Me miro horrorizada las marcas rojas que tengo por toda la piel
alrededor de los pechos. ¡Chupetones!
¡Estoy llena de chupetones! Estoy casada con
uno de los hombres de negocios más respetados de
Estados Unidos y me ha llenado el cuerpo de
chupetones… ¿Cómo no me he dado cuenta de que me estaba
dejando todas esas marcas? Me sonrojo. Sé
perfectamente cómo: en esos momentos el señor Orgásmico
estaba desplegando sus increíbles habilidades
sexuales conmigo.
Mi subconsciente me mira por encima de los
cristales de las gafas de media luna y chasquea la lengua con
desaprobación, mientras la diosa que llevo
dentro duerme apaciblemente en su chaise-longue, fuera
de
combate. Observo mi reflejo con la boca
abierta. Tengo hematomas rojos alrededor de las muñecas por las
esposas. Ya me avisó de que dejaban marcas.
Examino mis tobillos; más hematomas. Joder, parece que haya
sufrido un accidente.
Sigo mirándome, intentando reconocerme. Mi
cuerpo está tan diferente últimamente… Ha cambiado de
forma sutil desde que le conozco. Ahora estoy
más delgada y en mejor forma y tengo el pelo brillante y bien
cortado. Me he hecho la manicura, la pedicura y
llevo las cejas perfectamente depiladas. Por primera vez en
mi vida voy bien arreglada (excepto por esas
horribles marcas de mordiscos).
Pero no quiero pensar en tratamientos de
belleza ahora mismo. Estoy demasiado enfadada. ¿Cómo se
atreve a marcarme así, como si fuera un
adolescente? En el poco tiempo que llevamos juntos nunca me había
hecho chupetones. Estoy horrible. No sé por qué
me ha hecho esto. Maldito obseso del control. ¡Pues no
pienso tolerarlo! Mi subconsciente cruza los
brazos por debajo de su pecho pequeño. Esta vez se ha pasado.
Salgo pisando fuerte del baño y entro en el vestidor,
evitando a propósito mirar en su dirección. Me quito la
bata y me pongo un pantalón de chándal y una
camisola. Me suelto la trenza, cojo un cepillo del pelo del
tocador y me peino para quitarme los nudos.
—Anastasia —me llama Christian y noto ansiedad
en su voz—, ¿estás bien?
Le ignoro. ¿Que si estoy bien? Pues no, no
estoy bien. Con lo que me ha hecho, dudo que pueda ponerme
un bañador, y mucho menos uno de esos biquinis
ridículamente caros durante lo que queda de luna de miel.
Pensar eso me enfurece. Pero ¿cómo se ha
atrevido? Que si estoy bien… Me hierve la sangre. ¡Yo también sé
comportarme como una adolescente! Regreso al
dormitorio, le tiro el cepillo del pelo, me giro y vuelvo a salir,
no sin antes ver su expresión asombrada y su
rápida reacción de levantar el brazo para protegerse la cabeza,
lo que provoca que el cepillo rebote
inútilmente contra su antebrazo y aterrice en la cama.
Salgo del camarote hecha una furia, subo por
las escaleras y salgo a la cubierta para dirigirme como una
exhalación a la proa. Necesito un poco de
espacio para calmarme. Está oscuro pero el aire es templado. La
brisa cálida huele a Mediterráneo y a los
jazmines y buganvillas de la costa. El Fair Lady surca sin esfuerzo el
tranquilo mar color cobalto y yo apoyo los codos
sobre la barandilla de madera, mirando la costa lejana en la
que parpadean y titilan unas luces diminutas.
Inspiro hondo despacio y empiezo a calmarme lentamente. Noto
su presencia detrás de mí antes de oírle.
—Estás enfadada conmigo —susurra.
—No me digas, Sherlock.
—¿Muy enfadada?
—De uno a diez, estoy un cincuenta. Muy
apropiado, ¿verdad?
—Oh, tanto… —Suena sorprendido e impresionado a
la vez.
—Sí. A punto de llegar a la violencia —le digo
con los dientes apretados.
Se queda callado y yo me giro y le miro con el
ceño fruncido. Él me devuelve la mirada con los ojos muy
abiertos y llenos de precaución. Sé por su
expresión y porque no ha hecho intento de tocarme que no está
muy seguro del terreno que pisa.
—Christian, tienes que dejar de intentar meterme
en vereda por tu cuenta. Ya dejaste claro cuál era el
problema en la playa. Y de una forma muy
eficaz, si no recuerdo mal.
Se encoge de hombros.
—Bueno, así seguro que no te vuelves a quitar
la parte de arriba del biquini —dice en voz baja e irascible.
¿Y eso justifica lo que me ha hecho? Le miro
fijamente.
—No me gusta que me dejes marcas. No tantas,
por lo menos. ¡Eso es un límite infranqueable! —le digo
con furia.
—Y a mí no me gusta que te quites la ropa en
público. Eso es un límite infranqueable para mí —gruñe.
—Creo que eso ya había quedado claro —respondo
con los dientes apretados—. ¡Mírame! —Me bajo el
cuello de la camisola para que me vea la parte
superior de los pechos.
Los ojos de Christian no abandonan mi cara y su
expresión es cautelosa y vacilante. No está acostumbrado
a verme así de enfadada. ¿Es que no ve lo que
ha hecho? ¿No ve lo ridículo que está siendo? Quiero gritarle,
pero me contengo. Es mejor no presionarle
demasiado, porque Dios sabe lo que haría. Al fin suspira y me
tiende las manos con las palmas hacia arriba en
un gesto resignado y conciliador.
