Estoy inquieta. Christian lleva encerrado en el estudio del barco
más de una hora. He intentado leer, ver la
televisión, tomar el sol (completamente
vestida…), pero no puedo relajarme y tampoco librarme de este
nerviosismo. Me cambio para ponerme unos
pantalones cortos y una camiseta, me quito la pulsera
escandalosamente cara y voy en busca de Taylor.
—Señora Grey —me saluda levantando la vista de
su novela de Anthony Burgess, sorprendido. Está
sentado en la salita que hay junto al estudio
de Christian.
—Me gustaría ir de compras.
—Sí, señora —dice poniéndose en pie.
—Quiero llevarme la moto de agua.
Se queda boquiabierto.
—Eh… —Frunce el ceño; no sabe qué decirme.
—No quiero molestar a Christian con esto.
Él contiene un suspiro.
—Señora Grey… Mmm… No creo que al señor Grey le
guste eso y yo preferiría no perder mi trabajo.
¡Oh, por todos los santos…! Tengo ganas de
poner los ojos en blanco, pero en vez de eso, los entorno y
suspiro profundamente para expresar, espero, la
cantidad adecuada de indignación frustrada por no ser la
dueña de mi propio destino. Pero no quiero que
Christian se enfade con Taylor (ni conmigo, la verdad). Paso
delante de él caminando confiadamente, llamo a
la puerta del estudio y entro.
Christian está al teléfono, inclinado sobre el
escritorio de caoba. Levanta la vista.
—Andrea, ¿puedes esperar un momento, por favor?
—dice por el teléfono con expresión seria. Me mira
educadamente expectante. Mierda. ¿Por qué me
siento como si estuviera en el despacho del director? Este
hombre me tuvo esposada ayer. Me niego a
sentirme intimidada por él. Es mi marido, maldita sea. Me yergo
y le muestro una amplia sonrisa.
—Me voy de compras. Me llevaré a alguien de
seguridad conmigo.
—Bien, llévate a uno de los gemelos y también a
Taylor —me dice. Lo que está pasando debe de ser serio
porque no me hace ninguna objeción. Me quedo de
pie mirándole, preguntándome si puedo ayudar en algo
—. ¿Algo más? —añade impaciente. Quiere que me
vaya.
—¿Necesitas que te traiga algo? —le pregunto.
Él me dedica una sonrisa dulce y tímida.
—No, cariño, estoy bien. La tripulación se
ocupará de mí.
—Vale. —Quiero darle un beso. Demonios, puedo
hacerlo… ¡Es mi marido! Me acerco decidida y le doy
un beso en los labios, lo que le sorprende.
—Andrea, te llamo luego —dice por el teléfono.
Deja la BlackBerry en el escritorio, me acerca a él para
abrazarme y me da un beso apasionado. Cuando me
suelta, estoy sin aliento. Me mira con los ojos oscuros y
llenos de deseo—. Me distraes. Necesito
solucionar esto para poder volver a mi luna de miel. —Me recorre la
cara con el dedo índice y me acaricia la
barbilla, haciendo que levante la cabeza.
—Vale, perdona.
—No te disculpes. Me encanta que me distraigas.
—Me da un beso en la comisura de la boca—. Vete a
gastar dinero —dice liberándome.
—Lo haré. —Le sonrío y salgo del estudio. Mi
subconsciente niega con la cabeza y frunce los labios: No
le has dicho que querías coger la moto de agua,
me regaña con voz cantarina. La ignoro… ¡Arpía!
Taylor está esperando.
—Todo aclarado con el alto mando… ¿Podemos
irnos? —Le sonrío intentando no mostrar sarcasmo en mi
voz. Taylor no oculta su sonrisa de admiración.
—Después de usted, señora Grey.
Taylor me explica pacientemente los controles
de la moto de agua y cómo conducirla. Transmite una especie
de autoridad tranquila y amable; es un buen
profesor. Estamos en la lancha motora, cabeceando y
meciéndonos en las tranquilas aguas del puerto
junto al Fair Lady. Gaston nos observa, su expresión oculta
por las gafas de sol, y un miembro de la
tripulación se ocupa de manejar la lancha. Vaya… Tengo a tres
personas pendientes de mí solo porque me
apetece ir de compras. Es ridículo.
Me ciño el chaleco salvavidas y miro a Taylor
con una sonrisa encantadora. Él me tiende la mano para
ayudarme a subir a la moto de agua.
—Átese la cinta de la llave del contacto a la muñeca,
señora Grey. Si se cae, el motor se parará de forma
automática —me aconseja.
—Vale.
—¿Lista?
Asiento entusiasmada.
—Pulse el botón de encendido cuando esté a un
metro y medio del barco. La seguiremos.
—De acuerdo.
Empuja la moto para que se aparte de la lancha
y me alejo flotando hacia al puerto. Cuando Taylor me da
la señal, pulso el botón y el motor cobra vida
con un rugido.
—¡Bien, señora Grey, poco a poco! —me grita
Taylor.
Aprieto el acelerador. La moto de agua se lanza
hacia delante y de repente se para. ¡Mierda! ¿Cómo lo
hace Christian para que parezca tan fácil? Lo
intento de nuevo y de nuevo se para. ¡Mierda, mierda!
—¡Tiene que mantener la potencia, señora Grey!
—Sí, sí, sí… —murmuro entre dientes. Lo intento
una vez más apretando la palanca muy suavemente y la
moto vuelve a lanzarse hacia delante, pero esta
vez sigue sin detenerse. ¡Sí! Y avanza un poco más. ¡Ja!
