El lugar que había elegido
Gideon era el paraíso. Su piloto nos llevó por encima de las Islas Windward,
volando bajo sobre las increíblemente hermosas aguas del tranquilo Caribe hasta
un aeropuerto privado que no estaba lejos de nuestro último destino, el
complejo hotelero Crosswinds.
Los dos seguíamos bastante
alterados cuando el avión aterrizó. Al fin y al cabo, Gideon había tenido el
orgasmo de su vida. Nos sellaron los pasaportes con el pelo aún húmedo y
nuestras manos entrelazadas fuertemente. Apenas hablamos, ni entre nosotros ni
con nadie más. Creo que los dos estábamos demasiado sensibles.
Entramos los dos en una
limusina que nos esperaba y Gideon se sirvió una bebida fría. Su rostro no
revelaba nada, en guardia e impenetrable. Yo negué con la cabeza cuando levantó
el decantador de cristal con una pregunta silenciosa.
Se acomodó en el asiento a mi
lado y echó el brazo sobre mis hombros.
Yo me acurruqué contra él y
eché mis piernas sobre su regazo.
—¿Estamos bien?
—Sí —dijo tras darme un beso
fuerte en la frente.
—Te quiero.
—Lo sé. —Se bebió su copa y
dejó el recipiente vacío en un posavasos.
No dijimos nada más durante el
largo camino desde el aeropuerto hasta el hotel. Había oscurecido cuando
llegamos, pero el vestíbulo al aire libre estaba muy iluminado. Enmarcado por
exuberantes plantas y decorado con maderas oscuras y azulejos de cerámica de
colores, la recepción daba la bienvenida a los huéspedes con un estilo fresco
pero elegante.
El director del hotel nos
esperaba en la entrada circular cuando nuestro coche se detuvo. Su aspecto era
inmaculado y su sonrisa amplia. Estaba claramente emocionado por alojar a
Gideon y el doble de excitado al ver que Gideon sabía su nombre. Claude.
Claude hablaba de forma animada
mientras le seguíamos con nuestras manos firmemente enlazadas. Nadie podía
decir al mirar a Gideon lo íntimos y expuestos que nos habíamos mostrado el uno
con el otro tan sólo una hora antes. Mientras mi pelo se había secado y me
había dejado unas greñas revueltas, el suyo parecía tan bonito y atractivo como
siempre. Llevaba el traje bien planchado y le quedaba perfecto, mientras que el
mío estaba un poco estropeado tras un día tan largo. Mi maquillaje había
desaparecido en la ducha, dejándome pálida y con restos de manchas oscuras.
Pero el dominio de Gideon con
respecto a mí quedaba claro por el modo en que me agarraba y me conducía al
interior de nuestra suite, llevándome delante de él y apoyando la mano en la
parte inferior de mi espalda. Me hacía sentir segura y aceptada, pese a que él
fuera con su atuendo de trabajo y yo no estaba con mi mejor aspecto, lo cual
iba en detrimento de él.
Le quise por ello.
Yo sólo deseaba que no
estuviese tan callado. Eso me preocupaba. Y me hacía dudar por completo de mi
decisión de haberle forzado pese a que él me había dicho que parara más de una
vez. ¿Qué demonios sabía yo sobre qué era lo que él necesitaba superar?
Mientras el director seguía
hablando con Gideon, yo me movía despacio por aquella
enorme
sala de estar, con su amplia terraza con sofás blancos desperdigados por suelos
de bambú. El dormitorio principal era igual de impresionante, con una enorme
cama cubierta por una red antimosquitos y con otra terraza que conducía
directamente a una piscina privada con efecto infinito que hacía parecer que
formaba parte del reluciente océano que había más allá.
Soplaba una cálida brisa que me
besaba la cara y me revolvía el pelo. La luna creciente dejaba una estela de
luz sobre el mar y los lejanos sonidos de risas y música reggae me
hicieron sentir aislada de un modo que no era del todo placentero.
Nada iba bien cuando Gideon
estaba mal.
—¿Te gusta? —preguntó en voz
baja.
Me di la vuelta para mirarle y
oí cómo se cerraba la puerta en la otra habitación.
—Es fantástico.
Asintió secamente.
—He pedido que traigan la cena.
Tilapia con arroz, un poco de fruta fresca y queso.
—Genial. Estoy muerta de
hambre.
—Hay ropa para ti en el armario
y en los cajones. También encontrarás biquinis, pero la piscina y la playa son
privadas, así que no los necesitas si no quieres. Si te falta algo, dímelo y lo
traeremos.