—Vale —dice en un tono apaciguador—. Lo
entiendo.
¡Aleluya!
—¡Bien!
Se pasa una mano por el pelo.
—Lo siento. Por favor, no te enfades conmigo.
—Parece arrepentido… y ha utilizado las mismas palabras
que yo le dije a él en la playa.
—A veces eres como un adolescente —le regaño
testaruda, pero ya no hay enfado en mi voz y él se da
cuenta.
Se acerca y alza lentamente la mano para
colocarme el pelo detrás de la oreja.
—Lo sé —reconoce en voz baja—. Tengo mucho que
aprender.
Las palabras del doctor Flynn resuenan en mi
cabeza: «Emocionalmente, Christian es un adolescente, Ana.
Pasó totalmente de largo por esa fase de su
vida. Él ha canalizado todas sus energías en triunfar en el mundo
de los negocios, y ha superado todas las
expectativas. Tiene que poner al día su universo emocional».
El corazón se me ablanda un poco.
—Los dos tenemos mucho que aprender. —Suspiro y
yo también levanto la mano para ponérsela sobre el
corazón. No se aparta como hacía antes, pero se
pone tenso. Cubre mi mano con la suya y sonríe
tímidamente.
—Yo he aprendido que tiene usted un buen brazo
y mejor puntería, señora Grey. Si no lo veo no me lo
creo. Te subestimo constantemente y tú siempre
me sorprendes.
Levanto una ceja.
—Eso es por las prácticas de lanzamientos con
Ray. Sé lanzar y disparar directa a la diana, señor Grey.
Más vale que lo tenga en cuenta.
—Intentaré no olvidarlo, señora Grey, o me
ocuparé de que todos los objetos susceptibles de convertirse en
proyectiles estén clavados y de que no tenga
acceso a ningún arma.
Sonríe.
Yo le respondo también con una sonrisa y
entorno los ojos.
—Soy una chica con recursos.
—Cierto —susurra y me suelta la mano para
abrazarme. Me atrae hacia él y hunde la nariz en mi pelo. Yo
también le rodeo con mis brazos, abrazándole
fuerte, y siento que la tensión abandona su cuerpo mientras me
acaricia—. ¿Me has perdonado?
—¿Y tú a mí?
Siento su sonrisa.
—Sí —responde.
—Ídem.
Nos quedamos de pie abrazados y mi
resentimiento queda atrás. Huele muy bien, adolescente o no. ¿Cómo
me voy a resistir?
—¿Tienes hambre? —me pregunta un momento
después. Tengo los ojos cerrados y la cabeza apoyada en
su pecho.
—Sí. Estoy muerta de hambre. Toda esa… eh…
actividad me ha abierto el apetito. Pero no voy vestida
para cenar. —Seguro que en el comedor me miran
raro si aparezco con pantalón de chándal y camisola.
—A mí me parece que vas bien, Anastasia.
Además, el barco es nuestro toda la semana. Podemos
vestirnos como nos dé la gana. Digamos que hoy
es el martes informal en la Costa Azul. De todas formas, he
pensado que podíamos cenar en cubierta.
—Sí, me apetece.
Me da un beso, un beso que dice «perdóname» con
absoluta sinceridad, y después los dos caminamos de la
mano hasta la proa, donde nos espera un gazpacho.
El camarero nos sirve la crème brûlée y se retira discretamente.
—¿Por qué siempre me trenzas el pelo? —le
pregunto a Christian por curiosidad. Estamos sentados el uno
junto al otro en la mesa y tengo la pantorrilla
enroscada con la suya. Estaba a punto de coger la cucharilla,
pero se detiene un momento y frunce el ceño.
—Porque no quiero que se te quede enganchado el
pelo en nada —me dice en voz baja y se queda perdido
en sus pensamientos un instante—. Es una
costumbre, supongo —añade como pensando en voz alta. De
repente su ceño se hace más profundo, abre
mucho los ojos y las pupilas se le dilatan por una súbita
inquietud.
¿Qué habrá recordado? Es algo doloroso, algún
recuerdo de su primera infancia, creo. No quiero que se
acuerde de esas cosas. Me acerco y le pongo el
dedo índice sobre los labios.
—No importa. No necesito saberlo. Solo tenía
curiosidad. —Le dedico una sonrisa cálida y
tranquilizadora. Sigue con la mirada perdida,
pero poco después se relaja visiblemente con alivio evidente.
Me inclino y le beso la comisura de la boca—.
Te quiero —susurro. Él me dedica esa sonrisa dolorosamente
tímida y yo me derrito—. Siempre te querré,
Christian.
—Y yo a ti —responde con un hilo de voz.
—¿A pesar de que sea desobediente? —Alzo una
ceja.
—Precisamente porque lo eres, Anastasia. —Me
sonríe.
Rompo con la cucharilla la capa de azúcar
quemado del postre y niego con la cabeza. ¿Voy a entender a
este hombre alguna vez? Mmm… La crème brûlée está deliciosa.
Cuando el camarero retira los platos del
postre, Christian coge la botella de vino rosado y me rellena la copa.
Compruebo que estamos solos y le pregunto:
—¿De qué iba eso de no ir al baño?
—¿De verdad quieres saberlo? —me pregunta con
media sonrisa y los ojos iluminados por un brillo
lujurioso.
—¿Quiero? —Le miro a través de las pestañas y
le doy un sorbo al vino.
—Cuanto más llena tengas la vejiga, más intenso
será el orgasmo, Ana.
Me ruborizo.