¡Sigue avanzando! Tengo ganas de gritar por la
emoción, pero me controlo. Me voy alejando del yate hacia el
puerto. Detrás de mí oigo el ruido ronco de la
lancha. Aprieto el acelerador un poco más y la moto coge
velocidad, deslizándose por el agua. Noto la
brisa cálida en el pelo y la fina salpicadura del agua del mar y me
siento libre. ¡Esto es genial! No me extraña
que Christian nunca me deje conducirla. En vez de dirigirme a la
orilla y acabar con la diversión, giro para
rodear el majestuoso Fair Lady. Uau… Esto es divertidísimo.
Ignoro a Taylor y al resto de la gente que me
sigue y aumento la velocidad una vez más mientras rodeo el
barco. Cuando completo el círculo, veo a
Christian en la cubierta. Creo que me mira con la boca abierta, pero
desde esta distancia es difícil decirlo.
Valientemente suelto una mano del manillar y le saludo con entusiasmo.
Parece petrificado, pero al final levanta la
mano de una forma un poco rígida. No puedo distinguir su
expresión, pero algo me dice que es mejor así.
Terminada la vuelta decido dirigirme al puerto deportivo
acelerando por el agua azul del Mediterráneo,
que brilla bajo el sol de última hora de la tarde.
En el muelle espero a que Taylor amarre la
lancha. Tiene la expresión lúgubre y se me cae el alma a los
pies, aunque Gaston parece algo divertido. Me
pregunto si habrá habido algún incidente que haya enturbiado
las relaciones galo-americanas, pero en el
fondo me doy cuenta de que seguramente el problema soy yo.
Gastón salta de la lancha y la amarra mientras
Taylor me hace señas para que me sitúe a un lado de la
embarcación. Con mucho cuidado acerco la moto a
la lancha y yo quedo a su altura. Su expresión se suaviza
un poco.
—Apague el motor, señora Grey —me dice con
tranquilidad estirándose para coger el manillar y
tendiéndome una mano para ayudarme a pasar a la
lancha.
Subo a bordo con agilidad, sorprendida de no
haberme caído.
—Señora Grey —dice Taylor algo nervioso y
sonrojándose—, al señor Grey no le ha gustado mucho que
haya conducido la moto de agua. —Es evidente
que está a punto de morirse de la vergüenza y me doy cuenta
de que seguramente ha recibido una llamada
enfurecida de Christian. Oh, mi pobre marido, patológicamente
sobreprotector, ¿qué voy a hacer contigo?
Sonrío a Taylor para tranquilizarlo.
—Bueno, Taylor, el señor Grey no está aquí y si
no le ha gustado, estoy segura de que tendrá la cortesía de
decírmelo en persona cuando vuelva a bordo.
Taylor hace una mueca de dolor.
—Está bien, señora Grey —me dice y me tiende el
bolso.
Cuando bajo de la lancha veo el destello de una
sonrisa reticente en los labios de Taylor y eso me da ganas
de sonreír a mí también. Le tengo cariño a Taylor,
pero no me gusta que me regañe… No es ni mi padre ni mi
marido.
Suspiro. Christian estará furioso… Y ya tiene
suficientes cosas de las que preocuparse en este momento.
¿En qué estaría pensando? Mientras estoy de pie
en el muelle esperando a que Taylor baje de la lancha, siento
que mi BlackBerry vibra dentro del bolso y me
pongo a rebuscar hasta que la encuentro. «Your Love Is
King» de Sade es el tono de llamada que tiene
Christian… y solo Christian.
—Hola.
—Hola —responde.
—Volveré en la lancha. No te enfades.
Oigo su exclamación silenciosa de sorpresa.
—Mmm…
—Pero ha sido divertido —le susurro.
Suspira.
—Bueno, no quisiera estropearle la diversión,
señora Grey. Pero ten cuidado. Por favor.
Oh, madre mía. ¡Me ha dado permiso para
divertirme!
—Lo tendré. ¿Quieres algo de la ciudad?
—Solo a ti, entera.
—Haré todo lo que pueda para conseguirlo, señor
Grey.
—Me alegro de oírlo, señora Grey.
—Nos proponemos complacer —le respondo con una
sonrisa.
Oigo la sonrisa en su voz.
—Tengo otra llamada. Hasta luego, nena.
—Hasta luego, Christian.
Cuelga. Me parece que he evitado la crisis de
la moto de agua. El coche me espera y Taylor tiene la puerta
abierta aguardándome. Le guiño un ojo al subir
y él niega con la cabeza, divertido.
En el coche abro mi correo en la BlackBerry.
De: Anastasia Grey
Fecha: 17 de agosto de 2011 16:55
Para: Christian Grey
Asunto: Gracias…
Por no ser demasiado cascarrabias.
Tu esposa que te quiere.
xxx
De: Christian Grey
Fecha: 17 de agosto de 2011 16:59
Para: Anastasia Grey
Asunto: Intentando mantener la calma
De nada.
Vuelve entera.
Y no te lo estoy pidiendo.
x
Christian Grey
Marido sobreprotector y presidente de Grey Enterprises Holdings,
Inc.
Su respuesta me hace sonreír. Mi obseso del
control…
¿Por qué he querido ir de compras? Odio ir de compras.
Pero en el fondo sé por qué y camino decidida por
delante de Chanel, Gucci, Dior y las otras
boutiques de diseñadores y al fin encuentro el antídoto a lo que me
aqueja en una tiendecita para turistas llena a
reventar. Es una pulsera de tobillo de plata con corazones y
campanitas. Tintinea alegremente y solo cuesta
cinco euros. Me la pongo nada más comprármela. Esta soy
yo, estas son las cosas que me gustan.