Me quedé mirándolo, consciente
de los metros que nos separaban. Sus ojos relucían bajo la suave luz que emitía
la tenue iluminación de las embarcaciones y las lámparas de las mesillas de
noche. Se mostraba inquieto y distante y yo sentí cómo las lágrimas se iban
acumulando en mi garganta.
—Gideon... —Extendí la mano
hacia él—. ¿He cometido un error? ¿He hecho que se rompa algo entre nosotros?
—Cielo. —Soltó un suspiro. Se
acercó lo suficiente como para cogerme la mano y llevársela a los labios. Al
acercarse, pude ver cómo dirigía los ojos hacia otro lado, como si le costara
mirarme. Sentí nauseas en mi vientre—. Crossfire.
Pronunció aquella única palabra
tan bajo que casi creí que me la había imaginado. Después, me atrajo hacia sus
brazos y me besó dulcemente.
—Campeón. —Me puse de
puntillas, le coloqué la mano en la nuca y le devolví el beso con todas mis
ganas.
Él se apartó rápidamente.
—Vamos a cambiarnos para la
cena antes de que la traigan. Estoy deseando quitarme algo de ropa.
Di un paso atrás a
regañadientes, admitiendo que debía tener calor con el traje, pero notando
todavía que algo no iba bien. Aquella sensación empeoró cuando Gideon salió de
la habitación para cambiarse y yo me di cuenta de que no íbamos a compartir el
mismo dormitorio.
Me quité los zapatos de una
patada en el vestidor, que estaba lleno de demasiada ropa para un viaje de fin
de semana. La mayoría era blanca. A Gideon le gustaba que me vistiera de
blanco. Yo imaginaba que era porque pensaba en mí como su ángel, su cielo.
¿Seguía pensando lo mismo
ahora? ¿O era el diablo? ¿Una puta egoísta que le hacía enfrentarse a demonios
que preferiría olvidar?
Me puse un sencillo vestido
negro de tirantes y ajustado, que iba bien con aquel estado de ánimo fúnebre.
Sentía que algo se había muerto entre nosotros dos.
Gideon
y yo habíamos tropezado muchas veces con anterioridad, pero nunca había sentido
este nivel de lejanía en él. Este desasosiego e inquietud.
Lo había sentido con otros
hombres, cuando se disponían a decirme que no querían seguir viéndome.
La cena llegó y yo estaba
pulcramente vestida en la mesa de la terraza que daba a la playa solitaria. Vi
una carpa blanca en la arena y recordé el sueño que había tenido Gideon en el
que estábamos en una tumbona para dos junto al agua haciendo el amor.
Sentí un dolor en el corazón.
Me bebí dos copas de vino
blanco afrutado y realicé mecánicamente los movimientos de la comida pese a que
había perdido el apetito. Gideon estaba sentado en frente de mí, vestido nada
más que con unos pantalones blancos de lino de cordón ajustable, lo cual lo
empeoraba todo. Estaba tan guapo, tan increíblemente atractivo, que era
imposible no mirarlo. Pero se encontraba a kilómetros de distancia de mí. Una
presencia silenciosa y poderosa que me hacía desearle con cada
centímetro de mi cuerpo.
El abismo emocional que nos
separaba iba creciendo. Yo no podía cruzarlo.
Aparté mi plato cuando lo vacié
y me di cuenta de que Gideon apenas había comido nada. Simplemente había
removido la comida y me había ayudado a vaciar la botella de vino.
—Lo siento —le dije tras
respirar hondo—. Debería... No quería... —Tragué saliva—. Lo siento, cariño
—susurré.
Me retiré de la mesa con un
fuerte chirrido de las patas de la silla sobre las baldosas y salí rápidamente
de la terraza.
—¡Eva! Espera.
Mis pies golpearon la cálida
arena y corrí hacia el mar, me quité el vestido y entré en el agua, que estaba
tan caliente como la de una bañera. Durante varios metros era poco profunda y,
a continuación, caía de repente, hundiéndome por debajo de la cabeza. Doblé las
rodillas y me sumergí, agradecida de estar oculta mientras lloraba.
La falta de gravedad calmó mi
corazón apesadumbrado. El pelo ondeaba a mi alrededor y sentí el suave roce de
los peces que pasaban junto a aquella invasora de su silencioso y tranquilo
mundo.
Sentí una sacudida de vuelta a
la realidad haciéndome escupir y removerme.
—Cielo —gimió Gideon. Tomó mi
boca y me besó con fuerza y con furia mientras salía del agua hacia la playa.