—Ya veo. —Oh… Eso explica muchas cosas.
Él sonríe y parece saber mucho más de lo que
dice. ¿Siempre voy a ir un paso por detrás del señor Experto
en el Sexo?
—Eh, bueno… —Busco desesperadamente a mi
alrededor algo que me permita cambiar de tema. Él se
compadece de mí.
—¿Qué quieres hacer el resto de la noche?
—Ladea la cabeza y me dedica una sonrisa torcida.
Lo que tú quieras… ¿Probar esa teoría otra vez,
quizá? Me encojo de hombros.
—Yo sé lo que quiero hacer —susurra. Coge su
copa de vino, se levanta y me tiende la mano—. Ven.
Le cojo la mano y él me lleva al salón
principal.
Su iPod está conectado a los altavoces que hay
encima del aparador. Lo enciende y escoge una canción.
—Baila conmigo —dice atrayéndome hacia sus
brazos.
—Si insistes…
—Insisto, señora Grey.
Empieza una melodía provocativa y pegadiza. ¿Es
un baile latino? Christian me sonríe y empieza a
moverse, arrastrándome con su ritmo y
desplazándome por todo el salón.
Un hombre con la voz como caramelo fundido
empieza a cantar. Es una canción que me suena, pero no sé
de qué. Christian me inclina hacia atrás y
suelto un grito por la sorpresa y río. Él sonríe con los ojos llenos de
diversión. Me levanta de nuevo y me hace girar
bajo su brazo.
—Bailas tan bien… —le comento—. Haces que
parezca que yo sé bailar.
Sonríe enigmático pero no dice nada y me
pregunto si será porque está pensando en ella… En la señora
Robinson, la mujer que le enseñó a bailar… y a
follar. Hacía tiempo que no pensaba en ella. Christian no la
ha mencionado desde su cumpleaños, y por lo que
yo sé, su relación empresarial ha terminado. Pero tengo
que admitir (a regañadientes) que era una buena
maestra.
Vuelve a inclinarme y me da un beso suave en
los labios.
—«Echaré de menos tu amor…» —tarareo la letra
de la canción.
—Yo haría más que echar de menos tu amor —me
dice a la vez que me hace girar de nuevo. Me canta
bajito al oído y me derrite por dentro.
La canción termina y Christian me mira con los
ojos oscuros y ardientes, ya sin rastro de humor. Me quedo
sin aliento.
—¿Quieres venir a la cama conmigo? —me dice en
un murmullo. Es una súplica sincera que me ablanda el
corazón.
Christian, ya te dije «sí, quiero» hace dos
semanas y media… Pero sé que es su forma de pedir disculpas y
de asegurarse de que todo está bien entre los
dos después de la discusión.
Cuando despierto el sol entra por los ojos de
buey y su reflejo en el agua se proyecta en el techo del camarote
formando brillantes dibujos caprichosos. A
Christian no se le ve por ninguna parte. Me estiro y sonrío.
Mmm… Me apunto para tener sexo de castigo y
después sexo de reconciliación cualquier día. Es como
acostarse con dos hombres diferentes: el
Christian furioso y el dulce que intenta compensarme con todos los
medios a su alcance. Es difícil decidir cuál me
gusta más.
Me levanto y voy al baño. Al abrir la puerta me
encuentro a Christian dentro afeitándose desnudo, solo
cubierto con una toalla en la cintura. Se gira
y me sonríe; no le importa que le haya interrumpido. He
descubierto que Christian nunca cierra la
puerta con el pestillo si es la única persona en la habitación; no
tengo ni idea de por qué lo hace pero tampoco
quiero pensarlo mucho.
—Buenos días, señora Grey —me dice. Irradia
buen humor.
—Buenos días tenga usted. —Le sonrío y me quedo
mirándole mientras se afeita. Me encanta. Levanta la
barbilla y se pasa la maquinilla por debajo con
pasadas largas y deliberadas. Sin darme cuenta me pongo a
imitar sus movimientos. Tiro del labio superior
hacia abajo igual que hace él para afeitarse la hendidura. Se
gira y se ríe de lo que estoy haciendo, todavía
con la mitad de la cara cubierta de jabón de afeitar.
—¿Disfrutando del espectáculo? —me pregunta.
Oh, Christian, podría quedarme mirándote
durante horas.
—Es uno de mis favoritos —le digo y él se
inclina y me da un beso rápido, manchándome la cara de jabón.
—¿Quieres que vuelva a hacértelo? —me dice en
un susurro malicioso y me señala la maquinilla.
Frunzo los labios.
—No —le contesto fingiendo enfurruñarme—. La
próxima vez me haré la cera.
Recuerdo lo bien que se lo pasó Christian en
Londres cuando descubrió que, durante una de sus reuniones
en la ciudad, yo me había entretenido
afeitándome todo el vello púbico por pura curiosidad. Pero claro, mi
forma de afeitarme no cumplía con los rigurosos
estándares del señor Exigente…
—Pero ¿qué diablos has hecho? —exclama
Christian.
No puede evitar poner una expresión de
horrorizada diversión. Se sienta en la cama de la suite del Brown’s
Hotel, cerca de Piccadilly, enciende la luz de
la mesilla y me mira boquiabierto. Debe de ser medianoche. Me
pongo del color de las sábanas del cuarto de
juegos e intento tirar del camisón de seda para que no pueda
verlo. Me coge la mano para detenerme.
—¡Ana!
—Me he… eh… afeitado.
—Ya veo. Pero ¿por qué? —Está sonriendo de
oreja a oreja.
Me tapo la cara con las manos. ¿Por qué me da
tanta vergüenza?