Inmediatamente me siento más cómoda. No quiero perder el contacto
con la chica a la que le gustan esas cosas,
nunca. No solo estoy abrumada por el propio Christian, sino
también por lo rico que es. ¿Me acostumbraré
alguna vez a eso?
Taylor y Gaston me siguen diligentemente entre
las multitudes de última hora de la tarde y no tardo en
olvidarme de que están ahí. Quiero comprarle
algo a Christian, algo que aleje su mente de lo que está pasando
en Seattle. Pero ¿qué se le puede comprar a
alguien que lo tiene todo? Me detengo en una pequeña plaza
moderna rodeada de tiendas y me pongo a
estudiarlas una por una. Mientras miro una tienda de electrónica
me viene a la mente nuestra visita a la galería
unas horas antes y el día que visitamos el Louvre. Estábamos
contemplando la Venus de Milo cuando
Christian dijo algo que ahora resuena en mi cabeza: «Todos
admiramos las formas femeninas. Nos encanta
mirarlas tanto si están esculpidas en mármol como si se ven
reproducidas en óleos, sedas o películas».
Eso me da una idea, una un poco atrevida. Pero
necesito ayuda para elegir y solo hay una persona que
puede ayudarme. Saco la BlackBerry de mi bolso
con alguna dificultad y llamo a José.
—¿Sí? —dice con voz adormilada.
—José, soy Ana.
—¡Ana, hola! ¿Dónde estás? ¿Estás bien? —Ahora
suena más alerta; está preocupado.
—Estoy en Cannes, en el sur de Francia. Y estoy
bien.
—En el sur de Francia, ¿eh? ¿En un hotel de
lujo?
—Mmm… no. Estamos en un barco.
—¿Un barco?
—Uno grande… y lujoso —especifico con un
suspiro.
—Ya veo. —Su tono se ha vuelto frío… Mierda, no
debería haberle llamado. Esto es lo último que
necesito ahora mismo.
—José, necesito tu consejo.
—¿Mi consejo? —Suena asombrado—. Claro —dice y
esta vez suena mucho más amable. Le cuento mi
plan.
Dos horas después, Taylor me ayuda a salir de
la lancha motora y a subir por la escalerilla hasta la cubierta.
Gaston está ayudando a los miembros de la
tripulación con la moto de agua. A Christian no se le ve por
ninguna parte y yo me escabullo al camarote
para envolver su regalo, sintiendo un placer infantil.
—Has estado fuera un buen rato. —Christian me
sorprende justo cuando estoy poniendo el último trozo de
celo. Me giro y lo encuentro de pie en el
umbral de la puerta del camarote, mirándome fijamente. ¿Voy a
tener problemas por lo de la moto de agua? ¿O
será por lo del fuego en la oficina?
—¿Todo está controlado en la oficina? —le
pregunto.
—Más o menos —dice y una expresión irritada
cruza momentáneamente su cara.
—He estado haciendo compras. —Espero que eso le
mejore el humor y rezo para que esa irritación que
veo no esté dirigida a mí. Me sonríe con
ternura y sé que nosotros estamos bien.
—¿Qué has comprado?
—Esto. —Pongo el pie sobre la cama y le enseño
la pulsera de tobillo.
—Muy bonita —dice. Se acerca y roza las
campanitas para que tintineen dulcemente junto a mi tobillo.
Frunce el ceño y me roza con suavidad la marca
roja, lo que hace que me cosquillee toda la pierna.
—Y esto. —Le tiendo la caja para intentar
distraerle.
—¿Es para mí? —me pregunta sorprendido. Asiento
tímidamente. Coge la caja y la agita un poco. Me
dedica una sonrisa infantil y deslumbrante y se
sienta a mi lado en la cama. Se inclina, me coge la barbilla y
me da un beso—. Gracias —me dice con una
felicidad tímida.
—Pero si todavía no lo has abierto…
—Seguro que me encanta, sea lo que sea. —Me
mira con los ojos brillantes—. No me hacen muchos
regalos, ¿sabes?
—Es difícil comprarte algo, porque ya lo tienes
todo.
—Te tengo a ti.
—Es verdad. —Le sonrío. Oh, y qué verdad,
Christian…
Desenvuelve el regalo en cuestión de segundos.
—¿Una Nikon? —Me mira perplejo.
—Sé que tienes una cámara digital pequeña, pero
esta es para… eh… retratos y esas cosas. Tiene dos
lentes.
Parpadea sin comprender.
—Hoy en la galería te han gustado mucho las
fotos de Florence D’Elle. Y me he acordado de lo que me
dijiste en el Louvre. Y, bueno, también están
esas otras fotografías… —Trago saliva y hago un esfuerzo por
no pensar en las fotos que encontré en su
armario.
Él contiene la respiración y abre mucho los
ojos cuando comprende al fin. Sigo hablando de forma
atropellada antes de que pierda toda la
valentía.
—He pensado que tal vez… eh… te gustaría hacer
fotos… de mi cuerpo.
—¿Fotos? ¿Tuyas? —Me mira con la boca abierta,
ignorando la caja que tiene en el regazo.
Asiento intentando desesperadamente evaluar su
reacción. Finalmente devuelve su atención a la caja y
sigue con los dedos el contorno de la
ilustración de la cámara que hay en la tapa con reverencia y fascinación.
¿Qué estará pensando? No es la reacción que
esperaba y mi subconsciente me observa como si fuera una
animal de granja domesticado. Christian nunca
reacciona como yo espero. Levanta la vista de nuevo con los
ojos llenos de… ¿qué? ¿Dolor?