Me llevó a la carpa y me dejó sobre la tumbona, cubriéndome con su cuerpo antes
de que yo recuperara del todo la respiración.
Yo seguía mareada cuando gimió
y dijo:
—Cásate conmigo.
Pero no fue por eso por lo que
respondí:
—Sí.
Gideon se había metido en el
agua tras de mí con los pantalones puestos. El lino empapado se aferraba a mis
piernas desnudas mientras él estaba tumbado encima de mí y me besaba como si se
estuviese muriendo de una sed que sólo yo podía saciar. Tenía las manos en mi
pelo y me sujetaba para que no me moviera. Su boca se movía con frenesí con los
labios tan hinchados como los míos y su lengua ávida y posesiva.
Yo estaba debajo de él sin
moverme. Conmocionada. Mi sorprendido cerebro entendió lo que pasaba.
Él
había estado angustiado por cómo plantear la pregunta, no porque fuera a
dejarme.
—Mañana —dijo restregando su
mejilla contra la mía. En su mandíbula se notaba el primer hormigueo de la
barba incipiente, haciéndome ser más consciente de dónde estábamos y qué era lo
que él quería.
—Yo... —Mi mente empezó a
bloquearse de nuevo.
—La palabra es «sí», Eva.
—Levantó la cabeza y me miró con intensidad—. Un sí real y sencillo.
Tragué saliva.
—No podemos casarnos mañana.
—Sí que podemos —respondió
tajante—. Y lo vamos a hacer. Lo necesito, Eva. Necesito los votos
matrimoniales, la legalidad... Me estoy volviendo loco sin ellos.
Sentí que todo me daba vueltas,
como si estuviese en una de esas atracciones de feria que giran con tanta
rapidez que te quedas clavada a la pared por la fuerza centrífuga cuando el
suelo se separa de tus pies.
—Es demasiado pronto —protesté.
—¿Puedes decir eso después del
vuelo hasta aquí? —espetó—. Te pertenezco, Eva. Me muero si tú no me
perteneces a mí.
—No puedo respirar —jadeé
sintiendo un inexplicable pánico.
Gideon se dio la vuelta y me
puso encima de él, envolviéndome con sus brazos.
—Esto es lo que quiero
—insistió—. Tú me quieres.
—Te quiero, sí. —Dejé caer mi
frente sobre su pecho—. Pero me estás arrastrado precipitadamente a...
—¿Crees que te lo pediría a la
ligera? Por el amor de Dios, Eva, sabes muy bien que no es así. Llevo semanas
planeando esto. No he pensado en otra cosa.
—Gideon... no podemos casarnos
a escondidas sin más.
—Claro que podemos.
—¿Y qué pasa con nuestras
familias? ¿Y nuestros amigos?
—Nos volveremos a casar para
ellos. Yo también lo deseo. —Me quitó el pelo mojado de la mejilla—. Quiero
fotos de los dos en los periódicos, en las revistas... en todas partes. Pero
para eso pasarán varios meses. No puedo esperar tanto tiempo. Esto es para
nosotros. No tenemos que decírselo a nadie, si no quieres. Podemos llamarlo
compromiso. Puede ser nuestro secreto.
Me quedé mirándolo, sin saber
qué decir. Su urgencia era tan romántica como aterradora.
—Se lo pregunté a tu padre
—continuó volviendo a dejarme de piedra—. No ha puesto ninguna...
—¿Qué? ¿Cuándo?
—Cuando estuvo en la ciudad. Vi
la oportunidad y la aproveché.
Por algún motivo, aquello me
dolió.
—No me ha dicho nada.
—Le pedí que no lo hiciera. Le
dije que no iba a ser enseguida. Que aún tenía que esforzarme para recuperarte.
Lo grabé para que puedas escuchar la conversación si es que no me crees.
Lo miré parpadeando.
—¿Lo grabaste? —repetí.
—No iba a dejar nada al azar
—respondió sin disculparse.
—Le
dijiste que no sería enseguida. Le mentiste.
Sonrió sin ninguna vergüenza.
—No le he mentido. Han pasado
varios días.
—Dios mío. Estás loco.
—Es posible. Y si es así, es
porque tú me has vuelto así. —Me besó con fuerza en la mejilla—. No puedo vivir
sin ti, Eva. Ni siquiera me imagino intentándolo. La simple idea me parece
demencial.
—Esto es lo demencial.
—¿Por qué? —preguntó frunciendo
el ceño—. Sabes que no existe nadie más para ninguno de los dos. ¿A qué
esperas?