—Oye —me dice bajito y me aparta la mano—, no
te escondas. —Se está mordiendo el labio para no
reírse—. Dime, ¿por qué? —Sus ojos bailan
risueños. ¿Por qué le parece tan divertido?
—No te rías de mí.
—No me estoy riendo de ti. Lo siento, es que
estoy… encantado —dice al fin.
—Oh…
—Dímelo. ¿Por qué?
Inspiro hondo.
—Esta mañana, cuando te fuiste a la reunión, me
estaba duchando y empecé a pensar en todas tus normas.
Él parpadea. Ha desaparecido el humor de su
expresión y ahora me mira precavido.
—Las estaba repasando una por una y
preguntándome cómo me sentía acerca de cada una de ellas, y me
acordé del salón de belleza y pensé… que esto
es lo que a ti te gustaría. Pero no he podido reunir el coraje
para hacérmelo con cera —confieso casi en un
susurro.
Se me queda mirando con los ojos brillantes,
esta vez no de diversión por la locura que acabo de hacer,
sino de amor.
—Oh, Ana —dice en un jadeo. Se acerca y me besa
con ternura—. Me tienes cautivado —murmura junto
a mis labios y me besa otra vez, cogiéndome la
cara con las manos.
Un momento después se aparta y se apoya en un
codo. La diversión ha vuelto.
—Creo que tengo que hacer una inspección
exhaustiva de su trabajo, señora Grey.
—¿Qué? ¡No! —¡Tiene que estar de coña! Me tapo
para proteger esa zona recientemente deforestada.
—Oh, no, Anastasia. —Me coge las manos y las
aparta. Se acerca con agilidad y en un segundo lo tengo
entre las piernas, agarrándome las manos junto
a los costados. Me lanza una mirada ardiente que podría
prender fuego a la madera seca, se inclina y
pega los labios a mi vientre desnudo para seguir bajando
directamente hacia mi sexo. Me retuerzo contra
su piel, resignada a mi destino—. Vamos a ver, ¿qué tenemos
aquí? —Christian me da un beso en un sitio que
hasta esta mañana estaba cubierto por el vello púbico y me
araña con la incipiente barba de su mentón.
—¡Oh! —exclamo. Uau… qué sensible.
Los ojos de Christian me miran con intensidad,
llenos de una necesidad lujuriosa.
—Creo que te has dejado un poquito —dice y tira
suavemente del vello que hay en un punto bastante
inaccesible.
—Oh… vaya. —Espero que eso ponga fin a ese
escrutinio francamente indiscreto.
—Tengo una idea. —Salta desnudo de la cama y va
al baño.
Pero ¿qué va a hacer? Vuelve poco después con
un vaso de agua, mi maquinilla de afeitar, su brocha,
jabón de afeitar y una toalla. Pone el agua, la
brocha, el jabón y la maquinilla en la mesita de noche y me mira
con la toalla en la mano.
¡Oh, no! Mi subconsciente cierra de golpe las Obras completas de Charles Dickens, salta del sofá y pone
los brazos en jarras.
—¡No, no y no! —chillo.
—Señora Grey, si se hace algo, mejor hacerlo
bien. Levanta las caderas. —Sus ojos son del color gris de
una tormenta de verano.
—¡Christian! No me vas a afeitar.
Ladea la cabeza.
—¿Y por qué no?
Me ruborizo… ¿no es obvio?
—Porque… es demasiado…
—¿Íntimo? —termina mi frase—. Ana, estoy
deseando tener intimidad contigo, ya lo sabes. Además,
después de todo lo que hemos hecho, no sé por
qué te pones pudorosa ahora. Me conozco esa parte de tu
cuerpo mejor que tú.
Le miro con la boca abierta. Pero qué
arrogante. Aunque es cierto que lo conoce bien, pero aun así…
—¡No está bien! —Sueno remilgada y quejica.
—Claro que está bien… y es excitante.
¿Excitante? ¿Ah, sí?
—¿Esto te excita? —No puedo evitar el tono de
asombro.
Él ríe burlón.
—¿Es que no lo ves? —pregunta señalando su
erección con la cabeza—. Quiero afeitarte —me susurra.
Oh, qué demonios… Me tumbo y me tapo la cara
con un brazo; no quiero mirar.
—Si eso te hace feliz, Christian, hazlo. Eres
un pervertido, ¿lo sabías? —le digo a la vez que levanto las
caderas y él coloca la toalla bajo mi culo. Me
da un beso en la parte interior del muslo.
—Nena, qué razón tienes.
Oigo el ruido del agua cuando moja la brocha en
el vaso y después el susurro de la brocha al impregnarla
de jabón. Me coge el tobillo izquierdo y me
abre las piernas. La cama se hunde cuando se sienta entre ellas.
—Ahora mismo tengo muchas ganas de atarte —me
dice.
—Prometo quedarme quieta.
—Vale.
Doy un respingo cuando me pasa la brocha llena
de jabón sobre el hueso púbico. Está templada. El agua
del vaso debe de estar caliente. Me revuelvo un
poco. Me hace cosquillas… pero me gusta.
—No te muevas —me ordena Christian y vuelve a
pasar la brocha—. O te ato —añade en tono
amenazante y un escalofrío me recorre la
espalda.
—¿Has hecho esto antes? —le pregunto cuando va
a coger la maquinilla.
—No.
—Oh. Qué bien. —Sonrío.
—Otra primera vez, señora Grey.
—Mmm. Me gustan las primeras veces.