—¿Por qué has pensado que podría querer algo
así? —me pregunta desconcertado.
¡No, no, no! Has dicho que te iba a encantar…
—¿No lo quieres? —le pregunto negándome a
escuchar a mi subconsciente, que se está cuestionando por
qué iba a querer nadie hacerme fotos eróticas a
mí. Christian traga saliva y se pasa una mano por el pelo.
Parece tan perdido, tan confuso. Inspira
profundamente.
—Para mí esas fotos eran como una póliza de
seguros, Ana. He convertido a las mujeres en objetos
durante mucho tiempo. —Hace una pausa incómoda.
—¿Y te parece que hacerme fotos es… convertirme
en un objeto a mí también? —Me quedo sin aire y
pálida cuando toda la sangre abandona mi cara.
Cierra los ojos con fuerza.
—Estoy muy confundido —susurra. Cuando abre los
ojos de nuevo se ven perdidos y llenos de pura
emoción.
Mierda. ¿Es por mí? ¿Por mis preguntas de antes
sobre su madre biológica? ¿Por el incendio en la oficina?
—¿Por qué dices eso? —le pregunto en voz baja.
Tengo la garganta atenazada por el pánico. Creía que
estaba feliz. Que los dos lo estábamos. Creía
que le estaba haciendo feliz. No quiero confundirle. ¿O sí? Mi
mente empieza a funcionar a toda velocidad. No
ha visto al doctor Flynn en tres semanas. ¿Es eso? ¿Esa es la
razón para que este así? Mierda, ¿debería
llamar al doctor? Pero en un momento posiblemente único de
extraordinaria profundidad y claridad consigo
entenderlo: el incendio, Charlie Tango, la moto de agua… Está
asustado. Tiene miedo por mí y verme esas
marcas en la piel solo lo ha empeorado. Ha estado todo el día
fijándose en ellas, sintiéndose mal, y no está
acostumbrado a sentirse incómodo por su forma de infligir dolor.
Solo pensarlo me provoca un escalofrío.
Se encoge de hombros y una vez más sus ojos se
van a mi muñeca, donde estaba la pulsera que me ha
comprado. ¡Bingo!
—Christian, estas marcas no importan —le
aseguro levantando la muñeca y señalando la marca—. Me
diste una palabra de seguridad. Mierda,
Christian… Lo de ayer fue divertido. Disfruté. No te machaques con
eso. Me gusta el sexo duro, ya te lo he dicho.
—Me ruborizo hasta ponerme escarlata a la vez que intento
sofocar el pánico que empiezo a sentir.
Me mira fijamente y no tengo ni idea de lo que
está pensando. Tal vez esté sopesando mis palabras.
Continúo tartamudeando un poco.
—¿Es por el incendio? ¿Crees que hay alguna
conexión con lo de Charlie Tango? ¿Por eso estás
preocupado? Habla conmigo, Christian, por
favor.
No aparta la mirada de mí pero tampoco dice
nada y el silencio se cierne sobre nosotros otra vez, como esta
misma tarde. ¡Maldita sea! No me va a decir
nada, lo sé.
—No le des más vueltas a esto, Christian —le
regaño en voz baja y las palabras resuenan en mi cabeza,
removiendo un recuerdo del pasado reciente: lo
que él me dijo acerca de su estúpido contrato. Extiendo la
mano, cojo la caja de su regazo y la abro. Me
observa pasivamente, como si fuera una criatura extraterrestre
fascinante. Sé que el vendedor de la tienda,
muy amablemente, ha dejado la cámara lista para usarla, así que
la saco de la caja y le quito la tapa a la
lente. Le apunto y su hermosa cara llena de ansiedad queda justo en el
centro del marco. Pulso el botón y lo mantengo
presionado y diez fotos de la expresión alarmada de Christian
quedan capturadas digitalmente para la
posteridad.
—Pues yo te acabo de convertir en un objeto a
ti —le digo volviendo a pulsar el obturador. En el último
momento sus labios se curvan casi
imperceptiblemente. Vuelvo a pulsarlo y esta vez está sonriendo… Una
sonrisita, pero sonrisa al fin y al cabo. Pulso
el botón otra vez y veo que se relaja físicamente y hace un
mohín, completamente falso, un ridículo mohín
de personaje de Acero azul y eso me hace reír. Oh, gracias a
Dios. El señor Temperamental ha vuelto… Y nunca
me he alegrado tanto de verlo.
—Creía que era un regalo para mí —dice
enfurruñado, aunque creo que es fingido.
—Bueno, se suponía que tenía que ser algo
divertido, pero parece que es un símbolo de la opresión de la
mujer —le respondo haciéndole más fotos y
viendo en un primer plano como la diversión crece en su cara.
Entonces sus ojos se oscurecen y su expresión
se vuelve depredadora.
—¿Quieres sentirte oprimida? —susurra con una
voz suave como la seda.
—No. Oprimida no… —murmuro a la vez que le hago
otra foto.
—Yo podría oprimirla muy bien, señora Grey —me
amenaza con voz ronca.
—Sé que puede, señor Grey. Y lo hace con
frecuencia.
Su cara se pone triste. Mierda. Bajo la cámara
y le miro.
—¿Qué pasa, Christian? —Mi voz rezuma
frustración. ¡Dímelo!
No dice nada. ¡Arrrggg! Me saca de quicio. Me
acerco la cámara al ojo otra vez.
—Dímelo —insisto.