En mi mente aparecieron
argumentos rápidamente. Cualquier motivo por el que deberíamos esperar,
cualquier posible obstáculo me parecía tan claro como el agua. Pero ninguno
salió de mi boca.
—No te voy a dar a elegir en
esto —dijo con decisión retorciéndose y levantándose conmigo en brazos—. Lo
vamos a hacer, Eva. Disfruta de las últimas horas que te quedan de soltera.
—Gideon —dije entre
jadeos echando la cabeza hacia atrás mientras el orgasmo me recorría el cuerpo.
Su sudor goteaba sobre mi pecho
y movía sus caderas sin descanso restregando su magnífico pene dentro de mí una
y otra vez, meneándose y embistiendo, hacia fuera y, después, bien dentro.
Me costaba respirar, agotada
tras sus despiadadas exigencias. Ya me había despertado dos veces, follándome
con una experta precisión, grabando en mi cerebro y en mi cuerpo que yo le
pertenecía. Que era suya y que él podía hacer lo que quisiera conmigo.
Aquello me ponía muy caliente.
—Um... —ronroneó deslizando su
polla hacia dentro—. Estás muy cremosa por el semen. Me gusta sentirte así
cuando he estado dentro de ti toda la noche. Toda la vida así, Eva. No pararé
nunca.
Puse la pierna sobre su cadera
sujetándolo dentro de mí.
—Bésame.
Su boca maliciosamente curvada
se restregaba sobre la mía.
—Ámame —le pedí clavándole las
uñas a la cadera mientras él se flexionaba dentro de mí.
—Te amo, cielo —susurró
ampliando su sonrisa—. Te amo.
Cuando me desperté ya no
estaba.
Me estiré en medio de un lío de
sábanas que olían a sexo y a Gideon y respiré la brisa teñida de sal a través
de la puerta abierta de la terraza.
Me quedé allí tumbada un rato,
pensando en la noche y el día anterior. Después, en las semanas de antes y en
los pocos meses que hacía que conocía a Gideon. Después, más allá. Recordé a
Brett y a otros chicos con los que había salido. Regresé a una época en la que
había estado segura de que nunca encontraría a un hombre que me quisiera tal
cual soy, con todas mis cicatrices y bagaje emocional y mis necesidades.
¿Qué más podía decir aparte de
sí, ahora que por algún milagro lo había encontrado
a
él?
Salí de la cama dándome la
vuelta y sentí un pálpito de emoción ante la idea de buscar a Gideon y aceptar
casarme con él sin reservas. Me encantaba la idea de casarme con él a
escondidas, de que pronunciáramos nuestros primeros votos en privado, sin que
nos viera nadie que pudiera albergar alguna duda, aversión o malos deseos.
Después de todo lo que habíamos sufrido, era completamente lógico que nuestro
comienzo estuviera lleno solamente de amor, esperanza y felicidad.
Debería haberme dado cuenta de
que lo había planeado todo a la perfección, desde la cuestión de la privacidad
hasta el exclusivo emplazamiento. Por supuesto, nos casaríamos en una playa.
Las playas albergaban bonitos recuerdos para los dos, especialmente la última
vez que nos fuimos a las Outer Banks.
Cuando vi la bandeja del
desayuno en la mesita de la sala de estar de la suite, sonreí. Había también
una bata de seda blanca apoyada en el respaldo de la silla.
A Gideon nunca se le pasaba una.
Me puse la bata y me serví una
taza de café, deseando un estímulo de cafeína antes de ir en su busca y darle
mi respuesta. Fue entonces cuando vi el acuerdo prematrimonial debajo de la
bandeja cubierta del desayuno.
Mi mano se quedó inmóvil a
medio camino hacia la jarra. El contrato estaba elegantemente colocado bajo una
única rosa roja dentro de un fino jarrón blanco y la cubertería de plata
relucía junto a una servilleta de tela laboriosamente doblada.
No sé por qué me quedé tan
sorprendida y... aplastada. Por supuesto, Gideon lo había planeado todo hasta
el último detalle, empezando por el contrato prematrimonial. Al fin y al cabo,
¿no había tratado de dar comienzo a nuestra relación con un contrato?
Toda mi vertiginosa felicidad
desapareció en un momento. Desalentada, me alejé de la bandeja y me dirigí a la
ducha. Me tomé mi tiempo para asearme, moviéndome a cámara lenta. Decidí que
prefería decir no antes que leer un documento legal que pusiera precio a mi
amor. Un amor que para mí tenía tanto valor que no tenía precio.