—A mí también. Allá voy. —Con una suavidad que
me sorprende pasa la maquinilla por esa piel tan
sensible—. Quédate muy quieta —dice en un tono
distraído y sé que es porque está muy concentrado en lo
que tiene entre manos. Solo tarda unos minutos.
Después coge la toalla y me quita con ella el jabón sobrante
—. Ya. Ahora está mejor —dice para sí. Yo
levanto el brazo para mirarle y él se sienta para admirar su obra.
—¿Ya estás contento? —le pregunto con voz
ronca.
—Sí, mucho. —Me sonríe con malicia y mete
lentamente un dedo en mi interior.
—Fue divertido —dice con un brillo burlón en
los ojos.
—Tal vez para ti. —Intento hacer un mohín, pero
tengo que reconocer que tiene razón. Fue… excitante.
—Me parece recordar que lo que pasó después fue
muy satisfactorio.
Christian vuelve a su afeitado. Yo me miro los
dedos. Sí que lo fue. No tenía ni idea de que la ausencia de
vello púbico podía hacer que fuera tan
diferente.
—Oye, que te estaba tomando el pelo. ¿No es eso
lo que hacen los maridos cuando están perdidamente
enamorados de sus mujeres? —Christian me
levanta la barbilla y me mira. Sus ojos están llenos de aprensión
mientras intenta leer mi expresión.
Mmm… Ha llegado el momento de la revancha.
—Siéntate —le ordeno.
Él se me queda mirando sin comprender. Le
empujo suavemente para que se siente en el único taburete
blanco que hay en el baño. Obedece, perplejo, y
yo le quito la maquinilla.
—Ana… —empieza a decir cuando se da cuenta de
mis intenciones. Yo me acerco y le beso.
—Echa atrás la cabeza —le pido.
Él duda.
—Donde las dan las toman, señor Grey.
Se me queda mirando con una incredulidad
divertida y a la vez cauta.
—¿Sabes lo que haces? —me pregunta con voz
grave. Niego con la cabeza de una forma deliberadamente
lenta, intentando parecer lo más seria posible.
Él cierra los ojos, niega también y al fin se rinde y deja caer
hacia atrás la cabeza.
Vaya, me va a dejar que le afeite. Deslizo la
mano entre el pelo húmedo de su frente y se lo agarro para
que no se mueva. Él cierra los párpados con
fuerza e inhala por la boca, abriendo un poco los labios. Muy
despacio, le paso la maquinilla subiendo por el
cuello hasta la barbilla, lo que revela una lengua de piel.
Christian suelta el aire.
—¿Creías que te iba a hacer daño?
—Nunca sé lo que vas a hacer, Ana, pero no… No
intencionadamente al menos.
Vuelvo a pasar la maquinilla por su cuello,
ensanchando la franja de piel sin jabón.
—Nunca te haría daño intencionadamente,
Christian.
Abre los ojos y me rodea con los brazos
mientras le paso la maquinilla con cuidado por la mejilla hasta el
final de una de las patillas.
—Lo sé —me dice girando la cara para que pueda
afeitarle el resto de la mejilla. Tras dos pasadas más
termino.
—Se acabó, y no he derramado ni una gota de
sangre —declaro sonriendo orgullosa.
Sube la mano por mi pierna, arrastrando mi
camisón hasta el muslo, y me levanta para ponerme a
horcajadas sobre su regazo. Mantengo el
equilibrio apoyando las manos en sus brazos musculosos.
—¿Quieres que te lleve a alguna parte hoy?
—A tomar el sol no, ¿verdad? —le digo arqueando
una ceja mordaz.
Se humedece los labios en un gesto nervioso.
—No, hoy no tomamos el sol. Tal vez te apetezca
hacer otra cosa. Hay un sitio que podríamos visitar…
—Bueno, como estoy llena de los chupetones que
tú me has hecho, lo que me impide absolutamente
cualquier actividad con poca ropa, ¿por qué no?
Decide sabiamente ignorar mi tono.
—Hay que conducir un buen trecho, pero por lo
que he leído, merece la pena visitarlo. Mi padre también
me recomendó que fuéramos. Es un pueblecito en
lo alto de una colina que se llama Saint-Paul-de-Vence.
Hay unas cuantas galerías en el pueblo. He
pensado que podríamos comprar algún cuadro o alguna escultura
para la casa nueva, si encontramos algo que nos
guste.
Me echo un poco hacia atrás y le miro. Arte…
Quiere comprar obras de arte. ¿Cómo voy a comprar yo
arte?
—¿Qué? —me pregunta.
—Yo no sé nada de arte, Christian.
Él se encoge de hombros y me sonríe indulgente.
—Solo vamos a comprar algo que nos guste. No
estamos hablando de inversiones.
¿Inversiones? Oh…
—¿Qué? —repite.
Niego con la cabeza.
—Ya sé que solo hemos visto los dibujos de la
arquitecta… Pero no pasa nada por mirar, y además parece
que es un pueblo medieval con mucho encanto.
Oh, la arquitecta. ¿Por qué ha tenido que
recordármela…? Gia Matteo, una amiga de Elliot que ya reformó
la casa de Christian en Aspen. Durante las
reuniones para revisar los planos ha estado pegada a Christian
como una lapa.
—¿Qué te pasa ahora? —quiere saber Christian.
Niego con la cabeza—. Dímelo —insiste.
¿Cómo le voy a decir que no me gusta Gia? Es
irracional. No quiero ser la típica mujer celosa.
—¿No seguirás enfadada por lo que hice ayer?
—Suspira y entierra la cara entre mis pechos.