—No pasa nada —dice y de repente desaparece del
visor. En un movimiento rápido y ágil tira la caja de la
cámara al suelo del camarote, me agarra, me
tumba sobre la cama y se sienta a horcajadas sobre mí.
—¡Oye! —exclamo y le hago más fotos mientras me
sonríe con oscura resolución. Agarra la cámara por la
lente y la fotógrafa se convierte en la
fotografiada cuando me apunta con la Nikon y presiona el botón del
obturador.
—¿Así que quiere que le haga fotos, señora
Grey? —me dice divertido. De su cara no puedo ver más que
el pelo alborotado y la amplia sonrisa de su
boca bien delineada—. Bien, pues para empezar, creo que
deberías estar riéndote —continúa y me hace
cosquillas sin piedad bajo las costillas, lo que hace que chille,
me retuerza, me ría y le agarre la muñeca en un
vano intento de detenerle. Su sonrisa se hace más amplia y
vuelve a hacerme fotos.
—¡No! ¡Para! —le grito.
—¿Estás de broma? —gruñe y deja la cámara a un
lado para poder torturarme con ambas manos.
—¡Christian! —protesto sin dejar de reírme y de
resoplar. Nunca me había hecho cosquillas antes. ¡Joder,
basta! Muevo la cabeza de lado a lado e intento
escapar de debajo de su cuerpo y apartarle las manos sin dejar
de reír, pero es implacable. No deja de
sonreír, disfrutando de mi tormento.
—¡Christian, para! —le suplico y se detiene de
repente. Me coge las dos manos, me las sujeta a ambos
lados de la cabeza y se inclina sobre mí. Estoy
sin aliento, jadeando por la risa. Su respiración es tan agitada
como la mía y me está mirando con… ¿qué? Mis
pulmones dejan de funcionar. ¿Asombro? ¿Amor?
¿Veneración? Dios, esa mirada…
—Eres. Tan. Hermosa —dice entre jadeos.
Le miro a esa cara que tanto quiero hipnotizada
por la intensidad de su mirada; es como si me estuviera
viendo por primera vez. Se inclina más, cierra
los ojos y me besa, embelesado. Su respuesta despierta mi
libido… Verle así, anulado, por mí… Oh, Dios
mío… Me suelta las manos y enrosca los dedos en mi pelo,
manteniéndome donde estoy sin ejercer fuerza.
Mi cuerpo se eleva y se llena de excitación en respuesta a su
beso. Y de repente cambia la naturaleza del
beso; ya no es dulce y lleno de veneración y admiración. Ahora
se vuelve carnal, profundo, devorador… Su
lengua me invade la boca, cogiendo y no dando, en un beso con
un punto desesperado y necesitado. Mientras el
deseo se va extendiendo por mi sangre, despertando a los
músculos y los tendones a su paso, siento un
escalofrío de alarma.
Oh, Cincuenta, ¿qué pasa?
Inspira bruscamente y gruñe.
—Oh, pero qué haces conmigo… —murmura, salvaje
y perdido. Con un movimiento rápido se tumba
sobre mí y me aprieta contra el colchón. Con
una mano me coge la barbilla y con la otra me recorre el cuerpo,
los pechos, la cintura, la cadera y el culo.
Vuelve a besarme y mete la pierna entre las mías, me levanta la
rodilla y se aprieta contra mí, con la erección
tensando su ropa y presionando contra mi sexo. Doy un
respingo y gimo junto a sus labios, perdiendo
de la cabeza por la pasión. No hago caso a las alarmas distantes
que suenan en el fondo de mi mente. Sé que me
desea, que me necesita y cuando intenta comunicarse
conmigo, esta es su forma preferida de
expresión. Le beso con total abandono, deslizando los dedos entre su
pelo, cerrando las manos y aferrándome con
fuerza. Sabe tan bien y huele a Christian, mi Christian.
De repente se para, se levanta y tira también
de mí de modo que me quedo de pie delante de él, todavía
perpleja. Me desabrocha el botón de los
pantalones cortos y se arrodilla apresuradamente para bajármelos
junto con las bragas de un tirón. Antes de que
me dé tiempo a respirar de nuevo, estoy otra vez tirada sobre la
cama debajo de él, que ya se está desabrochando
la bragueta. ¡Uau! No se va a quitar la ropa ni a mí la
camiseta. Me sujeta la cabeza y sin ningún tipo
de preámbulo se introduce en mi interior con una embestida,
haciendo que dé un grito, más de sorpresa que
de ninguna otra cosa. Oigo el siseo de su respiración entre
dientes.
—Sssí —susurra junto a mi oído.
Se queda quieto y después gira la cadera una
vez para introducirse más adentro, haciéndome gemir.
—Te necesito —gruñe con la voz baja y ronca. Me
roza la mandíbula con los dientes, mordiendo,
succionando y después me besa otra vez con
brusquedad. Le rodeo con las piernas y los brazos, acunándolo
y apretándolo contra mí, decidida a hacer
desaparecer lo que sea que le preocupa.
Empieza a moverse una y otra vez, frenético,
primitivo, desesperado. Yo, antes de perderme en ese ritmo
loco que ha establecido, me pregunto una vez
más qué le estará llevando a esto, qué le preocupa. Pero mi
cuerpo toma el control y ahoga el pensamiento,
acelerando y aumentando las sensaciones hasta que me
inundan y voy al encuentro de cada embestida.
Escucho su respiración difícil, trabajosa y feroz junto a mi
oreja. Sé que está perdido en mí. Gimo en voz
alta y jadeo. Esa necesidad que tiene de mí es tremendamente
erótica. Estoy llegando… llegando… y él me está
llevando más allá, abrumándome, arrastrándome con él.