Aun así, temí que fuera
demasiado tarde, que el daño ya estuviera hecho. La simple idea de saber que
había elaborado un contrato prenupcial lo cambiaba todo y no podía culparle por
ello. Por el amor de Dios, era Gideon Cross. Uno de los veinticinco hombres más
ricos del mundo. Era inconcebible que no fuese a exigir unas
capitulaciones prematrimoniales. Y yo no era ninguna ingenua. Sabía muy bien
que no podía soñar con un príncipe azul y castillos en el cielo.
Después de ducharme y vestirme
con un vestido sin mangas ligero, me recogí el pelo mojado en una coleta y fui
a por el café. Me serví una taza, le añadí leche y edulcorante y, después,
saqué el contrato y salí a la terraza. En la playa, estaban realizando los
preparativos para la boda. Habían colocado un arco cubierto de flores junto al
agua y engalanaron con cinta blanca la arena para marcar el improvisado
pasillo.
Decidí sentarme de espaldas a
aquellas vistas porque me dolía mirarlas.
Di un sorbo al café, dejé que
me mojara por dentro y, a continuación, di otro más. Llevaba a medias la taza
cuando reuní el coraje suficiente para leer el maldito documento. Las primeras
páginas detallaban los activos que poseíamos cada uno antes del matrimonio. Las
propiedades de Gideon eran asombrosas. ¿Cómo tenía tiempo para dormir? Pensé
que la cifra de dinero que se me atribuía era errónea hasta que tuve en cuenta
el tiempo que llevaba ese capital invertido.
Stanton había cogido mis cinco
millones y los había duplicado.
Pensé entonces en lo tonta que
había sido por haber estado sentada sin más sobre
ese
dinero en lugar de invertirlo donde pudiera ser de ayuda para aquellos que lo
necesitaran. Había actuado como si aquel dinero manchado de sangre no hubiese
existido en lugar de dedicarlo a algo. Tomé nota mentalmente para encargarme de
ese proyecto en cuanto llegara a Nueva York.
Después, la lectura se puso
interesante.
La primera estipulación de
Gideon era que yo tomara el apellido Cross. Podía mantener el de Tramell como
segundo apellido, pero sin ir unido con guión. Eva Cross. Era innegociable. Y
muy propio de él. Mi autoritario amante no se disculpaba por sus tendencias
cavernícolas.
La segunda estipulación era que
yo aceptara diez millones de dólares de su parte tras la boda, doblando mi
patrimonio personal sólo por decir «Sí, quiero». A partir de entonces, cada año
me iría dando más. Recibiría bonificaciones por cada hijo que tuviésemos juntos
y me pagaría por ir a terapia de pareja con él. Yo aceptaba acudir a consejeros
y mediadores familiares en caso de divorcio. Acordaba compartir un lugar de
residencia con él, vacaciones cada dos meses, salidas nocturnas...
Cuanto más leía, más lo
comprendía. Aquel acuerdo prematrimonial no protegía en absoluto los bienes de
Gideon. Me los regalaba libremente hasta el punto de estipular que el cincuenta
por ciento de todo lo que adquiriera a partir de nuestro matrimonio sería
irrefutablemente mío. A menos que él me engañara. Si lo hiciera, le supondría
un coste grave.
Aquel acuerdo estaba diseñado
para proteger su corazón, para amarrarme y sobornarme, para permanecer con él
pasara lo que pasara. Me estaba dando todo lo que tenía.
Entró en la terraza cuando
terminé la última hoja, con unos vaqueros medio desabrochados y nada más. Sabía
que su llegada perfectamente cronometrada no era ninguna coincidencia. Me había
estado observando desde algún sitio, calibrando mi reacción.
Me limpié las lágrimas de las
mejillas con estudiada despreocupación.
—Buenos días, campeón.
—Buenos días, cielo. —Se
inclinó y me besó en la mejilla antes de ocupar la silla que había en el otro
lado de la mesa, a mi izquierda.
Un miembro del personal salió
con el desayuno y el café, disponiendo rápida y eficazmente los cubiertos antes
de desaparecer con la misma velocidad con la que había venido.
Miré a Gideon, cómo la brisa
tropical sentía fascinación por él y jugaba con aquella melena tan sensual.
Sentado allí, tan viril y despreocupado, no tenía nada que ver con la definida
y concreta presentación de cifras de dólares que había visto en el contrato.
Dejé que las páginas voltearan
hasta llegar a la primera y puse la mano encima de ellas.
—Nada de lo que diga este
documento podrá hacer que me case contigo.