—No. Tengo hambre —le digo sabiendo que eso le
distraerá del interrogatorio.
—¿Y por qué no lo has dicho antes? —Me baja de
su regazo y se pone de pie.
Saint-Paul-de-Vence es un pueblo medieval
fortificado situado en la cumbre de una colina, uno de los lugares
más pintorescos que he visto en mi vida. Paseo
con Christian por las estrechas calles adoquinadas con la
mano metida en el bolsillo de atrás de sus
pantalones cortos. Taylor y Gaston o Philippe (no sé diferenciarlos)
nos siguen unos pasos por detrás. Pasamos por
una plaza cubierta de árboles en la que tres ancianos, uno de
ellos tocado con una boina tradicional a pesar
del calor, juegan a la petanca. El lugar está bastante lleno de
turistas, pero me siento cómoda rodeada por el
brazo de Christian. Hay tantas cosas que ver: estrechas callejas
y pasajes que llevan a patios con intrincadas
fuentes de piedra, esculturas antiguas y modernas y pequeñas
tiendas y boutiques fascinantes.
En la primera galería Christian mira distraído
unas fotografías eróticas chupando la patilla de sus gafas de
aviador. Son obra de Florence D’Elle; mujeres
desnudas en diferentes posturas.
—No es lo que tenía en mente —digo. Me hacen
pensar en la caja de fotografías que encontré en el
armario de Christian (ahora nuestro armario).
Me pregunto si llegó a destruirlas.
—Yo tampoco —dice Christian sonriéndome. Me
coge la mano y pasamos al siguiente artista. Sin darme
cuenta me encuentro preguntándome si debería
dejarle que me hiciera fotos.
La siguiente exposición es de una pintora
especializada en naturalezas muertas: frutas y verduras muy
detalladas y con unos colores impresionantes.
—Me gustan esos —digo señalando tres cuadros
con pimientos—. Me recuerdan a ti cortando verduras en
mi apartamento. —Río. La comisura de la boca de
Christian se eleva cuando intenta, sin éxito, ocultar su
diversión.
—Creo que lo hice bastante bien —murmura—. Solo
soy un poco lento, eso es todo. —Me abraza—.
Además, me estabas distrayendo. ¿Y dónde los
pondrías?
—¿Qué?
Christian me acaricia la oreja con la nariz.
—Los cuadros… ¿Dónde los pondrías? —Me muerde
el lóbulo de la oreja y la sensación me llega hasta la
entrepierna.
—En la cocina —respondo.
—Mmm. Buena idea, señora Grey.
Miro el precio. Cinco mil euros cada uno.
¡Madre mía!
—¡Son carísimos! —exclamo.
—¿Y qué? —Vuelve a acariciarme—. Acostúmbrate,
Ana. —Me suelta y se acerca al mostrador, donde
una mujer joven vestida completamente de blanco
le mira con la boca abierta. Estoy a punto de poner los ojos
en blanco, pero prefiero centrar mi atención en
los cuadros. Cinco mil euros, vaya…
Acabamos de terminar de comer y nos estamos
relajando con el café en el Hotel Le Saint Paul. La vista de la
campiña circundante es magnífica. Viñas y
campos de girasoles forman un mosaico en la llanura salpicado
aquí y allá por bonitas granjas francesas. Hace
un día precioso, así que desde donde estamos se puede ver
hasta el mar, que brilla en el horizonte.
Christian interrumpe mis pensamientos.
—Me has preguntado por qué te trenzo el pelo
—dice. Su tono me alarma. Parece… culpable.
—Sí. —Oh, mierda.
—La puta adicta al crack me dejaba jugar con su
pelo, creo. Pero no sé si es un recuerdo o un sueño.
Oh, su madre biológica.
Me mira, pero su expresión es impenetrable. El
corazón se me queda atravesado en la garganta. ¿Qué
puedo decir cuando me cuenta cosas como esa?
—Me gusta que juegues con mi pelo —digo con
tono vacilante.
Él me mira inseguro.
—¿Ah, sí?
—Sí. —Es verdad. Le cojo la mano—. Creo que
querías a tu madre biológica, Christian.
Él abre mucho los ojos y se me queda mirando
impasible, sin decir nada.
Maldita sea, ¿me he pasado? Di algo, Cincuenta,
por favor… Pero sigue tozudamente callado, mirándome
con esos ojos grises insondables mientras el
silencio se cierne sobre nosotros. Parece perdido.
Mira mi mano agarrando la suya y frunce el
ceño.
—Di algo —le pido en un susurro porque no puedo
soportar el silencio ni un segundo más.
Niega con la cabeza y suspira.
—Vámonos. —Me suelta la mano y se pone de pie
con expresión hosca. ¿Me he pasado de la raya? No
tengo ni idea. Se me cae el alma a los pies y
no sé si decir algo más o dejarlo estar. Me decido por esto último
y le sigo hacia la salida del restaurante
obedientemente.
En una de las preciosas callejuelas estrechas
me coge la mano.
—¿Adónde quieres ir?
¡Oh, habla! Y no está furioso conmigo… Gracias
a Dios. Suspiro aliviada y me encojo de hombros.
—Me alegro de que todavía me hables.
—Ya sabes que no me gusta hablar de toda esa
mierda. Es pasado. Se acabó —responde en voz baja.
No, Christian, no se acabó. Ese pensamiento me
pone triste y por primera vez me pregunto si acabará
alguna vez. Siempre será Cincuenta Sombras… Mi
Cincuenta Sombras. ¿Quiero que cambie? No, la verdad
es que no. Solo quiero que se sienta querido.