Esto es lo que quiero. Lo quiero tanto… por él
y por mí.
—Córrete conmigo —jadea y se eleva un poco de
forma que tengo que soltarle—. Abre los ojos —me
ordena—. Necesito verte. —Su voz es urgente,
implacable.
Parpadeo para abrir los ojos un momento y lo
veo sobre mí: la cara tensa por la pasión, los ojos salvajes y
brillantes. Su pasión y su amor son mi
liberación y cuando veo la señal dejo que me embargue el orgasmo,
echo atrás la cabeza y mi cuerpo late a su
alrededor.
—¡Oh, Ana! —grita y se une a mi clímax, empujando
hacia mi interior. Después se queda quieto y cae
sobre mí. Rueda hacia un lado para que yo quede
encima. Él sigue en mi interior. Cuando los efectos del
orgasmo remiten y mi cuerpo se calma, quiero
hacer un comentario sobre eso de ser convertida en objeto y
oprimida, pero me muerdo la lengua porque no
estoy segura de cuál es su estado de ánimo. Le miro para
examinarle la cara. Tiene los ojos cerrados y
me rodea con los brazos, abrazándome fuerte. Le doy un beso
en el pecho a través de la fina tela de su
camisa de lino.
—Dime, Christian, ¿qué ocurre? —le pregunto en
voz baja y espero nerviosa a ver si ahora, saciado por el
sexo, está dispuesto a contármelo. Siento que
me abraza un poco más fuerte, pero esa es su única respuesta.
No va a hablar.
La inspiración me surge de repente.
—Prometo serte fiel en la salud y en la
enfermedad, en lo bueno y en lo malo y en las alegrías y en las
penas —le digo en un susurro.
Se queda petrificado. Solo abre mucho sus ojos
insondables y me mira mientras sigo recitando los votos
matrimoniales.
—Y prometo quererte incondicionalmente,
apoyarte para que consigas tus objetivos y tus sueños, honrarte
y respetarte, reír y llorar contigo, compartir
tus esperanzas y tus sueños y darte consuelo en momentos de
necesidad. —Me detengo deseando que me hable.
Sigue observándome con los labios abiertos, pero no dice
nada—. Y amarte hasta que la muerte nos separe
—finalizo con un suspiro.
—Oh, Ana… —susurra y vuelve a moverse para que
quedemos el uno al lado del otro, lo que rompe
nuestro precioso contacto. Me acaricia la cara
con el dorso de los nudillos—. Prometo cuidarte y mantener en
lo más profundo de mi corazón esta unión y a ti
—susurra de nuevo, con la voz ronca—. Prometo amarte
fielmente, renunciando a cualquier otra, en lo
bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, nos lleve la
vida donde nos lleve. Te protegeré, confiaré en
ti y te guardaré respeto. Compartiré contigo las alegrías y las
penas y te consolaré en tiempos de necesidad.
Prometo que te amaré y animaré tus esperanzas y tus sueños y
procuraré que estés segura a mi lado. Todo lo
que era mío, es nuestro ahora. Te doy mi mano, mi corazón y
mi amor desde este momento y hasta que la
muerte nos separe.
Se me llenan los ojos de lágrimas. Su expresión
se suaviza y me mira.
—No llores —murmura deteniendo una lágrima con
el pulgar y enjugándomela.
—¿Por qué no hablas conmigo? Por favor,
Christian.
Cierra los ojos como si estuviera soportando un
gran dolor.
—Prometí darte consuelo en momentos de
necesidad. Por favor, no me hagas romper mis votos —le
suplico.
Suspira y abre los ojos. Tiene la expresión
sombría.
—Ha sido provocado —me dice sin más
explicaciones. De repente parece tan joven y tan vulnerable…
Oh, mierda.
—Y mi principal preocupación es que haya
alguien por ahí que va a por mí. Y si va a por mí… —Se
detiene, incapaz de continuar.
—Puede que me haga daño a mí —termino. Él se
queda pálido y veo que por fin he descubierto la raíz de
su ansiedad. Le acaricio la cara—. Gracias —le
digo.
Frunce el ceño.
—¿Por qué?
—Por decírmelo.
Niega con la cabeza y la sombra de una sonrisa
asoma a sus labios.
—Puede ser muy persuasiva, señora Grey.
—Y tú puedes estar rumiando y tragándote todos
sus sentimientos y preocupaciones hasta que revientes.
Seguro que te mueres de un infarto antes de
cumplir los cuarenta si sigues así, y yo te quiero a mi lado mucho
más tiempo.
—Tú sí que me vas a matar. Al verte en la moto
de agua… Casi me da un ataque al corazón. —Vuelve a
tumbarse en la cama, se tapa los ojos con el
brazo y siento que se estremece.
—Christian, es solo una moto de agua. Hasta los
niños montan en esas motos. Y cuando vayamos a tu casa
de Aspen y empiece a esquiar por primera vez,
¿cómo te vas a poner?
Abre la boca y se gira para mirarme. Me dan
ganas de reírme al ver la expresión de angustia que muestra
su cara.
—Nuestra casa —dice al fin.
Le ignoro.
—Soy una adulta, Christian, y mucho más dura de
lo que crees. ¿Cuándo vas a aprender eso?
Se encoge de hombros y frunce los labios. Creo
que es mejor cambiar de tema.
—¿Sabe la policía lo del incendio provocado?
—Sí —asegura con expresión seria.
—Bien.
—Vamos a reforzar la seguridad —me dice
práctico.
—Lo entiendo. —Bajo la mirada hacia su cuerpo.
