció
inmediatamente por la fotografía.
—Hola,
me llamo Mikael Blomkvist. Usted debe de ser Mildred Berggren.
—Sí,
efectivamente.
—Le
pido disculpas por presentarme así, sin avisar, pero llevo un tiempo intentando
localizarla para un asunto que me resulta bastante complicado explicar —dijo
Mikael, sonriendo—. ¿Podría entrar y pedirle que me dedicara un momento de su
tiempo?
Tanto
el marido como el hijo, este último de treinta y cinco años, estaban en casa,
así que Mildred no tuvo ningún reparo en dejar pasar a Mikael y lo condujo
hasta la cocina. Les dio la mano a todos. Durante los últimos días Mikael había
tomado más café que en toda su vida, pero a estas alturas había aprendido que
en Norrland resultaba descortés rechazar una invitación. Cuando las tazas de
café estuvieron en la mesa, Mildred se sentó y preguntó con curiosidad en qué
podía servirle. A Mikael le costó entender su dialecto y ella cambió al sueco
estándar.
Mikael
inspiró profundamente.
—Se
trata de una extraña y larga historia. En el mes de septiembre de 1966, usted
se encontraba en Hedestad en compañía del que era entonces su marido, Gunnar
Brännlund.
Ella
pareció asombrarse. Mikael esperó a que la mujer asintiera con la cabeza para
ponerle la fotografía de Järnvägsgatan sobre la mesa.
—Fue
entonces cuando se hizo esta foto. ¿Se acuerda usted?
—¡Oh,
Dios mío! —exclamó Mildred Berggren—. De eso hace ya una eternidad...
Su
actual marido y su hijo se acercaron y miraron la foto.
—Era
nuestra luna de miel. Habíamos ido en coche a Estocolmo y Sigtuna, y ya
estábamos de regreso; recuerdo que nos paramos en algún sitio. ¿Ha dicho
Hedestad?
—Sí,
Hedestad. Esta fotografía se hizo aproximadamente a la una del mediodía. Llevo
mucho tiempo intentando identificarla; no ha sido fácil.
—Encuentra
una vieja foto mía y me busca. No entiendo cómo lo ha conseguido.
Le
enseñó la foto del aparcamiento.
—He
podido localizarla gracias a ésta, que se sacó un poco más tarde ese mismo día.
Mikael
le explicó cómo había dado con Burman, a través de la carpintería de Norsjö, lo
que, a su vez, lo llevó hasta Norsjövallen y Henning Forsman.
—Supongo
que tiene una buena razón para su extraña búsqueda.
—La
tengo. Esta chica que está delante de usted en esta foto se llamaba Harriet.
Desapareció aquel día y la opinión general es que fue víctima de un asesinato.
Déjeme que le enseñe lo que pasó.
Mikael
sacó su iBook y puso a Mildred Berggren en antecedentes mientras el ordenador
arrancaba. Luego mostró la serie de imágenes que revelaban cómo la cara de
Harriet iba cambiando de expresión.
—Fue
al repasar estas viejas fotos cuando la descubrí a usted. Con la cámara en la
mano, detrás de Harriet. Parece ser que está haciendo una foto justamente de lo
que ella está viendo, de lo que desencadenó su reacción. Sé que se trata de una
apuesta muy arriesgada, pero la razón de mi visita es preguntarle si todavía
conserva las fotos de aquel día.
Mikael
estaba preparado para oír que habían desaparecido, que la película nunca llegó
a revelarse o que la habían tirado. Sin embargo, Mildred Berggren miró a Mikael
con unos ojos azul claro y dijo, con la mayor naturalidad del mundo, que, por
supuesto, conservaba todas las viejas fotos de sus vacaciones.
Se
dirigió a otra habitación y al cabo de un par de minutos volvió con una caja
donde guardaba una gran cantidad de fotos, metidas en distintos álbumes. Le
llevó un rato encontrar las de aquel viaje. Había hecho tres en Hedestad. Una,
borrosa, mostraba la calle principal. En otra salía su ex marido. La tercera
era de los payasos del desfile del Día del Niño.
Mikael
se inclinó hacia delante ansiosamente. Vio una figura al otro lado de la calle.
Pero no le decía absolutamente nada.Volver a Capítulos
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