Le miro a hurtadillas y admiro su belleza cautivadora… Y es
mío. No solo estoy encandilada por el atractivo
de su preciosa cara y de su cuerpo; es lo que hay debajo de la
perfección, su alma frágil y herida, lo que me
atrae, lo que me acerca a él.
Me mira de esa forma medio divertida medio
precavida y absolutamente sexy y me rodea los hombros con
el brazo. Después caminamos entre los turistas
hacia el lugar donde Philippe/Gaston ha aparcado el espacioso
Mercedes. Vuelvo a meter la mano en el bolsillo
de atrás de los pantalones cortos de Christian, encantada de
que no esté enfadado. ¿Qué niño de cuatro años
no quiere a su madre, por muy mala madre que sea? Suspiro
profundamente y lo abrazo más fuerte. Sé que
detrás de nosotros va el equipo de seguridad y me pregunto
distraídamente si habrán comido.
Christian se para delante de una pequeña
joyería y mira el escaparate y después a mí. Me coge la mano
libre y me pasa el pulgar por la marca roja de
las esposas, que ya está desapareciendo, y la mira fijamente.
—No me duele —le aseguro. Se retuerce para que
saque la otra mano de su bolsillo, me coge también esa
mano y la gira para examinarme la muñeca. El
reloj Omega de platino que me regaló en el desayuno de
nuestra primera mañana en Londres oculta la
marca. La inscripción todavía me emociona.
Anastasia
Tú eres mi «más»
Mi amor, mi vida
Christian
A pesar de todo, de todas sus sombras, mi
marido es un romántico. Observo las leves marcas de mis
muñecas. Pero también puede ser un poco salvaje
a veces. Me suelta la mano izquierda y me coge la barbilla
con los dedos para levantármela y analizar mi
expresión con ojos preocupados.
—No me duelen —repito.
Se lleva mi mano a los labios y me da un suave
beso de disculpa en la parte interna de la muñeca.
—Ven —dice, y entramos en la tienda.
—Póntela. —Christian tiene abierta la pulsera
de platino que acaba de comprar. Es exquisita, muy
bellamente trabajada, con una filigrana con
forma de flores abstractas con pequeños diamantes en el centro.
Me la pone en la muñeca. Es ancha y dura y
oculta la marca roja. Y le ha costado treinta mil euros, creo,
aunque no he conseguido seguir la conversación
en francés con la dependienta. Nunca he llevado nada tan
caro—. Así está mejor —murmura.
—¿Mejor? —susurro mirándole a los ojos grises,
consciente de que la dependienta delgada como un palo
nos mira celosa y con cara de desaprobación.
—Ya sabes por qué lo digo —me explica Christian
inseguro.
—No necesito esto. —Sacudo la muñeca y la
pulsera se mueve. Un rayo de la luz de la tarde que entra por
el escaparate de la joyería se refleja en los
diamantes, que despiden brillantes arcoíris y llenan de color las
paredes de la tienda.
—Yo sí —dice con total sinceridad.
¿Por qué? ¿Por qué necesita esto? ¿Acaso se
siente culpable? ¿Por qué? ¿Por las marcas? ¿Por su madre
biológica? ¿Por no contármelo? Oh, Cincuenta…
—No, Christian, tú tampoco lo necesitas. Ya me
has dado tantas cosas… Esta luna de miel tan mágica:
Londres, París, la Costa Azul… Y a ti. Soy una
chica con mucha suerte —le digo en un susurro y sus ojos se
llenan de ternura.
—No, Anastasia. Yo soy el hombre afortunado.
—Gracias. —Me pongo de puntillas, le rodeo el
cuello con los brazos y le doy un beso, no por regalarme
la pulsera, sino por ser mío.
De vuelta, en el coche está muy callado y mira
por la ventanilla a los campos de girasoles que siguen al sol en
su recorrido por el cielo, disfrutando de su
calor. Uno de los gemelos (creo que es Gaston) conduce y Taylor
está sentado delante a su lado. Christian está
rumiando algo. Le cojo la mano y se la aprieto un poco. Me mira
y me suelta la mano para acariciarme la
rodilla. Llevo una falda corta con vuelo azul y blanca y una camiseta
ajustada sin mangas también azul. Christian se
queda dudando y no sé si su mano va a subir por mi muslo o
bajar por la pantorrilla. Me pongo tensa por la
anticipación que me provoca el suave contacto de sus dedos y
aguanto la respiración. ¿Qué va a hacer? Escoge
ir hacia abajo y de repente me agarra el tobillo y se pone mi
pie en el regazo. Giro sobre mi trasero para
quedar de cara a él en el asiento de atrás del coche.
—Quiero el otro también.
Miro nerviosamente a Taylor y a Gaston, que
mantiene los ojos fijos en la carretera que tenemos por
delante, y pongo el otro pie en su regazo. Con
la mirada tranquila extiende la mano y pulsa un botón que hay
en su puerta. Delante de nosotros sale de un
panel una pantalla ligeramente tintada y empieza a cerrarse. Diez
segundos después estamos solos. Uau… Ahora
entiendo por qué la parte de atrás de este coche es tan amplia.
—Quiero verte los tobillos —me explica
Christian. Su mirada transmite ansiedad. ¿Las marcas de las
esposas? Oh, pensé que ya habíamos hablado
suficiente de eso. Si tengo marcas, quedan ocultas por las tiras
de las sandalias. No recuerdo haber visto
ninguna esta mañana. Me acaricia suavemente con el pulgar el
empeine del pie derecho y eso hace que me
retuerza un poco. Una sonrisa juguetea en sus labios mientras me
suelta diestramente las tiras. Su sonrisa
desaparece cuando se encuentra con las marcas rojas.