Todavía lleva los pantalones cortos y la camisa y yo la
camiseta. Aquí te pillo, aquí te mato, un
placer conocerla, señora… Pensar eso me hace reír.
—¿Qué? —me pregunta Christian.
—Tú.
—¿Yo?
—Sí, tú. Todavía estás vestido.
—Oh. —Se mira, después me mira a mí y una
enorme sonrisa aparece en su cara—. Bueno, ya sabe lo
difícil que me resulta mantener las manos lejos
de usted, señora Grey… Sobre todo cuando te ríes como una
niña.
Oh, sí, las cosquillas. Ah… Las cosquillas… Me
muevo rápidamente y me coloco a horcajadas encima de
él, pero se da cuenta inmediatamente de mis
intenciones y me agarra las dos muñecas.
—No —me dice y lo dice en serio.
Hago un mohín, pero decido que no está
preparado para eso.
—No, por favor —me pide—. No puedo soportarlo.
Nunca me hicieron cosquillas cuando era pequeño. —
Se queda callado y yo relajo las manos para que
no tenga necesidad de sujetarme—. Veía a Carrick con Elliot
y Mia, haciéndoles cosquillas, y parecía muy
divertido pero yo… yo…
Le pongo el dedo índice sobre los labios.
—Chis, lo sé. —Le doy un suave beso en los
labios, justo donde hace un segundo estaba mi dedo, y
después me acurruco sobre su pecho. Ese dolor
familiar empieza a crecer dentro de mí y surge una vez más la
profunda compasión que siento en mi corazón por
la infancia de Christian. Sé que haría cualquier cosa por
ese hombre; le quiero tantísimo…
Me rodea con los brazos y hunde la nariz en mi
pelo, inhalando profundamente mientras me acaricia la
espalda. No sé cuánto tiempo estamos tumbados
así, pero al rato rompo el silencio que hay entre nosotros.
—¿Cuál ha sido la temporada más larga que has
pasado sin ver al doctor Flynn?
—Dos semanas. ¿Por qué? ¿Sientes una necesidad
irreprimible de hacerme cosquillas?
—No. —Río—. Creo que te ayuda.
Christian suelta una risa burlona.
—Más le vale. Le pago una buena suma de dinero
para que lo haga. —Me aparta el pelo y me gira la cara
para que lo mire. Levanto la cabeza y le miro a
los ojos.
—¿Está preocupada por mi bienestar, señora
Grey? —me pregunta.
—Una buena esposa se preocupa por el bienestar
de su amado esposo, señor Grey —sentencio mordaz.
—¿Amado? —susurra, y la conmovedora pregunta
queda en el aire entre los dos.
—Muy amado. —Me acerco para besarle y él me
dedica una sonrisa tímida.
—¿Quieres bajar a tierra a comer?
—Quiero comer donde tú prefieras.
—Bien. —Sonríe—. Pues a bordo es donde puedo
mantenerte segura. Gracias por el regalo. —Extiende la
mano y coge la cámara. Estira el brazo con ella
en la mano y nos hace una foto a los dos abrazándonos
después de las cosquillas, el sexo y la
confesión.
—Un placer. —Le devuelvo la sonrisa y los ojos
se le iluminan.
Paseamos por el opulento y dorado esplendor del
dieciochesco Palacio de Versalles. Lo que una vez fue un
modesto alojamiento para las cacerías, el Rey
Sol lo transformó en un magnífico y fastuoso símbolo de poder,
que, paradójicamente, antes de que acabara el
siglo XVIII presenció la caída del último monarca
absolutista.
La estancia más impresionante con diferencia es
la Galería de los Espejos. El sol de primera hora de la
tarde entra a raudales por las ventanas del
oeste, iluminando los espejos que se alinean uno detrás de otro en
la pared oriental y arrancando destellos de las
doradas hojas que lo decoran y de las enormes arañas de cristal.
Es imponente.
—Es interesante ver lo que creó un déspota
megalómano al que le gustaba aislarse rodeado de esplendor
—le digo a Christian, que está de pie a mi
lado. Me mira y ladea la cabeza, observándome con humor.
—¿Qué quiere decir con eso, señora Grey?
—Oh, no era más que una observación, señor
Grey. —Señalo con la mano lo que nos rodea. Sonriendo,
me sigue hasta el centro de la sala, donde me
detengo y admiro la vista: los espectaculares jardines que se
reflejan en los espejos y el no menos
espectacular Christian Grey, mi marido, cuyo reflejo me mira con ojos
brillantes y atrevidos.
—Yo construiría algo como esto para ti —me
asegura—. Solo para ver cómo la luz hace brillar tu pelo
como aquí y ahora. —Me coloca un mechón tras la
oreja—. Pareces un ángel. —Me da un beso bajo el
lóbulo de la oreja, me coge la mano y murmura—:
Nosotros, los déspotas, hacemos esas cosas por las
mujeres que amamos.
Me ruborizo, le sonrío tímidamente y le sigo
por la enorme estancia.
—¿En qué piensas? —me pregunta Christian y da
un sorbo a su café de después de cenar.
—En Versalles.
—Un poco ostentoso, ¿no? —me dice sonriendo.
Miro a mi alrededor, a la subestimada grandeza del
comedor del Fair Lady, y frunzo los labios—.
Esto no es nada ostentoso —añade Christian, un poco a la
defensiva.
—Lo sé. Es precioso. Es la mejor luna de miel
que una chica podría desear.
—¿De verdad? —me pregunta, sinceramente
sorprendido y con su sonrisita tímida.
—Por supuesto que sí.