Él tomó una rápida y profunda
bocanada de aire.
—Entonces, lo revisaremos y
haremos cambios. Pon tus condiciones.
—Yo no quiero tu dinero. Quiero
esto. —Le señalé—. Sobre todo, esto—. Me incliné hacia delante y coloqué la
mano sobre su corazón—. Tú eres el único que puede retenerme, Gideon.
—No sé cómo hacer esto, Eva.
—Me cogió la mano y la mantuvo apretada contra su pecho—. Voy a cagarla. Y tú
vas a querer salir corriendo.
—Ya
no —repuse—. ¿No te has dado cuenta?
—¡De lo que me doy cuenta es de
que anoche saliste corriendo hacia el mar y te hundiste como una maldita
piedra! —Se echó hacia delante y me miró fijamente—. No discutas el contrato
prematrimonial por principios. Si no ves en él ninguna causa de ruptura,
acéptalo. Por mí.
Me apoyé en mi respaldo.
—A ti y a mí nos queda un largo
camino por recorrer —dije en voz baja—. Ningún documento puede obligarnos a
creer el uno en el otro. Te estoy hablando de confianza, Gideon.
—Sí, bueno... —Vaciló—. Yo no
confío en que yo mismo vaya a fastidiar esto y tú no confías en que tengas lo
que necesito. Sí que confiamos el uno en el otro. El resto podemos trabajarlo
juntos.
—De acuerdo. —Vi cómo sus ojos
se iluminaban y supe que estaba tomando la decisión correcta, aunque no estaba
segura del todo de si se trataba de una decisión que estábamos tomando
demasiado pronto—. Sí que pido una corrección.
—Dímela.
—La cuestión del nombre.
—Innegociable —contestó con
rotundidad, dando un golpe con la mano por si fuera poco.
Arqueé una ceja.
—No te comportes como un jodido
Neandertal. Quiero tener también el apellido de mi padre. Él lo quiere así y me
lleva fastidiando con ello toda la vida. Ésta es mi oportunidad de arreglarlo.
—Entonces, ¿Eva Lauren Reyes
Cross?
—Eva Lauren Tramell Reyes Cross.
—Eso es un trabalenguas, cielo
—dijo con voz cansina—. Pero haz lo que te haga feliz. Es lo único que deseo.
—Lo único que quiero es a ti
—le dije, inclinándome hacia delante para ofrecerle mi boca para que la besara.
Sus labios tocaron los míos.
—Vamos a hacerlo oficial.
Me casé con Gideon Geoffrey
Cross descalza en una playa del Caribe con el director del hotel y Angus McLeod
como testigos. No me había dado cuenta de que Angus estaba allí, pero me alegré
al saberlo.
Fue una ceremonia sencilla,
bonita y rápida. Por las relucientes sonrisas del reverendo y Claude estuve
segura de que se sentían honrados de oficiar el casamiento de Gideon.
Yo llevaba el vestido más
bonito que encontré en el vestidor. Sin tirantes y fruncido desde el pecho
hasta la cadera, con pétalos de organdí hasta los pies. Era un vestido
romántico y dulce pero sensual. Llevaba el pelo en un recogido alto y
elegantemente desordenado con una rosa roja sujeta a él. El hotel me
proporcionó un ramillete de jazmines con un lazo blanco.
Gideon llevaba pantalones de
color gris grafito y una camisa blanca de vestir por fuera del pantalón. Lloré
cuando él repitió sus votos con su voz fuerte y segura, pese a que sus ojos
revelaban un anhelo intenso.
Me
quería mucho.
Toda la ceremonia fue íntima y
muy personal. Perfecta.
Eché de menos a mi madre, a mi
padre y a Cary. Eché de menos a Ireland, a Stanton y a Clancy. Pero cuando
Gideon se inclinó para sellar nuestro matrimonio con un beso, susurró:
—Volveremos a hacerlo. Tantas
veces como desees.
Le quería tanto...
Angus dio un paso al frente
para besarme en las dos mejillas.
—Estoy muy contento de veros
tan felices a los dos.
—Gracias, Angus. Has cuidado
muy bien de él durante mucho tiempo.
Sonrió y sus ojos
resplandecieron cuando miró a Gideon. Dijo algo con un acento tan marcadamente
escocés que no estuve segura de que fuera en mi mismo idioma. Lo que quiera que
fuese, hizo que los ojos de Gideon brillaran también. ¿Hasta qué punto no
habría sido Angus un padre suplente para Gideon al cabo de los años? Yo siempre
le estaría agradecida por el apoyo y el afecto que le había prestado a Gideon
cuando lo necesitó con tanta desesperación.