—No me duelen —le repito.
Me mira con expresión triste y la boca
convertida en una fina línea. Asiente como si aceptara mi palabra y
yo sacudo el pie para librarme de la sandalia,
que cae al suelo. Pero sé que ya le he perdido. Está distraído,
rumiando algo, me acaricia el pie mecánicamente
mientras mira por la ventanilla del coche.
—Oye, ¿qué esperabas? —le pregunto con dulzura.
Me mira y se encoge de hombros.
—No esperaba sentirme como me siento cuando veo
esas marcas —me responde.
Oh… Reticente en un momento y comunicativo al
siguiente. Cincuenta… ¿Cómo voy a ser capaz de
seguirle?
—¿Y cómo te sientes?
Me mira con los ojos sombríos.
—Incómodo —dice en voz baja.
¡Oh, no! Me desabrocho el cinturón de seguridad
y me acerco a él sin bajar los pies de su regazo. Quiero
sentarme ahí y abrazarlo, y lo haría si solo
estuviera Taylor en el asiento de delante. Pero saber que Gaston
también está ahí me frena a pesar del cristal
tintado. Si fuera un poco más oscuro… Le agarro las manos.
—Lo que no me gusta son los chupetones —le digo
en un susurro—. Lo demás… lo que hiciste… —bajo
la voz todavía más— con las esposas, eso me
gustó. Bueno, algo más que gustarme. Fue alucinante. Puedes
volver a hacérmelo cuando quieras.
Se revuelve en su asiento.
—¿Alucinante?
La diosa que llevo dentro levanta la vista de
su libro de Jackie Collins, sorprendida.
—Sí —le digo sonriendo. Su paquete está justo
debajo de mis pies y noto que empieza a ponerse duro.
Flexiono los dedos del pie y veo más que oigo
su repentina inhalación y cómo se separan sus labios.
—Debería ponerse el cinturón, señora Grey. —Su
voz suena ronca y yo repito la flexión de mis dedos.
Vuelve a inhalar y los ojos se le van
oscureciendo a la vez que me agarra el tobillo a modo de advertencia.
¿Quiere que pare? ¿O que continúe? Se queda
quieto bruscamente, frunce el ceño y saca del bolsillo la
BlackBerry que va con él a todas partes para
atender una llamada. Mira el reloj y frunce el ceño un poco más.
—Barney —contesta.
Mierda. El trabajo nos vuelve a interrumpir.
Trato de retirar el pie, pero él me agarra el tobillo con más
fuerza para evitarlo.
—¿En la sala del servidor? —dice incrédulo—.
¿Se activó el sistema de supresión de incendios?
¡Un incendio! Intento apartar de nuevo los pies
de su regazo y esta vez me lo permite. Me siento
correctamente, me abrocho el cinturón y jugueteo
nerviosa con la pulsera de treinta mil euros. Christian
vuelve a apretar el botón de la puerta y el
cristal tintado baja.
—¿Hay alguien herido? ¿Daños? Ya veo… ¿Cuándo?
—Consulta otra vez su reloj y después se pasa los
dedos por el pelo—. No. Ni los bomberos ni la
policía. Todavía no, al menos.
¿Un incendio? ¿En la oficina de Christian? Le
miro con la boca abierta, mi mente a mil por hora. Taylor se
gira para poder oír la conversación.
—¿Eso ha hecho? Bien… Vale. Quiero un informe
detallado de daños. Y una lista de todos los que hayan
entrado en los últimos cinco días, incluyendo
el personal de limpieza… Localiza a Andrea y que me llame…
Sí, parece que el argón ha sido eficaz. Vale su
peso en oro…
¿Informe de daños? ¿Argón? Me suena lejanamente
de alguna clase de química… Creo que es un
elemento de la tabla periódica.
—Ya me doy cuenta de que es pronto… Infórmame
por correo electrónico dentro de dos horas… No,
necesito saberlo. Gracias por llamar.
—Christian cuelga e inmediatamente marca otro número en la
BlackBerry.
—Welch… Bien… ¿Cuándo? —Christian vuelve a
mirar el reloj—. Una hora… sí… Veinticuatro horas,
siete días en el almacenamiento de datos
externo… Bien. —Cuelga.
—Philippe, necesito estar a bordo en una hora.
—Sí, monsieur.
Mierda, es Philippe, no Gaston. El coche
acelera. Christian me mira con una expresión inescrutable.
—¿Hay alguien herido? —le pregunto.
Christian niega con la cabeza.
—Muy pocos daños. —Estira el brazo, me coge la
mano y me la aprieta tranquilizador—. No te preocupes
por eso. Mi equipo se está ocupando de ello. —Y
ahí está el presidente, al mando, ejerciendo el control, sin
ponerse nervioso.
—¿Dónde ha sido el incendio?
—En la sala del servidor.
—¿En las oficinas de Grey Enterprises?
—Sí.
Me está dando respuestas telegráficas, así que
me doy cuenta de que no quiere hablar de ello.
—¿Por qué ha habido tan pocos daños?
—La sala del servidor tiene un sistema de
supresión de incendios muy sofisticado.
Claro…
—Ana, por favor… no te preocupes.
—No estoy preocupada —miento.
—No estamos seguros de que haya sido provocado
—me dice afrontando directamente la razón de mi
ansiedad.
Me llevo la mano a la garganta por el miedo.
Primero lo de Charlie Tango y ahora esto…
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