—Solo nos quedan dos días. ¿Hay algo que
quieras ver o hacer?
—Únicamente estar contigo. —Se levanta de la
mesa, la rodea y me besa en la frente.
—¿Y vas a poder estar sin mí una hora? Tengo
que mirar mi correo para ver qué está pasando en casa.
—Claro —le digo sonriendo a la vez que intento
ocultar mi decepción por tener que estar una hora sin él.
¿Es raro que quiera estar con él todo el
tiempo?
—Gracias por la cámara —me dice y se encamina
al estudio.
En el camarote decido que yo también debería
ponerme al día con mi correo y abro el portátil. Tengo un
mensaje de mi madre y otro de Kate contándome
los últimos cotilleos y preguntándome cómo va la luna de
miel. Bueno, genial hasta que alguien ha
decidido quemar Grey Enterprises, Inc. Cuando termino de escribir
la respuesta a mi madre, un correo de Kate
entra en mi bandeja de entrada.
De: Katherine L. Kavanagh
Fecha: 17 de agosto de 2011 11:45
Para: Anastasia Grey
Asunto: ¡Oh, Dios mío!
Ana, me acabo de enterar del incendio en la oficina de Christian.
¿Se sabe si ha sido provocado?
K xox
¡Kate está conectada ahora mismo! Me lanzo a
abrir mi nuevo juguete (Skype) para ver si está conectada.
Escribo rápidamente un mensaje.
Ana: Hola, ¿estás ahí?
Kate: ¡SÍ, Ana! ¿Qué tal estás? ¿Cómo va la
luna de miel? ¿Has visto mi correo? ¿Sabe ya Christian lo del incendio?
Ana: Estoy bien. La luna de miel genial. Sí, he
visto tu correo. Sí, Christian lo sabe.
Kate: Me lo suponía. No se sabe mucho de lo que
ha pasado. Y Elliot no quiere contarme nada.
Ana: ¿Vas tras una historia, Kate?
Kate: Qué bien me conoces…
Ana: Christian tampoco me ha contado mucho.
Kate: ¡A Elliot se lo ha contado Grace!
¡Oh, no! Estoy segura de que Christian no
quiere que eso se vaya contando por todo Seattle. Intento mi
técnica de distracción patentada para la tenaz
Katherine Kavanagh.
Ana: ¿Cómo están Elliot y Ethan?
Kate: A Ethan lo han aceptado en el curso de
psicología en Seattle para hacer el máster. Elliot es adorable.
Ana: Bien por Ethan.
Kate: ¿Qué tal tu ex dominante favorito?
Ana: ¡Kate!
Kate: ¿Qué?
Ana: ¡YA SABES QUÉ!
Kate: Perdona…
Ana: Está bien. Más que bien.
Kate: Bueno, mientras tú seas feliz, yo
también.
Ana: Estoy pletóricamente feliz.
Kate: Tengo que irme corriendo. ¿Hablamos
luego?
Ana: No sé. Tendrás que comprobar si sigo
conectada. ¡La diferencia horaria es una mierda!
Kate: Sí, cierto. Te quiero, Ana.
Ana: Yo a ti también. Hasta luego. x
Kate: Hasta luego. <3 o:p="">3>
Seguro que Kate sigue de cerca esta historia.
Pongo los ojos en blanco y cierro Skype para que Christian
no pueda ver ese chat. No le gustaría el
comentario del ex dominante. Además no estoy segura de que se
pueda decir que es ex…
Suspiro en voz alta. Kate lo sabe desde nuestra
noche de borrachera tres semanas antes de la boda, cuando
al fin sucumbí a las insistentes preguntas de
Kate Kavanagh. Fue un alivio contárselo a alguien al fin.
Miro el reloj. Ha pasado más o menos una hora
desde la cena y ya empiezo a echar de menos a mi marido.
Vuelvo a cubierta para ver si ha terminado lo
que estaba haciendo.
Estoy en la Galería de los Espejos y Christian
está de pie a mi lado, sonriéndome con amor y ternura.
«Pareces un ángel.» Le sonrío, pero cuando miro
al espejo estoy de pie sola y la sala es gris y no tiene ningún
adorno. ¡No! Giro la cabeza para volver a ver
su cara, pero ahora su sonrisa es triste y nostálgica. Me coloca
un mechón de pelo detrás de la oreja. Después
se vuelve sin decir una palabra y se aleja lentamente. Sus
pasos resuenan entre los espejos mientras cruza
la enorme sala hacia las ornamentadas puertas dobles que hay
al final. Un hombre solo, sin reflejo…
Y entonces me despierto, boqueando para poder
respirar, ahogada por el pánico.
—¿Qué pasa? —me susurra desde la oscuridad a mi
lado, con la voz teñida de preocupación.
Oh, está aquí. Está bien. Me lleno de alivio.
—Oh, Christian… —Todavía estoy intentando que
los latidos de mi corazón recuperen su velocidad
normal. Me abraza y solo entonces me doy cuenta
de que tengo lágrimas corriéndome por la cara.
—Ana, ¿qué te ocurre? —Me acaricia la mejilla
para enjugarme las lágrimas. Hay angustia en esa
pregunta.
—Nada. Una estúpida pesadilla.
Me besa la frente y las mejillas surcadas de
lágrimas para consolarme.
—Solo es un mal sueño, cariño. Estoy aquí. Yo
te protegeré.
Me dejo envolver por su olor y me acurruco
contra él intentando olvidar la pérdida y la devastación que he sentido en el sueño. Y en ese momento me doy
cuenta de que mi miedo más profundo y oscuro es perderle.
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