Cortamos una pequeña tarta y
brindamos con champán en la terraza de nuestra suite. Firmamos en el registro
que el reverendo nos ofreció y nos dieron nuestro certificado de matrimonio
para que lo firmásemos también. Los dedos de Gideon lo acariciaron con
reverencia.
—¿Es esto lo que necesitabas?
—me burlé—. ¿Este pedazo de papel?
—Te necesito a ti, señora Cross.
—Me atrajo hacia él—. Necesitaba esto.
Angus se llevó los dos
certificados y el contrato prenupcial cuando se marchó.
De ambos había dado debidamente
fe pública el director del hotel y terminarían dondequiera que Gideon guardara
esas cosas.
En cuanto a Gideon y yo,
terminamos en la carpa, desnudos y entrelazados el uno con el otro. Dimos
sorbos al frío champán, nos acariciamos juguetonamente y con avidez y nos
besamos perezosamente mientras el día iba pasando.
Aquello también era perfecto.
—¿Y cómo vamos a hacerlo cuando
regresemos? —le pregunté mientras cenábamos a la luz de las velas en el comedor
de nuestra suite—. ¿Cómo vamos a explicar lo de que nos hemos escapado para
casarnos a escondidas?
Gideon se encogió de hombros y
se lamió la mantequilla derretida que tenía en el dedo pulgar.
—Como tú quieras.
Saqué la carne de una pata de
cangrejo y consideré las opciones.
—Desde luego, quiero decírselo
a Cary. Y creo que a mi padre le parecerá bien. Más o menos, lo hemos hablado
cuando le he llamado y me ha dicho que tú se lo habías preguntado, así que está
preparado. No creo que a Stanton le importe mucho, sin ánimo de ofender.
—Faltaría más.
—Pero me preocupa mi madre. Las
cosas ya están difíciles entre nosotras. Se va a entusiasmar cuando sepa que
nos hemos casado. —Hice una pausa durante un momento, asimilando aquello por
milésima vez—. Pero no quiero que piense que la hemos dejado fuera porque estoy
enfadada con ella.
—Digámosle
a ella y a todos los demás simplemente que nos hemos comprometido.
Mojé la carne de cangrejo en la
mantequilla derretida pensando que estaba deseando acostumbrarme mucho a
ver a Gideon sin camisa, saciado y relajado.
—Le va a dar algo si vivimos
juntos antes de casarnos.
—Bueno, en ese caso tendrá que
ser rápida con los preparativos —contestó él secamente—. Eres mi mujer. No me
importa que lo sepa alguien o no. Yo lo sé. Y quiero llegar a mi casa
contigo, tomarme el café por las mañanas contigo, subirte la cremallera de los
vestidos y bajártela por las noches.
—¿Vas a llevar anillo de
casado? —le pregunté mientras veía cómo partía una pata de cangrejo.
—Estoy deseándolo.
Eso me hizo sonreír. Hizo una
pausa y se quedó mirándome.
—¿Qué? —pregunté cuando vi que
no decía nada—. ¿Tengo manchas de mantequilla en la cara?
Se echó sobre su respaldo con
una profunda exhalación.
—Eres preciosa. Me encanta
mirarte.
Sentí que la cara me ardía.
—Tú tampoco estás tan mal.
—Está empezando a desaparecer
—murmuró.
Mi sonrisa desapareció.
—¿Qué? ¿Qué es lo que empieza a
desaparecer?
—La... preocupación. Nos
sentimos seguros, ¿verdad? —Dio un sorbo a su vino—. Asentados. Es una buena
sensación. Me gusta.
Yo no había tenido mucho tiempo
de acostumbrarme a la idea de estar casada, pero allí sentada pensé en ello y
tuve que admitirlo. Él era mío. Ahora nadie podría ponerlo en duda.
—A mí también me gusta.
Se llevó mi mano a sus labios.
El anillo que me había regalado reflejó la luz de las velas y resplandeció con
un fuego de multitud de colores.
Era un diamante de corte
Asscher grande y elegante con un engaste antiguo. Me encantaba su sofisticación
atemporal, pero aún más porque era el anillo con el que su padre había
desposado a su madre.
Aunque Gideon estaba
profundamente herido por las traiciones de sus padres, el tiempo que habían
pasado juntos como familia de tres fue la última felicidad real que él
recordaba antes de conocerme.
Y él juraba que no era
romántico.
Me sorprendió admirando el
anillo.
—Te gusta.
—Sí. —Le miré—. Es único. Estaba
pensando que podríamos hacer también algo diferente con nuestra casa.
—¿Qué? —Me apretó la mano y
siguió comiendo.
—Comprendo que es necesario que
durmamos separados, pero no me gusta que haya puertas y paredes entre los dos.
—A mí tampoco, pero tu seguridad
es lo primero.
—¿Qué te parece una suite con
dos dormitorios unidos por un baño sin puertas. Sólo arcos o un pasillo. Así,
técnicamente, seguimos en el mismo espacio.
Él se quedó pensando un momento
y, a continuación, asintió.
—Diséñalo
y traeremos a un arquitecto para que lo haga. Por ahora, continuaremos en el
Upper West Side mientras arreglan el ático. Cary puede echar un vistazo al
apartamento de un dormitorio que hay al lado y hacer los cambios que quiera al
mismo tiempo.
Froté mi pie descalzo por la
pantorrilla de él en señal de agradecimiento. Los sonidos de la música llegaban
con el viento de la noche, recordándome que no estábamos solos en una isla
desierta.
—¿Dónde está Angus? —pregunté.
—Por ahí.
—¿Ha venido también Raúl?
—No. Está en Nueva York
averiguando cómo terminó la pulsera de Nathan donde la encontraron.
—Ah. —De repente, perdí el
apetito. Cogí mi servilleta y me limpié los dedos—. ¿Debería preocuparme?
Se trataba de una pregunta
retórica, pues nunca había dejado de preocuparme. El misterio sobre quién era
el responsable de haber llevado a la policía en otra dirección estaba siempre
presente en mi mente.
—Alguien me ha enviado una
tarjeta del Monopoly de «Salga de la cárcel» —dijo sin alterar la voz y
lamiéndose el labio inferior—. Esperaba que fuera a costarme algo, pero nadie
se ha puesto todavía en contacto conmigo. Así que, seré yo quien me ponga en
contacto con ellos.
—Cuando los encuentres.
—Ah, los encontraré —murmuró
con tono amenazante—. Y entonces, sabremos por qué.
Bajo la mesa, envolví con mis
piernas las suyas y las dejé allí.
Bailamos en la playa a la luz
de la luna. La exuberante humedad se volvía sensual por la noche y nos
deleitamos en ella. Gideon compartió conmigo la cama esa noche, aunque yo
estaba segura de lo difícil que le resultaba correr ese riesgo. No concebía
dormir sola en mi noche de bodas y confié en que el medicamento que le habían
recetado unido a la falta de sueño de la noche anterior le ayudarían a dormir
profundamente. Así fue.
Domingo. Me dio la posibilidad
de elegir entre una catarata, salir con el catamarán del hotel o hacer
piragüismo por un río de la jungla. Sonreí y le dije que lo haríamos en la
siguiente ocasión y, a continuación, empecé a mostrarle mi lado perverso.
Vagueamos todo el día,
bañándonos desnudos en la piscina privada y durmiendo cuando nos apetecía.
Salimos de allí después de la medianoche y sentí pena porque nos fuéramos. El
fin de semana había sido demasiado corto.
—Tenemos toda una vida llena de
fines de semana —murmuró él leyéndome la mente mientras volvíamos en el coche
al aeropuerto.
—Soy egoísta contigo. Te quiero
todo para mí.
Cuando subimos al avión, la
ropa que habíamos tenido a nuestra disposición en el hotel vino con nosotros.
Aquello me hizo sonreír, pensando en la poca ropa que nos habíamos puesto
durante esos dos días.
Llevé el neceser al dormitorio
para poder cepillarme los dientes antes de acostarme durante el vuelo de camino
a casa. Fue entonces cuando vi la etiqueta de charol y metal que colgaba de él
con el nombre de «Eva Cross».
Gideon entró en el baño detrás
de mí y me besó en el hombro.
—Vamos
a dormir, cielo. Necesitamos descansar un poco antes de ir a trabajar.
—¿De verdad sabías de antemano
que iba a decir que sí?
—Estaba dispuesto a tenerte
como rehén hasta que lo hicieras.
No lo dudé.
—Eres un lisonjero.
—Soy un hombre casado. —Me dio
un cachete en el culo—. Date prisa, señora Cross.
Le obedecí y me mentí en la
cama a su lado. De inmediato, me abrazó por detrás, apretándome contra él.
—Que tengas dulces sueños,
cariño —susurré envolviendo su brazo con los míos alrededor de mi vientre.
Su boca se curvó en contacto
con mi nuca.
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